Lamentamos (…) que algunos anden desatinando hasta el punto de considerar que es propósito de la Iglesia católica o redundaría en su provecho renunciar a aquello que durante siglos ha supuesto su timbre de gloria y el de sus sacerdotes: el mandamiento eclesiástico del celibato.
JUAN XXIII[160]
Es difícil encontrar un solo escritor de la Edad Media o del Renacimiento que no dé por supuesto que la mayoría de los religiosos, desde los principales prelados hasta el más humilde fraile, estaban podridos hasta la médula.
ALDOUS HUXLEY
Así que, llegados al diaconado, cada noche meten en sus lechos a cuatro, cinco o incluso más concubinas.
SAN BONIFACIO[161]
El hecho de que Dios llame a los canónigos «machos cabríos» se debe a que su cuerpo hiede por causa de su lujuria.
MATILDE DE MAGDEBURGO
Son más inmorales que los laicos.
INOCENCIO III
Se acaban corrompiendo como el ganado en el estiércol.
HONORIO III
que «la totalidad del clero se revuelca en los vicios de la bebida y la lascivia.»
BAUMGAERTNER, delegado
bávaro en el Concilio de Trento (1562)
Entretanto, del lado católico, el celibato —o la soltería— reemprendió su marcha con toda tranquilidad. En una visita a los conventos de la Baja Austria llevada a cabo en 1563 se encontraron: nueve concubinas, dos esposas y diecinueve hijos viviendo junto a los nueve frailes del monasterio benedictino de Schotten; siete concubinas, tres esposas y catorce hijos junto a los siete chantres del monasterio de Neuburg; diecinueve hijos de las cuarenta monjas de Aglar, etc. A esto se le llamaba celibato.
OSKAR PANIZZA[162]
Las ineludibles consecuencias de las prácticas ascéticas que implicaba el celibato pronto se tradujeron en un curioso y a la vez duradero modelo de relaciones plenamente institucionalizado, el llamado «matrimonio de José»; el emparejamiento de un hombre soltero, la mayoría de las veces un clérigo o un monje, con una religiosa, gyn syneisaktos o mulier subintroducta: una «esposa espiritual». Dicha institución, muy extendida en los siglos III y IV, ofrecía una seductora posibilidad de unión a aquellos devotos ascetas que incluía la más íntima de las comunicaciones: la de la cama. Y también incluía la posibilidad de una victoria tanto más gloriosa, como les gustaba recalcar invocando los ejemplos bíblicos.
Los paganos pronto le sacaron punta. Y los cristianos también terminaron por desconfiar de estos luchadores. Por ejemplo, el obispo Pablo, metropolitano de Antioquía durante siete años, había «abandonado a una mujer, probablemente, para cambiarla por dos florecientes muchachas de hermosos cuerpos», con las que vivía y a las que incluso llevaba durante sus viajes pastorales. Y en el sínodo de Antioquía (en el año 268) corría el rumor de que eran muchos los que habían caído en estos excesos.
«Las vírgenes entradas en años preferían escoger a jovencitos con la coartada de unos sentimientos maternales hacia el hijo espiritual que luego se transformaban en otros tanto o más reconfortantes». Las damas de la nobleza ignoraban a sus maridos con el pío pretexto de la continencia, y retozaban con gente del pueblo y hasta con esclavos. Había demasiados monjes que sólo tenían de ascetas el hábito.
Desenmascarar a estos santos no siempre era sencillo, porque lo negaban todo, «a menos que los traicionara el berrido de sus hijos», como dice Tertuliano. De no ser así, ni siquiera un examen físico constituía una prueba definitiva, como ya sabía el obispo Cipriano (muerto en el año 258), que, de todas formas, exigía la intervención de la comadrona, haciendo la salvedad de que también se pecaba con partes del cuerpo que no podían ser objeto de comprobación.
San Jerónimo llama a las pías penitentes «esposas sin matrimonio», «concubinas», «rameras», o «peste» y señala, algo picado: «no salen de casa, no salen del dormitorio, a menudo no salen ni de la cama, y nos llaman desconfiados si sospechamos que hay algo malo». Y San Crisóstomo, autor de un doble tratado contra el matrimonio en castidad de hombres y mujeres, se queja de que «ahora el Diablo ha llevado las cosas hasta un punto que casi sería mejor que no hubiese más vírgenes (consagradas)».
Las penitencias compartidas con la pareja eran tan populares que un escrito atribuido a Cipriano afirma que los ascetas preferían la muerte a la separación. La Iglesia necesitó de al menos veinte decretos sinodales y mucha paciencia para acabar con esta práctica. En el año 594, el papa Gregorio I todavía tuvo que renovar las anteriores prohibiciones[163].
En efecto, desde el siglo III se celebraban orgías de clérigos y religiosas. El sínodo de Elvira, en el año 306, da cuenta de la existencia de obispos, sacerdotes y diáconos rijosos, así como de «adúlteras mujeres de clérigos», «catecúmenas infanticidas» y «pederastas». San Jerónimo menciona a algunas personas de su estado que se habían convertido en sacerdotes con el único propósito de «poder mirar con más libertad a las mujeres». San Basilio, junto con otros treinta y dos prelados, se lamenta de la maldad de obispos y consejeros parroquiales, causa de que muchos cristianos dejaran de ir a misa y prefirieran alejarse de las ciudades para orar en compañía de sus mujeres e hijos y sin ninguna intervención clerical.
Tampoco era extraño entonces que los sacerdotes empezaran las misas en estado de embriaguez. San Agustín deplora los excesos que se cometen a diario en las eucaristías, el alcoholismo y las comilonas. Hasta el siglo XVII, los concilios censuran la afición a la bebida de los sacerdotes; se trataba de una costumbre «generalizada», según un católico moderno. «Edad Media, es decir, intoxicación etílica de Europa» escribe Nietzsche. Y uno se pregunta si, de este modo, muchos no compensaban lo que se perdían desde el punto de vista sexual.
El obispo Droctigisilo de Soissons, al que San Gregorio de Tours elogiaba porque nadie había podido imputarle un solo adulterio (!), bebía hasta —literalmente— perder el sentido (de lo cual hicieron responsable a un archidiácono, que fue quemado). El obispo Eonio de Vannes, que cuando acababa de beber no podía ni moverse, en cierta ocasión estaba celebrando en París (ya se sabe que bien vale una misa) cuando, después de dar un sonoro relincho, se derrumbó ante el altar y tuvo que ser retirado por los asistentes. Al obispo Cautino, otro aficionado a la bebida, tenían que sacarlo de los banquetes entre cuatro personas. Algunos anacoretas también fueron conocidos bebedores.
Con la expansión del Reino de Dios sobre la tierra, tenemos noticias de tabernas en las iglesias, con partidas de dados, borracheras y diversas obscenidades incluidas, o de misas durante las cuales retozaban perros y prostitutas, o de «actitudes obscenas frente al altar», «canciones sucias y frenéticas» y hasta homicidios[164].
Los ejemplos de obispos y archidiáconos son malos, se dice en una antigua fuente noruega; «seducen a más mujeres humildes que otras gentes menos inteligentes y cultas, y no se avergüenzan de decir falsos testimonios y prestar falsos juramentos». La conocida carta de San Bonifacio al papa Zacarías menciona a algunos clérigos que «cada noche meten en sus lechos a cuatro, cinco o incluso más concubinas (…) Y en estas condiciones llegan a ser sacerdotes, incluso obispos».
