Aunque se vaya a morir de hambre después de veinticuatro horas de vida larval, o tenga una caducidad de un año por culpa de la epilepsia, de dos, por tuberculosis, o de seis, por sífilis hereditaria; aunque vaya a llevar los estigmas del alcoholismo paterno o de la desnutrición materna, o el baldón de una relación extramatrimonial… según el artículo 218, debe nacer ante todo que nazca: el ídolo lo exige.
GOTTFRIED BENN
Todos se preocupan de mí: las Iglesias, el Estado, los médicos y los jueces… Durante nueve meses. Pero después: allá me las apañe para seguir adelante. Durante cincuenta años nadie se va a preocupar de mí; nadie. En cambio, durante nueve meses se matan si alguien pretende matarme. ¿No son unos cuidados bastante peculiares?
KURT TUCHOLSKY
El clero protege la vida antes del nacimiento. Pero si cientos de miles de jóvenes son hechos pedazos, el clero no hace nada para impedirlo, sino que bendice las banderas y los cañones.
ERNST KREUDER[250]
Desde que el hombre existe hay embarazos no deseados; y tanto tos abortos como su castigo tienen un origen remoto, como testimonian algunos de los escritos más antiguos. Sin embargo, algunas de las grandes religiones no conocen ninguna prohibición expresa del aborto: el Islam incluso llega a permitir la operación hasta el sexto mes. Entre los antiguos griegos y romanos también era normal; Platón y Aristóteles lo defendieron y la sociedad en que vivían lo consideraba «bueno»: tal vez ésa fue la razón por la que San Pablo, el martillo de los pecados sexuales, no tocó el problema.
Desde el siglo II en adelante, la Cabeza de la Iglesia, preocupada por la mayoría del «Pueblo de Dios», ha definido el aborto como un grandísimo crimen. «Toda mujer», enseña San Agustín, «que hace algo para no traer al mundo tantos hijos como podría, es tan culpable de todos esos asesinatos como la que intenta lesionarse después del embarazo».
Las abortistas eran tratadas como homicidas y según el sínodo de Elvira (306) tenían que someterse el resto de sus vidas a penitencias públicas, que fueron reducidas por sucesivos documentos eclesiásticos a diez años para las culpables y, en algunos casos, veinte años para los cómplices. Una tentativa de aborto era perseguida en la Edad Media como si fuera un asesinato; a veces la interrupción del embarazo debía ser expiada durante doce años y el infanticidio con quince y, en caso de homicidio premeditado de un lactante, la culpable podía acabar sus días internada en un convento. La Iglesia aún no admite en la actualidad ni la indicación eugenésica (la interrupción del embarazo por enfermedad mental de la madre u otras enfermedades heredables por el feto), ni la ética (interrupción de un embarazo producto de una violación), ni la social (pobreza, madre soltera o demasiado joven), e impone la excomunión a todos los implicados, incluida la mujer afectada.
Nada de matar al feto. Nada de abortar. Y después, en la guerra, una inmensidad de fosas comunes ocupadas por quienes tenían «derecho a nacer». Se protege la vida del no nacido para que el nacido pueda palmarla. Como comenta Kari Kraus irónicamente, «la patria, llegado el momento, recordará a las madres que aborten hijos adultos». Lo que hoy en día, en labios de un arcipreste castrense, se traduce por: «¡las madres también deben defender Europa!». Un mensaje tan inequívoco que, ahora, los mismos cristianos se indignan: «se trata de esa peculiar protección o interés por la futura vida que se extingue tan pronto como el niño aparece. Luego podrá espicharla de un modo u otro (…) Eso no tiene la menor importancia».
Pero para que el hombre pueda palmarla, primero tiene que nacer. Y para ello se recurre a todos los medios, no se ahorran amena/as ni buenos consejos y los teólogos conjuran un mandamiento que vuelven ágilmente del revés durante la guerra: «¡no matarás!». Un mandamiento que, de repente, en un embrión de centímetros o milímetros, resulta incontrovertible. «Quien mata a uno de estos seres es un asesino». O aun peor: comete «un gravísimo hurto contra Dios», según la fórmula que empleó el cardenal Faulhaber, el cual, por supuesto, ayudó a matar en ambas guerras mundiales a los que no fueron hurtados. Esto último no fue un robo a Dios; esto último agradó al Señor: fue un sacrificio que le complació. «Con Dios», se decía en las cartucheras de millones de agonizantes caídos en algún lugar de los campos de batalla; «gustosamente», afirma Faulhaber en su condición de capellán castrense; «bellamente», dice otro eclesiástico.
