No sé si sería mejor que una hija entrara en un convento así o en una casa para mujeres. ¿Por qué? Porque en el convento es una puta (…)
GEILER VON KAYSERBERG, magistral[125]
Hoy en día, imponer el velo de novicia a una muchacha significa entregarla a la prostitución; ni más ni menos.
NICOLAS DE CLEMANGES,
teólogo y rector de la universidad de París[126]
Cabeza espiritual y vientre mundano es lo que una monja necesita hogaño.
Proverbio medieval
Como muchos hombres, también las niñas y las mujeres entraban a menudo en una orden contra su voluntad.
Los nobles más pobres eran quienes más empujaban a sus hijas a ingresar:
Fíjate: cuando un noble |
a su hija no puede casar |
ni tiene dinero de dote, |
al convento la verás entrar, |
escribe Thomas Murner, franciscano y rival de Lutero. En segundo lugar, desembarcaba allí el excedente femenino de la burguesía. A veces desaparecían en las casas de devoción hijas de procedencia ilegítima, incluso de gente de religión, como le sucedió, por ejemplo, en la abadía de Shaftesbury, a una hija del cardenal Wolsey (fundador del Christ Church College de Oxford), en el siglo XVI. «Dios maldiga a quien me convirtió en monja (…)» se cantaba a mediados del siglo XIV en toda Alemania.
Es verdad que se tomaban bastantes precauciones para garantizar la protección de lo más sagrado de las hermanas. Crisóstomo, que ya veía cómo, por una parte, las mujeres consagradas a Dios llevaban «una vida de ángeles» pero, por otra, «también» había «miles de malvadas» entre «estas santas» ordena: «No podrá salir sin necesidad o demasiado a menudo (…) Pero quien le ordene estar constantemente en el convento debe privarle de toda excusa para salir, proporcionarle lo necesario o darle una sirvienta (!) que se ocupe de lo que haga falta. También debe eximirla de exequias y misas nocturnas (…) A estas doncellas hay que vedarles todas las ocasiones de salir».
Agustín, en sus Costumbres de la Iglesia católica, redactadas en el año 388, quería ver a las monjas «lo más alejadas que fuera posible» de los monjes, y «ligadas a ellos sólo por amor cristiano y afán de virtud». Los hombres jóvenes, informa, no tenían ningún acceso a ellas, e incluso «los ancianos muy dignos de confianza» no pasaban de las salas de visita. No obstante, puesto que las monjas necesitaban sacerdotes para las misas, el emperador Justiniano los autorizó siempre que fueran ancianos… o eunucos. En algunos conventos femeninos, el médico, a menos que fuera muy viejo, también debía ser eunuco. Pero hasta de los castrados se desconfiaba. Así, Santa Paula (supra) ordenaba: «las monjas deben huir de los hombres, y no menos de los castrados».
En Occidente, a comienzas del siglo VI, Cesáreo de Arlas, autor de una regla para monjes y monjas, hizo tabicar todas las puertas de un convento femenino, excepto la entrada de la iglesia, «a fin de que ninguna saliera hasta el día de su muerte». Algunos gobernantes laicos, como Carlomagno, también tuvieron que ordenar la estrecha vigilancia de los conventos de mujeres, prohibiendo la edificación de monasterios de monjes «a una distancia demasiado cómoda de los conventos de monjas». Los sínodos no dejan de desaprobar que en estas casas hubiera «muchos recovecos y sitios oscuros, porque, se provoca la venganza de Dios por los crímenes allí cometidos». Y concretan: «todas las celdas de las monjas deben ser destruidas, todas los accesos y puertas que den lugar a sospecha deben ser atrancados». Y exigen «vigilantes ancianos y respetables» y sólo permiten conversar con las monjas «en presencia de dos o tres hermanas». Y establece: «los canónigos y los monjes no deben visitar conventos de monjas. Tras la misa no debe tener lugar ninguna conversación entre los religiosos y las monjas; la confesión de las monjas debe ser escuchada sólo en la iglesia, ante el altar mayor y cerca de testigos».
La constitución de las carmelitas descalzas prescribe: «¡Ninguna monja puede entrar en la celda de otra sin el permiso de la priora! Lo que debe cumplirse so pena de severo castigo». «¡Que cada una tenga la cama sólo para sí!». «¡A ninguna hermana le está permitido abrazar a otra o tocarla en la cara o en las manos!». «¡No se quitará el velo ante ninguna persona, a excepción del padre, la madre y los hermanos, o en un caso en que no llevar velo esté justificado!». «Si un médico, un cirujano u otras personas que sean necesarias en la casa, o el confesor, entran en la clausura, dos hermanas deberán ir siempre delante de ellos. Si una enferma se confiesa, que otra hermana permanezca a una distancia que le permita ver al confesor»[127].
