La mujer debe cubrir su cabeza, porque no está hecha a imagen de Dios.
SAN AMBROSIO (siglo IV)
(…) cagarse en los pechos desnudos de estas mujeres.
ABRAHAM DE SANTA CLARA (siglo XVII)
Las chicas que llevan minifalda van al Infierno.
WILD, sacerdote jesuita (siglo XX)[291]
Según una antigua proscripción de origen paulino, la mujer tenía que cubrirse el cabello en la casa de Dios (supra). Esta decisión, símbolo de su dependencia de la voluntad del marido, el único que podía verla con la cabeza descubierta, pronto fue extendida a la vida en el exterior de la iglesia. Así, Tertuliano exigía a todas las jóvenes que llegaban a la adolescencia que se cubrieran el rostro completamente —so pena de renunciar a la eterna bienaventuranza—, como luego ha venido sucediendo en el Islam. «¡Cúbrete o prostitúyete!».
Se insistió aún más en que había que cubrir el cuerpo, incluso el de los hombres. Los francos, que desde el siglo V llevaban calzas cortas, volvieron a llevarlas largas desde su conversión al cristianismo. Y en los siglos X y XI la ropa de los círculos feudales se adaptó cada vez más a las formas de las vestiduras religiosas. La Iglesia condenó las demás tendencias con extrema virulencia. Los zapatos de pico —que imitaban con total fidelidad el «pico» del falo, el glande— también despertaron la indignación del clero durante décadas y, finalmente, fueron prohibidos en Francia.
Pero sobre todo eran las mujeres las que tenían que custodiar su piel. Y es que, aunque los teólogos más progresistas, siguiendo la máxima de «mejor desnudo que mal vestido», deseaban que no quedara oculto todo el cuerpo de las damas, la Iglesia oficial exigía lo contrario. Durante toda la Edad Media la obligación de cubrir el cuerpo incluyó a los brazos. Y ya en la época cortesana se consideraba indecente una falda que sólo llegaba al tobillo, moda que provocó la protesta de los sínodos. Ulrico de Lichtenstein se quejaba en su Libro de las mujeres (1257) de que éstas ya no se entregaban a los hombres con la misma despreocupación ni llevaban hermosos vestidos, sino que se embozaban el rostro con gruesos velos y se colgaban rosarios al cuello como prueba de religiosidad[292].
No obstante, cuando aparecieron los trajes de cola, a comienzos del siglo XIII, los sacerdotes se rebelaron contra las «colas de pavo real» o las «pistas de baile para diablillos». Piropos como «tú, lodo enfundado» (stercus involutum), con el que el hermano de San Bernardo apostrofaba a una doncella vestida a la moda, fueron moneda corriente durante siglos. Y cuando las colas se hicieron más largas, los franciscanos llegaron a negar la absolución a quienes las llevaban.
A mediados del siglo XV, San Antonio, arzobispo de Florencia, expulsó de la iglesia «a todas las hembras» vestidas con «desvergonzados trajes de ramera». Y parece que en 1461 fueron despedazadas en Ulm tres mujeres que se burlaban de un sermón contra la moda del famoso antisemita Juan Capistrano.
Más adelante, Abraham de Santa Clara maldice a la mujer a la moda porque «descubre desvergonzadamente el rostro (!)» además de los dos pechos «como las malditas montañas de Gilboé» y porque empuja esos pechos «hacia arriba, como dos cornamusas, con ayuda de fajas y bandas» y los expone «como harían las mujeres del mercado de Kráutel con dos repollos que, cuando se pudren, son arrojados a los cerdos».
Los protestantes se caracterizaban por ser aún más estrictos en cuestiones morales. Así, los sombreros y los vestidos de la mujer de un párroco desencadenaron gravísimos altercados en Amsterdam durante toda una década del siglo XVII. Y los decentes ingleses llegaron al extremo de cubrir las patas de los pianos porque les recordaban las piernas de las mujeres.
El episcopado católico alemán todavía exige en 1923 que las mangas de los vestidos femeninos lleguen hasta por debajo del codo. Y en 1930 un teólogo experto en Fátima se queja (con imprimatur) de «que hoy en día haya tantas almas que se condenan eternamente como consecuencia de los dos principales vicios (!) de la actualidad, la sed de placeres y la lujuria, en la cual hay que incluir la moda desvergonzada, según la expresa declaración de María». E inmediatamente impone a sus «atemorizadas lectoras» el «sereno examen de conciencia» siguiente: «Primero; mi vestido ¿está cerrado hasta el cuello? Segundo: las mangas ¿llegan hasta la muñeca? Tercero: la falda ¿llega hasta el tobillo o, al menos, hasta la pantorrilla? Cuarto: el talle del vestido ¿resulta impúdico, por ir demasiado ceñido? Quinto: ¿es transparente? Sexto, ¿llevo medias color carne o voy con las piernas desnudas? Séptimo, ¿soy ya miembro de la Liga de mujeres católicas contra la moda inmoral? Si no, hoy mismo me daré de alta… ¡por amor a Nuestra Señora del Rosario de Fátima!». Y sigue la dirección. ¡Éstas son las preocupaciones de un teólogo entre ambas guerras mundiales!
