Caminamos entre la inmundicia
PABLO VI. 1972[324]
El sexualismo es (…) una expresión de la decadencia. Parece como si todo el país estuviera encharcado por unas aguas podridas y malolientes.
JOSEPH HÖFFNER, cardenal. 1984
Esto probablemente nos aclarará por qué antes hemos llamado la atención acerca del estrecho nexo existente entre la mujer y el animal: la sexualidad conduce a la bestialidad.
GRABER, obispo de Regensburg. 1980
Con lo cual, lo que en el mundo de los seres vivos es propio de los animales se transmite al ámbito de la realidad humana.
JUAN PABLO II, 1982
Y es que acaso no nos ha impresionado el mandato de arrancarnos los ojos y cortarnos las manos si estos miembros causan escándalo.
JUAN PABLO II, 1985[325]
«La alegría y la esperanza, la tristeza y la angustia de los seres humanos del presente, en especial de los pobres y oprimidos de cualquier condición, son la alegría y la esperanza, la tristeza y la angustia de los discípulos de Cristo». Esta afirmación afablemente compasiva del Concilio Vaticano Segundo, incluida en la constitución pastoral Gaudium et Spes, suena bien, hay que admitirlo, como tantos otros documentos de los actuales jerarcas de la Iglesia. Pero ¿es sincera? En primer lugar, estos «discípulos de Cristo» no son, de hecho, discípulos de Cristo, sino más bien lo contrario: por lo menos, desde comienzos del siglo IV. En segundo lugar, la alegría y la esperanza, la tristeza y la angustia de los seres humanos, en especial de los cristianos, ya nunca han sido, desde aquella época, alegría y esperanza, tristeza y angustia de los jerarcas. Porque éstos promovieron el mantenimiento de la esclavitud —que incluso se endureció algo más en la época cristiana— y reconocieron desde muy pronto las ventajas que les reportaban las guerras, por sólo escoger dos catástrofes sobresalientes. En el siglo V, cuando San Agustín ya había mostrado su entusiasmo por la guerra, incluidas determinadas guerras ofensivas, el obispo Teodoreto, Doctor de la Iglesia, predicaba lo siguiente: «Los hechos históricos enseñan que la guerra nos proporciona mayores beneficios que la paz». Así que, en tercer lugar, los «pobres y oprimidos» no sólo fueron mantenidos por los papas y los obispos en su pobreza y opresión, sino que, en muchas ocasiones, fueron aún más empobrecidos y oprimidos. Y es que, como ya he escrito en otro lugar, el juego de prestidigitación de la Iglesia de hoy consiste en convertir los grandes sacrificios de los pobres en beneficio de los ricos los pequeños sacrificios de los ricos en beneficio de los pobres.
El Vaticano Segundo, en el capítulo sobre «Dignidad del matrimonio y la familia» sigue sosteniendo la indisolubilidad del matrimonio, que existe en virtud «del designio divino» y no está sujeto al «arbitrio de los seres humanos»… ¡excepción hecha de los papas! Como ha sucedido desde siempre, se prohíbe la poligamia, el divorcio, el amor libre y cualquier actividad sexual fuera del matrimonio. «La Palabra de Dios conmina en diversos pasajes a los novios y a los esposos a que conformen su matrimonio por medio de un amor casto y a que lo vivan con un amor siempre íntegro». A cambio, se subraya que la fecundidad, la reproducción y la educación de los hijos son las finalidades del matrimonio y que los esposos deben «cooperar con firmeza y solicitud en el amor del Creador y Salvador, que a diario aumenta y amplía Su familia mediante ellos». Esto quiere decir, evidentemente, que la Iglesia amplía sus posesiones, pretendiendo acabar así con la crisis de vocaciones o, al menos, impidiendo que el problema siga creciendo.
El control de natalidad queda asimismo descartado. Salvo el muy inseguro método de utilizar los días no fértiles de la mujer, que ya estaba permitido, todos los demás medios anticonceptivos están estrictamente prohibidos[326].
A los prelados no les preocupa lo más mínimo ni la espantosa superpoblación, ni la terrible miseria, ni el hambre de millones de personas. «¡Sed fecundos y multiplicaos (…)!». Aparentemente se deja el número de hijos a la decisión de los cónyuges, pero «teniendo presente a Dios». Es decir, que no deben tomar en cuenta sólo su propio bien, sino también el del Estado y la Iglesia; no deben actuar «a su arbitrio» sino conducidos «por una conciencia que tiene que ajustarse a la ley de Dios, obedeciendo al magisterio de la Iglesia (…)» Por consiguiente, la cuestión no está tanto en el bien de los cónyuges y la familia como en el de la jerarquía eclesiástica, que «interpreta esta ley divina a la auténtica luz del Evangelio»; lo que de nuevo quiere decir: ¡tal como le interesa!
El Concilio tampoco aportó nada nuevo en cuanto a información sexual. Aunque pidió «una educación sexual positiva y prudente» (una fórmula que resulta ya bastante tramposa para los avisados), esta «educación sexual positiva y prudente» significa, como reconoce el Concilio francamente en otro pasaje, que «los jóvenes deben ser informados acerca de la dignidad, los deberes y la consumación del amor conyugal fundamentalmente en el seno de la familia, de forma apropiada y en el momento adecuado, de modo que, acostumbrados a una disciplina de castidad, puedan acceder en su momento al matrimonio después de un noviazgo limpio».
Fundamentalmente en el seno de la familia, es decir, como suele suceder precisamente en los círculos católicos: lo preferible es que no se informe; de forma apropiada, es decir, lo menos posible; en el momento adecuado, o sea, lo más tarde posible; una disciplina de castidad y un noviazgo limpio, esto es, bajo la tutela del catolicismo hasta el pie de la tumba.
No es una casualidad que la educación sexual en las escuelas sea combatida por muchos católicos como un «grandísimo peligro» porque, como escribía en 1984 el padre Werenfried van Straaten (el famoso «padre mantecas» un combatiente de la guerra fría), «hasta ahora ha tenido efectos devastadores en todos los países en donde ha sido introducida».
Ésta es la clase de propaganda en contra que se hace desde el lado católico, a veces tan furibunda como risible.
A modo de ejemplo, la obra Jóvenes. Hombre, Mujer (volumen II: para lectores entre trece y dieciséis años) que apareció en 1972 en la editorial cristiana Gerd Mohn como libro de texto aprobado en Baja Sajonia, Renania-Palatinado, Bremen, Hesse y Schleswig-Holstein, es enjuiciada así por la revista Información del Círculo de Amigos Maria Goretti: «Este libro se ocupa de todos los aspectos de la sexualidad con una mentalidad propia de una película de O. Kohie, sobre la base de casi ciento cincuenta páginas de un material gráfico desvergonzado (…) y de unos textos completamente indignos de llamarse cristianos (…) Lo que aquí se enseña a escolares de doce a dieciséis años no son otra cosa que conocimientos de burdel». Aunque hay algunas partes «irreproducibles» la revista católica extrae citas bastante explícitas sobre la masturbación, la homosexualidad, la pornografía y la relación sexual y después se pregunta quejosamente:
«¿de quién es la responsabilidad por estas mil formas de seducir a niños y jóvenes a quienes el Hijo de Dios proporcionó la vida de la gracia mediante Su muerte en la Cruz?».
La misma revista atacó la información sexual en las escuelas, cuya necesidad es tan apremiante, con titulares en negrita como «Se extiende el desierto» o «El Apocalipsis ilumina nuestra situación». Y en marzo de 1981, cuando Hans Maier, el ministro de Culto bávaro —presidente del Comité Central de los Católicos Alemanes; no se trata, ciertamente, de un anticristiano— introdujo las clases de educación sexual en las escuelas del Estado, —naturalmente con el voto favorable del Landtag— la mencionada revista, bajo el titular «Rosario ante el ministerio de Culto» elogió a ese «grupo de personas, en su mayor parte modestas pero fieles», que «reza desde hace cinco años (!) por nuestros hijos y por los responsables» cada primer y tercer viernes del mes a las siete en la Salvatorstrasse, delante del ministerio de Culto de Baviera. «¡Recen con ellos!».
