CAPÍTULO 21
LA PROHIBICIÓN DE LOS MEDIOS ANTICONCEPTIVOS

¿Por qué no se termina de liberalizar la publicidad de medios anticonceptivos? ¿Por qué no se instruye ampliamente a los niños en las escuelas sobre anticoncepción? ¿Por qué no se instalan en todas partes máquinas expendedoras de diferentes anticonceptivos de fácil acceso? Todo ello podría haber ocurrido hace tiempo sin mayores quebraderos de cabeza para nuestros ministros de Sanidad, Hacienda y Trabajo, porque no cuesta nada (…)

CHRISTA BECKER

La persona mayor de edad (…) piensa y actúa de forma que siempre está en condiciones de arrastrar la responsabilidad por sus propios actos (…) Piensa, ante todo, que engendrar hijos tiene que ser la acción más responsable de la persona. Pues quien engendra hijos que no pueden ser felices comete el mayor crimen imaginable.

DEMOSTHENES SAVRAMIS

La Iglesia no juzga a la «píldora»; más bien es la «píldora» la que sienta a la Iglesia en el banquillo, desde el punto de vista de las necesidades humanas fundamentales.

ALEX CONFORT[238]

Pigmeos, bosquimanos y católicos

El control consciente de la natalidad o planificación familiar no es un aspecto novedoso de la «degeneración» moderna, sino que es un fenómeno de origen antiquísimo extendido por toda la Tierra: una parte integrante de la propia vida humana. Los cazadores y recolectores primitivos, como los pigmeos y los bosquimanos (y ciertos católicos), son los únicos grupos que suelen renunciar a los medios anticonceptivos; o que prescinden de ellos por completo, como parece ser el caso de los nativos de Tierra del Fuego.

El procedimiento anticonceptivo más antiguo —y seguramente el más usual— debe de hacer sido el coitus interruptus que ya aparece en el Antiguo Testamento. No obstante, hace cuatro mil años, las egipcias ya se aplicaban intravaginalmente unas bolas de lana y paño impregnadas de ciertos extractos. También es muy antiguo el uso de preservativos —hechos de tripas de pescado o diversos animales—, la ingestión de productos vegetales e incluso la abstinencia durante un período determinado del ciclo menstrual, prácticas ya descritas a comienzos del siglo II por el griego —afincado en Roma— Sorano de Efeso, uno de los ginecólogos más importantes de la Antigüedad. La cristiandad parece haber ignorado la gran mayoría de los medios contraceptivos… ¡hasta el siglo XVIII! La regla en esta parte del mundo era casarse pronto y producir una descendencia tan amplia como fuera posible (supra).

Aunque la doctrina de Jesús acerca de la finalidad del matrimonio es inexistente y en todo el Nuevo Testamento no se dice ni una palabra sobre control de natalidad, la Iglesia ha prohibido el uso de cualquier medio anticonceptivo, por simple que sea. El más usado de todos ellos, el «apearse en marcha» o «marcha atrás» —que, según San Agustín, degradaba a la mujer a la condición de prostituta—, ha sido considerado hasta nuestros días como gravemente pecaminoso. (Aún hoy la Iglesia sigue amenazando con los «devastadores efectos» de esta práctica centrada «en el desencadenamiento del placer».)

Naturalmente, la prohibición está, en primer lugar, al servicio de la multiplicación del número de los feligreses y los cuadros clericales (supra). Pero también es la expresión de una envidia sexual y una malicia espiritual que pueden quedar de manifiesto en un breve papal de 1826 que condena el uso de preservativos «porque obstaculiza los designios de la Providencia, que quiso castigar a las criaturas por medio del miembro con el que pecan»: es decir, por ejemplo, por medio de la sífilis, que entonces era incurable[239]. (Dicho sea de paso: ¡menuda Providencia, que se queda con dos palmos de narices por culpa de un condón!)

El azote de Dios y la «capucha inglesa»

La Iglesia no veía la sífilis como una enfermedad, sino como una plaga de Dios, consecuencia del pecado de la lujuria y, sobre todo, de la sodomía. En la Edad Media, las víctimas de enfermedades sexuales, «mujerzuelas disolutas y depravadas», eran condenadas a llevar unos hábitos amarillos llamados «vestidos de canario», un signo suficientemente llamativo de su abyección. En el siglo XIX, las enfermedades de este tipo seguían siendo consideradas pecaminosas y degradantes en extremo. Había que mantenerlas en secreto a cualquier precio; la palabra «venéreo» ni siquiera podía aparecer escrita. Y, por lo visto, hoy en día, los enfermos por transmisión sexual continúan provocando a menudo el odio de quienes les rodean, incluidas amenazas de huelga en algunas fábricas («Hay que encerrarlos», «¡echadlos a patadas!», «son moralmente reprobables»…).

Estas cosas son el resultado de una moral cuyos apóstoles siempre han prohibido la profilaxis sexual. A mediados del siglo XIX, en un momento en que los mismos médicos eran encerrados en prisión por recomendar medios anticonceptivos, el Vaticano decreta que «servirse de tal funda es una falta grave; es un pecado mortal». Y a la pregunta: «¿debería una mujer entregarse al coito si sabe que su marido rodea su miembro con una “capucha inglesa”?», el Papa y el colegio cardenalicio responden a mediados del siglo XIX: «No, pues sería cómplice de un crimen abominable (!) y cometería pecado mortal».

Los «infames artículos» de 1913…

A finales del siglo XIX, el control de natalidad estaba ampliamente extendido en Europa; el clero, desde España hasta Alemania, dirigía sus ataques contra el «abuso matrimonial», las «relaciones sexuales antinaturales», o la «renuncia a la bendición de los hijos».