En el sínodo de Troslé, reunido en al año 909, su director, el arzobispo Hervé de Reims, lanza una acusación directa contra los obispos cuando los reunidos confiesan que «la peste de la lujuria —y esto no puede decirse sin vergüenza y gran dolor— salpica a la Iglesia de tal manera que los sacerdotes, que debían alejar a los demás de la corrupción de esta enfermedad, se pudren en la inmundicia». En el siglo X, se asegura de Inglaterra «que los religiosos en modo alguno son superiores a los laicos; antes al contrario, son mucho peores». Y en Italia, el obispo Raterio de Verona reconoce que si suspendiera a todos los sacerdotes que incumplen el precepto de castidad sólo le quedarían los niños. «Por decirlo en una frase, la razón de la corrupción del pueblo son los clérigos. Nuestros religiosos, lamentablemente, son mucho peores que los laicos».
Romanía mujer del margrave de Toscana consiguió que su amante, Juan, fuera ascendido primero a arzobispo y luego a papa (Juan X, 914-928). Éste murió en la cárcel por instigación de la hermana, Marozia, que se lió con el papa Sergio III y promovió al fruto de estos amores a la condición de Vicario de Cristo: Juan XI, papa cori veinticinco años, fue, no obstante, rápidamente encarcelado y liquidado por Juan XII, que ya era papa a los dieciocho, se acostaba con sus propias hermanas y llegó a dirigir un negocio de trata de blancas sin igual, hasta que, en el año 964, murió en pleno adulterio. El papa Bonifacio VII, que había ordenado estrangular a su predecesor Benedicto VI, y que fue él mismo asesinado en el año 985, tenía fama de ser un bicho de la peor especie, cuyas bajezas excedían a las del resto de los mortales, Benedicto IX (1032-1045) —que llegó a la cátedra de San Pedro a los quince años por medio de sobornos, la perdió después por el mismo procedimiento y probablemente fue también el envenenador del papa Clemente II— debió de acariciar la idea de casarse o, tal vez, según otras fuentes, lo acabó haciendo[165].
En los siglos centrales de la Edad Media, el estricto régimen celibatario al que el clero fue sometido sólo sirvió para que, en adelante, el desenfreno clerical aumentara todavía más.
El hecho de que los sínodos españoles prohibieran a las mujeres vivir en la proximidad de un convento no precisa de mayor comentario. El prepósito Gerhoh informa de que los canónigos de la diócesis de Salzburgo corrían «de casa en casa» y, careciendo de esposa legítima, intentaban acostarse, casi impunemente, con las mujeres de todos los demás. «Ninguno es denunciado» comenta el autor de la Historia calamitatum Salisburgensis ecclesiae, acusando a los religiosos, «puesto que todos hacen lo mismo». Enrique de Melk, cofrade y poeta austríaco, refleja cómo «desmienten con su mala vida la castidad que elogian en sus sermones». Y en Alemania, el cisterciense Cesáreo de Heisterbach afirma que, ante las persecuciones de los clérigos, «ninguna existencia femenina» estaba segura: «a la monja no la protege su estado, ni a la muchacha judía su raza; doncellas y señoras, rameras y nobles damas están amenazadas por igual. Cualquier lugar y cualquier momento son buenos para la lujuria: unos se entregan a ella medio del campo, cuando se dirigen a la ermita; otros en la iglesia, cuando escuchan la confesión. El que se contenta con una concubina, casi parece honorable».
De hecho es frecuente leer historias de religiosos que tienen varias concubinas al mismo tiempo o que tienen hijos de cuatro o cinco mujeres distintas, que por el día se pasean con porte piadoso y por la noche fornican bajo los púlpitos, que mantienen relaciones con abadesas y monjas, relaciones de las que nacen hijas con las que, luego, engendran otros hijos. También se menciona a menudo que el clero condenaba como herejes a las mujeres que se resistían a sus deseos, un método utilizado, sobre todo por los propios cazadores de herejes. El tristemente famoso inquisidor Robert le Bougre (en el siglo XIII) amenazaba con la hoguera a las mujeres que no se sometían a él. Por su parte, el inquisidor Foulques de Saint-George hacía encarcelar a las más tercas como herejes con tal de conseguir sus propósitos.
La literatura de la Edad Media plena y tardía está repleta de sacerdotes y monjes ávidos de jovencitas y de prioras y monjas no menos ávidas de hombres.
La mayoría de las veces eran los clérigos los que actuaban de seductores y el sitio preferido para el comienzo de sus amoríos era la iglesia, donde intentaban doblegar la voluntad del objeto de deseo con regalos y monedas (veinte, ochenta, cien libras)… incluidos los frailes mendicantes. Tal vez esto pudo contribuir a que los religiosos fueran valorados —y hasta preferidos— como amantes; por supuesto, también se estimaba su discreción, mantenida en interés propio.[166]
La mayoría de los religiosos de cierta jerarquía se sentían menos comprometidos. Cierto obispo de Fiesole del siglo XI vivía rodeado de un tropel de concubinas e hijos; el obispo Iuhell de Dol contrajo matrimonio públicamente y dotó a sus hijas con los bienes eclesiásticos. Durante el papado de Inocencio III (1198-1216), el arzobispo de Besançon, cuyas extorsiones habían llevado al clero de su diócesis a la más extrema pobreza, mantuvo una relación con una pariente consanguínea, la abadesa de Reaumair-Mont y dejó embarazada a una monja, además de acostarse con la hija de un religioso, como era público y notorio. Por la misma época solía celebrar sus orgías el arzobispo de Burdeos, un personaje que se dedicaba a saquear todas las iglesias, monasterios y viviendas privadas de los alrededores con una banda de ladrones.
En el mismo siglo, Gregorio X (1271-1276) —un papa que, por cierto, inspiró al Espíritu Santo en el cónclave, privando de alimento a los cardenales electores— envió al obispo Enrique de Lüttlich el siguiente escrito admonitorio: «Hemos sabido, no sin gran pesadumbre de Nuestro ánimo, que incurres en simonía, fornicaciones y otros crímenes, que te entregas completamente al placer y a la concupiscencia de la carne, que después de tu elevación a la dignidad episcopal has tenido varios hijos e hijas. También has tomado públicamente como concubina a una abadesa de la orden de San Benito y, en medio de un banquete, has reconocido desvergonzadamente ante todos los presentes que habías tenido catorce hijos en un lapso de veintidós meses (…) Para hacer más irremisible tu perdición, has recluido bajo vigilancia en un jardín a una monja de San Benito, a la que han seguido otras mujeres (…) Cuando, tras la muerte de la abadesa de un convento de tu jurisdicción, procedieron a la elección de la sustituta, la has anulado y has puesto como abadesa (…) a la hija de un noble con la que habías cometido incesto y que hace poco habrá dado a luz un hijo tuyo para escándalo de toda la región (…) Además todavía tienes a los tres hijos varones que has engendrado con esta misma monja (…) También tienes a una de las dos hijas que has engendrado con esa monja (…)» Etcétera, etcétera.
