Moral people, as they are termed, are simple beasts. I would sooner have fifty unnatural vices than one unnatural virtue.
OSCAR WILDE[261]
El clero católico siempre se ha ocupado de la satisfacción solitaria. Donde el coito no es posible, el onanismo es práctica habitual, sobre todo en las cárceles y en los seminarios: donde no hay gritos de por medio y nada interrumpe la faena. «En el concilio de Nicea» dice Lutero, «quedó terminantemente prohibido que alguien se excitara a sí mismo,’ ya que, como algunos estaban atormentados por la lujuria y el ardor, se excitaban frenéticamente en solitario y así los hábiles y los capaces querían permanecer en los oficios eclesiásticos y mantener sus prebendas».
Esto todavía ocurre: «el onanismo era practicado en exceso», reconoce un sacerdote de más de cuarenta años. «El onanismo frecuente ha seguido existiendo hasta hoy», escribe un segundo. «Siempre he sentido la necesidad diaria de masturbarme», se queja un tercero. Para un cuarto, «la satisfacción solitaria» se convirtió en «casi una obsesión». Según una investigación moderna realizada entre 232 estudiantes de teología, el 90,3% de ellos se masturbaban.
Pero también los laicos se masturban frenéticamente: en Europa, según diferentes investigadores, lo hacen entre el 85% y el 96% de todos los hombres. En América, según el informe Kinsey, el 92% de los hombres se habían masturbado alguna vez hasta alcanzar el orgasmo; entre las mujeres de veinte a cincuenta años, se entregaban alguna vez a esta práctica una tercera parte de las casadas y casi la mitad de las solteras.
La prohibición del onanismo es tan importante, seguramente, porque la infracción del precepto despierta los sentimientos de culpa desde muy temprana edad y la Iglesia vive, en parte, gracias a la remisión de esa culpa (infra).
Al volver la vista hacia su pubertad, un católico cuenta que el onanismo «se convirtió en el problema central de aquellos años. Vivía mi propia sexualidad como mala y pecaminosa». Otro sentía «un gran sentimiento de culpa porque me masturbaba con frecuencia». Un tercero: «Masturbación: vergüenza en el confesonario, alivio después de la absolución, recaída, desesperación». Un cuarto se masturbaba habitualmente desde los diez años y tenía «terribles remordimientos (a causa del pecado mortal)».
Esta angustia, que no pocas veces se transforma en desesperación, ha sido y sigue siendo alimentada por la Iglesia. «Ciertas conferencias y las primeras charlas informativas me hicieron experimentar los primeros sentimientos de culpa», recuerda un católico. Un profesor de religión de treinta y cuatro años: «La masturbación provocó en mí grandes remordimientos» reforzados por «un escrito religioso que calificaban como “texto informativo”». Un monje de treinta y nueve años: «comencé a masturbarme durante la pubertad (…) Los remordimientos me acosaban (…) porque los padres nos decían que ése era el pecado más grave».
Por supuesto, a veces hay clérigos razonables, Pero, aun en el caso excepcional de que un joven trate con religiosos verdaderamente indulgentes, el sentimiento de pecado y la vergüenza permanecen. «A pesar de que los confesores y los directores espirituales impartieron a los jóvenes de aquella época una educación moral razonable, con la madurez sexual y las primeras masturbaciones aparecieron fuertes sentimientos de culpa que acabaron en frecuentes visitas al confesonario»; ésa es, precisamente, la clave del asunto.
En el pasado, el onanismo estuvo severamente castigado y llegó a ser conceptuado como una especie de «homicidio». Para Tomás de Aquino —que decía que la masturbación era peor que la fornicación—, Alberto Magno y muchos otros autores, hasta las poluciones nocturnas eran pecado: en algunos conventos, había que informar de ellas en los capítulos de la comunidad. Según nuestros expertos espirituales, la masturbación ocasiona «el mismo ardor y la misma excitación» que la relación sexual.
Los novicios también eran violentamente apaleados y azotados por culpa de las eyaculaciones involuntarias. El castigo corporal, aplicado sobre todo a los adolescentes católicos, fue una práctica habitual desde el primer cristianismo; en las distintas iglesias nacionales se convirtió en una «especialidad» —según la expresión del obispo auxiliar Schmitz— pensada para expiar las acciones impuras. Hoy en día, algunos moralistas ponen los ojos en blanco: «cuando ha padecido una polución, el pobre adolescente necesita bondad y comprensión». Pero durante milenios lo flagelaron brutalmente y, como alguno admite ahora, lo machacaron hasta tal punto «que muchas veces no pudo soportar la desesperación y el joven terminó por suicidarse»[262].
