La ideología cristiana ha contribuido no poco a la opresión de la mujer
SIMONE DE BEAUVOIR[199]
La premisa de que la mujer es la portadora del pecado, que es para el cristianismo un artículo de fe inamovible, tuvo que influir muy negativamente, como era inevitable, en su posición social y legal.
J. MARCUSE[200]
La crueldad de las leyes civiles contra las mujeres se ha unido en todos los usos sociales a la crueldad de la Naturaleza. Así, han sido tratadas como seres que no eran dueños de su entendimiento.
DENIS DIDEROT[201]
A lo largo de la historia, la mayoría de las mujeres han vivido casi al nivel de los animales…
KATE MILLETT[202]
La historia de la mujer fue hecha por hombres —por tanto, contra ellas— desde los primeros tiempos del patriarcado.
De todas formas, desde la perspectiva de la época imperial, los días en que un romano podía tratar a su esposa como si fuera un pedazo de carne, venderla o matarla quedaban muy lejos. Por el contrario, la ley del Imperio favorecía la emancipación femenina y permitía a la mujer una notable autosuficiencia personal y social. Doscientos años antes de San Agustín, la madre poseía los mismos derechos que el padre, la hija tenía el mismo derecho a heredar que el hijo y la separación estaba al alcance de ambos cónyuges, para lo que bastaba una simple petición formal. La virginidad y la fidelidad matrimonial tampoco tenían ningún significado relevante. Propercio, Horacio y Ovidio (cuyo Ars Amandi fue el único poema de la Antigüedad incluido en el índice) ensalzaron el amor libre.
Entre los germanos, el hombre era, ciertamente, el dominador. Podía pegar y vender a su esposa y, si ésta cometía adulterio, podía matarla impunemente. Pero esta dominación era al mismo tiempo un protectorado, pues la mujer germana nunca fue el infame «recipiente del pecado» sino, como dice Tácito, «sanctum aliquid et providum» un ser que reclamaba no sólo cuidados, sino también respeto.
Este gran respeto por la mujer germana se ve traducido en el derecho penal que, en la mayoría de los pueblos, reconoce mayores indemnizaciones para la mujer que para el hombre. (Las respectivas cantidades que se tenían que pagar como compensación por herida o muerte en un crimen entre clanes indican, hasta la Edad Media, la jerarquía social y jurídica de una persona). En el derecho del pueblo alamán y en el derecho bávaro el rescate de sangre de la mujer dobla al del hombre; entre los francos, si la atacada estaba en edad fértil, la cantidad se triplicaba; ¡pero en la Edad Media cristiana se redujo a la mitad de la indemnización masculina! «El clero, inclinado, según una extraña idea, a observar a la mujer como si fuera un ser impuro e inferior, lo que seguramente tuvo que ver sobre todo con el pecado original de Eva, no pudo aceptar la valoración positiva de los germanos y, con el tiempo, consiguió que la mujer perdiera su estimación legal».
Por el contrario, el respeto de los germanos por la mujer era consecuencia de su religión. Por ello no debió de ser tan fácil convertir a las mujeres germanas. Pues aunque el «factor personalista» del cristianismo no era nuevo para ellas, sí eran extrañas y difíciles de entender ideas como la de la creación secundaria de la mujer, su función como compañera del Diablo en el pecado original y su difamación por parte de los Padres de la Iglesia como fons et caput mali, ideas que sirvieron de base para la subordinación de la mujer en todas las esferas de la vida. La doctrina de la virginidad como forma más sublime de existencia también debió de parecerles nueva y extraña, y lo mismo se puede decir de la imposibilidad de acceder a las dignidades religiosas o al matrimonio sacerdotal, o del derecho canónico, que pretería los intereses de la esposa y la hija en las herencias. Un escritor católico admite, en nuestros días, que «la estimación de la que disfrutaba la mujer entre los pueblos paganos al norte de los Alpes contrastaba abruptamente con el menosprecio que los Padres de la Iglesia expresaban sin el menor rodeo»[203].
Habida cuenta del poder y la enorme influencia de los sacerdotes cristianos, el hecho de que denigraran constantemente a la mujer no podía dejar de tener consecuencias jurídicas, económicas, sociales y educativas.
Tengamos presente que, en la Edad Media, muchas veces los príncipes seculares contaban poco frente a los espirituales y sobre todo frente al Representante de Dios sobre la Tierra; que el derecho canónico, como derecho de la mayor comunidad de Occidente y como su ordenamiento jurídico más importante, desbordaba con mucho el ámbito meramente interno de la Iglesia; que los principios cristianos determinaban también la política, la educación y la ciencia. Queda así claro de inmediato que la misoginia empedernida de la Iglesia católica debió de reforzar fatalmente el patriarcalismo tradicional.
