(…) Las relaciones sexuales son el deporte más sano e importante de la humanidad; muchos malhechores destacados de la historia se caracterizaron por su castidad.
ALEX COMFORT
El instinto de destrucción es la consecuencia de una vida que no ha sido vivida.
ERICH FROMM
Dentro de dos o tres siglos será cosa admitida que los buenos cazadores de cabezas son todos cristianos.
MARK TWAIN[315]
Cada vez se hace más evidente que, como dice Wilheim Reich, «la energía sexual inhibida se transforma en destructividad»; que «la disposición al odio y los sentimientos de culpabilidad del ser humano dependen, al menos en su intensidad, de la economía de la libido, que la insatisfacción sexual aumenta la agresividad y la satisfacción la reduce».
Esto no sólo se detecta entre los seres humanos. El propio Reich escribe: «Me informé del comportamiento de algunos animales salvajes y descubrí que cuando están sexualmente hartos y satisfechos son inofensivos. Los toros sólo son salvajes y peligrosos cuando los conducen hacia las vacas, pero no cuando los traen de vuelta. Los perros son muy peligrosos cuando están encadenados, porque se les coarta la motricidad y la distensión sexual. Pude comprender los rasgos de crueldad en los estados de insatisfacción sexual crónica. Pude ver este fenómeno en viejas vírgenes hurañas y en ascetas moralistas. Me llamó la atención, por el contrario, la dulzura y bondad de las personas genitalmente satisfechas. Nunca he visto una persona satisfecha que pudiera actuar con sadismo. Cuando el sadismo aparecía en una de ellas, se podía atribuir con seguridad a una alteración repentina que impedía la satisfacción acostumbrada».
La investigación etnológica ha hecho observaciones parecidas. Los pueblos sensuales y con una vida sexual libre no sólo padecen menos trastornos personales y sociales, sino que también tienen menos robos y asesinatos que los pueblos con una actitud negativa hacia la sexualidad.
La cultura polinésica del siglo XVIII no conocía ninguna forma de neurosis: los adultos exhibían en público todas las prácticas eróticas y, a su vez, los jóvenes las enseñaban a los niños de cinco y seis años.
Los esquimales de Groenlandia, un «pueblo natural» sin diferencias sociales, conflictos generacionales o psicosis, desconcertantemente amistoso y pacífico, unas gentes que no pegaban a sus hijos, casi no conocían la criminalidad, los robos o los homicidios. Su lengua carecía de insultos, así como de la palabra «guerra». Pero tampoco había entre ellos ninguna clase de hipocresía o de represión sexual; por el contrario, practicaban el intercambio de mujeres y una generosa hospitalidad desde Groenlandia hasta Alaska: las esposas se ofrecían a los invitados para pasar la noche con ellos. Las relaciones sexuales entre padres e hijos o entre parientes próximos tampoco eran tabú. Sin embargo, después de su cristianización, los esquimales se convirtieron en unos seres tan moralistas, celosos, alborotadores y pendencieros como el resto del mundo cristiano; aparecieron todas las formas de comportamiento asocial.
Otras sociedades equilibradas desde el punto de vista de la psicología de los instintos, sexualmente inalteradas, como los samoanos, los indios sirionos y los papúes de las Trobriand seguían siendo en las primeras décadas de nuestro siglo bondadosos, dulces, tranquilos y, al mismo tiempo, no mostraban en ningún caso signos de desorden sexual.
Los trobriandos, por ejemplo, no conocían la represión ni los secretismos y eran educados de una forma completamente natural, satisfaciendo sus instintos de acuerdo con la edad de cada cual: nada de «perversiones», enfermedades mentales funcionales, neurosis o crímenes sexuales. Carecían de una palabra que designara el robo. En esta sociedad, la homosexualidad y el onanismo eran considerados como un medio antinatural de satisfacción sexual, como una prueba de que la capacidad de obtener una satisfacción normal había quedado trastornada. Los niños de las islas Trobriand desconocen la educación estricta y neurótica de la civilización, cuya obsesión por la pureza está minando la raza blanca. De ahí que los trobriandos sean espontáneamente puros, ordenados, sociales sin coacción, inteligentes y laboriosos. La forma social dominante de la vida sexual es la pareja monógama, que es escogida voluntariamente y puede ser disuelta en cualquier momento sin ninguna dificultad; no existe la promiscuidad.
Y en Ghotul, en las casas de niños y adolescentes de los Muria de la India occidental, en las que sus ocupantes practican el comunismo sexual, tampoco existe criminalidad juvenil de ninguna clase, ni el más mínimo robo[316].
Por el contrario, muchas cofradías primitivas de Nueva Guinea formadas por hombres que viven separados de sus mujeres destacan por su belicosidad y su crueldad. Son cazadores de cabezas y de testículos. Entre los Galla y otras comunidades de Etiopía, el hombre no entra en la edad del matrimonio hasta que puede presentar los genitales cortados de un enemigo; y entre los malayos y los asmats, hasta que exhibe como trofeo una cabeza. Significativamente, en Melanesia, Indonesia y Sudamérica hay tribus de cazadores de cabezas cuya religión prescribe la continencia sexual antes de una expedición guerrera o de pillaje. En cambio, la supresión de la caza de cabezas provocó inmediatamente ¡un aumento del número de adulterios! «La victoria pertenece a los más castos», reza una divisa de los habitantes del Hindukush, que, al parecer, nunca han tenido relaciones sexuales mientras estaban en guerra.
