Celos, asesinatos, suicidios, per-versiones de todo tipo, hipocresía, infinitas frustraciones y agresiones, cosificación total de la mujer (…) Se ha desvirtuado la vida de pareja hasta convertirla en una cadena perpetua y se han descuidado las tareas fundamentales del matrimonio y de la familia, por ejemplo, el cuidado responsable de los hijos. Todo ello forma parte de la abundante cosecha de la moral antisexual de las iglesias, que siguen defendiendo, aún hoy en día, contra todos, por todos los medios y en nombre de Cristo, su obra destructiva sobre la sexualidad humana (…)
DEMOSTHENES SAVRAMIS, teólogo[213]
Se basa en el mismo acto que la prostitución. Por lo cual, lo mejor para las personas es no tocar a ninguna mujer.
TERTULIANO, Padre de la Iglesia
Pues donde está la muerte, está el matrimonio, y donde no hay matrimonio, no hay muerte.
JUAN CRISÓSTOMO, Doctor de la Iglesia
Anatema para quien diga (…) que no es mejor y más santo seguir virgen o célibe que casarse.
Concilio de Trento[214]
No hay ninguna palabra de Cristo contra el matrimonio. Sus hermanos y sus primeros discípulos estaban casados (supra). El Nuevo Testamento subraya que «nadie aborreció jamás su propia carne» y que las mujeres «se salvarán por su maternidad» y ordena que «las jóvenes se casen, tengan hijos y administren su casa». Por supuesto que el Libro de los Libros, que está lleno de contradicciones, también elogia a aquel que «no se mancha con las mujeres». Y la denigración comenzó con San Pablo (supra) y ha proseguido después con numerosas referencias a su doctrina o con falsificaciones que utilizaron su nombre. En algunos apócrifos tardíos, el propio Jesús ordena que «el soltero no contraiga matrimonio» y anuncia que ha venido para «deshacer la obra de la mujer».
Dentro de la Iglesia oficial también se combatió el matrimonio. A la hora de la conversión, se consideraba imprescindible que los esposos se separaran y vivieran castamente; los casados eran menospreciados y se les negaba la esperanza de la salvación. Es cierto que el clero intervino contra los extremistas y que, en ocasiones, incluso dejó escapar algunas expresiones de admiración hacia el matrimonio; pero todas ellas quedan eclipsadas por la tendencia contraria y, desde un punto de vista general, Lutero tiene razón cuando constata que «ninguno de los Padres ha escrito nada destacable en favor del estado matrimonial», lo que se explica como concesión al «espíritu de la época»; una fórmula que permite disculparlo todo: matanzas de paganos, persecución de judíos, cruzadas. Inquisición, procesos por brujería, colaboración con el fascismo, etcétera (cf. supra).
No es ninguna casualidad que todos los Padres de la Iglesia elogien la virginidad —muchos de ellos en tratados específicos sobre el tema— y que ninguno escriba una apología del matrimonio; que traten de convertir a los casados al ascetismo e inventen historietas edificantes de personas que, antes de la noche de bodas, se juran mutuamente mantenerse castos el resto de sus vidas; que no se reprochara a los padres que vendieran a sus hijos —con el consentimiento de éstos— para poder ingresar en un convento; que, de resultas de la continua propaganda a favor del celibato, algunos creyeran que las relaciones extramatrimoniales eran más disculpables que las matrimoniales, opinión que incluso hizo necesaria la intervención de más de un sínodo. No es ninguna casualidad que la Iglesia haya canonizado a legiones de vírgenes y viudas y que, en cambio, no haya una sola santa —ni un solo santo— que lo sea en virtud de su «vida matrimonial».
En el Vaticano Segundo, en 1964, sólo se admitió como comparsa laica a solteras y viudas. Y de las que, según bromeaba entonces una publicación católica, se podría decir lo de aquella italiana que, habiendo sido poco favorecida por la naturaleza, le negaba a ésta cualquier favor:
«es fea como una mujer de Acción Católica»[215].
Según San Justino, el apologeta más destacado del siglo II, todo matrimonio es ilegal, en tanto está ligado a la satisfacción de un placer perverso. (El santo llega al extremo de encomiar la conducta de un joven que ha decidido castrarse.)
De modo parecido, Tertuliano elogia a aquellos «que se ofrecen como eunucos por amor al reino de Dios»; también compara el matrimonio con la prostitución y ensalza a quienes prescinden de las mujeres.
Clemente de Alejandría es el primer cristiano que convierte la fabricación de niños en un deber patriótico —siendo el antecedente de otro tipo de actitudes más nefastas—, pero aspira a una reproducción completamente libre de emociones, a la que seguiría una abstinencia permanente. (Y hasta interpreta el coito como una enfermedad perniciosa, como una «pequeña epilepsia».)
El sucesor de Clemente, Orígenes «el primer teólogo católico en todo el sentido de la palabra», el «precursor de la escolástica», califica a todo lo sexual de «deshonesto» (inhonestum), incluyendo la oración de la pareja en el dormitorio matrimonial, lo que bien pudo ser el primer paso hacia aquella prescripción eclesiástica que prohibió construir capillas debajo de dichos dormitorios. Yendo más lejos. Orígenes enseña que el Espíritu Santo se esfuma durante el contacto sexual; en fin, este hombre que se emasculó él mismo para poder ser casto es el responsable de una gradación que sigue presente en los misales: 1. mártires; 2. vírgenes; 3. viudas; 4. casados.
Según San Jerónimo, la relación sexual inhabilita a la persona para la oración. «O bien rezamos constantemente y somos vírgenes, o bien dejamos de rezar para hacer vida matrimonial». Por lo único que este santo aprecia a los casados es porque engendran vírgenes. «Si es bueno no tocar a una mujer» enseña invocando a San Pablo, «entonces es malo tocarla»; los casados viven «al modo de las bestias»; las personas, cuando yacen con mujeres, «no se diferencian en nada de los cerdos y los animales irracionales».
¿Y San Agustín? Él es el inspirador de la opinión medieval según la cual la cópula es un impedimento para la comunión. Afirma que «la castidad de los solteros es mejor que la de los casados»; que «una madre, puesto que estuvo casada, ocupará en el Cielo un puesto inferior al de su hija que fue virgen»; dice que sólo los matrimonios que mantienen una completa abstinencia son «verdaderos matrimonios» y que los casados que renuncian a la «relación camal» forman «una pareja tanto más santa»: un alarde verdaderamente insuperable de tergiversación conceptual; y añade que preferiría que los hijos fueran «sembrados a mano, como el cereal». Con todo. San Agustín es «el teólogo del matrimonio cristiano».
Pese a esta muestra —que casi podría aumentarse a discreción—, los apologetas recurren a los «Padres» a la hora de hablar del matrimonio; y no para difamarlo, sino para defenderlo. Como muestra, un teólogo quiere «mostrar mediante un ejemplo —¿convenientemente acotado por él?— lo inexacto e injusto que es hacer imputaciones tan parciales como las mencionadas a todos (!) los Padres de la Iglesia». A continuación cita, entre otros, a San Ambrosio: «el matrimonio es honroso, pero la continencia es más honrosa; pues si quien entrega su virginidad en el matrimonio obra bien, quien no la entrega obra mejor». «La atadura del matrimonio es buena, pero es una atadura; el coniugium es bueno, pero deriva de “iugum”: de un yugo mundano». «(…) No prohibimos un segundo matrimonio, pero no lo aconsejamos». En fin, el matrimonio sería una «carga», una «servidumbre», una «turbación de la carne». Y para finalizar, nuestro teólogo opina que «hoy alguna expresión de los doctores del primer cristianismo resulta extraña y dura». Responsabiliza de ello (con una pudorosa nota al pie de página) a la «retórica propia de aquel tiempo», amante de «antítesis y exageraciones» y escribe que «los Padres fueron fuertemente influidos por ella (…)» admitiendo, en el fondo, lo que acaba de impugnar[216].
En realidad, durante mucho tiempo, la Iglesia sólo aceptó el matrimonio como un mal necesario, lo que puede ilustrarse con la propia historia del vínculo matrimonial.
Aunque la institución del sacramento del matrimonio habría tenido lugar «en el Paraíso», de hecho la monogamia procedía del paganismo y, durante siglos, las bodas no fueron asunto religioso. En Europa Oriental, las bendiciones nupciales no se hicieron obligatorias hasta el siglo IX (¡y ya entonces, el obispo adquiere el derecho a percibir una cantidad a cambio!) En ese mismo momento, en Europa Occidental, el papa Nicolás I considera innecesaria una ceremonia religiosa de esas características. El consentimiento de los cónyuges ante el sacerdote no se introduce hasta los siglos XI y XII, que es cuando surge la idea del matrimonio como sacramento. Pero los matrimonios contraídos sin ese trámite siguen siendo reconocidos hasta el siglo XVI, hasta el Concilio de Trento. Sólo a partir de entonces cabe hablar de sacramento institucionalizado.
Pero el Tridentinum también declaró anatema para todo aquel que dijera que el celibato y la virginidad no eran «mejores y más santos» (melius ac beatius), lo cual ha sido la posición oficial de la Iglesia hasta la actualidad, una posición que implica claramente una desvalorización del matrimonio (y de la sexualidad). Pues, si no se rendía tributo al orgullo de casta de muchos clérigos, si no se declaraba que los sacerdotes y los frailes eran mejores que los «esclavos del lecho matrimonial», según la fórmula que mantiene el Corpus Juris Canonici, ¿qué otra ventaja podrían tener los primeros respecto a los segundos?
Así que las maledicencias del famoso secretario de la Corte bávara, Ágidius Albertinus —quien afirmaba que «las fornicaciones fuera del matrimonio no se dan a diario, mas las fornicaciones de los casados suceden cada día, a cada hora, ininterrumpidamente»— no son una peculiaridad del siglo XVII; en el siglo XX se siguen haciendo elogios —aunque ciertamente con un eco cada día más débil— de la «gracia del celibato», o de «la virginidad como modo de vida más elevado»; se afirma «la superioridad objetiva de la virginidad sobre el matrimonio», o la «maternidad», o «la simple satisfacción del placer del hombre»; en una palabra, hay quien sigue paralizado por el complejo de virginidad de la Antigüedad: incluso después del Vaticano Segundo que, pese a haber vindicado la «dignidad» del matrimonio, decreta, refiriéndose a los futuros clérigos, que «deberán reconocer claramente la preeminencia de la virginidad consagrada a Cristo (…)».
En cuanto al matrimonio civil —que algunos países introdujeron en el siglo XVI, aunque la mayoría de los estados no lo hizo hasta el siglo XIX—, los católicos lo seguían considerando a comienzos de siglo (y con licencia eclesiástica) «una cosa odiosa y repugnante (…) una horrible degradación de la persona y sobre todo del cristiano, en tanto que coloca la propagación del género humano al mismo nivel que la reproducción de los animales». No obstante, hoy en día una de cada tres matrimonios se celebra ante el funcionario del registro civil.