Una instrucción impartida por los obispos belgas en 1909 a propósito del «onanismo matrimonial» —«el perverso pecado de Onán que cometen en Bélgica ricos y pobres, ciudadanos y campesinos»— instruye a los confesores del modo siguiente: «si alguien practica la anticoncepción por temor a traer al mundo más hijos de los que podría alimentar, deberá animársele a poner más confianza en la Providencia, que ya se ocupará de que ninguno muera de hambre. Si un hombre practica la anticoncepción por temor a que el embarazo y el alumbramiento pongan en peligro a su mujer, habrá que mitigar sus temores. Pero si existe un peligro real, se recomendará una castidad heroica». Públicamente, los sacerdotes debían hacer frente al pecado mediante el elogio de la familia numerosa, pero en el confesonario tenían que «combatir el mal con especial firmeza».

Poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, los obispos alemanes condenaron todas las formas de impedir la reproducción; los supuestos abusos del matrimonio «por puro placer» serían «pecados graves, muy graves (…) No puede haber necesidad tan apremiante, ni beneficio tan grande, ni instinto tan invencible que justifiquen semejante violación de la ley moral natural (!) de Dios».

Hasta la industria del ramo fue condenada por los pastores como «nefanda» a causa de su «criminal complicidad», ya que «nuestro pobre pueblo alemán» tendría que «pagar sus infames artículos no sólo con su dinero, sino también con su sangre, con la salud del cuerpo y el alma y con la felicidad de la familia»[240]; ¡aunque es evidente que quien paga con dinero, felicidad y salud es el que desdeña los métodos de prevención!

… Y la Guerra «Santa»

Por lo demás, ¿acaso la Iglesia habría combatido la industria del armamento con esta energía? ¿se te habría ocurrido tacharla de «criminal» y «nefanda»? Porque para esos «artículos» sí que habrían sido ajustadas las palabras episcopales de 1913: «nuestro pobre pueblo alemán tiene que pagarlos no sólo con su dinero, sino también con su sangre (…)». Pero los obispos no hablaban entonces de granadas, cañones y gases. No: hablaban de preservativos. Ellos justificaban las granadas, los cañones y el genocidio; ¡los calificaban como santos! Los preservativos, en cambio, eran cosa del demonio, y lo siguen siendo. Porque diezman a los consumidores y a quienes están destinados a ser consumidos, a los usuarios y a quienes son carne de cañón; diezman el poder y la gloria. Así que ¡guerra a los preservativos! ¡Pero nunca guerra a la guerra! Ésta es la moral de la Iglesia; todo lo demás, palabras. Por eso mismo, lo que los obispos no decían de los cañones y las granadas, sino de los profilácticos, vale para los obispos mismos: los pueblos tienen que pagarlos con su dinero y su sangre… Como demuestra la historia: desde las guerras de Constantino, pasando por las carnicerías de los merovingios y los carolingios, las cruzadas en norte, sur, este y oeste, las matanzas de hugonotes, herejes, brujas y judíos y las grandes masacres religiosas del siglo XVII, hasta las dos guerras mundiales y el baño de sangre en Vietnam.

¡Esta Iglesia llama al genocidio culto divino! Pero a los profesionales de la medicina les prohíbe distribuir anticonceptivos: mejor que uno coja la gonorrea o la sífilis. Después de la Primera Guerra Mundial, en los «santuarios» del catolicismo brillaba con luz propia la siguiente frase: «por mucha parte que haya tenido la guerra en el embrutecimiento de las costumbres de la posguerra, no deja de ser sorprendente que los mismos mandos militares pusieran medios profilácticos en manos de los jóvenes, suministrándoles así “artículos de burdel” sin restricción alguna». La oportuna réplica de Kurt Tucholsky: «O sea, que los católicos maten seres humanos, pase. Pero que los mandos (…) se preocupen —y se preocupan muy poco— de que no haya más gente que pesque la gonorrea (…) eso sí que podría poner en peligro los dogmas católicos. Un amor muy curioso, el amor cristiano».

Sobre el decoro y el derecho cristianos

La simple venta de métodos anticonceptivos «es una participación formal en el pecado del comprador». ¡La venta de granadas no! Ésta es la moral de la Iglesia; su concepto del bien y el mal, de conciencia y amoralidad. «Por ejemplo, va contra una correcta idea de la conciencia el que el Estado, en nombre de la libertad de conciencia, tolere la literatura dañina, los medios anticonceptivos e incluso el aborto. El Estado tiene que garantizar la libertad de la conciencia buena y sana, pero no el libre desenvolvimiento de la mala conciencia. Si no, sería inevitable que los malos acabaran finalmente por imponerse a los buenos».

De este modo, la coacción de los «buenos» se impuso a los «malos»: y en la actualidad, la contracepción sigue siendo combatida con la ayuda del «brazo secular»; así por ejemplo, mientras los suecos y los daneses facilitan el acceso de los jóvenes a los medios anticonceptivos e insertan publicidad semanal al respecto en la televisión, en otros países los anuncios de este tipo están castigados con multas y penas de prisión; en la segunda mitad de este siglo ha habido médicos que han sido juzgados (en Italia, en Alemania) por esterilizar a mujeres o, simplemente, por recomendar anticonceptivos. En cambio, en la India (no cristiana), se recompensa a los adultos que se dejan esterilizar y en Japón (otro país que tampoco es cristiano) se ha evitado una catástrofe en los últimos veinte años mediante la realización de unos treinta millones de abortos legales. En todo el mundo occidental, incluida América, las leyes relativas al comportamiento sexual han derivado hasta hoy de la moral cristiana[241].

