CAPÍTULO 16
LA SUPRESIÓN DEL MATRIMONIO DE LOS SACERDOTES

De este miles y miles de las más felices familias de sacerdotes fueron arrojadas a la miseria fu miseria, «a fuego y espada» por el partido monacal que se hizo con el poder.

GSCHWIND. teólogo[143]

Las posibilidades de castigo eran muy grandes, porque los clérigos eran, por oficio y estado, completamente dependientes de la Iglesia

MARTÍN BOELENS, teólogo católico[144]

Pero la caza de brujas todavía no ha terminado. Los inquisidores, los jueces, los carceleros y los verdugos prosiguen su tarea bajo las figuras del Papa, obispos, sacerdotes y laicos.

FRITZ LEIST. católico[145]

Pese a que el matrimonio de los sacerdotes siguió existiendo durante bastante tiempo, el giro decisivo había comenzado ya en el año 306 con el sínodo de Elvira, en el sur de España, en el que se aprobó el primer decreto sobre el celibato: «Los obispos, los sacerdotes, los diáconos, en definitiva, todos los clérigos que ejercen el sagrado ministerio, es decir, que celebran el oficio divino, tienen que guardar continencia con sus mujeres, so pena de suspensión».

Esta prohibición, que fue determinante para toda la evolución posterior en Occidente, sólo afectó en un primer momento a una parte de la Iglesia española. Pues en otras partes la presión que se ejercía sobre el clero iba encaminada, más que a asegurar su continencia matrimonial, a evitar las relaciones extramatrimoniales y otros «crímenes» análogos. Es en el umbral del siglo V cuando la norma de Elvira fue asumida por los papas Siricio e Inocencio I y difundida en Occidente.

De cualquier forma, no se exigía ni la soltería, como principio, ni la disolución de los matrimonios ya existentes, sino «sólo» la finalización de las relaciones sexuales. Durante bastante tiempo, tampoco se conminó a diáconos, sacerdotes y obispos a que se separaran de sus respectivas esposas, a las que los sínodos siguieron refiriéndose «la señora del diácono», «la señora del sacerdote», o «la señora del obispo». Si los esposos prometían que, en lo sucesivo, tendrían «a sus mujeres como si no las tuvieran» —«a fin de que sea preservado el amor matrimonial, al tiempo que cesa la tarea matrimonial» como rezan las instrucciones, memorablemente perversas (458 o 459), de León I al obispo Rústico de Narbona—, podrían llegar a ser sacerdotes o seguir siéndolo, con lo que, evidentemente, se estaba pidiendo un imposible, empujando a los conminados a una vida de hipocresía y fingimientos.

Por lo demás, los decretos diferían entre sí, no siempre eran inequívocos, fueron modificados y adaptados a las circunstancias, suavizados o extremados y, llegado el caso, completamente ignorados.

Vigilado día y noche

Pero ante todo, y recurrentemente, se impuso la prohibición de que los clérigos compartieran casa con mulieres extraneae o subintroductae, una posibilidad que el papado combatió, durante mucho tiempo, con especial celo y escasos resultados, y que el Trullanum denegó, incluso, a los sacerdotes castrados.

El sínodo de Elvira autorizaba a los religiosos a vivir únicamente con sus mujeres, así como con sus hermanas e hijas consagradas a Dios, pero no permitía la presencia de la mulier extranea, que la mayoría de las veces se ocupaba de llevar la casa y que fue en un primer momento el principal objeto de las prevenciones sinodales. No obstante, más tarde se llegó al extremo de impedir la entrada a la casa del sacerdote a todas, esclavas y libres, y también se prohibió a los religiosos que visitaran a mujeres, sobre todo por la tarde o por la noche. Sólo se permitía en casos imprescindibles y siempre en compañía de un clérigo como testigo. Incluso se le negó a la mujer del sacerdote el acceso al dormitorio del marido.

Naturalmente, los decretos fueron ampliamente incumplidos. Lo que más costó a los clérigos fue separarse del lecho común. El mismo obispo Simplicio de Auxerre y su esposa lo mantuvieron… «como prueba de confianza en la fuerza de su virtud».

El sínodo de Tours (567) representó un momentáneo clímax en todo este tipo de órdenes e intromisiones. Además de volver a privar a los sacerdotes de extraneas (presentándolas ahora como serpientes); además de impedir a los religiosos del entorno del obispo toda clase de contacto con las esclavas de la mujer de éste, la episcopa —a la que él mismo sólo podía contemplar como una hermana y bajo la vigilancia de aquéllos—; además de conceder a dichos religiosos el derecho de arrojar de sus casas a las extraneas; por si todo eso fuera poco, se ordenó; «puesto que muchos arciprestes del país, y diáconos y subdiáconos, son sospechosos de mantener relaciones con sus mujeres, el arcipreste deber tener siempre a su lado a un clérigo que le acompañe a todas partes y tenga el lecho en la misma celda que él». Siete subdiáconos —o incluso laicos (!)— que se iban turnando cada semana tenían que vigilar al arcipreste, so pena de recibir una paliza si se negaban a ello.

Más tarde, también les endilgaron vigilantes a algunos obispos. En el 633, un sínodo bajo la presidencia de San Isidoro decidió lo siguiente:

«puesto que la vida de los religiosos ha causado no poco escándalo, los obispos deberán tener junto a sí, en sus habitaciones, a testigos de su modo de vida, para privar a los laicos de todo motivo de sospecha».

Y en el año 675, el sínodo de Braga prohibió terminantemente que un clérigo sin vigilante de confianza acompañara a una mujer, a excepción de su madre. Anteriormente aún se había tolerado la compañía de hermanas, hijas e incluso sobrinas; pues: «en relación a estas personas es un sacrilegio suponer algo distinto a lo fijado por la Naturaleza». El sínodo de Macón, en el 581, había extendido tal autorización hasta la abuela.

Así que llegó un momento en que los padres conciliares recelaban de todo el mundo. Entonces quedó prohibida la estancia en la casa del sacerdote de nietas, sobrinas, hijas, hermanas y madres —al principio, sólo en la Europa del sur, luego en Alemania y Francia, y finalmente en Inglaterra—, debido a que los religiosos se liaban con sus propios familiares, como reconoció el concilio de Maguncia en el año 888. Además, existía el peligro de que llegaran otras mujeres en compañía de las de la familia, reflexión que hacía el obispo de Soissons en el año 889. Pero si un clérigo tenía que ocuparse de sus mujeres, la cosa podía ocurrir lejos de casa. De ahí que se vigilara también la iglesia y sus alrededores; como exigía Regino de Prüm en su Instrucción para el control de los sacerdotes, escrita en el año 906 (por indicación del obispo Ratbodo de Tréveris), el visitador debía comprobar «si el sacerdote tiene alguna pequeña alcoba junto a la Iglesia» o «si hay puertas sospechosas en los alrededores»[146].

Para los sacerdotes casados: prisión perpetua

Pero evidentemente no todo era cuestión de prescripciones. Durante un milenio, se prefirió recurrir a todo tipo de medidas de presión: ayunos, multas, pérdida del cargo, excomunión, humillación pública, tortura, encarcelamientos temporales o a perpetuidad, pérdida de los derechos de herencia y esclavización. La observancia de —por emplear la expresión paulina— «los asuntos de Dios» tenía, como siempre, consecuencias desproporcionadas.

Con frecuencia los clérigos que tenían relaciones sexuales con sus mujeres —situación que los sínodos gustaban de motejar como «el regreso del perro a su vómito»— fueron castigados con la suspensión. Exceptuados algunos casos de restitución, el hecho comportaba la definitiva expulsión del estado clerical. Sin embargo, muy a menudo se optó por encerrar a los «incontinentes» en un convento, donde eran sometidos a ayunos, flagelaciones, encadenamientos y toda clase de vejaciones. (Solamente el encierro, sin necesidad de agravar el castigo, conducía muchas veces a la total aniquilación de la persona). E incluso algunos sacerdotes ordenados por la fuerza tenían que hacer penitencia en una cárcel «durante el resto de sus vidas» por haberse vuelto a reunir con sus mujeres.