El hecho de que la posibilidad de contactos sexuales sea muchas veces mínima, tanto para los soldados como para los monjes, y el que ambos grupos lleven a cabo sus tareas acuartelados hacen más evidente la conexión entre belicosidad y represión sexual, entre agresividad y ascetismo. El ejemplo clásico: los espartanos, una casta guerrera reglamentada por el Estado hasta en los más mínimos detalles, que viven en cuarteles desde los siete hasta los sesenta años y hasta pasan allí su noche de bodas.
Pero hay otros indicios de la mencionada conexión. Así, muchos nuevos estados de África se han vuelto bastante mojigatos, lo que ha llevado incluso a algunas campañas contra los vestidos cortos. El Consejo Revolucionario de Zanzíbar ordena apalear a quienes llevan minifaldas o pantalones cortos: cuatro bastonazos a la primera infracción e ingreso en un correccional a la segunda; ni siquiera los turistas están exentos.
Los fascistas griegos, que creían que sus enemigos estaban sometidos a «la ley de la jungla», también prohibieron las faldas cortas poco después del golpe de estado. Y, según parece, en el ejército popular de Ho Chi Minh reinaba un ascetismo implacable que no se limitaba a la estricta represión de la sexualidad, sino también a placeres sustitutivos como el alcohol, el juego y el opio.
En general, cuanto más totalitario y despótico es un régimen, tanto mayor es el tabú sexual. Aunque el placer nunca es completamente desnaturalizado —eso no lo soportaría ninguna sociedad— sí es reducido al mínimo. «Atrofia las necesidades sensuales del pueblo, pero nunca con excesivo rigor» instruye el Mefistófeles de Lenau a un ministro. Pero la represión permanente o la coartación de las funciones sensuales se transforma fácilmente en un sadomasoquismo latente, produce seres menos críticos y, por consiguiente, más sumisos, de los que los dominadores se sirven sin contemplaciones. Por el contrario, un pueblo con una existencia vital y alegre, una sociedad sin represiones, dada a los placeres, feliz y gozosa, es difícil de manipular y no es probable que se entusiasme por metas despóticas o por especulaciones transcendentales; quiere la felicidad aquí y ahora y siente poca inclinación por mortificarse, abstenerse, morir o aplicar estos tratamientos a otros. En cambio, el cristiano ha sido y es ejercitado justamente para esto. Porque cuando alberga más esperanza y amor es cuando más dispuesto está al sacrificio y a la muerte. Cuanto más esclaviza su propio cuerpo, tanto más fácilmente se deja esclavizar.
La conexión entre ascetismo e inhumanidad, entre renuncia y brutalidad, en ninguna parte ha sido tan evidente como en el mundo cristiano. Su historia está envuelta retóricamente por los ecos del Evangelio del Amor: amor a Dios, al Prójimo, al Enemigo; Todos conocemos el magnífico himno de San Pablo: «si no tuviera amor (…)» Pero no lo tiene, no lo permite; al menos en su sentido natural, sexual. Y una moral que enseña amor y al mismo tiempo lo restringe, lo pervierte, lo falsea de tal modo que contraviene los valores fundamentales de la naturaleza y la vida, una moral semejante sólo puede producir el turbio ambiente de depresiones y coacción, de dogmatismos y fanatismos, que es típico de nuestra historia. Una moral semejante tiene que crear personas atormentadas, irritadas e infelices, propensas al resentimiento, al odio y a la guerra.
Sin sexo, el ser humano ni siquiera existe. Y de la misma forma que tiene brazos y piernas para usarlos, también tiene un falo o una vagina, y no para tenerlos arrugados detrás de una hoja de parra. La persona debe calmar su instinto sexual como calma sus ganas de comer o su afán de novedades. Por su naturaleza, aspira al placer y el deseo forma parte del amor (inglés: «love», alemán antiguo: «liubi» o «luba» relacionado originariamente con la antigua raíz india «lubh» = desear) y la consecuencia necesaria del deseo es su satisfacción, por usar «una palabra carente de belleza» como dice el cardenal Hoffner, arzobispo de Colonia («una tierra completamente clerical desde siempre (…), lugar preferido de los oscurantistas».)
Porque la Iglesia no quiere que el deseo sea satisfecho: todo lo que está conectado con la paz le desagrada (su historia lo demuestra). La Iglesia incita a combatir el instinto, el hedonismo, el culto a la carne; obliga a la abstinencia y a una mortificación deformadora fuera del matrimonio y, bastante a menudo, también dentro de él. El «mono desnudo», que es precisamente el más sexual y el más lascivo de todos los primates, el «mono más sexy», debe vivir en contra de su naturaleza y en contra de sí mismo[317].
De modo que el cristiano, en tanto es cristiano, nunca es él mismo. En el fondo, siempre vive contra sí mismo o, dicho de otra forma, no puede «vivir»; al menos no puede llevar una vida plena desde el punto de vista sensual, una vida íntegra y elemental. Porque quien limita o bloquea su libido en contra de sus necesidades, limita su propia vida y la bloquea. Todo lo que desea de verdad no le está permitido; y todo lo que debe hacer va contra su naturaleza.
La religión cristiana ha separado al ser humano de su propio ser, lo ha escindido en dos entidades, forzándolas a una lucha permanente, y ha asentado en él una discordia y un estado de descontento permanentes, la controversia y el enfrentamiento; no ha sido la primera religión en hacerlo, pero sí la que lo ha hecho más metódica y vilmente. En el cristianismo, lo emocional es truncado desde la niñez, lo sexual es mutilado, casi todos los deseos sexuales son tachados de malos o perversos. El Yo es difamado y lesionado, se refrena el afán de conocimientos y el desarrollo de la libertad y de la autonomía. Pero la «renuncia» ascética acaba por provocar sentimientos de vergüenza y de culpa, actos de contrición, melancolía y, a menudo, irritabilidad patológica, deseos de venganza, una disposición belicosa y persecutoria; y tendencia a la desesperación o al despotismo. El que está sexualmente insatisfecho no puede ser dichoso y muchas veces ni siquiera puede ser un individuo pacífico.