«Es bastante frecuente que los obispos tengan hijos, muchos o pocos» dice el misionero franciscano Bertoldo de Ratisbona. Un tal Enrique, obispo de Basilea, dejó a su muerte veinte vástagos; el obispo de Lüttlich —que, todo hay que decirlo, fue destituido— llegó a la cifra de sesenta y uno.
De modo que las asambleas de la Iglesia contaban con razones suficientes para denunciar la forma de vida del clero secular y regular: había que corregir la corrupción, el desenfreno, la opulencia y la ociosidad, «porque los laicos se escandalizan por ello» (!). En el siglo XIII, el papa Inocencio III dice que los sacerdotes son «más inmorales que los laicos».
Honorio III asegura que «están corrompidos y conducen a la perdición a los pueblos»; Alejandro IV afirma «que la gente, en lugar de ser corregida por los religiosos, es completamente corrompida por ellos». Confessio propria est omnium optima probatio. Los clérigos se pudren «como ganado en el estiércol» otra preciosa sentencia papal del siglo XIII; a mediados del mismo, el dominico y más tarde cardenal Hugo de Saint Cher diría en la conclusión del concilio de Lyon (1251): «amigos míos, hemos sido de gran provecho para esta ciudad. Cuando llegamos, sólo encontramos tres o cuatro prostíbulos; en el momento de la partida sólo dejamos uno. Pero éste abarca de uno a otro extremo de la ciudad»[167].
En los países escandinavos, la costumbre de que los clérigos contrajeran matrimonio era bastante antigua y, aparentemente, nadie la impugnaba.
Los decretos gregorianos no fueron aplicados, si es que llegaron hasta allí. Pero, en el siglo XII, ni siquiera Islandia se libró de las fuertes presiones del papado para imponer el celibato… con las consecuencias habituales. En Noruega —donde el obispo Arnis Kristenrecht explicaba «no pueden contraer matrimonio estos hombres: frailes, sacerdotes, diáconos, subdiáconos, hombres privados de entendimiento o carneros castrados (eunucos)»—, el matrimonio de los sacerdotes fue sustituido por una forma de emparejamiento que encontró una gran acogida, denominada «frilluhald klerka»: todo un progreso, en cierto sentido, aunque no desde el punto vista de la moral cristiana.
En Suecia, la mayoría de los curas y obispos eran hijos de sacerdote Pero, cuando Roma impuso el celibato, la situación evolucionó como en todas partes. En 1281, el sínodo de Telge constataba que «el mal de la lascivia» estaba tan extendido entre los siervos de Dios que «pocos o ninguno se libran de él.»
Dinamarca ofrece la misma imagen. Tras la introducción de los decretos papales, la vida sexual del clero (y en particular de los prelados) prosperó de tal manera que, a fin de proteger a sus mujeres e hijas, los campesinos de Escania exigieron por las armas que los sacerdotes volvieran a casarse.
En el resto de Europa, donde la consolidación del celibato provocó toda clase de excesos sexuales a una escala que no dejaba de aumentar, los laicos cristianos apoyaron frecuentemente el concubinato de los clérigos y exigieron una «compañera de vicios», o una «vaca espiritual», para los «pastores de almas». El propio Pío XII informa de que los frisones «no consienten que los sacerdotes sean admitidos en su ministerio si no están casados, con el objeto de que los lechos de las demás gentes permanezcan impolutos». «Mientras el campesino disponga de mujeres, el sacerdote no necesita casarse», reza un proverbio medieval.
En los umbrales del siglo XV, Nicolás de Clemanges, archidiácono en Lisieux, escribe: «hoy en día, si alguien es perezoso y aficionado a la ociosidad opulenta, se apresura a convertirse en sacerdote. Luego son diligentes a la hora de visitar los prostíbulos y las tabernas, donde pasan todo su tiempo bebiendo, comiendo y jugando; cuando están bebidos, gritan, se baten en duelo, alborotan y maldicen el nombre de Dios y de los santos con sus labios impuros, hasta que, finalmente, pasan de los abrazos de sus amantes venales al altar». En otra ocasión, el mismo teólogo describe cómo los obispos se dedican día y noche a la caza, el juego, el baile y los banquetes; cómo extorsionan, fornican y perdonan los mayores crímenes a sus clérigos a cambio de dinero. «Personas decentes y cultas no obtienen ninguna dignidad eclesiástica; ellos sí señalarían los males de la Iglesia. Los obispos son inmorales (…) Pero lo mejor es no nombrar todos los males para que quienes nos siguen no sepan nada de esta situación». Muy parecidas son las afirmaciones de Dietrich von Münster, vicecanciller de la universidad de Colonia en el siglo XV: sólo buscaban las prelaturas las personas más corruptas, «cadáveres malolientes». Geiler von Kaysersberg, cuyas homilías eran muy celebradas, también creía que el clero estaba «podrido desde lo más alto a lo más bajo»; según él, fornicaban no sólo con prostitutas conocidas, esposas, viudas y jóvenes, sino también con hombres y animales: «¿quién es el que no se revuelca en el lodazal y la inmundicia?». Sebastian Brant lo dice así:
Y aunque nadie les confiaría una de sus vacas
dejamos sin reparos que se ocupen de las almas.
En 1403, después de una estancia de medio año en Roma, Mateo de Cracovia, profesor de teología y obispo de Worms, escribe un tratado inusualmente acre. De la suciedad de la curia romana. En 1410 fue promovido al papado con el nombre de Juan XXIII el delegado cardenalicio Baldassare Cossa, quien, además de mantener una apasionada relación con la mujer de su hermano, era fama que se había acostado, cuando estaba en Bolonia, con doscientas viudas y doncellas. En el concilio de Constanza (1415) —donde fue depuesto, aunque finalmente se permitió que siguiera actuando al servicio del Imperio de Dios como cardenal—, la lectura de la crónica de sus días de papado quedó reducida a cincuenta hazañas, «por respeto a los oyentes». Estos miramientos hacia los oídos de los prelados, que estaban curados de espanto, resultan tanto menos comprensibles si tenemos en cuenta que, como relata el cronista de la ciudad, Ulrich von Richenthal, al gran concilio que mandó a la hoguera a Hus asistieron —además del Papa, más de trescientos obispos y el Espíritu Santo— setecientas meretrices, sin contar las que acompañaron a los clérigos[168].
Todo esto podría ser un retrato enormemente exagerado, adecuado a la mentalidad y la costumbre literaria de la época. Pero, de hecho, estas expresiones de aversión, de vergüenza y de disgusto no eran sino lo que pretendían ser. ¿Por qué habían de autoinculparse los clérigos? ¿Por qué iba a coincidir su testimonio con el de los laicos? ¿Y los decretos sinodales, que condenaron insistentemente el concubinato y toda clase de variantes sexuales, empezando por las relaciones con madres e hijos y terminando con el bestialismo? Y los sínodos, ¿es que acaso no son un permanente reconocimiento, expressis verbis, de la inutilidad de sus propias órdenes”?