Pero sobre todo: bautizados. Porque los fetos muertos no han sido bautizados (eternos lamentos). Y, no obstante, tienen un «alma inmortal» desde el primer instante, desde el momento de la concepción, cosa que no siempre se ha sabido. Al contrario, según estimaron la mayoría de los Padres, incluido Santo Tomás, el alma penetraba en el cuerpo de los niños a los cuarenta días, y en el de las niñas a los ochenta: un ejemplo más, por cierto, de difamación de la mujer.
El brazo secular de la Iglesia actuó brutalmente contra el aborto y el infanticidio, a menudo castigados del mismo modo. Con frecuencia, las muchachas culpables eran insaculadas, es decir, metidas en un saco —a veces, junto a un perro, un gallo, un gato y una serpiente— y arrojadas al agua mientras se entonaba una canción adecuada a la situación: «A Ti grito desde la más profunda desesperación (…)». En el siglo XVIII, la cristiandad todavía eliminaba de ese modo a las jóvenes madres. En casi toda Europa, eran atormentadas con tenazas ardientes, enterradas en vida o empaladas. «Enterrad viva a la exterminadora de niños: una caña en la boca y una estaca en el corazón» establece, concisa y concluyentemente, la Instrucción de Brenngenborn de 1418.
La Constitutio Criminalis Carolina del devoto Carlos V —legislación penal que siguió vigente hasta el siglo XVIII, y en algunos estados alemanes ¡hasta 1871!— era algo más civilizada y humana: «ítem, si una mujer mata con premeditación, nocturnidad y alevosía a un hijo suyo vivo y ya formado, generalmente será enterrada viva y empalada. No obstante, para evitar complicaciones en estos casos, dichas malhechoras pueden ser ahogadas cuando en el lugar del juicio la disponibilidad de agua lo haga posible. Mas si tales crímenes suceden a menudo, con el objeto de atemorizar a las tales malas mujeres, queremos autorizar el recurso al mencionado enterramiento y empalamiento, o que se desgarre a la malhechora con tenazas ardientes antes de ser ahogada, todo ello según el consejo de los expertos en derecho».
… Y según la moral de la Iglesia. Y es que justicia —o más bien injusticia— y moral eclesiástica están estrechamente relacionadas, sobre todo en el campo de la sexualidad (infra). El cristianismo es el responsable de que sigan existiendo leyes contra la interrupción del embarazo en la mayoría de los estados de nuestro ámbito cultural.
En Alemania el artículo 218 del código penal, en su redacción de 1871, castiga a una embarazada que haya abortado con hasta cinco años de prisión y a los cómplices con hasta diez años; a finales de la dictadura de Hitler se introdujo la pena de muerte para ese supuesto. El proyecto de reforma de la legislación penal de 1962 mantuvo la prohibición del aborto con limitadas excepciones. Y desde 1973, según la ley vigente, una mujer que «matara al fruto de su vientre o permitiera su muerte a manos de otro» puede pasar hasta cinco años en la cárcel.
Cierto es que en la actualidad las sentencias son más suaves y la gran mayoría de los casos ni siquiera llegan a juzgarse, lo que aumenta la injusticia que sufren quienes son castigados con multas y penas de prisión —que, por supuesto, siempre pertenecen a los grupos más débiles de la sociedad—. «Todavía no ha habido ninguna mujer rica que haya comparecido ante el juez a causa del artículo 218», declara el reputado jurista socialdemócrata Gustav Radbruch[251].
El derecho germano-occidental, que prohíbe el aborto incluso en las peores situaciones de necesidad social, lo autoriza sólo por indicación médica y con el respaldo de una comisión de expertos, lo que es un hecho extremadamente infrecuente. El siguiente informe puede poner en claro la clase de complicaciones que esa solución sigue generando y lo poco que una ley de supuestos puede ayudar a resolver la desoladora situación de las embarazadas en la República Federal.