Si el asceta peca, le abruma el sentimiento de vergüenza. Si se controla, tropieza en la próxima ocasión o en la siguiente y se hunde cada vez más en un dilema enervante: la tristeza y la resignación o el fanatismo y el odio. Porque, de la misma manera que el amor pretende hacer feliz a la persona amada, de la misma manera que una vida sexual regular libera y el orgasmo relaja, su negación continuada provoca una congestión permanente: excitabilidad, irritabilidad y ataques nerviosos que alteran y deforman en primer lugar al propio individuo y después a las personas de su entorno.
¡Cuánto mal han causado y causan los neuróticos que descargan sus tensiones psíquicas, al tiempo que atormentan a los demás con la pedantería, el doctrinarismo y el comadreo sólo porque ellos mismos fueron atormentados por la moral dominante! Y es que, la mayoría de las veces, el neurótico, en su niñez, fue educado en la pureza y la castidad.
¡Cuántos estragos ha causado la prohibición del onanismo, por ejemplo! ¡Cuántos miedos provocó, cuántos escrúpulos, enfermedades psíquicas y crímenes! «Con mucha frecuencia, la prohibición de la masturbación constituye el comienzo de una neurosis juvenil, el primer paso de una perversión y, en muchos casos, la verdadera razón de un asesinato (…) Pero no es sólo la prohibición del onanismo; la prohibición de todas las demás actividades infantiles posibles conduce también a la frustración y al miedo a ser descubierto en caso de infracción. El miedo desencadena agresiones. Un día las agresiones dan paso al asesinato. El asesinato es, en este sentido, el sucedáneo de la “actividad prohibida”» (A. Plack, «La sociedad y el mal»).
La represión del propio deseo, la violencia contra uno mismo, es demasiado a menudo la responsable de la intolerancia y la inhumanidad hacia los demás. La mortificación se venga, el impulso en la dirección equivocada busca salidas y aparecen toda una serie de conflictos sociales que van desde la insolidaridad a las catástrofes colectivas, pasando por vilezas de todo género. Más o menos insatisfecho, más o menos baqueteado física y moralmente, el ser humano se rebela. La represión sexual permanente, ese alejamiento del ser más vegetativo y animal (¡que, por supuesto, no excluye un alto nivel intelectual!) exigido y promovido por el clero, se convierte al final en inhumanidad, la moral del amor pasa a ser la moral del odio que, con frecuencia, no es más que un equivalente embriagador de los placeres que faltan, del gozo del que uno se ha visto privado.
No es casualidad que la crueldad se concentre tan a menudo en la genitalidad, que los tormentos preferidos sean los que se aplican sobre la vagina y el falo: arrancar el vello púbico, patear los testículos, golpear a la mujer. Los numerosos malos tratos practicados por la Edad Media cristiana en una medida y con una brutalidad hasta entonces desconocidas (aplastamiento de pulgares, descoyuntamientos, bota española, doncella de hierro, liebres mechadas, devanadera, balanza de inmersión, escama, descuartizamiento mediante caballos, instilación de plomo fundido en boca, nariz, ano o vagina, etcétera), en los que, la mayoría de las veces, la víctima debía estar desnuda, tenían casi siempre una componente sexual y sádica. Lo mismo ocurre hoy en día, por ejemplo, con los crímenes del Ku-Klux-Klan que, entre otras cosas, lucha por la castidad prematrimonial y la fidelidad conyugal: al hombre de color que (se dice) ha molestado a una blanca, primero lo castran, le obligan a comerse sus propios genitales y luego lo embrean, lo empluman y lo linchan.
El instinto constreñido disfruta de la vida mediante la perversión, que no es sino un reflejo distorsionado de la moral cristiana. «Bednarek, celador jefe de Auschwitz, que pisoteaba los genitales de sus víctimas hasta que morían, pisoteaba así el instinto que la moral dominante le había enseñado a despreciar. Colectivamente, sucedía lo mismo en España donde, en algunos lugares, los hombres adultos y los jóvenes se arrojaban antaño a la arena después de la lidia para escupir en los testículos del toro muerto y pisotearlos: una verdadera fiesta del triunfo sobre lo considerado bajo y animal, sobre “lo malo” que hay en nosotros mismos. El sentido “moral” de toda crueldad reside exclusivamente en esto. La moral de los genocidas que hicieron de los judíos su toro no es otra que la de los pequeño-burgueses en cuyas filas se reclutaron: en Auschwitz, unos niños fueron “rociados” con fenol porque se consideraba inmoral “dejarlos dormir en las mismas salas que los adultos”. Quien tome esto por una consumada hipocresía todavía no ha comprendido el sentido de la crueldad y el sentido de nuestra moralidad. Su armonía es, ante todo, el resultado de la hipocresía objetiva que nos gobierna»[318].
Entre la moral de una sociedad y sus criminales existe, como es sabido, una estrecha relación: así, el hecho de que los adolescentes y quienes comienzan a envejecer supongan un porcentaje elevado de los criminales no es más que la consecuencia de las mayores renuncias de estos grupos de edad.