No fue Italia el único lugar en el que la mujer descendió por debajo del nivel alcanzado en el Imperio, viendo reducidos en la Edad Media sus derechos de herencia y perdiendo —como persona carente de capacidad jurídica— el Muntwait («monovaldo»: una relación de protección y representación, del alemán antiguo «munt» latinizado «mundium»). En Alemania, las cosas también le fueron mucho peor que a la mujer romana de antaño en cuanto a sus derechos pecuniarios. Una legislación estricta le impedía tener un patrimonio digno de tal nombre y prácticamente no le dejaron más elección que la del matrimonio o el convento. Y si se casaba, todos sus bienes muebles e inmuebles pasaban a pertenecer al marido. Éste los administraba, ostentaba la titularidad legal y era el único usufructuario.
Si la mujer era repudiada (aunque fuera inocente) generalmente tenía que renunciar a cualquier pretensión de restitución de la dote. «Si se ha perdido (…)» se dice en el código de Suabia, «tendrá que prescindir de ello». Si, por el contrario, ella misma enajenaba una parte de la dote, su marido podía anular el trato. Tampoco podía dictar disposiciones testamentarias sin permiso, con la única excepción, vigente en algunos códigos locales, de lo referido «a sus vestidos viejos y a las joyas de su ajuar».
Los homenajes de los trovadores tampoco influyeron en la situación legal y económica de la mujer, ni siquiera en la época del amor cortés. Ella recibía ilusión, pero el hombre seguía poseyendo el derecho. Él es su alcaide y su superior y, como decreta una antigua fuente, «ella vivirá de acuerdo a la voluntad de él y será sumisa y obediente, pues por sí misma, sin su marido, nada puede hacer y nada puede ordenar». Otros códigos garantizan la supremacía masculina con expresiones similares y en Frisia las cosas llegaban a tal punto que se podía declarar mayor de edad a un huérfano de siete años a fin de convertirlo en tutor de su propia madre. Un dicho femenino de la baja Edad Media dice: «lo propio de una mujer es una vida temerosa de Dios, casta y retirada». Y en 1883, un Libro edificante para católicos educados aprobado por el obispo de tumo todavía les encarecía a las mujeres católicas que «la religiosidad aumenta los encantos más que ninguna otra cosa (…) Que no se lamente de lo que el marido le depare (…)»
Los sentimientos decidían los enlaces matrimoniales en muy pocas ocasiones. El matrimonio era una cuestión familiar y patrimonial, no sentimental, y la propia mujer era algo así como un objeto del hombre. Ella debía amar a aquel con quien se casaba y sólo excepcionalmente podía casarse con quien amaba. El pariente masculino más cercano era quien concedía su mano. Y como esposa era casi una esclava e incluso podía ser regalada o vendida, por placer o por necesidad; esta costumbre se prolongó en Alemania hasta bien entrado el siglo XIII y, en otras partes, hasta mucho más tarde.
La doble moral no se detuvo ante nada. El marido podía ir al burdel, podía hacer y ordenar lo que quisiera, mientras que la mujer sólo podía amar cuando el marido quería, le gustara o no. Ella tenía que guardarle una fidelidad sin contrapartidas. De ahí que, por lo general, fuesen las mujeres quienes tuvieran que sufrir la barbaridad de los «juicios de Dios», de las pruebas del agua y el fuego: y a menudo por razones insignificantes.
El poeta italiano Matteo Bandello escribe en el siglo XVI: «Éste mató a su mujer porque sospechaba (!) de su infidelidad; ése estranguló a su hija porque se había casado en secreto; aquél, en fin, hizo matar a su hermana ¡porque no se quería casar de acuerdo con su criterio! Es una gran crueldad que todos queramos hacer lo que se nos ocurre y a las pobres mujeres no les esté permitido lo mismo. Si ellas hacen algo que nos disgusta, ahí estamos nosotros de inmediato, con la soga, el puñal o el veneno en la mano». O con el cinturón de castidad, ese ingenioso instrumento que los cristianos colocaron a sus mujeres desde el siglo XIII para ayudarlas a respetar la fidelidad conyugal y que, aunque permitía orinar y defecar, impedía, en cambio, —o pretendía impedir— el acceso a las «puertas demoníacas». Sólo lo pretendía, porque mientras los hombres estaban de viaje o luchaban en lejanas cruzadas —con la ayuda de muchas prostitutas (infra)—, las llaves de entrada al «harén de los cristianos» circulaban de mano en mano. En Occidente, el artilugio se generalizó en los siglos XV y XVI; su perfección técnica fue cada vez mayor y a veces los aficionados al arte los adornaron con preciosas piezas de orfebrería. En la católica España, las mujeres los llevaron hasta principios del siglo XIX[204].
