Toda ignorancia es lamentable, pero la ignorancia en un terreno tan importante como el de la sexualidad es un riesgo gravísimo.
BERTRAND RUSSELL
No creo que la tendencia a un hedonismo de orientación sexual pueda ser combatida por pías banalidades censuradas. Las exhortaciones eclesiásticas realizadas desde el púlpito o en charlas privadas con quienes buscan consejo tienen el mismo efecto que una huella de dinosaurio en Colorado.
A. L. FEINBERG[282]
El viejo principio romano «humana non sunt turpia» (lo que es humano no avergüenza) ha sido reprimido en el cristianismo durante casi dos mil años. Las personas cultas tomaban sus conocimientos sobre sexualidad fundamentalmente de la Antigüedad pagana. En 1882 Krafft-Ebing todavía tenía que publicar algunas partes de su Psychopathia sexualis en latín. A comienzos de siglo, las obras sexológicas seguían siendo escasas y apenas había en ellas investigaciones metódicas y sistemáticas. Desde entonces se puede hablar más abiertamente de la vida sexual y, al menos, los científicos ya no tienen que temer la censura de sus publicaciones.
No obstante, a mediados de los años treinta, Erich Fromm todavía protesta de que la mayoría de los médicos carece de educación sexual. En aquella época aún había una infinidad de médicos que defendían tópicos cristianos superados desde hacía tiempo, dejándose utilizar, explicando que la masturbación o las relaciones sexuales normales causaban infecciones dérmicas, disnea, conjuntivitis, cáncer o locura; y también impotencia, pese a que copular con frecuencia no debilita, sino que fortalece. Posteriores investigaciones mostraron que «dependiendo del objeto de estudio, la cifra de orgasmos iba de uno al año a diez o doce al día, sin que se produjeran en este caso consecuencias negativas. Este hecho era conocido por los médicos desde hacia milenios; sin embargo, no se pudo evitar la profusión de generalizaciones desmesuradas». La fatiga más o menos intensa también solía atribuirse a los excesos sexuales. No obstante, la fatiga es más frecuente entre personas con escasa libido, y unas relaciones sexuales precoces pueden ser una buena preparación para la vida matrimonial.
En todo caso, lo perjudicial no es la actividad sexual, sino los sentimientos de culpa, las depresiones, los miedos provocados. Lo perjudicial es la «literatura de orientación» de la Iglesia sobre cuestiones como «mantenerse puro», «llevar una vida sana», etcétera. Hoy no provocan más que efectos hilarantes aquellas terribles y tristemente famosas sentencias del estilo de «se casó a los doce años, fue padre a los trece (…), pero antes de su siguiente cumpleaños la hierba crecía sobre su tumba»; algo parecido ocurre con el «psicopater» Leppich (el «mesías de las manos en los bolsillos») cuando clama: «individuos agotados que ya mantenían relaciones sexuales a los dieciocho años, a los veinticinco estaban arruinados y acabados (…)». Con todo, seguramente encontrará cierta audiencia cuando sugiera a su público que a los enfermos sexuales, a los «frutos podridos», les aguarda una existencia «idiotizada» en «enormes manicomios», aunque ésta es una consecuencia más bien excepcional de las enfermedades sexuales. Leppich también trata constantemente de que sus oyentes crean que la masturbación conduce a la locura, suscitando la ironía de los parodistas.
No obstante, la moderna sexología coincide con la moral eclesiástica —que, por lo visto, pervive incluso entre quienes se han venido burlado de ella desde hace tiempo— en tanto que, a priori, difama todo comportamiento sexual alternativo, es decir, no conforme con las normas cristianas y las costumbres burguesas, tachándolo de defectuoso, perverso, psicopatológico y anormal. Se habla todavía hoy de la «miseria de la sexología»; y es que la mayoría de los médicos siguen siendo incapaces de diagnosticar —y mucho menos de tratar correctamente— enfermedades y trastornos de origen sexual: como decía el sexólogo Volkmar Sigusch en 1974, muchos médicos siguen teniendo «unos puntos de vista inauditos sobre la sexualidad»[283]
Así que no debe extrañar que los conocimientos de la gente sobre lemas sexuales sean bastante escasos; que sean sobre todo los jóvenes quienes relacionen el órgano sexual femenino con la idea de suciedad, quienes crean que una gran actividad sexual disminuye sus fuerzas físicas y su lucidez mental, u otros disparates parecidos.