Sobre el «atentado de los esposos»

En 1930, Pío XI, un decisivo colaborador de Mussolini, Hitler y Franco, impartía en su encíclica Casti connubii («De la nobleza y la dignidad del matrimonio cristiano») la siguiente doctrina: «Pero puesto que el acto matrimonial, por su propia naturaleza, está destinado a la generación de nueva vida, aquellos que, al practicarlo, lo despojan a sabiendas de su fuerza natural, obran contra la naturaleza y hacen algo reprobable e inmoral». Al mismo tiempo, el Papa estaba —verbalmente— «muy conmovido por las quejas de los matrimonios que, oprimidos por una extrema pobreza, apenas si saben cómo criarán a sus hijos». Aunque, pese a toda su conmoción, la «funesta situación económica» no puede ¡«servir de motivo para un error aún más funesto»!

Para el Papa, todo lo que va contra el afán de dominación de la Curia —siempre presentada como «divina»— es «pecaminoso», «algo reprobable», «inmoral», «culpa grave». Todos los que «por aversión a la bendición de los hijos quieren evitar la carga, disfrutando empero del placer», actúan, lisa y llanamente, como «criminales». Y es que: placer sin carga… ¡adonde iríamos a parar! ¡Y adónde iría a parar la jerarquía eclesiástica, que vive de la carga que endosa a los demás!

Por ello, Pío XII difundió enérgicamente la misma moral. «Todo atentado de los esposos», decía en 1951 ante las matronas italianas, «contra la consumación del acto matrimonial o contra sus consecuencias naturales, con el propósito de despojar al acto matrimonial de su fuerza inherente, impidiendo la generación de nueva vida, es inmoral». Y aseguraba: «esta norma está hoy en completa vigencia, lo estuvo ayer y lo estará mañana y siempre».

El clero procede conforme a estas directrices que, seguramente, los papas posteriores deplorarán. Así, una Instrucción para el tratamiento de los abusos matrimoniales en el confesonario, impartida por la vicaría general del obispado de Münster, señala lo siguiente: «Se pide a la parte dócil una resistencia activa al acto, lo mismo que frente a (…) la violación de un tercero; sólo puede doblegarse ante la coacción física»; la «violación», el «estupro» ¡del marido!

Y no sólo eso: «la mujer no puede recurrir a los medios anticonceptivos ni siquiera como “legítima defensa”; por ejemplo, para protegerse ante un hombre que padece una enfermedad sexual (…); que, dejando a la mujer embarazada, la pusiera en evidente peligro de muerte (!); que sólo pudiera engendrar niños con graves deficiencias (!); que no se preocupara en modo alguno de la alimentación y educación de sus hijos». Está visto que esta gente no se arredra ante nada.

Cuando la mujer deja de ser mujer

Sobre todo, se sigue coaccionando a las mujeres más sugestionables para que eviten toda práctica anticonceptiva. «Si es el hombre el que recurre a ellas, la mujer debe ofrecerle una seria resistencia, negarse y defenderse durante todo el tiempo y por todos los medios que pueda; en todas las ocasiones, la mujer debe hacer todo lo posible para evitar este tipo de relación sexual y sólo la permitirá obligada por un acto de fuerza real que no pueda impedir aunque lo intente». «Queremos vivir cristianamente; no tenemos ningún derecho a cometer excesos (!)». De esta forma, la mujer debe convencer al marido que quiera poner impedimentos a la concepción. De esta forma, pretextando responsabilidad, se coacciona irresponsablemente, se exigen, con egoísmo evidente, los sacrificios más graves y se lleva el temor, la discordia y la inhumanidad al interior de las familias, de los matrimonios, del dormitorio conyugal. De esta forma, se califica de exceso a lo que es razonable, se tacha de pecado y crimen lo que es una obligación obvia respecto a la pareja, los hijos y la sociedad; y respecto a uno mismo.

Al mismo tiempo, se provoca el temor a los medios anticonceptivos, presentándolos como causa de infecciones, incluso de cáncer, soltando toda una sarta de mentiras: «la totalidad del sistema circulatorio funciona con dificultad; el sistema nervioso, que debería relajarse, queda colapsado, y el hombre, en lugar de liberarse de su instinto, queda esclavizado a él. Pero la mujer deja de ser mujer desde el punto de vista espiritual, se entrega a la sensualidad, su condición materna queda enterrada. Inconscientemente, se mata al alma por medio del cuerpo».

Y, puesto que la consecuencia de emanciparse de la coacción sexual de la Iglesia suele ser liberarse de la Iglesia misma, los casados escuchan continuas y vehementes llamadas al arrepentimiento: «aun cuando no lo reconozcan el uno al otro, no se desharán del mudo sentimiento íntimo de ser culpables ante Dios vivo (…) Por tanto, es comprensible que eviten seguir mirando a Dios (!) a los ojos y se aparten de su camino. Hablan de intromisión de la Iglesia en la esfera privada. Pero, en el fondo, saben que no se trata de una intromisión de la Iglesia, sino de Dios y del orden divino»[242].

La «beatificación» de Knaus-Ogino

La utilización de los días no fértiles de la mujer o método Knaus-Ogino fue el único procedimiento que Pío XII admitió como moralmente justificado y el único para el que encontró razones «serias». El Papa, con ello, hizo una concesión al espíritu de la época —dejando de lado toda la tradición—, pero, por otra parte y no sin cierta consecuencia, dio vía libre al procedimiento más inseguro: al método «natural», como se tenía buen cuidado en subrayar, para diferenciarlo de los medios «antinaturales» o «artificiales» repetidamente condenados.

Pero, según esta lógica, quedarían desacreditadas todas las conquistas técnicas del hombre que han hecho la vida más llevadera, desde las gafas a las prótesis, desde las dentaduras postizas hasta los órganos artificiales. Además, habría que preguntarse si, para muchos, el control «artificial» de la natalidad no es más esencialmente natural que la medición diaria de la temperatura basal o el análisis de la mucosa del cuello del útero, aprobados por el Papa.