El papa Zacarías, que a mediados del siglo VIII ordenó la cadena perpetua para los monjes y monjas que rompieran sus votos (supra), instigó a los galos y a los francos a que expulsaran a los clérigos casados, prometiéndoles: «así ningún pueblo se os resistirá, todos los pueblos paganos sucumbirán ante vosotros y seréis victoriosos y tendréis, además, vida eterna».

Posteriormente, las leyes eclesiásticas promulgadas en Inglaterra bajo el reinado de Edgar disponen que «si un sacerdote, monje o diácono tiene mujer legítima antes de haber sido consagrado, debe abandonarla antes de la ordenación. Si sigue yaciendo con ella, su penitencia será la misma que en caso de asesinato». ¡La religión del amor ponía ambas cosas al mismo nivel!

Los libri poenitentiales de aquel tiempo también se muestran muy duros hacia los «incontinentes». Los sacerdotes que se casaban debían expiar su pecado durante diez años —tres de los cuales a pan y agua—, eran castigados con la suspensión y la excomunión, rapados, metidos en un saco y encerrados en un convento para siempre. Si cometían adulterio, la condena consistía en diez años de penitencia, tres de ellos a pan y agua; por mantener relaciones sexuales con una religiosa la pena era de doce años, casi la mitad a pan y agua.

A mediados del siglo VIII, la Regula canonicorum de Crodegando impone al religioso que cometa «asesinato, fornicación o adulterio» —¡de nuevo valorados del mismo modo!—, en primer lugar, un castigo corporal; después pasa en la cárcel tanto tiempo como el obispo o su representante crean conveniente, sin que nadie pueda dirigirle la palabra o relacionarse con él sin permiso. Después de su liberación, tiene que cumplir penitencias y permanecer echado en el suelo, a la puerta de la iglesia, en las horas canónicas, hasta que todos los demás han entrado o salido. Esta regla del obispo de Metz fue tomada como ejemplo por la Iglesia francesa y rigió la vida del clero durante siglos.

Un poenitentiale ampliamente extendido en la Edad Media tardía, que es, según información de los propios católicos, «el más destacado documento a la hora de juzgar las prácticas penitenciales desde el Decreto de Graciano hasta el Concilio de Trento» ordena una pena de diez años para el religioso fornicador: en primer lugar, debe pasar tres meses encerrado, echado en el suelo y enfundado en un sayo disciplinario, recibiendo solamente —a excepción de los domingos y días de fiesta— algo de pan y agua por las noches. Pasado ese plazo es excarcelado, pero no puede mostrarse en público para no causar «escándalo» y todavía tiene que sobrevivir a base de pan y agua durante año y medio. Después, esta dieta queda reservada para los lunes, miércoles y viernes hasta finalizar el séptimo año, aunque los miércoles puede conmutar la penitencia por el rezo de un salterio o el pago de un denario. Finalmente, debe seguir ayunando los viernes hasta el final del décimo año, aunque puede ser restituido en su ministerio antes de esa fecha.

A menudo, los clérigos casados eran privados de todas sus propiedades e incluso asesinados —hasta bien entrada la época moderna—. Melanchton, uno de los principales colaboradores de Lutero, escribe que todavía «asesinan a sacerdotes honrados por causa de un piadoso matrimonio». El capítulo celebrado en Pressburg, en 1628, bajo la presidencia del arzobispo de Gran, condena a «prisión perpetua (…) a todos los que en el futuro osen casarse y a los que celebren ese matrimonio». Además se exhorta a los laicos a que no toleren la unión entre mujeres y sacerdotes y se recuerda a los señores terrestres su deber de «castigar, tanto en sus personas como en sus propiedades, a todos los que de un modo u otro hayan contribuido a ello». El sínodo de Osnabrück, en 1651, hace la siguiente admonición: «Visitaremos (…) día y noche las casas de los sospechosos y a las personas licenciosas las entregaremos al verdugo para que les imponga el estigma con un hierro al rojo, y si las autoridades son indolentes o negligentes, recibirán el castigo de nuestra mano». El obispo Ferdinando de Paderborn hizo ejecutar a un religioso a causa de su vida sexual casi al finalizar el siglo XVII.

En cambio, los «continentes» recibían la promesa del eterno consuelo, y hasta les eran reconocidos derechos especiales garantizados por el Estado, por ejemplo, el especial valor de sus testimonios ante los tribunales[147].

La mujer del sacerdote: azotada y vendida como esclava

Esta mujer era castigada bárbaramente, ya que, aunque estuviera legítimamente casada, le estaba terminantemente prohibido llevar vida matrimonial. Si tenía una relación extramatrimonial, cosa bastante lógica, su marido debía abandonarla. Si no lo hacía, era excomulgado, según prescribía ya el sínodo de Elvira. Incluso después de la muerte de un clérigo, a su viuda le estaba prohibido volverse a casar, bajo la amenaza de separación y excomunión tanto para ella como para el hombre que se atrevía a desposarla. El sínodo de Agde autorizaba la ordenación de un hombre casado sólo en el caso de que también su mujer se hiciera religiosa. Y el primer sínodo de Toledo, en el año 400, dispuso que «si la mujer de un clérigo ha pecado, su marido tiene derecho a custodiarla, atarla e imponerle ayuno, aunque no a matarla».

A las extraneas se las trataba aún más duramente. Si resultaban sospechosas, eran azotadas, desterradas o convertidas en esclavas. En España se introdujo el apaleamiento bajo el reinado de Recesvinto; y el Fuero Juzgo —código redactado por un sínodo de obispos— señalaba penas de cien azotes para cualquier mujer, casada o no, que tuviera relación sexual con un clérigo (el cual, a su vez, era internado en un monasterio-prisión).

En el año 653, el octavo «concilio santo» de Toledo supuso un punto culminante de la cultura eclesiástica; a diferencia de anteriores sínodos, prescribió que debían ser vendidas no sólo las mujeres sospechosas o con mala fama, sino ¡también la mujer legítima, cuando se descubría su «incontinencia»!

Desde ese momento, las relaciones del sacerdote con su mujer y sus otros amoríos, antes estrictamente diferenciados, son castigados del mismo modo. Es decir, cada vez interesaba menos si la unión era legítima o ilegítima. Con el tiempo, las relaciones matrimoniales son condenadas como fornicatio, «impureza», «suciedad», exactamente igual que las extramatrimoniales. Y por consiguiente, se identifican cada vez más a menudo los conceptos de «esposa» (uxor) y «concubina»; la palabra «uxor» llega a desaparecer por completo, y «concubina» designa al final a toda mujer con la que el sacerdote se acuesta, o sea, también a la mujer con la que el sacerdote está casado, muchas veces de acuerdo con el procedimiento eclesiástico.

A mediados del siglo XI, León XI convirtió en esclavas de su palacio a todas las mujeres que vivían con religiosos en Roma. Y el sínodo de Mein (1089), presidido por el papa Urbano II —el iniciador de la primera cruzada, que culminó con la matanza de casi 70.000 sarracenos en Jerusalén, ¡declarado santo en 1881!— ordenó, en caso de que el sacerdote no acabara con su matrimonio, la venta de la esposa como esclava por el poder temporal, al que de esta manera también se implicó en la cuestión del celibato. El arzobispo Manases II autorizó en 1099 al conde Roberto de Flandes a capturar a las mujeres de los clérigos excomulgados de todas sus diócesis. En Hungría y otros lugares se actuó de modo similar. «En todas partes, particularmente en Franconia, se pudieron ver escenas crueles: el fanatismo de los monjes mostró su horrible rostro; a los religiosos que no fueron capaces de abandonar a sus mujeres e hijos sólo les quedó la vida».