El psiquiatra A. Hesnard, presidente de la Société française de Psychanalyse, advierte que la vergüenza, el desprecio y el rechazo a lo sexual hace tiempo que dejaron de ser patrimonio de los círculos religiosos, e informa de la aversión insuperable de muchas personas a hablar del problema. Menciona a algunas mujeres que carecían de todo conocimiento sexual: una doctora de treinta años que no sabía nada de su propia vagina; una académica que, al ver el miembro erecto de su marido en la noche de bodas, sufrió un shock que terminó provocándole una neurosis. «A menudo nos hemos encontrado con adultos inteligentes que nos preguntaban sobre la sexualidad femenina, ya que creían que los órganos sexuales servían únicamente para la reproducción. Mujeres que habían estudiado literatura o ciencias no sabían en qué consistía el acto sexual (…)».
Según un ginecólogo francés, de las dos mil personas que trató en 1959, sólo cinco hablaron libremente de temas sexuales: un porcentaje que es la regla general. Hace algunos años, el Servicio berlinés de Asistencia a Personas Desesperadas descubrió que la mitad de los diez mil maníacos depresivos y suicidas potenciales atendidos padecían trastornos sexuales. Y más recientemente, según una encuesta de Pro familia entre diferentes facultativos, el 25% de lodos los pacientes tenían alguna disfunción sexual.
Pero casi todo esto es el resultado de ese «espíritu» que incluyó en el Índice el manual para matrimonios de Van de Velde aparecido en 1926 y que llegó a atacar a Lineo por dividir las plantas en sexuadas y asexuadas (como dice Friedell, también habla de «varios estambres con un mismo ovario que viven en concubinato»), fecha/ando su clasificación como «inmoral» y como un «insulto no sólo a las plantas, sino también a Dios, que nunca habría permitido una inmoralidad tan horrible».
A comienzos del siglo XX en las escuelas alemanas generalmente sólo se hablaba de semillas y de fecundación en clase de botánica; «por influencia de la Iglesia» como subraya un teólogo. Y en las representaciones del cuerpo humano de los manuales solían faltar los órganos sexuales; los dibujos de hombre y mujer eran asexuados.
Las cosas tampoco cambiaron posteriormente en todo el mundo cristiano. «La escuela no nos ayudaba», recuerda el americano A. L. Feinberg. «Las charlas sobre la estructura y las funciones del cuerpo humano terminaban en el ombligo (…). Empollábamos los nombres latinos de las zonas del cerebro o de los huesos y hasta la nomenclatura científica de algunas plantas. Pero sobre los órganos sexuales sólo aprendíamos lo que se enseñaba en las esquinas de los callejones, en conferencias pronunciadas en un lacónico inglés. Los perros vagabundos nos instruían mejor que nuestros maestros». El americano Vanee Packard cuenta que la educación sexual de su escuela había consistido en una charla de media hora de los chavales —separados por sexos— con el médico, el cual se había pasado la mayor parte del tiempo describiendo a «las dos bestias» que acechaban en los dormitorios de la institución: «Sífilis y Gonorrea». Y recientemente tenemos el caso de aquel joven inglés de clase alta que tenía que ocultar sus trabajos de biología sobre los órganos sexuales de un conejo porque su madre se hubiera puesto fuera de sí de haberlos descubierto. En Suecia, muchas de las clases de educación sexual —que es obligatoria en todas las escuelas desde 1956— son dadas por sacerdotes, pero, por lo general, se trata de una instrucción conservadora y moralizante que reprueba las relaciones prematrimoniales y casi nunca recomienda la masturbación.
