CAPÍTULO 25
ALGUNOS DETALLES DE MORAL TEOLÓGICA O «… ESTE ESCABROSO TEMA»

art. 100. La castidad.

Advertencia preliminar. Al igual que San Alfonso, exhortamos a los estudiantes de teología para que no estudien este tema (arts. 100 y ss.) hasta que no se haga necesario en la preparación inmediata para la administración del sacramento de la penitencia. La teología moral católica, como la medicina o la jurisprudencia, no puede eludir el deber de ocuparse de este escabroso tema, naturalmente, con toda la gravedad moral que corresponde a la ciencia sagrada.

GÓPFERT, teólogo católico[269]

Debemos preguntar a quien se confiesa de modo minucioso.

DEBREYNE, teólogo católico[270]

1. LA DELECTATIO MOROSA EN EL PASADO

Ninguna religión del mundo ha debatido las intimidades sexuales como lo ha hecho el catolicismo. El teólogo moral es el creyente que más incumple la sentencia bíblica: «la fornicación y toda forma de impureza, que ni siquiera se mencionen entre vosotros, como conviene a los santos».

Significativamente, hay un concepto teológico-moral, la «delectatio morosa», que expresa ese bochornoso fisgoneo de los casuistas, ese circunstanciado recrearse, ese solazamiento amargado del que resulta una especie de masturbación mental. Los moralistas subrayan que la delectatio morosa de los demás «siempre es pecado», pero son más generosos consigo mismos, ya que puede «estar permitido, e incluso ser un deber, pensar en el pecado para adquirir los necesarios conocimientos; como, por ejemplo, en el caso de médicos y confesores».

Muchos teólogos se mostraron interesadísimos por estos conocimientos; reflexionaron sobre el pecado un siglo tras otro, por puro sentido del deber, cada vez más intensamente, demostrando una ciencia y una sabiduría que no dejaba de aumentar.

Sobre «la aplicación práctica de las normas eclesiásticas»

Una simple mirada superficial a cualquiera de los penitenciales de la alta Edad Media es reveladora. Desde el siglo VII, todos los sacerdotes debían poseer y conocer estos escritos. Pero había que ocultarlos a los laicos, pues eran considerados como «libros secretos»; hoy en día siguen siendo una de las «fuentes más sobresalientes» del derecho canónico, «documentos sobre la aplicación práctica de las normas eclesiásticas».

Encontramos en estos textos preguntas del tipo de: si alguien ha querido copular, pero no fue capaz; si deseó a la mujer del prójimo, pero no pudo pecar; si disfrutó con un olor voluptuoso (libidinoso odore); si tuvo una polución por una conversación o una mirada excitante, o mientras dormía en la iglesia. Los investigadores espirituales indagan si un beso ha provocado eyaculación o no; si uno ha tenido relaciones con una mujer estéril, con una embarazada o con una menstruante; si, mientras abrazaba a la mujer, ésta tuvo un orgasmo; si la emisión de esperma se repitió dos, tres o más veces. Escrutan si se ha copulado con animales de tiro o si una madre ha intentado propasarse con su joven hijo o un muchacho con la criada, y en qué medida lo consiguieron; si los jóvenes fornican entre ellos o con animales; si se satisfacen mutuamente con las manos o entre los muslos; si lo hacen los hombres; si lo hacen una o muchas veces, etcétera, etcétera.

Y todo esto y mucho más había que expiarlo: no sólo los actos (amorosos) sino también los deseos «ilegítimos» e incluso los sueños.

En el caso de los religiosos, los moralistas también imaginaron todas las posibles combinaciones: si un obispo se beneficia a una mujer casada o a una virgen; si el prelado se excita mentalmente por las noches (cogitavit fantasiam luxoriae) y, después, eyacula durante el sueño; si derrocha su semen cuando una mujer le besa o con simples fantasías eróticas (per cogitationem); si se masturba (si manu semen excusserit; si manu tetigerit) o si eyacula en la iglesia debido a la excitación[271].

El libro alemán de penitencias eclesiásticas o copular con un taco de madera

El Poenitentiale Ecclesiarum Germanicae, que está repleto de pesquisas inquisitoriales, pregunta casi constantemente: «¿te has acostado con la hermana de tu mujer?», «¿has cometido actos impúdicos con dos hermanas?», «¿has fornicado con tu hija?, ¿con tu madrastra?, ¿con la mujer de tu hermano?, ¿con tu padre?, ¿con tu tío?, ¿con la esposa de tu hijo?, ¿con tu madre?, ¿con tu tía materna?, ¿con tu tía paterna?» «¿has pecado contra la naturaleza, es decir, has copulado con hombres o con bestias; con una yegua, una vaca, una burra o alguna otra bestia?».

El Libro alemán de penitencias eclesiásticas, aparte de inquirir si alguien ha plantado su miembro (virgam) en el trasero de otro hombre o de su hermano carnal al estilo de los sodomitas y si lo ha hecho dos o tres veces, o lo hace habitualmente, pregunta: «¿has fornicado, como suelen hacer algunos, tomando el miembro del otro en la mano y éste el tuyo y moviéndolos ambos de modo que derramaste el esperma a consecuencia del deleite?», «¿has fornicado, como suelen hacer algunos, penetrando con tu miembro en el hueco de un taco de madera (lignum perforatum) o un objeto similar, hasta que, mediante este movimiento, tu esperma se derramó?». Y así sucesivamente.

Todas estas situaciones estaban tasadas por los expertos. Por ejemplo, una penitencia de veinte días a pan y agua para las relaciones sexuales con tacos de madera y exquisiteces parecidas; o penitencias en feriae legitimae —esto es, lunes, miércoles y viernes— durante quince años en caso de penetrar al propio hermano por detrás, el coitus per anum.

Excepciones y controversias

Aunque los más antiguos moralistas ya habían examinado detenidamente las distintas formas de vicio, discutiéndolas y analizándolas en todas sus modalidades, sus sucesores, mejor preparados, les reprocharon a veces la falta de ideas originales y el no haber considerado ciertas excepciones. Así por ejemplo, cavilaron sobre lo siguiente: si sólo quedaran unos pocos seres humanos, ¿estaría permitido fornicar con una prima o con la mujer de un impotente? (Algunos autores lo aprobaban, mientras que los más prudentes preferían esperar a una orden de Dios).

Otra cuestión controvertida era si el grado de placer determina la gravedad del pecado. Así, para San Jerónimo el delito es igual de grande con independencia de que la mujer con la que uno se ha acostado sea guapa o fea, pero Huguccio afirma que «el pecado es mayor con una mujer hermosa porque, en este caso, el placer y el goce son mayores». Pedro el Chantre enjuicia el tema de modo similar. En cambio. Alano de Lille opina que «quien fornica con una mujer hermosa, peca menos» puesto que se encuentra coaccionado por la belleza, y «cuanto mayor es la coacción, menor es el pecado». El problema se complica aún más porque, como ya sabían los primeros cristianos, la fea tiene el inconveniente (más bien la ventaja, por supuesto) de que los hombres, y sobre todo los religiosos, son «más proclives al pecado» cuando están «libres de sospecha, y el placer no repara en la fealdad, ya que el Diablo convierte lo feo en hermoso».