Y en una guerra, ¿qué les atormenta?
Cuando Pío XII, conmovido, fustigó los «males» de la época en noviembre de 1939, ignoró por completo el fascismo y la guerra, pero no el divorcio ni los «extravagantes vestidos modernos». «Resultaba menos comprometido arremeter desde el púlpito contra los trajes de baño indecentes y contra los burdeles que contra la dictadura fascista y los campos de concentración», escribe Paúl Ricoeur[293].
La Iglesia ha combatido todo lo que hace a las mujeres más atractivas y seductoras: adornos, maquillaje, peinados.
Incluso el muy «tolerante» Clemente de Alejandría, «literato y bohemio» y gentleman entre los Padres de la Iglesia, condenó en su época cada uno de los recursos que casi todas las mujeres católicas han empleado después. Y es que la obediencia a la palabra de Dios es el más bello adorno de las orejas, la alegre disponibilidad para dar limosna es el adorno más apropiado para las manos y el olor del perfume de Cristo, el mejor ungüento. Pero una mujer que se tiñe el pelo, se empolva el rostro, se aplica sombra de ojos y recurre a otros artificios impíos, no le recuerda a Clemente la solemne imagen de Dios, sino a una prostituta y adúltera, mono maquillado y serpiente pérfida. San Cipriano teme que el Señor, en el día de la Resurrección, no reconozca a las que se adornan y se pintan. Y Tertuliano conjetura que la mano que se adorna con anillos no valorará las cadenas del martirio y que un cuello ataviado con perlas no estará muy dispuesto a entregarse al hacha.
En la Edad Media, Odón de Sheriton opina que mejorar la obra de Dios es en realidad un delito contra Dios. El franciscano Bertoldo de Ratisbona, celebrado en su tiempo como el demagogo más virulento de Alemania, dice desde el púlpito que «las que se pintan y se tiñen se avergüenzan de su rostro, hecho a imagen de Dios, ¡y Dios se avergonzará de ellas y las arrojará al abismo de los infiernos!». Y los religiosos también dirigían sus imprecaciones a las que se arreglaban el cabello, cuyos trenzados tenían más colas que Satanás, y se horrorizaban porque esas cabelleras podían proceder de personas muertas, incluso de inquilinos del Infierno o de pobres almas del Purgatorio.
En todo caso, aunque un obispo todavía amonestaba en el Vaticano Segundo a los diáconos casados porque a lo mejor sus mujeres se empolvaban y se arreglaban, hoy en día los moralistas hacen determinadas concesiones. De manera que las mujeres, «en caso de que sea costumbre entre las mujeres decentes (!), pueden recurrir a medios artificiales (lápices de labios y maquillaje, pelucas, etcétera)». Por supuesto, la cosa no debe pasar «de los límites acordes con su estado y su origen»; la mujer no puede agradar a otros hombres, sino sólo a su marido, a la joven sólo se le permite preocuparse por favorecer el «casamiento». Cualquier detalle «vistoso o extravagante» causa «fácilmente escándalo», cualquier «indecencia en la moda es un pecado grave».
Todas estas amonestaciones ya no pueden ni quieren hacerlas desde el púlpito, con lenguaje amenazante y voz de trueno; simplemente, «el predicador no puede sino decir alguna palabra contra la moda indecente. No obstante, debe enterarse con todo detalle de dónde empieza lo indecente»[294]. Y es que han metido la pata en demasiadas ocasiones y hoy temen, además de causar hilaridad, no obtener el más mínimo efecto.
Pero aparte de la moda, los adornos o el maquillaje, también fueron combatidas otras manifestaciones de vitalismo, como el baile, que ya fue radicalmente rechazado por el tolerante Clemente. Posteriormente, San Basilio clama, horrorizado: «mueves los pies y saltas como loco y bailas danzas indecentes». Y San Juan Crisóstomo, gran enemigo del «baile mundano», explica que «Dios no nos ha dado los pies para servimos de ellos de modo deshonesto sino para bailar con los ángeles». Porque en la Iglesia se ha bailado siempre, desde los días de las primeras fiestas de los mártires hasta la actualidad, cuando todavía se siguen celebrando algunas procesiones de danzantes, y aunque no deja de ser significativo que se haya vuelto a recuperar la costumbre de bailar en el templo —por ejemplo, cuando se trató de atraer a la juventud a las iglesias americanas (especialmente dadas a mimetizar comportamientos de la más rabiosa «modernidad») con bailes de rock-and-roll—, el clero, en el fondo, sólo quiere que nos meneemos «por amor a Cristo», «danzando con alegría y celestial deleite», bailando en el «corro del Cielo», como lo llaman los místicos; en una palabra, entregándonos a la gracia del iubilus en la cual, según la Crónica de Kirchberg, la persona está completamente traspasada «de una sensación tan agradable que no hay nadie lo bastante casto como para mantener la calma». Y en esas ocasiones alguna podría saltar hasta los ocho metros de altura (supra).