Los moralistas ni vacilaron a la hora de recurrir a cualquier forma de coacción ni temieron al ridículo, y los avances de la técnica moderna fueron celosamente aprovechados en beneficio de la bendita moral. Se recomendaba, sobre todo en el siglo XIX, un tipo de camisa extra-larga que se abotonaba hasta por debajo de los pies, se ataba las manos a los chavales y se fabricaban unas camisas de fuerza que se cerraban por detrás y unas correas anti-onanismo que sujetaban el cuerpo y los muslos, aseguradas por candados. La industria comercializó unas jaulas en las que quedaban encerrados los genitales de los jóvenes por la noche; para conseguir la máxima protección, el exterior de algunos de estos artefactos estaba cubierto de púas. No obstante, el colmo de tales esfuerzos fue una caja que hacía sonar un timbre en caso de erección espontánea.
Las Iglesias apoyaban tales prácticas con tratados congeniales. Innumerables textos informativos se ocupaban de la pureza y la clorosis, la histeria y la angustia. El onanismo conduce a la locura y al suicidio, escribe el teólogo protestante, prelado y predicador Karpff, de Stuttgart, —su ejemplo es uno de tantos— en el arranque de su Advertencia de un amigo de los jóvenes acerca del peor enemigo de la juventud o Enseñanzas sobre pecados secretos, sus consecuencias, curación y prevención —en la que el «mayor enemigo» el «enemigo infame y vicioso» desempeña un papel verdaderamente temible—. «En muchos casos, las consecuencias más graves no salen a la luz, el impuro se desenvuelve como las demás personas, tiene un empleo, trabaja, se divierte, parece completamente sano y feliz; pero interiormente la vida espiritual se marchita (…)».
«Por culpa de la masturbación, un hombre cayó tan bajo que tuvo que dejar su empleo; entonces no dejaba de lamentarse: que estaba muerto, que no podía hacer nada más, que lo había perdido todo, etc. Engolfado en la molicie, era una carga para sí mismo y para los demás e, internado en un manicomio, su estado a duras penas experimentó cierta mejoría. Ahora, su cuerpo se pudre bajo tierra».
Aunque, en 1929, el Santo Oficio todavía prohibía provocar una eyaculación para poder detectar una enfermedad mediante el análisis del esperma, más recientemente los cristianos fueron autorizados a lavarse, bañarse y montar a caballo incluso aunque se supusiera que ello iba a causar una polución. También se permitía «acabar con una comezón penosa in verendis», en las partes pudendas, «mediante frotamiento», cuando dicha comezón no fuera producida simplemente por la excitación sexual. No obstante: «en caso de duda sobre la causa de la comezón, el frotamiento está permitido» siempre que uno no se deje arrastrar «al placer impuro». Las «contingencias» (supra) nocturnas tampoco son ya delito, ni siquiera aunque se «haya obtenido satisfacción durante el sueño». Pero la «polución directa y voluntaria siempre es un pecado grave».
En definitiva, el onanismo sigue siendo para los católicos una perversión, un vicio antinatural. A mediados de este siglo, cierto confesor aún le grita a un joven de diecisiete años que se acusa de haberse masturbado dos o tres veces: «¡infeliz, has crucificado a Cristo!». Y en la actualidad, un católico (nacido en 1932) confiesa: «en el noviciado, siempre me ponía guantes por las noches, como me aconsejaba el maestro de novicios, y me ataba los dedos con cordones de zapatos para que nada pudiera “pasar”». Y aunque la teología moral «científica» hace ciertas concesiones bajo la presión de las ciencias respetables, la vieja táctica se mantiene en pleno siglo XX cuando se adoctrina a los pobres infelices. Algunos siguen amenazando —mucho tiempo después de que ciertos teólogos dijeran que «sería un completo error trabajar con temor y angustia»— y afirman que el onanismo es uno de los factores que afectan más negativamente al desarrollo de la personalidad, infectando la sangre y provocando neurosis y locura hasta que, finalmente, «cuando menos lo piensa», el onanista «ha perdido la alegría de vivir»[263]. «Ahora, su cuerpo se pudre bajo tierra».