Otra cuestión conectada con ésta es si la relación extramatrimonial es más inmoral en un joven o en un viejo. Si se acepta que el joven siente más placer, entonces, según la teoría del gozo, peca más. Pero si se supone que está empujado por un instinto más fuerte, entonces es el viejo el que peca con mayor voluntariedad y, por tanto, es éste el mayor infractor, porque quien fornica con mayor voluntariedad es peor que quien disfruta más.

Los teólogos de los siglos centrales de la Edad Media discurren sobre el tema de las personas que, a causa de su corpulencia, sólo pueden copular «al estilo de los animales»; o ponderan la gravedad del pecado si «la excitación del hombre es como la de un caballo o como la de un mulo». Los sabios católicos se llegan a preguntar: si resucitara un muerto, como Lázaro, ¿podría reclamar de nuevo a su mujer en caso de que ésta se hubiera vuelto a casar? El maestro Martinus, un pensador intrépido, responde que no es recomendable «establecer reglas determinadas para casos tan infrecuentes» (!)[272].

La «mujer estrecha»

También se estudió a fondo el problema de si los eunucos se pueden casar (y si se pueden casar sin un testículo, o sin los dos, y si basta con la virga erecta, aunque no haya eyaculación, etcétera) y el de la «mujer estrecha» que constituía un impedimento dirimente.

Según una opinión general, el estrechamiento debía ser eliminado, no sólo quirúrgicamente, sino también mediante la cópula con un hombre físicamente apropiado. Si la mujer, después de separarse del primer marido, conseguía copular en el segundo matrimonio y, a raíz de la desfloración, estaba ya en condiciones de hacerlo con el anterior esposo, debía volver con él. Llegado el caso, tendría que acceder a una nueva petición de matrimonio del primer marido. Los teólogos suspicaces sólo le concedían a éste hasta tres oportunidades. Con el tiempo se cayó en la cuenta de que, si una mujer copulaba con uno, también podía hacerlo con otros, de modo que alguna se hacía pasar por «estrecha» simplemente para agotar en su provecho las posibilidades brindadas por los expertos en moral.

Alfonso de Ligorio o la «sabia moderación»

Ahora bien, la teología moral sólo floreció verdaderamente en el siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX. Como uno de sus representantes dice con acierto, se desarrolló «a su propio ritmo». En sus Resolutiones morales, el teólogo Antonino Diana resolvió, en solitario, veinte mil «casos de conciencia». Y el siglo XVIII —en el cual el magistral Hunolt de la catedral de Tréveris declaró que la castidad era la «reina de las virtudes» y la incontinencia peor incluso que «renegar de la fe»— deparó a la Iglesia un teólogo moral clásico, si no el clásico por antonomasia. San Alfonso de Ligorio, premiado con el título más elevado de la Iglesia y, además, con el de la «sabia moderación».

El Sabio moderador pudo aprovechar las obras de ochocientos cincuenta autores para sus estudios, encontrando así «el justo medio entre los dos intentos extremos de solución». En su Theologia Moralis, que apareció entre 1753 y 1755 y alcanzó más de setenta ediciones, investiga la pecaminosidad y la punibilidad de los besos conyugales y extraconyugales con y sin eyaculación; de mirar las «partes deshonrosas del cuerpo» (partium inhonestarum) de otra persona de cerca y desde muy lejos; o de las poluciones involuntarias de los médicos que tienen que tocar órganos genitales. Establece «la posición más adecuada para que el esperma derramado por el hombre sea acogido en el órgano sexual femenino»; trata del coito sentados, de pie, de costado o por detrás, al estilo de los animales, o con el hombre abajo y la mujer arriba, o del coito en el que el hombre se vacía «fuera del recipiente natural de la mujer» (extra vas naturale). Discute sobre la fornicación con un cadáver de mujer (coire cum foemina mortua); examina si es pecado mortal negarse a un cuarto coito en una sola noche o rechazar a quien lo intenta por quinta vez en un mes.

¿Quién fue este genio católico?

Nacido en 1696 en el palacio de Marianella, junto a Nápoles, Alfonso de Ligorio interrumpió una carrera de abogado muy brillante después de haber perdido un proceso importante. Renunció decidido al vil mundo y fundó la congregación del Santísimo Redentor, la Orden de los Redentoristas. Vestía un simple sayal de pelo de caballo, echaba en su comida hierbas acérrimas, dormía directamente sobre el suelo, incluso en las noches más frías, tenía unas cadenas cortantes para manos y pies, una cruz cubierta de clavos para el pecho y la espalda y, durante una larga temporada, se pasaba las horas en una gruta medio derruida azotándose con una fusta de púas hasta quedar ensangrentado, momento en el cual Santa María, virginalmente hermosa, solía aparecérsele.

Y es que este hombre, cuyo «sentido de la realidad» siguen elogiando algunos, aun cuando investigó todas las posibles variantes de la relación sexual con las mujeres desde un punto de vista puramente teórico… guardaba in praxi la distancia con el sexo femenino o, al menos, evitaba quedarse a solas con ninguna mujer. «Cuando era obispo», informa la biografía oficial de la orden, «daba audiencia a las mujeres únicamente en presencia de un sirviente, salvo en cierta ocasión en que recibió a una anciana sentándola a un extremo de un largo banco y colocándose él de espaldas en el otro extremo. Cuando confirmaba a mujeres y tenía que dar el beso en la mejilla prescrito por la Iglesia, nunca tocaba el rostro desnudo de la confirmada, sino solamente su tocado».

A los ochenta y ocho años sufrió un trastorno mental. Como escribe su biógrafo: «escrúpulos de conciencia, unas profundas tinieblas en el alma, dudas y un sufrimiento espiritual más grande que todos los dolores corporales que había padecido, asaltaban su alma con gran ímpetu y le tenían paralizado en el suelo. Su entendimiento, en otras ocasiones tan agudo y penetrante, quedaba de repente envuelto en tal oscuridad que ya no sabía distinguir el bien del mal. Todo lo que quería hacer le parecía que estaba prohibido; veía el pecado o el peligro de pecado en todas partes y no dejaba de atormentarle la duda de si aún se encontraba en estado de gracia. Además le asaltaban algunas otras tentaciones de entre las más peligrosas. Dudas de fe, orgullo, desesperación, temeridad, todos los pecados luchaban entre ellos en la imaginación y en los sentidos del santo. Incluso llegó a sentir el aguijón de la carne de tal modo que exclamaba sollozando: “¡ay, cuento ya ochenta y ocho años y todavía no se ha apagado el fuego de mi juventud”!».