Fijémonos, por ejemplo, en Spira. Allí el obispo confirma la validez de los decretos sobre el celibato durante cuatro años consecutivos, entre 1478 y 1481, e impone elevadas multas a los religiosos que viven en concubinato dado que con éste, «sin duda, ofenden gravemente al Altísimo y a su patrona, la Inmaculada y Purísima Virgen María». En 1482, el obispo conmina de nuevo a sus clérigos «a vivir castamente, por la misericordia de Dios y la pasión de Cristo» y vuelve a amenazar con severos castigos. El hecho se repite en 1483, 1484, 1485, 1486, 1487, 1488, y todos los años comprendidos entre 1493 y 1503, a excepción de 1495. En 1504, el obispo Ludwig afirma de nuevo que había repetido las normas contra la impudicia y el concubinato tan encarecidamente que las piedras, las columnas y los muros podían proclamarlo; poco después, entrega su alma y el sucesor actúa como lo había hecho su antecesor: convoca un sínodo por año entre 1505 y 1513, presenta las viejas quejas y las mismas órdenes y tiene que oír de boca de sus mismos sacerdotes que «la fornicación sólo es pecado en el obispado de Spira».
En realidad, si no era así lo parecía, a juzgar por la exuberancia de la vida sexual, especialmente en Roma. Sixto IV, un antiguo general de los franciscanos que como papa construyó la Capilla Sixtina e instituyó la fiesta de la Inmaculada Concepción en 1476 (aparte de respaldar la actuación de Torquemada como inquisidor), se entregaba a excesos casi inauditos. Su sobrino el cardenal Pietro Riario, titular de cuatro obispados en un patriarcado, anduvo de cama en cama (literalmente) hasta su muerte.
El sucesor de Sixto, Inocencio VIII (1484-1492), que llegó al Vaticano acompañado de dos hijos, reprendió abiertamente a un vicario papal que había dado la orden de que todos los clérigos debían abandonar a sus concubinas.
El sucesor de Inocencio, Alejandro VI (1492-1503), que según Savonarola era «peor que un animal», llegó al Vaticano con cuatro hijos y, una vez allí, mostró su gran afición a las orgías celebradas en el círculo familiar. En cierta ocasión, después de un banquete, organizó un baile con cincuenta meretrices («cortegianae»), que primero danzaron vestidas y después desnudas, a continuación tuvieron que arrastrase a cuatro patas, contoneándose lo más insinuantemente posible, y, para finalizar, copularon con la servidumbre a la vista de Su Santidad, su hijo y su hija; incluso se fijó un premio para aquel que «conociera carnalmente» a más muchachas, premio que fue formalmente entregado al ganador. El Papa, que consideró la posibilidad de hacer del estado eclesiástico una monarquía hereditaria, mantuvo relaciones con su hija Lucrecia, que también se acostaba con su hermano y que, siendo todavía una adolescente, tuvo un niño que Alejandro, en una bula, hizo pasar por suyo, para atribuírselo después, en una segunda bula, a su hijo César. Asimismo, encargó una pintura de la Madre de Dios con el Papa a sus pies en la que aparece retratado junto a una de sus hetairas, la hermosa Julia Farnese, denominada «Esposa de Cristo».
¿Por qué no iba a actuar el clero de forma similar? ¿Qué podía haber impedido, pongamos por caso, las conocidas relaciones de Alberto II de Maguncia (1514-1545), cardenal e infatigable negociante de indulgencias, con sus dos concubinas, Káthe Stolzenfeis y Ernestine Mehandel? Durero las inmortalizó a ambas como hijas de Lot. Grünewald hizo lo propio con Káthe, retratada como «Santa Catalina en el matrimonio místico». Y Lukas Cranach pintó a Ernestine como «Santa Úrsula» y al propio cardenal como «San Martín».
Hubo más jerarcas que hicieron pintar a sus queridas como Vírgenes, colgando los retratos en las iglesias para edificación del pueblo; el arzobispo Alberto de Magdeburgo metió a una cortesana en un edículo y organizó una procesión para pasearla como una «santa en vida».
El bajo clero no tenía a genios que perpetuaran a sus queridas. Pero sí tenía mujeres. Y a menudo, como cuenta el teólogo y poeta protestante Thomas Naogeorgius, sacaba a la palestra obscenidades que «un burdel no podría tolerar y que, a buen seguro, ninguna persona del pueblo llano pronunciaría». También se hacían apuestas entre clérigos y laicos sobre el tamaño de los miembros de unos y otros.
Después de mil quinientos años de cristianismo, el consejero imperial Friedrich Staphylus, católico converso, no conocía más que algún que otro religioso «que no esté casado públicamente o en secreto (…) Los impúdicos excesos de los sacerdotes son infinitos» lo que el canonista católico Georg Cassander confirma casi palabra por palabra.
Después de las reformas trentinas, los clérigos siguieron copulando infatigablemente, incluso en las regiones más religiosas. En 1569, el arzobispo de Salzburgo confiesa que las leyes sobre el celibato habían dado «resultado muy raramente (…), de modo que el clero, está sumido en el lodo del nefando deleite, que se ha trastocado para ellos en costumbre (!)» El protocolo de la visita del obispo de Brixen a la «fidelísima tierra tirolesa» informa en 1578 que, en unos sesenta parroquias, había más de cien concubinarios: «canónigos, capellanes, párrocos, vicarios».
A finales del siglo XVI y en el siglo XVII, los religiosos «contratan» a jóvenes a quienes denominan «cocineras» o «amas», o las hacen pasar por parientes. Pero hay otros muchos que viven con sus mujeres sin tapujo alguno y que quieren que se las trate de acuerdo con su dignidad, como «canónigas», «decanas» y títulos parecidos. En muchas diócesis alemanas —desde Breslau a Estrasburgo— el matrimonio concubinario era práctica habitual; en el obispado de Constanza, casi todos los clérigos tenían su concubina, lo mismo que en Renania. El obispado de Osnabrück comprobó en 1624-25 que la mayor parte del clero vivía en pareja. En los informes de los visitadores de Bamberg se dice que «nadie admite ser concubinario aunque los párrocos de Pautzenfeid, Drosendorf y Reuth, y el mismo deán no se alejan mucho de sus mancebas». El obispo de Bamberg ordena que las mujeres sean azotadas públicamente y encerradas en prisión.
Por cierto que «la mayoría de los otros dignatarios hacían la vista gorda, porque ellos mismos fornicaban aún más frenéticamente». El obispo de Basilea se permitía mantener a concubinas e hijos, el arzobispo de Salzburgo vivía con la hermosa Salome Alt, «probablemente en matrimonio de conciencia», según lo expresan hoy, y se vanagloriaba de sus quince hijos (seguramente engendrados exclusivamente por razones de conciencia). Y en 1613, casi todos los párrocos y capellanes de la archidiócesis tenían concubina e hijos[169].
En el siglo XVIII, los sínodos diocesanos y nacionales fueron cada vez más infrecuentes y, por lo tanto, también lo fueron las oportunidades de recordar las leyes sobre la continencia. Se trata de difundir la impresión de que las cosas van bien y la mayoría de los líos amorosos que no comportan consecuencias enojosas son ignorados.