El Concilio de Trento, en razón de las enormes proporciones del libertinaje de las religiosas, amenazaba con la excomunión a cualquiera que entrara en un convento de mujeres sin el permiso escrito del obispo. Incluso el obispo sólo podía aparecer por allí en casos excepcionales y en compañía de «algunos regulares de más edad».
La Iglesia, todavía hoy, prefiere enviar a los conventos de monjas a clérigos inofensivos, «sacerdotes jubilados o achacosos» como lamenta una hermana recordando las «penalidades» de la vida de las monjas —esa vida «muchas veces contra naturam»— y aquella frase de San Francisco de Sales: «el sexo femenino quiere ser conducido». Pero ¿por «sacerdotes jubilados o achacosos»? ¡Nunca! Por ello, «la tarea de quien se ocupa de las almas en un convento femenino» es, por supuesto, «una tarea de grandísimas posibilidades (…) que un sacerdote puede aprovechar» con tal de que esté «disponible». Ah, ¡qué fácil habría sido citar otras opiniones autorizadas en apoyo de este llamamiento lleno de sensibilidad! A San Basilio, por ejemplo: «Los hermanos tienen que desempeñar en los conventos de mujeres servicios que afectan al cuidado de las almas y a las necesidades del cuerpo; y es así porque las hermanas necesitan su ayuda». O a San Ambrosio: «La Iglesia es un cuerpo aunque con diferentes miembros; y un miembro necesita a otro». O a San Gregorio Nacianceno, Doctor de la Iglesia, como los otros dos: «la procreación espiritual reemplaza a la reproducción carnal»[128].
Naturalmente, donde había medidas de vigilancia especiales era en los monasterios mixtos, monasterios que, curiosamente, existieron desde el primer momento. Ya en tiempos de Pacomio, los monjes sólo podían visitar a las monjas con permiso de sus superiores y en presencia de «otras madres de confianza», incluso cuando eran familiares. En la santa casa de Alipio, un edificio porticado cerca de Calcedonia, las «santas» guardaban «como regla y precepto, no ser nunca vistas por ojos de hombre». Según las ordenaciones de San Basilio, la confesión de una monja también debía tener lugar en presencia de la superiora, y esta misma sólo podía estar con el director espiritual en contadas ocasiones y por muy poco tiempo.
No obstante, por mucho que las fuentes insistan en subrayar la estricta segregación de hombres y mujeres, con el tiempo los contactos se hicieron cada vez más estrechos, como si precisamente fuese la rigurosa separación lo que más hubiera avivado sus deseos de acercamiento. Los mismos fíeles denuncian «que, cuando los monasterios de ambos están cerca, los frailes entran y salen de los conventos de mujeres, viviendo unos y otras en una sola casa» y temen «que las monjas se dediquen a la prostitución».
Apenas podemos hacemos idea de la tenacidad con la que el clero se aferró a aquella institución. En todo caso, en Europa Oriental no se consiguió acabar con ella hasta comienzos del siglo IX y sólo tras prolongada lucha.
En cambio, en Occidente, donde el sistema de los monasterios mixtos —o vecinos— sólo surgió cuando ya estaba condenado en Oriente, se pudo mantener hasta el siglo XVI pese a todas las resistencias eclesiásticas.
En las casas fundadas en 1148 por Gilberto de Sempringham —en las que setecientos monjes y mil cien monjas aspiraban a la santidad, sólo separados por una pared— las conversaciones se hacían a través troneras de un dedo de largo y una pulgada de ancho, que no permitían ver a la otra persona y que, además, estaban constantemente vigiladas por dos monjas, en el interior, y un fraile, en el exterior. Durante las homilías y procesiones del vía crucis, los sexos permanecían separados por cortinas, y las monjas no podían cantar ni siquiera en la iglesia, para no poner en peligro a los ascetas. Sin embargo, a «casi todas las santas doncellas» les hicieron «una barriga» y casi todas «se deshicieron en secreto de sus hijos (…)» Ésta fue la causa de que en la época de la Reforma se encontraran tantos huesos de niños en esos conventos, algunos enterrados y otros escondidos en los lugares que empleaban para hacer sus necesidades[129].