«Una mujer que ya tiene varios hijos y ha estado enferma durante años intenta suicidarse en el segundo mes de embarazo ingiriendo pastillas. La salvan, pero se entera de que el feto puede haber sido dañado por las pastillas; le aconsejan que aborte. No obstante, como ha cambiado de domicilio y, por consiguiente, de médico, no sabe quién podría presentar la solicitud. Se dirige al departamento sanitario competente. El departamento sanitario no puede hacer nada y la envía al colegio de médicos. Dudas en la familia; la mujer, abrumada, va a peor. Decide pedirle al nuevo médico que haga la solicitud. Éste escribe al colegio de médicos. El colegio responde acusando recibo de la solicitud y remitiendo información sobre los costos de los dictámenes necesarios y la cantidad que la Seguridad Social paga, y añade: “Le rogamos ingrese en la cuenta del colegio una tasa de diez marcos por gastos de administración. Cuando lo haya hecho le enviaremos a vuelta de correo los nombres y direcciones de los peritos médicos.”» (¡Cuando lo haya hecho!)
«Los peritos no consiguen ponerse de acuerdo. Hay que avisar a un nuevo perito que actuará como árbitro. Y de nuevo se dice: ¡primero pagar y luego vendrá la dirección!»
«Por fin llega la decisión de los peritos del colegio autorizando el aborto. Entretanto, han pasado casi dos meses sin que haya habido retrasos premeditados por parte de nadie (trámites equivocados, dudas familiares, correo). Y es entonces cuando comienza la parte más penosa para la mujer: buscar un hospital que lleve a cabo el aborto autorizado. En un lado las monjas se niegan; en el otro, un médico tiene escrúpulos médicos y éticos. Tal vez el tercer hospital esté completo. La mujer sigue buscando, el embarazo prosigue y el embrión crece, así como el peligro para la madre y la presión sobre el médico. Si se aprueban nuevos supuestos, seguramente los retrasos en las instancias médicas se multiplicarán».
En los EE. UU., donde la «batalla del aborto» no empezó hasta hace poco tiempo, la interrupción voluntaria del embarazo se castiga en todo el territorio —con penas que van desde uno (Kansas) a veinte (Mississippi) años de prisión—, aunque también allí las leyes se aplican sólo esporádicamente. En la mayoría de los casos se considera punible la simple tentativa de aborto, ¡aun en el caso de que la mujer no estuviera embarazada! A comienzos de los setenta, treinta y un estados sólo autorizaban el aborto si peligraba la vida de la madre.
Pese a todo, la intervención es legal desde 1973. La mortalidad ha disminuido notablemente; en Nueva York, y como consecuencia de un número menor de hijos no deseados, el porcentaje de nacimientos de hijos naturales se ha reducido a casi la mitad, el de expósitos en casi un tercio y la carga social en varios millones de dólares. Sin embargo, diversos grupos, sobre todo los católicos, lanzan ataques contra el aborto. Hasta un juez del Tribunal Supremo como Harry Blackum (por lo demás, más bien conservador), expone la siguiente queja: «Nunca he recibido tantas cartas agresivas. Se me acusa de ser un Poncio Pilatos, un Heredes y un carnicero de Dachau».
En otros países el aborto sigue estando castigado con penas de prisión elevadas y en algunos casos se persigue la simple apología del mismo. Asimismo, la cuantía de las penas les parece a los católicos «por lo general, más suave que si un cazador furtivo mata a una liebre», «demasiado débiles» para «un crimen tan terrible, que socava gravemente el bien público». Y, por si fuera poco, después de la Segunda Guerra Mundial, con el exterminio de los judíos por Hitler y el lanzamiento de la bomba atómica sobre Japón, y cuando aún tenía lugar el genocidio de Extremo Oriente, el teólogo Háring se atrevía a escribir que «el aborto es un crimen que caracteriza, como casi ningún otro, el bajo nivel moral del mundo moderno». ¡Ésta es la forma que tienen de entender la moral![252].