Así y todo, algún miembro de la Iglesia evangélica reconoce que «en el siglo pasado (…), la cristiandad ha desconocido a menudo el papel trascendente del amor sexual y, por tanto, del amor conyugal»; también admite que «hasta ahora» no se ha tratado el problema, sobre todo el de la información sexual a los jóvenes. Es decir que, como escribe Hans-Jochen Gamm, «sigue estando vigente la que durante siglos ha sido la praxis docente del Occidente cristiano: el ser humano tiene un cuerpo, pero su instinto no es objeto de conocimiento (…). Mucha gente cree que lo mejor en estas cosas es el silencio»[284].
¡Y hay que ver cómo orienta la Iglesia a los jóvenes! ¡Qué bisutería religiosa les ofrece, cómo les machaca en pleno siglo XX con que las relaciones prematrimoniales coartan el amor espiritual, perjudican la sexualidad conyugal y conducen a la prostitución! Siguen repitiendo que quienes atenían contra la castidad son peores que las bestias, que para ellos «ya no hay nada santo», que su fantasía «ya no es sino un buitre que revuelve en la podredumbre». «Sólo le interesan las bajezas en esta Tierra de Dios maravillosamente bella». En el Llamamiento a los jóvenes con nobles aspiraciones, los jesuitas lanzan la siguiente amenaza: «No tienes más que una alternativa: o castidad absoluta o a la ciénaga». Ya que: «(…) et lujurioso, el sinvergüenza, como se le llama con toda justicia, carece de amor y de honor; el instinto desordenado y bestial le ha arrancado las dos cosas del corazón».
Mienten sin escrúpulos cuando dicen que las relaciones prematrimoniales vuelven a las jóvenes frías y han sido «a menudo el comienzo de la decadencia de una cultura». «Las relaciones íntimas y secretas con personas de otro sexo constituyen sin duda la peor y más nefasta de las perversidades». Más aún —y ya es difícil hallar una fórmula más curiosa de invertir la realidad—: son «una de las principales causas de neurosis» (¡protesta del embrión contra los excesos!).
De modo que la incontinencia termina por acarrear «consecuencias terribles», «pérdida de memoria», «envejecimiento prematuro», «decadencia y corrupción». «¿Puede uno sorprenderse de que algunos no puedan soportar estos tormentos y, desesperados, se quiten la vida? ¿O de que muchos pierdan la razón y acaben en una completa enajenación mental?». No: uno no puede sorprenderse de ello. «Algunas muchachas, pilladas por sorpresa (!) por su joven pareja, salen de la sala de baile para volver a entrar después con el cuerpo y el alma rotos o, simplemente, para no volver a ella». Pero lo que la frase constata es que vuelven rotas porque han sido pilladas por sorpresa, por culpa de la terrorífica propaganda de quienes califican la «lascivia» de «verdadero foco epidémico», o de «verdadera epidemia». La lujuria «infecta al matrimonio y a los hijos. Cada año, miles y miles de infelices sufren las consecuencias de los pecados de sus padres».
«¡Qué horripilante obra la de la seducción! Ahí está el jardín del corazón, lleno de fragantes flores. Todo está verde y florece en su fecundo esplendor y allá arriba brilla el cielo radiante de la complacencia divina. El libertino lo ve y se desliza como antaño la serpiente en el Paraíso. ¡Atrás, desgraciado!». Courths-Mahler parece sobria al lado de esto. Hasta entonces: «todo el esplendor primaveral de las flores y los capullos», «el milagro primaveral del joven amor, de la felicidad matrimonial». Pero como suele suceder con estos cerdos, llega la «noche de la incredulidad» y «el rocío de la gracia ya no volverá a fructificar la tierra seca». Por el contrario, el joven católico tenía «sangre joven y noble», era «un príncipe real», «¡príncipe heredero del Cielo!». «Los ojos del joven casto (…) ¡te miran tan claros, tan serenos, tan alegres! Brillan y refulgen con un esplendor sobrenatural». «¡Oh, joven casto! ¡Qué hermosa es tu resplandeciente sonrisa!». ¿Y el libertino? «El libertino casi no puede reír». Sólo le queda «una risa burda, vulgar, cruel, que más bien recuerda al gruñido de un animal (…)». ¿Y su alma? Sólo hay una cosa que se le parezca… «Satanás en el Infierno».