La Iglesia ha condenado en todo momento la homosexualidad (sodomie ratione sexus) como una perversidad abominable. Pero ¿es tan antinatural? ¿No es acaso la expresión de nuestra naturaleza fundamentalmente bisexual? ¿No es un fenómeno que también aparece a menudo entre los animales, sobre todo en los primates, que son los reyes del reino animal? Entre ciertos monos, algunos machos se masturban mientras otros los penetran. Y en todas las especies animales superiores, cuando la pareja heterosexual no está disponible o es impotente, los individuos se entregan a la homosexualidad. Los perros copulan per anum, las vacas se montan unas a otras, las lobas se lamen mutuamente la vagina; las gallinas, las ocas, las patas y las hembras del faisán tienen a menudo relaciones lésbicas. Los contactos homoeróticos entre distintas especies animales tampoco son infrecuentes.
Según Goethe, decidido anticlerical, la homosexualidad es tan antigua como la propia humanidad y, por eso mismo, natural.
En Grecia, la pedofilia domina todas las manifestaciones de la cultura desde los tiempos más remotos: artes figurativas, épica, lírica y tragedia, calificada por algunos críticos antiguos como «caldo de cultivo de la pederastia». Nos encontramos con ella en todo tipo de libros históricos, científicos y filosóficos y la mitología rebosa de leyendas paidofílicas; más aún, en un primer momento, la palabra «pedagogo» designaba al hombre que inducía a los muchachos a mantener contactos homosexuales.
Licurgo, el (legendario) legislador de Esparta, afirma en sus leyes que no se puede ser un ciudadano competente si no se tiene un amigo en la cama. Solón y sus sucesores recomiendan la homosexualidad a los jóvenes. Platón no conoce «mayor dicha para un adolescente que ser amado por un hombre honesto, ni mayor dicha para éste que tener un amante». En Tebas, la homosexualidad era práctica habitual de un potente regimiento de élite compuesto por trescientos hombres y en Creta y Esparta formaba parte de la educación que los jóvenes guerreros recibían de sus superiores. La lista de homosexuales famosos de la Antigüedad griega incluye a reyes como Hierón de Siracusa o Filipo de Macedonia, estrategas como Alejandro Magno, Epaminondas o Pausanias, legisladores como Minos y Solón, filósofos como Sócrates, Platón o Aristóteles y muchos otros. Sin embargo, las historias de la cultura de la Antigüedad clásica más voluminosas de finales del siglo XIX seguían sin mencionar la homosexualidad o lo hacían muy de pasada. Y en las escuelas de la actualidad todavía no se habla del tema.
Con los hebreos y los cristianos comenzó una caza despiadada de homosexuales, aunque, en ciertos momentos, el judaísmo contó con algunos templos donde se practicaba la prostitución homosexual masculina, como ocurrió en otros cultos asiáticos. No obstante, el Antiguo Testamento impuso la pena de muerte para la homosexualidad: «si alguien se acuesta con un hombre como con una mujer, ambos han cometido abominación (toúebhah) y deben morir».
Más adelante, Pablo condenó el amor homoerótico de los hombres y (en un pasaje) el de las mujeres. Amparándose en él o citando el Antiguo Testamento, la mayoría de los otros Padres de la Iglesia también condenan la homosexualidad, sobre todo San Agustín, el vehemente San Juan Crisóstomo y el todavía más rabioso Pedro Damián, que cree que la homosexualidad es peor que el bestialismo. Posteriormente, San Pedro Canisio (1521-1597) se convirtió en el más virulento impugnador de la homosexualidad, incluyendo las relaciones homoeróticas entre los «peccata in coelum clamantia» los pecados que clamaban al Cielo, una categoría hasta entonces apenas conocida cuya especial importancia se encargó de subrayar.
La sociedad cristiana persiguió el «vicio» durante mil quinientos años con castigos cada vez más severos; los teólogos lo condenaban con expresiones constantemente renovadas: «nefanda libido», «nefarium», «monstrosa Venus», «diabólica luxuria», «horrendus scelus», «execrabile», etcétera.