Los castigos que, llegado el caso, caían sobre las monjas (o las canonesas) eran duros; los más duros, en la Antigüedad, eran para las que rompían el voto de castidad contrayendo matrimonio. Cuando eso sucedía, la mayoría de las veces se imponían excomuniones y se exigían penitencias de por vida, en ocasiones incluso a las arrepentidas. Así, el primer sínodo de Toledo, en el año 400, ordenó: «Si la hermana de un obispo, un sacerdote o un diácono, estando consagrada a Dios, pierde la virtud o contrae matrimonio, ni su padre ni su madre podrán recibirla nunca más; el padre tendrá que responder ante el concilio; no se admitirá a la mujer a la comunión, a no ser que, después de la muerte de su marido, haga penitencia; pero si le abandona y desea hacer penitencia recibirá al final el santo viático». ¡Cuántos conflictos fueron provocados por medidas de esta clase! ¡Cuántas vidas arruinadas para siempre! El mismo sínodo decidió «que una monja en pecado, al igual que quien la haya seducido, cumpla una penitencia de diez años, durante los cuales ninguna mujer podrá invitarla a su casa. Si se desposa, sólo se le permitirá la penitencia una vez que se haya separado o que el marido haya muerto».
Para las faltas menores, la flagelación era la pena al uso desde la Antigüedad. Tanto Pacomio —superior del primer monasterio, así como del primer monasterio mixto, a quien la libido no dio tregua «ni un sólo momento, todos los días y todas las noches» hasta la vejez— como Shenute —el santo copto que gobernaba a dos mil doscientos monjes y mil ochocientas monjas— alimentaron una sospechosa debilidad por los castigos corporales. Más tarde, el procedimiento que se seguía en España para las faltas de las monjas consistía en cien latigazos, cárcel o expulsión; a mediados del siglo VII, el sínodo de Rúan ordenó encerrar y apalear con dureza a las monjas licenciosas; una regla para monjas redactada por el obispo de Besançon, Donato (muerto en el 660), amenazaba con seis, doce, cincuenta o más fustazos a la esposa de Cristo que violara las normas. El Concilium Germanicum, primer concilio nacional alemán, convocado por el rey Carlomagno en el 742 o 743, estableció una penitencia en prisión a pan y agua, para las «siervas de Cristo» incontinentes, y además tres tandas de azotes seguidas del afeitado de cabeza —especialmente deshonroso en la Edad Media, y por lo demás un símbolo sexual de castración—. Obviamente, estos castigos eran aplicados también a las que hubiesen pronunciado los votos por la fuerza o siendo todavía niñas (supra).
En todo caso, toda la atmósfera de los conventos, la soledad, la añoranza del hogar, la dulce ociosidad, todo ello daba alas a la imaginación erótica.
Un ejemplo famoso de ello lo tenemos, en el siglo X, en la monja Roswitha, la primera poetisa alemana. La «voz canora», «la tiple de Gandersheim», «la sierva de Dios de la voz melodiosa», se excitaba y excitaba a sus ociosas hermanas con sus insistentes variaciones sobre el tema amoroso: le gustaba copiar los «pasajes indecentes» de Terencio y reflejó, con más o menos detalle, los trajines en las «casas de mujeres» con hombres homosexuales, monjes rijosos, flagelación de muchachas desnudas, violaciones y profanaciones de cadáveres. Por supuesto, sólo con carácter disuasorio y como contraste frente a «la encomiable castidad de las santas doncellas»… pues ella misma, durante la redacción, había estado «a menudo muerta de vergüenza».
No obstante, muy pocas veces se trataba de éxtasis fantásticos. El sínodo de Elvira (306) distingue ya entre las vírgenes santas, que fornican en una sola ocasión («semel»), y las otras, que lo hacen constantemente («libidini servierint»).
Bonifacio, apóstol de los alemanes, que en el siglo VIII, en una carta al obispo Cutberto de Canterbury, arremete contra la atroz situación de la Iglesia de Inglaterra (¡y cuándo no ha sido atroz la situación de la Iglesia!), propone a su colega británico que «para reducir la magnitud del oprobio sería de utilidad que un sínodo y vuestros príncipes prohíban los viajes frecuentes a Roma a las mujeres en general y a las mujeres que hayan tomado hábito en particular; pues muchas se pierden así (moralmente) y muy pocas regresan intactas». Comentario al respecto de un católico moderno: «En estas monjas inglesas latía un inmenso anhelo de visitar la ciudad santa y las tumbas de los apóstoles». El franciscano Bertoldo de Ratisbona se burlaba ya del asunto: «El viaje de una mujer a Roma vale lo mismo que el vuelo de una gallina sobre el cercado». De hecho, peregrinas a Roma y monjas fueron las iniciadoras de la prostitución ambulante (infra)[130].
En tiempos de Carlomagno ya había religiosas que fornicaban por dinero, de modo que el emperador tuvo que prohibirles que hicieran la calle y las puso bajo vigilancia. Poco después, el sínodo de Aquisgrán proclamó que los conventos de monjas, más que conventos, eran casas de prostitución (lupanaria): una comparación que se repetía a menudo en el siglo IX.