Millones de seres humanos han sido educados con semejantes sandeces criminales respaldadas por la Iglesia hasta la actualidad; se les ha atemorizado, se les ha inculcado una angustia literalmente diabólica. Y, como escribe A. S. Neill, atemorizar a un niño es el peor de los crímenes[285].
Eliminaron el placer y alimentaron el miedo. Miedo a la masturbación, a fornicar, a los métodos anticonceptivos. Miedo a las «perversiones»… y a los compromisos. Una incesante producción de bloqueos sexuales e insatisfacciones.
«(…) El amor, corazón de la moral cristiana (…)» ¡Ni hablar! ¡Su corazón es la angustia, el miedo! En todo caso, una esperanza fingida. Pero hoy en día ¿a quién seduce su Cielo? En cambio, su Infierno tuvo colorido desde el principio, era la terrorífica invención de sus mejores cabezas. Y es que, como Gregorio Nacianceno, lo hacían todo «con la vista puesta en la otra vida». «Nos arrojamos en brazos de esta doctrina por temor al Juicio final», opina Tertuliano. Aunque el miedo a la muerte y al Juicio final también podía arrojarlos al placer camal. Un cristiano escribió no hace mucho que si el «nacimiento» del Diablo, en el sentido en que lo conocemos en la actualidad, coincide con el comienzo del cristianismo, es «sobre todo por obra del redactor del Nuevo Testamento».
El Apocalipsis de Pedro, falsamente atribuido a éste, ya pintó en el año 135 con tonos terribles los tormentos reservados en el Más Allá para los lujuriosos; las imágenes quedaron inmortalizadas en la obra de Dante:
«Y otras personas, mujeres, estaban colgadas por la nuca y los cabellos sobre aquel cieno borboteante. Eran las que se hacían artificiosos trenzados, no por amor a la pura belleza, sino para mover al placer y para capturar las almas de los hombres. Y los hombres que se habían acostado con ellas eran colgados por los pies y sus cabezas estaban hundidas en el cieno. Entonces decían: “no creíamos que acabaríamos en este lugar”».
Durante dos mil años han vivido del miedo, han tenido poder porque otros temían y han mantenido el culto a Satanás con todo su fervor. Y es que, como dice Diderot: «quítesele a un cristiano el miedo al Infierno y se le quita su fe». Por eso, en pleno siglo XX, el clero sigue invocando al Diablo, alarmando al penitente con una receta de probada eficacia: «¡mira ese cuerpo que llevas contigo! ¿Qué será de él allá abajo? Tus ojos que pecaron, que lanzaron miradas voluptuosas, que contemplaron demasiado la belleza del mundo y la vanidad, ahora arden y ya no ven ningún rayo de luz, sino unas tinieblas absolutas y eternas (…). Los oídos que aquí en la Tierra escucharon con complacencia palabras lascivas o que pecaron de cualquier otra manera, ¡cómo arden ahora! (…). Mira tus manos, quizás sacrílegas, con las que cometiste tantos pecados, pecados infames. Su penitencia será tan grande como sus sacrilegios (…). ¡Todo tu cuerpo, tu carne pecadora, hierve en el fuego! ¡Las llamas lo devoran ansiosamente!». El catecismo amenaza ya a los más jóvenes:
¡Ten siempre presente |
las penas del Infierno, tan terribles, |
y huye de los placeres! |
Ciertamente, la eficacia de esta receta es cada vez menor. De ahí que el Jefe de los católicos, desconcertado, se preguntara en 1972 por qué ya no se habla del Diablo, por qué no se le tiene en cuenta ni siquiera en la vida cristiana. Porque el Diablo existe de verdad. Y no sólo hay «un diablo» sino «una temible multitud». El Malo ha adquirido influencia y gobierna «comunidades y sociedades enteras». Satanás es «el Tentador por antonomasia», «una terrible realidad», «el enemigo número uno», y se abre camino en el interior de la persona por medio del sexo, de la embriaguez y de la herejía[286].