A comienzos del siglo IV, el sínodo de Elvira priva de la comunión a los «violadores de niños», incluso en peligro de muerte. San Basilio ordena que se aplique a los homosexuales una penitencia de quince años; la teología de comienzos de la Edad Media habitualmente se pronuncia por los diez años. El XVI sínodo de Toledo establece en el año 694 que un sodomita debe ser «excluido de todo contacto con los cristianos, azotado con varas, rapado ignominiosamente y desterrado». El sínodo de Naplusa (1120), que responsabiliza al modo de vida desenfrenado de los creyentes de las catástrofes naturales y los ataques de los sarracenos, exige que quien ha consentido libremente un acto homosexual (activo o pasivo) muera en la hoguera. La bula papal Cum primum prescribe en 1566 la entrega al Estado de todos los homosexuales, lo que indudablemente comportaba la ejecución.
Los emperadores paganos no habían visto la homosexualidad con malos ojos. Pero Constantino y sus sucesores en el trono la condenaron a la hoguera.
El antiguo Código Visigodo, elaborado entre los siglos VI y VII y contaminado de ideas cristianas, establece que las relaciones homosexuales debían ser castigadas, además de con determinadas confiscaciones, con la castración; en una reelaboración posterior del mismo, las Siete Partidas, se prescribe la pena de muerte. Y es que, como se dice en dicho texto, por culpa de este terrible pecado «del que algunos son esclavos. Dios Nuestro Señor hace descender sobre la Tierra el hambre y la peste y los terremotos y una infinidad de males que ningún ser humano podría detallar».
El amor homoerótico fue considerado en Occidente durante mucho tiempo como un crimen capital. Las leyes penales de Carlos I («cabeza secular de la cristiandad y protector de la Iglesia»), que todavía estaban vigentes en muchos lugares a finales del siglo XVIII, castigan las relaciones sexuales entre hombre y hombre o entre mujer y mujer con la hoguera.
En Inglaterra, donde esa clase de relaciones estaba muy extendida, quienes las practicaban fueron colgados o lapidados hasta el siglo XIX. Más tarde se ordenó que el máximo castigo fuera la cadena perpetua, pero antes de ello se abandonaba al reo a «los sanos sentimientos de la población» poniéndolo en la picota, donde se le arrojaban durante horas barro, excrementos y perros, gatos y peces podridos; el simple intento de cometer este «crimen horrible» era castigado con una pena de hasta diez años[264]. En Inglaterra hubo que esperar hasta 1957 para que la homosexualidad entre adultos fuera despenalizada.
En Alemania, el Führer hizo endurecer el tristemente famoso artículo 175 del Código Penal con un artículo 175a por el que fueron juzgados por homosexualidad entre 1937 y 1939 alrededor de veinticuatro mil hombres.
No obstante, para los homosexuales el imperio nazi se alargó en la República Federal hasta 1969. Hasta esa fecha, vivieron bajo la amenaza del parágrafo endurecido por Hitler; una minoría inocente e inofensiva se vio perseguida como si fueran criminales y su vida quedó arruinada «a causa de actos privados entre dos seres adultos, en pleno uso de razón, recíprocamente independientes y por mutuo consentimiento, actos que no hacen daño a nadie ni ocasionan ningún perjuicio al Estado».
El auténtico criminal era, en efecto, la moral cristiana que estaba detrás de todo ello. En una sentencia de hace no mucho tiempo sobre la constitucionalidad del artículo 175, el Tribunal Constitucional Federal no sólo se refería al artículo 116 de la Constitutio Carolina de 1532, sino que llegaba a invocar al ¡Levítico, 18, 22 y 20, 13!
Obviamente, en las dictaduras católicas de España y Portugal los homosexuales siguieron sometidos a la amenaza de castigos que en España podían llegar, desde los años cincuenta, a medidas de internamiento. Y, aunque unas investigaciones realizadas en América acerca de setenta y seis culturas indígenas ágrafas descubrieron que cuarenta y nueve de ellas habían mantenido una actitud permisiva hacia la homosexualidad, el derecho sexual de los EE. UU. todavía era, en la época del informe Kinsey, una especie de espejo de la moral eclesiástica medieval, y algunas o la totalidad de las prácticas homosexuales estaban penalizadas en el conjunto del territorio nacional: en ciertos estados, como los crímenes más violentos.
