CAPÍTULO 23
EL PECADO ORIGINAL

Cuando uno oye el escándalo que organiza un teólogo porque un hombre al que Dios creó amante del placer se acuesta con su compañera a la que Dios hizo tan agradable y encantadora, ¿no se diría, más bien, que el mundo está ardiendo por los cuatro costados?

DENIS DIDEROT

No hay nada de malo en la sexualidad; el punto de vista tradicional al respecto es enfermizo. Creo que ningún mal acarrea tanta desgracia a la gente en nuestra sociedad (…)

BERTRAND RUSSELL

¿Cuál fue el ideal a cuya luz ha sido visto durante siglos el sexo, la relación sexual y el placer? (…) La imagen dominante ha sido el ámbito de lo sucio, de lo anal (…) El placer sexual sigue siendo considerado por muchas personas algo parecido al placer de orinar y defecar.

FRITZ LEIST, católico (1973)[257]

El concepto de culpa, acuñado en el siglo XIV a. C. en el Egipto de Akenatón (Amenofis IV), fue asumido por los hebreos y se introdujo en el cristianismo por medio del Antiguo Testamento. Pero éste consideró como pecado no sólo el acto «pecaminoso», sino la simple complacencia en el mismo, el recuerdo placentero del pecado cometido o el desconsuelo por el que todavía no se ha perpetrado: el simple deseo de hacer algo prohibido.

Entre las distintas formas de pecado, la pasión sensual, la sexualidad, ha sido desde siempre la que ha tenido mayor importancia. En el catolicismo, como escriben desde sus propias filas, hay una «larga tradición» según la cual «toda actitud sexual es o comporta pecado», «todo acto sexual se muestra como concretamente malo debido a su indisoluble relación con la concupiscencia». «Los sacerdotes se referían a ese pecado en cualquier sermón y bajo cualquier pretexto. Como reza el dicho alemán, “pintaban el diablo en la pared” a menudo. Presentaban esas faltas como si fuesen las más graves».

El comienzo de la obsesión cristiana por el pecado

La siniestra insistencia en el «delito sexual» tiene poco o nada que ver con Jesús. No obstante, en la Carta apostólica del Nuevo Testamento, la asamblea de los apóstoles ya presenta como pecados capitales o mortales la conocida tríada: idolatría, impureza y homicidio. Éstos se convirtieron en los clásicos delitos del cristianismo, los crimina por antonomasia. (Por cierto, que los sínodos de los primeros siglos no fijaban ninguna clase de penitencia por el asesinato ¡porque creían que no existía entre los cristianos!).

Pero el que seguramente ha sido el mayor predicador cristiano de la psicosis de pecado está al comienzo de la historia. Se trata de Pablo, que no se cansa de amonestar, de conminar, de atemorizar: «el pecado ha venido al mundo», el cuerpo «está dominado por el pecado», «en los miembros» radica la «ley del pecado». «Dios ha condenado los pecados de la carne», los hombres son «esclavos del pecado», «siervos del pecado», están «vendidos al pecado», «todos han pecado» etcétera, por sólo recurrir a citas de la Carta a los Romanos.

La doctrina cristiana sobre los vicios del siglo III ya colocaba la gula y la lujuria en lo más alto y, finalmente. San Agustín sistematizó el asco sexual para la teología.

Agustín, según Theodor Heuss, «la fuente más pura y… profunda» de la que surge el pensamiento católico, un personaje que fue amante no sólo de varias mujeres, sino quizás también de algunos hombres, que no controlaba sus propios problemas sexuales, que vacilaba entre el placer y la frustración, que rezaba: «¡concédeme la castidad (…), pero no ahora!», que sólo se volvió religioso después de haberse cansado de fornicar, cuando su debilidad por las mujeres se transformó en lo contrario —como les ocurre a algunos hombres al envejecer— y se le presentaron diversos achaques de salud, molestos sobre todo para un retórico (los pulmones, el pecho), este Agustín fue el que creó la clásica doctrina patrística del pecado y de la batalla contra la concupiscencia, influyendo decisivamente hasta hoy en la moral cristiana y en el destino de millones de occidentales sexualmente inhibidos y reprimidos.

Para San Agustín, no hay más amor que el amor a Dios; el amor propiamente dicho es, en el fondo, asunto del Diablo. «Hay dos formas de amor: una es santa, la otra es profana». «Cuando el amor crece, la concupiscencia disminuye». «El amor se alimenta de lo mismo que debilita el anhelo sensual; lo que mata a éste, da plenitud a aquél». Por tanto, el verdadero amor no puede ser sino casto. «El verdadero amor es casto y puro» (sic), cecea Cassie en la genial Manhattan Transfer de Dos Passos. Agustín habla del amor no con un error de dicción, sino con un error de concepto: «Tanto Susana, la esposa, como Ana, la viuda, y María, la virgen, lo envuelven en castidad».