Pese a todo, seis volúmenes de Theologia Moralis.

En 1803, un decreto vaticano anunciaba que, «después de una madura investigación, no se ha encontrado en el conjunto de las obras del venerable obispo nada que pueda ir, de algún modo, en detrimento espiritual de los creyentes»; Pío VII lo beatificó en 1816; Gregorio XVI lo canonizó en 1839; Pío IX lo declaró Doctor de la Iglesia en 1871; y en 1950 Pío XII lo convirtió en patrón de los confesores y los moralistas.

Semejante modelo obliga. Y así vemos que la teología moral del siglo XX aún se sigue ocupando intensivamente de los más diversos crímenes sexuales, tasando los pecados entre padre e hija, madre e hijo, padrastro e hijastra, yerno y suegra, suegro y nuera, tutor y pupilo, los pecados «del cura con su feligrés», los que «el sacerdote comete con el penitente», los «cometidos por o con alguien del estado religioso» o los cometidos por alguien del estado religioso con otro religioso, etcétera, etcétera[273].

La lujuria desde el cementerio hasta el campanario

Se suscita la cuestión de «cuándo queda contaminado el lugar sagrado», debiéndose advertir que «iglesia y cementerio sólo son contaminados cuando estas acciones impúdicas son públicas y notorias» (supra). No pertenecen al lugar sagrado «ni la sacristía, cuando haya alguna edificación adosada de este tipo, ni el almacén de la iglesia, ni la cripta, ni la torre» por lo que no quedan afectadas por un «sacrilegio local». O sea, que para no pecar de inhumanos, dejan una serie de reservados a modo de refugios en los mismos alrededores de la iglesia y hasta en el interior de ésta: desde el sótano hasta lo alto de la torre. (En caso de actos deshonestos notorios en la iglesia o en el cementerio, muchos teólogos exigen que sea el obispo quien borre el pecado, mientras que, si la falta se ha cometido en secreto, basta con la simple absolución —con aqua exorchitata: agua bendecida por el obispo— del sacerdote, porque saben que, en caso contrario, los obispos tendrían que ponerse en marcha a diario para esa clase de purificaciones).

¿Qué pasa cuando en la casa de Dios copula una pareja de casados «que seguramente ha permanecido allí durante cinco, diez, quince días o un mes»? ¿Qué pasa cuando para pecar «se toman o se utilizan cosas sagradas, como sacramentos, vasos o hábitos»?

¿No es un pecado grave, reflexionan los teólogos, cuando se «alarga innecesariamente una conversación con una muchacha hacia la que, de todos modos, se tiene una inclinación desordenada»? ¿O «cuando una mujer yergue sus pechos artificiosamente para gustar o atraer a los hombres»? ¿O cuando «personas del mismo sexo se lanzan alguna mirada mientras nadan juntas, o en el baño, o en alguna otra circunstancia»?

Las partes honestas del cuerpo, las menos honestas y las deshonestas

Mirar el propio cuerpo también entraña riesgos, sobre todo las «partes menos honestas, como los pechos, los brazos y los muslos de una mujer», lo que no quiere decir que mirar el pecho, los brazos y los muslos de un hombre no sea igualmente deshonesto, sino que mirar los de una mujer lo es todavía más. En todo caso, en referencia a las «acciones impúdicas o deshonestas», conocidos manuales católicos de nuestro siglo diferencian muy seriamente entre: 1) las partes deshonestas del cuerpo (partes inhonestae, turpes, obscenae), esto es, los órganos sexuales y las partes cercanas a los mismos, 2) las partes menos honestas (partes minus honestae): el pecho, los brazos y los muslos y 3) las partes honestas (honestae), que habitualmente no están cubiertas por la ropa, por ejemplo, el rostro y las manos. Así que, cuanto más cerca de los genitales, «menos honestas»; y, en fin, los «órganos sexuales y las partes que están muy cerca de ellos» son totalmente deshonestos.

Por tanto, contemplar las «partes deshonestas» del propio cuerpo sólo está permitido si no conlleva placer sexual. Si uno los observa por curiosidad o por frivolidad, se trata de un pecado perdonable. Pero si uno «mantiene una de esas miradas durante algún tiempo y sin motivo (!), es probable que se convierta en un pecado mortal». «Los besos y tocamientos motivados por el placer sexual son pecados mortales, no importa lo ligeros que sean, ni si se realizan sobre partes honestas o menos honestas (…) Rozar ligeramente la mano de una mujer puede ser pecado mortal si sucede por un propósito impuro». «Los besos in partibus minus honestis (…) son, por regla general, pecados mortales» pues o bien se deben «al puro deleite o, al menos, causan una fuerte excitación».

Y menos mal que el cuerpo humano —«la mayor obra de arte de la creación» según nos informan los jesuitas—, incluso para los más rigoristas, tiene un par de piezas decorosas. El rostro y las manos están desmaterializados, espiritualizados (supra). El alma no anima «a todas las partes de la misma manera». Por debajo de la cabeza, aparte de las manos, el cuerpo se convierte en una cosa turbia, triste y bestial. El alma, lamentablemente, ya no puede tener sobre él «ningún otro influjo ennoblecedor o espiritualizador. El cuerpo es carne y sólo se diferencia de los animales por la forma»[274]. Hoc habet.

«Cosquillear» a los niños o la polución en los estudios de medicina

¿Cuál es la gravedad del pecado, siguen cogitando los teólogos, «cuando se mira a niños desnudos», cuando se observan las «partes deshonestas de una persona de otro sexo», o cuando «se ven esas cosas a través de una red o de una envoltura fina y transparente»? ¿Y cuando niños «que todavía son sexualmente inmaduros» visten ropas que «destruyen el sentido del pudor y los diques de la castidad»? Pues «se escandaliza con ello a muchos niños y adultos».

Unas instrucciones para confesores de jovencitas «que no saben o no se atreven a declarar sus pecados contra la castidad» señala, respecto a la masturbación, las siguientes transgresiones o tentativas «que las jóvenes cometen habitualmente en este terreno»: ligeras caricias en los órganos sexuales externos con la superficie de la mano; la introducción del dedo en la vagina; o la introducción de una pieza de madera redondeada, un objeto con la forma del miembro masculino u otros objetos parecidos. Pero también se considera «habitual en este terreno» que «una joven presione sus partes sexuales contra la pata de una mesa o contra la esquina de una pared hasta producir la lubricación»; que «frote los genitales en la silla en que se sienta»; que «se siente sobre el suelo y presione sus órganos sexuales con la punta del pie» etcétera. ¿Quién puede sorprenderse de que «en algunos sitios» exista «una antipatía rayana en lo enfermizo contra los interrogatorios de confesonario»?

