CAPÍTULO 18
LA DIFAMACIÓN DE LA MUJER

Ninguna religión o visión del mundo ha apreciado y honrado tanto a la mujer como el cristianismo.

HAERING, teólogo católico[181]

Pues así como la Iglesia está sujeta a Cristo, las mujeres deben estarlo también a sus maridos en todo.

Ef., 5, 24

Enséñale a mantenerse en los límites de la obediencia.

1 Clem 1, 3

Tus anhelos se dirigirán hacia tu marido, y él será tu señor (…) Rebájate hasta la sumisión (…) Sé una de las subordinadas.

JUAN CRISÓSTOMO[182]

Si las personas pudiéramos ver lo que se esconde bajo la piel (…), mirar a una mujer sólo nos provocaría vómitos (…) Si ni siquiera podemos tocar la mucosidad y el fiemo con la punta del dedo: ¿por qué ansiamos con tanto celo abrazar el propio recipiente de la suciedad?

SAN ODÓN (878-942), abad de Cluny

y organizador de la reforma cluniacense[183]

La mujer se relaciona con el hombre como lo imperfecto y defectuoso (imperfectum, deficiens) con lo perfecto (perfectum).

TOMÁS DE AQUINO[184]

Si ves a una mujer, piensa que es el Diablo, una especie de infierno.

ENEAS SILVIO (PIO II, 1458-1464)[185]

Toda maldad es pequeña frente a la maldad de la mujer. La impiedad del hombre es mejor que una mujer buena.

Sínodo de Turnau, 1611 (presidido por el cardenal

FORGATS y en presencia del nuncio papal)

Que una mujer hermosa y arreglada es un templo edificado sobre un sumidero (super cloacam) (…) ¿Quién querrá venerar al fiemo como dios?

ABRAHAM DE SANCTA CLARA (1644-1709)[186]

La mujer cristiana le debe a la Iglesia católica su auténtica dignidad. Por ello, es justo y correcto que la mujer también se muestre agradecida a la Iglesia.

RIES, teólogo[187]

1. LAS INJURIAS DE LOS TEÓLOGOS

Al principio, estimada como sacerdotisa

Las culturas matriarcales apenas conocieron la misoginia. Antes al contrario, la mujer fue considerada como la portadora de la energía vital y de la fertilidad; y su mayor sensibilidad y capacidad de sugestión la hacían más apropiada para el culto que el hombre. De modo que se convirtió en sanadora y hechicera; estuvo relacionada, sobre todo, con la música y los oráculos y, a veces, incluso ascendió a las principales dignidades religiosas.

En la antigua China, las chamanes desempeñaron un papel importante. El sacerdocio femenino estuvo bastante extendido en el sintoísmo japonés y, temporalmente, también en la religión védica. Los egipcios denominaban a las sacerdotisas encargadas de los sacrificios «cantantes del dios» y los sumerios, «damas del dios» o «mujeres del dios». Las druidas eran muy respetadas por los celtas y lo mismo ocurría con las videntes entre los germanos, con la veleda de los brúcteros y con la gamma de los semnones, cuya fama llegó hasta Roma. En Grecia había multitud de sacerdotisas (supra), puesto que toda la mántica estaba dirigida por ellas: la Pitia, Casandra, la Sibila…

El odio a la mujer apareció, seguramente, con el derrumbamiento de las sociedades matriarcales, quizás a partir de la mala conciencia del hombre, de sus complejos de inferioridad, de su miedo a una venganza de la mujer, de sus temores ante sus funciones generativas. Hay que señalar que, en casi todas las lenguas indogermánicas, las palabras «hombre» y «humano» proceden de la misma raíz, pero no la palabra «mujer».

Después, condenada por los sacerdotes

Desde muy pronto, las mujeres se atrajeron la enemistad, ante todo, de los sacerdotes, lo que está relacionado con esas energías parapsicológicas o mágico-numinosas llamadas «mana» en melanesio, «orenda» en la lengua de los indios iroqueses y hurones, «wakanda» en la de los sioux, «manitu» en la de los algonquinos o «hasina» en la de los malgaches, que corresponden a las viejas palabras nórdicas «hamingja» (suerte), «megin» (fuerza) y «mattr» (poder) y a la expresión germánica «heill» y que, siendo más propias de la mujer que del hombre, la convirtieron a menudo en remediadora y sanadora, en conocedora y sabia, en portadora de lo «sagrado» o «divino», por tanto en precursora y competidora del curandero, del chamán o del sacerdote, quienes, por eso mismo, la desacreditaron, tratándola de hechicera, condenándola como bruja o negociando su erradicación.

Muchas veces fueron precisamente las grandes religiones las que convirtieron la función sexual de la mujer en sospechosa y le arrebataron su función como servidora de la divinidad: en el mazdeísmo persa, en el brahmanismo, en la religión hebrea, en el Islam y, por supuesto, en el cristianismo, que perfeccionó el antifeminismo hasta el más pérfido de los extremos, intensificándolo hasta casi lo insoportable, más que cualquier otra religión misógina, cosa que los teólogos protestantes admiten pero que los católicos han negado y siguen negando en la actualidad.