Más específicamente, los homicidios sexuales que hay que atribuir a la represión cristiana de los instintos son numerosísimos. Los crímenes sexuales sirven para liberar un excedente de instintos que habían quedado retenidos. En cierta medida, el criminal recurre así en tiempo de paz a un sustitutivo que la sociedad emplea colectivamente en la guerra. Y hace posible en tiempo de paz que todos aquéllos a quienes el deseo les produce un cierto cosquilleo en los dedos (o donde sea) se sumen por empatía a las ejecuciones colectivas, que casi resultan una especie de intento de liberación obtenida mediante la compasión y la exasperación. Sólo así se explica el enorme interés «literario» de las masas por los crímenes, en especial por los delitos sexuales.
Pero también en este sentido hay que cargar muchos homicidios sexuales en la cuenta de la moral cristiana porque, con frecuencia, esos homicidios no se deben al placer, sino al simple pánico, sobre todo entre los jóvenes. Ha habido miles y miles de casos en que niños y adolescentes mataron a sus parejas después de un contacto sexual para no ser «traicionados» por ellas, por miedo a que se descubriera una relación considerada pecaminosa y criminal. En esos casos, la última responsabilidad, la verdadera culpa, no recae en los asesinos, sino en la moral que está detrás del homicidio, cuyo producto indirecto es a menudo el criminal sexual.
Las vejaciones de que son objeto los creyentes e incluso el clero subalterno, secular o regular, así como el odio incendiario hacia los disidentes, son una muestra evidente de que los sacerdotes y monjes celibatarios, auténticos profesionales de la represión de la propia sexualidad, han sido los más propensos a todo género de brutalidades. Han sido precisamente los ascetas quienes han combatido al «Demonio» en su propia carne, al mismo tiempo que arremetían sin piedad contra la «amoralidad» de los demás, tranquilizando así su conciencia. «Las orgías masoquistas de la Edad Media» escribe Wilheim Reich, «la Inquisición, las mortificaciones, los tormentos o las penitencias de los religiosos revelaban su función: ¡eran tentativas sin éxito de satisfacción sexual masoquista!».
No obstante, Voltaire ya sabía que «los enemigos de la sexualidad humana, enemigos entre ellos y contra sí mismos, son incapaces de conocer las comodidades de la sociedad, que más bien odian. Se elogian elocuentemente los unos a los otros la dureza bajo la que todos gimen y que todos temen. Cada monje blande la cadena a la que él mismo se ha condenado y golpea con ella a su compañero, de la misma manera que es golpeado. Infelices en sus escondrijos, quieren hacer infelices a las demás personas. Sus monasterios albergan el remordimiento, la discordia y el odio».
Shenute, el conocido patriarca monacal que ayunó y se mortificó muchas veces hasta el límite (supra), estaba al menos lo bastante fuerte como para apalear bárbaramente a sus monjes, matando a uno de ellos como muestra de su celo religioso. Los monjes de las montañas de Nitria, que se sometían a terribles penitencias, atacaron por sorpresa a la hermosa Hipatía, la última gran filósofa del neoplatonismo, la arrastraron hasta una iglesia, la desnudaron y desgarraron su cuerpo con pedazos de vidrio. Y los inquisidores, que como cazadores de herejes pusieron en escena monstruosidades de un sadismo sin igual, también eran muchas veces ascetas, hombres que luchaban violentamente contra su propia sexualidad. En el siglo XV, el rey Matías de Hungría se queja de los prelados porque «no evitan la cólera, pues se irritan contra sus sirvientes, se muestran crueles, los azotan y los hacen asesinar; y a todo esto lo llaman “sano rigor”. Me da vergüenza hablar de la sed de sangre y la crueldad inhumana de algunos obispos».
En fin, la consecuencia más terrible de la moral cristiana es que frustración y guerra se hallan en estrecha relación. El que está insatisfecho se puede volver peligroso en cualquier momento. La represión sexual sistemática, la anulación de la capacidad de gozar y un excesivo grado de autoexigencia provocan una mayor disposición a la guerra. La persona moralmente oprimida y maltratada por coacciones antinaturales ve su liberación en la situación excepcional de la guerra y, por consiguiente, está de acuerdo con ella en secreto. Bien mirado, no se trata de que sea seducida por un «caudillo» sino de que es seducida por una moral que le predispone hacia ciertos «caudillos». Vive en la guerra aquello a lo que renuncia en la paz. Significativamente, los delitos criminales disminuyen durante las guerras; los crímenes privados son compensados por los colectivos.
Es, por tanto, completamente lógico que el mundo cristiano, que está fundamentalmente determinado por el ascetismo y condena lo dionisíaco, se haya visto envuelto en muchas más matanzas —y más crueles— que cualquier otra religión, siendo muchas veces los propios clérigos sus mayores instigadores: desde las Cruzadas hasta la guerra de Vietnam. Porque quien ya no soporta su penitencia, ni sus tormentos y renuncias, ni a sí mismo, tiende a desahogar su entumecimiento y su inquietud sexual en el caos de la matanza; como en una borrachera.
Históricamente, la cristiandad ha sido influida en ello por una tradición que recuerda fatalmente a las costumbres de los cazadores de cabezas antes mencionados: la abstinencia sexual de los israelitas antes de una guerra. En la época predavídica, los judíos ya hacían su típica «guerra santa» que la mayoría de las veces terminaba con la proscripción del enemigo (hebr.: «herám»), su aniquilación total y la muerte de personas y animales, ¡pero que había comenzado con bendiciones religiosas y abstinencia sexual!