La guerra y el aborto son relacionados hasta tal punto que se califica a los responsables de abortos de «auténticos culpables» de las guerras y, por ello, «casi» se querría que acabaran ¡en el patíbulo! Y es que, como argumenta el católico Bider textualmente; «¿No son justamente las mujeres para quienes ni siquiera es sagrada la vida de sus propios hijos las que más contribuyen a destruir el respeto a la vida? Ellas son las auténticas culpables del desprecio a Dios como Señor de Vida; ¡y casi me atrevería a decir que en los procesos por crímenes de guerra no han sido ahorcados quienes más lo merecían!».
O sea, que los criminales de guerra nazis «casi» fueron injustamente ahorcados… Es normal que esta idea provenga de la misma gente que defiende el artículo 218, tan valorado por los nazis, y que imputa a sus oponentes el dar «vía libre al asesinato» y… ¡un nuevo «programa de eutanasia»!
En la R. D. A., donde, desde marzo de 1972, la mujer podía decidir por sí sola durante los tres primeros meses si quería interrumpir su embarazo —completamente gratis, incluidos el tratamiento previo y el posterior—, la jerarquía católica (en una declaración leída desde todos los púlpitos) profetizó «un funesto futuro para todo el pueblo» y la evangélica «un embotamiento general de las conciencias».
Por su parte, los prelados de la República Federal no han dejado de manifestarse en la controversia sobre el aborto y la esterilización voluntaria: desde el arzobispo Schaufele de Freiburg hasta el arzobispo Bengsch de Berlín, desde el arzobispo Döpfner de Múnich hasta el prelado Jaeger de Paderborn, a quien probablemente sólo la situación impide pasar de la guerra fría a una caliente. En cualquier caso, condena ahora el «nuevo programa de eutanasia» y la «eliminación de la vida indefensa en el seno de la madre» con el mismo ardor católico con el que antaño, como capellán castrense de Hitler, calificaba de «degenerados hasta casi la animalidad» a los adversarios rusos de aquél y con el mismo santo celo con el que ha defendido más tarde la presencia de armamento atómico en la República Federal y el «cumplimiento del ideal de cruzada (…) en su forma moderna».
Los obispos también instruyen al unísono al gobierno de Berlín acerca de que un aborto sólo es defendible por prescripción médica y que hay que rechazar cualquier otra causa de despenalización, incluido el supuesto de embarazo por violación. ¡Claro que hace algunos años se autorizaban los raspados a las monjas violadas! Sin embargo, lo que les está permitido a las monjas, a las otras mujeres les puede salir muy caro. Porque las cosas no cambian y en 1970 fue entregada en Bonn una Toma de posición del Comisariado de los Obispos Alemanes sobre la protección de la vida del no nacido en la que se exigía que el Estado castigara el aborto como «homicidio premeditado contra una vida humana».
Pero la voz cantante en el concierto religioso la lleva el Osservatore Romano. Así, a comienzos de 1972 imputaba al gobierno del SPD-FPD el haber tomado «decisiones inhumanas» e incluso un regreso a «la ideología del Tercer Reich». Otros periódicos católicos de Italia escribían: «peores que Hitler» o «los hospitales donde en aquel tiempo se efectuaban abortos y esterilizaciones se llamaban Auschwitz, Dachau y Mauthausen». O sea que, por culpa de un proyecto de esterilización voluntaria, un gobierno social-liberal es igualado a los asesinos que llevaron a cabo una criminal esterilización forzosa, que mataron a socialdemócratas y liberales y que impulsaron una política sexual en la línea del papado (supra), el cual, por su parte, los apoyó intensamente casi hasta el último momento[253].