La Iglesia no ha dado una (razonable) orientación sexual durante dos mil años. La sexualidad era tabú; antes del matrimonio era mala, pecado, delito y, en bastantes ocasiones, también lo ha sido dentro del matrimonio. De ahí que, cuando una comisión especial de la conferencia episcopal de Fulda presentó en 1939 un memorial sobre Obligaciones y formas de la orientación sexual, los obispos —que, por otra parte, estaban bastante ocupados con la guerra y las victorias de Hitler, tocando campanas, celebrando misas de acción de gracias, haciendo llamamientos a los soldados católicos para que estuvieran «dispuestos a cumplir con su deber y a ofrecer toda su persona por obediencia al Führer»— no tuvieron demasiado inconveniente en volver a prescindir de la orientación sexual. «Ignoti nulla cupido».
En el siglo XX, los pedagogos sexuales y los charlatanes de la Iglesia siguen empeñados en «descubrir la temperatura adecuada y la correcta composición del aire en el que un niño crece»; demandan con Aristóteles —y con Imprimatur— «que se aleje todo lo malo del alcance y el conocimiento de los jóvenes»; advierten («con la recomendación de la Conferencia Episcopal Alemana») que nadie «entre en el terreno de la sexualidad sin autorización». ¡Dios santo! Y como remedio no ofrecen «“orientación sexual” (…), sino una introducción paulatina a los valores personales que fomentan el respeto» y «una delicada iluminación de los valores que merecen y exigen el vigoroso compromiso de una santa educación, con todos sus sacrificios».
En pleno siglo XX, pretenden practicar una «pedagogía sexual en su forma más amplia y profunda sin decir una sola palabra sobre sexualidad». En pleno siglo XX, rechazan tanto la coeducación como los baños conjuntos de chicos y chicas y, en definitiva, querrían que no hubiera ninguna forma de orientación sexual. «Es decir, que la educación no puede ser la regla». En pleno siglo XX, esperan «enterrar» la educación sexual de los jóvenes «al menos durante un siglo»; que se mantenga todo lo sexual lejos de los niños porque, «de lo contrario, inesperadamente, a temprana edad, pueden recibir algunas impresiones peligrosas que, puestas como huevos de insectos en la carne viva, tal vez se desarrollen convirtiéndose en una tortura o (…) en fuente de tentaciones». (¡Como si la sexualidad no se desarrollara a partir del propio cuerpo y no estuviera orientada al placer!). Sin embargo: «Ceteris paribus, cuanto menos tiene que ver el joven con el problema sexual, tanto mejor. Por consiguiente, ejerce una influencia corruptora hablar constantemente, justo en esos años, del problema sexual».
Siempre lo mismo. «¡Aquí también se puede aplicar el dicho alemán de que no se debe pintar el Diablo en la pared!». El Diablo es la sexualidad.
En pleno siglo XX, su orientación sexual, su «primer principio de pedagogía sexual», consistía en la «profilaxis». ¿Y en qué consistía la profilaxis? En no excederse con los condimentos, o en no dormir demasiado ni en lecho caliente («nada de camas de plumas»). O bien: «que la alimentación sea sencilla. Nada de excitantes, sólo algunos dulces y huevos». A cambio, un «alma llena de contenidos ideales, entusiasmo por las ideas religiosas y sobrenaturales, por ejemplo, por la evangelización del mundo o al menos por el trabajo de los paúles y las adoratrices».