No obstante, a la Iglesia no le entusiasma ningún otro baile que no sea el baile en honor de Dios. El baile es considerado como un invento del Diablo, como algo pensado para capturar almas y llevarlas al Infierno. En la Edad Media, estrechar a la pareja se tenía por poco decoroso, había que guardar cierta distancia y, además, sólo se podía bailar con el cónyuge. Algunos cristianos eminentes preocupados por su fama no permitían bailar en sus palacios y castillos. León XII, un fanático perseguidor de judíos que fue coronado en 1823, prohibió el vals; aunque también prohibió la vacuna contra la viruela sin importarle que la mortalidad siguiera aumentando por ello. Y hoy en día, «a nadie le es lícito» participar en bailes en los que se estimule la sensualidad mediante los «roces» o la «música de acompañamiento»[295].
La vergüenza del propio cuerpo ha sido introducida en el mundo presumiblemente por el cristianismo. Sus acólitos vigilaron los baños de igual modo que la moda y el baile, sobre todo cuando los bañistas se desnudaban o cuando se juntaban los de ambos sexos.
El baño conjunto de hombres y mujeres era una costumbre habitual tanto en la Roma imperial como entre los germanos, pese a lo cual los Padres de la Iglesia la declararon pecaminosa y, finalmente, los sínodos, los penitenciales y los confesores la prohibieron; en un primer momento la prohibición afectó exclusivamente a clérigos y monjas, pero después se extendió a todos los cristianos. Ni siquiera el baño en la tinaja casera se libró de los denuestos del clero, que combatió cualquier forma de relación entre los sexos y con el propio cuerpo, por ingenuas que fueran. Aunque hubo resistencias, la Iglesia se mantuvo implacable en su idea: «que los jóvenes y los muchachos tomen baños en verano es muy escandaloso y acarrea muy malas consecuencias», de acuerdo con la queja del abad Gregorio de Melk en 1697. Irse a nadar era otra costumbre considerada dañina y reprobada; a los escolares que lo hacían se les castigaba con azotes y a los adultos los encerraban a pan y agua durante semanas enteras, aunque no hubieran hecho otra cosa que bañarse «como Dios los creó, completamente desnudos y sin el menor pudor», como ocurrió en Francfort, en el río Main, en 1541.
En este terreno, el principal peligro viene de nuevo del lado de la mujer. En 1895, el propio Boletín alemán de natación reconocía que «no (somos) tan blandos como para permitir que nos atrapen semejantes cebos sensuales y no queremos saber absolutamente nada de la natación femenina».
La Conferencia episcopal de Fulda aprobó en 1925 las siguientes Orientaciones e Instrucciones para el baño: «Los sexos han de estar separados. En las playas (de mar y de río) hay que exigir una completa separación de sexos, así como vestuarios separados, exhortando a las autoridades locales para que los instalen; también hay que insistir para que se lleven trajes de baño decentes y haya una vigilancia constante. Deben hacerse los mismos requerimientos, tanto para los adultos como para los niños, en el caso de los baños de sol cada vez más en boga». «Todos los católicos» debían «cumplir escrupulosamente estos principios».
Posteriormente, en España, el cardenal Pía y Daniel prohibió a todos los creyentes que visitaran las playas en las que hubiera bañistas del otro sexo. (El prelado español también decía de los novios que paseaban del brazo, y de los bailes «en los que la pareja se abraza», que eran «un grave peligro para la moral, prácticamente un pecado».)
Y en la Italia de hoy en día —donde el Papa sigue condenando el culto al cuerpo y el «libertinaje» de la moda (así como las devastadoras tendencias de la prensa, el cine, la televisión y el teatro) que, según su opinión, están aniquilando «algunos de los valores más elevados de la persona»—, pasearse en público desnudo está castigado con penas de hasta cinco años de cárcel.
La Iglesia se preocupa, sobre todo, del baño de los jóvenes. El antiguo obispo de Regensburg, Buchberger, advertía insistentemente de «los estragos causados en las almas de los niños y los jóvenes por los baños inmorales. Hace algún tiempo, un sacerdote me comentaba que apenas quedan niños inocentes en las grandes poblaciones por culpa de estas costumbres de baño desvergonzadas». Generaciones de escolares habían sido «completamente corrompidas» de esta manera. Y según un profesor de moral de la actualidad, «los mínimos trajes de baño exhibidos en público provocan, en todo caso, un gran escándalo y son un estímulo para los pecados, bien de pensamiento o de obra»[296].
¿A quién puede sorprender que siga habiendo gente que considere pecaminoso estar en la bañera desnudo, aunque sea a solas y con la puerta cerrada?
Por supuesto que la gran mayoría de los cristianos se bañan desnudos de buen grado; muchos de ellos pecan con gran regocijo, como ya lo han hecho en épocas pasadas. Con lo cual se plantea la pregunta de si, verdaderamente, todos estos ataques antisexuales han tenido éxito. ¿Adónde conduce todo esto? ¿Es que los sermones y la praxis, la moral y la realidad, sólo coinciden a medias?
Por el contrario, fue precisamente en la Edad Media, en el clímax del poder clerical, cuando triunfó una forma burda de sensualidad.