En todo caso, cualquier otra medida preventiva sigue siendo pecaminosa y profundamente inmoral: desde el coitus interruptus al condón, desde el pesarlo a la píldora… cuya producción, curiosamente, fue posible gracias a los trabajos previos de un católico, el ginecólogo de Harvard John Rock. Una ironía todavía mayor si tenemos en cuenta que el descubrimiento fue el resultado casual de sus investigaciones sobre fertilidad, la consecuencia no deseada de unos experimentos encaminados, no a impedir, sino a facilitar el embarazo. (¿No son los caminos de Dios inescrutables?)

El desarrollo posterior de los hechos fue proverbial. Por una parte, en la historia de la farmacia seguramente no ha habido ningún preparado que se haya popularizado con tanta rapidez, obteniendo tan buenos resultados: si con el uso de condones el porcentaje de fracasos era de casi el 50%, con la píldora descendió por debajo del 1%, con lo que se suprimió el miedo al embarazo que hasta entonces había sido la razón decisiva para evitar o limitar las relaciones pre y extramatrimoniales. Pero por otra parte —y precisamente por la misma razón— se desencadenó de inmediato un pánico enorme. Pues aunque en 1966 algunos de los gremios científicos más importantes del mundo (comisiones de expertos de la O. M. S. y del gobierno británico, autoridades sanitarias de los Estados Unidos, y otros) destacaron —cada uno por su parte— la total inocuidad de la píldora, fueron culpados por muchos médicos —con una significativa mueca de desaprobación— de alterar el «orden de la creación»; estos últimos, con una «desorientación calculada», advirtieron de las funestas consecuencias de un uso inadecuado: varices, problemas hepáticos, anemia o cáncer… pese a que la medicina cree que la píldora probablemente inhibe los procesos cancerígenos, en lugar de fomentarlos.

Sobre la inhumanidad de la «vida humana»…

En el Concilio Vaticano Segundo, la Iglesia mantuvo su línea antihumanística y antihedonística. Los «padres» seguían sin permitir que, «en el control de la natalidad, los hijos de la Iglesia» recorrieran «caminos que el Magisterio, en aplicación de la ley divina, prohíbe». Un católico comenta que «quien lea el texto conciliar con detenimiento, constatará que no existe la decisión libre de tener hijos o no tenerlos, o de tener dos, tres o cuatro. El acto matrimonial siempre debe comportar una “voluntad de reproducción”».

En una plática que dirigió a los cardenales en 1964, Pablo VI ya había reconocido «francamente»: «Nos, por lo pronto, no tenemos base suficiente para considerar que las normas decretadas a este respecto por Pío XII están superadas y ya no son vinculantes»; y añadía una amonestación para que nadie se expresara en aquellos momentos «en un sentido que se desvíe de las normas vigentes». En 1968, la «encíclica de la píldora» (que, por cierto, no mencionaba la píldora, aunque se ocupaba de ella por extensión) dejaba claro que, en este tema, las cosas seguían como siempre. Sólo se permitían los métodos basados en los ciclos de fertilidad, circunstancia de la que los mismos católicos se burlaban: «la beatificación de Knaus-Ogino, representada por la compañía del asilo de San Pedro de Roma, bajo la dirección de Pablo VI».

Además, Pablo VI también prohibía todo lo que tratara de impedir la reproducción, «preventivamente, durante la realización del acto o con posterioridad al mismo» y ordenaba que todo acto sexual de la pareja «debía ir encaminado, per se, a la reproducción de la vida humana», por más que «se estén alegando razones honestas y poderosas para otra forma de proceder». (¡Sólo si una monja está amenazada de violación —cosa que alguna quizás espera en vano— puede usar medios anticonceptivos con autorización curial!)

La circular papal Humanae vitae —cuyo título tal vez es otra muestra de cinismo celibatario— mantiene inalterada la tradición teológico-moral de los últimos papas. Hace valer el derecho divino, invoca «ante todo la iluminación del Espíritu Santo, de cuya particular asistencia disfrutan los pastores a la hora de exponer la verdad» y, con el mismo atrevimiento, no vacila en afirmar que la doctrina (sobre el amor, el matrimonio y el control de natalidad) «está de acuerdo con la razón humana»[243].

… Y sobre la carga del Espíritu Santo

Humanae vitae se basa en varios dictámenes de la comisión papal sobre la cuestión del control de natalidad: un dictamen de la mayoría, otro de la minoría y una réplica de la mayoría al dictamen de la minoría.

El ultraconservador dictamen de la minoría, decisivo para la elaboración de la encíclica, habla de la «maldad de la contracepción», a la que califica de pecado grave y antinatural, vicio condenable y «homicidio anticipado». Los autores del dictamen —quienes no dudaban en declarar que «todos los creyentes» aprobaban sus afirmaciones— alegaban convincentemente que una modificación de la tradición suscitaría dudas de consideración acerca de la historia de la Iglesia, la autoridad del ministerio pastoral en cuestiones morales e incluso la del Espíritu Santo pues, en tal caso. Éste habría estado de parte de los protestantes en 1930 (Pío XI: encíclica Casti connubii), 1951 (Pío XII: discurso a las comadronas) y 1958 (Pío XII: discurso ante la Sociedad de Hematólogos) y no habría prevenido del error durante medio siglo ni a Pío XI, ni a Pío XII ni a gran parte de la jerarquía.

De hecho, si permitiera el control de natalidad, la Iglesia se pondría en una situación difícil, se condenaría a sí misma, literalmente. Porque no sólo negaría todo aquello que antes había exigido —es decir, toda la tradición católica—, lo que no significaría gran cosa para unos jerarcas que siempre han sido esclavos de la oportunidad; tampoco afectaría al destino de los millones de personas que, por culpa de la compulsión reproductora, han visto cómo su matrimonio fracasaba o se hundía definitivamente en la pobreza.