Y, además de la difamación y las mentiras, la cursilería que se endilga a las masas por medio de periodicuchos y hasta de carteles, si es preciso. «Imaginaos ahora», sugiere un monje con fantasía, «a esos cientos de miles de no nacidos paseándose por toda Alemania, todos ellos ataviados con trajes de luto. Una impresionante muchedumbre de criaturas, una procesión fantasmal de unos cien kilómetros de longitud. Recorren todas las comarcas de Alemania, sus grandes capitales, sus ciudades pequeñas y sus aldeas hasta llegar a la última granja, y elevan sus manilas inocentes inculpando a los padres cristianos que no les concedieron la vida, ni la terrenal ni la eterna, inculpando a los matrimonios a cuyas puertas llamaron pidiendo ser admitidos en nombre del Niño Dios y que, despiadadamente, les arrojaron de nuevo a la tenebrosa noche de la muerte. Y esta legión de espíritus formada por quienes nunca nacieron asciende al trono de la Santísima Trinidad, ante el cual elevan sus graves acusaciones contra los esposos cristianos que, egoístas, lúbricos, afeminados y crueles (…)». Etcétera, etcétera.
«Ahora imaginaos a esos cientos de miles de no nacidos (…)». Cualquiera que no sea un católico cursi puede imaginárselos tranquilamente. En cambio, imaginaos, por sólo citar un caso entre miles, al hijo de una joven sordomuda de veinte años a la que en 1971 todavía le era denegado en Nuremberg el permiso para abortar ¡pese a que ya tenía cinco hijos sordomudos viviendo en asilos!
El católico Schreiber, que en su obra Madre e hijo en la cultura de la Iglesia exhibe hasta los más banales ejemplos como testimonio de la beneficencia clerical ofrece en el apéndice, a modo de prueba, cuatro anexos de fuentes. Una instrucción para matronas de comienzos del s. XVII aconseja que «si se plantea el dilema de la muerte de la madre o la del niño, ella —la matrona— debe ante todo ocuparse de que el niño sea bautizado, pues es preferible que la madre muera en estado de gracia a que el niño se quede sin bautizar».
En nuestros días, un historiador de la medicina del siglo XVIII anota que «para las embarazadas y las parturientas sin recursos no se hacía prácticamente nada. Las autoridades se ocupaban de las madres solteras para vigilarlas y castigarlas, lo que se consideraba más justificable que el cuidarlas. Cuando no había dinero, las mujeres, pese a su estado, casadas o no, tenían que trabajar hasta la extenuación, muy a menudo en condiciones de absoluta insalubridad. Entre los pobres, el trabajo de los niños era obligado».
La Iglesia siguió prohibiendo matar al feto, incluso si existía riesgo para la vida de la madre, hasta bien entrado el siglo XX. «No está permitido destruir al niño —por ejemplo, mediante una craneotomía, una embriotomía, etc.— ni siquiera para salvar la vida de la madre». Y aún más: «la eliminación directa del feto también está prohibida aunque el médico considere necesario un “aborto terapéutico” para salvar la vida de la madre e incluso aunque quepa la posibilidad de que, sin esa intervención, mueran la madre y el hijo». «Es preferible que la madre muera en gracia de Dios a que una mano criminal mate al hijo premeditadamente. Es preferible que madre e hijo mueran por decisión de Dios a que una mano homicida arrebate la vida del niño»[254].
Y, en ese caso: ¿qué sucedía con los niños?
En la Edad Media, se les permitía estar en inclusas y orfanatos hasta que podían «ir a limosnear» por sí mismos; porque, aparte de algo de religión, apenas habían aprendido nada. Más tarde, en la Baja Edad” Media y a comienzos de la Edad Moderna, cuando los ejércitos de mendigos y vagabundos crecían constantemente y surgió —por decirlo en palabras de Marx— una «masa de proletarios forajidos», los viejos, los achacosos y los enfermos recibían ayuda, pero a los demás generalmente se les daba caza: eran azotados en público, los marcaban a fuego en el pecho, en las espaldas o en los hombros, les cortaban una oreja o un pedazo de ella o los mutilaban de alguna otra manera y, finalmente, si los habían prendido repetidamente sin contar con un trabajo —con independencia de que hubiera alguno—, los ejecutaban sin más ni más.