En el Antiguo Testamento, el rey Saúl promete a David como esposa a su hija Mikal con la condición de que David ataque a los filisteos y le traiga cien de sus prepucios como prueba de su victoria. «Entonces David se levantó, partió con sus hombres y mató a doscientos filisteos. Y trajo David sus prepucios que fueron entregados cumplidamente al rey».[319] El significado de la palabra «ascetismo» y su misma esencia también están relacionados con la guerra. El ascetismo era practicado tanto por el atleta de la Antigüedad como por el guerrero. Y la vida del cristiano «ideal», sobre todo del clérigo y más aún del monje, debe ser una lucha permanente, un estado de guerra constante. El individuo que se mortifica se convierte en un combatiente; primero contra sí mismo y luego contra los demás.
A San Pablo —cuya vida como cristiano fue, de principio a fin, un único ejercicio de agitación, un exceso de obstinación e intolerancia— le gusta la imagen de la guerra, entabla un «combate pugilístico», ejerce un «servicio militar» para Cristo y considera a sus ayudantes «compañeros de armas». Clemente Romano, el supuesto tercer sucesor de Pedro, compara a los dirigentes de la Iglesia con «generales» y «jefes de ejército». San Cipriano aparece en la biografía cristiana más antigua —que está repleta de conceptos militares— como «oficial de Cristo y de Dios». La «jura de bandera» se convierte en un símbolo bautismal, la Iglesia en un ejército: una idea que ya estaba generalizada desde Constantino, el primer emperador cristiano, que hizo de su guerra una guerra de religión. En ese momento, la fusión de cristianismo y militarismo se realizó también en la práctica.
Es comprensible lo fácil que les resulta a los cristianos convertirse en soldados y asimilar la ideología militar: es el caso de Pacomio, el primer fundador de monasterios, cuya regla funcionaba «como unas ordenanzas militares», o de San Ignacio, cuya alegoría principal es la antigua idea ascética de la «batalla espiritual». Los monasterios se transformaron en «fortalezas celestes» (coelestia castra) incesantemente asaltadas por el enemigo, los Westwerke (fachadas occidentales) de las iglesias románicas, calificados como «centros de mando del comandante de las tropas celestiales», pasaron a ser «castillos» (castellum), y toda la vida y la historia universal se convirtió en un dramático enfrentamiento entre Dios y el Diablo. «En toda la Edad Media», escribe un cristiano, «las ideas del religioso estaban atravesadas por la conciencia de ser un guerrero, incluso cuando estaba ante el altar para celebrar la misa». En el Comentario de la Misa de Honorio de Autun, que obtuvo una amplia difusión en territorio alemán, las partes del oficio sagrado eran interpretadas como fases de un combate.
Durante las Cruzadas se declaró oficialmente que la lucha por el cristianismo era un acto de guerra espiritual y se equiparó el derramamiento de sangre a las obras ascéticas. La correspondencia entre penitencias espirituales y sadismo bélico es especialmente llamativa en la orden de los templarios. Los piadosos caballeros prometen castidad y pobreza, tienen que dormir con la camisa y los calzones puestos, evitan el teatro, los bufones y los juglares —como destaca Bernardo de Claraval, uno de sus defensores más poderosos— y, de esta manera, se entregan con mayor vehemencia todavía a la lucha contra los enemigos de la cristiandad. Según Tomás de Aquino, los hombres permanecen vírgenes no sólo en razón de algún trabajo espiritual, de una vida contemplativa, sino también «para poder dedicarse mejor al servicio de las armas». Porque el espíritu casto está dispuesto a cualquier sacrificio, incluso a la «heroicidad del martirio», como siguen diciendo en el siglo XX algunos fanáticos. Hay quien elogia la manía de los flagelantes y los cruzados, calificándola como «vigorosa» y escribiendo, ciertamente con razón, que podían «entregarse a una vida de castidad (…) con esa intensidad que sólo encontramos en la Edad Media». Por el contrario, como opinan en la actualidad los capellanes castrenses católicos, el sexo paraliza la voluntad de defensa, aniquila los ejércitos y las naciones, como hizo antaño con Sansón, y es más peligroso que «el posible enemigo militar del exterior»[320].
Asimismo, casi no es necesario probar que la evidente relación entre frustración, ascetismo e inhumanidad también ha aparecido constantemente entre las mujeres.
La emperatriz Teodora (muerta en el año 548), antes de su matrimonio con Justiniano —el tristemente famoso perseguidor de paganos—, era una hetaira notoria que después de su boda sirvió «en cuerpo y alma a las doctrinas de la virtud». Ahora velaba fanáticamente por la moral y en cierta ocasión juntó a quinientas prostitutas de Constantinopla y las metió en una «casa de penitencia» en donde, al parecer, la mayoría de ellas se arrojaron desesperadas al mar. De la misma manera que antes disfrutaba fornicando, ahora disfrutaba haciendo torturar a la gente. Entraba en la cámara de tormentos y observaba ansiosamente la torturas. «Si no ejecutas mis órdenes» rezaba su dicho favorito, «te juro por lo más alto que te haré desollar a latigazos».
Catalina de Medicis (muerta en 1589), contemporánea de la católica María Tudor (Bloody Mary), cambió finalmente una vida sexual atrofiada por una incontrolable sed de sangre. Crecida bajo la protección de su tío el papa Clemente VII, se convirtió en una de las mujeres más malvadas y sádicas de la historia moderna: responsable de la Noche de San Bartolomé, los «sangrientos esponsales parisinos», con entre quince y veinte mil víctimas en una sola noche. Y el papa Pío V, que mandó dinero y tropas a Catalina, advirtiendo que «de ningún modo y por ningún motivo hay que ser indulgente con los enemigos de Dios» y exhortando a la guerra «hasta que todos sea masacrados», había sido dominico y Gran Inquisidor y siguió siendo como papa un asceta estricto y un juez de costumbres —su primer acto oficial: despedir al bufón de la Corte— que llevaba el hábito monacal de crin bajo las vestiduras pontificales y hacía y deshacía de acuerdo con esa mentalidad; o, lo que es lo mismo, quería convertir Roma en un monasterio.