Y aunque el cura no bendiga, es matrimonio legal: |
¡vivan el novio y la novia y los hijos que vendrán![217] |
De acuerdo con su ideología ascética, la Iglesia dificultó las bodas desde el principio con una gran cantidad de prohibiciones. Entre éstas, distingue los «impedimentos dirimentes» que son motivo de anulación, como la impotencia, la consanguinidad o la diferencia de religión, y los «impedimentos impedientes» que convierten un matrimonio en ilícito, como el parentesco próximo y la diferencia de confesión religiosa. Todo esto tiene aún más importancia si tenemos en cuenta que muchas veces fue incluido en las jurisdicciones estatales.
La consanguinidad desempeñó un papel especialmente importante. En algunas sociedades no cristianas el matrimonio entre parientes ha sido relativamente frecuente; sobre todo, entre los antiguos peruanos, que se casaban con sus madres, sus hermanas y sus hijas, públicamente y sin reserva de ningún tipo. En Egipto, los faraones tuvieron la obligación de contraer matrimonio con sus hijas durante generaciones: Cleopatra, por ejemplo, era el resultado de una de estas uniones. El Avesta, libro sagrado de los antiguos persas, recomienda el matrimonio entre hermanos como una «obra de devoción» y entre los germanos estos enlaces tampoco fueron excepcionales.
En cambio, el cristianismo prohibió el matrimonio entre parientes incluso en los grados más alejados —en el caso más extremo, hasta el decimocuarto grado, según el cómputo romano—, de acuerdo con la máxima: cuanto más lejos esté el peligro, más fácil será evitar la caída. Se ha calculado que la cifra media de parientes vivos de decimocuarto grado es de dieciséis mil personas. Pero si se tienen en cuenta todas las formas de parentesco, se llega a una cifra de 1.048.576 personas.
San Basilio, en el siglo IV, impone a un matrimonio incestuoso una penitencia de quince años. En la alta Edad Media, un penitencial de la Iglesia Romana contempla una pena de siete años para las bodas entre parientes de hasta el séptimo grado, doce años para un matrimonio entre parientes de quinto grado y quince años si el parentesco es de tercer grado. Y el castigo del poder secular incluía privación de oficio y de beneficio (infra).
En el siglo XI, la prohibición de los matrimonios de hasta el séptimo grado fue recordada una y otra vez y se convirtió en «derecho común». Y hoy en día, en la República Federal (supuestamente indiferente en materia religiosa), los cuñados tienen prohibido contraer matrimonio, lo cual está en contradicción con la Constitución y remite al derecho canónico, según el cual un matrimonio es inválido tanto entre parientes en línea directa —todos los antepasados y descendientes (hijos, padres, abuelos, etcétera)— como entre parientes colaterales hasta el tercer grado inclusive (hermanos, primos hermanos, etcétera).
Las razones esgrimidas por la Iglesia para justificar el tabú del incesto eran adecuadas al objeto. Así, el papa León III (795-816), para explicar a los obispos bávaros la prohibición del matrimonio hasta la séptima generación, adujo que el Señor había descansado de todos sus trabajos al séptimo día.
El clero también concibió algunos impedimentos para el matrimonio entre parientes «espirituales». Se alegaba entonces que «el parentesco espiritual está por encima del corporal». Esta clase de decretos también fue incorporada al derecho secular. En el año 721, el sínodo de Roma, presidido por Gregorio II, amenazó con la excomunión al padrino que se casara con su comadre (commater). Poco después, el papa Zacarías renovó la prohibición y, en una carta a Pipino, calificó el matrimonio con una comadre o con su hija como «crimen y pecado grave contra Dios y sus ángeles». Finalmente, ni siquiera los testigos de un mismo bautizo pudieron casarse entre sí. Y hoy en día, según el derecho eclesiástico, el matrimonio entre un bautizado y uno de sus padrinos o el ministro del bautismo (si no fuese sacerdote) es inválido debido al «parentesco espiritual». (En cambio, como los millones de hijos de concubinarios que causó la prohibición de la separación matrimonial en Italia ni siquiera son considerados parientes de sus progenitores, ¡un padre puede casarse con su propia hija!).
Los romanos ya desaprobaban las segundas nupcias y las viudas que las evitaban eran tenidas en gran estima y, no pocas veces, eran recordadas en las lápidas con títulos honoríficos (univira, uninupta).
Hacia el año 180, había algunas voces católicas que se oponían radicalmente a un segundo matrimonio. En la Iglesia de la Antigüedad, el segundo o tercer matrimonio tras la muerte del cónyuge nunca se vio con buenos ojos. Era considerado como una «fornicatio honesta» y terminó por ser severamente castigado, convirtiéndose en una «boda de bígamos». «¿Para qué quieres volver a hacer lo que ya te perjudicó?» argumenta San Jerónimo contra una viuda. «El perro vuelve a su escupitajo y la puerca, tras el baño, se revuelca de nuevo en el lodo».
Durante más de un milenio, en muchos lugares se les negó a los segundos matrimonios la bendición sacerdotal, Y todavía en 1957, Pío XII declaraba que no era deseable que el cónyuge superviviente se volviera a casar[218].
Pero la Iglesia, además de poner dificultades a las segundas nupcias tras la muerte de uno de los cónyuges, se opuso constantemente, con toda consecuencia, a las relaciones sexuales dentro del matrimonio.
El matrimonio puede y debe ser un Cielo sobre la Tierra, pero bajo el supuesto de que cada cual se comprometa a morirse en vida.
«Observaciones a los futuros esposos»
Yo soy el Señor tu Dios ¡y un día te pediré cuentas de cómo has vivido tu matrimonio! Una institución creada por Mí ¡debe ser vivida de acuerdo con Mi voluntad!
«Amado Dios» (con licencia eclesiástica)
Los días de abstinencia no estaban regulados en general, pero eran habituales en todos los lugares y tan numerosos que los mismos católicos de hoy deben admitir que «de hecho, no quedaba mucho tiempo libre». Se prohibió mantener relaciones sexuales los domingos y días de fiestas —y eso que entonces había bastantes (en Colonia, ¡cien días al año!)—, así como los miércoles y los viernes, o los viernes y los sábados o, según algunos de los primeros escolásticos, todos los lunes, jueves, viernes, sábados y domingos. Además, se exigía continencia en los días de oración y penitencia, en las octavas de Pascua y Pentecostés, en la Cuaresma y en el Adviento; y también, al menos en los primeros siglos de la Edad Media, durante el embarazo o en los últimos tres meses del mismo y, a lo largo de toda la Edad Media, después del alumbramiento: treinta y seis días si se trataba de un niño, y cincuenta y seis si era una niña (de menor valor).
Durante toda la Alta Edad Media, a los matrimonios también les estaba vedado tener relaciones sexuales unos días antes de la comunión: generalmente tres, pero a veces más; según un libro de penitencias de la Iglesia romana del siglo VIII, siete días antes y siete días después. El Concilio de Trento todavía exigía, al menos, tres días de abstinencia previa, lo que, en la práctica, ha seguido vigente hasta nuestro siglo. El coito y el placer consiguiente manchaban el cuerpo y el alma, por lo que, después del mismo, los casados ni siquiera podían ir a misa sin haberse lavado previamente. Muchas veces, incluso en ese caso tenían que permanecer fuera un rato, según una tradición que se siguió en la Iglesia romana durante siglos.
Según una costumbre relacionada con ésta y documentada en primer lugar en la Galia, los recién casados evitaban la casa del Señor durante treinta días, después de los cuales debían hacer penitencia y comulgar durante otros cuarenta. Y es que, como es natural, la luna de miel estaba llena de placeres y, precisamente por ello, de pecados (vid. infra).
En Rusia, los matrimonios no podían acceder al interior de las iglesias después de la unión; tenían que escuchar la misa, de pie, desde la entrada. En pleno siglo XVIII, el zar y la zarina no pasaban por delante de ninguna cruz por las mañanas después de haberse acostado juntos porque estaban «impuros» y «en pecado».
Finalmente, las relaciones sexuales con una mujer menstruante también estuvieron prohibidas casi hasta el final de la Edad Media; el Antiguo Testamento prescribía, para este caso, la pena de muerte.
Como resultado de todas estas disposiciones, los matrimonios católicos debían de guardar castidad durante más o menos ocho meses al año; y en los siglos centrales de la Edad Media, e incluso más tarde, casi la mitad del año.
Estas obligaciones fueron estricta y repetidamente inculcadas por predicadores, confesores, libros penitenciales y sínodos, acompañadas, por supuesto, de los correspondientes castigos.
Por lo demás, a los desobedientes les aguardaban las horribles consecuencias de la venganza divina. San Cesáreo de Arlas y San Gregorio de Tours profetizaban que quienes se ensuciaran en los días de castidad obligatoria tendrían, a consecuencia de su malvada acción, hijos leprosos, epilépticos, deformes o poseídos por el Diablo. Los Padres de la Iglesia también señalaban el trato sexual con menstruantes como origen de una descendencia enferma o deforme: un argumento «científico» al que se dio crédito durante muchos siglos.
Los teólogos sólo se sentían felices si los esposos guardaban una abstinencia total. El «matrimonio de José» —según la Biblia, no cabían dudas sobre la castidad de María y José— se convirtió en el ideal de esta religión tan amiga de tergiversaciones. Pese a que el matrimonio había sido declarado sacramento, el matrimonio ficticio fue celebrado como una empresa sublime a la que aguardaba la más alta de las recompensas en el Más Allá y algunos príncipes y princesas casados que habían vivido «en celibato» fueron canonizados: el emperador Enrique II, su esposa Cunegunda o Eduvigis, esposa del duque Enrique I de Silesia y patrona de este país, que necesitó veintidós años de matrimonio para decidirse por la castidad.
Con el tiempo, sólo se castigó que se exigiera el débito matrimonial en días de castidad, existiendo, en cambio, la obligación de cumplir con el mismo. Y finalmente los numerosos obstáculos sexuales quedaron sin efecto. La gente era cada vez más progresista. En el siglo de la Ilustración, Alfonso de Ligorio, Doctor de la Iglesia, ya se preguntaba si era pecado negarse, después de tres coitos en una misma noche, a un cuarto. En todo caso, según un conocido moralista del siglo XX, «no ser necesario, por regla general, acceder a un segundo requerimiento en menos de veinticuatro horas»[219].
Por eso la doncella tiene su rajita, que le proporciona (al hombre) el remedio para evitar poluciones y adulterios.
MARTÍN LUTERO
(…) para aportar nuevos vástagos a la Iglesia de Cristo, para procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios, a fin de que cada día aumente el pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador (…)
PÍO XI
La supresión de los días de castidad no fue, en modo alguno, una cuestión de liberalidad, comprensión humana o bondad. Por el contrario, se actuó así porque los confesores sabían muy bien que, muchas veces —por decirlo en palabras de Oscar Wilde—, la felicidad del hombre casado depende de la mujer con la que no se ha casado, de modo que se concedió más libertad en el matrimonio con el único fin de evitar alguna que otra escapada. Éste es el meollo de la cuestión: la represión de las cópulas extramaritales ha sido la principal razón por la que el cristianismo ha tolerado el matrimonio.