En 1729, el gran satírico Jonathan Swift hace su «Modesta propuesta de cómo se puede evitar que los hijos de los pobres acaben siendo una carga para sus padres o para el Estado y cómo pueden redundar en beneficio de la comunidad». Swift recomienda usarlos «para alimentar y para ayudar a vestir a muchos miles de personas»; en especial, «un niño sano y bien amamantado es, a la edad de un año, un plato sumamente delicado, sano y nutritivo, bien sea estofado, asado, cocido o guisado (…), como fricasé o como ragout» y la carne de niño pobre podía ser producida y luego puesta a la venta a muy bajo precio. Los pronósticos de Swift eran: una importante mejora de la situación material de los padres, la reducción de los abortos intencionados, los infanticidios y, sobre todo, la falta general de cariño, así como la disminución de la caza furtiva de alimañas y «una honrosa competición entre las mujeres casadas (…) para ver cuál de ellas conseguía llevar al mercado el niño más gordo».
De los setecientos cuarenta niños que ingresaron en la inclusa de Kassel entre 1763 y 1781 sólo vivían a finales de este último año ochenta y ocho y apenas diez de ellos llegaron hasta la edad de catorce[255].
En 1927 el 80% de la población de Viena aún vivía en habitaciones ocupadas por ¡al menos cuatro personas! A finales de los años cincuenta, según una encuesta sobre las condiciones de vida de más de seis mil niños del distrito obrero berlinés de Kreuzberg, las dos terceras partes de los escolares vivían en casas con una o dos habitaciones, sin jardín ni balcones, casi el 40% no disponían de lavabos y muchos de ellos habitaban en viviendas de una sola habitación ocupada por tres (el 39%), cuatro (el 25%), cinco o más (15%) personas. Uno de cada tres niños no tenía en su casa ni un lugar para trabajar ni un rincón para jugar, y uno de cada ocho ni siquiera contaba con una cama propia. Y todavía en 1965, ochocientas cincuenta mil familias de la República Federal de Alemania residían en barracas, sótanos o buhardillas.
En la católica Italia, más de un millón de personas siguen viviendo del trabajo a domicilio, pésimamente pagadas y sin seguridad social; el 50% de los jóvenes trabajadores industriales con formación (!) tienen un sueldo semanal de alrededor de cinco mil liras; 1,3 millones de italianos carecen de cualquier clase de trabajo: en el sur de Italia, el 48,3% de quienes están en edad de trabajar. ¡Por no hablar de las calamidades que asolan la católica Sudamérica! Pero el embrión debe ser protegido…
El aborto, según la ley, es un crimen. Con lo cual, la mayoría de la población estaría compuesta por crimínales, criminales, por cierto, de todas las clases sociales. A. S. Neill, el conocido fundador de Summerhill —que califica el problema del aborto como uno de los síntomas más repugnantes y farisaicos de la enfermedad que padece la humanidad—, afirma con razón que «no hay ningún juez, sacerdote, médico, maestro y demás puntales de la sociedad que no preferiría que su hija abortara a soportar la vergüenza de que se convirtiera en madre soltera».
En estas situaciones —como en la mayoría—, la gente con medios tiene ventajas. Ellos pueden acudir a cualquier parte del mundo para asegurarse una operación legal, médicamente impecable y casi sin riesgos, mientras que las mujeres pobres se ponen en manos de chapuceros y muchas veces acaban estériles, enferman (¡alrededor del 30%!) o mueren. Según una investigación realizada en Nueva York en los años setenta, el 56% de los abortos practicados en mujeres puertorriqueñas y el 50% de los practicados en mujeres negras terminaban con la muerte de la paciente, mientras que el porcentaje entre las gestantes blancas era del 25%. El Newsweek comentaba el hecho con la frase: «El mayor tributo de sangre lo pagan las pobres y las marginadas».
Según una estadística científica nunca rebatida, a finales de los años veinte se practicaban en Alemania 875.750 abortos. Gottfried Benn calculaba en aquel tiempo que, entre médicos y pacientes, anualmente la población se hacía «acreedora ante el Estado de más de trece millones de años de presidio por delitos de aborto». Cada año, unas veinte mil mujeres morían durante estas intervenciones y setenta y cinco mil se veían atacadas por fiebres puerperales.
Asimismo, el pastor Legius lamentaba en la revista Reforma que «la mayoría de ellas no se mueran durante las intervenciones, como escarmiento para perdidas y crédulas. Afortunadamente, una cifra importante de berlinesas modernas mueren del llamado puerperio, como castigo por haber abortado. No obstante, es de lamentar el número de estas inútiles que sobreviven para proseguir su infame vida».