No obstante, teniendo en cuenta que un católico comete pecado mortal no sólo cuando sabe perfectamente que se trata de una falta grave, de una materia gravis, sino también cuando cree que es pecado mortal, aunque no lo sea en absoluto, sería verdaderamente fatal para los pastores de almas que la Iglesia hubiese condenado sin remisión a tantos creyentes; como se dice en el documento sobre control de natalidad entregado por el cardenal Ottaviani al papa Pablo VI, «supondría un funesto error para las almas» si «miles de actos humanos ahora aprobados» hubiesen sido «condenados del modo más imprudente a las penas del Infierno hasta Pío XI y Pío XII».

Cólera y crítica

A raíz de Humanae vitae muchas personas, y en especial los católicos, se irritaron profundamente; apenas ha habido una encíclica que haya despertado una protesta tan airada en el seno de la Iglesia. Y es que, aunque esta clase de escritos no goza de la llamada infalibilidad papal, sí posee un carácter autoritario, es expresión del supremo magisterio de los papas y los creyentes deben acatarlo interior y exteriormente.

El teólogo católico Antón Antweiler ofreció una de las réplicas más profundas. En una extensa crítica única en su género y que, no por casualidad, hubo de editar el mismo autor, se ponía de relieve que no había ningún mandato de Dios o de Cristo a propósito del matrimonio, pues éste no había formado parte de la doctrina católica hasta la edad moderna; que la teología moral no estaba guiada por la psicología, la sociología, la genética o la medicina modernas, sino por anticuadas ideas escolásticas; que la encíclica manifestaba un total desconocimiento científico y antropológico, y en cambio era dura y cruel, y ni aportaba una solución al problema, ni servía de ayuda a la mujer, la familia o la sociedad; al contrario, el llamamiento al sacrificio y al idealismo debía aparecer a las personas en dificultades como puro sarcasmo.

El teólogo puso a prueba el documento de su jefe sistemáticamente, casi frase por frase, y de la misma manera, casi frase por frase, lo redujo al absurdo con lógica y lucidez reconfortantes, con imponente serenidad y, de cuando en cuando, cuando era inevitable, con esa sutil y mortal ironía que corresponde al asunto tratado.

«(…) Completamente esclerotizado»

Si dos grupos numerosos de premios Nobel ya habían solicitado a Pablo VI antes del documento papal «una revisión de la posición católico-romana en el tema del control de natalidad», después de la publicación de aquél, más de dos mil científicos americanos aseguraron en una carta de protesta: «No nos dejaremos influir más por llamamientos a la paz mundial y a la compasión hacia los pobres de un hombre cuyos actos sólo contribuyen a favorecer la guerra y a hacer inevitable la pobreza».

No obstante, este escrito del Papa es menos responsabilidad del Papa que del sistema; es verdad que la encíclica adoptaba «un punto de vista esclerotizado», como creía el presidente de la Unión de Médicos Católicos, Saes, y que era «una catástrofe», como también proclamaba este (miope) médico, pero la catástrofe es la Iglesia, el Cristianismo en sí mismo. Y lo es desde San Pablo, ¡no desde Pablo VI! Quien hoy no ve esto, o está ciego o se hace pasar por tal. Tertium non datur.

Un control consciente de natalidad es indispensable para orientar la vida humana; su importancia difícilmente puede ser sobrevalorada. Gracias a él podemos decidir el tamaño de la familia y el intervalo entre los nacimientos, podemos impedir la miseria material y el desgaste de la salud, así como algunas crisis matrimoniales y traumas infantiles. Y es que el problema de una existencia no deseada arrastra graves consecuencias: «el niño que no es querido expresamente por sus padres se venga durante toda su vida por haber nacido. Se venga en sus padres, en sus semejantes, en toda la humanidad. El verdadero crimen no es sino la venganza de los hijos no deseados»[244].

Sólo según las «reglas de la Naturaleza» o «como hermano y hermana»

¿Y qué soluciones racionales ofrece la Iglesia para los numerosos problemas relacionados con la reproducción humana? ¿Qué propuestas practicables hace desde los puntos de vista individual y social? ¿Qué hace para evitar el agotamiento físico y psíquico de los padres de familias numerosas o para evitar la superpoblación y las hambrunas?

Básicamente, oscila entre dos extremos: o bien dosifica a sus pobres, es decir, a sus masas, el único placer que se pueden permitir, convirtiéndolo en un costoso programa de penosos ejercicios bajo el signo de la cruz, vigilado por instituciones penitenciales y sometido a la obligación de producir constantemente nuevos católicos, o bien, si no se ama «según las reglas de la naturaleza», exige un ascetismo estricto, el «camino de la castidad perfecta», «una vida como hermano y hermana, según el notable ejemplo de la madre de Dios y San José»: una alternativa que sólo ha podido surgir de los cerebros de unos celibatarios sádicos.

No sería necesaria la investigación del Instituto Allensbach de Demoscopia para saber quiénes suelen caer en aquella trampa y quiénes son los mayores acreedores de la Iglesia: «el control de natalidad se practica menos cuanto peor es la educación y más baja la clase social». El 30% de los padres de clase alta y media alta no habían deseado tener a ninguno de sus hijos. Esa cifra subía ya a un 41% en el caso de la clase media mayoritaria en las que el padre ejercía algún oficio manual y llegaba hasta el 53% entre los encuestados que el Instituto encuadraba en la «clase social más modesta». Según una encuesta de la propia Iglesia, el distanciamiento respecto a ella crece proporcionalmente con el nivel de educación.