Y aún hay más. La revista Información exhortaba a los sacerdotes de su Círculo de Amigos para que celebraran misas en honor de la Inmaculada por la desaparición de las «clases sexuales» de las escuelas. En aquel año pudo ya contabilizar ciento sesenta y cinco misas. No obstante, no se llevó a la práctica la propuesta de que se celebraran las misas «en alguna fiesta mañana, cuando las iglesias están “abarrotadas”»; cosa que, quién sabe, quizás hubiera ablandado al Cielo tanto como lo están ciertos cerebros. Volviendo al Concilio, no sólo perjudicó a los hombres, las mujeres y los laicos, sino también a los clérigos, que han seguido soportando el celibato. Porque en la actualidad cada vez hay más sacerdotes que querrían casarse, que querrían ver abolido el celibato, una institución que, según Wilfried Daim, provoca «una proliferación en el clero de tipos infantiles, de fijaciones maternas que, a consecuencia de un mecanismo de defensa inconsciente, convierten la imposibilidad psicológica de soportar a las mujeres adultas en la virtud de la “pureza” (…)»[327].
¡O en la virtud de la hipocresía! (supra). Porque cuando se restableció el diaconado, el grado inferior de la jerarquía clerical, se permitió que accedieran a él los hombres casados «de edad más madura», mientras que los jóvenes diáconos siguieron sometidos a la ley del celibato. Aun así, los grupos clericales conservadores temieron lo peor de este restablecimiento, mera consecuencia de la falta de sacerdotes. Y la discusión sobre el celibato llegó a involucrar al Papa personalmente (cf. supra). Así que quien quiere llegar a ser sacerdote o seguir siéndolo, ¡debe pagar el precio de la hipocresía!
Esta reunión de obispos, que fue seguida con tantas esperanzas por los desinformados, los simples y los utópicos ingenuos, no aportó nada nuevo en las cuestiones fundamentales de la sexualidad, reafirmó el viejo instinto de poder de los jerarcas y mantuvo la tutela sobre los católicos, incluido el bajo clero. Como resume un teólogo católico, «La nueva doctrina sobre el matrimonio pregonada por el Concilio sigue siendo la antigua. En su rígido legalismo externo, carece por completo de cualquier viso de humanidad concreta. Habla de instituciones, no de personas. Controla a las personas en lugar de ayudarlas; en lugar de ayudarlas a canalizar su instinto más íntimo y apremiante, su sexualidad».
Ésta no es sólo la opinión de un teólogo católico crítico. Frente a quienes opinan que desde el Concilio se ha «avanzado», la ultraconservadora revista Información del Círculo de Amigos Maria Goretti («mártir de la castidad»), que en todos sus números esgrime argumentos verdaderamente cargantes y repulsivos en favor de la «pureza», constata objetiva y acertadamente que «de hecho, no es así. El Vaticano II no ha llegado a declarar nada nuevo sobre la cuestión de la E. S. (educación sexual), ni ha establecido nuevas reglas: como tampoco lo ha hecho sobre la sexualidad en general».
Y el propio obispo Vekoslav Grmic (de Maribor), que certificaba que en la constitución pastoral vaticana hay un gran respeto por el matrimonio y la familia y una extraordinaria dignificación del acto conyugal y de la importancia fundamental del amor, vio finalmente cómo sus expectativas resultaba defraudadas: «la Iglesia oficial se está volviendo cada vez más autoritaria y clerical, los laicos tienen cada vez menos que decir, las mujeres están discriminadas en diversos sentidos, lo que afecta a su igualdad de derechos en el seno de la Iglesia»[328].
Como es natural, la posición del Concilio coincidía en la gran mayoría de los puntos con la del Papa, lo que dada la dependencia de los obispos respecto a su señor casi no precisa demostración. En un discurso pronunciado por Pablo VI el 13 de septiembre de 1972 sobre «este delicado tema» que, como dijo, antes «era tratado con mucha precaución» y que hoy es abordado «con minuciosidad francamente provocadora», enumeraba de un tirón las siguientes plagas de la vida moderna: la ciencia del psicoanálisis, la pedagogía sexual, la literatura erótica, la «vulgaridad provocativa» de los anuncios, el «exhibicionismo indecente» del teatro, las revistas pornográficas y, finalmente, los entretenimientos en general, en los que se buscaban «diversiones cada vez más impuras y tentadoras». «Tenemos que concienciamos de que vivimos en una época en la que la faceta corporal del ser humano degenera a menudo en una inmoralidad desenfrenada. Caminamos entre la inmundicia».
Después de presentar esta «inmundicia» con algo más de detenimiento y de condenarla, poniendo la educación sexual ¡«al mismo nivel que la pornografía y la obscenidad»!, como constataba orgullosamente un comentarista católico. Pablo VI continuaba: «Tenemos que protegemos, que aprestamos a la defensa (…) No podemos ceder ante la inmoralidad que nos rodea por comodidad o por temor a los demás. Además, tenemos que concienciamos de que la juventud que comienza su andadura por la vida no tiene ningún derecho a la impureza de la que estamos tratando, como tampoco lo tiene el hombre moderno (…), ni el adulto, como si fuera inmune al desorden y al contagio de la inmoralidad provocadora». Y, obviamente, el pastor bonus no se privaba de decir a sus corderinos qué es «impureza», a saber, «el predominio en la persona de los instintos y las pasiones del cuerpo sobre la razón moral». No hace falta decir que esta razón moral no es sino la supuesta «ley divina» es decir, la antigua y maldita represión sexual de esta Iglesia.
Por supuesto, los obispos tienen que someterse al Papa, en caso de que no opinen como él. Ciertamente, en el clero católico hay una oposición global que es, sobre todo, resultado de la desbandada global de los creyentes. Pero cuando los prelados fingen al menos una cierta «liberalidad» bajo la presión general, al final tiene lugar una retractación evidentemente deseada por Roma. Así por ejemplo, después de Humanae Vitae, la conferencia episcopal australiana había declarado en una carta pastoral colectiva que si los católicos no podían aceptar de buena fe la doctrina oficial de la encíclica no cometían pecado en determinadas circunstancias. Pero dos años después los prelados australianos, en bloque, dieron un giro completo (una costumbre muy querida en círculos episcopales desde la Antigüedad). Así que estos obispos expusieron que la auténtica doctrina de la Iglesia católica, tal y como estaba contenida en Humanae Vitae, comprometía las conciencias de todos «sin ninguna ambigüedad» y excluía la posibilidad de cualquier punto de vista contrario a la doctrina de la encíclica, aunque expusiera verdades obvias (!).
Los australianos no eran, por supuesto, los únicos descarriados y en su primera interpretación permisiva del «sermón de la píldora» del Papa podían invocar, por ejemplo, la «Declaración de Kónigstein» de sus colegas alemanes. En este escrito del 3 de septiembre de 1968 ya se permitía —de forma oscura y sinuosa, puesto que estaba en oposición al Papa— la utilización de medios anticonceptivos artificiales a las personas que probaran ser escrupulosas —«sin ninguna arrogancia subjetiva», «sin pretender precipitadamente saberlo todo»—, teniendo en cuenta, desde luego, que podían «responder de su posición ante Dios» y que debían respetar «las leyes del diálogo interno de la Iglesia» y evitar «cualquier escándalo».
Los obispos se bandeaban con más o menos destreza entre la prohibición de Roma y los deseos de sus partidarios. Porque, por una parte, la declaración papal no era definición ex cathedra, no era una effatio infallibilis, según la terminología técnica, y, por consiguiente, no era necesariamente imperativa. Pero, por otro lado, el Papa defendía lo que la Iglesia había predicado —asimismo como effatum infallibile— durante muchos siglos o «desde tiempos inmemoriales», como observaba el moralista alemán Gustav Ermecke. Por ello, este último constataba que Humanae Vitae contenía una «verdad de fe infalible» que obligaba «a todos, incluidos los obispos alemanes» y que la Declaración de Kónigstein ¡«no era válida para los católicos»! El teólogo explicaba a los obispos que «nadie puede rechazar una doctrina eclesiástica que en su forma actual es infalible y al mismo tiempo seguir siendo católico». Ergo: «La “Declaración de Königstein” es nula de pleno derecho. Contradice doctrinas infalibles de la Iglesia (…) La moral matrimonial no admite rebajas» (!).