Los moralistas discuten sobre lo grave que es que las «criadas y nodrizas toquen momentáneamente y por curiosidad las partes sexuales de los niños mientras los lavan o los visten»; o que «toquen los órganos sexuales de los bebés para calmarlos». Esas criadas sin conciencia dedicadas a «cosquillear» genitales infantiles preocuparon constantemente a los servidores de Dios. De ahí que los padres devotos se apresuraran a contratar a personas frígidas, a las que sólo permitían llevar ropa «decente», prohibiéndoles fornicar en los períodos de lactancia, puesto que, como ya sabía en el siglo XVIII el cardenal de Bemis «por propia experiencia», las criadas transmitían su sensualidad a los niños con la leche que les daban y pecaban «cosquilleándolos y frotando sus partes sexuales».

¿Cuál es la magnitud del pecado cuando un «eunuco trata de conseguir una polución» palpando sus partes sexuales? ¿Y cuando alguien fornica «con una mujer muerta»? Por otra parte, «los medios de transporte, que hoy en día suelen estar repletos de gente», encierran «una gran cantidad de peligros», puesto que hay «personas sensuales que intentan satisfacer su sensualidad mediante el contacto íntimo y anónimo con desconocidos». O sea que ¡cuidado con esto también!

Y los padres, ¿no ponen en gran peligro la salud espiritual de sus hijos, cuando «hablan ante ellos de cosas impuras (…) que éstos, años después, experimentan demasiado pronto»? ¡Ah, los ilustrados católicos! Acusan de pecar gravemente a aquel que habla «sobre medios para impedir la procreación», «sobre todo cuando lo hace ante jóvenes de diferente sexo; pues los jóvenes y las mujeres (!) son por lo general débiles y es fácil incitarles a la lujuria». Bañarse desnudos también priva «a los niños y sobre todo a las jóvenes (!) de todo sentimiento de pudor».

¿Y no peca muy gravemente, cavilan los especialistas, quien lee libros obscenos y «suele tener poluciones a consecuencia de esas lecturas»? ¿Qué pasa «cuando los jóvenes buscan palabras deshonestas en los diccionarios o pasajes lascivos en los clásicos por curiosidad»? ¿Y cuándo se puede prever una eyaculación «a consecuencia de la aplicación en el estudio de la medicina o la anatomía, pero aquélla no es premeditada»?

Leer los así llamados libros «malos» —«aunque no sean completamente malos»— es, por lo general, un pecado grave. Si sólo son «un poco inconvenientes» se comete un pecado venial que, por supuesto, cuando son leídos «con malos propósitos» se puede convertir en mortal. Las personas casadas también son advertidas «seriamente» contra una literatura que «describe las intimidades del matrimonio con el mayor detalle y sin ningún respeto»[275].

La necesidad de la censura y la suciedad de los clásicos

Durante siglos la literatura ha estado vigilada de acuerdo con tales principios. Fue un príncipe de la Iglesia, el arzobispo de Maguncia Bertoldo de Henneberg, quien creó la primera institución censora en 1486. El Reglamento de Censura del Reich, de comienzos del siglo XVI, también fue aprobado por iniciativa eclesiástica y, durante su larga vigencia, ciertamente se tuvieron más en cuenta las manifestaciones sobre la Iglesia y la Religión que las «cuestiones morales».

La situación no ha cambiado en lo esencial hasta hace muy poco. El papa León XIII (1878-1903) decretaba en su constitución Officiorum ac minorum: «los libros que tratan, relatan o enseñan por sistema cosas sucias e inmorales, están estrictamente prohibidos (…) Los libros de escritores antiguos y modernos que pasen por clásicos y no estén libres de toda suciedad (!) quedan autorizados en consideración a la elegancia y pureza del lenguaje, aunque sólo aquellos cuyo oficio y magisterio exigen esa excepción. Pero a manos de los niños y los jóvenes sólo llegarán ediciones cuidadosamente expurgadas y serán instruidos únicamente sobre la base de las mismas».

En la batalla contra la «literatura inmoral» que se da en la República Federal Alemana todavía se actúa según dichos principios. De modo que, en nuestro país, una institución oficial de la Iglesia promovió y preparó una Ley sobre la difusión de escritos peligrosos para menores a la que siguieron miles de procesos, algunos incluso contra obras de cierta relevancia estética.

En 1948 todavía fueron incluidas en el Índice de Libros Prohibidos —creado por Paulo IV en 1557— las obras completas de Sartre y en 1952, las de Gide. En la segunda mitad del siglo XX aún aparecían, además de Ranke y Gregorovius, Heine y Flaubert, los Essais de Montaigne, la Crítica de la Razón pura de Kant, los Penseos y las Provinciales de Pascal y libros de Spinoza, Lessing y muchos otros.

Sobre el carácter diabólico del cine y el teatro

El teatro obsceno todavía era condenado por los católicos en los umbrales del siglo XX… casi como en la Antigüedad. El sínodo de Arlas, del siglo V, ya había lanzado el anatema contra cualquier cristiano que aceptara un papel teatral. Posteriormente, la censura ha cortado palabras sueltas, frases, escenas y piezas completas siempre que los potentados seculares y religiosos se han sentido ofendidos. (El Tribunal Superior de Prusia no dudó en prohibir en 1903 la María Magdalena del premio Nobel Heyse aduciendo como razón los instintos eróticos, «los más bajos y reprobables instintos eróticos de la persona».)

No obstante, en las representaciones de obras «deshonestas» pecaba (eso «por supuesto») casi todo aquel que intervenía: escritores, intérpretes, empresarios, público y quien tenía que prohibirlas y no lo hacía. Los ballets también eran, «casi siempre, un escándalo para los espectadores» («nunca absolvería a una de éstas» se refiere a una bailarina de ballet, «si antes no hubiera abandonado su ocupación»), «Se puede ser más indulgente con quienes tienen una intervención más lejana; por ejemplo, los que barren el teatro o los que construyen el edificio». Es para no creerlo: ¡en pleno siglo XX las mujeres de la limpieza y los albañiles cargaban con su parte de culpa! Por el contrario: «los policías y los soldados están libres de pecado (…)». ¡Pues claro! ¡Cómo iban a ser culpables los militares a los ojos de la Iglesia!

Cuando se abra algún cine, «hay que hacer todo lo posible para que quede en manos de un cristiano responsable». El cine, la radio y la televisión deben «ser cristianizados». Los propietarios de cine que exhiban películas «malas» pecan. Al igual que quienes arrienden la sala, aunque no tengan ninguna influencia en el programa. «Pecan» hasta los que oyen la radio o ven la televisión «sin ningún criterio».

Un joven reconoce a un jesuita: «cierta tarde, de forma excepcional, entré con unos amigos en un teatro y así (ipso facto) se echaron a perder todos mis buenos propósitos». Otro confiesa: «Desde que dejé de ir al cine, dejé de pecar»[276].