Además, el hombre tuvo derecho a azotar a su esposa durante toda la Edad Media. Era su juez y podía recurrir a los castigos más extremos; como ilustra la literatura de la época, podía pegarla, azotarla y aplicarle garfios «hasta que la sangre» brotara «de cien heridas» o hasta que se derrumbara «como muerta». Ella, en cambio, debía temerle, honrarle y amarle tiernamente.
Incluso durante la era de la courtoisie, del amor cortés —que, si no mejoró la situación jurídica de la mujer noble, al menos hizo más llevadera su suerte—, el caballero podía zurrar a su esposa casi siempre que quería, con tal de que no le rompiera ningún miembro. Un estatuto de la ciudad de Villefranche, en el siglo XIII, no tiene reparos en permitir las palizas, «siempre que ella no muera». Y en Baviera, donde la mujer siguió estando sometida al «derecho punitivo menor» hasta 1900, el código de derecho municipal de Ruprecht de Freising (1328) pretendía que sólo se castigara al marido que hubiese matado a golpes a su costilla «inmerecidamente».
La justicia profana intervenía normalmente de mala gana. Un código de Passau, de la baja Edad Media, establece que «lo que un hombre tiene que tratar con su esposa no es de la incumbencia de ningún tribunal secular y sólo comporta penas espirituales». Y en Breslau, un marido que fue demandado por crueldad en el siglo XIV tuvo que prometer que «en lo sucesivo sólo pegaría y castigaría ¿a su pareja? con vara, lo que es suficiente y corresponde a un hombre de bien, según la lealtad y la fe»… ¡según la fe, sobre todo!
Pues aparte de que la teología moral ha sostenido la communis opinio —también en la edad moderna— de que, en la familia, el «mando» sólo le corresponde a una persona, esto es, al padre, los azotes a la mujer también fueron respaldados canónicamente, y este derecho del hombre se vio favorecido en toda su extensión. Según Tomás de Aquino (cf. supra), el hombre sólo debía acudir a los tribunales en caso de repudio o de homicidio. El Corpus Juris Canonici, el código vigente en la Iglesia Católica hasta 1918, obligaba a la mujer a seguir a su marido a todas partes; este último podía declarar nulas las promesas de su mujer; también podía golpearla, encerrarla, atarla y obligarla a ayunar[205].
Incluso hoy en día, cierto moralista romano —que, por principio, prohíbe al hombre pegar a su mujer— entendería el castigo si se tratara de «rudas costumbres populares en las que le fuera reconocido tal “derecho” al hombre y éste lo usara como medio de educación extremo». Al contrario: el confesor no se dejará enredar por las quejas, «en especial de la mujer», sino que deber exhortar, «en especial a la mujer», a «hacer antes todo lo posible para que el hombre encuentre la casa bonita y agradable».
O sea, que se sigue dando licencia para algún palo que otro… aunque sea, por decirlo así, como concesión al folclore. Nada sorprendente, por cierto, en una institución que permitió durante siglos que se apaleara a las mujeres hasta dejarlas lisiadas; que las hizo quemar, ahogar, empalar y enterrar en vida; que las ató a los caballos para que las descuartizaran. (Únicamente se las libró de la horca: por decoro). Casi todas las barbaridades y vejaciones estaban bien vistas. Y en cambio ¿qué es lo que le parece al abogado moral de hoy en día la «peor degradación de la mujer»? ¡Qué otra cosa podría ser!: una relación sexual «anómala».
Así que ¿a quién le puede extrañar que Lutero también se pronunciara en favor del castigo corporal a las mujeres? ¿O que las excluyera de la ordenación sacerdotal y las mandara para sus casas? «Saca a las mujeres de sus tareas domésticas y no sirven para nada».
El poder del padre fue tan grande a lo largo de toda la Edad Media que el derecho secular y la teología moral le permitían vender a sus hijos en caso de necesidad. «Un hombre vende a su hijo con derecho si se ve obligado a ello por la necesidad» admite el código suabo, compuesto a finales del siglo XIII sobre la base del código alemán. El derecho medieval alemán no recoge en ningún momento el mundium materno. Incluso en caso de muerte del padre, el tutor de los hijos debía seguir siendo un hombre, puesto que la madre, que permanecía durante toda su vida bajo tutela, no podía representarlos ante la sociedad. La recepción del derecho romano, profundamente misógino, y del concepto de patria potestas, cerró el paso a una mayor influencia femenina, incipiente en el derecho alemán tardío, y acabó con cualquier restricción del poder del padre sobre la familia. «En él se dibujaba el perfil de Dios (…)».