Los creyentes, en cambio, querían que fuese barata; y los pastores, obviamente, trataban de retener a las ovejas. Precisamente por ello, la sesión plenaria de la conferencia episcopal austríaca del 6 de noviembre de 1980 anunció que quien fuese «competente» en materia de control de embarazo y hubiese llegado a una «convicción discrepante» podía «seguiría en principio. Y no comete falta (…)»; aunque, por descontado, se le suponía dispuesto a «manifestar su respeto y su lealtad a la Iglesia en las demás cuestiones»: siempre el mismo tema principal. Véase más arriba. No obstante, el Círculo de Amigos Maria Goretti, abanderado de la castidad católica, consideró aquel punto de vista «como una afrenta a toda la Iglesia» y no andaba descaminado cuando se preguntaba: «¿hay en Austria dos clases de moral: las personas competentes pueden hacer algo sin cometer una falta y todos los demás (necios) no?».
Si Gustav Ermecke desmintió a los prelados alemanes, Johannes Stohr, el moralista de Bamberg, hizo lo propio con los austríacos. En una carta a los «reverendísimos señores» (!) presuntuosamente insolente pero amparada por Roma, por así decirlo, acusaba a aquéllos —«unido a ellos en Cristo»— de «un subjetivismo gratuito y arbitrario, una ética posibilista de fachada y una moral autónoma relativista». Muchas personas sólo vieron en esa declaración episcopal «una coartada para sus acciones inmorales». Para Stohr, entre los protectores públicos del libertinaje se contaba, además de la conferencia episcopal austríaca, su propio obispo. La Hoja de San Enrique, editada por aquél, traía «en negrita los siguientes titulares, que inducían a burdos errores: “La conciencia es la instancia superior” (9-XI, p. 3), “Los matrimonios deben decidir”. Los obispos de Austria no se equivocan cuando desaprueban los métodos del ciclo menstrual (23-XI-80)». El moralista de Bamberg veía por todas partes «simples ejemplos de falsa dialéctica y táctica oportunista» —¡como si los jerarcas actuaran de otra manera!—, profetizaba «horribles consecuencias desde el punto de vista pastoral» y declaraba, «desde el punto de vista científico», que los obispos austríacos simplemente estaban «en la luna». Rezaba por su conversión y por la mejora de su «sentido de la responsabilidad» pastoral y estaba «completamente dispuesto» a indicarles en qué estado se encontraban las investigaciones, mediante referencias a las distintas «posibilidades de asesoramiento e información teológico-científica»[329].
Por supuesto, los obispos no en todas partes estaban haciendo inciertas concesiones. En el Este, por ejemplo, en la católica Polonia, mostraban menos indulgencia. En la carta pastoral de Adviento del 4 de diciembre de 1977, exigían con rotundidad a los polacos «la defensa de la ley de Dios en el terreno de la templanza y la castidad» y conjuraban «el peligro de disolución moral de la nación». «El amor», enseñaban, «ha experimentado una dolorosa perversión por culpa del Pecado original». El «mayor peligro» que le amenaza «por medio del cuerpo» es «la impureza, es decir, el placer sensual consciente y premeditado». Un «peligro aún mayor en este terreno» son «las opiniones falsas, mendaces y depravadas» que justifican «casi todos los pecados contra la castidad» cuya responsabilidad se imputaba a «médicos y psicólogos». «La infidelidad matrimonial y la depravación moral no dejan de extenderse. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en viviendas obreras, casas de estudiantes e incluso asilos de ancianos (!) y es una ofensa a Dios que exige castigo».
Al mismo tiempo, los obispos polacos atacaban abiertamente a su estado (comunista). La radio, el cine y la televisión, afirmaban, «se convierten cada vez más a menudo en medios para la difusión de la inmoralidad». Y les atribuían nada menos que «un plan secreto para destruir la moral de la nación». Hablaban de «planes perversos», de ensayos que conducían hacia «una temible esclavitud». «Todo acto sexual consciente y voluntario fuera del matrimonio es un terrible pecado». «Las brutales clases de educación sexual para niños y jóvenes (…) son un (…) hecho extremadamente dañino», en especial «la enseñanza de métodos anticonceptivos». «Es fácil aniquilar y dominar a una nación que ya no tiene voluntad (…)» (¡eso lo saben los obispos mejor que nadie gracias a una práctica de mil quinientos años!) «(…) y cuyo espinazo moral ha sido pulverizado y corrompido por la inmoralidad y el pecado»; eso es cierto: ¡por el catolicismo! Los demagogos espirituales apelaban a los padres, a sus amados jóvenes, a sus amados profesores y educadores y hasta a los hombres de la cultura, puesto que «ni siquiera el más grande artista está eximido del deber de respetar las leyes morales»: ¡las leyes que enseña la Iglesia católica! «Vigilad la salud de vuestras familias» decían. «Preservad la pureza». «Protestad contra la errónea educación sexual». «Defendeos». «Nadie tiene derecho a exigiros (…)»: ¡salvo los obispos! «Decid a todos que vuestro cuerpo es un templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que ya no os pertenece a vosotros (…)»: ¡sino a la Iglesia católica, a la jerarquía eclesiástica, a su ilimitado afán de poder, que se extiende a todo, al vientre, a la cabeza, a la totalidad de la vida!
En otra «carta pastoral» del mismo año —en la fiesta de la Sagrada Familia de 1977—, los seductores clericales afirman lo siguiente: «La extinción del pueblo polaco es la trágica consecuencia de las prácticas de control de natalidad y del aborto». Pero la extinción del pueblo polaco en un plazo breve de tiempo —que es muy posible— no se deberá al control de natalidad, como todo el mundo sabe, sino que será la consecuencia de una guerra que los obispos admiten por principio, que siempre han permitido desde que existe (!); ellos han sido siempre los mejores proveedores de guerras de este pueblo.
Según los obispos, la práctica del control de natalidad y del aborto es trágica, además, porque «a veces» convierte a la mujer en una «inválida permanente». Como si los obispos hubieran tratado con cuidado la vida de las mujeres cuando éstas, reducidas a simples máquinas de parir, tenían que arrojar al mundo un hijo tras otro, literalmente hasta no poder más: «no importa, déjalas morir, que para eso están» como escribió Lutero (supra), ¡que había tomado este principio despreciativo y atentatorio contra la humanidad del catolicismo! «En todo el mundo se lucha hoy en día por la protección del medio ambiente». Pero en ninguna parte ha sido tan destruido como en el Occidente cristiano de acuerdo con la antigua orden bíblica de sometimiento y aniquilación: ¡Dominadlos! «Que todos los animales os teman (…) Que todo cuanto se mueve y vive sea vuestro alimento (…)».
Los pastores polacos continuaban: «El primer entorno (natural) de todo ser humano es el seno de su propia madre. Nadie puede intoxicarlo o dañarlo». Sólo a la Iglesia le estaba permitido enviar a la hoguera y a las cámaras de tormento a millones de mujeres, incluidas embarazadas, viejas, niñas y hasta lactantes. Porque, como escriben los prelados polacos, «allí donde se deja de respetar a los más pequeños, también se dejar de respetar a los ciudadanos adultos».
De modo que la Iglesia ha respetado a «los más pequeños»… teóricamente. Pero, en la práctica, ha habido pocos lugares donde el aborto fuera una práctica tan sistemática como en los conventos de monjas. A los «más pequeños» ni se les ha respetado ni se les respeta: ¡desde la Antigüedad a nuestros días se les ha impuesto el bautismo! Hay que obligarlos a entrar en la Iglesia, porque como adultos sería difícil que dieran este escalofriante paso. ¿Y no es verdad que el Papa protege al embrión con tanto fanatismo para luego, una vez nacido, poder explotarlo y aniquilarlo, a menudo desde la infancia? ¿No hubo niñas que fueron quemadas como brujas? ¿No hubo infanticidios en las Cruzadas y en innumerables guerras? ¿No hubo una Cruzada de los Niños que tuvo un terrible final? ¿No fueron asesinados miles de niños a mediados del siglo XX en los campos de concentración de Croacia, un país profundamente católico? ¿No tenían incluso sus propios campos de concentración: en Lobor, en Jablanac, en Mlaka, en Brocice, en Ustice, en Sisak, en Gomja, en Rijeka…?[330].
Estas dos pastorales firmadas por todos los cardenales, arzobispos y obispos polacos han sido citadas más detalladamente porque un año después llegó de Polonia Juan Pablo II, el Papa actual. Resulta, por ello, comprensible su conocido pesimismo sexual, que ha horrorizado a una parte del mundo, incluyendo a muchos católicos.
Desde entonces no ha pasado un año en que el mundo (católico) no se haya visto asolado por una riada de declaraciones papales sobre sexualidad y educación sexual.