Las tres divinidades del cristianismo pasan por ser masculinas y su simbolismo teológico está dominado por la idea de lo masculino. El Espíritu Santo fue la única persona a la que algunas sectas le atribuyeron una naturaleza femenina. Para la Iglesia, la mujer fue una criatura prisionera de la Tierra, el ser telúrico por excelencia, devorador y vampirizador, en el que, de una forma especialmente malévola, tomaban cuerpo la seducción terrenal y las tentaciones del pecado. También se pensaba que el Infierno estaba situado en el interior de la Tierra: caliente, fangoso y siniestro. A él se oponía radicalmente el Cielo: allá arriba, por encima de las nubes, higiénico y aséptico, completamente asexuado, eterno, encantadoramente casto y resonante de aleluyas, ese jardín del paraíso al que daban sombra las cejas del Dios Padre, tapizado de césped alpino y hojas de parra y que, como todos los Padres de la Iglesia repiten, fue arrebatado al ser humano por la malvada Eva. Por ello, el amado Padre del Cielo la amenazó: «muchas serán tus fatigas»… Una de las pocas profecías bíblicas que se cumplieron.

Sin duda alguna, el antifeminismo de muchos teólogos es el resultado de una forma encubierta de miedo hacia la mujer, de una serie de complejos ante toda clase de ideas-tabú, de una actitud defensiva frente a un supuesto peligro; es el eco de lo que, en cierta ocasión, Friedrich Heer denominó una «ideología de solteros» o, en palabras pronunciadas por el patriarca Máximo en la sala del Concilio Vaticano II, una «psicosis de celibatarios».

El primer menosprecio de la mujer en el cristianismo procede de San Pablo (supra), que nunca pudo hacer referencia a Jesús para respaldarlo. Luego ha sido a Pablo a quien se ha invocado, desarrollando su misoginia por medio falsificaciones. En consecuencia, también se ha querido convertir ulteriormente a los discípulos de Jesús en propagandistas de la virginidad y del odio a la mujer. De Pedro, primer papa y padre de familia, se afirmó más tarde que huía de cualquier lugar donde hubiera mujeres, y se le hizo declarar incluso que «las mujeres no merecen vivir»[188]

El menosprecio de la mujer por parte de los monjes y los primeros padres de la Iglesia

La mujer fue especialmente difamada, evitada… y temida por los monjes, quienes se disolvían en su presencia como la sal en el agua, por emplear un antiguo símil. (Según una errata realmente diabólica que se deslizó en una nota de prensa del Congreso Católico Alemán de 1968 convirtiendo «manche» ¿algunos? en «Monche» ¿monjes?: «sólo con ver a una mujer, los monjes se ponen a gruñir como auténticos cerdos»)

Algunos monjes no vieron a una mujer durante cuarenta años o más Otros —aparentemente influidos por deseos incestuosos reprimidos— rechazaron a sus parientes más próximas, consolándose a veces con que las volverían a ver muy pronto en el Paraíso. Un monje egipcio que debe transportar a su vieja madre a la otra orilla de un río se enfunda las manos en unos trapos. Simeón el Estilita, por razones ascéticas, no miró a su madre en 1o que le quedaba de vida. Y Teodoro, primero alumno predilecto y después seguidor de Pacomio, declaró que, si Dios lo ordenara, mataría incluso a su propia madre. Quien pueda despreciar el dolor de su propia madn soportará con facilidad todo lo demás que se le imponga, se dice en la Vida de San Fulgencio. Y, en el siglo XX, cierto prior todavía adoctrina a un padre que espera la visita de su madre, diciéndole que también tiene que ser reservado con ella porque ¡«todas las mujeres son peligrosas»!

En la Iglesia católica, en especial, la mujer aparece desde el primer momento como un obstáculo a la perfección, como un sujeto carnal e inferior que seduce al hombre; como Eva, la pecadora por antonomasia Una y otra vez, los teólogos convierten a la mujer en la criada del hombre, en el ser que engendra el pecado y la muerte (cf. supra), y lo hacen invocando la Biblia, la vieja historieta de la Creación y el Pecado Origina en la que la mujer es formada a partir del hombre, a quien seduce.

Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia, a quien algunos católico elogian como «heraldo de un nuevo ideal femenino» y de «una faceta más elevada de la unión matrimonial», degrada a la mujer hasta presentarla como «puerta de entrada para el Diablo» y le culpa de la muerte de Jesús.

Acusando a la mujer en general, dice: «tú eres quien ha facilitado la entrad al Diablo, tú has roto el sello del árbol, has sido la primera en dar la espalda a la ley de Dios y también has arrastrado a aquel a quien el Diablo no había podido acercarse. Sencillamente, has arrojado por tierra al fiel retrato de Dios. Por tu culpa, es decir, en razón de la muerte, la Hijo de Dios tuvo que morir, ¿y aún se te ocurre poner adornos en tu falda de pieles?». Según Tertuliano, las mujeres sólo pueden llevar trajes de luto y deben cubrirse «su peligrosísimo rostro» cuanto dejan de ser niñas, a riesgo de renunciar a la vida eterna.