San Pablo, el primer autor cristiano, creía que el matrimonio sólo era admisible «en razón de (evitar) la fornicación» (supra). Los esposos sólo podían separarse, de mutuo acuerdo, para rezar, y después debían volver a reunirse inmediatamente, para que Satanás no les hiciera caer en tentación.
Este motivo paulino, garantizar la salvación del alma previniendo la lujuria extramatrimonial, fue aprovechado por otros autores, en especial por San Agustín, y su importancia no dejó de aumentar hasta la gran época de la escolástica. La Iglesia exigía cada vez con más rigor que los esposos estuvieran constantemente juntos porque así se aseguraba de que podían cumplir con el débito conyugal en cualquier momento, es decir, que lo que pretendía era evitar escapadas.
La mujer también tenía que seguir al hombre a cualquier parte —en todo caso, según sus deseos—: a los viajes de negocios o las peregrinaciones, a la cárcel o al exilio. Eso valía también para el caso de que él fuera un vagabundo o de que ejerciera el deshonesto y gravemente pecaminoso oficio de actor.
En evitación de deslices por parte de la mujer, al marido no le estaba permitido mortificarse con ayunos tales que lo incapacitasen para el coito. Llegada la ocasión y si no había ningún otro lugar disponible también era lícito copular en la iglesia, sobre todo «si la lujuria amenazaba hasta extremos peligrosos». Incluso los leprosos estaban obligados a cumplir con el débito matrimonial. Y es que el peligro constante del pecado era peor que transmitir la enfermedad a los hijos. ¡Siempre sería mejor «un hijo, leproso que ninguno»!
El cardenal Huguccio, el canonista más importante del siglo XII, elucubra sobre el caso de un marido que llega a ser papa contra la voluntad de su mujer. ¿Tiene que seguir cumpliendo con el débito conyugal? El experto responde que sí, a no ser que se pueda convertir a la esposa a la castidad. En estos casos, el matrimonio es, como escribe Alberto Magno, un «remedio contra la lascivia» (medicina contra concupiscentiam) o, como dice Lutero, un «específico para la fornicación».
Un matrimonio temprano era una profilaxis contra los placeres extramatrimoniales y contra la pérdida de la «inocencia» infantil. Según una instrucción de la Iglesia primitiva a los religiosos, «ante todo, los más jóvenes deben contraer matrimonio cuanto antes para librarlos de los lazos de la pasión juvenil». Más adelante, los compromisos entre niños fueron autorizados tanto por el derecho religioso como por el secular. La regla constante era que «después del séptimo año de vida, como se dice, los niños y las niñas son ya diferentes. Por esa razón, suele suceder que desde ese momento encuentran deseable un compromiso matrimonial». Las cosas seguían igual en el siglo XVIII.
En todo caso, se pudieron celebrar matrimonios entre niños que no habían alcanzado aún la pubertad hasta casi el final de la Edad Media. Posteriormente, la norma sobre la edad legal de matrimonio (aunque siempre hubo excepciones, sobre todo si existía capacidad constatada «per aspectum corporis» constatación exigida por los teólogos más escrupulosos) se fijó en quince años para los chicos y trece para las chicas. Y pese a que la Iglesia apoyaba y reforzaba los derechos del padre, éste ya no podía anular el matrimonio de uno de sus hijos si tenía la edad requerida.
En diversos países católicos dichos límites de edad siguen estando vigentes. De ahí que sean tan frecuentes en todas partes las separaciones entre matrimonios jóvenes; en Alemania, la cifra de estas separaciones es más del doble de la media de todos los matrimonios separados. Y los hijos de dichas parejas son casi siempre psicológicamente menos estables; a menudo son maltratados y no es raro que se conviertan en jóvenes asociales[220].
Además de evitar las relaciones extramatrimoniales, la Iglesia tenía una segunda y más convincente razón para reconocer el matrimonio: la preservación de su propia existencia.
Significativamente, este motivo puramente político resultó absurdo para aquellas comunidades primitivas que creían firmemente en un próximo fin del mundo, para aquellos primeros cristianos a quienes, en todo momento, se les había vendido la expectativa del fin de los tiempos (cf. supra). Por eso mismo. San Pablo había reprobado el punto de vista cínico-estoico, que sólo autorizaba las relaciones sexuales de los esposos si estaban encaminadas a la procreación. En cambio, cien años después, Justino el mártir escribe: «Desde el principio, contrajimos matrimonio con la única finalidad de criar hijos». Del mismo modo, todos los «Padres» de los primeros tres siglos rechazaron cualquier trato sexual que no estuviera encaminado a tener hijos. Al crecer la Iglesia, sus dirigentes dejaron de contar con el colapso del mundo (en todo caso, contaban con su propio poder) y como engendrar hijos era casi la única justificación religiosa del matrimonio, cualquier contacto sexual que no tuviera este objetivo pasó a ser considerado «pecado». El motivo paulino —evitar la «lujuria» para asegurar la salvación el alma— dejó entonces de ser relevante. Prescindiendo de unas pocas excepciones, no volvieron a recurrir a él hasta San Agustín, cuando ya habían alcanzado el poder y, dado que desde ese momento la descendencia no parecía estar por encima de todo, su importancia no dejó de aumentar en los comienzos de la escolástica y, sobre todo, en la época dorada de ésta.
En cualquier caso, la procreatio prolis, la multiplicación de la humanidad, siempre fue el más importante de los motivos; y es que, evidentemente, la Iglesia estaba pensando en sí misma. San Agustín tampoco creía que «este género» de las mujeres hubiera sido «creado para dar otro servicio al hombre que no fuera engendrar hijos».
Ya en el prefacio del antiguo Sacramentarium Gelasianum se dice que el parto de una mujer es «un timbre de gloria» para el mundo, porque, a pesar de su antifeminismo y de su antipatía por el matrimonio, la Iglesia valoraba la contribución de la mujer «al crecimiento de la comunidad cristiana» y no quería que —como les había ocurrido a los marcionitas y a los valentinianos— una prohibición del matrimonio la condujera al fracaso en su lucha por superar a otras confesiones.
Por ello, a uno no le caben dudas de que la Iglesia recibía a los recién nacidos con los brazos abiertos; que, finalmente, bendijo las alcobas y los lechos matrimoniales, creando oraciones «específicas contra todo aquello que pudiera impedir el coito»; que Santa Liduvina (muerta en 1433) recibió el honroso título de «Madre de las parturientas» y «santa comadrona» etcétera. Para Lutero, dar a luz era la tarea más importante de la mujer y el feto era más importante que la madre, hasta tal punto que, en cierta ocasión, apostrofa: «Danos al niño, y te digo más, si mueres por ello, entrégate de buena gana, pues verdaderamente mueres por una noble obra y por obediencia a Dios». O: «Si se agotan y terminan muriendo a fuerza de embarazos, no importa; que sigan pariendo hasta morir, que para eso están»[221].
Pero aquí hay muy poca humanidad y casi nada de simpatía hacia el matrimonio. Por el contrario, esto es lo característicamente cristiano de la institución matrimonial, una institución que durante dos mil años apenas ha tolerado el erotismo, y menos aún el placer, que, hasta las épocas más recientes, no ha sido más que una especie de asociación con fines biológicos, una sociedad de intereses, un negocio algo sucio, pese a haber sido «enaltecido» como sacramento. En él, la mujer hacía las veces de una máquina de parir y la maternidad era su papel principal, tanto más si tenemos en cuenta que, en la Edad Media, el promedio de mortalidad infantil podía estar en torno al 80%
Después de la Reforma, se llegó al extremo de recurrir a la bigamia —que se propagaba en todos los ámbitos, incluso desde los púlpitos— con la vista puesta en el restablecimiento de las regiones despobladas por las guerras y la violencia. Obviamente, el Estado deseaba que hubiese muchos niños para fortalecer la economía y aumentar las fuerzas ofensivas y defensivas.
Cuando hacían falta hombres, la bigamia no era suficiente. En el siglo XVII, después de una peste, el gobierno islandés aprobó que las muchachas podían tener hasta «seis bastardos» sin que su honra se resintiera. El edicto tuvo tal éxito que pudo ser revocado al poco tiempo. Y en la época de la Revolución Francesa, que barrió muchas de las anteriores prescripciones sexuales —es decir, matrimoniales— la reproducción se consideró un deber patriótico. Había mujeres que agitaban banderas por todo París con la leyenda: «Citoyennes, donnez des enfants á la patrie! Leur bonneur est assuré!» (Ciudadanas, dad hijos a la patria. Su felicidad está garantizada).
En este sentido, el clero sintonizó en especial con los nazis (el camarero papal y vicecanciller de Hitler, Franz von Papen, no fue el único en descubrir que, entre las dos concepciones del mundo, había una correspondencia «en todos los aspectos»). El hecho de que Hitler hubiese puesto punto final a la fase más liberal de la República de Weimar se ajustaba muy bien a los planes de la Iglesia. Se cerraron las «clínicas matrimoniales» que se habían dedicado a distribuir anticonceptivos, la pornografía fue prohibida, la homosexualidad combatida, lo mismo que el aborto, y la reproducción forzosa se convirtió en consigna estatal. Así que los católicos tuvieron más oportunidades de exaltar la «fertilidad» como «bendición y mandamiento a la vez» y la «floreciente prole» de las familias católicas «naturales» como «fuentes de juventud» para «el pueblo y la sociedad». (Título: La práctica de la imitación de Cristo).
Sin embargo, ni siquiera en la Rusia soviética se pensaba de modo muy diferente. Es cierto que la monogamia y la familia burguesa fueron eliminadas en 1917. Pero Lenin ya había advertido contra la anarquía sexual y había exigido el mantenimiento de la familia. En 1927 —después de su muerte— la unión libre y el matrimonio fueron equiparados, iniciándose la época de las «postales de separación» (bastaba una declaración unilateral del hombre o de la mujer en la oficina del registro para disolver el matrimonio). En 1936 —un año después de que se prescribieran penas de cinco años de cárcel para los autores y editores de ilustraciones y libros obscenos— una nueva ley restauró el matrimonio indisoluble. El Estado declaraba a la familia imprescindible y sólo permitiría las separaciones por acuerdo de ambos cónyuges, imponiendo unas tasas cada vez mayores y dificultando el proceso, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se estaban difundiendo «ideas morales sanas». Desde 1950, eminentes sociólogos americanos creen que en la Unión Soviética domina una idea del matrimonio más monógama y victoriana que en la mayoría de los países occidentales[222].