La Iglesia, desde España hasta Hungría e Inglaterra, siguió ordenando que las mujeres de los sacerdotes fueran vendidas, convertidas en esclavas, traspasadas a los obispos junto con todas sus propiedades, o desheredadas. Además, hasta la época moderna, impuso a las «concubinas notorias» el destierro, la privación de los sacramentos, el afeitado de cabeza —«públicamente, en la iglesia, un domingo o día festivo, en presencia del pueblo», como dispone el sínodo de Rúan, de 1231 (en la Edad Media la discriminación era tal que, de acuerdo con la vieja ley borgoñona, se mataba a un esclavo si le cortaba el cabello a una mujer libre)—; la iglesia amenazaba a la mujer del sacerdote con negarle el entierro, con arrojar su cuerpo al estercolero o, muchas veces, con entregarla al Estado, lo que con frecuencia acababa en destierro o prisión. En el siglo XVII, el obispo de Bamberg, Gottfried von Aschhausen, todavía apelaba al «poder temporal» «para que entre en las parroquias, encuentre a las concubinas, las azote públicamente y las arreste».

El destino de las mujeres que estaban unidas a sacerdotes, dentro o fuera del matrimonio, no preocupó a la Iglesia católica en lo más mínimo. Antes al contrario, arruinó las vidas de estas personas y sus familias sin el menor miramiento. Las inmensas cantidades de decretales y cánones conciliares no se ocupan de los derechos humanos de la mujer del obispo, negándole todo tipo de contacto con su pareja.

Para Pedro Damián, santo y Doctor de la Iglesia, las mujeres de los clérigos eran sólo cebos de Satanás, desechos del Paraíso, veneno del espíritu, espadas de las almas, lechetrezna para los sedientos, fuente de los pecados, principio de corrupción, lechuzas, mochuelos, lobas, sanguijuelas, rameras, fulanas, furcias y cenagales para puercas grasientas («volutabra porcorum pinquium»), entre otras comparaciones contenidas en una rabiosa y tronante parrafada dirigida al obispo Cuniberto de Turín.

Lamentablemente, no ha quedado rastro alguno de la mayoría de esas innumerables tragedias individuales de amor y amistad, repetidas de generación en generación[148].

Abelardo, Copérnico, Bochard

La más conocida de todas es el caso del teólogo Abelardo, que se enamoró y se casó con Eloísa, la sobrina del abad Fulberto, a la que había conocido durante las clases que daba en París, siendo posteriormente atacado y castrado por los parientes de ella, a instigación del abad.

No menos significativa es la historia de Nicolás Copérnico. Había recibido la ordenación sacerdotal y una canonjía en la catedral de Frauenburg. Su obispo y amigo de juventud, Dantiscus, le ordenó que se separara de una pariente lejana, Anna Schilling, con la que había vivido durante mucho tiempo. «Vuestra admonición, ilustrísimo señor» replicó el genio, que entonces tenía sesenta y tres años, «es lo suficientemente paternal, y más que paternal, lo admito y la acepto de corazón. En lo que atañe a la anterior instrucción sobre la misma cuestión, Ilustrísima, estaba lejos de mí el olvidarla. Yo tenía intención de actuar en consecuencia. Pese a que no fue fácil encontrar una persona apropiada entre mi parentela, no obstante, me propongo poner en orden dicho asunto antes de Pascua». Pero Copérnico siguió reuniéndose en secreto con Anna, hasta que, de nuevo bajo la presión del obispo, renunció también a estos encuentros, muriendo, solo y abandonado, cuatro años más tarde.

El caso del subdiácono Bochard es estremecedor. Era chantre en Laon y canónigo en Tournai, y tenía dos hijos de una noble, hermana de la condesa Juana de Flandes. Inocencio III —responsable de la masacre de los albigenses—, que consideraba el matrimonio de los clérigos «un lodazal» excomulgó a Bochard y ordenó al arzobispo de Reims que renovara el anatema cada domingo con repique de campanas y cirios encendidos, suspendiendo los oficios divinos donde quiera que estuviese Bochard hasta que abandonara a la mujer e hiciera penitencia. Bochard se sometió al castigo y pasó un año en Oriente peleando contra los «infieles». Pero cuando, de vuelta a casa, vio a su mujer y a sus hijos, dijo: «prefiero que me desuellen vivo a abandonaros». Poco después fue capturado en Gante y decapitado y su cabeza paseada por todas las ciudades de Flandes y Henaut: «y es que el hombre fue creado para el amor» como dice el actual Catecismo holandés.

Según el cisterciense Cesáreo de Heisterbach, en el siglo XIII la gran mayoría de los religiosos hacía vida matrimonial legítima o, según su expresión, «en concubinato». Eran responsables de familias con esposa e hijos. Sólo los remordimientos de conciencia atizados por los fanáticos sembraron la discordia. Se cita a la mujer de un sacerdote que, desesperada, se arrojó al homo encendido de una panadería[149].

Los hijos del sacerdote

Desde el final de la Antigüedad, los hijos e hijas de los clérigos, al igual que sus mujeres, fueron perdiendo sus derechos y tratados cada vez con más rigor. Ya en el año 655, el noveno sínodo de Toledo dictó que todos los hijos de sacerdotes «no sólo no deben heredar de sus padres o sus madres, sino que pasarán a ser esclavos de por vida de la iglesia en la que los padres que los engendraron tan deshonrosamente prestaban sus servicios» («sed etiam in servitutem eius ecclesiae decuius sacerdotis vel ministri ignominio nati sunt jure perenni manebunt»). Así que (en territorio visigodo) todo descendiente de religioso carecía de derechos sobre la herencia de sus padres y se convertía de por vida en un siervo de la Iglesia, con independencia de que su madre fuera libre o no.

En el siglo XI, el gran sínodo de Pavía hizo esclavizar de por vida a todos los hijos e hijas de sacerdotes, «hayan nacido de libres o siervas, de esposas o de concubinas». El concilio, dirigido personalmente por Benedicto VIII, adoptó la misma decisión: «Anatema para quien declare libres a los hijos de tales clérigos —que son esclavos de la Iglesia— sólo porque hayan nacido de mujeres libres; porque quien lo haga roba a la Iglesia. Ningún siervo de una iglesia, sea clérigo o laico, puede adquirir algo en nombre o por mediación de un hombre libre. Si lo hace, será azotado y encerrado hasta que la iglesia recupere los documentos de la transacción. El hombre libre que le haya ayudado tendrá que indemnizar completamente a la iglesia o ser maldito como un ladrón de iglesia. El juez o notario que haya extendido la escritura, será anatematizado». Para entender semejantes medidas, se tiene que comprender que en aquel tiempo la mayoría del bajo clero descendía de esclavos, es decir, que ni tenía propiedades ni podía hacer testamento. Cualquier cosa que esas personas adquirieran o ahorraran pertenecía íntegramente al obispo, el cual, por eso mismo, tenía un grandísimo interés en la nulidad de los matrimonios de los sacerdotes y aún más en la incapacidad de los hijos para heredar. Sin embargo, a los descendientes de esclavas de iglesia se les privó desde el principio del derecho a heredar. Estaban a la completa disposición de los prelados que, por tanto, no veían con malos ojos que un clérigo se uniera a una esclava. No obstante, ésta era la regla, debido a que la servidumbre era condición generalizada. Y, por consiguiente, los hijos se atribuían a la «peor parte», a la mujer esclava, convirtiéndose automáticamente en esclavos.

Por el contrario, si un religioso que no tenía la condición de hombre libre se casaba con una mujer libre, sus hijos eran considerados libres, se les reconocía la capacidad de poseer propiedades y de heredar, y quedaban protegidos por la leyes seculares. Toda una desgracia para la Madre Iglesia.