Un magnífico ejemplo del presente: Ngo Dinh Nhu, política sudvietnamita, cuñada del presidente Diem, liquidado en 1963. Por un lado estaba la ferviente católica, militante y despiadada. «El poder es maravilloso y el poder ilimitado absolutamente maravilloso» solía decir. Como comandante del ejército femenino, reclutado por ella, persiguió con celo a los budistas, les dio caza (aún habría querido abatir «diez veces más») y era feliz con «cada monje asado». Para un golpe de mano contra los budistas, su familia pensó en el 24 de agosto, ¡aniversario de la masacre de la Noche de San Bartolomé! Y, de hecho, en agosto de 1963 se desencadenó bajo su liderazgo una auténtica guerra religiosa.
Por otra parte, madame Nhu valoraba la moral e introdujo algunos decretos draconianos sobre costumbres. Su ley de familia prohibía la poligamia y el concubinato y dificultaba extremadamente la separación. Si se veía en público a un hombre casado y una mujer extraña dos veces seguidas, ambos podían ir a la cárcel; la prostitución y los anticonceptivos fueron prohibidos, así como las salas de baile, incluso las privadas. Su razonamiento: «Basta con que bailemos con la muerte»; una ilustración clásica de la relación entre ambos fenómenos. También fueron prohibidos el twist —que se acababa de poner de moda en los primeros años sesenta— y las canciones sentimentales. «La moral de lucha de las tropas no debía ser minada por sentimientos como el amor, la compasión y la nostalgia. En los bares y discotecas sólo se permitían entonces himnos que exaltaran al presidente, a la juventud revolucionaria y a las aldeas militarizadas»[321].
La medida en que se relacionan castidad y crueldad queda simbolizada ejemplarmente por la más famosa imagen femenina del catolicismo, aunque hay pocos capítulos de la historia de éste que sigan siendo tan mal conocidos.
No quiero callar, proclamaré en voz alta tus hazañas.
Liturgia oriental
Si Ishtar, la diosa del amor, fue escogida como deidad guerrera, «juez de batallas» y «señora de las armas», si la virgen Atenea fue diosa de la guerra y la virgen Artemisa, diosa de la caza, María no es sólo la dulce Señora, pura, casta, triunfadora sobre los instintos, cuya hiperdulía ha sido fustigada con razón por Joachim Kahl como producto y expresión de una sexualidad infantil y atrofiada. No, «María, la Reina de Mayo», «Nuestra Señora del Tilo» y «del verde bosque», es también la gran diosa cristiana de la sangre y la guerra. Nuestra Señora del Campo de Batalla y del Genocidio. Ella siempre sabe «con toda seguridad donde está el enemigo», forma «constantemente la primera línea del Imperio de Dios», «en todas partes hace frente a Satanás».
Y para recordar las más sangrientas carnicerías de nuestra historia, las iglesias de las victorias de María cubren toda la Europa católica: desde Santa Maria da Vitoria en Fátima a María de Victoria en Ingolstadt, de la Maria-Sieg-Kirche de Viena a «Santa María de la Victoria», la iglesia conmemorativa situada en el campo de batalla de la Montaña Blanca de Praga.
Asesinar con María era una antigua costumbre cristiana. Cuando Constantinopla estaba en guerra, unas supuestas «reliquias de la Madre de Dios» eran paseadas por la ciudad, sumergidas en el mar y llevadas al campo de batalla. Las imágenes de Nuestra Señora adornaban la proa de las naves de guerra del emperador Heraclio y los pabellones guerreros del emperador Constantino Pogonato, del rey Alfonso de Castilla, del emperador Femando II, del emperador Maximiliano de Baviera, etcétera.
Muchos de los más importantes jefes de ejército cristianos fueron también grandes devotos de María: el fanático perseguidor de paganos Justiniano I, marido de la virtuosa Teodora (supra), Clodoveo, el genocida, Carlos Martel, el «Martillo de Dios», que mató en el año 732 junto a Tours a trescientos mil sarracenos con asistencia mariana, o Carlomagno, el exterminador de sajones.
María se convirtió en el grito de guerra del caballero cristiano, que a menudo llevaba la imagen de la Asunción en su escudo y recibía el espaldarazo con las palabras: «por el honor de Dios y de María, recibe esta espada y sólo ésta».
Todo el movimiento de las Cruzadas también estuvo «impulsado por fuertes energías marianas» como alguien comenta elogiosamente en la actualidad. «Cuando San Bernardo predicó su inspirado sermón de las cruzadas en la catedral de Espira, las masas le respondieron con el maravilloso himno del Salve Regina, que resonó poderosamente en las bóvedas de la catedral. Querían suplicar la bendición de aquélla, poniéndose bajo su protección: “O clemens, o pia, o dulcis virgo Maria”. Con su victoriosa ayuda, poco después entraron en Jerusalén»; y mataron a continuación entre sesenta y setenta mil musulmanes, cuya sangre llegaba hasta los tobillos o hasta las rodillas de los caballos. «O clemens, o pia (…)». En total, la «dinámica mariana» de las Cruzadas sacrificó a veintidós millones de personas, según cálculos prudentes. «(…) O dulcis virgo Maria».