Pero es que, al cabo de algún tiempo, ciertos conventos llegaron a superar a los burdeles. «El pudor impide decir a qué extremos llegan en secreto» piensa el prepósito Gerhoh de Reichersberg (1093-1169). «Bastante malo es ya lo que se ve a la luz del día». Y un teólogo cercano al papa Benedicto XIII se expresa de modo análogo: «El sentido del pudor me impide reflejar el modo de vida de las monjas». En Inglaterra, donde casi todas las esposas de Dios se reclutaban de entre las upper classes, las relaciones sexuales entre príncipes y monjas tenían gran tradición. En los conventos de mujeres rumanos, los viajeros, todavía en época moderna, disfrutaban de «una hospitalidad como la de los burdeles». En Rusia las casas de monjas eran consideradas desde siempre «antros de corrupción en toda la regla» y, a veces, fueron convertidas abiertamente en casas de placer.
La estrecha relación entre conventos y prostitución, cuya raíz religiosa es, en cualquier caso, evidente (supra), queda manifestada, además, por el lenguaje. Así, la dueña de una casa de citas era llamada «abbesse» en la Francia medieval. En el alemán popular, la palabra «ábtissin» tenía un sentido parecido. En América se emplea aun hoy la expresión «nun» (monja) por «ramera» —vid. Requiem for a Nun, de Faulkner—. Incluso un teólogo católico califica de «característico» el hecho de que «en tiempos pasados se llamaba a los burdeles “conventos” o “abadías”, y a sus inquilinas, “monjas”». «Así, Avignon y Toulouse tenían abadías obscenas de esa clase. Toulouse tenía un burdel llamado La Gran Abadía en la Rué de Comenge, etc.».
No obstante, aunque los asuntos de las religiosas han sido en su mayor parte embellecidos —«había que guardar silencio» sobre los excesos de la peor especie, confiesa el obispo Esteban de Tournai en el siglo XII, y afirmaciones similares son muy frecuentes—, con los escándalos que nos han llegado (¡la mayoría por medio de religiosos!) aún se podría llenar una biblioteca.
Desde Europa Septentrional —donde Brígida (1303-1373), la santa nacional de Suecia, se queja de que las puertas de los monasterios de mujeres están abiertas, día y noche, a laicos y a clérigos—, hasta Italia, las religiosas fueron desalojadas de muchos lugares, puesto que sus conventos, según se dijo con ocasión del desalojo de las monjas de Chiemsee, se parecían más a burdeles que a casas de oración, una comparación recurrente, como ya se ha escrito. «No era un lugar de piadosas enclaustradas, sino un lupanar de mujeres satánicas» sentenció el obispo Ivo de Chartres, muerto en 1116, a propósito del convento de Santa Fara.
Con el fuerte incremento del número de órdenes femeninas en la baja Edad Media, aumentó aún más su carácter sexual. Se celebraron estruendosas orgías en el monasterio de Kirchheim, el monasterio de Oberndorf fue llamado el «lupanar» de la nobleza y lo mismo ocurrió con el monasterio de Kirchberg. En el de Gnadenzell («celda de la gracia»), en Suabia, llamado Offenhausen («casa abierta»), las monjas estaban «día y noche» a la disposición de sus pudientes invitados. En 1587, se ordenó enterrar en vida a la abadesa, nacida von Warberg, a causa de sus relaciones con el canónigo: otra reacción típicamente cristiana.
En Klingenthal, junto a Basilea, cuando se quiso «enmendar» a las monjas, en 1482, éstas se defendieron con palos y atizadores; en la misma Basilea, algunas descontentas pegaron fuego a su convento.
Los conventos de Interlaken, Frauenburn, Trub, Gottstadt, (junto a Berna), Ulm y Mühihausen también fueron abiertamente reconocidos como burdeles. El consejo municipal de Lausana ordenó a las monjas que no perjudicaran a las rameras. Y el consejo municipal de Zurich aprobó una severa ordenanza «contra las licenciosas costumbres de los conventos de mujeres». Consecuentemente, en 1526 las hermanas de Santa Clara, en Nuremberg, pasaron directamente de su convento a la mancebía. Se decía del convento de Santo Tomás en Leipzig que era una de las maravillas del mundo, por haber en él tantos niños y ni una sola mujer. El franciscano Mumer se burlaba del asunto:
La que más niños haga como abadesa será honrada
También es aplicable la sentencia bíblica: «Bienaventuradas las estériles», puesto que no en todas partes se podía liquidar a la «progenie espiritual» como se hizo en el monasterio de Santa Brígida, en Stralsund, o en el de Mariakron, en el que, cuando fue destruido, se encontraron «cabezas de niños e incluso cuerpecillos enteros, ocultos o enterrados, en aposentos secretos o en otros sitios». (¡La protección de la vida del no nacido!) Y sea cual sea el fondo de verdad en el asunto de las cabezas de niños —entre tres y seis mil cabezas, supuestamente— pescadas en el estanque de un convento romano —se non vero, ben tróvalo—, consta, en todo caso, que las monjas ninfómanas acogían a los monjes, literalmente, con los brazos abiertos. Sebastian Brant, un piadoso católico, relata algo parecido.