«Después se tocan las cuerdas del joven en lo más profundo y éstas dejan escapar un acorde tan perfecto que toda el alma se llena con su sinfonía».
Hoy en día, cincuenta años después, todo esto resulta penoso para muchos católicos: de la misma manera que ocurrirá con las opiniones de estos últimos dentro de otros cincuenta años… No obstante, hay quienes ahora mismo siguen extendiendo semejantes especies, con la única diferencia de que sustituyen los «trabajos de los paúles y las adoratrices» por los «buenos camaradas de los Nuevos Alemanes o los Exploradores de San Jorge».
El psicólogo alemán Wolfgang Metzger observaba en 1972 que, de acuerdo con la acepción habitual de pecado, se equiparan «inocencia» y «desinformación» de modo que los educadores se comprometen a mantener a los niños «inocentes» tanto tiempo como sea posible. «Los frutos de este esfuerzo son conocidos: durante las confesiones, niños de ocho años se enteran de que han pecado por ver a su madre en el baño por casualidad y que la magnitud exacta del pecado depende de lo que han visto de ella. Hasta se considera peligroso que los niños del mismo sexo consigan verse en la ducha…»[287].
La Iglesia, coherentemente, tampoco brinda orientación sexual a sus jóvenes clérigos. Una encuesta realizada entre sacerdotes y exsacerdotes arroja respuestas unánimes: «comprenderán que la educación sexual en el seminario era mínima». «En la etapa de formación, la orden no nos proporcionó casi ninguna orientación sexual». «Sólo oíamos hablar del matrimonio en las clases de moral y derecho eclesiástico (…). Aparte de esto, todo lo referente al sexo era poco más o menos tabú». «Se hablaba poco de temas sexuales; en la práctica, no tuvimos una auténtica preparación para poder dar orientaciones pastorales sobre sexualidad en el confesonario». «La literatura orientativa consistía en manuales de teología moral. Además, era un asunto que debía llevarse en secreto (…), puesto que sólo podíamos leer los capítulos referentes al “sexto mandamiento” cuando empezaba la preparación para la labor de confesión». ¡Y ya sabemos lo que escriben los teólogos morales sobre educación sexual! (cf. supra). Nuestro informante también opina que «aparte de que dichos capítulos siempre estaban redactados en latín (…), no hay nada en el mundo menos apropiado para la educación sexual que esos compendios de citas de clérigos celibatarios. Hay en ellos una inversión, una perversión de la sexualidad».
Claro que alguno de los encuestados, gracias a la «orientación sexual» de la que había disfrutado, pudo resistir todas las «tentaciones diabólicas», pero a costa de padecer gastritis y úlceras, antes y después de la ordenación sacerdotal. «En el seminario, el director espiritual nos explicó que era una buena señal que un muchacho creyera que todo pecado contra el sexto mandamiento era un pecado grave. Aunque las cosas no fueran así… Ni él mismo se lo creía. No obstante, no podíamos bailar, debíamos mantener la vista siempre al frente, para no observar a ninguna chica; no podíamos cantar canciones de amor como “Cuando manan todas las fuentes” (…). Antes de alcanzar el subdiaconado, nos dieron algunos firmes consejos para mantener el celibato: ojo con los catálogos y los escaparates, no apretar la mano de las jóvenes y sobre todo; no rozar los muslos».
Y en cierto sentido, aún falta lo mejor: un baño en un «seminario episcopal», con su propia playa completamente cerrada. «Nos lanzábamos al agua y retozábamos por ahí. En cierta ocasión se presentó el “señor prefecto”, pero no en bañador, como todos, sino enfundado en un traje negro. Yo, que era novato, pensé: ¡qué gracioso! Los demás no lo veían así. Al final me convencí de que un sacerdote no puede bañarse con bañador. Toda nuestra educación era de ese estilo»[288].