Durante muchos meses, de septiembre de 1979 a abril de 1980, ¡la cabeza de setecientos millones de católicos no habló en las audiencias generales nada más que de sexualidad! Trató, por capítulos —parrafadas de teología de seminario, prolijas, aburridas, molestamente repetitivas, muchas de ellas casi incomprensibles—, del llamado Informe sobre la Reproducción, del secreto de la vida, de la esencia del regalo de la vida, de la participación en la vida divina, de la relación entre hombre y mujer, del pudor, de la pureza, del autocontrol, del «significado del cuerpo para la pareja» del dominio de la concupiscencia de la carne, etcétera, etcétera.
En una alocución del 4 de octubre de 1984 a los obispos del Perú, en visita ad limina, aparecen los temas que preocupan constantemente a Juan Pablo II: «el aumento del número de familias divididas por causa del divorcio o los adulterios y del número de uniones que carecen del vínculo del matrimonio cristiano» para lo que «el ejemplo diario de las clases superiores de la sociedad» ejerce a menudo «su influencia corruptora en las clases inferiores». El Papa deplora el «azote del aborto, del control artificial de la natalidad o de las relaciones prematrimoniales». Estigmatiza «la pornografía y una permisividad de costumbres que supuestamente destruyen todo sentimiento de pudor». Permisividad es una de sus palabras preferidas y le gusta poner cualquier forma de sexualidad no amordazada por la Iglesia al mismo nivel de la drogadicción. «La permisividad sexual y la drogadicción destruyen la vida de millones de seres humanos (…)». Son palabras del 29 de mayo de 1982, a título de ejemplo.
A un mundo que camina entre el cieno de los sentidos, el papa Wojtyla le elogia las mártires de la castidad: en Roma, Santa Inés; en Zaire, la hermana Anuarita. Habla de la «gloria de la castidad», de la «pureza intacta» (¿es que hay una pureza no intacta?). Recomienda imitar las «heroicas virtudes» de San Casimiro: «Su vida de pureza y oración es una invitación para vosotros (…)».
Casi se podría creer que a Juan Pablo II le preocupan pocas cosas aparte de la «concupiscencia»: la «triple concupiscencia», las «consecuencias de la triple concupiscencia», «en especial», como subraya, «el placer carnal, que desfigura la verdad del lenguaje del cuerpo». ¿Pero por qué es precisamente el «placer carnal», que sin duda forma parte de la «verdad del lenguaje del cuerpo», el que desfigura el lenguaje del cuerpo? Dejando aparte el hecho de que innumerables confesores, obispos y papas han vivido del «placer carnal» más y mejor que de cualquier otro «pecado» (supra).
El Papa enseña que el «placer camal» hace que las personas queden «ciegas e insensibles hacia los valores profundos». Los «pecados de la incontinencia» traen consigo un «rebajamiento» de «la dignidad humana y sus consecuencias para la sociedad son incalculables». Ergo, la voz que clama en el desierto no deja de predicar contra la «concupiscencia», no deja de exhortar a mantener el «control sobre ella», en especial sobre «la concupiscencia sensual». La concupiscencia menoscaba la abnegación, despersonaliza al ser humano, le convierte «en un objeto para el otro». Pero lo que el Papa está exigiendo en este contexto —«la moderación y el dominio de los instintos (…) en su raíz, en el ámbito puramente interior» la «pureza», «abstenerse de la “impureza” y de lo que conduce a ella», «preservar el cuerpo (…) en santidad y honestidad» etcétera— es precisamente lo que convierte al ser humano en objeto para la Iglesia, en esclavo de su represión moral, de su servidumbre culpabilizadora, que sigue siendo su instrumento de dominio más efectivo.
Según el «Santo Padre» en la lucha, el pudor nos protege «contra las consecuencias de la triple concupiscencia». Gracias a él, «el hombre y la mujer se mantienen como en el estado de inocencia original. Porque son permanentemente conscientes del sentido que el cuerpo tiene para la pareja y, por así decirlo, querrían protegerlo de los instintos (…)». Con lo cual, el pudor actúa de la misma manera que el Papa, que predica la «redención del cuerpo» «en la historia, desde ahora mismo, paso a paso (…), en la lucha constante contra el pecado, en la superación del instinto sensual». Esa redención, afirma Juan Pablo II, cura y santifica al ser humano «hasta el interior de su corporalidad», le auxilia «precisamente en su sexualidad». El ser humano sólo puede conocer el respeto y el autorrespeto así, sanado y santificado en su sexualidad, con ulteriores consecuencias curativas y santificantes: «este respeto y autorrespeto prohíbe las miradas voluptuosas (cf. Mt. 5, 28) y todo aquello que las provoca».
¡Cuántas neurosis eclesiogénicas —un concepto acuñado por el ginecólogo berlinés Eberhard Schaetzing hace más de tres décadas— son el resultado de esta moral que subyuga brutalmente al ser humano y condena el placer y el goce! ¡Pero no se trata de moralidad, sino de inmoralidad, de moral diabólica! Médicos, psicólogos y psicoanalistas lo saben muy bien; podrían contar tragedias… ¡y las cuentan! El teólogo, psicólogo y psicoterapeuta católico Alfred Kirchmayr escribe:
«(…) tengo que decirle, señor Papa, que se precisó de un ímprobo trabajo de años para enseñar a muchos de mis pacientes con neurosis eclesiogénicas a vivir la vida de una manera más libre, más sana, con menos inhibiciones y angustias neuróticas. Debe entender que tales experiencias me indignan (…) ¡La instrumentación política y psicológica de Dios para la represión, la intimidación y la explotación de muchísimos seres humanos clama verdaderamente al Cielo!».
El propio Vaticano Segundo tuvo que reconocer los avances de «la biología, la psicología y las ciencias sociales», avances que (conseguidos muchas veces frente a opiniones y doctrinas seculares de la Iglesia), «además de proporcionar a la persona un mejor conocimiento de sí misma» según los padres del Concilio, «le ayudan a influir en la vida social, conduciéndose metódicamente». Sin embargo, en rotunda oposición a la comprobación científica —que ya no es tan nueva, aunque entretanto ha conseguido el asentimiento general— de que el ascetismo sexual provoca tensiones internas y una lucha enervante de la persona consigo misma, el Papa afirma: «a la luz de los análisis que hemos encargado, la abstinencia entendida integralmente es, en cambio, la única vía para liberar a las personas de dichas tensiones». Por otra parte, la sexualidad, tal como la practica una sociedad más libre y menos tutelada por la Iglesia —¡más una gran parte de la sociedad católica!—, por lo visto sigue siendo para este papa algo bestial. Así, el 28 de abril de 1982 decía que la mentalidad actual se había acostumbrado a «pensar ante todo (!) en el instinto sexual y a hablar de él, de modo que aquello que, en el mundo de los seres vivos, es propio de los animales, se transmite a la realidad humana (…)»[331].
Está claro que un papa de estas características defiende enérgicamente la moral eclesiástica medieval del matrimonio, difundiéndola tanto en América como en África y Europa.
El 5 de octubre de 1979 elogiaba a los obispos de los EE. UU. porque decían que el matrimonio es «tan indisoluble e irrevocable como el amor de Dios por su pueblo y el amor de Cristo por su Iglesia». En África, donde en el pasado predominaba la poligamia, trató de embaucar a la juventud para que se preparara para el matrimonio mediante la oración, la autodisciplina y la castidad. «Debéis ser castos» exigió el 13 de febrero de 1982 en Onitsha (Nigeria). «Debéis ofrecer resistencia a todas las tentaciones que se dirijan contra la santidad de vuestro cuerpo. Debéis aportar vuestra castidad al sacerdocio, la vida religiosa regular o el matrimonio».
De eso se trata: todos los blancos, todos los negros, todos los amarillos, todos los rojos, todos ellos deben tener muchos hijos en el matrimonio, castamente, para que nunca falten corderitos ni parásitos clericales, para que se perpetúe el poder de los obispos y los papas, para que florezca y crezca por toda la eternidad.
Durante su viaje a Alemania en 1980, Juan Pablo II hizo un alegato especialmente elocuente en favor de los intereses de la jerarquía eclesiástica en una homilía sobre el tema del matrimonio y la familia pronunciada en Colonia el 15 de noviembre. Estado y sociedad desencadenarían «su propia ruina» si se equiparaba la convivencia de los no casados con el matrimonio y la familia, auguraba. El Papa abogaba por «redescubrir la dignidad y el valor de la familia» y ofrecía para ello el «consejo» y los «servicios espirituales» de la Iglesia «a la luz de la fe».