San Agustín, lumen ecclesiae, declara a la mujer como un ser inferior que no fue hecho por Dios a Su imagen y semejanza («mulier non est facta ad imaginem Dei»): una difamación muy grave, que se repite hasta los siglos centrales de la Edad Media, en las compilaciones jurídicas de Ivo de Chartres y Graciano y en una serie de importantes teólogos. Todos ellos certifican que sólo el hombre está hecho a imagen de Dios; adjudicar esa cualidad a la mujer es un «absurdo». Según San Agustín, corresponde tanto a «la Justicia» como «al Orden Natural de la Humanidad que las mujeres sirvan a los hombres». «El orden justo se da sólo cuando el hombre manda y la mujer obedece».

San Juan Crisóstomo considera que las mujeres están hechas «esencialmente» para satisfacer la lujuria de los hombres. Y San Jerónimo —Doctor de la Iglesia como el anterior y que, al parecer, «hizo tanto por las mujeres»— decreta: «Si la mujer no se somete al hombre, que es su cabeza, se hace culpable del mismo pecado que un hombre que no se somete a la que es su cabeza (Cristo)». Esta idea llegó a ser introducida en el derecho canónico por medio de Graciano.

Es tristemente famosa la anécdota del sínodo de Macón (585) cuando, en pleno debate sobre la cuestión de si, en el momento de la resurrección de la carne, las mujeres que hubiesen hecho méritos suficientes deberían convertirse en hombres antes de poder entrar en el Paraíso, un obispo declaró que las mujeres no eran seres humanos («mulierem hominem vocitari non posse»)[189].

«Tota mulier sexus»

En la Edad Media, cuando el hombre y la mujer rezaban por la noche: «he sido engendrado en el pecado, y en el pecado me concibió mi madre», la mujer era difamada por la Iglesia, que la calificaba como mala y diabólica, y como origen de todos los males. El hombre devoto tenía que huir de ella y no podía visitar las casas habitadas por mujeres, ni comer con ellas ni hablarles. Las mujeres eran «culebras y escorpiones», «receptáculos del pecado», «el sexo maldito» cuya «infame tarea» consistía en corromper a la humanidad. «A partir de la Edad Media, tener un cuerpo significó para las mujeres una especie de deshonra» escribe Simone de Beauvoir. Y Eduard von Hartmann resume: «En toda la Edad Media cristiana la mujer aparece como la quintaesencia de todos los vicios, de todas las maldades y de todos los pecados, como la maldición y la corrupción del hombre, como una emboscada diabólica en la senda de la virtud y la santidad».

El antifeminismo teológico afecta entonces a todas las capas sociales. De acuerdo con la tipología de San Ambrosio (Adán es igual a alma, Eva igual a cuerpo) y con la antigua divisa occidental «tota mulier sexus», la mujer fue considerada como un ser sexualmente insaciable, y se defendió con la máxima decisión la doctrina judeocristiana de la inferioridad femenina, que llegó a ser desarrollada en el plano teórico por la escolástica.

Según Honorio de Autun, ninguna mujer es grata a Dios. Según San Francisco de Asís, quien tiene trato con mujeres está «tan expuesto a que su espíritu se ensucie como lo está quien atraviesa el fuego a que las suelas de sus sandalias se chamusquen». Y según San Alberto Magno sólo deberían nacer seres humanos perfectos, es decir, hombres. Más claro: «la mujer ha sido conformada para que la obra de la Naturaleza no se frustre por completo» pero incluso esto se atribuye al hombre, ya que puede ser el resultado de una «corruptio instrumenti», de una defectuosa formación de su pene[190].

Tomás de Aquino: «(…) un hombrecillo defectuoso»

¿Y cuál es el veredicto sobre la materia de la máxima autoridad católica? Tomás de Aquino (muerto en 1274), príncipe de la escolástica, doctor communis, doctor angelicus, elevado por León XIII en 1879-80 a la categoría de primer doctor de la Iglesia y patrón de todas las facultades y escuelas católicas, cree que el valor esencial de la mujer está en su capacidad reproductora y en su utilidad en las tareas domésticas. Una vez más, la encontramos, si vale la expresión, delimitada por el círculo trazado en Ex., 20, 17: ¡mujer, siervo, buey, asno…!

Según Santo Tomás, la mujer debe estar subordinada al hombre, puesto que él es su cabeza («vir est capus mulieris») y más perfecto que ella en cuerpo y en espíritu; lo era ya antes del pecado original. La subordinación de la mujer procede del derecho divino y del derecho natural, o lo que es lo mismo, de la misma naturaleza de la mujer, por lo que Tomás le exige obediencia tanto en la vida pública como en la privada. «La mujer se relaciona con el hombre como lo imperfecto y defectuoso (imperfectum, deficiens) con lo perfecto (perfectum)». La mujer es espiritual y corporalmente inferior, y la inferioridad intelectual es el resultado de la corporal, más precisamente de su «exceso de humedad» y de su «falta de temperatura». La mujer es un verdadero error de la naturaleza, una especie de «hombrecillo defectuoso» «errado» «mutilado» («femina est mas occasionatus»): un improperio que se remonta a Aristóteles, repetido a menudo por Santo Tomás y recogido después por sus discípulos.