Las hijas solteras o acababan en el convento o permanecían hasta su muerte en casa del padre, sometidas por completo a él. Al contrario de lo que ocurría con los hijos, no podían emanciparse y durante toda su vida carecían del derecho de disponer de patrimonio.
A comienzos de la edad moderna, los derechos de la mujer seguían siendo en muchos países completamente inexistentes. Ni siquiera la Revolución de 1789 mejoró la situación. Ellas se rebelan, sobre todo en Francia, pero inútilmente. Olympe des Gouges muere en el patíbulo. Otras, como la condesa de Salm, Flora Tristan o George Sand, continúan la lucha, apoyadas por los sansimonistas, cuyos elementos más extremistas se declaran devotos de la Gran Madre; la sociedad se burla de ellas, las persigue, las difama: la liberación femenina fracasa.
En Francia —donde el estadista e historiador Guillaume Guizot declara que «la Providencia ha destinado a la mujer al hogar» (la Providencia fueron San Pablo y Lutero)—, todos los clubes femeninos son prohibidos en 1848, el «Año de la Mujer». Y el Code Napoleón, código civil vigente desde 1804, impide su emancipación durante el resto del siglo. La mujer carece de derechos políticos y subsiste el mundium matrimonial[206]. Las francesas no consiguieron el derecho de voto activo y pasivo hasta 1945.
La situación en Inglaterra era, si cabe, aún peor. Unas pocas líneas de William Blackstone (muerto en 1780) a propósito de la Common Law esclarecen sus miserias. «Por medio del matrimonio», escribe este jurista considerado, todavía hoy, como una autoridad en cuestiones de derecho inglés, «hombre y mujer se convierten en una sola persona (!) ante la ley: es decir que, mientras dura el matrimonio, la existencia legal de la mujer queda suprimida (!) o, al menos, incorporada en la existencia del hombre y consolidada en ella (…) Ella está por debajo y obra según el impulso de él».
Por supuesto, ella también obraba a veces por cuenta propia, lo que no parece haber aumentado su cotización. A comienzos del siglo XIX, un arrendatario anunció en un diario londinense la pérdida de su caballo y, al día siguiente, la (fuga) de su mujer; ofreció cinco guineas por el hallazgo del animal y… cuatro chelines por la recuperación de su media naranja. La venta de mujeres, por medio de la cual la mujer se convertía en legítima esposa del comprador, fue legal en Inglaterra hasta 1884.
Como ya ha señalado anteriormente Kate Millett, según la Common Law vigente en el siglo XIX, la mujer anglosajona se sometía a una «muerte civil» cuando se casaba, pues renunciaba «en la práctica a todos los derechos humanos, como el criminal cuando lo encierran»; ante la ley estaba tan «muerta como los locos o los idiotas». Y Kit Moual escribe que, en aquel momento, la inglesa estaba al nivel «de los criminales, los enfermos mentales y los insolventes:». No podía participar en las elecciones ni ejercer una profesión liberal; no podía firmar papeles ni atestiguar ante un tribunal; no podía controlar sus ingresos ni administrar sus bienes. Todo lo que ganaba durante el matrimonio pasaba a ser propiedad del hombre, al que la ley autorizaba expresamente a emplear la «fuerza física» o el «poder» contra ella. Hasta 1923, la esposa no tenía ninguna posibilidad de denunciar la infidelidad del marido, y hasta 1925, el derecho de tutela del padre prevalecía sobre el de la madre. Hasta entonces, la independencia legal de la mujer inglesa estuvo peor garantizada que la de la mujer babilonia en el Código de Hammurabi, aproximadamente del 1700 a. C.
En todo el siglo XIX, las posibilidades sociales y económicas de la mujer dependieron sobre lodo de la posición del marido, el padre o el hermano. Y, con la excepción de unas pocas gobernantes, el poder político se mantuvo exclusivamente en manos de hombres. En Baviera, por ejemplo, las mujeres sólo fueron autorizadas a participar en asambleas sobre asuntos públicos en1898.
Sin embargo, esta permanente subyugación de la mujer y el triunfo del «sexo fuerte», después de 1848 tuvieron una devastadora influencia en el destino de la sociedad y, en especial, como subraya Friedrich Heer, en el creciente grado de neurosis del ambiente político. Las ideologías de los hombres, «su nacionalismo, su imperialismo, sus miedos y su odio son, hasta 1950, factores determinantes del expansionismo de Europa, de sus guerras internas y exteriores». Al igual que había ocurrido, por el lado francés, con George Sand, en el mundo germánico Bertha von Suttner, ganadora del premio Nobel de la Paz en 1905, fue objeto de burlas y libelos que la convirtieron en «pazberta» la «bruja de la paz» o la «furia de la paz». «Los hombres alemanes no pudieron oponer a esta mujer nada más que el Gran Berta, el gran cañón que apuntaba a París en 1914»[207].