Mirar «desnudos» y otras perversidades

«Los pintores y escultores que producen o exhiben obras obscenas (es decir, obras en las que las partes deshonestas aparecen desnudas o sólo ligeramente cubiertas) o aquellos que exponen dichas obras en sus casas a la vista de todos, pecan gravemente». También peca gravemente quien mira dichas imágenes —a las que en algún momento se califica como «desnudos y obras de arte»— «salvo si lo hace por un corto espacio de tiempo o a larga distancia o si la imagen ha perdido los colores con el paso de los años» (!). En general, aunque con algunas matizaciones, lo mismo se puede decir de las estatuas, puesto que éstas, al no estar pintadas, son menos incitantes que los cuadros. «Ni que decir tiene que el hecho de que un cuadro o una estatua estén expuestos en museos públicos no constituye razón suficiente para legitimar su contemplación». Tales cosas se escriben con licencia eclesiástica.

Bouvier, experto moralista católico, había debatido en 1876 el caso de la masturbación ante una estatua de la virgen e incluso varias décadas después la teología moral seguía ocupándose de las relaciones sexuales con «una estatua» (coitus cum statua): claro que ya los cristianos de la Edad Media tenían un trato similar con una muñeca de madera (supra) y según el mismo S. Juan Crisóstomo, «muchos ascetas» de la Antigüedad sentían una sospechosa inclinación «por piedras y estatuas».

Cómo (no) se peca con modelos y animales

Los artistas y los estudiantes de arte que ven en una galería «desnudos dudosos y obras verdaderamente indecorosas junto a obras de arte decorosas (!)» deben «alejarse más de toda ocasión inmediata de pecado rezando, renovando sus buenos propósitos y teniendo cuidado con la mirada (!)». En todo caso, «salvo motivo fundado», hay que evitar tales exposiciones que son «ocasión inmediata de pecado y, a menudo, escándalo de otras personas».

Tampoco «está permitido en sí mismo» que las jóvenes y las mujeres adultas sirvan de modelo si sólo se cubren los genitales. En cambio, no pecan cuando dibujarlas es necesario para la formación de los artistas. «Pero, por supuesto, no deben consentir en posturas obscenas y deben tratar de alejar el peligro rezando y renovando sus buenos propósitos».

Cuando copulan, los animales también son peligrosos para los católicos: «(…) no hay duda de que unos ojos castos evitarán una visión tan gratuita». Pero, para el caso de la cría ganadera, todavía se sigue recomendando en los siglos XIX y XX que, «cuando el macho cabrío monte a la cabra o el toro a la vaca» —¡Ave María Purísima!— más vale que asistan «personas casadas o ancianos» antes que «solteros y jóvenes, porque los primeros son menos excitables». Esto también está escrito con licencia eclesiástica.

Peca incluso —aunque venialmente— quien mira sin lujuria (¡si es que puede!) las «partes deshonestas» de los animales o los observa durante el apareamiento. «Acariciar animales es más o menos pecaminoso, dependiendo de la intención con la que se haga y del peligro de polución que conlleve». La teología moral examina el problema de que «las partes sexuales rocen al animal y haya frotamiento»; pero no se para ahí, y también analiza casos como la «introducción en la vagina del pico de una gallina», o el de la mujer «que pone saliva o pan en la vagina para mover al perro a lamer sus partes pudendas», o que masturba al animal «para poder introducir el miembro erecto en su vagina».

El caso del pico de una gallina introducido en una vagina humana al que se refiere la teología moral católica no es mencionado ni siquiera por el doctor Kinsey, que recoge los más variados contactos eróticos: desde dejarse olisquear por un perro o lamer por un gato hasta coitos completos, así como actos sexuales (generalmente protagonizados por hombres) con temerás, ovejas, burros, patos, gallinas y gansos, incluso en los mataderos. De cualquier forma, Kinsey escribe acerca de «personas extremadamente religiosas» que «obtenían una total satisfacción de sus instintos por medio de animales, ya que estaban convencidos de que el coito heterosexual era moralmente inaceptable» (!)[277].

2. ¿ESTÁ EVOLUCIONANDO LA TEOLOGÍA MORAL?

Claro que ya hace tiempo que oímos la misma réplica: desde entonces, el pensamiento de la Iglesia se ha vuelto bastante más liberal y tolerante. Muchas de las cosas que se defendían hace algunos años (¡hace algunos años!) y que aún siguen defendiendo los conservadores han quedado superadas e incluso han sido denunciadas por los moralistas; con otras palabras, se ha producido un cambio notable («también en esto»), hay nuevas perspectivas, progreso, más dinamismo, un pensamiento evolutivo, etcétera. Pero como quiera que sea, ahí queda la devastadora doctrina impartida durante diecinueve siglos. ¡Y diecinueve siglos pesan más que los últimos diecinueve años!

Y además, ¿está cambiando de verdad la teología moral? ¿O nos encontramos simplemente ante unos cuantos giros semánticos desvergonzadamente innovadores unidos a la tradicional falta de carácter? Por supuesto que, hoy en día, cuando la castidad importa tan poco (aunque algunas jóvenes negras todavía pagan con la vida la «afrenta» de una desfloración prematrimonial, aún existen en la tierra del Papa pólizas de seguros de virginidad y en Weri —un lugar de peregrinación en Alemania Occidental— se cobran 4,30 marcos por un medallón que, cosido en las enaguas, protege contra una posible desfloración), los teólogos procuran por todos los medios darse un nuevo aire.

Alius et idem

Un ejemplo. «La teología no se sitúa en la eternidad, sino en la historia. Quizás hubo teólogos que pretendieron haber escrito para todas las épocas, pero precisamente por esa actitud ya estaban ligados a su tiempo; porque pertenecían a una fase de la historia en la que el ser humano no captaba su propia historicidad o no la captaba lo suficiente. Esa fase parece definitivamente terminada. En la actualidad, somos conscientes de que hacemos teología en la situación presente. Intentamos seguir siendo fieles al mensaje salvífico, que vale para todas las épocas, pero traduciéndolo para este nuestro tiempo. Al servicio de tal modo de entender la teología, hemos hablado en este libro del pecado, de sus grados y de sus consecuencias, del pecado del mundo y del pecado original. La fidelidad a las constantes del mensaje salvífico nos ha obligado a ofrecer largas explicaciones y distinciones aparentemente sutiles (!) entre este mensaje y la forma de la que se ha revestido en el pasado. Esas explicaciones han tenido por objeto presentar dicho mensaje según la imagen que hoy tenemos de la persona y del mundo».

Este pasaje refleja la táctica con exactitud: siguen siendo «fieles al mensaje salvífico, que vale para todas las épocas» y, al mismo tiempo, no les queda más remedio que «traducir». Otro moralista, con la vista puesta en el Vaticano Segundo y su constitución pastoral, Gaudium et Spes, expresa lo mismo con desvergüenza aún mayor: el mero hecho de que ya no se hable tanto de «verdades eternas» como de «realidades terrenales» muestra que se tiene la firme intención de «encamar la palabra de Dios en nuestro tiempo».