Para Santo Tomás, como para su maestro Alberto, un hombre sólo debería engendrar hombres, «porque el hombre es la perfecta realización de la especie humana». Si, pese a todo, nacen mujeres —Dios nos asista— ello se debe, según el patrono de las universidades católicas, lux theologorum, bien a un defecto en el esperma (la «corruptio instrumenti» de San Alberto), bien a la sangre del útero o a los «vientos húmedos del sur» (venti australes) que, debido a las precipitaciones que provocan, son la causa de hijos con alto contenido acuoso, es decir, de niñas.

La mujer, según Santo Tomás, sólo es necesaria para la reproducción. Aparte de ello, atrapa el alma del hombre y la hace descender de la sublime eminencia en que se encuentra, sometiendo a su cuerpo a «una esclavitud que es más amarga que cualquier otra».

La propia Revista de Teología Católica elogia a posteriori que el Aquinateo valore al hombre en toda su integridad, por una parte, y por la otra certifica una triple infravaloración de la mujer: «infravaloración en el desarrollo (biogenética), en el ser (cualitativa) y en la práctica (funcional)»[191].

Predicadores y hogueras

La devastadora misoginia de los teólogos condujo, a partir de innumerables sermones en parroquias, catedrales y capillas nobiliares, a una extensa literatura misógina. En ella, la mujer aparece como la muerte del cuerpo y el alma, como una arpía o un lazo diabólico, un señuelo o una ponzoña inoculada; en una palabra, como una ramera. En un poema del obispo francés Marbodio de Rennes (1035-1123), el prelado subsume bajo el concepto de «ramera» a todo el sexo femenino.

La historia de la cultura le debe a un dominico italiano el desdichado alfabeto femenino: avidissimum animal, bestiale baratrum, concupiscentia camis, duellum damnosum, etcétera; en él, la mujer es representada como la Peste, el naufragio de la vida, la Bestia y símiles parecidos.

Finalmente, esta demonización continuada de la mujer la llevó a la hoguera, convertida en bruja. En el año 1484, Inocencio VIII, el gran progresista, había hablado en su bula Summis desiderantes affectibus de «muchísimas personas de ambos sexos» (quamplures utriusque sexus personae) que «tienen trato carnal con espíritus nocturnos galantes». Pero lo que podemos considerar como el comentario de la bula, el Martillo de brujas de los dos legados papales, los dominicos Kramer y Sprenger, que apareció en 1489 y alcanzó las treinta ediciones, se dirigió casi exclusivamente contra la mujer. «Para los entendidos» como declaran estos «dilectos hijos» del Santo Padre, está muy claro que «se encuentran infectados de la herejía de los brujos más mujeres que hombres. De ahí que, lógicamente, no se pueda hablar de herejía de brujos, sino de brujas, si queremos darle el nombre a potiori; y loado sea el Altísimo que ha preservado hasta hoy al sexo masculino de semejante abominación». Ambos cazadores de brujas sólo amenazan al hombre como de pasada y, ante todo, a los maridos, hijos y abogados que apoyan a las acusadas.

El odio patológico a la mujer que contiene este libro —que invoca sin vacilaciones a los Padres de la Iglesia, desde San Agustín a San Buenaventura y Tomás de Aquino— lleva a sus autores a afirmar, entre otras cosas, que la mujer no sólo tiene un entendimiento más débil y carnal que el hombre, sino que, además, su fe es menos sólida. Como prueba: la etimología de la palabra «femina» (mujer) está compuesta de «fe» y «minus» luego femina = quien tiene menos fe. En efecto, la mujer es «sólo un animal imperfecto».

Durante siglos fueron sobre todo mujeres quienes sufrieron acusaciones y torturas y a quienes fueron enviadas a la hoguera, incluso en los países protestantes, pues Lutero estaba de acuerdo con los papas en lo referente a incinerar a las «rameras del Diablo»[192].

Disparatadas injurias en el barroco

En el siglo XVII —en el momento en que Johannes Berchmanns S. J. (supra) enseña que «hay que huir de la mirada de las mujeres como de la mirada de los basiliscos»—, los sermones cristianos están atestados de calumnias contra la mujer. El chambelán bávaro Egidio Albertinus la llama «instrumento particularísimo del Diablo», el eremita agustino Ignatius Ertí se pregunta: «¿quién tiene la cabeza más estúpida y el corazón más débil que una mujer?» y el muniqués Georg Stengel, tutor del príncipe y uno de los jesuitas más relevantes de su tiempo, niega a las mujeres tanto la religiosidad como el entendimiento, «puesto que tienen tanto cerebro como un espantapájaros» y escribe que «la mujer tiene ventaja sobre todos los demás seres en la mentira y el engaño», siguiendo a un Padre y Doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, a la hora de tachar a la mujer de «mal sobre mal», «una serpiente contra cuyo veneno no hay antídoto», «una tortura y un martirio» o repitiendo las injurias de San Ambrosio, que pensaba que la mujer es «la puerta a través de la cual el Diablo llega hasta nosotros». Es la diabólica desfachatez, la baba, el veneno, la bilis de siempre del celibatario, el resentimiento de quienes niegan a los demás lo mismo que se les niega a ellos.