La llamada a la «salvación de la familia», la «santa institución», resuena por todo Occidente desde hace bastante tiempo. Pero ¿qué tiene esta organización para que la fomenten sistemas tan diferentes como el fascismo y el comunismo? Tiene que la familia —«principio o célula del Estado», según un postulado de San Agustín (y, según Engels, «el ideal del filisteo de hoy en día, compuesto de sentimentalismo y riñas domésticas»)— contribuye poderosamente al mantenimiento de la estructura social patriarcal, a la subordinación incondicional.
La propia etimología de la palabra es instructiva. Originariamente, la familia romana se refería exclusivamente a los esclavos: «famulus» quiere decir esclavo doméstico y «familia» era el conjunto de los esclavos y objetos pertenecientes a un hombre. Y aunque la estructura y las funciones de la familia hayan cambiado a lo largo de los tiempos, ésta ha seguido siendo, mutatis mutandis, una especie de servidumbre romántica, una jerarquía en miniatura, la primera y más importante escuela de adaptación y represión sexual.
El joven está sometido al miedo y a la dependencia. Puesto que no puede vivir de acuerdo con su naturaleza, se sume en una permanente desorientación que acaba por desgastar sus energías: y como tiene que luchar contra sí mismo, no puede luchar en favor de sí mismo, lo que, por supuesto, también (y más aún) vale para los padres, llevados de la mano de la Iglesia y el Estado, pero también de la del propio niño. Pues de la misma manera que los progenitores refrenan, controlan y disponen de las emociones y la motricidad de su hijo, éste, a su vez, los mantiene sujetos a ellos mismos.
Los católicos quieren que el instinto sea «refinado y mitigado» en el matrimonio, que pierda «agudeza» y que el hijo se sitúe entre los esposos para proporcionarles una cierta «distancia y una distracción saludable». Y, generalmente, la familia acaba en esta deseada atrofia vital. El hombre se reduce a su mujer y la mujer a su marido, lo que es una garantía tanto para el matrimonio como para la familia que, en virtud de su impronta patriarcal y autoritaria, sigue procreando individuos dependientes y sumisos, primero respecto a las atribuciones de los padres, sobre todo del padre, y después frente a la Iglesia y el Estado.
No debe extrañar que, en el catolicismo, el papel del padre como cabeza de familia haya contado con una sanción religiosa explícita.
Los primeros teólogos, Agustín y Juan Crisóstomo, advierten una y otra vez a los padres de que, en su casa, administran una especie de obispado. Según Tomás de Aquino, «en su casa, el marido es como un rey en su reino». Y los Padres de la Iglesia modernos, como el arzobispo de Friburgo, Conrad Grober (antiguo miembro cooperante de las S. S.), ponderan aún más elocuentemente los dones especiales del cabeza de familia «para el desempeño de la cura familiar de almas, dones que ni siquiera quienes poseen la dignidad sacerdotal han recibido de igual modo y en igual medida»; las mismas personas elogian su «sacerdocio doméstico», «la instrucción religiosa de los vástagos de la Iglesia (catecumenado doméstico)», «la tarea de imponer disciplina, propia de los reyes» es decir, todo aquello que «se inculca a los seres humanos desde pequeños (!)» y que, después, la palabrería clerical hace florecer…
Además de esta clase de envilecimiento del alma infantil ab incunabilis, lo que se espera de las familias, y sobre todo de las familias con muchos hijos, es subordinación. Como subraya un teólogo: obediencia «al pie de la letra»; «porque la madre que tiene muchos hijos no puede estar repitiendo siempre las cosas dos o tres veces. ¿Y hay alguna virtud más importante que la virtud de la obediencia?». Para todos aquellos que sólo pueden gobernar mediante una tutela sin escrúpulos, por supuesto que no.
Sólo así se puede comprender por qué se pedían cuentas a los niños que hubieran actuado, de alguna manera, contra sus padres; por ejemplo, las leyes de la ciudad de Passau (1299) equiparaban un simple insulto al padre o a la madre con la blasfemia y lo castigaban con una muerte atroz. «A quien insulte gravemente a Dios, a los santos, a su padre o a su madre, se le cortará la lengua». Al menos en los primeros siglos de la Edad Media, daba igual si la ofensa era leve o grave; una simple impertinencia, una mala palabra, podía suponer la ejecución. Y tenemos constancia de que hasta el siglo XVII los niños debían «estar ante sus padres en tembloroso silencio, de pie o de rodillas, y sólo podía sentarse con permiso expreso».
Aparte de formar personas obedientes y complacientes, las familias, sobre todo las familias más numerosas, generan un efecto añadido. Como sabe cierto escritor católico, «los hijos de familias numerosas difícilmente son niños consentidos. Aprenden pronto a resignarse; aprenden pronto a renunciar, a privarse de algunas cosas». ¡Qué importante es esto cuando hay miseria social; en países católicos como Italia o España, o en Sudamérica!
De ahí que los teólogos no dejen de insistir en «la importancia de la familia en la realización del Reino de Dios en la Tierra». La familia es «la célula del Pueblo de Dios, cada día más reducido», «el santuario dentro del santuario de la Iglesia», «ecclesiola in ecclesia». Precisamente en 1942, en plena Guerra Mundial, cuando la demanda y el consumo de carne de cañón era mayor que nunca, Pío XII, con la afectación que le era propia, pedía espacio, luz y aire para la familia, para que «la estrella de la paz brille por siempre sobre la sociedad (…)» El Vicario de Cristo llamaba a los esposos «auténticos colaboradores de Dios»; con lo que volvemos al tema central: la multiplicación del número de los creyentes[223].
Este papa reprendió en muchas ocasiones a los teólogos tolerantes, sobre todo a «ésos que niegan que la finalidad principal del matrimonio es la reproducción y la educación de los hijos». «La verdad es» afirma el duodécimo Pío, «que el matrimonio, como institución natural de acuerdo con la voluntad de Dios, no tiene como primera y más profunda finalidad el perfeccionamiento de los esposos, sino la creación y formación de nuevas vidas (…) Y esto es así para todos los matrimonios (…)».
Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la libido sólo está destinada a la reproducción. Así que, siguiendo la correcta deducción de Wilheim Reich, como los padres más aficionados a los niños se conforman con dos, tres o cuatro, los cristianos deberían aparearse un máximo de cuatro veces en la vida, en tanto que un organismo sano, con una vida genital que dure treinta o cuarenta años, necesita entre tres y cuatro mil actos sexuales. Por otra parte, la investigación de los últimos años y sobre todo el trabajo de los sexólogos japoneses y americanos ha mostrado que aproximadamente en el 90% de las mujeres el máximo de excitabilidad coincide con el mínimo de fertilidad, esto es, en los llamados días «seguros»; un indicio de que el instinto sexual sirve al placer más que a la reproducción.
Y es que el celo y la reproducción no coinciden ni siquiera entre los animales; son más bien pocas las especies en que el acto sexual provoca una fecundación inmediata. «No hay ninguna señal en la biología o en la etología que indique que el cortejo o el apareamiento están inseparablemente unidos a la reproducción; todo lo contrario»[224].
Pero la Iglesia, además de poner una enorme cantidad de obstáculos al matrimonio, además de limitar radicalmente las relaciones sexuales de los cónyuges, también trató de desnaturalizarlas en los casos en los que las permitió.
Dios crea en el sereno santuario del cuerpo de la madre, ¿y tú quieres mancillarlo con el placer?
SAN AMBROSIO
La Iglesia declaró el matrimonio indisoluble y extirpó todo conocimiento del ars amandi; de modo que hizo todo lo que estaba en su poder para que la única forma de sexualidad que toleraba conllevara el menor placer y el mayor sufrimiento posibles.
BERTRAND RUSSELL
El cristianismo (paulino), completamente dominado por los conceptos de pecado y salvación, es, por principio y sobre la base de su riguroso dualismo, enemigo del placer. Por ello, en la religión del amor, cuanto más escaso e insulso es éste, mejor.
Según decía ya el Nuevo Testamento, cada cual tenía que poseer «su propio receptáculo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como los gentiles». San Agustín subraya una y otra vez que los esposos pecan tan pronto se entregan al placer, por lo que deben rezar: «perdónanos nuestras culpas». Poco después, León I (440-461) enseña que no hay ninguna madre sobre la tierra en la que la concepción suceda «sin pecado». Y según Gregorio I (590-604), un destacado difamador de la sexualidad —ambos eclesiarcas, Gregorio y León, recibieron el título de «Grande» y fueron los únicos papas reconocidos como Doctores de la Iglesia—, los esposos que disfrutaban durante el acto eran, justamente, quienes pervertían (!) «el orden correcto», por lo que debían entregarse a la mortificación.
Hacia el año 610, San Isidoro de Sevilla dice que el matrimonio es bueno «en sí» pero que las «circunstancias» ligadas al mismo son «malas», por lo que pide expiaciones diarias por el placer del que se ha disfrutado. La mayoría de los primeros escolásticos estimaron que todo trato sexual era pecado. Y en plena Edad Media, Inocencio III escribe: «¿quién negará que el ayuntamiento conyugal nunca puede ser consumado sin la comezón de la carne, sin el ardor de la lujuria, sin el dolor de la libido…?». Todos creen que el coito es un acto vicioso.
Según muchos teólogos, la relación sexual de los cónyuges sólo era inocente si se aborrecía el placer que conllevaba. ¡Pensemos por un momento en qué clase de ideas estaban inculcando! ¡Qué esquizofrenia la de procrear con mala conciencia! En esa línea, fue larga la vigencia de frases tales como: «cuanto mayor es el placer, tanto mayor es el pecado», o «quien ama a su mujer con excesiva pasión, comete adulterio». Porque nada contrariaba al clero como esto último. Se esperaba que el matrimonio tuviera un efecto desarticulador e insensibilizador, un continuo amainar, secarse, desvanecerse, un proceso que llevara a aquello que William Blake denominó «the Marriage hearse» el coche fúnebre del matrimonio; en resumen, como un católico confiesa, a «excluir el placer sexual lo más absolutamente posible de la conciencia de los esposos»[225].
El propio Lutero, que nunca se cansó de explicar «cuan menospreciada y profanada» estaba «la institución del matrimonio bajo el papado», que se mostraba tan complaciente en asuntos matrimoniales que, en caso de impotencia masculina, autorizaba la asistencia de terceros, que emitió la conocida sentencia de «si la mujer no quiere, ¡acuda la doncella!» y que incluso enseñaba que «tampoco era contrario a las Escrituras» que alguien quisiera «cohabitar con varias mujeres», o que vivir con una o con dos mujeres era una cuestión tan irrelevante como vivir con una o con dos hermanas, el mismo Lutero creía que el acto matrimonial siempre está ligado al pecado, y a un pecado grave, «no diferenciándose en nada del adulterio o la fornicación, en tanto intervienen la pasión sensual y el placer nefando», porque fuimos «corrompidos por Adán, concebidos y nacidos en pecado» y «el débito matrimonial nunca se cumple sin pecado»; «los cónyuges no pueden librarse del pecado».