¡Pero es que han hablado de «verdades eternas» durante casi dos mil años! ¡Han proclamado verdades eternas! ¡Los creyentes han vivido, han sufrido y han muerto por ellas durante dos mil años! Y ahora, cuando tales «verdades» estorban a los exégetas, éstos prefieren dejarlas en el trastero, con la ropa vieja, y simplemente optan por no hacer referencia «a pasajes concretos de las Escrituras» en las «cuestiones del mundo de hoy» (¡cuando no encajan!); es lo que Horacio decía de Apolo: alius et idem.

Otros subterfugios

Por de pronto, los estrategas de la teología nunca prescinden de autoinculpaciones ni de explicaciones que suenen a «progresistas». También reconocen ciertos «puntos oscuros» en el pasado, pero sin arrojar sombras de duda sobre la Iglesia.

Hablan de la «era de la mojigatería» ¡como si hubiera sido un asunto de una o dos décadas, como la «era Adenauer» o la «era del fascismo»! Explican que «no sólo individuos, sino generaciones enteras (…) rindieron culto al “no querer saber” o, al menos, guardaron una apariencia de infantil ingenuidad» ¡como si precisamente la Iglesia, tutelándolo todo, no hubiese fomentado a cualquier precio este culto al permanente infantilismo! Rechazan «la actitud de muchos de nuestros abuelos que, basándose en viejos tabúes, veían toda la esfera de lo sexual como impura» ¡como si sólo hubiese sido la actitud de «nuestros» abuelos o quizás, simplemente, una actitud «de abuelos»!, ¡como si la Iglesia no hubiera predicado e inculcado esos tabúes constantemente, bajo la amenaza de los peores castigos en esta vida y en la otra! «La buena educación», se dice, «exigía una completa ignorancia y, generalmente, la educación era identificada con la moralidad». Sí pero ¿por quién?

Quieren disculparse imputando el pesimismo sexual, sobre todo, a Platón, la Estoa y el gnosticismo, pese a que sólo tomaron de éstos lo que les interesaba. Le echan las culpas a la medicina, la filosofía y hasta las «creencias populares» del pasado, que pretenden haber asimilado irreflexivamente. Pero ¿por qué irreflexivamente? ¿Y por qué irreflexivamente durante nada menos que dos mil años? ¿Acaso no influyeron ellos en todo, incluida la filosofía? ¿No fueron las creencias populares un simple producto de la teología y no al revés? Querrían hacernos creer que la difamación del sexo se debió exclusivamente a los herejes, al movimiento de los cátaros. Su rechazo del cuerpo y del matrimonio habría influido en la Iglesia, por la ley de la aculturación, bastante más que la propia teología. Porque, en las «guerras culturales, la aniquilación de la víctima supone, en parte, su asimilación». Pero ¿por qué hubo aniquilaciones? ¿Para poder asimilar? ¡Como si no se hubiera asimilado lo bastante el rechazo al cuerpo y al sexo por medio de San Pablo! (supra); ¡o por medio de Orígenes, el mayor teólogo de los primeros tres siglos del cristianismo, que se castró por su propia mano! (supra); ¡o por medio de San Agustín, que se ha convertido en un clásico de la aversión al sexo! (supra).

Naturalmente, en el caso de San Agustín la culpa la tuvo el maniqueísmo; Platón y la Estoa influyeron decisivamente en Orígenes; y el judaísmo y el paganismo, en Pablo. Entonces, ¿qué es el cristianismo? ¿Todas esas cosas? ¿O ninguna de ellas? Simplemente, lo que les convenga en cada momento. Y si necesitan lo contrario, eso también será cristiano. Y si necesitan algo intermedio, también será cristiano. Y si no les conviene ninguna de las posibilidades, entonces se tratará de algo helenístico, romano, judío, pagano, hindú…

Incluso cuando admiten que el rechazo católico de la sexualidad tuvo una «expresión insuperable» en «la última época de la Iglesia», se trata de un simple reflejo de la «sociedad burguesa puritano-victoriana».

Así y todo, algunos moralistas acusan a sus predecesores de haber defendido una «moral teórica, alejada de la vida» y piensan que «aún están a la búsqueda de la Verdad» (¡después de haber predicado la Verdad Eterna durante diecinueve siglos!). Apocados de repente, partiendo de «una interpretación relativa de los preceptos divinos referentes a la persona», se vuelven contra «una paralización, una esclerotización» —consecuentes, dinámicos, «progresistas»—, adoptando una postura en la que su precipitada afirmación de que «obviamente, nos ha sido dada la verdadera fe en Cristo» desconcierta tanto como su referencia a las «limitadas posibilidades de que la Iglesia se equivoque»; como si la práctica no demostrara —desde San Pablo a Juan Pablo II— que los errores de la Iglesia son infinitos. También resulta penoso cuando presentan la santurronería del pasado como una especie de equivocación coyuntural, disculpándola mediante la referencia a los recientes hallazgos de la antropología y la psicología, cuyas tendencias progresivas fueron combatidas con especial acritud precisamente por el clero. Hoy prometen una mayor comprensión y rectificaciones fundamentales, pero sólo para defender unas posiciones que son desde hace tiempo endebles.

Por tanto, y en principio, un solemne mea culpa, al menos por parte de los apologetas «progresistas». Se habría visto el principio del mal «en todo», muchas veces se habría valorado la sexualidad «equivocadamente», «exagerando el valor de la virginidad para la gente» y «exagerando» también el «carácter pecaminoso» de aquélla. «Muchas veces se habría actuado como si los pecados contra el sexto mandamiento fuesen los pecados». Y otras autocríticas similares. Además, se necesitan «una reflexión y un esfuerzo sinceros» para dar «una forma nueva» y realmente moderna a todo esto, hay que conseguir hacer un «examen profundo», construir una «pedagogía sexual sana». ¿Cómo? «Haciendo sitio de nuevo a la ética en la pedagogía sexual». ¿De nuevo? Por supuesto. Pues «se verá que nuestra visión católica del asunto tiene mucho que ofrecer, precisamente porque ha penetrado en la Naturaleza con una mirada tan abierta (!) y tan profunda (…) que el punto de vista que mejor se ajusta a las leyes biológicas es el católico». ¿Y cómo es este punto de vista católico ajustado a las leyes biológicas? Normalmente se recurre a la figura del luchador «que tiene que prepararse para una larga y dura batalla contra sus pasiones, que tiene que triunfar en una guerra sangrienta».

Así que están donde siempre han estado.