En los umbrales del siglo XVIII, Abraham de Sancta Clara, un predicador de rotunda oratoria, recurría a la literatura mundial desde Salomón hasta Petrarca a la hora de maldecir a la mujer. Y a comienzos del siglo XIX todavía aparecían escritos referidos a la infame disputa escolástica «Habeat mulier animam?» (¿tiene alma la mujer?)

En la actualidad, tampoco hay «equiparación» de ninguna clase

En 1919, Benedicto XV —del que corrió un rumor (y no propagado por malvados, sino por cardenales) que le acusaba de haber envenenado a un competidor— se pronunció en favor del voto femenino, pero sólo porque creía, con razón, que las mujeres eran conservadoras y clericales. En lo demás, el clero se siguió mostrando contrario a su emancipación, siguió exigiéndoles sumisión y la necesaria «desigualdad y jerarquía»: «Las Sagradas Escrituras ponen especial cuidado en advertirnos de dos de las peores ocasiones de pecado: “el vino y las mujeres”».

Y aún hoy, cuando el papel de la mujer parece haber cambiado más que en los pasados cinco mil años (lo que el mismo Pablo VI considera «notable»), la Iglesia del aggiornamento y de la seudoadaptación oportunista deja ver el viejo antifeminismo e insiste en defenderlo como principio. De modo que se sigue enseñando que el deber «fundamental» de la esposa es «ocuparse de la casa, sometiéndose al hombre», sin admitir en lo fundamental ninguna clase de igualdad de derechos.

La mujer no es más competente en ninguna esfera en particular; al hombre le corresponde «la última palabra en todas las cuestiones económicas y domésticas»; ella tiene que estar «dispuesta a obedecer en todo aquello que sea lícito». «Su sitio es, ante todo, la casa». Se dice expresamente que «hay que rechazar las aspiraciones de esas feministas (en su mayor parte, de inspiración socialista) cuyas pretensiones van encaminadas a un creciente equilibrio entre hombre y mujer». Para ello se remite, en letras cursivas, a la vieja tradición de Efesios 5, 23; «el hombre es cabeza de la familia». Y el Osservatore Romano todavía anunciaba en 1965 —sin que conozcamos réplica— que la «primacía del hombre» ha sido querida por Dios.

No obstante, al mismo tiempo, los católicos (con la desvergüenza que les caracteriza desde siempre) celebran a la Iglesia como liberadora de la mujer y se consideran por encima de «todas las mezquindades y las vulgaridades que ha dicho el paganismo antiguo y moderno sobre la naturaleza y posición de la mujer».

Y es que mientras, por una parte, se quejan del triste, opresivo e indigno destino de la mujer entre los pueblos no cristianos (tanto los anteriores como los posteriores a Cristo), mientras escriben que «la mujer se encuentra en ellos en una situación de menosprecio y oprobio que no puede ser más profunda», mientras afirman «que los historiadores de la mujer, desde Marx y Bebel hasta Johannes Scherr, son, en su mayoría, hasta las mismas puertas del siglo XX, unos diletantes», pretenden, por otra parte, que surgió una nueva época para el «alma femenina» desde que el Espíritu Santo actuó en el seno de María («la fuerza del Altísimo hizo su obra maestra en el taller del virginal útero de María») y mienten cuando escriben que «la Iglesia, con todo su poder, ha intentado mejorar el destino opresivo de la mujer», la ha «liberado de las cadenas de la esclavitud», le ha proporcionado «una dignidad completamente nueva» y ha hecho que su «estimación» creciera «enormemente», argumentando que la «valoración positiva de la virginidad» ha traído consigo una «equiparación de la mujer» cuando, en realidad, las campañas sobre la virginidad han sido desde siempre el correlato negativo de la difamación de las mujeres. Es más: a todo aquel que llama por su nombre al antifeminismo clerical se le acusa de incultura histórica y se imputa a los «heréticos» la praxis subyugadora que la Iglesia ha mantenido durante todos estos siglos[193].

Valoraciones positivas y negativas de la mujer entre los herejes

Sin embargo, la antigua gnosis y el maniqueísmo ya reservaban a la mujer una posición destacada. Las montanistas podían ser sacerdotes y obispos. En el catarismo, la perfecta podía partir el pan, oír confesiones y perdonar los pecados. Entre los bogomilitas búlgaros y los valdenses, la mujer tenía acceso al círculo más estrecho de los perfectos. En estos casos, el rechazo del matrimonio carnal no significaba ningún menosprecio para la mujer, que estaba casi al mismo nivel que el hombre. De la misma manera, en los círculos heréticos italianos de costumbres más libertinas, además de desaparecer las diferencias jerárquicas entre señora y criada, la mujer tuvo una posición igualitaria respecto al hombre.