Podemos ver algunos resultados cotidianos, en absoluto extremos, de la prohibición católica del control de natalidad: una madre con cuatro hijos reconoce a una doctora francesa que tiene miedo a un nuevo embarazo, por lo que se queda trabajando por las noches todo el tiempo que puede y no se va a la cama hasta que su marido, un trabajador textil, está profundamente dormido; o, a veces, finge estar agotada para que la deje «tranquila». «Cuando la interrogué con ocasión de su quinto embarazo me dijo que le había sido imposible renunciar por completo a las relaciones sexuales». Otro caso cotidiano: una joven pareja que, después de dos años y medio de matrimonio, va a visitar al médico con motivo del tercer embarazo, explica: «hasta el matrimonio tuvimos que mantenemos puros el uno para el otro; ahora tendremos que mantenernos puros para no tener más hijos: ¡es para volverse loco!».

Problemas de conciencia, desavenencias, apuros económicos: ¿le preocupa todo esto al clero? Paro, viviendas miserables, habitaciones llenas de niños hambrientos… ¡Cuántas veces han sido asesinados precisamente porque tuvieron que nacer! Un sínodo español dice en el año 589: «entre las muchas quejas que han llegado al sínodo, la más horrible es que en algunas regiones de España hay padres que matan a sus hijos para no tener que alimentarlos».

¿Pero conmueve todo esto a los sacerdotes o a los ambiciosos jerarcas? ¿Les inquieta que, en la actualidad, alrededor de veinte millones de personas se mueran de hambre cada año? ¿Les inquieta que cada año haya, sólo en Alemania Occidental, casi cien niños que mueren víctimas de malos tratos, calculándose que entre el 90 y el 95% de todos los casos ni siquiera llega a ser conocido? ¿O que se supone que más de la mitad de los casos de lactantes muertos por asfixia son provocados? ¿O que la mortalidad entre los hijos de mujeres que han pasado por cinco partos o más es dos veces superior a la de los hijos de las que han sido madres entre dos y cuatro veces, y seis veces mayor que la de los hijos de madres que sólo han pasado por un alumbramiento? ¿Les inquieta que los sentimientos maternales de las mujeres excesivamente fértiles y constantemente embarazadas sean más débiles que las de las madres con menos niños? ¿Les inquieta que el 50% de las mujeres que no recurren a procedimientos anticonceptivos vuelvan a quedar embarazadas a los tres meses del anterior parto? Claro que no. Al contrario: «¡más valen diez en la cuna que uno en la conciencia!».

Como mucho, lo que puede irritar a los jerarcas son esas tremendas noticias (sólo las noticias, naturalmente) que de vez en cuando recorren el mundo acerca del «increíble» estado «de abandono social y depravación moral, crueldad y hambre, de los hospicios católicos de las grandes ciudades italianas»[245].

«Sacrificios permanentes» o «la gracia del estado matrimonial» de los católicos

Pero la Iglesia no quiere que en el matrimonio se disfrute de la felicidad de un amor puramente humano. Por el contrario, lo condena como «el peor de los peligros que amenazan la vida matrimonial», una expresión en la que, una vez más, interviene la envidia clerical a los laicos casados. «La moral eclesiástica rechaza las soluciones simples de los técnicos que no están dispuestos a ningún sacrificio». Aboga por «el “agere contra”, es decir, la renuncia voluntaria, incluso cuando se trata de cosas mundanas cuyo uso está autorizado». Desea que el amor conyugal sea como «un amor crucificado», una «imitación del Salvador crucificado». Desea «la cruz diaria del amor conyugal» —a esto se le llama en el catolicismo «la gracia del estado matrimonial»—, el «heroísmo diario de millones de matrimonios que ven en el hogar familiar un altar en el que es bueno y santo sacrificar el propio amor».

Esto es lo que necesitan los amos: ¡el sacrificio diario de los demás! Y no sólo respecto al matrimonio y al sexo. El cristiano debe vivir completamente afligido y atormentado. Como un teólogo reclama en negrita, hay que pasar «una vida (…) de incomodidades si uno quiere aspirar al Cielo». La «cruz está unida al día a día de la religión» insistía en 1972 el cardenal Garrone, al tiempo que exigía «sacrificios permanentes»; nada nuevo, por cierto. «Sufrir es el destino de los verdaderos cristianos», se dice en el misal. La dogmática del cristianismo se basa, en buena medida, en sufrimiento, penalidades, aflicciones y tribulaciones, miserias espirituales y tormentos de toda clase; no en la alegría y la felicidad. Es la desgracia lo que hace anhelar la Salvación. En definitiva, la Iglesia necesita personas atormentadas, rotas, infelices: enfermedades, desgracias, catástrofes. (¡Los templos están llenos en todas las guerras!). Por tanto, suscita y alimenta los sentimientos de culpa y pecado, la renuncia o el sacrificio. Porque sólo entonces puede ofrecer su bálsamo, su asistencia y consuelo, su redención, lo que le cuesta poco y le proporciona mucho: el ideal de todos los mayoristas.

Pese a todo, el control de natalidad ha adquirido una excepcional importancia, y no solo para el individuo.

Soldar el falo de los pobres…

Ya a comienzos del siglo XIX, el clérigo anglicano Robert Malthus había tratado de arreglar la superpoblación y la pobreza por medio de la ascesis sexual (moral restraint), recomendando a la gente que se casara tarde y fuera casta. Su teoría implicaba que el que no tiene dinero, en el fondo, no tiene derecho al amor. Pues según toda la doctrina católica, la relación sexual presupone una voluntad de reproducción; pero eso sólo se lo podían permitir los pudientes y no los raquíticos y los tísicos que vivían en lúgubres tugurios, como Malthus dio a entender con toda claridad.

En Inglaterra, el «apologista del capitalismo» fue nombrado profesor, en Francia y Alemania las academias le rindieron honores y la mayoría de los economistas de Europa se declararon discípulos suyos, aun en el caso de que no se adhirieran a todas sus tesis.