Los escritores italianos del Renacimiento cubren a las religiosas de burlas y descrédito. Uno de los más importantes novelistas de su tiempo, Tommaso Masuccio, que vivía en la corte de Nápoles, afirma que las monjas tenían que pertenecer exclusivamente a los monjes, que tenían que celebrar bodas formales —con su fiesta, incluso con misa cantada y contrato—. Pero en cuanto anduvieran detrás de algún laico habría que perseguirlas. «Yo mismo», asegura el autor, «me he visto metido en alguna situación parecida, no una sino varias veces; lo he visto, lo he palpado. Luego estas monjas dan a luz a lindos frailecitos, o bien se deshacen del fruto (…) Bien es cierto que los monjes, por su parte, se lo ponen fácil en la confesión, y les imponen un padrenuestro por cosas por las que le negarían la absolución a cualquier laico, como si fuera un hereje»[131].
En cierta ocasión en que, a causa de los continuos chismes sobre ese lugar de perdición, el obispo de Kastel visitó el convento de Sóflingen, junto a Ülm, encontró en las celdas una verdadera colección de dobles llaves, vestidos provocativos, cartas ardientes… y a casi todas las monjas embarazadas. Esto último era lo peor: que el pecado corriera de boca en boca, que comenzara a chillar, y no en sentido figurado. Que una monja diera a luz era considerado un crimen especialmente grave, y a veces las demás hermanas se vengaban cruelmente de la embarazada, puesto que el estado de ésta ponía en peligro su propia dolce vita.
En el siglo XII el abad Ailredo de Revesby da cuenta de una monja que había quedado en estado de buena esperanza en el monasterio de Wattum. Cuando el hecho se supo, unas aconsejaron apalearla, otras, quemarla, y otras, tumbarla sobre carbones al rojo vivo. Finalmente, triunfó la opinión de algunas mujeres de más edad y carácter más compasivo, y la arrojaron encadenada a una celda, con el vejamen añadido de dejarla a pan y agua. Poco antes del alumbramiento, la reclusa suplicó que la excarcelaran, puesto que su amante, un fraile prófugo, tenía intención de irla a buscar una noche, tras recibir una determinada señal; pero las hermanas lograron arrancar a la monja cuál era el sitio del encuentro y apostaron allí a un padre encapuchado, acompañado de otros hermanos que aguardaron ocultos y provistos de garrotes. Avisado, el amante llegó a la hora prevista y, cuando estaba abrazando al padre disfrazado, fue capturado. A continuación, las monjas obligaron a la embarazada a castrarlo y a meterse sus genitales aún sangrantes en la boca, acabando ambos en prisión.
Un ejemplo totalmente distinto de crueldad criptosexual: A finales del siglo XIX, las santas mujeres de un convento ruso habían retenido a un joven durante cuatro semanas y le habían hecho fornicar hasta casi matarlo. A causa de la debilidad ya no pudo reanudar el viaje. Se quedó allí convaleciente y, al final, las monjas, temiendo un escándalo, lo despedazaron y lo hundieron, trozo a trozo, en una fuente.
Puesto que a las hermanas les costaba tanto amar a un hombre es natural que se consagraran a otras modalidades del placer, al igual que hicieron los monjes.
Si el tribadismo fue poco habitual en la Edad Media, en cambio debe de haber sido frecuente en los conventos. A menudo, las esposas del Señor, inflamadas de deseo hacia sus compañeras y faute de mieux, recurrían a ciertas prótesis, que usaban en solitario o mutuamente. Ya la Poenitentiale bedae amenaza: «si una virgen consagrada peca con una virgen consagrada mediante un instrumento (“per machinam”), sean siete años de penitencia».
Lamentablemente, la Iglesia no nos ha conservado este tipo de instrumentos espirituales. Como reliquias podrían parecer inapropiados… ¡y menudo papel desempeñaron en el martirio de las vírgenes!
Pero la mayoría de las veces las hermanas optarían por las soluciones más sencillas; por ejemplo la mano, que es, en todo caso, «la parte más espiritual del cuerpo»: «delicadamente conformada, compuesta de diferentes miembros, móvil y recorrida de nervios de gran sensibilidad. En suma, una herramienta en la que la persona pone de manifiesto su propia alma (…)».
También pudieron haber recurrido a otros objetos alargados, aunque no fueran originalmente ad hoc; por ejemplo, las velas… ¡qué menos, en un convento! «¿No sientes cómo algo noble surge ante ti? Mírala, cómo permanece impávida en su sitio, erguida, pura y noble. Siente cómo todo en ella dice: ¡’estoy dispuesta’!».