En cambio, el protestantismo mantuvo la discriminación católica de la mujer.

Como cualquier Padre de la Iglesia, Lutero interpretó la historia del Pecado Original en beneficio del hombre, al que corresponde el «mando», mientras que la mujer debe «humillarse». El hombre es «mayor y mejor», es el «custodio del niño»; la mujer es un «medio niño», un «animal salvaje»; «la mayor honra que le cabe es que todos nosotros nacemos gracias a ellas».

En 1591, una serie de teólogos luteranos discutieron en Wittenberg sobre si las mujeres eran seres humanos. En 1672, apareció en la misma ciudad el escrito «Foemina non est homo». Era la misma década en que en Wittenberg se disputaba sobre la posibilidad de que un camello pasara por el ojo de una aguja y en que aparecía un Tratado de ciencia natural sobre las pócimas de las brujas[194].

2. LA GLORIFICACIÓN DE MARÍA: EXPRESIÓN DE LA DEMONIZACIÓN DE LA MUJER

Desde el siglo XII hasta el XX, el movimiento mariano está estrechamente conectado con la condena de la mujer, de la carne pecaminosa, del mundo de las malas mujeres.

FRIEDRICH HEER

La María bíblica y el fetiche de la Iglesia

«No ha habido ninguna religión que haya valorado y honrado a la mujer como el cristianismo» afirma un eminente defensor del mismo. «En la Iglesia católica, esto tiene una expresión especialmente intensa en la mariología y en la veneración efectiva de María, a la que el mismo Hijo de Dios debió honrar como madre. Dios no habría podido conceder mayor honor a la mujer y a la madre». Pero en realidad, no hay en esta religión ninguna figura en la que converja el absurdo como en la de Nuestra Señora, la Virgen que finalmente ascendió al Cielo en cuerpo y alma: un producto de la mitología arcaica muy retocado por medio de leyendas devotas y grandes mentiras. El fetiche tardío no tiene nada que ver con la imagen original de la Biblia, y menos aún con los más antiguos estratos de la tradición.

El arte clerical edificante quiso hacer olvidar que María apenas desempeñó un papel en el Nuevo Testamento; que el Libro de los Libros habló de ella escasísimas veces y sin mostrar ninguna veneración especial; que San Pablo, el primer autor cristiano, la nombra pocas veces, lo mismo que el evangelio más antiguo; que también la ignoran el Evangelio de San Juan, la Carta a los Hebreos y los Hechos de los Apóstoles; que los escritos que la mencionan están plagados de contradicciones; que el mismo Jesús guarda un completo silencio sobre su concepción por el Espíritu Santo y sobre la maternidad de la Virgen y, es más, nunca llama madre a María ni habla de amor maternal, y hasta la increpa duramente cuando ella le toma por loco; que antes del siglo III ningún Padre de la Iglesia toma en consideración la virginidad permanente de María y hasta el siglo VI nadie sabe nada de su ascensión a los cielos en cuerpo y alma; que la fe en su Inmaculada Concepción, luego convertida en dogma, fue combatida como supersticiosa por las mayores lumbreras de la Iglesia: sus doctores Bernardo, Buenaventura, Alberto Magno y Tomás de Aquino, todos los cuales invocaron a San Agustín; y que lo mismo ocurrió, en mucho mayor grado, con otras tantos rasgos marianos[195].

Lo único importante es que, a través de todas estas burdas omisiones y de invenciones aún más burdas, se tuvo finalmente una criatura asexuada hasta el extremo, que pudo ser presentada al mundo como ideal y en la que tomó cuerpo, no la idea esencial, sino la caricatura de toda mujer.

La blancura de las mujeres o la «desfeminización» de nuestra señora

Con asombrosa coherencia, también fueron erradicados los más ligeros síntomas de auro seminalis. Ya antes de su nacimiento, justo cuando el semen de su padre penetraba en su madre Ana, María quedó libre del pecado hereditario, del más terrible de los pecados que todos los seres humanos padecen, más blanca que la blancura, por así decirlo: en todo caso, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no se propuso al mundo hasta casi diecinueve siglos después, el 10 de diciembre de 1854.

Nada más lógico que una criatura que fue engendrada de modo tan maravilloso llevara una vida no menos maravillosa. Y en efecto, cuando María concibió y parió un hijo siguió siendo virgen, ningún placer la ensució; no la mancharon ni el pene ni el vulgar esperma; Dios llevó todo este asunto con la mayor discreción y no lesionó la vagina de la madre. El hijo del carpintero de la Biblia no es, ciertamente, hijo del carpintero, y sus hermanos y hermanas, de los que la Biblia da testimonio, no son, por supuesto, sus hermanos y hermanas. Antes al contrario, todo es maravilloso… como ya había ocurrido antes, en realidad, con una docena de hijos de dioses que también nacieron de madres vírgenes.