Kari August Weinhold, de Halle, un antiguo cirujano de campaña en Sajonia que había llegado a ser catedrático de cirugía, se propuso la audaz tarea de resolver desde un punto de vista médico el problema maltusiano de la población. En su desdichado escrito «Sobre la reproducción mayoritaria del capital humano frente al capital de explotación y el trabajo en los países europeos civilizados junto a algunas propuestas médico-policiales para lograr un equilibrio entre pobreza y bienestar» (1828), el imaginativo sabio sugirió que a los hombres había que soldarles el miembro, al menos hasta cierta edad.

Una cosa inofensiva, opinaba Weinhold, «suave» y «casi completamente indolora» que él mismo había experimentado con éxito en jóvenes onanistas, contando solamente con un poco de metal, plomo, aguja, hilo y soplete (entre paréntesis: un método que ya había regocijado a Marcial y Juvenal). Eso sí, el inspirado académico de Halle pretendía que se exigiera la «soldadura y sellado metálico» sólo hasta la celebración del matrimonio y sólo «a aquellos a quienes pudiera probarse que no poseían suficientes bienes como para alimentar y educar hasta la mayoría de edad a los hijos engendrados fuera del matrimonio. Aquellos que nunca obtuvieran una posición que les permitiese alimentar y educar a una familia llevarían la soldadura durante toda su vida» (!)[246].

… O que empleen a sus hijos en las fábricas

La sociedad cristiana no aceptó ni las propuestas maltusianas ni la infibulación a la Weinhold. En cambio, se apresuró a emplear a sus hijos en las fábricas a precio bastante económico. «Los primeros que utilizaron la energía de las grandes máquinas en el hilado del algodón» escribe Heinrich Wilheim Bensen en 1847, en su libro El proletariado, muy consultado en su tiempo, «ya especularon con el trabajo de los niños, que son mucho más sufridos en los trabajos aburridos y mecánicos que los adultos y resultan mucho más baratos (de 1,5 a 3,5 chelines a la semana). Se arrojaba a montones de niños a estas hilanderías (se estima que, en 1796, la familia Peel ya tenía empleados a más de mil niños), reclutándolos sobre todo en las Workhouses (casas de trabajo) con la excusa de darles una educación como “aprendices”. Se podía ver a niños desde los cinco años —la mayoría tenían entre siete y nueve— encerrados en estancias pequeñas y llenas de humo; sus dedos se movían tratando de anudar de nuevo los hilos rotos para completar, con la máxima atención, el monótono trabajo de la máquina. El amo fijaba arbitrariamente la jornada de trabajo: catorce, hasta dieciséis horas al día; incluida la pequeña pausa para disfrutar de un pobre refrigerio. Otros les hacían trabajar ininterrumpidamente, día y noche, renovando la plantilla cada doce horas. Otros fijaban una jornada de catorce horas o más y sólo concedían un pequeño descanso a los más fatigados para que pudieran dormir. Por lo demás, gracias a la larga fusta del vigilante, los pequeños se mantenían despiertos mientras podían… Pero si los niños sufrían deformaciones o se consumían físicamente, si se volvían definitivamente inútiles para el trabajo o medio idiotas, la plutocracia no se sentía conmovida para preocuparse por una cosa así. Para ella, la explotación de estos niños es doblemente ventajosa. En primer lugar, sacan un gran beneficio del trabajo barato y, además, la explotación de niños elimina una parte de la población, cuyo exceso podría llegar a ser peligroso».

¿Puede sobrevivir la humanidad?

El peligro no deja de aumentar. En los primeros tiempos, el mundo necesitó más de un milenio para doblar su población; el plazo disminuyó a dos siglos a comienzos de la edad moderna y hoy en día se calcula que está en cincuenta años. En el pasado siglo vivieron tantos seres humanos como en los anteriores seiscientos mil años.

Si no fuera por el control de natalidad, que en el siglo XX se ha impuesto entre la mayor parte de la población, la República Federal Alemana tendría en la actualidad ciento ochenta millones de habitantes. En Sudamérica, donde viven un tercio de todos los católicos del mundo y la renta per capita anual de la población está por debajo de los mil marcos, existen actualmente unos doscientos millones de seres humanos. Dentro de menos de una generación, en el año 2000, se espera que haya en aquel territorio entre seiscientos y setecientos millones de personas, y en el mundo —suponiendo que sea una época pacífica—, más de seis mil millones. Sin planificación familiar, dentro de doscientos años vivirían, con los actuales índices de crecimiento, cien mil millones de personas y nuestro mundo sería una gigantesca ciudad, excluidos los mares, las grandes montañas y los círculos polares. Por tanto, la limitación de la natalidad se ha convertido en una obligación ética.

Pero mientras nuestros principales expertos en demografía alarman a la humanidad y, por ejemplo, Kingsley Davis, director del Instituto Internacional de Demografía de la universidad de California, califica el apoyo fiscal a las familias numerosas de «criminal» y de «asesinato de los hijos de nuestros hijos» y considera que «la única esperanza de supervivencia humana es la sistemática imposición de impuestos a los matrimonios con hijos, la legalización de la interrupción del embarazo, las esterilizaciones y el uso generalizado de medios anticonceptivos», el catolicismo persiste inconmovible en su prohibición[247]. Y lo hace con mayor fuerza en un momento en que su crecimiento porcentual está por debajo del de la población mundial y la Iglesia ni siquiera parece en condiciones de asegurar su propia reproducción.