No hace falta decir que el Occidente cristiano resultó aún más catastrófico para las mujeres de las clases inferiores.
Durante toda la Edad Media, los siervos fueron vendidos, cambiados y regalados por sus señores a voluntad. Los azotes eran una cosa cotidiana. Según la Lex Sálica, anotada por los monjes en el siglo VI, los golpes que podía recibir una ancilla oscilaban entre ciento veinte y doscientos cuarenta. En los serrallos de los conventos, las muchachas tenían que realizar toda clase de trabajos, desde esquilar ovejas y segar el lino hasta limpiar los establos, fregar, moler el grano o cultivar el campo. «Eran el capital de su señor, como las cabezas de ganado o las propiedades, y su trabajo representaba parte de la renta de la que el señor vivía».
En la edad moderna, muchas veces lo único que recibieron estas mujeres como compensación fue una alimentación paupérrima. Y, en adelante, su retribución siempre estuvo muy por debajo de la del hombre, que ya de por sí estaba bastante mal pagado. En la Prusia oriental de 1420, un criado recibía tres marcos de salario anual, y una doncella, uno. En una finca de Franconia de finales de la Edad Media, se pagaba entre cinco y ocho florines a los sirvientes y tres a las sirvientas. En la parroquia de Nuestra Señora de Ingolstadt, a comienzos del siglo XVI, los jornaleros cobraban de diez a catorce peniques al día, los picapedreros entre dieciséis y veinticuatro y las trabajadoras entre ocho y diez (un cerdo magro costaba entonces una libra ocho chelines doscientos cuarenta peniques).
A menudo, estas mujeres también eran siervas desde un punto de vista sexual, literalmente. En las cortes cristianas de los primeros siglos de la Edad Media, su libertad estaba casi tan limitada como en un harén musulmán. De igual manera, el serrallo de las grandes cortes señoriales servía al mismo tiempo como burdel para el señor, sus camaradas y sus invitados. Posteriormente, muchas sirvientas abandonaron los latifundios, formando el grupo social de las mujeres ambulantes, las putas proscritas de la Edad Media. Y, por supuesto, fueron estos serrallos los que dieron lugar a las mancebías estables, la mayoría de las cuales fueron conocidas por ese nombre: «serrallos».
Finalmente, las mujeres no libres sufrieron la vejación del ius primae noctis, que, a cambio del permiso matrimonial, concedía al señor el derecho al primer coito con la novia. Muchos burgueses de la edad moderna siguieron motejando a sus sirvientas como los «orinales del amo» porque estaban a su disposición durante toda la noche, como el orinal. Por la misma razón, muchas francesas llamaban a sus doncellas «les pissepots de nos maris».
En la ciudad, las jóvenes de las clases bajas sólo tenían, fundamentalmente, tres posibilidades de sobrevivir: el servicio doméstico, la prostitución y el convento. Pero ninguna de estas tres posibilidades ofrecía una vida soportable. Como tampoco lo hacía una cuarta eventualidad: el trabajo en el taller, que, por lo demás, entraba muy pocas veces en consideración y no estaba bien visto, sobre todo por la Iglesia[208].
Después de la Reforma, las mujeres fueron expulsadas de los oficios urbanos, pero en el primer capitalismo volvieron a ser explotadas con especial dureza. Su trabajo se contabilizó como aportación «adicional» a los ingresos familiares, lo que pudo justificarse en todo momento con la vieja idea cristiana de que la mujer pertenece al hogar.
En el siglo XIX, hubo muchos industriales que incluso prefirieron emplear energías femeninas. La explicación cínica: «Son más celosas en su trabajo y cobran menos sueldo». De ahí que murieran más jóvenes. La mitad de las trabajadoras de la seda enfermaban de tisis ¡antes de acabar la etapa de aprendizaje! En 1831, estas mujeres bregaban durante diecisiete horas al día. En los talleres de pasamanería de Lyon, algunas trabajaban «con las manos y con los pies al mismo tiempo, prácticamente colgadas de las correas».
El resultado de esta servidumbre fue la caída de los salarios masculinos. Con frecuencia, las mujeres expulsaban a los hombres del trabajo, de modo que ellos se quedaban en casa sentados mientras que ellas se dirigían a la fábrica para hacer lo mismo por menos dinero.