De todos modos, el consistorio salzburgués todavía constata en 1806 que «desde hace algún tiempo, se observa una mayor relajación moral en los clérigos de nuestra diócesis respecto a los de antaño». Y a finales del siglo XIX, en una diócesis italiana, no había ni un solo sacerdote, «incluido el obispo, que no hiciera vida marital notoria». En esa misma época, se decía que la inmoralidad del clero sudamericano no tenía parangón y que los clérigos actuaban allí «como si los excesos sólo les incumbieran a ellos». Un teólogo católico reconocía en 1889 que en Perú «sólo hay algunos religiosos que no vivan en concubinato notorio». Y los teólogos Johann y Augustin Theiner reunieron un contundente material sobre seducción de niños, sadismo, abortos y crímenes pasionales de los clérigos y los monjes del siglo XIX.
En un memorándum publicado nada menos que en 1970 y dirigido a todos los clérigos de la diócesis, el Círculo de Múnich —que no es precisamente una institución anticlerical— hablaba de las «relaciones maritales secretas» y de la forzada «insinceridad» del sacerdote católico. Pero cuando alguien quiso documentar esa «insinceridad» con algo más de rigor, tuvo que sufrir toda clase de intrigas. Eso es lo que le ocurrió en 1973 a Hubertos Mynarek, antiguo decano de la facultad de Teología de la universidad de Viena, por aquella fecha ya separado de la Iglesia, que vio cómo su libro Señores y siervos de la Iglesia, una vez impreso y distribuido, era retirado de la circulación por su primer editor, en tanto que el segundo se contentó con suprimir los pasajes referentes al celibato.
Por la misma época en que Mynarek proporcionaba titulares a la prensa y sus revelaciones —en su mayoría sorprendentemente inofensivas— eran respondidas con un aluvión de resoluciones cautelares de los tribunales y amenazas de querellas por parte de sus antiguos colegas, Fritz Leist, teólogo católico y profesor de Filosofía de la Religión en Múnich, publicó una selección de confesiones anónimas recogidas de unos’ setenta sacerdotes, frailes y monjas, algunos en ejercicio y otros ya integrados en la vida civil. Este volumen —que pasó prácticamente desapercibido, pese a que contaba con todo lo que el público había esperado encontrar en el de Mynarek, y que tampoco habría encontrado en caso de que el capítulo dedicado al celibato hubiese aparecido— ilustra de forma extraordinariamente expresiva y detallada lo que es hoy en día la castidad clerical[170].
Justo al comienzo de dicho libro, un «sacerdote en cuerpo y alma», de casi sesenta años y bastante desenvoltura reconoce, sucesivamente, «una historia de amor muy hermosa», «a continuación, una aventura de índole más sexual», «después, relaciones frecuentes con prostitutas» y, finalmente, «diversas uniones esporádicas con diferentes mujeres»… «No tenía que salir del confesionario. Mi temperamento renano me ayudaba a superar muchos obstáculos». Finalmente, consigue hacerse amigo de una «mujer casada de grandes virtudes morales. La amistad se convirtió en un apasionado amor que dura ya diez años y sigue igual que al principio» aunque, desgraciadamente, «con muchas cortapisas, porque la mujer tiene marido e hijos».
No obstante: «sigo siendo sacerdote en cuerpo y alma», «sigo siendo tan entusiasta como un joven capellán», «personalmente, en ningún momento de mi vida he padecido la crisis sacerdotal»… ¡Un renano feliz!
Siendo capellán, un sacerdote —que hoy tiene cuarenta y seis años— revela al ama de llaves de su parroquia que «una necesidad le apremia» y el ama de llaves, que tiene entonces treinta y dos años, le confiesa que «quiere salvarlo». La cosa duró quince años y, por lo visto, ocurría siempre «en el coche, aprisa y corriendo». Al final, este celibatario encontró «la plenitud personal» con su secretaria, que «incluso, una vez, quedó embarazada (abortó). Desde entonces, nos amamos con locura».
Otro clérigo cuenta que, sólo durante el período de sus estudios, conoció por lo menos una docena de religiosos que habían tenido deslices sexuales; algunos de ellos fueron castigados con penas de varios años de prisión.
Una joven, antes de comenzar sus estudios de «Teología y Didáctica de la Religión», se enfrasca en la materia desde un punto de vista propedéutico-práctico. «Tengo veintidós años y desde hace cuatro mantengo relaciones con un vicario de cuarenta y cinco».
Un quinto testimonio es el de un religioso que cautiva a su elegida con frases casi calcadas de aquel himno del Cantar de los Cantares que el jesuita Peronne presentó en 1848 como prueba de la Inmaculada Concepción de María: «Sí, eres hermosa, amiga mía, eres hermosa (…) y no hay en ti pecado (…)», o un poco más llanamente: «eres hermosa y sin una sola arruga todavía», «¡qué mujer más extraordinaria!». Y el testimonio de ella: «me apretó contra él e hizo la señal de la cruz (…)»; «después de una noche de amor, podía decirme cosas increíbles». Seguramente, aún más increíbles serían las cosas que dijera por el día, cuando ejercía de consejero espiritual y lanzaba furibundas homilías contra la inmoralidad. «Siempre la condena moral de los otros (…)» y después ella oía cómo le susurraba «lo bonita que estaba y cómo me deseaba y que la noche anterior había tenido una erección con sólo pensar en mí». «Nos íbamos a la cama. Pero antes leíamos un libro sobre sexo (…)» «Era tan apasionado que, en el momento del orgasmo, yo tenía miedo de que se fuera a morir».
Sí, sí, ya lo dice el cardenal Joseph Hoffner: «en este mundo de hoy, el celibato sacerdotal, vivido como renuncia en aras del Reino de los Cielos, constituye un signo singularmente estremecedor que indica a la comunidad creyente cuál es la auténtica meta de su peregrinaje»[171].
Otra muchacha, que en la actualidad tiene veintiséis años, entró en un convento a los quince porque las monjas la habían «entusiasmado» y porque «Dios quiere tener mujeres hermosas».
En realidad no tenía demasiadas, así que la recién llegada pronto vio cómo Dios, es decir, un sacerdote, la «abrazaba» y le «regalaba medallas de diferentes santos». Medallas con poderes mágicos, puesto que: Primero, un sacerdote treinta años más viejo escribe que «sueña conmigo y me desea» e insiste en que «debo encontrar una habitación en alguna parte, incluso en un hotel, donde podamos pasar al menos un día». «Intentaba besarme y acariciarme y en cierta ocasión puso mi mano sobre su miembro (…)». Segundo, un jesuita de unos cuarenta años: «una noche, mientras estaba en un jardín que había junto al convento, me abordó; no nos conocíamos de antes (…), quería que pasáramos la noche juntos (…) Más tarde, este sacerdote colgó los hábitos porque había tenido un hijo con otra monja». Tercero: «Aprovechaba cualquier ocasión para estar conmigo (…) Una vez me invitó a su habitación (…) Quería que nos fuéramos a la cama (…) Poniendo una voz muy seductora, me dijo que me amaba, que daría su vida por mí (…) Y a continuación, tenía que decir misa (…)».
Otra religiosa que también había entrado en el convento a los quince años se sentía infeliz porque allí podía «serlo todo salvo una persona» y tenía que «reprimir por completo mi propio Yo» y «tragármelo todo». En 1971, estando por fin en su casa, quiere abrirle su alma a un clérigo que conoce. «Apenas había abierto la boca, empecé a llorar y él me abrazó, me besó y, en un santiamén, me había desnudado y estaba sobre mí. Después de dos horas en que hizo lo que quiso, me preguntó si había llegado al orgasmo».