El obispo de Hipona se indignaba y se escandalizaba de los coitos y de los orgasmos que había disfrutado en días más vigorosos; ahora deploraba hasta las tentaciones del paladar y el placer era para él una cosa del Diablo, «abominable», «infernal», una «inflamación irritante», un «ardor horrible», una «enfermedad», una «locura», una «putrefacción», un «cieno asqueroso», etcétera, etcétera. Las palabras salen de él como de un bubón al reventar[258].

¿Erecciones en el paraíso?

«El teólogo del matrimonio cristiano» (supra) querría que todos los casados fuesen castos y enrojece ante «cierto grado de movimiento animal»; afirma que todos deberían engendrar a sus hijos como en el Paraíso, sin voluptuosidad, y titubea penosamente —en una cuestión en sí misma risible— cuando supone que antes del «pecado original» sólo existió una «unión casta entre hombre y mujer»; al examinar la cuestión del «contacto corporal» afirma rotundamente que lo hubo, pero sin lujuria; no obstante, en sus últimos años de vida, acepta la posibilidad de que en el Paraíso existiera el deseo sexual.

Posteriormente, .la mayor parte de los teólogos, como por ejemplo Guillermo de Champeaux, conjeturan que Adán encasquetó el pene a Eva «como cuando alguien pone el dedo sobre algo sin ninguna clase de placer» y Eva, según Robert Pully, «por su parte, recibió la semilla masculina sin ardor». En estos autores toda emoción genital aparece desplazada, incompatible con la dicha celestial. Matilde de Magdeburgo (supra) y otros virtuosos creyeron, por ello, que los primeros padres carecían de órganos sexuales:

Pues Dios les privó de los órganos de la vergüenza
y fueron vestidos con el traje de los ángeles.
Tuvieron que engendrar a sus hijos
con amor santo,
así como el sol se refleja juguetón en el agua
y el agua, en cambio, permanece intacta.

Todo este asunto es «un misterio de orden sobrenatural» y, aunque no es «positivamente comprensible» es de gran ayuda para «entender la existencia humana con mayor profundidad», en referencia, obviamente, a «la radical necesidad de salvación»; por consiguiente, el pecado original es algo así como la expresión en negativo «de la luminosa verdad de la Salvación». O dicho de otro modo: hay que ser «pecador» para poder ser «redimido».

La doctrina del pecado original no aparece ni en Jesús ni en San Pablo

El peccatum origínale es, según la doctrina cristiana, la corrupción generalizada de la humanidad, consecuencia del desliz de Adán y Eva; en cierta medida, se trata de una participación de todos en la «Caída».

Como resultado de ello, todos los seres humanos, salvo María, son, desde el primer momento, pecadores; es decir, que están automáticamente implicados en el yerro de nuestros primeros padres. La mancha invisible —por razones comprensibles— del pecado original es borrada por el bautismo, como es natural, de forma asimismo invisible. No obstante, lamentablemente sus consecuencias visibles no desaparecen: las penalidades de la vida, la enfermedad, la muerte y, sobre todo, el deseo sexual, específicamente relacionado con el pecado original.

Como ocurre con todo lo demás (supra), este abstruso teologúmenon, «parte esencial e irrenunciable de la religión cristiana», según Pío XII, y «centro y corazón del cristianismo», según Schopenhauer no es algo privativo del pensamiento cristiano. Los cultos paganos han recurrido a ideas análogas durante siglos e incluso milenios.

En Jesús no hay ninguna referencia al pecado original, así que se ha explicado su silencio por la incapacidad de sus oyentes «para asimilar el sentido de un misterio de tales características». (¡En cambio, comprendieron misterios mucho más complicados, como el de la Trinidad!).

La doctrina se convirtió en dogma tardíamente y, aunque entonces se invocó a San Pablo (Rom., 5, 12), éste —como el resto de los autores neotestamentarios— no la sostuvo, a pesar de que para él los seres humanos son malos «por naturaleza» y están hundidos, sin excepción, en el «cieno de la inmoralidad» y de las «pasiones infames». Ésa es la razón de que, en su comunidad de Corinto, los hijos de padres cristianos no fueran bautizados. Y aunque se supone que el bautismo es imprescindible para borrar el pecado original y que nadie que no haya sido bautizado puede entrar en el Cielo, se mantuvo la costumbre de no bautizar a los niños, habida cuenta de que los primeros Padres de la Iglesia señalaban expresamente que estaban libres de pecado. Aunque algunos han querido atribuirle la tesis del pecado original, Tertuliano también combatió enérgicamente el bautismo de niños[259]. Pero conforme se imponía la nueva doctrina, los bautizos se hacían a más temprana edad.

San Agustín y «la dinámica de la vida moral»

Pero el verdadero padre del dogma del pecado original —que no adquirió la categoría de artículo de fe hasta el siglo XVI— fue San Agustín, que creía que el pecado de Adán era un crimen de naturaleza múltiple y que a los niños no bautizados les esperaban las penas eternas del Infierno (¡eso sí, las más suaves!). Influido por el odio sexual de San Pablo y por las ideas maniqueas de maldad heredada, totalmente intoxicado por una cupiditas reprimida e incapaz de pensar naturalmente sobre lo natural, Agustín llegó a la conclusión de que la humanidad es un «conglomerado de corrupción» (massa perditionis) y una «masa condenada» (massa damnata), entrelazando pecado original y concupiscencia hasta tal punto que para él ambas cosas son casi idénticas: el mal se transmite mediante el acto de la generación.