De acuerdo con las reprimendas del Reformador, que algunas veces es casi más papista que el Papa (el «cerdo de Roma» o «el cerdo del Diablo» como solía decir), la Iglesia se condenó por el «placer nefando» más que por sus maniáticos llamamientos al asesinato, repetidos durante dos mil años, siempre que pudieron llevarse a cabo en forma de hecatombes. Los esposos no podían ni besarse con la lengua. Como esta práctica había comenzado a ser considerada como pecado venial, el papa Alejandro VI condenó semejante relajamiento en 1666. Más adelante, en tiempos más progresistas, la Iglesia católica llegó a ofrecer una casuística que incluía indicaciones exactas acerca de cuántos milímetros podía penetrar la lengua para que el beso siguiese siendo honesto y cuál era el límite en el que comenzaba la deshonestidad.
Ha habido épocas en que la Iglesia ha prohibido al esposo ver desnuda a su mujer. (Y todavía hoy, debe «decidir cuándo y cómo puede hacerse, comprobando las reacciones de su corazón»).
Para disminuir el placer de la pareja, en la Edad Media se recomendaba la llamada «camisa del monje» (chemise cagoule), un invento que tapaba el cuerpo hasta los pies, no dejando al descubierto nada más que una estrecha rendija en la zona genital, lo imprescindible para procrear nuevos cristianos y celibatarios. Esta creación religiosa también sirvió para algunas tribus indias especialmente austeras que la usaron de pudorosa indumentaria, con una discreta rendija en el centro. Cuando los indios querían echar una cana al aire, se cubrían por delante y por detrás de tal forma que los amantes no podían verse. El accesorio era prestado por el cacique y el prestigio de un hombre era tanto mayor cuantas menos veces se dirigía a aquél para pedírselo.
Si, para lograr un placer más intenso, se elegía una postura «antinatural» —un situs ultra modum, como dicen los moralistas—, se cometía, según la opinión general de los teólogos medievales, un pecado grave que durante siglos fue castigado con diversas penas canónicas. Y es que, evidentemente, lo que menos convenía a los celibatarios era que el matrimonio mantuviera vivos los afectos, y menos aún que aumentara el placer de la carne. En diversas ocasiones, el permiso «para gozar de la mujer de modo diferente» ha sido reprobado como una herejía y toda postura «anómala» dictada por el mero placer ha sido considerada ¡«un pecado mortal de la misma gravedad que el robo o el asesinato»! Sobre todo porque, como algunos corifeos enseñan, un hijo que haya sido engendrado perversamente heredará alguna tara y tendrá tendencias pecaminosas antinaturales. En cambio, el camello, que sólo copula una vez al año, y sobre todo la elefanta, que lo hace cada tres años, son presentados como ejemplo moral y «modelo de continencia».
Según el Manual para Confesores redactado por el obispo de Le Mans, monseñor I. B. Bouvier (que, según una advertencia preliminar, sólo se podía obtener con el permiso del superior del seminario o del vicario general de la diócesis), los cónyuges pecan gravemente si «se entregan a actos obscenos o que atenten al sentido natural del pudor» por ejemplo, «si la mujer toma el miembro de su marido en su boca o lo coloca entre sus pechos o lo introduce en su ano». Pecan gravemente «sobre todo si el hombre, para aumentar su placer» —lo que siempre es un crimen capitale—, «toma a su mujer por detrás, al modo de los animales, o si se coloca debajo de ella, alterando así los papeles. Este extravío a menudo es la expresión de una concupiscencia reprobable que no se quiere contentar con practicar el coito de la manera usual».
Resulta ciertamente difícil de entender por qué el acto «usual» es decir, con la mujer de espaldas y el hombre sobre ella, facies ad faciem, es el normal, el correcto y el preferido por Dios; por qué, de entre todas las variadas posibilidades, justamente ésa y sólo ésa tendría que haber sido prescrita por toda la eternidad: porque esta posición —que, al parecer, o bien no se conoce en ninguna otra cultura del mundo, o sólo se considera insignificante o curiosa— es en realidad «una de las posiciones menos eficaces que los hombres han podido concebir»[226].
Todavía hoy, cuando la psicología y la medicina (aunque probablemente desde hace no mucho tiempo) consideran normal cualquier tipo de coito, al igual que los contactos buco-genitales y la masturbación, no pocas jurisdicciones siguen haciendo extensible a las parejas casadas el concepto de deshonestidad, lo que sin duda debemos a las iglesias. En algunos estados de los EE. UU. las penas por este tipo de conducta en la época de Kinsey siguen siendo tan horrendas que sólo las superan las concernientes a la violación, el secuestro de niños y el homicidio. «Sabemos de casos en los una persona fue condenada a demanda de su cónyuge o porque alguien se enteró de que tenían lugar juegos sexuales orales o anales dentro del matrimonio. Es cierto que hay pocos procesos penales que se basen en estas leyes, pero mientras estas leyes existan serán objeto de una interpretación celosa y estricta y servirán de pretexto para los chantajistas».
Con el tiempo los sacerdotes cedieron, aunque fuera a desgana, habida cuenta de que el mundo no acababa de salir de la órbita del vicio y, lo que es peor, de que ya ni siquiera les parecía tan vicioso.
Cierto es que la Iglesia había declarado en la Antigüedad tardía que la sexualidad se derivaba de Dios pero la excitación sexual era el resultado del pecado original, y aunque en la Edad Media había llegado a defender que el placer procedía de Dios, el «desorden del deseo y el placer» era calificado como «culpa de los primeros padres» y como «deuda» personal. No obstante, poco a poco terminó por permitir cierto goce en las relaciones sexuales. Más tarde, además del coito con placer, también fue autorizado el coito por placer y sólo se le tildó de pecaminoso si se hacía por mero placer. Los teólogos de nuestro siglo a lo mejor se creen muy progresistas porque, en una época en la que el amor se ha convertido en un factor importante en la elección de pareja y en la que casi nunca se renuncia a él, ni siquiera después de un fracaso matrimonial, ya no se oponen abiertamente al hecho físico; porque enmascaran su tradicional espíritu antisexual, subrayando el significado personal del matrimonio y la igualdad de la mujer en la pareja. Pero no lo hacen porque de repente estén infundidos de mejores ideas o sean más humanos, sino simplemente porque el cambio de tendencia ya ha ido demasiado lejos y, como siempre en casos análogos, la adaptación es imprescindible. Así que aparecen más indulgentes, más generosos y más sabios, haciendo burlas cómplices sobre la teología moral de tiempos pasados, e inmediatamente vuelven a limitar sus propias concesiones —un cuarto de jovialidad y tres cuartos de malicia—, de modo que queda poco más que la venda en los ojos de los incautos.
En concreto, la cosa resulta así:
En primer lugar, se tolera generosamente que los casados «busquen y disfruten el placer que el Creador les ha destinado», pues nadie quiere pronunciarse contra el Creador, ni siquiera el Papa, al menos directamente. Pero después el Santo Padre reduce drásticamente la generosidad que acaba de mostrar y ordena que «los cónyuges se mantengan en los límites de la justa moderación», que «en el goce sexual no se entreguen desenfrenadamente al impulso de los sentidos» pues «aunque la substancia del acto permanezca intacta, se puede pecar en la forma de ejecutarlo».
El Catecismo Holandés dice que lo erótico es «bueno». Y no se queda ahí. Porque esto todavía estaría «expresado demasiado débilmente. Es santo.
El erotismo es un poder santo y creador que hay en nosotros». Ciare que sólo una línea después de esta frase retórica cuyo desparpajo ya la hace sospechosa y permite barruntar algo malo, se dice: «Si la atracción erótica se desprende del sistema de los demás valores humanos y, sobre todo, si su faceta corporal, la sexualidad física, se desprende del sistema del erotismo humano, pueden abrirse insospechados abismos de maldad y brutalidad (…)».
Hoy se autoriza el placer a los casados mediante la idea de una «sexualidad querida por Dios». Pero estas ideas —se advierte— son, bajo determinadas circunstancias, completamente «inútiles y peligrosas». Ciertamente, el placer sexual está santificado por el sacramento del matrimonio y como tal es bueno. Pero cuando el placer es «buscado por sí mismo», cuando se «cede a él sin freno alguno» es «la fuente de degeneraciones, pasiones y pecados indescriptibles».
Cierto moralista que, por progresismo, además de reconocer francamente que el matrimonio no es «ningún convenio» llega a pedir que el acto «sólo se dé en las condiciones óptimas de vigor y energía corporales y espirituales» (¡lo que ciertamente implica nuevas y notables restricciones!), se queja después, en cuanto su progresismo le deja recuperarse, de la «oscura compulsión de lo sexual y la incontrolabilidad de lo erótico», de «la tendencia inherente al erotismo de romper con lo establecido y convertirse en peligroso e incluso destructivo», o del «omnipresente sexualismo». Y aunque, por amor a las convenciones científicas (que los expertos en Dios necesitan más que nadie), encuentra sutiles diferencias en el matrimonio entre causa efficiens, causa formalis y causa finalis, o entre amor complacentiae, amor concupiscentiae y amor benevolentiae, o entre «corporalidad» y «corporeidad», la «oscura compulsión» (no de lo sexual sino de lo teológico) desemboca, como siempre, en el viejo callejón sin salida: «La unión e interpenetración de amor sexual, erótico y personal precisa, entre los cristianos, de una conformación mediante el amor cristiano: el ágape. Sexus, Eros y Amor nunca logran salir de un tibio ir y venir entre la auténtica entrega y la satisfacción egoísta si no son aquilatados en el ágape hasta convertirse en la pura forma del amor. Él ágape es el amor nacido de Dios». «Lo ontológicamente interior remite a la integración en lo ontológicamente superior. Sexus y Eros siempre necesitan (…)». …a los teólogos morales; ya se sabe. (¡Y viceversa!)[227].
No es un mero recuerdo el caso de un teólogo católico de hace cincuenta años para quien la satisfacción sexual sólo era lícita «si se dominaban los instintos»; el amor conyugal tenía que levantarse «sobre la base de la castidad» y a los casados les estaba prohibido vivir «como adúlteros». No fue aquella época —lo que significa; ¡después de nada menos que mil novecientos años de cristianismo!— la última en la que se pudo escribir (con licencia eclesiástica): «Una madre que alguna vez se una a su marido como una prostituta venal con su libertino amante» transmitirá «a su hijo el germen del mal» y por la sangre de éste correrá «la inclinación al pecado (…) en lugar del sentido de lo sublime y lo noble, de lo puro y lo bueno». Tampoco es únicamente en la literatura popular de la Iglesia de hoy en día donde se sigue afirmando que es pecado «todo aquel exceso de placer sensual que atenta contra el sentido del pudor», esperando que «la mujer santa y pura (…)» pisotee a «la serpiente de la concupiscencia», que «en lo más profundo» siga siendo «virgen, es decir, propiedad de Cristo»; es decir, que tiene que seguir sometida, como en la Edad Media, a una Iglesia que condena el placer. No es sólo en la literatura religiosa popular de la actualidad donde se recomienda «la tranquilidad de la noche» para los contactos sexuales (como para todas las empresas tenebrosas), aprobándolos sólo en aquellas posturas que «sobre todo, miren por la comodidad de la mujer y no olviden el respeto que se le debe» es decir, el respeto al despotismo de la Iglesia.