«Reconozcamos abiertamente», escribe otro católico, «que tenemos que rectificar y reparar una infinidad (!) de cosas. Todavía no hace mucho tiempo nuestra sensibilidad moral estaba determinada por la mojigatería y el rechazo a la naturaleza, más en la vida práctica que en nuestros principios. Hoy se trata de recordar lo esencial: también en la moral. La realidad que había levantado muros de protección alrededor de la vida moral ha desaparecido. Tenemos que acostumbrarnos a eso. Ahora más que nunca, la decisión sobre lo que hay que hacer y lo que no en el orden moral le corresponde al individuo. Dependiendo de las circunstancias prácticas de la vida, puede encontrarse de un día a otro ante situaciones en las que lo único que decide es la conciencia personal. Formar esta conciencia sobre la base, a la vez, de una sana naturalidad y de una fe viva, espiritualizada por la gracia, y educarla para la independencia (!) en las cuestiones aquí tratadas, debe ser, por ello, la tarea de la formación espiritual de nuestros días»[278].

Es decir que, de entrada —por seguir el texto—, miran aterrados a su alrededor y, por lo visto, tiemblan, moderadamente horrorizados: ¡hay que reparar y rectificar una infinidad de cosas! Hasta hace poco lo que había era mojigatería y rechazo de la naturaleza; y aquí empieza el arte de tergiversar y ponerlo todo patas arriba: la mojigatería era más una cuestión de práctica que de principios. Sin embargo, de hecho, las predicaciones de los sacerdotes siempre han sido mucho más mojigatas que las de los laicos… y también sus propias vidas. De hecho, tampoco se alegran de la caída de los antiguos «muros de protección». Más bien la lamentan, en el fondo preferirían la vieja mojigatería y la moral de la virtud, y por ello aspiran, como de costumbre, a recuperar la «sana naturalidad» y la «independencia» que en este caso son sinónimos de antinaturalidad y dependencia total.

Revolucionario con hábito

Algunos moralistas más ambiciosos y «progresistas» amplían esta maniobra —que otros han desarrollado sólo parcialmente— a toda una obra completa.

Esos moralistas llegan a descalificar productos de teología moral de gran difusión hasta casi nuestros días, tachándolos simplemente de «inservibles», aludiendo no sólo a las doctrinas morales de papas como Pío XII y Pablo VI, sino incluso a Doctores de la Iglesia como San Agustín y (con mucho más cuidado, eso sí) Tomás de Aquino; o sea, que la discusión abarca desde un recorrido relativamente festivo por el pecado original hasta una rehabilitación de Van de Velde. Un lector superficial y con imaginación, después de doscientas páginas de semejantes sueños amorosos (en los que hasta se pide a las parejas que mantengan relaciones prematrimoniales, al menos en algunos casos; lo que «nunca» y «de ningún modo» significa dar «carta blanca para todo»), podría creer que en el catolicismo se ha desencadenado una bacanal de santificación de los sentidos y divinización dionisíaca del sexo.

Sólo después de que nuestro propagandista «de la cultura erótica», como asustado de si’ mismo, aclare que las «investigaciones anteriormente expuestas seguro que dejarán atónitos a muchos en la Iglesia y hasta en el mundo secular», da a entender con más claridad (de lo que lo había hecho antes en ciertos momentos) que «el aggiornamento de la moral religiosa correctamente entendido» no consiste en ningún caso «en una reducción o en un abandono del mensaje evangélico por una adaptación oportunista a las necesidades del gusto de la época», claro que no, se trata «justamente de lo contrario, de poner al descubierto lo que el mensaje cristiano significa propiamente para nosotros hoy (…)» Etcétera.

Entonces demuestra con ayuda de Freud y de Marcuse (!) que uno «no puede abandonarse al principio del placer en cualquier situación». Consecuentemente, «debemos desarrollar nuestra capacidad de frustración». Es cierto que, por lo que respecta a los instintos, «no todos (!), ni mucho menos, pueden ser etiquetados como de indeseables o “malos”». Pero «no puede prescindirse de las exigencias esenciales de la ética, tal y como han sido conformadas a lo largo de nuestra historia cultural y social, sin dañar al individuo y a la sociedad».

Y aquí vienen, lamentablemente, «los conocimientos que la medicina aporta en este contexto». Ya en la frase siguiente, nuestro vanguardista se coloca en el terreno de las «perversiones sexuales» y de la «psiquiatría». Entonces caemos rápidamente y, prosiguiendo «una búsqueda cada vez más intensa del placer», nos precipitamos en la «relación entre “sexualidad y crimen”». En fin, logramos entender así, incluso «desde la perspectiva de las ciencias más objetivas», por qué la tradición teológica ha hablado «de una específica desintegración de la esfera sexual por el pecado original»; por supuesto, sin que ello suponga «una visión de la sexualidad fundamentalmente pesimista».

Obsérvese que termina por mostrar bastante comprensión hacia el pecado original que, de entrada, había sido descrito en tonos muy negros. Entre medias, el experto sacerdote también dedica un capitulito a reivindicar con mucho énfasis a Tomás de Aquino, su brillante compañero de orden, al que había atacado ligeramente. Sólo faltaba que hubiera revocado la rehabilitación de Van de Velde, trámite que se ahorra debido a la escasa significación de éste.

Claro que las citas, «por falta de espacio», son algo simplificadoras y «arrancadas de contexto» porque si no la cosa difícilmente funcionaría. Pero cualquiera que las lea podrá explicarse por qué el mismo autor que reconoce que «el rechazo de la sexualidad está profundamente arraigado en la conciencia de la Iglesia», que este rechazo de la sexualidad ha encontrado «una expresión absolutamente insuperable (!) en el mundo católico» y que la religión judeocristiana ha tenido una «participación importantísima» en la «discriminación de la sexualidad y de la mujer», en medio de semejantes afirmaciones, asevera: «no es exagerado decir que el cristianismo ha librado una gigantesca lucha en nuestra cultura contra la difamación radical de la sexualidad humana, contra el desprecio de lo corporal o contra la subestimación de la mujer por principio»[279].

Casi siempre el mismo engañabobos

Los «progresistas» casi siempre trabajan con arreglo al mismo patrón. Admiten que las cosas se han hecho mal durante casi dos mil años, y lo hacen generalmente sin rodeos y no dejando títere con cabeza, o con tal radicalidad y tales deseos de transformación que se diría que la Revolución es inminente; pero al final no hay nada, salvo los viejos ardides.

Cierto teólogo moral contemporáneo escribe con desparpajo que «la Iglesia se ha declarado en todas las épocas contra todo tratamiento negativo de la sexualidad creadora» en la misma página en la que aparece la siguiente jerarquía: sexo; por encima de él, «más amplio y más alto» el Eros; y finalmente, «infinitamente (!) superior a ambos», el Ágape. Pero esto no es difamar el sexo, ¡por supuesto! Ni difamar la sensualidad o el placer. «Es un error descalificar esas partes del cuerpo como “impúdicas”, como se hacía en el pasado». Porque todo es bueno y querido por Dios. Y, por tanto, todo lo que ha sido hecho por el Creador tiene su completa aprobación, su placel… y es que son gente tolerante.