El papa Benedicto lamenta que «incluso los clérigos que pertenecen a la servidumbre de la Iglesia —si es que se les puede llamar clérigos—, como quiera que se ven privados por las leyes del derecho a tener mujer, engendran hijos de mujeres libres y evitan a las esclavas de las iglesias con el único propósito fraudulento de que los hijos engendrados de la mujer libre también puedan ser libres, de alguna manera». «¡0h, cielos y tierra!» lamenta el Papa, «éstos son quienes se alzan contra la Iglesia. La Iglesia no tiene peores enemigos. Nadie está más dispuesto a perseguir a la Iglesia y a Cristo. Mientras los hijos de siervos conserven su libertad, como falazmente pretenden, la Iglesia perderá ambas cosas, los siervos y los bienes. Así es como la Iglesia, antaño tan rica, se ha empobrecido».

Exactamente en esto consiste el problema. No hay peor enemigo del papa que quien reduce su patrimonio. Pues el patrimonio garantiza poder, el poder, dominio feudal, y el dominio feudal lo es todo. Después de comparar a los clérigos desobedientes con los caballos y los cerdos de Epicuro, y de aducir, como prueba de la peor de las corrupciones, que su desenfreno no era discreto («caute») sino público («publice») —¡muy típico!—, el Vicario de Cristo dispone: «todos los hijos e hijas de clérigos, hayan sido engendrados por una esclava o por una mujer libre, por la esposa o por la concubina —pues en ninguno de esos casos está permitido, ni lo estuvo (!), ni lo estará—, serán esclavos de la Iglesia por toda la eternidad» (serví suae erunt ecclesiae in saecula saeculorum).

Las decisiones de Pavía fueron declaradas vinculantes también para Alemania en el sínodo de Goslar, en 1019, cuando el piadoso emperador Enrique II —coronado por el Papa (y a quien todavía hoy se venera en Bamberg)— las elevó al rango de leyes imperiales, agravándolas. De manera que los jueces que declararan libres a los hijos de sacerdotes serían privados de su patrimonio y desterrados de por vida, las madres de esos hijos serían azotadas en el mercado y también desterradas, los notarios que levantaran un acta de libre nacimiento o algún documento similar perderían su mano derecha… ¡Enrique el Santo!

Por el contrario, una ley siciliana de Federico II, el gran librepensador y rival del papa, reconocía expresamente a los hijos de los sacerdotes el derecho a heredar. Y en España, a partir del siglo IX, en el momento en que se extendía el concubinato —la barraganería— entre el clero, paralelamente al florecimiento de la cultura árabe, los hijos de esta clase de uniones estables fueron, en general, considerados como libres hasta el siglo XIII. Llegado el caso, podían heredar de sus padres y acceder al mismo empleo eclesiástico que hubiera tenido su progenitor.

Sin embargo, una fuerte reacción dio comienzo en España a partir del quinto concilio lateranense, en 1215, en el momento en que aumentaba el centralismo papal y la Reconquista progresaba. En 1228, el primer sínodo de Valladolid, celebrado bajo la dirección de un legado papal, declaró que ningún hijo de clérigo nacido con posterioridad al quinto concilio lateranense podría heredar de su padre, quedando asimismo excluido del estado religioso. Y si durante toda la Edad Media se siguió atacando a los hijos de los sacerdotes, sin establecer diferencias por su origen legítimo o ilegítimo, el derecho civil permitió incluir a sus nietos y perjudicar, en general, a toda su descendencia.

En cambio, al mismo tiempo se negaba a la Iglesia el derecho a heredar; es lo que ocurría en Suecia, suscitando las quejas de Roma a propósito de la «salvaje brutalidad del pueblo sueco» (según el papa Honorio III, aquel infatigable promotor de cruzadas).

La Iglesia católica llegó al extremo de impedir toda relación familiar y humana entre los clérigos y sus hijos. Prohibió que los hijos e hijas permanecieran al lado de su padre y fueran educados en el hogar, prohibió a los religiosos que participaran en la elección de cónyuge, en la boda o en el entierro de sus hijos y nietos. Prohibió que una de sus hijas pudiera casarse con otro sacerdote o con uno de los hijos de éste. Y tampoco le estaba permitido a ningún laico casarse con la hija de un clérigo. A mediados del siglo XVI, el concilio de Trento declaró que el hijo de un sacerdote no podía acceder a la prebenda de su padre y que la renuncia de éste en beneficio de su hijo era nula. En 1567 se ordenó poner fin a la costumbre de enterrar en el mismo lugar a los sacerdotes y a sus hijos; asimismo, en las tumbas de los clérigos habría que eliminar cualquier referencia a sus hijos. En el siglo XVII el sínodo de Turnau ordenó la humillación pública de los hijos e hijas de sacerdotes y el encarcelamiento de estos últimos[150].

«Esta apuesta por (…) la delicadeza»

A la vista de semejante serie de inauditas barbaridades, hay que ser un teólogo católico para poder escribir: «Aún hoy es digna de consideración esta apuesta por la prudencia y la firmeza, por la comprensión y la delicadeza». Y el papa Juan XXIII se permitía incluir todo esto entre las realizaciones «gloriosas» de la Iglesia.

Claro que otros apologistas aceptan que, en la cuestión del celibato, los sínodos y los papas fueron «implacables», «despiadados» e «intolerantes»; los disculpan o los justifican, pero reconociendo que el hombre medieval era «mucho más rígido», que se había «acostumbrado a una cierta dureza en las cuestiones amorosas», lo cual es verdad… porque se había acostumbrado a la Iglesia. ¡El espíritu de la época era el espíritu de la Iglesia! ¿O es que su dominio no era entonces mayor que en cualquier otro momento anterior o posterior? Educaba a la juventud. Imponía a la moral su impronta característica. A menudo, influía decisivamente en los príncipes seculares. También participaba en la jurisdicción del Estado. En Alemania, una de cada nueve personas había recibido las órdenes sagradas. Una tercera parte del suelo europeo era propiedad eclesiástica. Y todo el mundo conocía… el Evangelio del Amor.

El aluvión de decretos, sanciones y penas, que duró siglos, nunca pudo modificar sustancialmente las circunstancias de la vida del clero. Durante todo el primer milenio, el matrimonio o el concubinato fueron prácticas extendidas entre los sacerdotes. El papado «renovado» actuó contra ellas recurriendo al terror, apoyado por dos monjes influyentes, los benedictinos P. Damián y Hildebrando, que alcanzó la sede pontificia como Gregorio VII. «Ambos personalizaron el ideal de la reforma de Cluny».

«(…) Hasta la total aniquilación»

El fanático P. Damián (1007-1072), consejero de varios papas, cardenal, santo y Doctor de la Iglesia, atacó incansablemente el matrimonio de los clérigos, «la unión maldita», «esa peste ignominiosa». Hizo invocaciones de todo tipo, tocó a rebato, intrigó, arremetió contra potentados religiosos y seculares, escribió libros y ensayos, viajó, apareció en sínodos, conjuró a los papas Gregorio VI, León IX y Nicolás II.