«Una mirada a las estrellas eternas de la ley moral cristiana»

La doctrina que sobre el matrimonio inculcaron Pío XII y el hasta entonces vigente derecho eclesiástico, han mantenido su validez incluso después del Vaticano Segundo; la reproducción, el engendrar y educar a los hijos, es todavía la «primera finalidad» del matrimonio, «como su corona»; aún hoy, «toda la vida matrimonial tiene que ser un constante sí al orden de la creación, es decir, a la fecundidad» y toda la sexualidad de los esposos debe conducir a «una relación natural, consumada y fecunda», evitando todo «pecado objetivamente grave contra la castidad matrimonial» y todo «envilecimiento que tienda a convertir a la mujer en una prostituta» (!) «Dejar a los padres la decisión sobre el número de hijos es peligroso. Por la prudencia que el tema exige, no quiero hablar sobre el mismo con más detalle» advertía el cardenal Ruffini de Palermo a mediados de los años sesenta, con una notable falta de argumentos. «Seguimos a San Agustín, quien no dudaba en manifestar que los casados acaban en la violación y la prostitución (!) cuando no viven su matrimonio cristianamente y separan la relación matrimonial de su finalidad».

El significado de todo esto queda claro cuando alguien estima que la fecundidad fisiológica normal de una mujer casada supone entre diez y doce hijos, exigiendo, además, la vuelta a «la familia popular cristiana» «de ocho a doce hijos, uno cada dos años». (¡Y luego, en cada generación, una cruzada por un «pueblo sin espacio»!). Título: Una mirada a las estrellas eternas de la ley moral cristiana.

Aunque se hunda el mundo…

Parece que hace poco el Papa ha iniciado una ofensiva diplomática secreta ante distintos gobiernos y organizaciones internacionales —en especial, Estados Unidos y la ONU— para prohibir la financiación y el apoyo de la planificación familiar. El mismo Vaticano ha confirmado la existencia de una circular secreta sobre el control de natalidad ‘enviada a todas las representaciones vaticanas. Las últimas y más terribles consecuencias de esta política quedan ilustradas por la respuesta que el teólogo holandés Jan Visser dio en la televisión alemana a la pregunta de si la Iglesia se iba a cruzar de brazos ante una superpoblación fatal de la Tierra: «Sí. Si está verdaderamente convencida de que ésa es la ley de Dios, yo diría que sí. Aunque se hunda el mundo, debe suceder lo que es justo».

Fiat justitia et pereat mundus. El jesuita Gundiach interpretaba en 1959 la doctrina de Pío XII sobre la guerra nuclear de modo similar: «El recurso a la guerra atómica no es absolutamente inmoral». Aun en el caso de que nuestro planeta fuera destruido, escribe Gundiach, el hecho tendría poca importancia. «Primero, porque tenemos la completa seguridad de que el mundo no durará eternamente y, segundo, porque no somos responsables del fin del mundo. Así que podemos decir que si el Señor, mediante su divina Providencia, nos ha conducido hasta esa situación o ha permitido que llegáramos a ella, desde ese momento nosotros debemos dar testimonio de fidelidad a Su Orden y asumir la responsabilidad»[248].

«Todo el esplendor de la Tierra se convertirá en humo y ceniza». Eso es seguro. Es decir que, en caso de desastre por guerra atómica o por superpoblación… siempre nos quedará la buena conciencia. Primero: la masacre global será un «testimonio de fidelidad»; segundo: el final por falta de espacio será «justicia». Este discurso viene del mismo tipo de personas, gente que alzan devotamente los ojos y pregonan: «¡más valen diez en la cuna que uno en la conciencia!».

Por lo demás, quien rechaza los medios anticonceptivos como «antinaturales», «amorales» e «impíos», apoya en la práctica el aborto. Porque las que más se ven abocadas a él son las que no pueden usar anticonceptivos; es decir: las católicas más que las protestantes.

La ambigua posición de las Iglesias protestantes

En la actualidad, el protestantismo de uno y otro lado del Atlántico juzga la planificación familiar bastante más liberalmente. Si en la conferencia de Lambeth de 1908 la iglesia anglicana había condenado «con horror» cualquier medio anticonceptivo artificial, en 1958 declaró que la reproducción no era la única finalidad del matrimonio y dijo que era «completamente falso que la relación sexual tuviera carácter pecaminoso cuando no se deseaba expresamente tener hijos». Y en 1960 el Committee on Moráis de la Iglesia de Escocia constató con toda evidencia que «traer un hijo al mundo sólo por satisfacer un deseo físico es menos moral que considerar la reproducción como un acto de responsabilidad».

Todas las formas de control de natalidad que no conllevan efectos secundarios negativos para la salud están permitidas: el preservativo, el diafragma, el coitus interruptus, etcétera; por una parte, se puede acudir a la Biblia, que ignora tales prohibiciones, y por otra parte se sostiene el criterio lógico de que, desde el punto de vista de los principios éticos, aprovechar los días no fértiles no es más legítimo que usar medios mecánicos. El consejo nacional de la Iglesia protestante de los EE. UU. y el primado anglicano y arzobispo de Canterbury autorizaron la utilización de la píldora en 1961, juzgándola como completamente lícita y compatible con la moral cristiana.

Sin embargo, el protestantismo coincide con el papado en tanto que rechaza el control de natalidad practicado por puro placer y comodidad y, sobre todo, en tanto que condena el aborto radical y decididamente.

Ha sido en los últimos años cuando se ha empezado a vislumbrar una tendencia humanitaria hacia la interrupción del embarazo en las filas evangélicas, aunque de momento se trate de opiniones muy aisladas. Así por ejemplo, en 1967, Howard Moody, de la Judson Memorial Church de Nueva York, fundó un Servicio Nacional de Asesoramiento Religioso para la Interrupción del Embarazo que, desde entonces, ha hecho posible la realización de decenas de miles de abortos; la convención baptista de 1968 también dijo que el aborto debía dejarse «al libre criterio personal» hasta la duodécima semana de gestación; y en 1971, un sínodo evangélico celebrado en Berlín-Oeste tuvo, al menos, la suficiente honradez como para exigir una reforma en el tratamiento penal del aborto y el fin de la «hipocresía que supone la práctica actual».

La jerarquía católica se aferra a sus posiciones. El Concilio Vaticano Segundo siguió calificando el aborto como «un crimen abominable»[249].