Así pues, el obispo debe ser irreprochable; hombre de una sola mujer.
I. TIM., 3,2
Ciertamente, la Iglesia acepta a un hombre casado, sea sacerdote, diácono o laico, si hace del matrimonio un uso irreprochable; entonces será partícipe de la Salvación criando a sus hijos.
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Doctor de la Iglesia
Que cada cual escoja lo que quiera.
ATANASIO, Doctor de la Iglesia[137]
La crítica al celibato es una obviedad para los clérigos «progresistas» de hoy en día. Éstos escriben, con toda intrepidez, que a los «sacerdotes» del primer cristianismo no se les apartaba de las mujeres y el sexo, que la iglesia primitiva no imponía a ninguno el celibato, que un casado podía llegar a ser sacerdote y obispo, etcétera.
No obstante, ¿por qué se hace el silencio sobre las fuertes contradicciones entre Jesús y el clero, o más exactamente, entre el Evangelio y la Jerarquía? ¿Acaso porque los clérigos estarían dispuestos a renunciar al celibato, pero no a las prebendas? ¿Es que querrían tener mujer, pero sin quedarse sin el cargo? En 1970, una «sociedad de acción» de los religiosos alemanes, opuesta al celibato, traducía su rebeldía con estas palabras: «Nosotros preguntamos: ¿qué significa aquí “traición”? ¿Quién es “desleal” aquí? Nosotros estamos consagrados al servicio sacerdotal. Ése es nuestro compromiso. A él somos leales. Muchos sacerdotes que se casan están dispuestos a mantener su lealtad al servicio sacerdotal».
La cosa es bastante triste. En cualquier caso, durante toda la época apostólica no hubo ninguna clase de separación entre clérigos y laicos, no hubo sacerdotes, ni Iglesia, ni altares; la misa no estaba ligada a espacios sagrados ni a funcionarios. Sólo después de que, poco a poco, el «sacerdote» se coló en escena, la comunión —en un primer momento, una vulgar comida tradicional— se convirtió en un banquete con importancia para el culto y, finalmente, pasó a ser el punto central de la misa: una completa mixtura de elementos judíos y helenísticos[138].
Todo esto no tenía nada que ver con Jesús. Tampoco con sus discípulos, que todavía fueron acompañados por sus mujeres en sus viajes misionales (supra) y, por tanto, no pudieron exigir el celibato a nadie. El tema tampoco se trata en ninguna parte del Nuevo Testamento. En cambio, según I. Tim. 3, 2 y 3, 12, el obispo y el diácono tienen que ser hombres «de una sola mujer» (unius uxoris vir). Las cartas pastorales mencionan no menos de tres veces a diáconos casados y se advierte expresamente contra los falsos maestros «que prohíben el matrimonio». (Sin embargo, el primado alemán, cardenal Düpfner, defiende el celibato como «un modo de vida fundamentado y orientado según la Biblia»).
La vida de los primeros cristianos se desarrollaba en casa, entre la mujer y los hijos. Y durante siglos fueron padres de familia quienes desempeñaron la función de clérigos. La mayor parte del primer clero católico estaba formada por hombres casados y en los umbrales de la Edad Media la mayoría del clero superior estaba en la misma situación. Muchos sacerdotes convivían con mujeres, incluso sin vínculo formal; practicaban el concubinato y la poligamia, eran fornicatores notorii. Es cierto que después de la ordenación eran pocos los que se casaban. Pero si su matrimonio era anterior, todavía en el siglo III no había ninguna prescripción que les prohibiera tener relaciones sexuales.
Y en el siglo IV las Constituciones Apostólicas —el código más voluminoso de la Iglesia en la Antigüedad— aún abogaban por el matrimonio de los clérigos; al igual que los sínodos de Ancira (en Galacia) y Gangra (en la Paflagonia), los cuales anatematizaron a los últimos cristianos que afirmaban que no se podía asistir a los oficios celebrados por sacerdotes casados. El mismo Atanasio, que conoció en su tiempo a obispos y monjes que eran padres, declaraba: «que cada cual escoja lo que quiera». San Gregorio de Nisa se casó con Teosebia y siguió viviendo con ella como obispo; Gregorio de Nacianzo, otro doctor de la Iglesia, era hijo de un obispo; e incluso en el siglo V se informa de que muchos obispos tenían descendencia, aunque los solteros guardaban abstinencia voluntariamente.