Según otra encuesta más reciente sobre sexualidad en Alemania, sólo un uno por ciento de los entrevistados recibió una auténtica información sexual de la Iglesia.
El Vaticano Segundo pedía que los jóvenes fueran educados en su momento y «del modo apropiado»… pero, sobre todo, como delata la expresión «modo apropiado» ¡«para que se les oriente sobre el significado de la castidad»!
Desde que el Estado regularizó la educación sexual, los católicos protestan con furia contra ella. Según informaciones de prensa de 1972, las asociaciones católicas de padres de familia hablaban, sobre todo en Baviera, de «intromisión». Afirmaban que no había «buena» y «mala» educación sexual en la escuela; «es la idea misma la que es errónea». Por consiguiente, exigían reducirla a un mínimo y, al final, suprimirla; el mismo ministro para el Culto les secundaba: la educación sexual, decía, es «ante todo, un derecho y una competencia de la familia».
Se quiere dejar esta tarea a los padres… para que quede sin hacer. Un teólogo moral se opone al Atlas de Educación Sexual del ministerio de Sanidad germano-occidental con el siguiente argumento: «de todos modos, hay muchas discusiones que son superfinas, porque el niño aprende la diferencia entre los dos sexos discretamente en el seno de la familia (!). Si hace falta alguna otra explicación, serán los padres quienes se la den».
Pero no se la dan. Los teólogos lo saben bien. E innumerables voces en el catolicismo lo atestiguan:
«No nos explicaban nada». «Por supuesto que la sexualidad como tema era tabú». «No recibí ninguna educación sexual, de mis padres». «Mis padres nunca hablaron conmigo una sola palabra sobre sexualidad». «En casa nunca se hablaba de la vida sexual». «Mi madre me llamaba la atención sobre lo que decía el confesor: hablar sobre sexo es pecado». «Por lo demás, para un milieu católico como es debido, la sexualidad y todo lo que se relaciona con ella era tabú. En la familia no se hablaba de ello en absoluto; en el confesonario, y luego en las charlas de religión, se ponía el sexto mandamiento como punto central y casi decisivo de la vida cristiana: la menor infracción era magnificada hasta convertirla en un pecado “grave”».
Aquí nos acercamos al punto decisivo. Y es que no se hablaba del tema, pero se hacía sentir con fuerza a los niños que todo lo sexual era extremadamente sucio, pecaminoso y malo, como pueden probar algunas otras confesiones. «A los siete años, me respondieron con una bofetada a una pregunta referida al pecho de una mujer». «Comprendí la situación cuando desde mi casa miré a una chica de mi misma edad que estaba en la (…) calle y que me había mostrado el vientre, por lo que recibí un severo castigo». «Me educaron muy estrictamente. Me acuerdo muy bien de que nos enseñaron que mirar cuando alguien defeca en el baño también es una muestra de lujuria». «Hasta cuando se estaba hablando de que en la vecindad había llegado al mundo “una cosita pequeña”, las voces de los adultos se convertían en un susurro apenas nos acercábamos los niños (…). Comprendí desde muy pronto que todo lo de cintura para abajo tenía que ver con “cochinadas”». «Todo lo relacionado con los genitales era “caca”». «La actividad sexual instintiva era para mí libertinaje y desde un punto de vista moral no estaba por encima de la explotación, las matanzas o los crímenes de guerra»[289].
Sin duda se trata de confesiones representativas del sentir de la mayoría de los católicos… ¡de finales del siglo XX! Con ellas uno se siente transportado a los días de San Luis Gonzaga, en la Edad Media, o a la época de los Apóstoles y su Decreto, en el que homicidio y «lujuria» quedaban al mismo nivel (supra).