El rey Alfonso de Castilla agitó un estandarte de María en 1212, en la batalla de las Navas de Tolosa, el día de la fiesta del Carmen; más de cien mil moros mordieron el polvo: otro de «los grandes días de Nuestra Señora». En 1456 fueron exterminados ochenta mil turcos junto a Belgrado con la ayuda de María; bajo su protección, fueron abordadas, hundidas o quemadas ciento sesenta y siete galeras en Lepanto. En 1935 se enviaron unas imágenes «milagrosas» de María a África para la expedición fascista de rapiña y gaseamiento en Abisinia; y de allí llegaron unas postales en las que la Virgen, dulce, casta, coronada de estrellas y acompañada del Niño Jesús, se sentaba en su trono sobre la torre de un tanque rodeado por las nubes de humo de las granadas enemigas. La leyenda: Ave María.
Pío XII, que fomentó decisivamente la mariología, también fue un gran promotor del fascismo en Italia, España, Alemania y Yugoslavia —es decir, de lo que los estrategas marianos denominan «la verdadera dinámica mariana de la Historia»— y uno de los mayores culpables de las matanzas de la Segunda Guerra Mundial. Dado el cinismo tradicional de Roma, su elevación a los altares parece lógica, más aún, imprescindible. ¿Qué dice Helvetius?: «Si uno lee sus leyendas piadosas, encuentra los nombres de mil crímenes santificados (…)». Y Jahn escribió: «La perversión de las costumbres crece sobre el suelo de la falsa moral»[322].
Pero millones de muertos no han inquietado ni inquietan a esta Iglesia. Una Iglesia que llamó a ambos bandos a la Segunda Guerra Mundial. Una Iglesia que comprometió a todos los soldados a que juraran bandera. Y que está dispuesta en cualquier momento, en cuanto haya una oportunidad, a nuevos y mayores horrores que, de acuerdo con su concepción moral, tal vez sean necesarios, justos y buenos: un acto de amor… aunque el amor fuera del matrimonio es un crimen.
Un católico, al parecer nada impresionado por la Primera Guerra Mundial, escribió a comienzos de los años veinte: «Fuera de este ámbito del que brota la vida humana, no hay en absoluto ningún aspecto de la vida humana (!) en donde sean más funestos el desorden, la indisciplina y los excesos, dondequiera que aparezcan (…), la anarquía, la arbitrariedad y el impulso natural ciego e incontrolable. La humanidad tenía que pagar con su existencia semejante desenfreno y anarquía». Y después de la Segunda Guerra Mundial sigue diciéndose lo mismo: «si hay un instinto que puede rebajar a la persona por debajo de la dignidad de su razón y su libertad, es con seguridad el instinto sexual».
Si antaño se sacralizó el placer sexual, en el cristianismo fue satanizado. Si en el Cantar de los Cantares todavía se decía: «el amor es la mayor de todas las dichas», el cristianismo hizo de él el mayor de todos los pecados, o al menos el más condenado. Porque su ideal no era la felicidad sino el sufrimiento y la mortificación; por mucho que se quiera borrar en la actualidad, el cristianismo era radicalmente hostil a la vida, rigurosamente ascético y antidionisíaco. Antinaturalidad en lugar de naturaleza, represión en lugar de liberación de los sentidos, placer perseguido en lugar de persecución del placer: ¡cuántas veces el tiro en la nuca ha parecido más inofensivo que el placer!
En la Edad Media, una mujer que se masturbaba una sola vez se hacía acreedora de una penitencia de tres años (supra). De modo que se castigaba bárbara y desmesuradamente algo que no había causado a nadie el más mínimo perjuicio y que al onanista sólo le había proporcionado placer. Pero quien golpeaba brutalmente a otro, quien había matado a alguien en la guerra o había asesinado por orden de su señor, ¡tenía que guardar penitencia durante cuarenta días! Ésta es la moral de la Iglesia.
¿O tal vez lo era? ¿Forma todo esto parte del pasado? Al contrario. En la actualidad, quien mata en la guerra, no se somete a ninguna clase de penitencias; hace tiempo que se acabaron las penitencias, ¡salvo para quienes no asesinan!, ¡salvo para quienes rompen su juramento militar! Ésta es la moral de la Iglesia.
Setenta millones de personas —nuestro siglo lo prueba— pueden haber sido exterminadas por voluntad de Dios, como eméritas víctimas de guerras «santas» y «cruzadas». Setenta millones de fusilamientos, cremaciones y gaseamientos, setenta millones de víctimas de horripilantes matanzas de todo tipo que, a los ojos de los representantes del cristianismo, pueden transfigurarse en actos de deber, de heroicidad o de amor. En cambio, un solo acto de amor sin su bendición es un crimen mortal…
¡Y todavía hay quien se toma esta religión en serio! ¡No se ha convertido en tema de cabaret o en objeto de estudio para los psiquiatras! ¡No hemos incluido a sus predicadores en las filas de los cómicos, ni los hemos llevado a los juzgados o a las celdas de aislamiento! ¡Dejamos que sigan predicando… la religión del amor! ¿Cuándo se va a derrumbar esta religión del amor? Y no por la ira, ni por la venganza, ni por medio de torturas y hogueras, no, sino como consecuencia de una explosión de carcajadas que estremezca a todo el globo terráqueo…
Por otra parte, también es llamativo que hasta hace poco la pornografía haya estado prohibida en todas partes y que en algunos sitios lo siga estando, mientras que todos los países permiten las novelas y las películas negras, la representación del asesinato, incluso para la juventud. Sin embargo, las películas sexualmente explícitas están restringidas o se advierte de que no son apropiadas para los jóvenes. Y es que, en la «cultura cristiana», el auténtico crimen no es ni mucho menos el asesinato, sino, cum grano salis, las relaciones sexuales.