No; la teología moral «seria» de hoy en día —en su elaboración de una «perspectiva eclesiológica»— también querría que el coito comportara «una disponibilidad respetuosa para el cumplimiento de la misión reproductora», que fuera «totalmente respetuoso, noble y casto», que lo espiritualizara todo «hasta un plano auténticamente humano», que alcanzara «el carácter de una acción sobrenatural, santa y constantemente santificadora». El matrimonio debe ser un «orden sagrado», un «medio de salvación» un «ministerio», un «permanente servicio a Cristo»; los esposos tienen que convertirse en «mutuo instrumento de santificación», en «Corpus Christi mysticum», en «Cristo viviente»; deben mirarse el uno al otro «con la vista constantemente puesta en Dios», deben hacer efectiva, día a día, su «semejanza a Dios» y convertir su «apoyo mutuo» en «participación en la obra de la Salvación» etcétera.
De esta manera, el amor entre hombre y mujer es desterrado a la aséptica pesadilla del cielo cristiano, a la Nada desencarnada y deserotizada; se le distancia de la libido bajo un aluvión de sermones tan infatuados como carentes de sentido, y la vivencia sexual, en lugar de ser santificada por el sacramento del matrimonio, es reprimida por él. En estas condiciones, la entrega total al compañero resulta imposible, lo que ha provocado graves crisis de conciencia en infinidad de personas, empujándolas a la renuncia, a la histeria o a la neurosis y, en bastantes ocasiones, destruyéndolas.
Pero toda esta cháchara moral típica del gremio se reduce, básicamente, a esto: ¡el mínimo de sexualidad y el máximo de sumisión! Siempre ha sido así. No necesita mayor comentario el hecho de que, en un motu-propio sobre el matrimonio mixto del 31 de marzo de 1970, en el momento en que sus siervos comenzaban a descubrir y a proclamar la dignidad personal de la mujer, el Papa empleara casi cuarenta veces los conceptos «ley», «derecho», «norma», «deber» y «obediencia» y ni una sola vez la palabra «amor». O que se elogiara abiertamente «la excelente ética sexual de la Edad Media» y se predicara sin ambigüedades que la dignidad de la mujer «sólo puede ser preservada» mediante el regreso a la revelación bíblica[228].
El viejo principio de hostilidad al placer se oculta en una burda trampa teológica que hasta los más ingenuos deberían haber descubierto: en la infatigable preocupación del clero por el bienestar corporal de la mujer.
Apenas hay una sola obra de teología moral (del pasado) en la que los religiosos no se presenten como sensibles guardianes y nobles (¿o quizás no tan desinteresados?) protectores de la mujer acosada por el marido lujurioso, de ese ser que siempre han odiado, rebajado… y usado sexualmente. Pero pese a lo transparente de sus intenciones, el viejo llamamiento sigue haciéndose efectivo en el siglo XX en todos aquellos lugares (¡y dónde no!) en los que se enseña a los esposos cristianos a dominar «sus propios instintos, quizás fogosos», para que «nunca atenten contra la discreción amorosa», o siempre que se aboga por «una digna expresión de las relaciones matrimoniales», por unos encuentros sexuales llenos de «amor y respeto», o de «amor espiritualizado», por una cópula sin «pautas aprendidas», sin «técnicas amorosas refinadas» y sin «orgasmo» —¡eso por nada del mundo!—, proponiendo, frente a ello, un «amor respetuoso y pudoroso» y mucha «consideración», «discreción» y «ternura». Y es que «los cónyuges verdaderamente tiernos pueden renunciar con más facilidad a la unión matrimonial completa y al placer que lleva consigo (…)»;con lo que, al final, se acaban poniendo todas las cartas sobre la mesa clerical.
El aura protectora de los religiosos termina por llevar a este punto. Cuando celebran la santidad y la consagración sacramental del matrimonio como «lo más excelso» revelan, de hecho, lo que las mujeres le deben al cristianismo; ¡cuanta menos sexualidad, mejor! «En esta clase de matrimonio, atravesado por el hálito de lo Sobrenatural, la mujer no necesita preocuparse de su dignidad. El esposo custodia el paraíso de su feminidad como un querubín con su espada refulgente». Lo que de nuevo resuelve la cuestión estilísticamente. El buen católico espera que «la pureza revista el ser de su esposa de una majestad invisible» y coloque «sobre su cabeza una corona real» (textos con licencia eclesiástica). Y la costilla de Adán, buena y católica espera de su señor que «domine sus sentidos». Ella no amará a un calavera «desenfrenado»; lo despreciará e incluso lo deberá detestar (!). «¡Qué ricas son las posibilidades que tienen los esposos cristianos de honrar a Cristo en la intimidad!»[229].
Es bastante comprensible, por consiguiente, que en muchos matrimonios católicos, y precisamente en el ámbito de lo sexual, parezca que es el malestar y no el placer el que gobierna. Que los jóvenes católicos recuerden hoy que «para mi madre, la virginidad era el más alto de los ideales. Por ello, sólo veía el matrimonio como un mal necesario (actitud que se refiere exclusivamente a la vertiente sexual del matrimonio)». ¡Todo un ideal bíblico: fidelidad a la línea de San Pablo! Otro testimonio: «Mamá era una mujer silenciosa, llena de confianza en Dios. No obstante, mis padres se enfrentaban a lo sexual con una actitud negativa, en especial mi madre. Lo corporal entraba dentro del contrato matrimonial, pero el placer era pecado, en consonancia con la moral eclesiástica».
Muchos teólogos, para reprimir el diabólico placer, advertían infatigablemente de las consecuencias del libertinaje. Una y otra vez —y no sólo en la tenebrosa Edad Media— asustaban a la gente profetizando el nacimiento de niños leprosos, epilépticos o inválidos. En el siglo XX siguen amenazando con la capacidad de convicción de un hechicero de la selva: «Cuando al hombre le falta la energía de la castidad y el autodominio, la esposa tiene que pagar el coste de una vida sensual incontrolada, que se traduce en graves padecimientos nerviosos y ginecológicos, así como en una progenie debilitada, deforme y no pocas veces medio idiotizada». Además de afirmar, en pleno siglo XX, que las relaciones prematrimoniales acarrean «neurastenia sexual y enfermedades nerviosas» y desembocan en los casos más graves en la esterilidad, divulgan cómo cierto médico comprobó «en dos mil pacientes» que los «abusos matrimoniales» eran causa de inflamaciones, «con independencia de los métodos usados». «El cáncer también es causado a menudo por el estímulo mecánico de los preservativos».
La preocupación demostrada por el clero hacia las «puertas del Infierno, siempre abiertas» es tanto más curiosa cuanto que, como sugieren las investigaciones mejor fundamentadas, la mujer tiene un potencial sexual extraordinario y una capacidad para la sexualidad mucho mayor que la del hombre. «Si una mujer capaz de alcanzar un orgasmo normal es estimulada correctamente, en muchos casos puede tener hasta seis clímax después del primero antes de quedar realmente satisfecha. Al contrario que el hombre, que habitualmente sólo puede tener un orgasmo en un corto espacio de tiempo, muchas mujeres pueden tener cinco o seis orgasmos en un lapso de algunos minutos, sobre todo si el clítoris continúa siendo estimulado».
Sin embargo, la constante insinuación de sentimientos de culpa sexual y tonterías —sostenidas incluso por médicos, pero inspiradas por la religión— del tipo de que la mujer ni podía ni debía obtener satisfacción erótica o que quedaba mancillada porque se le atribuyeran tales sensaciones, comprometieron, por fuerza, el equilibrio psicológico de la pareja. Parece claro que, desde hace siglos, los instintos femeninos se encuentran enervados; en un mundo que permitía al hombre concubinas, amantes y prostitutas, mientras que la vida sexual de la esposa se iba consumiendo, la sexualidad femenina fue deformada y debilitada drásticamente y la mujer europea padeció una especie de atrofia psicológica, perdiendo unas facultades que las mujeres de otras culturas todavía tenían.
Sólo así se entiende que, aunque la mujer tiene una capacidad orgásmica casi ilimitada (con estimulación eléctrica, entre veinte y cincuenta veces en una hora), en los años treinta de nuestro siglo —según el informe del sexólogo y sociólogo británico Alex Confort— una de cada tres pacientes del departamento ginecológico de un hospital londinense todavía no había experimentado ningún orgasmo a lo largo de su vida matrimonial; o que, hacia la misma época, según Erich Fromm y Wilheim Reich, el 90% de las esposas de trabajadores padecían trastornos neuróticos y sexuales; o que, en 1963, según una encuesta sobre la vida íntima de los alemanes occidentales, sólo el 35% de las mujeres (frente al 66% de los hombres) consideraban necesarias las «relaciones íntimas», mientras que el 52% de la población femenina podía renunciar a ellas (frente a sólo el 22% de los varones); y aún más: según estimaciones fiables, en la actualidad la frigidez todavía afecta a no menos del 40% de las mujeres. Y aunque, a menudo, esto tiene causas individuales, específicamente biográficas, el electo de los factores colectivos es aún más devastador, sobre todo, como subraya Josef Rattner, el de la «primitiva convicción religiosa de que la sensualidad es pecado (…); todavía pesa sobre nosotros una tradición milenaria que nos ha machacado con tal absurdo».
Se estima que en los Estados Unidos sigue habiendo miles de matrimonios que carecen de vida sexual. Un investigador localizó a varias decenas de mujeres casadas que contestaban no saber cómo se practicaba un coito. Y algunos consejeros matrimoniales afirman haber conocido parejas que ni siquiera sospechaban que se trata de una práctica normal[230].
¿A quién puede sorprender que, como escribe la francesa Menie Grégoire, «la iniciación sexual plantea tales dificultades a los cristianos que éstos visitan al psiquiatra cada vez más asiduamente, empujados por un insuperable temor hacia lo que representa la auténtica esencia de la vida»? ¿A quién puede sorprender que, según las voluminosas encuestas de Kinsey, las católicas estrictas alcancen su primer orgasmo seis o siete años después que las no practicantes? ¿O que el 21% de las católicas estrictas encuestadas por Kinsey experimentaran su primer orgasmo a los treinta y cinco años, pese a que la mayoría estaban casadas y tenían relaciones sexuales con regularidad? ¿A quién puede sorprender que los psicoterapeutas de hoy conozcan a «mujeres con una educación católica relativamente estricta que nunca han podido y nunca podrán alcanzar un orgasmo» y que ven completamente natural que la relación sexual sólo se practique «para dar gusto al hombre o por amor a Cristo»? ¿O que haya jóvenes que fueron «internadas en manicomios cuando descubrieron en la noche de bodas lo que sus maridos realmente pretendían hacer»?