Todos estos casos —que, como subraya el editor católico, son «representativos de innumerables “incidentes” mantenidos en secreto»— quizás resultarán increíbles para esos sectores católicos cuya mentalidad queda en evidencia en las cartas injuriosas, casi indescriptibles, que Mynarek recibió al abandonar la Iglesia[172]. Para los demás, el follón sexual de los religiosos es de lo más natural (razón por la cual yo mismo ni me inmuté cuando, hace poco, una dama, en tono dramático, me ofreció toda la correspondencia íntima que había mantenido, durante un largo periodo de tiempo, con un jesuita famoso entre nosotros por sus alegatos a favor de la castidad).
Así que, en cierta medida, resulta grotescamente encantador encontrar en la encuesta de Leist (pasemos por alto sus numerosas referencias a trastornos neuróticos, depresiones incurables, crisis epilépticas, úlceras e intentos de suicidio) a un clérigo que se lamenta de que su asistenta (de cuarenta y ocho años), «aunque es una mujer diligente y aún no se ha convertido en una arpía, carece de cualquier atractivo erótico». La siguiente queja es igualmente curiosa: «miren ustedes: desde hace casi tres años tengo que vivir con una sirvienta —mi hermana se ha casado— que me resulta sexualmente repulsiva; de modo que la evito siempre que puedo (…)».
¿La Iglesia se limita a tolerar este tipo de relaciones, o es que tal vez las apoya indirectamente? Esta última posibilidad no queda desmentida por la prescripción canónica que prohíbe que los religiosos acepten en sus casas a «personas del sexo femenino que puedan despertar sospechas» (p. e., por su pasado, por su edad, por su atractivo físico), pero que, en cambio, les permite vivir en compañía de parientes, sobrinas incluidas y; además, de aquellas mujeres que «no puedan suscitar recelos, tanto por su forma de vida honrada como por su más avanzada edad (entre treinta y cinco y cuarenta años)».
A la vista de ello, ¡quién dirá que la Iglesia no tiene sentido del humor! ¡Y generosidad! Y sinceridad, si se piensa en lo que hace poco declaraba un obispo sudamericano en el Congreso Católico celebrado en Essen, según el cual, en su extensa diócesis, catorce de cada quince sacerdotes vivían con sus sirvientas como vivirían con una esposa… Claro, con razón Pablo VI denominaba al celibato, no hace mucho, «signo y acicate del amor pastoral» y «una fuente de fecundidad en el mundo».[173]
Pese a condenarla, la Iglesia no pudo impedir la incontinencia del clero. Al contrario. Los religiosos se aficionaron a las especialidades sexuales más inusuales, por ejemplo, a las relaciones íntimas con sus familiares más cercanos.
Por esa misma razón, el sínodo de Metz ordena en el año 753 que «si un religioso se entrega a la lujuria con una monja, o con su madre, su hermana, etcétera, será desposeído de su dignidad eclesiástica, en caso de que la tenga, o apaleado, si pertenece al clero inferior». En el año 888, un sínodo celebrado en Maguncia reconoce que se han cometido «muchísimos crímenes», pues ciertos «sacerdotes han yacido con sus propias hermanas y han tenido hijos con ellas». En 1208, Golo, legado ambulante en Francia, reconoce que, «por tentación del Diablo», hay religiosos que «frecuentan a sus madres y a otros familiares». Y los sínodos de la edad moderna hacen afirmaciones análogas. Lo mismo se puede decir de la jerarquía eclesiástica, de Juan XXII, por ejemplo, o de Alejandro VI, De los arzobispos de Auxerre y Besançon en tiempos de Inocencio III. Y mucho antes, Lanfredo, un obispo alemán, fornicaba con su jovencísima hija.
Otro hecho frecuente ha sido la afición de los sacerdotes hacia los de su propia acera, hombres y mozalbetes; en efecto, la homosexualidad ha sido «común y corriente». Comenzó en la Antigüedad y no ha desaparecido en ningún momento. Los libros penitenciales medievales hablan continuamente de la «sodomía» de los religiosos y les amenazan con penitencias de años y hasta décadas de duración. En 1513, hablando ante León X y el Concilio Lateranense, el conde Della Mirándola remarca —inútilmente— que se educaba para la carrera eclesiástica a jóvenes que ya habían sufrido violaciones contra natura y que incluso habían sido adiestrados por sus padres como «prostitutas» hasta que, al final, una vez ordenados sacerdotes, se entregaban a la «prostitución homosexual». Ulrich von Hütten comenta irónicamente: «los romanos comercian con tres clases de género: Cristo, feudos eclesiásticos y mujeres. ¡Y quisiera Dios que comerciaran sólo con mujeres y no se desviaran tan a menudo de su naturaleza!».
Los escribanos, ujieres y cocineros de la Curia —a quienes se pagaba con beneficios eclesiásticos— a menudo también eran «cortesanos». Un obispo de Tréveris al que se le preguntó qué significaba dicha palabra dio la siguiente definición: «un cortesano es un mancebo y una cortesana una manceba; lo sé muy bien, porque yo mismo fui uno de ellos en Roma». Siendo así, puede que la carrera de alguno se debiera más a un trasero atractivo que a una cabeza brillante. Tal vez fuera el caso de Inozenzo del Monte, cuidador de los monos de Julio III, que, pese a las protestas que la decisión provocó, se convirtió en cardenal a los diecisiete años. Por su parte, el obispo Juan de Orleans era el favorito del arzobispo de Tours. La historia se cantaba en las calles y el mismo Juan se sumó al coro. Aunque, ciertamente, las cosas no siempre eran tan divertidas. Con el clero inferior casi nunca se tenía compasión cuando el caso llegaba a ser de dominio público. «El sábado 2 de marzo de 1409, cuatro sacerdotes, Jórg Wattenlech, Ulrich von Frey, Jakob der Kiss y Hans, párroco de Gersthofen, fueron encadenados por sodomía en una jaula junto a la torre de Perlach; el viernes siguiente todavía vivían; murieron de hambre algún tiempo después». Un laico implicado en los hechos, el curtidor Hans Gossenioher, fue quemado vivo[174].
Es sobre todo en los libros penitenciales de la Edad Media donde encontramos amenazas referidas a este asunto. Si un obispo fornica con un animal de cuatro patas: una penitencia de doce años; si es un sacerdote, diez, y si es un monje, siete; con tres años a pan y agua, en todos los casos. Además, el obispo y el sacerdote debían ser suspendidos. En el año 791, el papa Adriano I, alardeando sin duda de las estrictas costumbres de su Iglesia, informaba a Carlomagno de que, antes de ser consagrado en Roma, cada obispo era interrogado no sólo acerca de su fe, sus relaciones con mujeres casadas o con muchachos, sino también sobre si fornicaba con bestias («pro quadrupedus»).
Por consiguiente, a los clérigos les estaba vedado todo: desde la pariente hasta la pobre monja, pasando por la gata doméstica o la vaca. Algo que ya indicaba de forma, por así decirlo, sobriamente condensada, aquella prescripción de la Iglesia británica que se refiere a los obispos y sacerdotes que fornicaran con su madre, con una hermana o con una monja «por medio de algún instrumento».