Así que únicamente María, pura, sin mancha, virgen ante partum, in partu y post partum, se convirtió al final en la gloriosa antagonista —en todo— de Eva, de la pecadora, de la culpable, de la compañera de la serpiente —es decir, del falo—, de la mujer. Y cuanto más se ensalzaba a la Virgen, tanto más se degradaba a todas las mujeres (naturales y vivas). Por una parte, una incomparable hiperdulía; por la otra, una difamación casi infinita. Ambas cosas mantenían una inconmovible reciprocidad.

María contra Eva

Según una antigua tradición, los clérigos galos y germanos del siglo VII oponían drásticamente a Eva, imagen primigenia de la mujer, frente a María, «la virgen que había dado a luz a Dios». En medio de la misa, un obispo decía: «Su vida no se originó en la concupiscencia; el poder de la naturaleza no descompuso su cadáver (…) Los merecimientos de esta tierna doncella son exaltados en todo su valor (!) si se los compara con 1od hechos de la primera Eva: pues si María ha traído la vida al mundo aquélla ha engendrado la ley de la muerte; y si la una nos ha corrompido por su pecado, las otra nos ha liberado por su maternidad. Aquélla no dañó en la misma raíz por medio de la manzana del árbol (…) Parió coya dolores la maldición (…) La infidelidad de aquélla cedió ante la serpiente engañó al hombre y corrompió al hijo; la obediencia de María desagravia al Padre, la hizo merecedora del Hijo y redimió a las generaciones posteriores. Aquélla halló amargura en el jugo de la manzana; ésta obtuvo de la frente del Hijo unas gotas de dulzura». Etcétera.

El envilecimiento se convirtió en una constante. En la Edad Media, al mismo tiempo que florecía el culto exaltador de Nuestra Señora y que se multiplicaban los himnos, las advocaciones, las ermitas y las hermandades marianas, la mujer era injuriada, humillada y oprimida (supra). De esta manera, María (pese a todo, como producto de una ideología patriarcal «esclava del Señor» y «sierva de Dios» es decir, del sacerdote) podía convertirse en «puerta de entrada del Cielo» mientras que cualquier otra mujer —sobre todo si no se trataba de una monja, de un instrumento directo del clero— era «una puerta al Infierno permanentemente abierta».

Es muy lógico que la postergación de la figura de María entre ciertas sectas heréticas no llevara aparejada ninguna clase de postergación de la mujer, sino que, al contrario, estuviera ligada con la igualdad eclesiástica de ambos sexos. La dignidad femenina no quedó rebajada ni siquiera en los cultos adamitas. Las relaciones sexuales libres que, en algunos casos mantenían perfecti y perfectae, hijos e hijas de Dios, entre los cátaros y los valdenses, no suponían ningún género de discriminación para la pareja femenina, lo que, por lo demás, es perfectamente comprensible. En cambio, la tendencia posterior de estos círculos hacia la interpretación católica de María tuvo como significativa consecuencia un nuevo rebajamiento de la condición femenina[196].

3. LA DISCRIMINACIÓN DE LA MUJER EN LA VIDA RELIGIOSA

«El negro ya ha hecho su trabajo»

En el primer cristianismo, las mujeres, a las que Jesús había puesto al mismo nivel que los hombres, podían convertirse en misioneras e impartir doctrina. Las profetas cristianas tal vez aparecieran antes que los profetas. Hubo mujeres que fundaron comunidades o se colocaron al frente de las mismas. En la época de los apóstoles se conocían las dignidades de «viuda de la comunidad» y «diaconisa», que en parte equivalían a la de sacerdote. En una palabra, las mujeres tenían funciones proféticas, catequizadoras, caritativas y litúrgicas, pronto fueron mayoritarias en la nueva religión, se convirtieron a menudo en sus «dirigentes» y formaron el grupo de conversos menos problemático. Celso llama al cristianismo «la religión de las mujeres» y Porfirio llega a afirmar que la Iglesia está dominada por las mujeres. Y fueron precisamente ellas quienes convencieron a los hombres cultos y, finalmente, también a los emperadores.

No obstante, en períodos más recientes se ha tendido a relegar cada vez más a la mujer, inhabilitándola para asumir oficios eclesiásticos y para recibir dignidades, una lucha estrechamente relacionada con la que emprendió el clero contra los laicos. Y después de dejarla definitivamente excluida de la jerarquía, siguieron poniéndola en entredicho.

Las menstruantes y las embarazadas son impuras

De modo que, en la Edad Media, las mujeres no podían llevar la cabeza descubierta, ni sentarse entre religiosos en los banquetes, ni entrar en el coro, ni acercarse al altar, ni tomar la eucaristía con la mano, aduciéndose a veces, expresamente, la debilidad y la impureza femeninas, «el ensuciamiento de los divinos sacramentos por mano de mujer». Y si el hombre podía bautizar en caso de necesidad, a la mujer le estaba prohibido.

En los penitenciales medievales, la mujer siempre está por debajo del hombre.

A comienzos del siglo X, las Instrucciones de visitación parroquial de Regino de Priim —una de las colecciones de fuentes del derecho canónico anterior al Decreto de Graciano más significativas— prohíben a todas las mujeres que canten en las iglesias. Así que durante siglos se hizo castrar a algunos muchachos con el único fin de sustituir a las voces femeninas en los coros de las catedrales.