No es sorprendente que Romano Guardini, el sensible seudomístico —«educador (…) de los jóvenes católicos alemanes entre ambas guerras mundiales»—, omita en su capítulo sobre «La vela» (que comienza de forma arrolladoramente original: «¡cuán singular es la naturaleza de nuestra alma!») esos cabos pescados de vez en cuando en las virginales vaginas de las monjas. Pensar en ello no habría estado tan fuera de lugar. El simbolismo fálico de la vela es antiguo y encontramos sus huellas hasta en el rito pascual, especialmente en el greco-ortodoxo, en el que se sumerge la vela tres veces en la pila bautismal, símbolo del principio femenino del agua, y se dice la siguiente fórmula de consagración: «Que la fuerza del Espíritu Santo descienda sobre esta fuente repleta (…) y fecunde toda esta agua para que obre el nuevo nacimiento»[132].
A algunas monjas no les bastaba una vela; incluso la parte más espiritual del cuerpo podía no ser suficiente. En realidad, la investigación sobre la forma y calidad de los aparatos que servían para la satisfacción de las insatisfechas ha avanzado a tientas durante mucho tiempo. Sin embargo, a mediados del siglo XIX se consiguió localizar en un convento de monjas austríaco uno de esos valiosos —y antaño (quién sabe hasta qué punto) codiciados— objetos llamados «godemiché» (en latín «gaude mihi» «me da placer») o «plaisir de dames»: «(…) un tubo de 21,25 centímetros de largo que se estrecha un poco por uno de sus extremos, siendo el diámetro de la entrada más ancha de cuatro centímetros y el de la más estrecha de tres y medio. Los bordes de ambos extremos son abombados y estriados, evidentemente con el propósito de intensificar la fricción. La superficie está decorada con dibujos obscenos que tendrían un obvio efecto erótico: la burda silueta de una vagina, la de un pene erecto y, por último, una figura marcadamente esteatopígica con el pene erecto o una especie de prótesis fálica. El interior del tubo estaba embadurnado de sebo».
¡Pobres monjas! Ni siquiera como onanistas o lesbianas llegaban demasiado lejos, y los consoladores que poseían se habían quedado en la prehistoria. Sin embargo, estos artículos habían alcanzado un refinamiento cada vez mayor, especialmente desde el Renacimiento italiano, cuando se podía contar con falos artificiales de los que pendían escrotos llenos de leche con los que, una vez introducidos en la vagina, se podía disfrutar de una eyaculación simulada en el momento decisivo. En cierta ocasión, Catalina de Medicis encontró no menos de cuatro de estos arricies de voyage —llamados también «bienfaiteurs» (bienhechores)— en el baúl de una de sus damas de compañía.
De todos modos, también las esposas de Dios consiguieron disfrutar de tales productos del desarrollo tecnológico, sobre todo en las regiones civilizadas. No es gratuito que en Francia al pene artificial pensado para la autosatisfacción de la mujer se le llame ¡«bijoux de religieuse» (joya de monja)! Y cuando, en 1783, murió Marguerite Gourdan (Petite Comtesse), propietaria de un burdel —la más famosa de su siglo—, se encontró entre sus pertenencias cientos de pedidos de tales bijoux monjiles, procedentes de diversos conventos franceses. La Gourdan tenía una especie de fábrica de penes en la que se daría el acabado final a las codiciadas piezas, a las que se añadía un escroto relleno de un líquido que se podía inyectar durante el orgasmo.
Claro que, a la larga, pudo estar más al alcance de las monjas el contacto con miembros menos artificiales —o más naturales, si queremos ser explícitos—. Y si no se podía contar con los de los hombres, habría que contentarse con otros. En 1231, el sínodo de Rúan, «propter scandala», dispuso que las monjas «no deben criar ni educar niños en los conventos; tienen que comer y dormir todas juntas, pero cada una en su cama». Algo parecido ocurrió en la España de 1583, donde, a causa de los «inconvenientes» de vivir con niños, se ordenó que «a nadie, niño o adulto, que no tenga la intención de entrar en la orden, le sea permitido permanecer en el convento». Así que, al final, algunas hermanas sólo pudieron disfrutar con el amor a los animales. Muchas monjas, sobre todo en los conventos ingleses, criaban conejos, perros y monos; iban con ellos incluso a la iglesia, hasta que, finalmente, sólo se les permitió tener una gata[133].
La situación de las esposas de Jesús adquiría tintes trágicos cuando no podían recurrir a los miembro de los ungidos, ni a los de los laicos, los niños, los perros o los cameros, y cuando ni siquiera el onanismo o el lesbianismo permitían satisfacer ciertos deseos; cuando, por consiguiente, la monótona existencia en su celda, la falta de aire libre, en una palabra, toda la melancolía de su forzada soledad se traducía en histeria y, por medio de alucinaciones y visiones, vivían aquello que la madrastra Iglesia les denegaba.