En la R. D. A., el parágrafo referente al tema fue suprimido; sólo se mantuvieron las medidas de protección de menores. En Polonia, Hungría y Checoslovaquia la homosexualidad fue también despenalizada.
No obstante, la actitud católica hacia el amor homoerótico no se ha modificado en lo esencial, como demuestran las obras de teología moral dedicadas al tema. El libro Vida cristiana y cuestiones sexuales del sacerdote francés Marc Oraison, que rechazaba las penas de cárcel para los homosexuales, fue incluido en el Índice. Mein Kampf de Hitler —quien’ mandó a los campos de concentración a tres grupos: opositores políticos, judíos y homosexuales— no fue incluido en el Índice; ¡y es que la Iglesia había perseguido durante dos milenios a quienes él persiguió durante doce años![265].
Las condenas contra el amor lésbico fueron, en general, más suaves; intensamente practicado desde el Renacimiento, sobre todo en Italia (como demuestra la expresión «donna con donna» muy utilizada en aquella época), fue, probablemente, el resultado de que los contactos entre hombre y mujer estaban más estrechamente vigilados y, por tanto, comportaban mayores riesgos. Sin embargo, la homosexualidad ha sido fomentada, al menos durante los últimos siglos, por el sistema educativo cristiano y su tendencia a aplazar tanto como sea posible el contacto entre los sexos.
El bestialismo (sodomía ratione generis), al que tantos piadosos personajes del Antiguo Testamento fueron aficionados, aparece constantemente en sínodos y penitenciales. El sínodo de Ancira (314) ya prescribe para «aquellos que se hayan entregado a la lujuria con animales irracionales o lo sigan haciendo» una pena de quince años si tienen menos de veinte años, de veinticinco si tienen más de veinte y están casados, y cadena perpetua si están casados y tienen más de cincuenta. Diversos penitenciales medievales imponen castigos similares. Si una mujer se deja seducir por un animal de carga (jumento) puede ser condenada a una pena de diez años. En cambio, la Iglesia ordenaba matar a los animales lujuriosos y arrojarlos a los perros.
En el Occidente cristiano, los amigos de los animales han preferido sobre todo a las cabras, así como a las terneras, las vacas y las perras; las pavas, las gallinas y las ocas también han servido para este tipo de actos que, en algunos casos, dan lugar a escenas de tremenda crueldad. Estos procesos, en los que, a veces, se estudiaba la «complicidad» del animal, han continuado celebrándose hasta bien entrada la edad moderna, distinguiéndose en ocasiones por exhibir todo tipo de exquisiteces. Así, el 2 de junio de 1662, en Nueva Jersey, un reo se vio obligado, antes de su ejecución, a contemplar a las dos terneras, las tres ovejas y las dos cerdas a las que tan estrechamente había estado unido.
Un tal Jacques Ferron fue colgado en Vanvres a mediados del siglo XVIII a causa de su gran amor a una burra. No obstante, el animal fue absuelto fama salva con el argumento de que no había participado voluntariamente sino que había sido violado: es decir, que no había tenido intención de pecar. La priora del convento de monjas local y varios ciudadanos de la ciudad extendieron a la víctima un certificado de buena conducta tan impecable que no quedó la menor duda sobre su fama, su reputación y su integridad moral. En la declaración que firmaron se decía que conocían «a la mencionada burra desde hacía cuatro años y que siempre había mostrado su virtud, tanto en el establo como en los caminos, y que jamás había causado escándalo alguno». El documento, según se decía, había influido decisivamente en el veredicto del tribunal.
Claro que la gente no siempre obraba con tanta consideración, como demuestra el destino de esos perrillos falderos que en aquel tiempo se conocían como «lamecoños» porque no sólo se echaban en el regazo de sus amas, sino que se adueñaban del mismo, y muchas veces trataban de demostrarlo de una forma tan evidente que, en 1771, la Justicia ordenó confiscar y quemar a todos los machos de esta raza de la región de París.