En suma, que el niño no puede oír nada de la cuestión principal. No se puede educar, hay que «embellecerle» todo. El joven no debe saber que la vida sexual es tan natural como buena y que todos los desatinos sobre los pecados sexuales no son más que un medio de presión y de poder de la Iglesia. El niño cristiano ha tenido que comportarse constantemente de un modo diferente al suyo natural, ha tenido que parecer inocente ante cualquier realidad mientras podía y, como consecuencia, se le ha convertido en un hipócrita desde pequeño «Y los niños de diez años aprenden, gracias a Dios, que no debe al cometer adulterio (…)», escribe Arnulf Overland «Al final», continúa, «aprenden algunas cosas de David, Urías y Betsabé», Pero ni una palabra de Darwin.
«Podemos observar los frutos de una tradición cristiana irracional, inmoral y fraudulenta, que se impone a los niños a la edad en que son más sugestionables y están más indefensos intelectualmente». «Prohibir pensar da sus frutos».
«Si los niños no pueden hacer preguntas sobre lo que les interesa, sobre lo que encuentran extraño o inverosímil, si sus preguntas son respondidas con evasivas, ambigüedades o mentiras (…) todo esto ejerce un efecto directa y efectivamente entontecedor».
«Los niños se convierten en “pobres de espíritu”, personas cobardes, adormecidas, obedientes: ¡se convierten en cristianos!». Se convierten en hipócritas.
¿Y si uno no se comporta hipócritamente? ¿Si no muestra «las chispas divinas en la naturaleza humana», la «dignidad conferida por el Creador», el «rocío de la Gracia»? En ese caso, el pastor Arndt recomienda, sencillamente, ponerle «la mano encima» al «cochino». «Algunos jóvenes asquerosos (!) no entran en razón hasta recibir una sonora bofetada o volar contra la pared con una llave de jiu-jitsu». Y el teólogo católico Rapp aconseja lacónicamente: «soltarles una bien dada». O bien: «(…) explico nuestra posición. Cuando ya nada sirve, darle en los morros (…). Eso siempre funciona».
La religión del amor, ¡«(…) el corazón de la moral cristiana»! ¿Qué es lo que dice el jesuita Schroteler? «El educador es el espejo de Dios, si queremos expresarlo en términos religiosos». Debe reflejar la «sabiduría de Dios» para que «los jóvenes vean a Dios a través de él».
Así que imparten una orientación sexual de acuerdo con las circunstancias. Tan pronto te dan «en los morros» como, casi a renglón seguido, se expresan «delicada y respetuosamente sobre este ámbito sagrado».
En ese sentido, el obispo von Streng de Solothum, en su Charla matrimonial para los novios —porque a los novios ya les revelan algunas cosas sobre la «pequeña diferencia»—, recomienda no hablar de «ovarios», «vagina» y «testículos» —¡y quién los llama así!—, sino de «cuna bajo el corazón de la mujer», de «fuentes de la vida», o de «órganos generadores (…) en el seno del hombre».
El «acto conyugal» —una expresión que el obispo tampoco aconseja a los «curadores de almas»— lo transcribe del siguiente modo: el «portal de salida del seno materno, que se abre durante el nacimiento del niño y, a continuación, se vuelve a convertir en puertecilla, es el portal de entrada por el cual los embriones masculinos de la vida encuentran el camino en el seno de la madre». De esta manera, opina el obispo, «una charla matrimonial como la presente sería una preciosa e inolvidable lección hasta para los católicos tibios y para los no creyentes»… «Los novios tienen que poder decirse: “es sorprendente, en tan poco tiempo, ¡con qué claridad nos ha hablado!, ¡qué preciosas, elevadas y reconfortantes han sido sus palabras!”». Uno puede adivinar qué quiere decir el obispo cuando explica que «poseemos en nuestra literatura católica una gran cantidad de libros y escritos recientes que proporcionan conscientemente un vocabulario exquisito al servicio de una instrucción escrupulosa y elevada».
Habría que recordar las palabras de John Money: «El legado de una larga historia de hipocresía en nuestra sociedad es que las palabras naturales en el terreno sexual han sido desterradas como vulgares y sucias»[290]. Y quienes más han practicado la hipocresía son quienes más palabras han desterrado.