No es difícil de entender que muchas monjas fueran y hayan seguido siendo atormentadas por graves depresiones. Obligadas a una vida pervertida, tenían que reaccionar en consecuencia. ¿Y qué medidas se tomaron contra ellas?
Una figura como Teresa de Ávila recomienda para el tratamiento de las «melancólicas» —esto es, de aquellas que eran más naturales, más sensibles, más críticas que las demás— la clásica receta usada en los círculos clericales hasta hoy: «Adviertan las prioras que el mejor medio consiste en tenerlas muy ocupadas con las tareas del convento, para que ya no tengan tiempo de entregarse a sus fantasías; pues en esto reside todo el mal». (En los primeros monasterios para hombres el trabajo ya tenía una función ascética. Su verdadera consagración como «virtud moderna» comienza propiamente con Lutero, que también es responsable de la ingeniosa comparación: «El ser humano ha nacido para trabajar, como el pájaro para volar»).
A veces estas mujeres vitalmente frustradas se entregaban a pasatiempos con un matiz algo más cómico. Se producían curiosas infecciones que padecía todo el convento. En el siglo XV, una monja mordió a otra en la oreja y a ésta le gustó tanto que mordió a una tercera, y así sucesivamente, extendiéndose el fenómeno de un convento a otro.
En cierto convento francés no mordían orejas, pero (tal vez a falta de un gato) comenzaron a maullar a la menor oportunidad. El asunto tomó tales proporciones que el gobierno tuvo que intervenir para atajarlo.
Los casos de locura sexual en conventos de mujeres (la mayoría de los cuales tomaron caracteres epidémicos) son incontables.
Ya en la alta Edad Media, el dominico Tomás de Chantimpré señala burlonamente cómo los incubi daemones acosaban a las monjas con tanta insistencia que ni la señal de la cruz, ni el agua bendita, ni el sacramento de la comunión podían mantenerlos a raya. Esta especie de erotomanía monástica culminó en los siglos XVI y XVII: no se trataba en absoluto, como entonces todavía se creía, de una forma especial de obsesión diabólica, sino, al contrario, de un impetuoso proceso de liberación psicótica por el que lo reprimido salía a la luz para evitar la total autodestrucción del cuerpo. Hoy se describe esta psicosis sexual del siguiente modo: «Jovencitas que nunca han tenido una relación sexual realizan, en pleno delirio erótico, los movimientos del coito, se desnudan, se masturban con una especie de orgullo exhibicionista que el profano apenas podría imaginar, y pronuncian palabras obscenas que, según juran padres, madres, hermanos y hermanas, no han escuchado jamás».
Johannes Weyer, médico holandés que fue el primero en protestar públicamente contra la obsesión cristiana con las brujas —su escrito De praestigiis daemonum, aparecido en 1563, fue incluido en el índice— pertenecía en 1565 a una comisión que investigaba nuevos «encantamientos» en el monasterio de Nazareth, en Colonia. «Su carácter erótico era evidente. Las monjas tenían ataques convulsivos durante los cuales se quedaban tendidas de espaldas, con los ojos cerrados, completamente rígidas o haciendo los movimientos del coito. Todo había comenzado con una muchacha que se imaginaba que su amado la visitaba por las noches. Las convulsiones, de las que pronto se contagió todo el convento, habían empezado después de que fueran atrapados unos chicos que, en secreto, habían ido a visitar a las monjas por las noches».
Un siglo después, el Diablo se puso a copular con las ursulinas de Auxonne. Los médicos llamados a declarar por el parlamento de Borgoña no encontraron pruebas de ello, pero sí descubrieron en casi todas las monjas los síntomas de una enfermedad que tiempo atrás era conocida como «furor uterino». Estos síntomas eran: «Un ardor acompañado de un ansia irrefrenable de goce sexual» y, entre las hermanas más jóvenes, una incapacidad «para pensar o hablar de algo que no tuviera relación con lo sexual». Ocho monjas pretendían haber sido desfloradas por los espíritus. Eso ya no había quien lo remediara. No obstante, el hechizo espiritual las curaba «al instante de los desgarramientos del virgo» y hacía «desaparecer, por medio de agua bendita derramada en la boca, las tumefacciones del vientre causadas por la copulación con diablos y brujos». Lamentablemente, también desaparecieron los cabos de vela y las sondas cargadas de lenguas y prepucios satánicos, extraídos de las virginales vaginas: pruebas palpables del infernal ardor[134].
Unas monjas pertenecientes a la misma orden, las ursulinas de Loudon, mantuvieron, ya en el siglo XVII, relaciones sexuales de características similares: uno de los escándalos de esta clase que peor fama arrastraron.