Por el contrario, en las provincias del Báltico la sodomía siempre estuvo relativamente poco castigada, quizás porque los campesinos de allí tenían una especial necesidad de animales o quizás porque la Iglesia oriental nunca fue tan cruel como la occidental. Como quiera que sea, parece que yeguas, vacas y cabras no estaban seguras en aquellas tierras y eran montadas hasta por hombres felizmente casados. En cierta ocasión un hombre fue sorprendido con una cabra inmediatamente después de haber satisfecho a su mujer. Los convictos tenían que someterse a penitencias eclesiásticas y eran azotados; la mayoría recibían «cuarenta pares de vergazos» pero de vez en cuando se les condenaba a años de trabajos forzados o se les desterraba a Siberia, en algunos casos de por vida. Un aficionado a los animales, interrogado por un papa acerca de cómo había caído en el pecado, respondió: «Vi castigar públicamente a un sodomita: entonces pensé que un vicio por el cual un hombre soporta tanto dolor (…), El estímulo y los placeres de esa clase de vicio, pensé, tienen que compensar los dolores».
Por lo demás, es significativo que la Iglesia cristiana extendiera a los judíos una ley contra el bestialismo que había tomado… de los mismos judíos. Porque el coito entre un cristiano y una judía ¡se juzgó de la misma manera que el coito con un animal! A veces, también las relaciones con turcos y sarracenos, «dado que tales personas, a los ojos de la ley y de nuestra santísima fe, no se diferencian en modo alguno de los animales» (!) En consecuencia, a los cristianos convictos de haber mantenido relaciones sexuales con no cristianas se les trataba a menudo como a sodomitas: eran asesinados junto a su pareja[266].
De la misma manera que la homosexualidad y el bestialismo, la relación sexual con parientes cercanos ha sido tratada en el cristianismo como un crimen. Sin embargo, el incesto (que probablemente viene de «incestus»: impuro, impúdico) es, de hecho, algo completamente natural. Los animales lo practican sin inhibiciones y la humanidad lo ha conocido desde siempre, puesto que surgió gracias a él. Dioses y diosas se amaron incestuosamente, lo cual debería bastar para sancionar el asunto, como reconoce Luciano en el siglo II. Todas las grandes culturas antiguas permitieron el incesto e incluso lo convirtieron en un deber de sus gobernantes. Era cosa habitual en Sumer y en la India davídica, en el sudeste de China y en Siam, en Ceilán, Java, Bali y Hawai.
En Roma, el incesto ya estaba severamente castigado en la época precristiana, aunque entre los emperadores se dieron diversos casos. En cambio, los soberanos cristianos no tardaron en imponer a los culpables de dicho delito condenas de muerte en la hoguera y confiscaciones, y es bastante evidente que agravaron las penas.
La Iglesia castigó este «vicio» con penitencias aun más elevadas. Así por ejemplo, en la alta Edad Media la pena establecida por acostarse con la propia madre era en la mayoría de los casos de quince años, excepcionalmente de veintiuno, y por acostarse con la hija o la hermana se imponían quince años o, a veces, doce. El Poenitentiale Arundel consideraba el caso de incesto con la madrina (commater), para el que fijaba una penitencia de quince años. Según la moral católica, el incesto es pecado porque «atenta al respeto que se debe a los familiares»: una conclusión completamente gratuita. Pues no sólo se debe respeto a los familiares, a la propia hermana o a la hija, sino también al propio marido y a la propia esposa. Y si el coito no atenta contra el respeto entre los cónyuges, ¿por qué iba a acabar con el respeto entre hermano y hermana? Mucho más evidente es la advertencia posterior: «que si no existiera la disuasión de una ley especial, las ocasiones de pecado se presentarían con más facilidad por la estrecha relación entre las personas emparentadas».
Por lo demás, el propio clero no se dejó intimidar. En todo caso, parece que en la Edad Media el número de laicos acusados de incesto fue inferior al de clérigos bajo esta acusación, aunque éstos fueron castigados con menos severidad. El papa Juan XII también fue acusado de haber tenido «relaciones ignominiosas» con su madre y su hermana (supra). Juan XXIII (Baldassare Cossa) confesó las suyas ante el concilio de Constanza y en muchas otras ocasiones. Alejandro VI fornicaba con su hija Lucrecia (supra). Y el cardenal Richelieu mantenía con su hija ilegítima, madame Rousse, esa forma de relaciones incestuosas que Sade describe como la cumbre de la voluptuosidad.