«El vicio contra natura se introduce entre nosotros como un tumor», decía instigadoramente, «hace estragos en el redil de Cristo como una bestia sedienta de sangre». Y como la «dulzura indiferente sólo provoca, sin duda, la ira de Dios» prefirió hacer el primer movimiento y anticiparse a la «espada de la cólera divina», siguiendo en esto la antigua praxis sacerdotal. «¿Es que voy a contemplar las heridas del alma renunciando a su cura mediante el cuchillo de la palabra?» ¡Dios no lo quiera! Así que enardeció al populacho milanos, la Pataria (infra), contra el clero del lugar, a fin de sumar el cuchillo de la chusma al de la palabra. Y como las tronantes parrafadas de Damián dejaban frío a más de uno, por ejemplo al influyente obispo de Turín —«pese a las diversas y excelentes virtudes de las que tu santidad está adornada, hay algo en ella, reverendo padre, que me disgusta sobre manera (…)»—, el fraile emplazó a la condesa Adelaida —una mujer («pues el pecho femenino está gobernado por una energía viril») completamente manipulada por los monjes— a perseguir, en unión de los obispos, a los religiosos, cuyas mujeres, según Damián, sólo podían ser calificadas de concubinas o rameras. La tarea debería continuar «hasta la total aniquilación» (usque ad intemecionem), lo cual alegraría mucho a Dios, de acuerdo con la doctrina del santo y doctor de la Iglesia. Y aunque los pastores se mostraran indiferentes, Adelaida en persona se encargaría de exterminar a los sacerdotes inmorales.

Los papas no pudieron sustraerse a la influencia de monjes fanáticos como Pedro Damián y Hildebrando. Desde ese momento, se exigió no sólo la continencia, sino también la separación, y se declaró que los clérigos no podrían contraer matrimonio.

León IX (1049-1054), un alemán que, en cierto modo, fue el iniciador del movimiento por el celibato de la Reforma Gregoriana, ordenó que los sacerdotes abandonaran a sus mujeres, so pena de pérdida de prebendas y suspensión de oficio con carácter permanente. El mismo León IX, el francés Nicolás II (1059-1061) y el italiano Alejandro II (1061-1073) prohibieron, además, a los fieles que asistieran a las misas oficiadas por un concubinario notorio; en cambio, la iglesia de la Antigüedad había amenazado con el destierro ¡a todo aquel que no quisiera oír la misa celebrada por un sacerdote casado! (supra). Alejandro II llegó al extremo de instigar a los fieles para que persiguieran a los religiosos casados «hasta el derramamiento de sangre», después de lo cual dio comienzo una cacería en toda regla[151].

Doce años de guerra por el celibato en Milán

Milán se convirtió en el campo de pruebas para las campañas en favor del celibato. Su metropolitano, como casi todos los prelados de la Italia septentrional, se oponía a Roma y a la Reforma, y, puesto que su iglesia, apoyada en la vieja tradición ambrosiana, aspiraba desde hacía mucho tiempo a una sólida autonomía, compitiendo de forma peligrosa con la Curia, los papas se sirvieron de la Pataria, los jornaleros, traperos y muleros milaneses, enemigos naturales de un clero en muchos casos emparentado con la nobleza y que ejercía sobre ellos un dominio absoluto.

Fueron ante todo monjes quienes actuaron como líderes de la masa utilizada por los papas: Arialdo —espantosamente mutilado y asesinado por dos clérigos, poco después declarado santo y manir—, Landulfo —para quien las iglesias de los sacerdotes casados eran «establos» y los oficios que celebraban «mierdas de perro» (canina stercora)— o Eriembaldo, caudillo de los rebeldes recién llegado de Tierra Santa, un «soldado de Cristo» extremadamente enérgico —como luego dijo Gregorio VII— cuya esposa había estado liada con un cura.

En 1063, el papa Alejandro II dio la señal de comienzo para la «guerra civil declarada» y, a continuación, el populacho enardecido, acompañado de hatajos de frailes iracundos, expulsó a los religiosos casados de sus iglesias. Los fueron a buscar ante los mismos altares, los apalearon o los mataron, junto con sus mujeres e hijos. Incluso destruyeron el palacio arzobispal, y el arzobispo Guido pudo huir a duras penas, medio desnudo, después de haber sido maltratado. Los asaltos y los asesinatos se sucedieron a diario.

Y hasta los más inocentes fueron desplumados cuando Eriembaldo, que fue acuchillado en 1075 en medio de una calle de Milán, dio permiso a su ejército de obreros y parias codiciosos para que se incautara de los bienes de todo clérigo que no jurara continencia sobre unos Evangelios y ante doce testigos. Por la noche y en secreto, escondían vestidos de mujer en las casas de los sacerdotes, luego las asaltaban y exhibían las ropas encontradas como prueba de la cohabitación. Bastaba esto para justificar el expolio.

En 1065, en el curso de una discusión entre ambos partidos, el presbítero Andrés subrayó inútilmente que, prohibiendo a los religiosos que tuvieran una sola mujer, la mujer legítima, se les empujaba en brazos de cien prostitutas y mil adulterios. Inútilmente, señaló a clérigos del entorno de Amaldo que, aunque habían abandonado a sus mujeres como hipócrita demostración de castidad, habían sido marcados a fuego a causa de su atroz lujuria… «Te horrorizarían los enfrentamientos civiles, los homicidios, los perjurios indescriptibles, la cantidad de niños (hijos de sacerdotes) sin bautizar estrangulados, muchos de cuyos restos no fueron encontrados hasta hace poco, durante la limpieza de un depósito de agua». La guerra civil asoló Milán hasta 1075.

Y todavía bajo el papado de Alejandro II, el sínodo de Gerona, celebrado en 1068 bajo la dirección de sus delegados, decidió que «desde el subdiácono hasta el sacerdote, quien tenga mujer o concubina dejará de ser clérigo, perderá todos sus beneficios eclesiásticos y en la iglesia estará por debajo de los laicos. Si desobedecen, ningún cristiano les saludará, ni comerá con ellos, ni rezará con ellos en la iglesia; si enferman, no serán visitados, y si mueren sin penitencia ni comunión, no serán enterrados»[152].

Gregorio VII: «Maldito el hombre que priva a su espada de sangre»

El sucesor de Alejandro II —con el nombre de Gregorio VII (1073-1085)— fue Hildebrando —un hombre a quien Lutero llamó «Hollebrand» (hoguera del infierno), y el mismo Damián, «San Satanás»—, que desempeñó en la querella sobre el celibato un papel protagonista. Aunque, expresamente, no llegó a declarar nulos los matrimonios de los sacerdotes, prohibió en 1074 que los religiosos tuvieran esposa o vivieran en compañía de alguna mujer, amenazándoles, en caso de desobediencia, con la privación ab officio y ab beneficio y negando a los «incontinentes» hasta la entrada en la iglesia.

En realidad, Gregorio VII no aportó ninguna innovación en lo fundamental, ni en los temas, ni en las castigos. Lo único nuevo fue la dureza con la que trató de poner en vigor unas leyes que ya existían pero que habitualmente no eran cumplidas; también era nueva la intolerancia con la que arruinó la imagen de los sacerdotes casados, convirtiéndolos a todos en «concubinarios». Incluso llegó a injuriar a la mujer de un obispo, tratándola de «vaca», una vaca a la que el obispo había «montado» hasta que se había «librado» de ella.

Las acciones de Gregorio no se detenían ante nada. Condenaba todo aquello que no se ajustaba a su modo de pensar, conjuraba tanto a individuos como a pueblos enteros, escribía a parroquias, príncipes, obispos y abades. Enviaba a todas partes a sus legados, bien provistos de suspensiones y anatemas; y hay que recordar que en aquel momento la excomunión era, precisamente, el castigo más temido, porque, de acuerdo con las creencias de la época, suponía excluir a la persona no sólo de la vida terrenal, sino también de la vida celestial, arrojándola directamente al infierno, cosa que también le ocurría a aquel que, por compasión, se hacía cargo del excomulgado.

Dado que, a menudo, el Papa no se sentía seguro de sus propios prelados —algunos obispos, como el de Reims y el de Bamberg, fueron destituidos—, no se limitó a poner en pie de guerra a los gobernantes, sino que también amotinó a las masas, de las que esperaba un «efecto saludable». Liberándolas de toda obediencia, declaró que la bendición de un clérigo casado se convertía en maldición y su oración en pecado, con lo cual muchos dejaron de asistir a las misas de los «servidores del diablo y de los ídolos», se negaban a recibir sus sacramentos, sustituían los óleos y el crisma por cera de oídos, bautizaban ellos mismos a sus hijos, derramaban por el suelo la «Sangre del Señor», pisoteaban su «Cuerpo» y ni siquiera querían dejarse sepultar por semejantes «paganos».