Y aún más: sobre las lápidas de los dignatarios casados se pueden leer con frecuencia rotundas protestas contra el celibato[139].
El concilio reunido a comienzos del siglo VII, al que asistieron más de doscientos obispos, todavía constata «que en África, Libia y otros lugares, los obispos más temerosos de Dios visitan a sus mujeres». Aunque es cierto que el Trullanum arremete contra las relaciones sexuales de los obispos dentro del matrimonio, las autoriza en el caso de los subdiáconos, diáconos y sacerdotes, siempre que se hubieran casado antes de adquirir la dignidad subdiaconal. El famoso canon dice así: «Tras advertir que en la Iglesia Romana la costumbre es que quienes adquieren la dignidad diaconal o sacerdotal prometan que no pretenden mantener trato matrimonial con sus esposas, ordenamos, según la antigua ley del cuidado y disposición apostólicos, que los matrimonios legales de los santos hombres deben mantenerse en lo sucesivo, y que de ninguna manera disuelvan la unión con sus mujeres, y que de ninguna manera eviten la cohabitación cuando sea conveniente».
Avanzando en el tiempo, en Oriente nunca se dejaron endosar el celibato. En 1504, el cardinal Humbert, uno de los más influyentes curiales de su tiempo, intervino en Constantinopla contra el matrimonio de los sacerdotes, y dijo: «jóvenes casados, todavía exhaustos por el placer, celebran en el altar. E inmediatamente después abrazan de nuevo a sus mujeres con sus manos santificadas por el cuerpo inmaculado. Ése no es el distintivo de la verdadera fe, sino un invento de Satanás». Ante esta intervención, Nicetas, el abad del monasterio de Studiu, comentó que el cardenal era «más necio que un asno». Para Oriente, que marcaba la pauta en cuestiones teológicas. Occidente, con su creciente aversión al matrimonio de los clérigos, era un mundo de bárbaros.
En tiempos de San Patricio (372-461), enviado por Roma para evangelizar Irlanda y convertido en su santo nacional, los religiosos casados aparecían como completamente normales. Durante todo el periodo merovingio tampoco tuvieron la obligación de disolver el matrimonio y la mayoría mantenía relaciones sexuales sin ocultarlo. Ni siquiera los sínodos de España —donde surgió el primer decreto de celibato (infra)— mencionan la abstinencia del clero en el matrimonio hasta comienzos del siglo VI.
En Alemania, el gran concilio de Aquisgrán, en el 816, autoriza la ordenación sacerdotal de los casados; y todavía en 1019, obstaculizar el ministerio de los religiosos casados es castigado por el sínodo de Goslar con la excomunión.
En Roma, hubo hijos de sacerdotes que se convirtieron en papas hasta el siglo X: Bonifacio I, Félix III, Agapito I, Teodoro I, Adriano II, Martín II, Bonifacio VI y otros. Varios de ellos fueron canonizados: San Bonifacio I, San Silverio y San Diosdado. Y hasta hubo papas que fueron hijos de papas, como Silverio, el hijo del papa Hormisdas, o Juan XI, el hijo de Sergio III. En el siglo XI, todos los religiosos del sur de Italia seguían contrayendo matrimonio abiertamente. Y en cuanto al norte, Guido de Ferrara, un testigo ocular, escribe: «en toda Emilia y en Liguria, diáconos y presbíteros metían a mujeres en sus casas, celebraban bodas, casaban a sus hijas, unían a los hijos que habían engendrado con esposas ricas y distinguidas». Por otra parte, muchos de los sacerdotes concubinati vivían a mediados del siglo XI en Roma.
En la sobria Inglaterra, el celibato comenzó a introducirse aún más tardíamente. Allí, en los siglos VIII y IX incluso el matrimonio de los obispos era habitual; los sínodos toleraron el matrimonio de los clérigos rurales hasta la alta Edad Media; y después, un prelado británico se consolaba así: «se podrá quitar las mujeres a los sacerdotes, pero no los sacerdotes a las mujeres».
En Hungría, Dinamarca y Suecia, todavía en el siglo XIII había religiosos casados; en el norte de Suecia e Islandia el matrimonio de los clérigos siguió existiendo hasta que la Reforma lo sancionó de nuevo[140].