Otra muestra muy significativa del combate emprendido contra la mujer como ser sexual la constituye el hecho de que, dentro de las iglesias, las menstruantes y las embarazadas fueran consideradas impuras. Las funciones específicamente femeninas (regla, embarazo, parto) que en el pasado habilitaban a la mujer para el servicio religioso, fueron justamente las que la descalificaron en el cristianismo. Así, San Jerónimo predicaba que «nada hay más impuro que una mujer con el período; todo lo que toca lo convierte en impuro». De ahí que en la Iglesia primitiva se castigara a las menstruantes que besaban la mano de un sacerdote. Hasta comienzos de la edad moderna también se les negaba la entrada a la casa del Señor y la comunión. Quienes infringían este precepto eran castigados con una pena de siete años. Y en muchos lugares, los sacerdotes que les daban la eucaristía eran removidos de sus empleos.

En Occidente no podían acceder a la iglesia ni tomar la comunión ni siquiera las monjas menstruantes. Algunos teólogos de comienzos del siglo XV defendieron dicha costumbre —con éxito— y en los siglos XVI y XVII la cosa derivó en humillaciones públicas. Un protocolo eclesiástico de la región de la Selva Negra informa en 1684: «las mulleres menstrua parientes se colocan ante la puerta de la iglesia y no llegan a entrar, quedándose, por así decirlo, en la picota»[197].

El parto también ensucia

Además de a las menstruantes y a las embarazadas, la Iglesia también consideró impuras a las parturientas y a veces incluso a quienes ayudaban en el parto. La comadrona, cuya posición en la Antigüedad «pagana» era muy elevada, fue uno de los oficios más indignos y despreciados en casi todo el Occidente cristiano.

Una importante ordenación eclesiástica del siglo III prohibía participar «en los misterios» a todos aquellos que hubieran asistido a un parto; por cierto —y esto es una nueva expresión del menosprecio clerical de la mujer—, la prohibición se hacía extensiva a veinte días si el recién nacido era niño, y a cuarenta si era niña. El período de purificación para la madre duraba veinte días tras el nacimiento de un hijo y ochenta tras el de una hija. A finales del siglo V algunos sacerdotes se negaban a bautizar a las parturientas moribundas si no había transcurrido el plazo de purificación. Y en el siglo XI todavía se castigaba a cualquier mujer que pisara una iglesia durante ese tiempo.

Fue a mediados del siglo XII cuando el clero permitió el acceso a la iglesia, al menos teóricamente, a las mujeres que acababan de dar a luz. No obstante, en la práctica estas mujeres no abandonaban la casa hasta treinta o cuarenta días después del parto, no sin antes hacerse «bendecir» a fin de obtener el perdón por el placer que habían disfrutado («¡mi madre me concibió en el pecado!»)… y no sin pagar antes las «entregas», unos óbolos por los que a menudo disputaban párrocos y frailes, que solían ser mayores en los partos extramatrimoniales y que en algunos lugares eran graduados según el pecado cometido.

Sin embargo, en el siglo XX el arzobispo Gróber («con la recomendación de todo el episcopado alemán») le da al hecho —puesto que hoy en día se sigue «bendiciendo»— otro significado: «la bendición de la madre cristiana después del parto es una acción de gracias y no una ceremonia de purificación o una petición de perdón».

El Vaticano Segundo y la mujer

Si es cierto que el Vaticano Segundo no ignoró del todo la situación de la mujer en la Iglesia y la sociedad, también es verdad que trató el tema con notable concisión; y en la forma de esas pobres seudolamentaciones de las llamadas encíclicas sociales, con las que, de tiempo en tiempo, los papas exhortan a los ricos a tener compasión hacia los pobres.

¿Pues qué puede importar que el Concilio se pronuncie, con insípidas palabras, a favor del «derecho a la libre elección del cónyuge y de la forma de vida», o por la «participación de la mujer en la vida cultural»? Y es que las indecisiones son mucho mayores. Y las formulaciones, casi insuperables por su tibieza, son tanto menos comprometidas cuanto que la forma externa actual de la Iglesia católica sigue probando la estentórea marginación de la mujer.

La santa asamblea, en sí misma, fue poco más que un conciliábulo puramente masculino. Dos mil quinientos dignatarios eclesiásticos se reunieron con, como mucho, cincuenta mujeres, «oyentes laicas» (infra), en su mayoría monjas que, además, nunca intervenían, sino que más bien demostraban el paulino «mulier taceat in ecclesia»; estas mujeres tuvieron que limitarse a escuchar y sólo al final, a partir del tercer período de sesiones, se les permitió sentarse en unos bancos sin respaldo. (¡Y aún puede uno emocionarse ante tanta magnanimidad o suerte!) Por lo demás, también el Codex Juris Canonici, el código vigente de la Iglesia católica, rebosa de discriminaciones sexuales directas e indirectas.

Y eso que hay al menos tantas católicas como católicos; y alrededor de 370.000 frailes y seglares frente a 1.250.000 monjas. [198]