Ellos sólo están en contra de «apurar» el goce de la vida; en contra de paladear el sexo, del placer intensivo. Porque «es verdad que el instinto es un designio de Dios y, por tanto, bueno. Pero ¡ay, cuando la persona no puede controlarlo! Cuando da vía libre, sin cortapisas, a sus instintos desenfrenados, ¡se convierte en una bestia! Pregunta a las mujeres y jóvenes que conocen el Oriente; ¡ellas se han estremecido ante la bestia humana incontrolada!». Una afirmación que, de paso, apunta a que las bestias incontroladas, los «infrahombres» como se les conocía ya en la época eclesiástica y fascista, viven en Oriente y amenazan a nuestras vírgenes occidentales… y que el verdadero horror de la guerra no son los muertos, que serían una especie de producto marginal de ella, sino los contactos sexuales extemporáneos. Ésta es la moral de la Iglesia.

En efecto, cualquiera que sea el instinto, «hay que refrenar la concupiscencia, allí donde comienza el pecado (…), las almas inmortales no pueden ser víctimas de los instintos. No estamos en la Tierra para apurar los goces de la vida, sino para ganamos el Cielo mediante el sacrificio y la lucha». Vivir la vida, no; ¡mortificarnos, sí! (cf. infra).

El instinto sexual rebaja a la persona por debajo del nivel de los animales

Sacrificio y lucha siempre fueron bienvenidos por la Iglesia: sacrificio y lucha en su beneficio, naturalmente. Por ello, uno de los «mejores manuales de comienzos de siglo» dice de la relación sexual que es «una cosa sucia en sí misma y penosa por sus consecuencias». Y aún más, en los años veinte, el católico Ríes advierte contra el «placer ciego y bestial» y afirma, con licencia eclesiástica, que «el cuerpo humano arrastra al espíritu (…) hacia lo bajo y lo bestial». «La castidad absoluta y una vida de total pureza desde el comienzo es la única manera de dignificar verdaderamente al ser humano». «El ser humano sólo puede preservar la dignidad que el Creador otorgó a su naturaleza sometiendo victoriosamente la concupiscencia y los bajos instintos sensuales» y «refrenando el instinto sexual (…)». «Pero el más poderoso de los instintos es el instinto sexual (…) que apaga completamente la llama divina de la naturaleza humana, deshonra a la persona en cuerpo y alma y le rebaja a la condición animal, e incluso por debajo de los animales».

Cada cita clama: sólo los castos son verdaderos seres humanos.

Aún hoy, «cualquier excitación sexual premeditada» fuera del matrimonio sigue siendo considerada pecado mortal, y lo mismo ocurre cuando se cede voluntariamente a un deseo espontáneo. Es más, el placer es nada menos que un asunto del Diablo, por muy «insignificante y breve» que sea. «No hay asuntos triviales en este terreno», se subraya.

Las relaciones sexuales de una pareja de novios no son «más que un deslizarse hacia la animalidad»; a los novios ni siquiera les está permitido pensar en ello. No deben imaginar sus futuros contactos matrimoniales, de la misma manera que las viudas tampoco pueden recordar sus experiencias del pasado. El autor es tan descarado, mejor dicho, tan necio, como para escribir que un hombre no puede respetar ya a su mujer cuando ha estado «en brazos de una prostituta».

En efecto, el pecado sexual parece tan terrible que se puede desear «al prójimo cualquier mal, incluso la muerte» (!), «con tal de que un joven inconsciente no se llegue a descarriar»[280].

El cardenal Garrone habla del «hedor narcotizante del sexo»

A pesar del cambio teológico, a pesar de todos los nuevos matices, perspectivas, expresiones y frases desenfadadas, muchos católicos se quejan hoy en día del «evangelio de la carne y del embrutecimiento», de «la dictadura sexual», del «canibalismo sexual», esa «epidemia» del «hedor narcotizante del sexo», del «maldito sexualismo de nuestra época», del «sexo infrahumano». Al otro lado de la represión de los instintos acecha el «caos», el ser humano que afirma el placer por el placer se hunde «en una existencia propia de animales», se entrega a «una esclavitud despiadada», a la búsqueda de «la depravación y el sadismo… al final de los cuales se encuentra el crimen sexual» y la «aniquilación de un pueblo».

Todavía hoy no vacilan en afirmar oficialmente que la «equivocada adoración del sexo y el erotismo» ha provocado y provoca «una esclavización de la humanidad tan grande» como la que produce el «abuso del poder»; sugiriendo con «equivocada adoración» que habría una adoración no equivocada del sexo y el erotismo (en privado pueden ocultar toda clase de adoraciones). Todavía hoy difaman la tendencia a una mayor espontaneidad y unas relaciones personales más fluidas, hablando de «cuesta abajo» y de «rebajamiento del comportamiento humano (…) al nivel animal», lo que llaman con bastante expresividad «educar a la juventud». Denigran la sexualidad incluso cuando pretenden defenderla: «la esfera sexual no debe ser considerada desde una perspectiva puramente (!) negativa». ¡Y es que ven a los amantes como individuos obsesionados por lo genital! «Constatamos el hecho de que hoy en día (…) la inclinación entre hombre y mujer se limita a la zona inferior del cuerpo. Se ignoran los sentimientos elevados, los afectos personales, es decir, el amor que, partiendo del alma, busca a otra alma». Por lo visto, el único capaz de tener esos sentimientos es el célibe que se refiere a un hecho cuya sola mención —falsa por lo que dice y también por lo que sugiere— le desenmascara como un mentiroso, poniendo en evidencia la perspectiva del moralista: su fijación por el sexo de la mujer.

En la respuesta a un escrito de la Asociación Mundial de Jóvenes de Acción Católica solicitando una mayor apertura, Pío XII volvía a subrayar con toda claridad en 1952 «las obligaciones fundamentales de la ley moral» y, entre otras cosas, explicaba que «el adulterio, las relaciones sexuales entre personas solteras, los abusos en el matrimonio y el placer solitario fueron estrictamente prohibidos por el legislador divino». El Papa ordenaba bruscamente: «no hay nada que probar. Cualquiera que sea la circunstancia personal, no hay más opción que la de obedecer»[281]. Y las cosas han seguido exactamente igual con los papas que le han sucedido.

Así que sería erróneo insistir en que la doctrina moral de la Iglesia ha cambiado en los últimos tiempos. Primero, porque algunos años de aparente adaptación cuentan poco o nada frente a casi dos mil años de educación defectuosa. Segundo, porque, aparte de una pequeña minoría de teólogos, la amplia «literatura de orientación» de la Iglesia sigue tan apegada como siempre al viejo dualismo del instinto y el espíritu, del sexo y el alma. Tercero, porque las masas católicas (¡y no sólo ellas!) apenas se han aprovechado de las insignificantes concesiones de los «progresistas» ya que el cambio a mejor es una simple comedia de cara a los intelectuales. Cuarto, porque la teología moral «seria» está, en el fondo, donde siempre ha estado. Y quinto, porque la Iglesia puede retractarse de sus concesiones en cuanto las circunstancias se lo permitan.