En Inglaterra, muchas veces las mujeres estaban sometidas a una explotación peor que la de la esclavitud antigua: Engels encontró en Manchester a infinidad de mujeres y niños harapientos, «tan sucios como los cerdos de las escombreras y las charcas». Como las galerías de las minas eran demasiado estrechas para los caballos, las «arrastradoras» remolcaban las vagonetas y llevaban cargas que pesaban entre cincuenta y ciento cincuenta kilos durante doce, catorce o dieciséis horas al día; y en casos excepcionales, más. El testimonio de una trabajadora en las minas de carbón de Littie Bolton comienza así: «Tengo un cinturón alrededor de la cintura y una cadena por entre las piernas y voy a cuatro patas». En el pozo en el que trabaja esta mujer de treinta y siete años, el agua le cubre los zuecos y a veces le llega hasta los muslos. «Ya no soy tan fuerte como antes ni puedo soportar tan bien el trabajo. He estado sacando carbón hasta dejarme la piel; el cinturón y la cadena son peores cuando estás embarazada. Mi marido me pega a menudo cuando no tengo ganas».
Estas mujeres, la mayoría de las cuales padecía deformación de pelvis, tenían que mantener el mismo ritmo de trabajo casi hasta el momento del parto, como confirma Heinrich Wilheim Bensen en 1847. «Habitualmente, la mujer vuelve a trabajar a pleno rendimiento ocho días después. El niño se queda en un cuarto sucio, sin espacio ni aire, languideciente a causa de una alimentación pobre y completamente inadecuada, adormilado por el aguardiente o el opio. Por consiguiente, muchos hijos de trabajadores se perdían en los primeros años (…)».
En una nota al pie de página de El Capital, Marx incluye la siguiente cita: «Herr E., un fabricante, me informó de que emplea exclusivamente a mujeres en sus talleres mecánicos; prefiere a mujeres casadas, sobre todo a las que dejan en casa una familia cuyo mantenimiento depende de ellas; éstas son más cuidadosas y dóciles que las solteras y apuran sus fuerzas hasta el límite para procurarse el necesario sustento». Por supuesto que muchas veces no se dudaba en recurrir a niños, que aún eran mucho más baratos y que a menudo morían extenuados.
Un informe del Departamento de Interior prusiano resume así la situación: «Una parte muy importante de nuestras trabajadoras gana unos salarios que no alcanzan a cubrir las mínimas necesidades vitales, razón por la cual se ven en el dilema de buscar un complemento en la prostitución o sucumbir a las ineludibles consecuencias de una ruina física y espiritual»[209].
Puesto que los poderosos vivían en buena medida de la ignorancia de las masas, los conocimientos que la mayoría recibía —y en especial las mujeres— eran sólo los imprescindibles, afirmación que las escasas excepciones no hacen sino corroborar. Hasta el siglo XX, la historia de la cultura ha sido cosa de los hombres.
Obviamente, en las cortes se educaba mejor a las muchachas; las chicas de la élite social aprendían a leer y escribir; pero incluso éstas —que, por lo demás, solían acabar como simples monjas— leían poco más que oraciones, catecismos y leyendas bíblicas. Y la mayoría restante se dedicaba a cuidar ocas o a trabajar en casa o en el campo, y morían siendo analfabetas. Incluso cuando algunos alardean de la educación de la mujer en la Edad Media, como todavía se sigue haciendo errónea y falazmente, admiten que «las mujeres (…) eran tenidas en cuenta sólo en casos aislados», que la religión cristiana quena educar a la mujer, «naturalmente (!), sólo hasta cierto punto» y «con el propósito expreso —y en principio exclusivo— de formarla desde el punto de vista religioso y moral» o, como también se dice, «puramente clerical».
Francisco Barberino, que se pregunta en tiempos de Felipe el Hermoso si será conveniente instruir a las hijas en la lectura y la escritura, responde con un rotundo «no». Y Lutero, defensor decidido del confinamiento de las mujeres en el hogar, opina que con una hora de clase al día es suficiente.
Hubo que esperar al Renacimiento, con la resurrección de la Antigüedad clásica y el reconocimiento de la personalidad, para que la situación de las mujeres se acercara a la de los hombres, sobre todo en Italia; entonces pudieron empezar a estudiar y, eventualmente, a enseñar. Como escribe un católico, «el ideal educativo que se defendía ya no era el ideal cristiano de la Edad Media (…)» Exacto.
Claro que la Iglesia siguió ponderando este ideal. Y así arruinó o descuidó gravemente la educación de las jóvenes —incluso cuando estaba en manos de monjas—, pudiendo invocar para ello a la Biblia: «No permito a la mujer que enseñe». Hasta el siglo XIX, la mujer estuvo excluida de la vida cultural tanto como de la vida política. Wilheim Busch podía bromear al respecto:
Ella está en su silla, todavía en bata, él está leyendo la prensa local, y mientras ella sigue haciendo calceta, él le cuenta sólo lo fundamental.