Gregorio aprobaba cualquier medio, incluso el asesinato, con tal de alcanzar sus objetivos. En este sentido, le reconocía al obispo Burckhard de Halberstadt que no dejaba de pensar en aquella cita de Jeremías, 48, 10: «¡Maldito el hombre que priva a su espada de sangre!». ¡Matar a determinados clérigos no era un crimen, pero sí lo era que éstos amaran a sus esposas![153].

«(…) Escupida por el infierno»

Entonces el clero se rebeló. Creía que las órdenes hildebrandenses eran contrarias a la Biblia y a la tradición, las calificaba de necias, peligrosas e innecesarias: una herejía, en una palabra, que abría las puertas de par en par al perjurio y al adulterio. «Sólo un mentecato» escribió Lamberto de Hersfeid, «puede obligar a las personas a vivir como ángeles». Y el escolástico Wenrich de Tréveris informaba al mismo Gregorio VII: «Cada vez que anuncio vuestras órdenes, dicen que esa ley ha sido escupida por el infierno, que la estupidez la ha difundido y que la locura intenta consolidarla».

Pero la polémica no se condujo por derroteros meramente literarios. El obispo Enrique de Chur, el arzobispo Juan de Rúan y Sigfrido de Maguncia, así como diversos emisarios papales, estuvieron a punto de ser linchados por los religiosos. El obispo Aitmann, al que hubieran querido «despedazar con sus propias manos», tuvo que huir de Passau para siempre, y parece que un emisario gregoriano fue quemado vivo en Cambrai en 1077.

Los excesos de los apóstoles del celibato fueron mucho mayores. «Los clérigos», informa el obispo de Gembloux, «son expuestos al escarnio público en medio de la calle; en el lugar de la exhibición les recibe un griterío salvaje, les atacan incluso. Algunos han perdido todos sus bienes. Otros han sido mutilados (…) A otros les han degollado después de larga tortura, y su sangre clama venganza al Cielo». De hecho, las armas fueron nuevamente empuñadas, se luchó en las mismas iglesias (¡fregadas después con agua bendita!). Hubo religiosos que fueron asesinados mientras oficiaban y sus mujeres fueron violadas sobre los altares. Para resumir, en Cremona, en Pavía o en Padua ocurrió lo mismo que en Milán; los tumultos se repitieron en Alemania, Francia y España. Hubo tal caos que la gente esperaba el fin del mundo. Cuentan las crónicas que en tomo a 1212 el obispo de Estrasburgo hizo quemar a cerca de un centenar de personas del partido contrario al celibato.

El sínodo pisano de 1135 dio algo así como el paso definitivo en la institucionalización de lo antinatural. Con la presencia del papa Inocencio II y de muchos obispos y abades de Italia, España, Francia y Alemania, decidió declarar nulos los matrimonios contraídos por sacerdotes. Algo completamente nuevo; anteriormente se había optado por la disuasión, pero nunca se había puesto en duda la validez de aquéllos. Poco después, el segundo concilio lateranense, celebrado en 1139 bajo la presidencia de Inocencio III, proclamó que todos los matrimonios contraídos por clérigos eran nulos y, por consiguiente, los hijos nacidos de ellos serian considerados naturales e ilegítimos. Con ello se reforzaba y, en cierto modo, se consumaba la ley gregoriana del celibato. El decreto conciliar fue confirmado por los papas Alejandro III (en 1180) y Celestino m (en 1198). Ahora, la obligación del religioso ya no era la continencia em el matrimonio, sino la soltería, ni más ni menos[154].

Concubinas y «canon prostitucional» en lugar de la esposa

Pese al triunfo del celibato en el siglo XII, la praxis siguió siendo completamente anticelibataria… con la única diferencia de que ahora los sacerdotes, con frecuencia, tenían verdaderas concubinas u otro tipo de uniones. Por eso, las campañas en favor del celibato continuaron a lo largo de toda la Edad Media.

En este contexto, se fue introduciendo la costumbre de castigar a los clérigos que hacían vida marital con multas, sobre todo privándoles de sus ingresos. Puesto que se trataba de mantener al sacerdote, y no a su familia o a sus familiares, la transmisión hereditaria de las prebendas no se podía ni tomar en consideración.

Bajo el papado de León IX, la cohabitación con una mujer les acarreaba a los clérigos (degradados) una pena monetaria; con Nicolás II y Alejandro II, la cohabitación con la propia mujer suponía la pérdida de todos las rentas del beneficio eclesiástico. El sínodo de Londres, en 1108, legaba a los obispos todos los bienes muebles de los sacerdotes que no se enmendaran, y también a sus mujeres. El sínodo de Valladolid, celebrado bajo la presidencia de un cardenal delegado por el papa Juan XXII (un político con unas preocupaciones recaudadoras escandalosas, que dejó una herencia de casi cuarenta y cinco millones de marcos, al cambio actual), decidió en 1322 que el clérigo que no abandonara a su concubina en el plazo de los dos meses siguientes perdería un tercio de sus rentas; si dejaba pasar dos meses más, otro tercio; y, al acabar el tercer plazo de dos meses, se quedaría sin nada. Las penas eran aún más severas para los sacerdotes que convivieran con alguna mujer no cristiana —una mora o una judía—.

Esta clase de decretos se suceden ininterrumpidamente hasta la edad moderna, aunque, ciertamente, a menudo no se tomaban tan en serio. Al contrario. Muchos prelados permitieron el concubinato de los clérigos; las multas que comportaba representaban una tentadora fuente de ingresos. Los concilios prohibieron a los obispos conceder dispensas a cambio de un «canon prostitucional». Pero se prefirió hacer la vista gorda, consintiendo la cohabitación a cambio de determinados tributos; esta práctica se consolidó, incluso, en el extremo septentrional del continente, en Islandia, donde cualquier sacerdote podía vivir amancebado con tal de pagar entre ocho y doce táleros por cada hijo que tuviera —costumbre alterada sólo de vez en cuando por algún aumento en el tributo—.

«Los curas castos no son de provecho para el Obispo (…)»

Pero el negocio de los prelados no se detuvo ahí. En 1520, las Cien Reclamaciones de la Nación Alemana registran: «asimismo, en muchos lugares, los obispos y sus oficiales no sólo consienten el concubinato de los sacerdotes, siempre que se paga una cierta suma de dinero, sino que incluso coaccionan a los sacerdotes castos, a los que viven sin concubina, para que devenguen el canon por concubinato, aduciendo que el obispo necesita el dinero; con tal de que lo pague, es asunto del sacerdote si permanece casto o tiene alguna concubina».

Estas extorsiones fueron una plaga de tal magnitud que, como cuenta Agripa de Nettesheim, se impuso la idea de que uno «debía pagar dinero por la concubina, la tuviera o no, y podía tenerla si quería». O, según otra versión: «si no tienes una concubina, coge una, porque el obispo quiere dinero». O: «los curas castos no son de provecho para el obispo; son, incluso, sus enemigos». Por lo demás, tampoco los pobres eran de provecho para la Iglesia. «Que quede claro (!) que esta clase de mercedes y dispensas no les sean otorgadas a los pobres, porque éstos no pagan; y por tanto no pueden ser consolados». Los pobres tienen su recompensa en el cielo. ¡Que quede claro!

Puede que fuera en Noruega e Islandia donde esta peculiar cura de almas llegó a su extremo; allí, los obispos (que siempre hacían las visitas pastorales acompañados de sus amantes) terminaron por exigir a los sacerdotes que vivían solos una suma dos veces mayor que la que pagaban los que vivían con su esposa o su amante, al considerar a los primeros como «transgresores de la costumbre paterna»[155].