De esta manera, el Bien y el Mal quedan trastocados, el uno ocupa maliciosamente el lugar del otro, se llama bueno a lo malo y malo a lo bueno; toda nuestra historia es un reflejo de esta moral. Una moral que nos sonríe sarcásticamente desde cada libro de historia, que está en cada clase de historia, sucia y triste, cubierta de sangre y de lágrimas. El escándalo no es el asesinato en masa, sino el amor entre dos personas sin consentimiento eclesiástico. Eso es lo bestial, lo diabólico, el skandalon. Y, tal como dice el cardenal Garrone, Dios no puede «hacer la menor concesión» al Mal. «No puede sino declararle la guerra: guerra cuerpo a cuerpo, si es preciso. Ésa es la justicia de Dios».
La Iglesia no ha dejado de apoyar la guerra, cuerpo a cuerpo, si es preciso… y con bombas y napalm. Eso es algo que no le preocupa.
Lo que le inquieta es el peligro de que la maldad de su código de costumbres y de su moral pudiera ser reconocida. Porque su moral es la base de su poder.
Así, no hace mucho, el cardenal Ruffini, de Palermo, opinaba que en Sicilia (como es sabido, enclave de la Mafia, que se encuentra en los monasterios como «en casa») «no hay más crímenes que en cualquier otro lugar. El verdadero peligro está en la decadencia moral del Norte». Asimismo, un prelado del arzobispado de Múnich-Freising afirmaba que «el espíritu del amor no ha sido desplazado en las luchas guerrilleras de Vietnam del Sur, sino aquí y ahora, entre nosotros: por ejemplo, en la “guerra de los bañadores” de Loope, con todas sus manifestaciones añadidas». (Se trataba de si el hecho de que los escolares se bañasen desnudos todos juntos era moralmente peligroso.) No, no es la guerra, que ellos celebran como un «servicio a Dios», lo que es considerado «terriblemente grave», sino «una actividad de cortejo y flirteo demasiado temprana». «Dependiendo de si quedan preservados los fundamentos de la moral sexual se decidirá si somos un pueblo destinado a la decadencia o si se puede esperar de nosotros un resurgimiento».
Una guerra fecunda, un genocidio, no son ninguna desgracia para la Iglesia: «los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra» (Nietzsche). Desde San Agustín («¿Qué tenemos contra la guerra? ¿Que los hombres que tienen que morir algún día, mueran en ella?») hasta hoy, se ha admitido cínicamente dicha necesidad, que ya era conocida en el siglo V por San Teodoreto: «Los hechos históricos enseñan que la guerra nos proporciona mayores beneficios que la paz». En cambio: «¡No sabéis qué desastres puede ocasionar una sola revista que esté por ahí tirada, cómo puede ser envenenada el alma inocente de un niño que está creciendo por una serie de imágenes lúbricas. Una juventud que está siendo alimentada por revistas de burdel y películas sucias tiene que acabar algún día en el arroyo!».
Por el contrario, si domina a «la alimaña que lleva dentro» se desarrolla «dura como el acero de Krupp» y cosas parecidas; esos jóvenes son, o eran, limpios, como en el Reich nazi, del que el cardenal Faulhaber certificaba en 1934 que había «acabado con burdos excesos en la literatura, los baños, el cine, el teatro y otros ámbitos de la vida pública» y había «rendido un servicio inapreciable a la vida moral del pueblo». Ya se sabe: una sola serie de imágenes lascivas… y el mundo se desbarata.
¿Exageración? ¿Tal vez demagogia? No. «Es cierto» confirma inmediatamente el padre Leppich, «es cierto: atrás ha quedado una guerra atroz» —una guerra, no lo olvidemos nunca, que en Alemania fue atizada por el conjunto del episcopado católico (¡junto al conde Galen!), «repetida e insistentemente», citando sus propias palabras, y que recibió igual sanción de la Iglesia evangélica—; una guerra, prosigue Leppich, «que nos ha dejado iglesias y casas destruidas y una multitud de muertos. Pero las casas y las iglesias destruidas pueden ser levantadas de nuevo y cada día nacen personas en número suficiente. No. Alemania no puede perecer por eso. Y si alguien me pregunta si Alemania está acabada o si tiene aún algún futuro, sólo hay una respuesta: vamos a acabar de nuevo de mala manera por culpa de nuestras mujeres, que arrojan al barro diariamente lo más santo que poseen»[323].
Oh, sí. «La sociedad. Dios mío» reza una frase que no se sabe bien de quién procede, «se ha ido tantas veces al Diablo que es endiabladamente extraño que todavía no se encuentre en el Infierno».
Porque, por supuesto, Alemania puede derrumbarse, y Europa y todos los demás países; pueden derrumbarse rápidamente, de la noche a la mañana. Pero ¿por culpa de las mujeres? ¿No será más bien por culpa de una moral que ya ha acabado con la vida de muchísimas personas, en todos los sentidos? «(…) Cada día nacen personas en número suficiente (…)». «¿Qué tenemos contra la guerra?». «El espíritu del amor no será desplazado en las mortíferas luchas guerrilleras de Vietnam del Sur (…)». No, para ellos la cuestión no es ésa. Porque si ellos dicen «Dios», «Cristo», o «María», si conjuran el Cielo o el Infierno, el Vicio o la Virtud, la Salvación o la Condenación, lo único que les importa es su propio maldito Yo, su beneficio, su dominio, su poder; porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, todos los ángeles y arcángeles, los querubines y los serafines, todos los espectros del Infierno y del Abismo con los que han seducido y atemorizado, nunca han sido otra cosa que ellos mismos.