En el siglo XX, algunos países occidentales todavía excluían a las mujeres de los centros de enseñanza superior. La primera doctora en medicina de Nueva York obtuvo el título en 1849. Inglaterra, Suecia, Holanda, Rusia y Suiza no admitieron a las mujeres en la carrera de medicina hasta los años setenta —y entonces sólo con la oportuna autorización—; en Alemania hubo que esperar hasta 1889, y, aun entonces, a condición de obtener un permiso especial del ministro de Cultura, el rector y los respectivos profesores. Hasta 1920, Oxford siguió otorgando títulos diferentes a hombres y mujeres. Y en 1960 todavía había en Alemania 2.328 catedráticos frente a sólo trece catedráticas[210].
La difamación cristiana de la mujer y de su cuerpo también repercutió sobre las ciencias naturales, y en especial sobre la medicina. Ello obstaculizó la investigación sobre el cuerpo femenino y causó innumerables víctimas, tanto más teniendo en cuenta que la salud de la mujer —por razones comprensibles— era más endeble que la del hombre. François de la Boa, un destacado médico del siglo XVII, ya atribuía la propensión femenina a las enfermedades nerviosas más frecuentes, tan lacónica como atinadamente, a «que un ser que vive siempre sometido al hombre, por fuerza tiene que sentirse triste y temeroso y de ahí que enferme con tanta facilidad».
En la Edad Media era considerado «indecoroso» que un hombre asistiera en el parto a una mujer. La praxis correspondiente estaba casi exclusivamente en manos de las comadronas, aunque los libros que éstas empleaban habían sido escritos por hombres. Así que, por culpa del sentido cristiano de la vergüenza, la teoría y la práctica estuvieron separadas hasta el siglo XVII. Sólo entonces se difundieron las escuelas para comadronas, creándose también algunas cátedras de obstetricia.
La época de la Ilustración aportó la moderna asistencia sanitaria estatal, la higiene individual y la mejora de la posición social de la mujer, por lo que se la ha podido denominar, con toda justicia, como «el siglo de la mujer».
La ginecología también se aprovechó de ello. Es en ese momento cuando se estudia con más detenimiento la anatomía y la fisiología de la mujer, cuando se realizan las primeras investigaciones fundamentales sobre las diferencias entre el cuerpo masculino y el femenino y cuando John Hunter acuña el concepto de caracteres sexuales secundarios.
No obstante, siguió habiendo bastantes disparates de impronta religiosa muchas veces, hasta los médicos creían que la esterilidad estaba causada por elementos mágicos. El mismo Linneo —hijo de un predicador— omitió los órganos sexuales femeninos en su Tratado sobre la Naturaleza por considerarlos «algo horrible». Todavía a mediados del siglo XIX, Ferdinand Jahn, el reputado médico de la corte de Meiningen, compara la infección patológica con la reproducción sexual, con el proceso que comienza en los genitales femeninos después de la concepción; en todo ello subsiste algo del asco sexual de San Agustín: «inter faeces et urinam nascimur» (supra).
En la Inglaterra victoriana, el reconocimiento riguroso de una mujer estaba poco menos que descartado. Las pacientes señalaban la localización de sus propios dolores gracias a unas muñecas que había en las consultas. El médico, en todo caso, podía palpar después los lugares correspondientes a través de la blusa y, por supuesto, sólo en presencia del marido o de la madre. En 1891, el inglés William Goodell describe su lucha contra la tradición de no operar a las mujeres menstruantes —puesto que desde tiempos inmemoriales se enseñaba y se creía que la presencia de estas mujeres «manchaba las fiestas religiosas y podía agriar la leche, interrumpir la fermentación del vino y acarrear mucha desgracia por doquier» (cf. infra)—. Y si en los siglos pasados ser un enfermo sexual era ya de por sí una tragedia en un hombre (exceptuado, hasta cierto punto, el tolerante siglo XVIII), en una mujer era un crimen[211].
Entretanto, Johann Jakob Bachofen (1815-1887) había descubierto el matriarcado. La primacía, hasta entonces casi indiscutida, del orden patriarcal, empezó a quebrarse, lo que influyó de modo notable en la investigación sociológica. La sociedad fue cada vez más consciente de la situación de la mujer, la apreció en sí misma y con el tiempo se produjo un cambio profundo, multiplicándose sus derechos políticos, sociales, económicos y sexuales; y todo ello, no por casualidad, en un momento en que el poder de la Iglesia no dejaba de disminuir.