San Agustín que, como psicólogo y ético, describe ante todo «la dinámica de la vida moral» dice que, justo después de la terrible pérdida del estado de gracia, los primeros padres notaron que «ocurría algo nuevo en sus cuerpos». ¡Ay, todo habría ido bien o, por decirlo en palabras de la Cassie de Dos Passos, «cazto y puro», si «los ojos de los primeros padres no hubiesen descubierto esta conmoción indecorosa»! Y si el padre de Agustín se había puesto muy contento al ver el pene erecto de su vástago en el baño (no es extraño que la historiografía cristiana apenas mencione a este hombre y sólo se refiera a su virtuosa mujer, Mónica), el hijo se deprimía con la misma intensidad al pensar en el miembro enhiesto de nuestro primer padre Adán.

La controversia pelagiana (411-431)

¿No respondía ese pesimismo sexual al espíritu de la época? ¿No se podía reconocer en él la mojigatería, la perversidad y el absurdo de aquel tiempo?

El contemporáneo de Agustín, Pelagio, un monje irlandés, refutó convincentemente el complejo de pecado original. Al principio, incluso el papa Zósimo intervino en favor de Pelagio; el sínodo de Dióspolis (Palestina) le absolvió en el año 415 del cargo de herejía y en el año 418 todavía diecinueve obispos italianos se negaban a condenar a Pelagio. En fin, el obispo Julián de Eclana (sur de Italia) puso a Agustín en una situación difícil al hacer constar que el impulso sexual había sido creado por Dios y era, por tanto, moralmente irreprochable. Poco antes, el monje Joviniano había obtenido una resonante acogida en Roma predicando que la virginidad y el ayuno no constituían méritos especiales y que las mujeres casadas estaban a la misma altura que las viudas y las vírgenes.

Jerónimo y Agustín replicaron a sus adversarios, como era usual en estos casos, acusándoles de herejía y, para mostrar la mayor fuerza probatoria de sus tesis, apelaron al Estado, con lo que, poco después, Joviniano fue azotado con un látigo de bolas de plomo y deportado a una isla dálmata junto con sus seguidores. Debido al celo de Agustín, Pelagio también sufrió el anatema, primero en Cartago, luego en Roma y finalmente en el concilio de Éfeso (431): ¡aunque Agustín representaba a las nuevas ideas y Pelagio a la tradición!

La historia occidental habría sido quizás distinta si la Iglesia no se hubiera doblegado en aquel momento a Agustín. Y es que se trataba fundamentalmente de una discusión sobre el libre albedrío de los seres humanos y sobre si se puede mejorar «este» mundo o, como enseña el clero, por culpa de la condición pecaminosa de la persona no cabe sino esperar un Más Allá más hermoso.

Más tarde, la gran controversia también dividió a los protestantes: Calvino y Lutero —que negó rotundamente el libre albedrío, comparando al ser humano con una caballería cuyo jinete es Dios o Satanás— se mantuvieron del lado de San Agustín, pero el íntegro Müntzer tomó partido por Pelagio. Zwinglio, calificado por Lutero como pagano a causa de su tolerancia, rechazó el dogma del pecado original como antievangélico y la mayor parte de la moderna teología protestante lo ha abandonado: Kari Barth lo definió como contradictio in adjectio.

Todo en el dogma del pecado original está desde hace tiempo tan desacreditado que ni siquiera el catolicismo lo valora demasiado y, por ejemplo, se puede leer —con imprimatur— que la doctrina clásica sobre el pecado original ha desembocado «desde hace siglos en un punto muerto», necesitando «urgentemente la integración de otros elementos». Cuentos nuevos que sustituyan a los antiguos…

El odio sexual agustiniano se propagó de generación en generación. Todo lo corporal se convirtió en «fornes peccati», combustible del pecado, todo lo sexual era, simplemente, «turpe» y «foedum» indecente y sucio, y colocaba a los seres humanos al nivel de los animales.

Para los primeros escolásticos, el instinto sexual es el colmo de la depravación y toda sensación libidinosa es pecado. Más tarde, San Buenaventura califica el acto amoroso de «corrupto y en cierto modo apestoso». Tomás de Aquino lo relega a «lo más vil»; habla de «suciedad obscena» y anuncia que la incontinencia «bestializa». Y San Bernardo de Claraval, para quien todos hemos sido «concebidos por el deseo pecaminoso» y destruidos por «la comezón de la concupiscencia», declara que el ser humano apesta más que el cerdo, por culpa del placer perverso[260].

Pero antes de examinar la teología moral con más detalle, consideremos algunos pecados sexuales en particular.