En el este de Europa, los popes estaban completamente desacreditados a causa de su sodomía. Nada menos que Pedro el Grande —que, dirigió el Santo Sínodo, como Supremo Pastor y Juez de la Iglesia Rusa— fue visto más de una vez en «desconcertante intimidad» con su perra preferida, Finette[175].
Uno de los medios preferidos por los pastores de almas para hacer algo más llevadero su celibato ha sido siempre la solicitación —que ésa es la expresión técnica—. De hecho, en la confesión se ofrecen amplias posibilidades a los sacrílegos de ambos sexos, con el murmullo de los pecados —sobre todo in puncto sexti mandati— deslizándose en los atareados y atentos oídos del sacerdote… aunque, a menudo, el repaso sea lamentablemente generalizador, con la indiferencia propia de los laicos.
Es cierto que algunos penitentes ofrecen de un tirón lo mejor —o más bien lo peor— de sí mismos, poniendo al descubierto el meollo de la cuestión sin la menor reserva. Pero el procedimiento es distinto cuando se trata de almas vergonzosas y cándidas, de las que sólo la experiencia y la prudencia —con mano de santo, si vale la expresión— logra sacar lo que hay que sacar: cuándo, dónde, con quién, cuántas veces, de qué forma… Y así, con las flaquezas, se ponen también al descubierto las pulsiones, las necesidades y las preferencias, de tal manera que —de acuerdo con una ingeniosa reflexión de Tomás de Aquino, desaconsejando los largos diálogos entre confesores y penitentes— «llega un momento en que, contra lo que ocurría en un principio, unos y otros ya no dialogan como ángeles ni se miran como tales, sino que se observan los unos a los otros como revestidos de carne (…)».
Aunque las fuentes no son muy explícitas, admiten esta situación, o bien piensan que no hay nada que descubrir, puesto que los crímenes son conocidos en el Cielo, en la Tierra y por todo el mundo.
El obispo Pelagio, que habla en el siglo XIV de los frecuentes adulterios suscitados por la confesión, asegura que, «en las provincias españolas y en el Imperio, los hijos de los laicos no son mucho más numerosos que los hijos de los clérigos». Y en 1523, Heinrich von Kettenbach, un franciscano convertido al luteranismo, escribe lo siguiente en su Nueva Apología y Respuesta de Martín Lutero contra el pandemónium papista: «El primer fruto que surge de la confesión es el fruto del cuerpo, pues de ella proceden esas lindas criaturitas a las que llamamos bastardos o hijos putativos, que los santos padres han engendrado con sus hijas penitentes; pues a algunas les aprieta la lujuria de tal modo que el marido no les basta y el confesor debe prestarles su consuelo con toda diligencia (…) y monta a las mujeres como hace el novillo con un rebaño de vacas».
La Iglesia tomó todas las precauciones imaginables. Ordenó que no se confesara a oscuras —en especial a las mujeres— sino en un lugar «libre de suspicacias», sólo en la iglesia, exclusivamente donde se estuviera a la vista de todo el mundo y nunca a una sola mujer. Los confesores tampoco debían mirar a las mujeres a la cara y las mujeres no podían estar frente al confesor, sino a uno de sus lados. Es más, el celibatario sólo podía visitar a las enfermas ante dos o tres testigos y no le estaba permitido administrar el sacramento a puerta cerrada.
Pero todas estas reservas tuvieron más o menos el mismo efecto que las continuas amenazas y castigos: excomunión, destierro de quince años y, finalmente, reclusión perpetua en un monasterio. La tentación era aún más fuerte. Así que los sacerdotes se excitaban y solicitaban antes, durante y después de la confesión, en el confesionario y fuera de él. Se excitaban preguntando acerca del placer con el que muchos no se permitían ni soñar. «¡Ah, que la desgracia caiga sobre ti!», reza la maldición de una ingrata beguina de Brabante al escrutador de conciencias que había querido explorar sus «desconocidas ignominias», quizás alguno de esos «vicios latinos» que, según Cesáreo de Heisterbach, se habían introducido precisamente por medio de la confesión. Y, llegado el caso, también se excitaban leyendo literatura estimulante. Y excitaban a sus amados penitentes en beneficio de un tercero: ¡así de altruistas eran a veces! En fin, habrá que decir en honor de todos los curas que también se excitaban ellos mismos, una costumbre que, al parecer, aún perdura[176].
Como la Iglesia medieval hubo de discutir a menudo sobre la solicitación, en la edad moderna surgió una legislación propia, mucho más precisa. En los siglos XVII y XVIII todavía vemos ocuparse a sínodos y obispos de estos «crímenes» tan extraordinariamente estimulantes para la fantasía: aun cuando desde el lado católico no tengan por qué tratar de «los cuentos que cierta literatura sucia ha hecho circular acerca de supuestos abusos por parte del confesor en el sacramento de la penitencia».
No obstante, se establecieron castigos incluso para los obispos que se acercaran demasiado a sus penitentes o a sus hijas espirituales. Y la propia teología moral moderna airea la solicitación «durante la confesión», «antes o inmediatamente después de la confesión», «con motivo de la confesión», «bajo el pretexto de la confesión», «en el confesionario o en un lugar permanentemente destinado a la confesión (…)» etcétera. Se llega a preguntar «si el sacerdote (…) quiere tentar al penitente», «si es el penitente quien comienza la solicitación», «si el penitente que es solicitado es un hombre o una mujer» (…), «si el penitente es inducido a pecar con el confesor, con otra persona o en solitario, si el pecado sucede más tarde o en el mismo momento», si «el confesor que visita a una enferma y le dice que quiere escuchar su confesión, en realidad la está solicitando» y así hasta el infinito. Y bien: ¿es que todas estas abrumadoras referencias a abusos en la confesión no son más que el engendro de cierta «literatura sucia»? ¿Incluyendo a la teología moral?[177].
Admitamos que, verdaderamente, en la Iglesia han sido desde hace tiempo muy discretos. Habiendo perdido el poder casi absoluto del que gozaron en la Edad Media, quieren escandalizar a la sociedad tan poco como sea posible. El exjesuita Hoensbroech explica que «se ha formado un perfecto sistema de encubrimiento, de justificaciones farisaicas; lo único que cuenta, como una ley de hierro, es: ¡nada de escándalos!». Y el católico Curci escribía en 1883 «acerca de la mayor prudencia con la que se actúa y de la que se culpa a una cultura más progresista».
Y es que, básicamente, el ocultamiento del delito sexual del clérigo —obligado, desde la Ilustración— era una antigua tradición católica, de acuerdo con la divisa «si non caste caute».
Los sínodos españoles medievales, por ejemplo, tratan exclusivamente de las concubinas notorias; las concubinas secretas no son mencionadas. De modo similar. Alejandro II adoctrina en 1065 a los patriarcas de Grado: no tratamos nada más que de los casos conocidos y notorios; lo que sucede en secreto sólo lo sabe Dios, que es quien tiene que considerarlo. Y, en su época, la indignación de San Pedro Damián sigue la misma línea: «el mal quizás sería más soportable si se tratara de ocultarlo, ¡pero no! Se ha perdido toda la vergüenza y la peste impúdica se lanza a los cuatro vientos; todo corre de boca en boca: el lugar de la fornicación, el nombre de la concubina, el de la cuñada y el de la suegra, y, en definitiva, el de toda la parentela. Y además: los mensajeros del amor, los regalos, las risitas y los chistes, los rendezvous secretos; “postremo, ubi omnis dubietas tollitur, uteri tumentes et pueri vagientes”».