La Reforma, o al menos sus manifestaciones más extremas, el puritanismo y el calvinismo, reclamaron un agravamiento de las penas por incesto. En Alemania, la muerte —en la mayoría de los casos, por espada— fue más la regla que la excepción en los siglos XVI y XVII. En la Francia de aquella época el castigo para el incesto era la horca. En Suecia, la pena de muerte se mantuvo hasta 1864. Sorprendentemente, entre los ejecutados había muchas madres, pese a que el incesto entre madre e hijo es muy infrecuente. Por lo visto, esta relación parecía tan criminal que se pensaba que se podía liquidar a las personas sobre la base de simples sospechas. En Escocia, el incesto estuvo castigado con la decapitación —como atentado al orden religioso— hasta 1887 y con la cadena perpetua a partir de dicha fecha.
Las relaciones sexuales entre parientes próximos siguen estando penalizadas en la mayor parte de los estados y, en muchas ocasiones, con penas tan absurdamente elevadas que dejan entrever algún profundo trauma psicológico en el legislador.
En la República Federal Alemana el incesto acarrea penas de prisión de varios años o multas. En los EE. UU. las castigos van desde los quinientos dólares o, como máximo, seis meses de cárcel en Virginia, hasta los cincuenta años de prisión en California, con casos intermedios como el de Luísiana, con penas de diez a veinte años. En cambio, el contacto sexual entre hermanos está despenalizado en Francia, Bélgica y Holanda, y algunos estados como Luxemburgo, Japón o Turquía no castigan el incesto en ninguna de sus formas[267].
… y, además, simple teología encubierta. «El pretexto de que la relación sexual entre parientes está penalizada porque tiene como consecuencia una descendencia “degenerada” está en total contradicción con los resultados experimentales de los genetistas, que reproducen cientos de generaciones de animales de laboratorio uniendo a los descendientes de una sola pareja sin que se observe la menor degeneración. Pueblos como el judío que, encerrados en sus guetos, se vieron abocados al matrimonio entre parientes, han desmentido el mito de la degeneración desde hace mucho tiempo. Un alto grado de inteligencia, una mínima incidencia de las enfermedades mentales y una enorme vitalidad han sido, precisamente, los resultados de una alta tasa de consanguinidad. La salud de los hijos no depende del parentesco de los padres, sino del aporte genético que les transmiten. Si éste es bueno, la consanguinidad sólo puede mejorarlo. Si es malo, la consanguinidad lo empeorará».
¿Cómo llegan a producirse relaciones sexuales con parientes próximos y animales u otras desviaciones? Pues bien, muchas de estas sorprendentes conductas —que el arzobispo Grober («con la recomendación de todo el episcopado alemán») se complace en ver «perseguidas y estigmatizadas por el régimen disciplinario de la Iglesia y el Estado» ¡en 1937!— son el resultado de la propia moral cristiana. Buena prueba de ello es un exhibicionista sometido a tratamiento psicoanalítico que confiesa que sentía placer en la mirada de las mujeres, mientras que «el contacto corporal directo» con ellas le parecía «tosco, bestial y pecaminoso»; o un paciente con fantasías necrófilas, que declara: «si haces algo así con una persona viva, —se refiere a un contacto sexual—, después hay unos ojos acusadores que te observan; pero un muerto con el que haces algo así no te mira». También es indicativo que, de entre un centenar de casos de incesto criminal investigados, la mayor parte de los padres que habían abusado de sus hijas lo habían hecho apremiados por el rechazo sexual más o menos absoluto de sus mujeres.
Las «anomalías» sexuales son, por tanto, el resultado de una moral que prohíbe el contacto sexual antes y fuera del matrimonio y que incluso limita la propia relación matrimonial; en una palabra, que ensucia lo más íntimo y natural y lo llama pecado. De ahí que, forzosamente, la naturaleza busque otras salidas. Los animales que no pueden tener relaciones heterosexuales también se vuelven «anormales»; se entregan a la homosexualidad, se masturban: llegado el caso, un perro faldero puede copular con una oca.
Por supuesto que algunas anomalías también nacen del instinto, de la curiosidad, del deseo de placeres inusuales; no todas tienen que ser manifestaciones de protesta o consecuencias de la represión. Sin embargo, parece que en algunos pueblos primitivos las «perversiones» no existían antes de que los europeos llegaran y los misioneros cristianos impusieran la proscripción del placer[268].
Y es que muchas «peculiaridades» fueron, a buen seguro, directamente difundidas por la praxis confesional de los moralistas católicos.