La relación sexual completa entre hombre y mujer «tiene su ámbito legítimo únicamente (…) en el matrimonio»; y explicaba: el matrimonio es «el único ámbito adecuado para la reproducción y la educación de los hijos. Por tanto, el matrimonio está esencialmente orientado a la fecundidad (…), los cónyuges comparten la obra del amor de Dios». Es decir, que los cónyuges, los católicos, tienen que ser antes que nada funcionarios y siervos del clero, «una Iglesia en pequeño» una «Iglesia doméstica» como el Papa decía, porque, si no, «la Iglesia y la sociedad no podrían subsistir» (la Iglesia puede que no; la sociedad seguro que sí, ¡más y mejor!)
Al defender la «fecundidad matrimonial» Karol Wojtyla sabía, por supuesto, que hoy «las dificultades son grandes. Penalidades, sobre todo para la mujer, viviendas pequeñas, problemas económicos y sanitarios y, muchas veces, incluso la discriminación explícita que sufren las familias numerosas, obstaculizan el aumento del número de hijos». No obstante, el conocimiento de estos hechos no era óbice para que el Papa declarara que la «fecundidad» era la finalidad propia del matrimonio, condenando «con énfasis» el aborto, la «muerte del no nacido». Y volvía a repetir aquí, en otoño, lo que ya había anticipado el 31 de mayo en París: «El primer derecho del ser humano es el derecho a nacer. Tenemos que defender este derecho y su valor. En caso contrario, toda la lógica de la fe en la persona (…) se desmoronaría». Así se expresa el dirigente de una Iglesia que defiende la pena de muerte desde el final de la Antigüedad, que apoya las matanzas militares desde el final de la Antigüedad, que en la época de la amenaza nuclear todavía pone a sus capellanes castrenses a disposición de todos los bandos… ¡con los católicos como víctimas! «El primer derecho del ser humano es el derecho a nacer»: esto es lo que dice la máxima autoridad de una Iglesia que ha asesinado, directa o indirectamente, a cientos de millones de seres humanos, a menudo del modo más espantoso; ¡y que ha seguido haciéndolo, más que nunca en el siglo XX!
Al menos, el «Santo Padre» reconoció que había una razón para sus llamamientos a la «fecundidad» ante los millones y millones de desnutridos y muertos por hambre y para sus elogios del matrimonio como «Iglesia doméstica» e «Iglesia en pequeño»: la preocupación por su propia continuidad, en especial, por la del clero. «Éste es el primer ámbito del apostolado cristiano laico y del sacerdocio colectivo de todos los bautizados. Estas familias y matrimonios infundidos de espíritu cristiano son también los verdaderos seminarios, es decir, semilleros de vocaciones religiosas para el clero secular y regular».
En el fondo, el Papa querría que, en vísperas del tercer milenio, el matrimonio siguiera siendo como en la Edad Media: ¡cuanto más fértil y casto, mejor!
Por una parte, predica que el amor de los esposos y padres está «esencialmente ligado a la castidad, que se expresa en el autodominio y la abstinencia, en especial en la abstinencia periódica (…)». Por otro lado, el matrimonio es, para él, «el único ámbito adecuado para la reproducción y la educación de los hijos», está «orientado a la vida». Todo acto sexual del matrimonio tiene que estar abierto «a la propagación de la vida» enseña el Papa, de acuerdo con Humanae Vitae; «el amor matrimonial está esencialmente orientado a la fecundidad». O sea, que quiere que el matrimonio «dé frutos contantes».
En la audiencia del 10 de octubre de 1984 rechazó expresamente la opinión de que el Vaticano Segundo había abandonado la doctrina tradicional de la Iglesia sobre los fines del matrimonio (objetivo principal: ¡el hijo!). Por el contrario, considera «vigente la doctrina tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su orden jerárquico)».
Como escribió Magdalene Bussmann, teóloga católica e historiadora de la Iglesia, en una carta abierta al Papa, inmediatamente antes de su visita a Alemania en 1987:
«Mientras en Roma sigan reuniéndose ancianos célibes, pretendiendo decidir autoritariamente el sentido y la forma del matrimonio, de la sexualidad, de la familia y de la pareja sin que los afectados tengan también derecho a opinar o a decidir, todas sus palabras acerca de participación, responsabilidad de los creyentes y libertad de los hijos de Dios seguirán careciendo de credibilidad.»
«(…) Si quiere usted venir, haga el favor de comprobar en qué consiste la presencia de la Iglesia en la República Federal: hombres, mitras, poder y ejecutivos a la mayor gloria de Dios y/o del Santo Padre, por lo que esta palabra apenas puedo ponerla sobre el papel, porque es para mí una blasfemia»[332].
Puesto que el matrimonio debe ser, como en el pasado, lo más casto y lo más fértil posible, tampoco se puede discutir todavía sobre medios anticonceptivos. Los matrimonios no pueden actuar «según su propio arbitrio» subrayaba el Papa en una audiencia, el 1 de agosto de 1984. «Por el contrario, los esposos están obligados a “ajustar su comportamiento al plan de la creación diseñado por Dios”». En una serie de audiencias del mismo mes, volvió sobre este punto repetidamente, remitiéndose a la encíclica Humanae Vitae (citada a menudo por él para diversos temas). El 22 de agosto llegó a declarar abiertamente que el acto conyugal «deja de ser un acto de amor si se le priva artificialmente de su fuerza reproductora». Y eso no es todo. En una audiencia del 5 de septiembre del mismo año dio a conocer que tampoco sentía un gran aprecio por los «métodos naturales» autorizados por Pablo VI. Al menos advertía que «el aprovechamiento de los “períodos no fértiles” en la vida matrimonial puede convertirse en fuente de abusos, si las parejas intentan evitar la reproducción por este medio sin motivos justificados, manteniendo el número de hijos por debajo del consagrado por la moral de sus familias».
El aborto, obviamente, es cosa del Diablo, un crimen, un «asesinato», un hecho para el que «no hay palabras».
El Papa no deja de hablar de este hecho para el que no hay palabras. No deja de predicar «con profunda convicción que toda destrucción premeditada de una vida humana mediante el aborto, cualesquiera que sean las razones por las que tenga lugar, está en desacuerdo con la ley de Dios, que no está permitida a ningún individuo o grupo». El «Santo Padre» no duda en machacar con semejantes doctrinas a los habitantes de las regiones superpobladas, enseñándoles «que la sabiduría de Dios anula los cálculos humanos». A este respecto, les inculcaba a los obispos indonesios: «No temamos nunca que el reto sea demasiado grande para nuestro pueblo; ellos han sido redimidos por la preciosa sangre de Cristo y son Su pueblo». Y se ufanaba de «que lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios (…)».
En los distintos lugares de África, el Papa tampoco difunde el control de natalidad sino lo contrario. El 13 de febrero de 1982, se lamentaba en Onitsha de que «los medios anticonceptivos y el aborto no han respetado a vuestro país». Y, al día siguiente, en Kaduna (Nigeria), decía, indignado:
«el aborto es un asesinato de niños inocentes (…) La lucha por la educación católica de vuestros hijos merece un fuerte apoyo».
Del mismo modo, el 2 de noviembre de 1982, en Madrid, condenaba el aborto como «un grave atentado contra el orden moral. La muerte de un inocente no puede justificarse nunca (…)». A continuación, citó las palabras bíblicas sobre los «pequeños», sus «ángeles del Cielo» y sobre aquel niño que, confortado «por la presencia de Jesús, dio un salto en el seno de su madre». Se dirigió a la tribuna y afirmó: «hablo del respeto absoluto por la vida humana»… el más alto representante de una institución que ha despreciado la vida humana con más intensidad, durante más tiempo y más espantosamente que cualquier otra institución del mundo, que ha torturado, que ha masacrado, quemado, ahogado, despedazado, arrojado a los perros y crucificado: ¡y casi todo esto, y mucho más, lo sigue haciendo en pleno siglo XX!
El papa Juan Pablo II ni siquiera vacilaba en afirmar «que la difusión general de los medios anticonceptivos artificiales también conduce al aborto» si bien, como es sabido, casi siempre ha sido y sigue siendo al revés, pues quienes abortan son, sobre todo, quienes no recurren a ningún método anticonceptivo.