Esta típica sentencia, según la cual los amoríos secretos del sacerdote serían aceptables, mientras que el auténtico escándalo lo constituirían las barrigas hinchadas o los niños berreantes de sus amantes, provocó en su momento el sarcasmo de Panizza: «este Damián ya tenía el auténtico espíritu católico; lo que sucede en secreto, no ha sucedido; sólo lo que grita es pecado».
Cuando en el siglo XII algunos círculos religiosos de Roma investigaron sobre la compatibilidad de aquellas dos órdenes papales de las que una prohibía oír las misas de los sacerdotes concubinarios y la otra afirmaba que los sacramentos no eran contaminados ni siquiera por curas tan pecadores y, por tanto, podían ser recibidos sin ningún reparo, el papa Lucio III (el hombre que introdujo la inquisición en Verona) dictó el siguiente rescripto: «Un crimen notorio y un crimen secreto son dos crímenes diferentes. Un crimen notorio se caracteriza por causar la condena canónica del sacerdote; un crimen secreto es aquel que puede ser soportado por la Iglesia (…) Creed, por tanto, sin ninguna duda, que, siendo el sacerdote o religioso fornicador, si lo tolera la Iglesia, le está permitido celebrar oficios y los fieles pueden oírlos e incluso recibir de él los sacramentos».
En la línea del «sólo lo que grita es pecado» los penitenciales medievales aumentan los castigos —hasta triplicarlos— para las monjas que se quedan embarazadas. El sínodo de Longes (1278) llega al extremo de formular textualmente que «la deshonra que el pecado de la carne causa al orden sacerdotal se multiplica cuando desemboca en el embarazo». Y en los umbrales del siglo XIV el sínodo de Constanza exige constatar «ante todo» si se ha pecado pública o secretamente. En 1670, Clemente X confirma las constituciones de los trinitarios descalzos de España que, entre otras cosas, ordenan lo siguiente: «Si un religioso peca contra el voto de castidad, será encerrado durante seis meses y azotado a la discreción del prior (…) Pero, si su crimen trasciende, correrá baquetas en el convento y penará todo un año en el calabozo»[178].
El franciscano Johann Eberlin, de Günxburg, uno de los primeros seguidores de Lutero, no fue el único en denunciar el hecho: «hay un refrán entre nosotros que dice que no daña lo que uno hace cuando lo hace sin que lo vean». Y nada menos que Jean Gerson, el teólogo nacido en 1363, canciller de la Sorbona y doctor cristianissimus (uno de los más duros oponentes de Hus), ya instruía al clero: «pero que se cuiden de que suceda en secreto, nunca en una fiesta o en lugar sagrado, y con personas solteras». Y es exactamente ésta la máxima moral (implícita) de hoy en día, cuando, por ejemplo, el comportamiento licencioso con un penitente sólo se castiga con penitencia perpetua y deposición del sacerdote «si la transgresión ha llegado a ser de dominio público».
A tales extremos llegaba esta Iglesia: por una parte, exigía que los obispos contaran con testigos de su castidad, mientras que, por otra, disponía —como en el sínodo de París, en el año 829— que «no se le permita a un sacerdote denunciar a un obispo, porque éste está por encima de él».
La hipocresía es uno de los rasgos característicos del cristianismo. Junto a su poder criminal, sus guerras y sus explotaciones, forma la parte principal de su fisonomía; constituye su misma esencia. Y es que como los preceptos neotestamentarios son en parte demasiado rigurosos y en parte demasiado perversos para poder ser observados, no queda nada más que la teología del «como si» la astucia beata, la doble moral. Orígenes, el más importante teólogo anterior a Constantino, ya reconoce que «muchos enseñan castidad sin haberla observado. Enseñan una cosa en público y actúan de otra forma en secreto y a escondidas; todo lo hacen teniendo presentes a los hombres y por vanagloria».
Esta tendencia ha sido fomentada a menudo, directa o indirectamente. La Iglesia indujo (e induce) una y otra vez al fingimiento porque, en la práctica, los clérigos solteros le eran (y le son) mucho más necesarios que los clérigos castos y porque prefería (y prefiere) a un sacerdote implicado en graves «delitos» sexuales que supiera (y sepa) ocultar sus relaciones a otro que no engañara a nadie, que «pecara abiertamente». Y, por descontado, ¡le gustan tanto los taimados, los meapilas! ¡odia tanto a los clérigos que —como ocurrió en el sínodo de Brandenburg, en 1435— reconocen sus actos! «Pues si, por debilidad de la carne, sus cocineras o sus doncellas quedan embarazadas de ellos o acaso de otros, no desmienten el pecado sino que se enorgullecen sobre manera de ser los padres de hijos nacidos de un ayuntamiento tan reprobable».
No lo desmienten (ante la gente): ¡ése es el escándalo para la Iglesia! Porque una cosa así enturbia su aura y, por consiguiente, su poder. En cambio, la vida sexual de los religiosos, cuando se mantiene en el ámbito interno, oculta a la vista de los laicos, no le avergüenza lo más mínimo en el fondo, le da absolutamente igual.
Esto queda confirmado por toda la historia del celibato. De nuevo es el «cristianísimo» doctor Gerson quien nos instruye: «el voto de castidad sólo se refiere a las faltas del matrimonio por las que uno se obliga a castidad. Por tanto, quien no se casa, no rompe el voto, aun cuando peque muy gravemente»[179].
Y no era sólo una doctrina; ante todo, es una práctica que se ha seguido hasta el día de hoy. La mayor parte del clero seguramente pensaba y piensa lo mismo que aquel abad incrédulo, el mitrado monsignore Galiani: «es un grave defecto no disfrutar de una vida tan corta y que no vuelve por segunda vez».
Y cuando cierto sacerdote —que luego se convirtió en párroco de los Católicos Viejos— manifestó su intención de abandonar la Iglesia católica romana a algunos colegas, el que tenía «más rango» le recomendó que se quedara, aduciendo lo siguiente: «Mira, si deseas a una mujer, por eso no tienes que tirarlo todo por la borda. La Iglesia necesita, justamente, a personas como tú y como yo, no a estériles. Nada de vegetales. De modo que si la cosa aprieta mucho, te vas con una mujer; luego podrás arrepentirte y confesarte y hacerlo honradamente (…) Seguro que Dios lo entiende». Este consejo venía acompañado de la referencia a un colega que se llevaba a una muchacha de vacaciones lodos los años y decía: «ahora ya puedo aguantar otro año más».
«Más de una vez» asegura el excatólico Mynarek, «he escuchado a profesores de teología la cínica frase de que el celibato sólo consiste en no casarse; lo que se hace por otro lado es, por supuesto, pecado, pero la confesión se ha inventado precisamente para cancelarlo».
Lo último que presentan estos clérigos a las transitadas puertas del infierno son «argumentos contra el matrimonio»[180].
En todo caso, no fue la virginidad lo que se promovió por medio del celibato, sino un enorme menosprecio de la mujer.