En los años cincuenta se calculaba que, por cada nacimiento, en la República Federal se producían unos dos abortos. Aparte de la eventual muerte de la paciente, la lista de las posibles consecuencias incluiría depresiones, neurosis, aversión al hombre que ha insistido en la operación y, con frecuencia, esterilidad. Aproximadamente, entre el 15% y el 20% de las pacientes no pueden tener más hijos, lo que supone, sólo en Alemania Occidental, entre ciento cuarenta y doscientas mil mujeres al año. No hace muchos años, la cifra estimada de abortos anuales de nuestro país seguía siendo de varios cientos de miles (pese a la píldora), con miles de mujeres muertas durante esas intervenciones.
En Francia, a mediados de siglo, había tantos abortos como nacimientos; dos terceras partes de las pacientes eran mujeres casadas. Las que se sometían a la intervención no eran jovencitas que habían tenido alguna aventura inconfesable, sino madres que no podían alimentar a más hijos. En los años sesenta, el 80% de las francesas había abortado alguna vez. Y muchas de ellas deben de haberse sometido a más de quince abortos ilegales.
Por las mismas fechas, en Estados Unidos quedaban interrumpidos alrededor del 80% de los embarazos prematrimoniales, el 15% de los matrimoniales y más del 80% de los postmatrimoniales. Es bastante significativo que los estados se preocupasen de advertir a los estudiantes de medicina sobre los problemas sociales y legales del aborto, siendo tan escasos los debates sobre técnicas de interrupción del embarazo, por lo que la formación de los médicos no pasaba de «fragmentaria». Se habrían podido desarrollar métodos eficientes y seguros, pero la moral dominante lo impidió.
Por el contrario, esta clase de intervenciones, que había estado prohibida a lo largo de toda la era cristiana, fue legalizada en la Unión Soviética en 1920, quedando a cargo de los médicos de los hospitales públicos; y es que, antes de dicha fecha, aproximadamente el 50% de las pacientes sufrían complicaciones septicémicas y el 4% morían como resultado de la operación. El aborto volvió a ser prohibido —con escasas excepciones— en la época de Stalin, pero en 1955 fue nuevamente legalizado. En Rusia se practican unos cinco millones de abortos legales al año y las extranjeras también pueden someterse a dicha operación. Lo mismo ocurre en Polonia, Yugoslavia, Japón y, desde 1968, en Inglaterra, donde el «crimen capital» seguía castigándose a finales del siglo XIX con cadena perpetua. El respeto a la vida humana no ha disminuido en ninguno de esos estados. ¿Qué estaba pasando en Rusia cuando Stalin prohibió el aborto? ¿Qué ocurría en Alemania cuando los nazis protegían la «vida del no nacido» con la pena de muerte? Los argumentos que esgrimían Stalin y Hitler son los mismos que la Iglesia esgrime en la actualidad, casu substrato.
La legalización de la interrupción del aborto reduce considerablemente la mortalidad y la morbilidad. Un aborto realizado por especialistas prácticamente no tiene riesgos; en todo caso, tiene menos riesgos que un nacimiento normal. En todos los lugares en los que el aborto bajo atención médica está permitido, las conocidas consecuencias de las intervenciones ilegales —fiebre, infecciones, un cierto tipo de esterilidad— tienden a desaparecer de inmediato. En los estados del bloque oriental había a finales de los años cincuenta seis muertes por cada cien mil operaciones de este tipo; ¡en Checoslovaquia la cifra se había reducido a 1,2 a comienzos de los sesenta y en Hungría era de 0,8 en 1968! Frente a dichas cifras, la mortalidad en los abortos ilegales practicados en Occidente es diez veces superior[256].
De esta manera, millones de mujeres se han convertido en las víctimas de unas instituciones religiosas que siguen influyendo en nuestras leyes, que siguen predicando el dogma del pecado original, que siguen condenando el placer extramatrimonial, que siguen intentando sabotear la educación sexual de los jóvenes y alimentando la hipocresía, las neurosis y las agresiones, como mostrarán los capítulos que vienen a continuación.