No obstante, este papa alcanzó el colmo de su oscurantismo globalizador en una charla pronunciada en Vancouver (Canadá) el 18 de septiembre de 1984, cuando tuvo la desvergüenza de relacionar el aborto ¡con la guerra nuclear! Pues «este crimen inefable» —del que no deja de hablar— «contra la vida humana, que rechaza la vida y la mata desde su mismo comienzo, establece una pauta para el desprecio, la negación y la supresión de la vida de los adultos y para el ataque a la vida de la sociedad». Y —¡menuda lógica de curas!— si la persona es vulnerable «desde el momento de la concepción» ¡también será vulnerable, «cuando crezca», a «la violencia de los agresores» y al «poder de las armas atómicas»!
No se trata de una simple tontería; también es una amenaza. Continúa:
«Hay un camino para la humanidad si quiere escapar a la propia tiranía y evitar el juicio de Dios». La guerra atómica se convierte así —de forma inequívoca y sabiamente previsora— en el juicio divino, porque el mundo no sigue la moral de la muy moral Iglesia católica y ha «abandonado la práctica de la santidad en la vida humana (…)»
como añade a continuación[333].
¿Abandonado? ¿Pero cuándo se ha practicado esta santidad? ¿En la quema de herejes y brujas? ¿En los casi dos mil años de progromos antijudíos? ¿En la aniquilación de indios y negros, con millones de víctimas? ¿Durante las Cruzadas, en alguna de las guerras mundiales, en la guerra del Vietnam?
No parece que Juan Pablo II ataque la homosexualidad con tanta violencia; como hacía Pablo VI, la califica simplemente de «inmoral», aunque ni siquiera se refiere a la inclinación, sino a la «práctica». Algunos católicos, recurriendo casi a un eufemismo, tachan sus amenazantes invectivas de «simples tonterías». Sin embargo, la homosexualidad ha estado castigada con la pena de muerte desde la época veterotestamentaria hasta bien entrado el siglo XIX. Más recientemente se ha discutido el tema por parte eclesiástica en el Cuaderno de trabajo del sínodo de los obispos alemanes de la R. F. A.: sentido y forma de la sexualidad humana, del año 1973, así como en la declaración de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe Sobre algunas cuestiones de ética sexual, del 29 de diciembre de 1975, en la que también se tomaba postura frente a la masturbación y las relaciones prematrimoniales.
En la declaración de la Congregación Romana se dice: «Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son acciones privadas de su determinación esencial e indispensable. Son condenadas en la Sagrada Escritura como graves aberraciones y representadas en último extremo como el triste resultado de una negación de Dios. Aunque esta condena de la Sagrada Escritura no autoriza a concluir que todos los que padecen esta anomalía son personalmente responsables de ella, atestigua que las acciones homosexuales son en sí mismas desordenadas y en ningún caso pueden recibir alguna forma de aprobación». Incluso esto suena comparativamente moderado y una de las razones de esa moderación tal vez sea que el clero siempre ha estado especialmente afectado por este «vicio» y que hoy, naturalmente (o sobrenaturalmente), todavía sigue estándolo.
Me limitaré a recordar algunos casos recientes en el venerable arzobispado de Maguncia.
El maestro de capilla y sacerdote Heinrich Hain había «abusado» sexualmente de sus discípulos durante años… probablemente décadas. Al menos hubo —entre otros innumerables casos— «veintiún casos de masturbación recíproca, diecisiete intentos de penetración anal y cincuenta y seis relaciones orales que le supusieron en 1984 siete años y nueve meses de prisión». Además, el virtuoso espiritual había tenido relaciones en autobuses llenos de pasajeros e incluso en la piscina del seminario arzobispal y, por lo visto, lo hacía tan bien que muchos de los «deshonrados» se olvidaban de todo el asunto. Una vez acusado, e incluso ya condenado, las víctimas querían «pedir y rezar» por él y esperaban con ilusión ¡«nuestro próximo reencuentro»! Antes del sacerdote Hain, el director de coro suplente y un vicario ya habían sido condenados en Maguncia como «pederastas» a penas de prisión similares. En fin, en el clero católico el asunto tiene una larga tradición en la que hay que incluir, nada tangencialmente, a la Curia romana (supra).
Pero no sólo allí. Un funcionario del capítulo de la catedral de Maguncia reconocía que a Heinrich Hain, antes de ser sacerdote y maestro de capilla, ya le habían hecho ver desde joven que, «siendo homosexual, en la Iglesia católica estaría en buenas manos». Porque, «aparte de la “perogrullada de que ésa era la única forma de follar en el seminario”, las malas lenguas decían que el cardenal Hermann Volk también pertenecía a esa minoría que en los pueblos del Palatinado siguen llamando “chingaculos”». «Al anterior obispo» —antecesor del actual primado de la República Federal Alemana, Kari Lehmann— «la gente de Maguncia lo conocía como “Herminia”» y, según comenta sarcásticamente nuestro informante, «durante las procesiones, las ovejas del rebaño ya no se mordían la lengua a la hora de hablar de “Herminia de los magreos”». En una palabra, que en Maguncia, «la ciudad de los cantos y las risas», también se murmura —incluso entre católicos que ocupan cargos y dignidades— que «el viejo prefiere meter su nariz en el culo de un niño».
Probablemente, el tema sobre el que los círculos católicos se expresan menos a menudo en la actualidad es la prostitución. ¿A alguien le sorprende? Antiguamente, la prostitución fue fomentada no sólo por abades y superioras sino incluso por cardenales y obispos; hubo papas que construyeron o compraron burdeles y nada menos que Pío II aseveró ante el rey de Bohemia, citando además a San Agustín, que la Iglesia de Cristo no podía existir sin prostitución organizada (cf. supra).
Desde entonces esto casi se ha convertido en una verdad de dominio público. En 1987, Flori Lille, que había sido prostituta en Francfort durante treinta años, escribió a su estimadísimo Papa:
«Mire, yo sé que mientras usted predique castidad, reinará mi lujuria, mientras usted siga desterrando los conocimientos sobre anticoncepción y aborto a las tinieblas, se mantendrá mi monopolio, mientras usted siga institucionalizando la confesión y la oración, los pecados seguirán siendo caros, mientras usted defina el amor sólo de cintura para arriba, no tendré que romperme la cabeza (…) Con otras palabras: mientras su trono se mantenga firme, mi cama no se tambaleará»[334].
En sentido literal, esa cama se tambaleará aún más. Como lo hacen otro tipo de camas.
Hoy en día hay seis mil religiosos católicos casados, sólo en Alemania. En todo el mundo hay ochenta mil sacerdotes separados de su oficio y casados —una quinta parte de todo el clero católico—, algunos con dispensa de Roma y otros sin ella.
Sin embargo, el papa Wojtyla sigue defendiendo férreamente el celibato. «En especial» dijo el 3 de mayo de 1980 a los obispos del Zaire, «los sacerdotes, los religiosos y las religiosas regulares tienen que tener firmes convicciones acerca de los valores de la castidad en el celibato (…), para permanecer sin ambigüedad fieles al compromiso que adquirieron —ante el Señor y ante la Iglesia—, que (sic) corresponde un gran significado en África y en otros lugares como testimonio y acicate para el pueblo cristiano en el arduo camino hacia la santidad». De modo que este papa no sólo predica la soltería por amor al Cielo, sino incluso que la soltería está por encima del matrimonio, que quienes guardan abstinencia voluntaria obran mejor. Éste es «también el punto de vista de toda la tradición doctrinal y pastoral».
Entretanto, un pequeño ejército de sacerdotes casados estrecha la mano de su señor el Papa con la mayor sumisión, queriendo trabajar para él lo antes posible. Pero Karol Wojtyla está demasiado comprometido. Ya no puede legalizar el matrimonio de los religiosos; quizás lo haga alguno de sus sucesores. Si no queda más remedio, lo harán sin ningún escrúpulo. Todo lo que conviene es justo: éste es el principio supremo. Mientras tanto, esperan seguir tirando «castamente» con los «célibes voluntarios» y la jerarquía —obedeciendo a su hipocresía tradicional, bien acreditada (cf. supra)— prefiere soportar los matrimonios secretos de los sacerdotes y pagar los alimentos de los niños[335].
Su Santidad está todavía seguro de la masa de los religiosos. ¡De qué va a vivir un sacerdote si le echan a la calle! La mayoría de las veces, la angustia existencial es una atadura más fuerte que su fe, como ya sabía Lichtenberg. Y un poco de hipocresía siempre ha hecho la vida religiosa más soportable.
La cosa cambia con los jóvenes.