Y, pese a todo, se vuelve a hablar en Francia y Bélgica, como en la Edad Media, de un «orden matrimonial» (ordre du mariage): ¡el ingreso de ambos cónyuges en un «orden intermedio» o en una casa de oblatos! ¿Y por qué no? En 1973, un católico se queja de la limitación que todavía se da en las relaciones sexuales dentro del matrimonio: «Si los esposos católicos obedecen la encíclica del actual obispo de Roma, les van a quedar muy pocos días para su vida sexual»[231].
Para resumir brevemente: aunque, por una parte, la Iglesia ha puesto trabas al matrimonio, creando una irritante cantidad de días de castidad matrimonial obligatoria y, por si fuera poco, tratando de acibarar el placer en cuanto tenía oportunidad, como corresponde a su lógica característica, la religión del amor no tolera ninguna relación extramatrimonial y menos el divorcio.
Muchas veces es el primer eslabón en una larga cadena de crímenes. Si una persona se ha atrevido a dar este primer paso (…) ninguna barrera le detendrá en la pendiente del crimen.
J. RIES, teólogo; ¡con licencia eclesiástica!
La teología moral ha incluido el adulterio —diferenciando entre adulterio simple y doble, según esté casado uno de los amantes o los dos— entre los delitos más graves hasta casi nuestros días.
En la Antigüedad, diversas iglesias africanas solían castigar a los adúlteros con penitencias de por vida y con su expulsión definitiva. En los primeros siglos de la Edad Media, la norma de la Iglesia fueron cinco años de penitencia por cada adulterio (bastaba con una tentativa notoria) si el culpable estaba soltero y siete si estaba casado; no obstante, si ambos cónyuges se habían puesto de acuerdo, la penitencia se elevaba a diez años.
La expiación consistía, entre otras cosas, en sobrevivir durante años a pan y agua, en destierros y largas peregrinaciones —sobre todo a Roma, a las supuestas tumbas de los apóstoles— en las que, para endurecer el castigo, se colocaba a los penitentes unas argollas de hierro alrededor de cuello, manos y piernas, argollas que, según se creía —a tal punto llegaba la confianza en Dios—, se romperían por sí solas cuando la penitencia fuera suficiente. Todos los domingos, y más adelante cuatro veces al año, se condenaba a los malhechores, que eran paseados desnudos por las calles mientras recibían innumerables azotes. De acuerdo con una resolución del sínodo de Naplusa (1120), el adúltero era castrado y la adúltera perdía la nariz, siendo a veces el mismo culpable quien tenía que ejecutar la sentencia sobre su cómplice. Y en el siglo XIV, en un momento en que los clérigos tenían el derecho casi exclusivo de castigar los adulterios, el marido que sorprendía in fragantí a la mujer junto a su amante podía matarlos inmediatamente, imponiéndosele por ello una simple penitencia religiosa.
El emperador Constantino ya equiparaba el adulterio al asesinato, negándoles a los convictos incluso el derecho de apelación. Su hijo Constancio hacía eliminar a los adúlteros de igual manera que a los parricidas, es decir, echándolos al mar metidos en un saco cerrado junto a una serpiente, un mono, un gallo y un perro o, si el mar quedaba demasiado lejos, mandándolos a la hoguera.
Las cosas no se suavizaron con el tiempo. Los códigos de Sajonia y Suabia castigaban el adulterio de ambas partes con la muerte. Algunas legislaciones municipales condenaban a los amantes a ser decapitados o enterrados en vida, esto último sobre todo para la mujer, en caso de que el marido no se conformara con otro castigo. En Berlín y entre el campesinado de Dithmarschen, el esposo podía mutilar a su mujer y al seductor, matarlos o bien dejarlos libres, a su completa discreción. En torno a 1630, el elector Maximiliano fijó para los delitos de adulterio un destierro de entre cinco y siete años, pero, en caso de reincidencia, los culpables serían entregados al verdugo. Y a mediados del siglo XVIII, el Codex Maximilianeus Bavaricus Criminalis todavía permitía a los nobles encerrar a sus esposas infieles —siempre que hubieran confesado ante terceros— en sus castillos «o en otros lugares apropiados, reteniéndolas en tal prisión bajo custodia hasta el momento de su muerte»[232].
Hubo que esperar a la Ilustración para que el adulterio fuera juzgado con menos severidad y, pese a todo, en la República Federal de los años sesenta, gobernada por la coalición CDÜ/CSU, una «reforma» del código penal estuvo a punto de reintroducir el delito —hoy está despenalizado—, castigándolo con un año de prisión —frente a los seis meses de la época guillermina—.
Una característica de los procesos por adulterio es que, a menudo, la mujer ha sido castigada con mucha mayor severidad, lo que, en buena medida, se ha debido a la acción de la Iglesia.
En la Antigüedad, si la mujer de un cristiano cometía adulterio, éste tenía que repudiarla. Los religiosos estaban obligados a ello bajo amenaza de suspensión o de excomunión definitiva. Por el contrario, la mujer tenía que volver a recibir al marido si éste regresaba a casa arrepentido. Es más: la Iglesia primitiva castigaba el adulterio del hombre con siete años de penitencia y el de la mujer ¡con quince!
Hay muchos ejemplos de que esta tendencia se mantuvo en el derecho secular de la alta Edad Media. Es el caso de la Lex Baiuvariorum (743) —redactada por un clérigo y empapada de ideas religiosas—, que convertía la fidelidad matrimonial en asunto exclusivo de la mujer. El hombre, en cambio, tenía derecho a matar al amante (y seguramente solía ejercerlo), aunque es de suponer que, en el mismo arranque de ira, por lo general también liquidara a su esposa. Según las Ordenaciones de Enjuiciamiento Penal del Alto Palatinado (1606), «ambos, el adúltero y la adúltera, serán sentenciados a muerte por espada o por agua», aunque sólo se castigaba la infidelidad del hombre si su amante estaba casada, con lo cual se seguía pensando igual que los judíos en tiempos de Cristo. En el Código de Napoleón el adulterio continuó siendo delito, pero sólo si lo cometía la mujer. En ese caso, el marido podía encerrarla y separarse de ella, e incluso podía matarla si la cogía m fraganti, en tanto que el hombre que vivía en concubinato era condenado, en el peor de los casos, a una pena monetaria.
La teología moral del siglo XX todavía cree que «el adulterio de la mujer es más grave». La influencia misógina de la Iglesia es tan grande que hasta hace poco el derecho italiano y el español sólo castigaban a la esposa adúltera y a su amante, pero no al marido adúltero. El mando sólo podía ser castigado por concubinato. En cambio, hasta 1968, la mujer infiel se arriesgaba en Italia a un año de cárcel.
Sin embargo, a juzgar por abundantes estimaciones estadísticas y en contra de la propaganda habitual de la Iglesia, el 70% de los adulterios de la mujeres casadas, en lugar de acarrearles graves dificultades, tienen como consecuencia un cambio de rumbo favorable en el matrimonio[233].
Aunque, según Marcos y Lucas, Jesús prohibió estrictamente el divorcio, según Mateo lo autorizó en diferentes ocasiones, en caso de «fornicación» (porneia) de la mujer. San Pablo también admite el divorcio, aunque por motivos diferentes, esto es, si en un matrimonio mixto lo reclama el cónyuge pagano. El catolicismo reconoce este privilegium paulinum como una situación excepcional; tras uno de estos divorcios por motivos de fe es lícito incluso un nuevo matrimonio con un cónyuge cristiano: el llamado privilegium petrinum.
Existe otra posible dispensa (basada en la distinción entre matrimonium ratum y consummatum) para los enlaces contraídos con plena validez pero que no han sido consumados físicamente: un caso, por supuesto, infrecuente. Y, por último, el derecho canónico también autoriza la «separación de mesa y lecho» que, sin embargo, impide a ambas partes volverse a casar, es decir, que no anula la unión.
En cualquier caso, todo matrimonio celebrado entre personas bautizadas y consumado con la copula carnalis es considerado por la Iglesia como indisoluble. Con lo cual el divorcio no está autorizado ni siquiera aunque el acto sólo haya tenido lugar una vez: porque el marido haya quedado impotente inmediatamente después de la noche de bodas a consecuencia de un accidente, pongamos por ejemplo. «En ese supuesto, no cuentan ni la finalidad reproductora del matrimonio, el mayor bien de la teología sexual, ni el peligro de que la esposa insatisfecha se vea abocada a una relación extramatrimonial pecaminosa».
Según el derecho canónico, un divorcio civil tampoco puede servir de base a un nuevo matrimonio. Como quiera que el primer matrimonio subsiste, si hay segundas nupcias se tratará de una relación adúltera. O sea que, de acuerdo con este punto de vista, un hombre que se casa después de haberse separado comete bigamia y vive con su segunda mujer en adulterio y concubinato, ergo, como alguien comentaba hace poco con sarcasmo, «un adulterio elevado al cubo».
Claro que estas reglas no siempre han estado en vigor; la realidad las desmintió durante mucho tiempo y en la praxis se era mucho más «dúctil» y «flexible». Y puesto que el mismo Evangelio hacía proclamaciones contradictorias y tanto el derecho romano como el germano autorizaban los (frecuentes) divorcios, poco a poco la Iglesia Católica puso en funcionamiento un poderoso mecanismo de dispensas. Si en el siglo II todavía se interpretaba la indisolubilidad de forma estricta, se empezó a ser más tolerante en el siglo III, de modo que, en los siglos IV y V, sólo conocemos a dos Padres de la Iglesia, San Agustín y San Jerónimo, que prohíban el divorcio y las segundas nupcias en caso de adulterio. Los penitenciales de la alta Edad Media también permiten al marido engañado tomar una nueva esposa; mientras que una mujer sólo podía abandonar al marido infiel si ingresaba en un convento.
No obstante, además del adulterio, había otras causas de divorcio que, a veces, abrían la puerta a un nuevo enlace: procesamiento, captura del marido o de la mujer por el enemigo, esterilidad, abandono doloso, lepra y otras. Significativamente, la Iglesia también permitía el divorcio si uno de los cónyuges había dejado de ser «adecuado al rango»: una concesión evidente al pensamiento germánico[234].
La forma más sencilla de disolver un matrimonio era por consanguinidad. Una vez descubierta, el clero consideraba al matrimonio como si no hubiese tenido lugar. Como quiera que la prohibición del matrimonio entre consanguíneos abarcaba hasta el séptimo grado y que muchas —por no decir la mayoría— de las familias nobles de la Edad Media eran de hecho consanguíneas, dichos enlaces podían ser anulados en cualquier momento: lo cual era aún más importante para el hombre, puesto que los matrimonios frecuentes aumentaban su patrimonio. Así que muchas mujeres fueron repudiadas cuatro y cinco veces con bendición eclesiástica. En todo caso, ello no era óbice para que, como ocurría con cierta frecuencia como resultado de la indisolubilidad, los hombres liquidaran a sus esposas —con sus propias manos o por medio de sus sirvientes—, imputándoles luego un adulterio para justificar el hecho.