El ataque de los protestantes

Los reformadores denunciaron duramente la práctica del «canon prostitucional». Así por ejemplo, en el curso de una discusión con el vicario general del obispo de Constanza, que tuvo lugar en el ayuntamiento de Zurich en 1523, Zwinglio consiguió hacer prevalecer su punto de vista:

«que no conocía nada más escandaloso que prohibir casarse a los curas y, en cambio, venderles el permiso de tener mancebas».

Un año antes, Zwinglio ya había escrito al obispo Hugo de Landenberg lo siguiente: «si quisiéramos entregamos al placer de la carne, más nos valdría renunciar a tomar esposa. Ya sabemos cuantos cuidados, preocupaciones y fatigas conlleva el matrimonio». La respuesta del obispo fue aumentar en un florín la multa que todo sacerdote debía pagar por cada hijo.

Un comentario de algunos amigos de Zwinglio aclara por qué el obispo no podía soportar la idea de «que los curas tomen esposa. Sus ingresos anuales sufrirían una gran pérdida. Cada año nacerán en el obispado de Constanza unos mil quinientos hijos de curas; (…) a cinco florines por cada uno, hacen un total de siete mil quinientos florines», (A modo de comparación: la renta anual de un beneficio de tipo medio ascendía a unos cuarenta florines.) Zwinglio informa que «también hay que pagarle ¿al obispo? por las concubinas (…) Uno tiene que soltar el dinero tenga o no tenga concubina (…) Si alguien se acuesta con una muchacha pura, la cosa cuesta dieciséis florines de multa». (Aproximadamente el precio de dos bueyes de calidad.) «(…) Hasta las monjas y beguinas tienen su tasa correspondiente (…) Si se quiere bautizar a un bastardo, también cuesta dinero, y también si se quiere legitimarlo» etcétera.

Los protestantes rechazaron el celibato casi desde el primer momento, adoptando posturas personales consecuentes. Zwinglio se casó por primera vez en 1524, Lutero en 1525 y, finalmente, lo hizo Calvino que, pese a no ser ni sacerdote ni monje, era el más mojigato de todos.

Lutero, para quien hasta un perro o una cerda podían someterse a las prácticas para preservar la castidad —ayunos, lechos sobre tabla y similares—, que declaraba que nada hería más a sus oídos que las palabras monja, fraile o sacerdote y que consideraba el matrimonio como un paraíso, por mucha miseria que padecieran los casados, empleó toda su vehemencia en dinamitar la prohibición del matrimonio sacerdotal o, como dice Scherr, «la celda del celibato, resultado de juntar lo antinatural con la desgracia, el libertinaje y el crimen». Y aunque pueda ser exagerada la afirmación del Reformador de que «apenas hay en el mundo algo más abominable que lo que llamamos celibato» hay otra sentencia suya que da en el blanco: «ni los prostíbulos, ni cualquier otra forma de provocar a los sentidos, nada hay más dañino que estos mandamientos y votos ideados por el Diablo»[156].

El concilio reniega de todo movimiento contrario al celibato

A despecho de todos los ataques exteriores e internos, el catolicismo se mantuvo firme en su posición favorable al celibato y a la profesión de los votos. Después de las batallas que, siguiendo la reacción anticelibataria de los siglos XIII y XIV, tuvieron lugar en los concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-1439), durante los cuales, y con el apoyo del emperador Segismundo, se intentó sin resultados que se autorizara, al menos, el matrimonio de los clérigos seculares, se redoblaron los esfuerzos en él concilio de Trente, esfuerzos que, aunque favorecidos por algunos soberanos, cosecharon idéntico resultado. Tras largas deliberaciones, el 11 de noviembre de 1563 se votó finalmente contra el matrimonio sacerdotal, anatematizando, nudis verbis, a todo aquel que lo defendiera.

En lo sucesivo, el matrimonio de los clérigos fue declarado «abominable» y las transmisiones hereditarias a sus descendientes fueron consideradas una «gran impiedad» y un «gran crimen», por lo que se siguieron repitiendo las amenazas de excomunión y privación de enterramiento eclesiástico para los religiosos que contravinieran las normas, y se impuso a los visitadores indulgentes los mismos castigos que se negaban a imponer. Por supuesto, se renovó la negativa a que los sacerdotes vivieran con sus queridas o con otras damas sospechosas, encomendándose a los prelados la tarea de castigar las infracciones sin juicio alguno («sine strepitu et figura judicii»).

Pero si era un obispo el infractor, primero debía ser amonestado por un sínodo provincial; si no se enmendaba, sería suspendido, y sólo si continuaba fornicando debía ser denunciado ante el Santo Padre, el cual, dependiendo del grado de culpabilidad, podía castigarle, en caso necesario, con la pérdida de las prebendas. De manera que mientras a un religioso común y corriente se le liquidaba «sin juicio alguno» llama la atención el miramiento con el que se trataba a los prelados, a quienes, en el peor de los casos y después de toda clase de amonestaciones, se castigaba económicamente… «en caso necesario».

La batalla contra el celibato en la Edad Moderna

Después del Concilio de Trento, el emperador Femando I, el conde Alberto de Baviera y, finalmente, el hijo de Fernando, Maximiliano II, abogaron por que se dispensara a los clérigos seculares de la prohibición de contraer matrimonio. Pero el papado mantuvo implacablemente sus puntos de vista, tanto en ese momento como más adelante, en los siglos XVII y XVIII, cuando los ataques vinieron de fuera, de los círculos ilustrados; de esos «depravadísimos filósofos» (perditissimi philosophi), como los calificó Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos, de 1832, queriendo definir así a algunos de los pensadores más destacados de su siglo —y no sólo de su siglo—, cuando, en realidad, no se definía más que a sí mismo… Cosa, por lo demás, totalmente innecesaria, porque a un papa ya lo define sobradamente su cargo (lo mismo que a un obispo).

El 13 de febrero de 1790 la Asamblea Nacional francesa disolvió las órdenes religiosas, prohibió los hábitos y declaró que los votos eran irracionales y las personas libres. Asimismo, la legislación sobre celibato dejó de estar vigente en Francia al ser derogada por el código napoleónico.

Y, debido a la cantidad de clérigos que se apresuraron a contraer matrimonio —alrededor de dos mil (y quinientas monjas) según investigaciones rigurosas—, el papa Pío VII reconoció estos enlaces en 1801, concesión equivalente a las que ya anteriormente habían hecho Julio III —respecto a los religiosos ingleses, a quienes se había otorgado la dispensa de su voto— e incluso Inocencio III, en plena Edad Media —respecto al clero oriental—. Siempre que es necesario, la oportunidad se convierte en la ley suprema de Roma.

Bajo el influjo de Francia, la batalla en favor del matrimonio de los sacerdotes se reanudó también en Alemania a comienzos del siglo XIX. El vicario general de Constanza, Von Wessenberg (1774-1860), fuertemente influido por la Ilustración, concedió a numerosos clérigos la dispensa del voto de castidad; aunque llegó a ser proclamado obispo, el Papa no le reconoció como tal y, finalmente, fue excomulgado.

En Friburgo, un grupo de abogados, jueces y profesores, entre ellos, el teólogo Reichlin-Meldegg, redactó un Memorial para la abolición del celibato enviado al arzobispo en demanda de solidaridad. Pero éste solicitó al Gran Duque la separación de Reichlin de su cátedra, aduciendo que el erudito «trataba la historia de la Iglesia y las Sagradas Escrituras del modo más indigno, extrayendo de ellas deslices que todos nosotros hemos desaprobado desde hace mucho tiempo, exponiéndolos del modo más ignominioso, ofensivo para cualquier oído puro». ¡Muy bonito!