El papa Juan Pablo II teme perder a la juventud: ¡y con ella, todo lo demás! Durante su visita a Alemania, en noviembre de 1980, constató «una profunda desconfianza en la generación más joven hacia las instituciones, la normas y las reglas. Contraponen la Iglesia con su constitución jerárquica (…) al espíritu de Jesús». Como todos los dirigentes totalitarios, siempre está intentando conseguir la obediencia de los jóvenes. Les elogia la figura de Jesús, el amigo «que no traiciona»… como si le perteneciera, como si le pertenecieran todos, como si Wojtyla predicara realmente «la auténtica palabra de Dios».
En un mensaje a la juventud francesa del 1 de junio de 1980 en París, desea con maneras amablemente pérfidas que «todos (…) seáis maestros en el dominio cristiano del cuerpo (…)». Y, frente a las tentaciones de una «atmósfera laicista y permisiva», recomienda «la lectura del Evangelio», «el estudio de obras adecuadas», «la lectura detenida de las biografías de santos»: «manteneos fieles a su amor, llevad la ley moral a la práctica en su integridad y alimentad vuestra alma con el cuerpo de Cristo (…)».
«Decid a todos que el Papa cuenta con vosotros» le pedía el 30 de septiembre de 1979 a la juventud de Irlanda, sugiriendo que se convertía «demasiado fácilmente en marioneta de manipuladores» y que estaba dominada por fuerzas «que, con el pretexto de una mayor libertad, os esclavizan más» —¿más?— «Sí, queridos jóvenes, no cerréis vuestros ojos ante esta dolencia moral que asola a nuestra sociedad, frente a la cual vuestra juventud no os puede proteger. ¡Cuántos jóvenes ya han echado a perder su conciencia y la auténtica alegría de vivir, supliéndolas por las drogas, el sexo, el alcohol, el vandalismo o el simple deseo de bienes materiales!».
Aparte del hecho de que nadie ha sido más eficaz a la hora de acaparar bienes materiales que la Iglesia católica, que en la Edad Media poseía la tercera parte del suelo de toda Europa y que en el Este retuvo un tercio del enorme imperio ruso hasta 1917, ¡el Papa coloca aquí la sexualidad entre las drogas, el alcohol y el vandalismo!
A la juventud madrileña la conminó el 3 de noviembre de 1982 a permanecer casta «entre aquellos que sólo juzgan a partir de los estereotipos sexuales, la apariencia exterior y la hipocresía»: ¡como si en alguna parte hubiera habido más hipocresía que en el clero católico! Y es este papa ultrarreaccionario el que llama a la joven generación a convertirse en ¡«activos y radicales transformadores del mundo y creadores de una nueva sociedad bajo el signo del amor, la verdad y la justicia»! ¡Como si su Iglesia, desde la Antigüedad, no hubiera puesto continuamente patas arriba todo lo que se entiende honestamente por amor, verdad y justicia! «Ni las drogas, ni el alcohol, ni la sexualidad ni una pasividad resignada y acrítica son una respuesta frente al mal (…)».
El 14 de abril de 1984 Juan Pablo II hacía un llamamiento a la juventud de todo el mundo: «Os toca averiguar si ha anidado en vosotros el bacilo de esa ‘cultura de la muerte (p. e., drogas, terrorismo, erotismo y tantas otras formas del vicio) que, lamentablemente, envenena y destruye vuestra juventud». El «erotismo» aparece aquí, como de costumbre, ¡junto a las drogas, el terrorismo y las demás formas del vicio! El Papa prosigue:
«os digo, queridos jóvenes, una vez más: no cedáis ante la “cultura de la muerte”. Elegid la vida (…) ¡Respetad vuestro cuerpo! Es una parte de vuestra humanidad. Es templo del ESPÍRITU SANTO. Os pertenece porque os fue regalado por Dios». El cuerpo, colocado aquí entre Dios y el Espíritu Santo, no pertenece precisamente al joven; en todo caso, no debe pertenecerle a él ¡sino a la Iglesia! ¡La Iglesia lo reclama! ¡Quiere disponer de él!
¿Pero qué entiende este hombre por «vida»? ¿Qué quiere decir para él «renovación»? Quiere decir «penitencia»; «que el ser humano sea consciente de que es pecador»; «que sepa que sólo Dios misericordioso puede otorgar una segunda oportunidad (…)». Sin embargo, todo esto no significa nada más que: ¡más poder, más poder para la Iglesia! ¡Mayor tutela de los creyentes! Y, si Dios quiere, ¡también de los incrédulos! ¡De todos!
El Papa opinaba el 14 de mayo de 1985 en Amersfoort, ante la juventud holandesa, que los jóvenes consideraban excesivas las cortapisas que la Iglesia imponía, «sobre todo en el ámbito de la sexualidad (…) y en lo que respecta a la posición de la mujer en la Iglesia». Pero el Evangelio presenta a un Jesucristo que exige una conversión radical y ¡«desprenderse de los bienes materiales»! (¡Para que el Vaticano obtenga aún más!) «En el ámbito de la ética sexual destaca ante todo su clara toma de posición en favor de la indisolubilidad del matrimonio y la condena del adulterio, aunque sólo haya sido cometido de pensamiento. Y es que acaso no nos ha impresionado el mandato de arrancarnos los ojos y cortarnos las manos si estos miembros causan escándalo».
Primero: «elegid la vida (…) ¡Respetad vuestros cuerpos!». Después: «¡arrancaos los ojos! ¡Cortaos las manos!». Esta clase de gente se desenmascara ella sola[336].
Bajo este Papa nos asola una nueva hipocresía que recuerda a los años cincuenta, en la era de Pío XII. Se ha abierto la veda contra las películas permisivas, con el mismo señor Wojtyla como instigador; por ejemplo, cuando reza un rosario en el Vaticano junto a quinientos fieles en desagravio por la «profanación de la Madre de Dios» en la película de Jean Lúe Godard Je vous salue Marie. Los fiscales han secuestrado rollos de películas pornográficas y en Milán y en Roma fueron incendiados algunos cines. Asimismo, los sociólogos y políticos liberales que propusieron la creación de «parques del amor» vieron cómo sus coches ardían y las ventanas de sus casas eran hechas añicos. La comenzada reforma del derecho sexual está estancada. Se suprimen las áreas de camping y baño permisivas y, en algunos casos, los nudistas acaban en el hospital a consecuencia de las palizas recibidas, como ocurrió en Vernazza (Italia del Norte). En Rimini, un hombre de cincuenta y seis años arranca la oreja a un joven que se bañaba desnudo; los padres de una muchacha a quien otro joven se ha dirigido «irrespetuosamente» están a punto de estrangularle. «Posiblemente, los cambios de nuestros vecinos nos han empezado a afectar» escribe La Repubblica; «el movimiento del otro lado del Océano tal vez se nos esté echando encima».
Los fundamentalistas estrictos prácticamente han emprendido una cruzada en favor de una «América más limpia» en especial durante el gobierno de Ronald Reagan. Como consecuencia de sus presiones, se ha introducido la censura en bibliotecas escolares, manuales de enseñanza y textos de canciones, una censura entre cuyas víctimas se encuentran cada vez más a menudo libros como el Ulises de James Joyce o Huckleberry Finn de Mark Twain.
Obviamente, los jóvenes estadounidenses carecen de una información adecuada y el resultado de ello es una de las más altas tasas de embarazos no deseados y abortos de los países industrializados. El promedio de abortos en Estados Unidos es tan alto como en Inglaterra, Holanda, Francia y Suecia juntas, naciones donde hay clases de educación sexual y donde los medios anticonceptivos son baratos o gratuitos. En cambio, los Estados Unidos fueron en 1985 el único entre treinta y siete países industriales en que la cifra de embarazos de madres jóvenes había crecido en los últimos años. El adulterio es una amenaza hasta para la defensa, en el godus own country: una tierra, por cierto, a propósito de la cual el demócrata Thomas Jefferson, el amigo del pueblo, dijo que no le parecería mal que hubiera una pequeña revolución cada veinte años. En cambio, en mayo de 1987, el secretario de Defensa amenazó con el despido a todos los empleados que tuvieran una «conducta sexual desviada». Se consideraban anormales, entre otras cosas, el adulterio, el intercambio de parejas, la homosexualidad y las orgías sexuales.