Por otra parte, el clero no vacilaba en hacer frecuentes concesiones a los poderosos. Por ejemplo, cuando el hijo del emperador Lotario, Lotario II (855-869), quiso abandonar a su esposa Teutberga y casarse con su amante Waldrada, los sínodos, dócilmente, aprobaron el divorcio y el nuevo matrimonio. Y aunque el papa Nicolás I se opuso, su sucesor Adriano II levantó el anatema contra Waldrada y dio la comunión a Lotario en Monte Cassino.
La Iglesia, comprometida con los príncipes, llegó al extremo de tolerar la poligamia, sobre todo de los merovingios y los carolingios.
El rey Clotario I se casó seis veces y en una de las ocasiones lo hizo simultáneamente con las hermanas Ingunda y Aregunda. Con su hijo Cariberto pasó algo parecido. Dagoberto I, un rey muy apreciado por el clero (y que hizo asesinar en una noche a miles de familias búlgaras que se habían puesto bajo su protección huyendo de los hunos), tuvo tres esposas e innumerables barraganas; Pipino II tuvo dos esposas legítimas, Plectrudis y Alpais. Y Carlomagno, que fue declarado santo por Pascual III (antipapa en tiempos de Alejandro III) el 29 de diciembre de 1165, vivió con concubinas hasta su muerte, después de haber contraído cinco matrimonios —su tercera esposa, Hildegard de Suabia, sólo tenía trece años cuando se casaron y quedó embarazada a los catorce—; no obstante, hacía azotar salvajemente a las «rameras» en las plazas de los mercados. La Iglesia toleró el concubinato hasta bien entrada la Edad Media, aunque no era compatible con el matrimonio.
A mediados del siglo IX, las falsificaciones seudoisidorianas —que brindaron servicios al papado tan importantes como numerosos— contribuyeron a promover la indisolubilidad del matrimonio. La prohibición del divorcio y la monogamia se confundieron en el catolicismo desde los siglos X y XI (el concilio lateranense es de 1215); la primera fue reafirmada enérgicamente por el Concilio de Trento aunque, con vistas a una eventual unión con los greco-ortodoxos, no fue expresamente definida desde un punto de vista dogmático.
La indisolubilidad del matrimonio supuso sin duda una cierta garantía para la mujer que, la mayoría de las veces, se llevaba la peor parte en las separaciones. De todas formas, esta garantía, por la que no pocas mujeres se hicieron cristianas, fue el único beneficio que la nueva religión les concedió.
Como era de esperar, el Papa se reservó el derecho de autorizar las separaciones. Y este derecho, reconocido por todos los príncipes, puso a menudo todos los triunfos en manos de la Curia.
Cuando, a finales del siglo XV, Luis XII quiso disolver su matrimonio para casarse con la duquesa de Bretaña, en Roma elaboraron las correspondientes capitulaciones para complacer al monarca. Pero poco tiempo después, cuando Enrique VIII quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón para desposar a Ana Bolena, una de las damas de su corte, el Vaticano se negó, pese a que Enrique VIII era un fiel hijo de la Iglesia y un firme antagonista de la Reforma. Pero la Bolena procedía de la baja nobleza inglesa y Catalina de Aragón pertenecía a la más poderosa dinastía del mundo; además era tía de Carlos V, a quien el Papa necesitaba imperiosamente para combatir a los reformadores[235].
Entre los protestantes, el derecho al divorcio existió desde el primer momento. La opinión más generosa era la de Melanchton; en cambio, Lutero —aunque sólo en la última etapa— limitó las causas de divorcio al adulterio y el abandono doloso del hogar. Pero, con el tiempo, también fueron reconocidos como motivos suficientes para disolver la unión: la negativa continuada a satisfacer el débito conyugal, el encarcelamiento de uno de los cónyuges, las amenazas físicas, la incompatibilidad de caracteres, la esterilidad de la mujer, la impotencia del marido, las enfermedades incurables, la locura, el onanismo, el alcoholismo, el despilfarro, y otras. Con todo, desde el punto de vista protestante tampoco puede uno disolver su matrimonio sin hacerse culpable a los ojos de Dios.
La Iglesia greco-ortodoxa, que siempre ha reconocido la posibilidad de separación por adulterio, la sigue concediendo hoy en día en casos extremos, apoyándose en la doctrina de algunos doctores de la Iglesia de la Antigüedad. El patriarca melquita Elie Zoghby (Egipto) defendió esa misma posición en el Vaticano Segundo, bien es cierto que ante la perplejidad general de los asistentes.
Pero incluso en el interior de la Iglesia católica algunos empiezan a pensar —tímidamente y, por supuesto, más por amor al famoso «progreso» clerical que por humanidad— en sacar el mejor partido de la nueva situación.
Y es que la situación ha cambiado radicalmente, también en este sentido. La indisolubilidad, que antaño era una protección real para las mujeres, como esclavas sumisas al clero, hoy es más bien un obstáculo para ellas. Al menos en Alemania Occidental, la mayoría de las peticiones de divorcio ya no proceden de los maridos, y los mismos católicos se preguntan «por qué son precisamente las mujeres y las jóvenes quienes se pronuncian con tanta vehemencia contra la indisolubilidad». Y mientras el papado combate con firmeza la introducción del divorcio en Italia, mientras el cardenal Garrone lo considera un «paso atrás» y un «camino equivocado», los «progresistas» han descubierto en Jesús «una cierta comprensión hacia el divorcio»… ¡y también en sus seguidores! «De todos modos, se puede admitir que algunos católicos convencidos también aceptan el divorcio en determinadas circunstancias y como último recurso». Eso es: ellos… ¡no Jesús!
Esta adaptación oportunista es la única razón de la nueva actitud hacia los hijos nacidos fuera del matrimonio, a los que la Iglesia ha tratado siempre con el máximo desprecio,
Los hijos naturales no eran considerados como deshonrosos ni por los griegos ni por los germanos; en cambio, las jóvenes «pecadoras» cristianas fueron castigadas con penitencias públicas y castigos infamantes hasta el siglo XVIII y en el norte de Alemania todavía eran azotadas a comienzos del siglo XIX.
Pero sobre todo, debido al influjo creciente de la Iglesia, el hijo tenía que sufrir durante toda su vida el castigo por el «crimen» de su madre. En la Alemania de los siglos centrales de la Edad Media, los hijos naturales sólo podían reclamar del padre ciertos derechos de manutención. En el código de Sajonia son uno de los grupos «sin derechos»: excluidos de todos los privilegios, están incapacitados para ser jueces, jurados, testigos o tutores y ni siquiera pueden hacerse con un tutor que represente sus intereses ante los tribunales. En Inglaterra también se vieron seriamente perjudicados «a instigación de la Iglesia»: no podían reconocerlos ni el padre ni la madre, básicamente eran outlaws, filius nullius en el sentido jurídico, hijos de nadie.
Muchos, por no decir la mayoría de los códigos consideraban bastardo (no emparentado ni con el padre ni con la madre) al hijo que, aun habiendo nacido dentro del matrimonio, hubiese sido concebido anteriormente, o cuando los padres no se hubiesen casado hasta después del alumbramiento (!) Y como el hijo bastardo no podía heredar de sus padres, éstos no tenían ningún derecho respecto de los bienes de aquél. Su patrimonio iba a parar al fisco. Un Registro de casos de bastardía del Alto Palatinado confería al Estado el derecho a confiscar la totalidad de la herencia de los hijos naturales. Muchos fueron los afectados por este tipo de leyes. En la mayoría de los lugares de la católica Baviera siguió habiendo a lo largo del siglo XIX más de un 20% de nacimientos ilegítimos, y algo más del 30% en una ciudad como Nuremberg[236].
No obstante, con tal de que se le pagara lo suficiente, la Iglesia podía pasar por alto la mácula de nacimiento de ciertos prominentes bastardos. Así, en 1247, Inocencio IV enmendó la exclusión del bastardo Hagen Hagensen a la sucesión del trono de Noruega, recibiendo quince mil marcos de plata por ello. Igualmente, el «experto cardenal» Guillermo de Sabina, que fue quien entregó la bula papal, fue colmado de dinero y regalos. (Al mismo tiempo que legitimaba al rey bastardo, la Curia se dedicaba a privar de derechos a los hijos legítimos de los sacerdotes. Y los hijos de un religioso casado por lo civil siguen siendo hoy en día bastardos, de acuerdo con el derecho canónico.)
La Iglesia daba a los hijos de los matrimonios consanguíneos (deformes, tullidos y lisiados, según ella) el mismo tratamiento que a los bastardos, privándoles de todos sus derechos civiles cuando le era posible hacerlo. Por supuesto que estos niños también podían ser rehabilitados a cambio de una cantidad suficiente de oro y monedas… siempre que un beneficio mayor (major utilitas, en su jerga) no impusiera a la Madre Iglesia una postura de dureza.
La discriminación de los hijos nacidos fuera del matrimonio —tratados como «hijos del pecado»— se deja notar todavía en la actualidad. Así, por ejemplo, el código religioso aún excluye en el siglo XX a los bastardos del cardenalato, el episcopado y la prelatura. En muchos estados de Europa, los hijos concebidos fuera del matrimonio siguen sin ser reconocidos ni siquiera en el caso de posterior boda, aceptándose así expresamente una disposición del derecho canónico. En nuestros días, una audiencia territorial alemana denegó la declaración de legitimidad en uno de estos casos (referido al derecho holandés) invocando específicamente ¡las prescripciones eclesiásticas del siglo XIII!
Hubo que esperar al 1 de julio de 1970 para que los bastardos (llamados ahora «hijos no matrimoniales») perdieran toda connotación ominosa de iure en la República Federal. Aunque en la práctica siguen teniendo desventajas desde que nacen: el número de niños que nacen ya muertos es entre ellos vez y media superior a la cifra que se registra entre los niños matrimoniales. Según las encuestas sobre la situación de la mujer, la presión psicológica que sufre una madre soltera (y con ella, indirectamente, el niño) en la República Federal es enorme, pues las madres solteras tienen una reputación ínfima, incluso cuando sobrellevan ejemplarmente su difícil situación.
Claro que incluso los servidores de la Religión del Amor empiezan a descubrir, después de casi dos mil años, que el «ser inocente», el hijo nacido fuera del matrimonio, también tiene derechos que no prescriben por culpa del «pecado de sus padres» y que el «comportamiento pastoral» respecto a la madre soltera debe ser sometido a «una revisión fundamental». ¿Por tolerancia? ¿Por humanidad? ¿Por justicia? No, ¡qué va! Porque «las circunstancias sociales han cambiado radicalmente»[237].