Bajo el fascismo, con su inequívoca supremacía masculina, esta tendencia cambió de sentido. La emancipación de la mujer fue rigurosamente frenada y la propia mujer fue puesta al servicio, a la vez, del poder político y del marido, «aspirando a un reencuentro con la Iglesia, por el viejo respeto a la familia y siguiendo una larga tradición de esclavitud femenina».
La política sexual de los nazis, que hacían responsables al comunismo y al judaísmo de la «libertad sexual» en la República de Weimar, estuvo en abierta sintonía con las máximas de la moral cristiana. La mujer fue de nuevo relegada al hogar: se le prohibió ejercer como juez y, en 1936, fue excluida de cualquier función en la administración de justicia; también fue apartada del Reichstag y, en cierto modo, quedó rebajada hasta la condición de yegua de cría. Y ambas cosas, la expulsión de la vida pública y la verborreica propaganda en favor de la maternidad, prolongaban la análoga idealización mística de la Iglesia: una fanática máquina de parir, en uno y otro caso.
El comunismo —que, de momento, sigue siendo para la Iglesia el movimiento anticlerical más odioso del siglo XX— concedió a la mujer, al menos, la igualdad económica: en Rusia, recibe el mismo salario que el hombre. Pero la moral sexual soviética es en algunos aspectos tan pacata como la católica. Está claro que hay afinidades en ambos sistemas y que, de hecho, no existe igualdad sexual ni allí ni en ninguna parte.
Y es que, todavía hoy, la situación psicológica de la mujer —y no sólo su situación psicológica— sigue siendo más conflictiva que la del hombre. Como en la época de Engels, la familia se sigue basando, hoy en día, en la «esclavitud doméstica» de la mujer; el hombre representa a la «burguesía», la mujer al «proletariado». La antigua categoría de la mujer como bien mueble sigue estando detrás del hecho de que pierda el nombre al casarse o que tenga que adoptar el domicilio del hombre. Hasta mediados de este siglo, en países como España y Portugal, la mujer no puede, sin permiso de su marido, ni participar en causas civiles, ni adquirir nada, aunque sea gratis. En España, la hija no puede abandonar el domicilio paterno antes de cumplir veinticinco años si no es para ingresar en un convento o para casarse, con lo que la Iglesia y el marido son sus señores absolutos.
En las sociedades de muchos países, la mujer sigue ocupando una categoría inferior, como se muestra en casi todos los ámbitos: la economía, la política y la religión. Jefas de gobierno han sido una excepción, incluso en la Europa democrática.
En el mercado de trabajo, la mujer sigue estando, en la mayoría de los casos, muy mal pagada. En Suecia, donde, grosso modo, tiene los mismos derechos que el hombre, gana una tercera parte menos que éste; y en muchos otros países occidentales, en especial en España y los Estados Unidos, la diferencia es de la mitad, ya que se topan con mayores obstáculos para acceder a los trabajos mejor pagados y a los puestos de mayor responsabilidad.
Sólo un 6% de los integrantes del Bundestag son mujeres; en el Comité Central del PCUS son aproximadamente el 3%, en el Congreso americano entre el 1 y el 2%, y el Senado es en la actualidad un gremio puramente masculino. Incluso en la ONU —que siempre ha combatido la desigualdad de la mujer y que en 1968 constató por unanimidad que seguía existiendo una «grave discriminación»—, sólo seis de los doscientos cuarenta y cinco puestos dirigentes están ocupados por mujeres.
Últimamente, los únicos países que han tenido o siguen teniendo jefas de gobierno son no cristianos: India, Ceilán, Israel.
En la Iglesia, la mujer cuenta aún menos que en la economía y la política. No tiene ninguna forma de acceder a la jerarquía; según un católico, su necesaria «liberación» sólo es «tomada en consideración por unos pocos teólogos», lo que quiere decir que sólo es… deseada. Entre increpaciones y burlas, se hace referencia a que muchas chicas «se consideran demasiado buenas para trabajar en casa. Para ellas, ese trabajo no es lo bastante intelectual, ni importante, ni destacado, ni lucrativo. Sus (necios) pensamientos vuelan más alto: querrían algo científico, artístico, creativo, o al menos comercial». Y eso que, «ante Dios (…), un trapo es tan precioso como un mantel de seda. ¿No era acaso la Madre de Cristo una “simple” ama de casa, inculta e insignificante?»[212].
Sí, así es como les gustaría a muchos que siguiera siendo la mujer. Viviendo en habitaciones pequeñas llenas de críos. Y, a partir de los treinta, casta como la Virgen.