Se formaron asociaciones contra el celibato en otras muchas diócesis alemanas, aunque fueron suprimidas bajo la acusación de «antieclesiásticas» o «perturbadoras y revolucionarias»; incluso se recomendó a «estos lascivos camaradas» que se pasaran al protestantismo. Sólo la Iglesia de los Católicos Viejos, que renegó de Roma después del primer Concilio Vaticano, autorizó el matrimonio de sus sacerdotes[157].

De los hermanos Theiner al Papa Pablo

Pero, en aquel momento, la oposición al celibato encontró su más relevante expresión literaria en el libro de los hermanos Johann Antón y Augustin Theiner, La introducción del celibato forzoso de los religiosos cristianos y sus consecuencias, una importantísima obra en tres volúmenes, consistente, ante todo, en una enumeración de hechos, cuya influencia se extiende hasta nuestros días. La Iglesia católica se ha dedicado a acaparar la mayoría de los ejemplares y destruirlos. A Antón Theiner se le separó de su cátedra y ejerció de párroco rural hasta que, medio muerto de hambre, obtuvo el puesto de secretario de la universidad de Breslau, donde acabó sus días. Su hermano menor, Augustin («he pasado más de treinta años, la mejor época de mi vida, al servicio de Roma y de su curia. Los jesuitas no se arredran ante ningún acto de fuerza, ante ninguna violencia»), se reconcilió con la Iglesia, convirtiéndose en prefecto del Archivo Vaticano No obstante, cuando, durante la celebración del primer Concilio Vaticano, se difundió la sospecha de que proporcionaba materiales históricos a algunos obispos levantiscos, perdió su puesto e incluso se tapió la puerta que comunicaba su vivienda con el archivo.

A finales del siglo pasado hubo algunas corrientes contrarias al celibato implantadas, sobre todo, en Francia y en Sudamérica. A comienzos del siglo XX se produjo una rebelión del clero de Bohemia. El libelo de Vogrinec Nostra máxima culpa fue prohibido por los obispos. En el sur de Alemania circuló el escrito de Merten La esclavitud de los religiosos católicos. ¿No es curioso que los mismos teólogos católicos desaconsejen los estudios de teología, que adviertan insistentemente de su peligrosidad? ¿No es curioso que les griten a los padres: «alejad a vuestros hijos del sacerdocio»? ¿O que supliquen a los chavales: «estudiantes, yo os digo rotundamente que no vengáis»; «y vosotros, que estáis al comienzo de la prisión, marchaos sin el menor remordimiento»?

En 1959, el dominico Spiazzi provocó un auténtico escándalo cuando, con la mirada puesta en el inminente Concilio Vaticano II, criticó el celibato —«con extrema prudencia»—. Poco después, Juan XXIII proclamó que el tema estaba fuera de discusión. Durante el Concilio, se dio instrucción expresa de evitar un debate oficial sobre el celibato, pero hubo varios pronunciamientos en favor de mantenerlo. En 1965, Pablo VI no dejó lugar a dudas sobre su propósito: «no sólo conservar esta antigua y santa ley con todas nuestras fuerzas, sino reforzar su sentido» —entre otros recursos, con una promesa solemne de celibato, un rito completamente nuevo que comprometería aún más a los candidatos y aumentaría sus escrúpulos—.

El Decreto sobre el Ministerio y la Vida de los Sacerdotes, que en su tiempo fue muy elogiado, constata que el celibato no es una exigencia derivada de la naturaleza del sacerdocio (es sólo un aspecto del derecho canónico positivo, y existe la posibilidad de su supresión definitiva), pero sí es muy deseable para que «el religioso tenga menos dificultades a la hora de consagrarse a Dios con todo su corazón». Repetidamente se emplean las expresiones «más fácilmente», «más libremente», «con menos obstáculos», «en mejor disposición». El poder es lo que cuenta; ya no se dice ni una palabra de la motivación antisexual, de la «impureza ritual», de la «locura de tocar al mismo tiempo, en el sacrificio de la misa, el cuerpo de una ramera y el purísimo cuerpo de Cristo», por emplear la vehemente frase de Gregorio VII. Eso es lo que había funcionado durante siglos. ¿Pero quién cree ya en ello? Así que ¡al cajón! (Muy pronto hasta los dogmas se decidirán por procedimientos demoscópicos; pues quien quiere conservar el poder no puede perder a las masas.)

En 1967, Pablo VI volvía a confirmar en su encíclica Sacerdotalis coelibatus la posición tradicional; pese a la «preocupante falta» de sacerdotes, lo que, en todo caso y a juzgar por las cartas pastorales, parece que intensificó las discusiones. Se produjo una oleada mundial de protestas. Miles de sacerdotes dejaron de oficiar o colgaron los hábitos definitivamente, pese a las discriminaciones públicas y a las fuertes presiones psicológicas que una decisión de esta clase acarrea todavía en la actualidad. Renombrados teólogos se rebelaron. En Holanda, algunos seminaristas le negaron al «obispo de Roma» el derecho a ocuparse de asuntos ajenos a su diócesis. «La Iglesia de Roma parece un manicomio». Pero hoy en día, para la mayoría de los laicos la «dignidad» de los religiosos es menos importante que su existencia humana. Incluso en la católica Baviera dos tercios de los ciudadanos están a favor de la abolición del celibato, porcentaje que se eleva a los cuatro quintos en el resto del territorio federal[158].

¿«Crisis del celibato» o agonía del cristianismo?

No obstante, la «crisis del celibato» tan traída y llevada en la actualidad, es una crisis del catolicismo, una crisis del cristianismo, lisa y llanamente, de ese cristianismo que hace ya tanto tiempo que perdió toda credibilidad. El celibato ha sido de gran provecho a la Iglesia católica a costa de inmensos sacrificios humanos, pero también la ha perjudicado. Contribuyó a la escisión de la iglesia oriental y del protestantismo, que permanecieron favorables al matrimonio de los sacerdotes. Y hoy en día, las desventajas de la prohibición son casi tan grandes como sus ventajas.

Sin embargo, no son sólo los ultraconservadores quienes advierten de los peligros de hacer cambios. El mismo Kart Rahner S. J., que más bien pasa por ser «progresista», defiende la tradición medieval in punelo coelibatus. En una «carta abierta» a un «amado hermano» Rahner, galardonado con el premio Sigmund Freud pro piis meritis («difficile est satiram non scribere»), se deslizó tan por debajo de su nivel que él mismo quedó «descontento». Después de un montón de flojos pretextos, básicamente lo que tenía que decir al «amado hermano» conducía a esta devota trivialidad:

«Lea las Escrituras, penetre una y otra vez, rezándolas para sí, en las palabras con que Jesús nos insta a seguirle; sitúese, en su concreta existencia, ante la cruz de Cristo. Entréguese, verdadera y abiertamente, a la Cruz y a la Muerte del Señor. Asuma su soledad (…) Piense no sólo en sí mismo y en su felicidad, sino en primer lugar en los otros a quienes debe servir como sacerdote»[159].

Soledad, cruz y muerte para el sacerdote. Y para «los otros» a quienes «debe servir» ¡honores y poder! (¿o es que acaso sirve… al pueblo?)

Más peligrosos que los anticuados sermones de los patrones del celibato son los argumentos de sus adversarios. Puesto que la carencia de sacerdotes es cada vez mayor —debido al racionalismo crítico (o, dicho con el estúpido lenguaje pastoral, debido a «la ignorancia religiosa ampliamente extendida»)—, Roma, para multiplicar sus ventajas, abandona una institución mediante la cual ha gobernado durante tantos siglos, que ha llevado la desgracia a generaciones de familias de clérigos (y no sólo de clérigos), que ha arrastrado a una infinidad de gente a una vida de hipocresía.