Ronald Reagan, codo con codo junto al Papa, ha combatido el aborto en los Estados Unidos donde, desde una sentencia del Tribunal Supremo de 1973, la interrupción del embarazo en los tres primeros meses de gestación es un derecho constitucional de la mujer. En esta batalla, el Presidente sufrió una apretada pero grave derrota en el Senado a mediados de septiembre de 1982. Y cuando, en la Conferencia sobre la Población Mundial celebrada en México en agosto de 1984, amplió su veredicto de dejar de subvencionar a las organizaciones que favorecían el aborto, el Osservatore Romano vaticano alabó la postura como «un paso histórico en el camino de la confirmación del derecho de toda persona a la vida desde el instante de la concepción».
De hecho, los delegados decidieron no fomentar el aborto como medio de planificación familiar, siguiendo así una iniciativa del Vaticano. No obstante, aunque éste había querido que el aborto fuera completamente «excluido» como medio de planificación familiar, la Conferencia terminó declarando, por deseo de algunos países, su «escasa disposición» a aceptar este cambio. (Los estados del bloque del Este votaron en contra del paso exigido por Roma).
Reagan también coincidía con la política de Roma cuando en febrero de 1983 exhortó a las estudiantes a no tomar la píldora sin el permiso de sus padres («sólo si papá quiere»). O cuando en julio del mismo año responsabilizaba al abuso del sexo y a las drogas, entre otras cosas, del bajo nivel del sistema educativo americano.
En la tierra del puritanismo, los escándalos sexuales hacen caer incluso a políticos poderosos. Así perdió su cartera en 1963 el ministro de la Guerra, John Profumo. Unas callgiris se llevaron por delante a los ministros Lord Lambdon y Lord Jellicoe en 1973. Jeffrey Archer, segundo del partido de Margaret Thatcher, dimitió por razones parecidas en 1986.
El síndrome de inmunodeficiencia adquirida se ajusta demasiado a los planes de muchos e influyentes círculos del clero católico. Hay quien no vacila en seguir obstaculizando la necesaria información para los jóvenes ni siquiera en vista de esta terrible amenaza. Por ejemplo, tras anunciar la BBC una campaña informativa sobre el SIDA en 1986, la conferencia episcopal católica de Inglaterra y Gales hizo pública una declaración de protesta. El «sentimiento moral» de muchos cristianos iba a ser violentado; el «principio fundamental» de cualquier información sobre cuestiones sexuales tenía que ser «que la relación sexual es únicamente la expresión del amor conyugal».
En Irlanda no sólo no se ha levantado la prohibición general del aborto, sino que en 1983 (cuando hasta la venta de medios anticonceptivos seguía siendo ilegal) adquirió rango constitucional, en medio de una campaña de la Iglesia católica enconadamente ideológica. Desde entonces, las abortistas son en Irlanda enemigas de la Constitución: un enorme triunfo de los obispos sobre el jefe del Gobierno, Garret Fitzgerald, que vio cómo sus propósitos liberalizadores se esfumaban en el aire de repente. Y en 1986, cuando se empezó a discutir sobre la prohibición constitucional del divorcio —Irlanda era, junto a Malta, el único país europeo que lo prohibía—, el clero irlandés volvió a lanzar sus ataques para oponerse. El obispo Cassidy de Clonfert vio amenazado el caminar de los creyentes «por la senda de las leyes divinas». El cardenal Thomas O’Fiaich, primado irlandés, habló de «la plaga del divorcio». Y el arzobispo de Dublín, McNamara, comparó al divorcio con la catástrofe de Chemobyl, pues ambas «envenenan a toda la sociedad» y llamó a la gente a rezar contra la «destrucción de los fundamentos tradicionales» (con todo, el Senado tuvo en Irlanda la facultad de disolver los matrimonios entre 1922 y 1937). El sacerdote de un suburbio dublinés escribió en una carta parroquial que el divorcio ¡era un invento de los nazis y había causado a los aliados más desgracias que la Wehrmacht o la Luftwaffe! Una vez más, la campaña católica tuvo éxito, los irlandeses se siguen casando para toda la vida y la política de la República todavía está «determinada por la Iglesia católica» (Fitzgerald).
En Holanda, una reforma del derecho sexual fracasó en 1985 cuando el ministro liberal de Justicia Korthals Altes, del Volkspartij voor Vrijheid en Demokratie (VVD), tuvo que retirar de su proyecto de reforma la rebaja de dieciséis a doce años en la edad de consentimiento. El contacto sexual entre adultos y jóvenes o la sexualidad con menores de edad cuando no están a cargo «del culpable» seguirían siendo ilegales y el límite de edad para la sexualidad despenalizada se mantendría en los dieciséis años.
En la República Federal Alemana, los círculos de la jerarquía eclesiástica combaten desde hace tiempo con especial intensidad la interrupción del embarazo y la educación sexual en las escuelas.
A propósito de esta última, y más concretamente de la ley bávara de educación sexual en las escuelas, el obispo Graber dijo el 13 de mayo de 1980 en la fiesta de Fátima de Vilsbiburg: «tenemos que volver a plantear la cuestión: ¿es que no vivimos en un mundo totalmente infestado por la sexualidad? Ahora ha ocurrido, precisamente entre nosotros, algo que no debería haber ocurrido nunca en el país de la Patrona Bavariae: la ley de educación sexual». Por ello, el obispo Graber recordaba las «palabras de Cristo, terriblemente graves» (referidas en este caso, como es evidente, a muchos políticos del estado, incluido su ministro de Culto y presidente del Comité Central de los Católicos Alemanes): «Quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del mar» (Mt. 18, 6).
Porque una ley de esas características, decía el obispo, había que considerarla «sobre el trasfondo de la plaga sexual, es decir, de la mujer sobre la bestia escarlata (…)». Graber recordaba «la permisividad sexual, el genocidio del aborto, la emancipación sexual, el adulterio, las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad» en una palabra, todo aquello que ya figura en el primer capítulo de la Epístola a los Romanos, «donde San Pablo refleja la suciedad de la inmoralidad por medio de vigorosísimas expresiones a las que ahora volvemos. La ley de educación sexual se enmarca en este panorama (…) Esto probablemente nos aclarará por qué antes hemos llamado la atención acerca del estrecho nexo existente entre la mujer y el animal: la sexualidad conduce a la bestialidad».
Una historia de dos mil años salpicada de sangre y crímenes aclara a dónde conduce la Iglesia. Su moral sexual forma parte de ella: en el pasado y en el futuro. En la actualidad, cuando una parte importante de la humanidad padece de desnutrición o incluso se muere de hambre, esta Iglesia se vuelve abiertamente y con toda la brutalidad que la caracteriza contra los programas de control de natalidad. Así, el mismo Juan Pablo II (Wojtyla) dijo en un discurso pronunciado el 7 de junio de 1984 ante el secretario general de la Conferencia Mundial sobre las Problemas de la Población que «la Iglesia condena como una grave ofensa contra la dignidad humana y la justicia todas las actividades de gobiernos y otras autoridades públicas que, de algún modo, intenten limitar la libertad de los esposos para decidir sobre su descendencia. Por consiguiente, cualquier medida coactiva de estas autoridades en favor de la prevención de embarazos, la esterilización o el aborto debe ser rotundamente condenada y rechazada con toda energía. Del mismo modo, hay que calificar de grave injusticia el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica a los pueblos subdesarrollados se haga depender de programas para la prevención de los embarazos, la esterilización y el aborto» (Familiaris consortio, III. 30).
La cifra de víctimas, por muy alta que sea, nunca ha despertado la compasión de los papas. A Juan Pablo II los millones de muertos de hambre le dejan frío. Tanto si habla en Fulda como si lo hace en Nueva Guinea, siempre permanece frío y despiadado, siempre insiste en anunciar «el desafío de Jesús (!) sin vacilaciones y sin omisiones». «No temamos nunca que el reto sea demasiado grande para nuestro pueblo. Ellos han sido redimidos por la preciosa sangre de Cristo y son Su pueblo».
Por supuesto, el gran cazador de almas también sabe que «en los tiempos actuales la vida de los pueblos está (…) marcada por acontecimientos que dan fe de la oposición a DIOS, a Sus planes de amor y santificación, a sus leyes en el ámbito de la familia y el matrimonio (…) De modo que también podemos decir que la sociedad actual se encuentra en medio de una ola que la separa del Creador y del Redentor JESUCRISTO».
Uno casi querría exclamar: ¡gracias a Dios! Sólo cabe esperar que esa ola no deje de extenderse, de agrandarse, que un día pueda tragarse toda esa Salvación en la que lo único seguro son los beneficios de los salvadores[337].