La superiora del convento, Jeanne des Anges, guapa, joven y demasiado vulnerable a las tentaciones de la carne, fue insistentemente acosada («más de lo que puedo decir»), pese a toda clase de mortificaciones, por una violenta comezón de los sentidos, por malos espíritus que, como cuenta en su autobiografía, ofreciéndose en posiciones provocativas, le hacían vehementes proposiciones, le desgarraban el camisón, palpaban cada palmo de su piel y la asediaban para que se entregara a ellos.
«Una noche» escribe a modo de ejemplo, «me pareció notar la respiración de alguien y escuché una voz que decía: “el tiempo de resistir se ha terminado” (…) Luego, por mi imaginación desfilaron impresiones impuras y sentí una serie de movimientos desordenados de mi cuerpo (…) Después escuché un fuerte ruido en mi habitación y tuve la sensación de que alguien se me acercaba, metía la mano en mi cama y me tocaba (…) Unos días más tarde, hacia la medianoche, todo mi cuerpo comenzó a temblar y sentí una gran opresión espiritual, sin conocer la razón. Después de experimentar esto durante un rato, oí ruidos en diferentes partes de la habitación. Alguien volcó el reclinatorio que había junto a mi cama (…) Una voz me preguntó si había reflexionado sobre el ventajoso ofrecimiento que se me había hecho y añadió: “te doy tres días para pensarlo”. Yo me levanté y me dirigí a la santa eucaristía llena de temor y preocupación. De vuelta a mi habitación, cuando estaba a punto de sentarme, la silla se retiró y caí al suelo. Oí la voz de un hombre que decía cosas lascivas y agradables para seducirme. Me pidió que le dejara sitio en mi cama; intentó tocarme de una forma indecente. Yo me defendí y lo impedí mientras llamaba a las monjas que estaban cerca de mi habitación. La ventana había estado abierta; ahora estaba cerrada. Sentía fuertes sentimientos amorosos por cierta persona y un indecoroso anhelo de cosas deshonrosas».
Esa «cierta persona» que, como dijo en otra ocasión, lamentablemente no le proporcionaba el «debido goce» (por lo que fue sustituido por el demonio Asmodeo, uno de sus al menos siete demonios), era el sacerdote Ürbain Grandier, hombre guapo, tan inteligente como encantador, al que nunca había visto pero cuyas historias de cama le habían sorbido el seso de tal modo que ¡ansiaba tenerlo como confesor de su convento! No obstante, Grandier, a quien una amante celosa tenía bien sujeto, declinó la oferta, y a continuación llegaron las visiones de soeur Jeanne y algunas de las suyas. Poco después llegaron asimismo tres exorcistas, tres venerables padres, los cuales hicieron tan bien su trabajo que, como comenta Huxley con ironía, al cabo de unos días todas las monjas (con excepción de dos o tres de las más ancianas) estaban poseídas y recibían las visitas nocturnas del cura… «El exorcismo de malos espíritus pertenece al orden de la Gracia».
Las representaciones continuaron durante años. Ante la mirada curiosa de príncipes y sacerdotes, miles de personas acudían a presenciarlas. Las extravagancias de estas mujeres —que padecían una desnutrición crónica y se ayudaban unas a otras a mantener el clima de entusiasmo afectivo— eran cada vez más desmesuradas. De repente, empezaban a temblar y a retorcerse. Se levantaban las faldas y las blusas, adoptaban las poses más atrevidas, en una actitud que obligaría a taparse los ojos a los espectadores —pues éstos se habían apresurado a venir, por supuesto como simples observadores, como estudiosos del fenómeno—. Saltaban al cuello de los padres, intentando besarles, se masturbaban con crucifijos, aullaban obscenidades, vociferaban palabrotas, empleaban una jerga tan inmunda «que los hombres más viciosos se avergonzaban de ella y, tanto cuando se desnudaban como cuando invitaban a los presentes a toda clase de indecencias, su comportamiento habría asombrado a las inquilinas de la mancebía más vulgar del país». En suma, se daban todos los síntomas que más tarde iba a mostrar el neurólogo francés Jean Charcot por medio de las hystericae a su cargo.
Se comprende que uno de los exorcistas, el jesuita Surin, confiese que en todo momento había sido evidente el papel de las tentaciones de la carne, y que incluso él mismo, dueño y señor de las «embrujadas» había tenido el privilegio de «hacer lo que quería con estas criaturas de un orden inferior: inducirlas a ejecutar diversos trucos, provocarles ataques convulsivos, tratarlas como si fueran cerdas o vacas bravías, recetarles laxantes o latigazos». Otros dos exorcistas y un médico oficial que les asistía se volvieron locos. Pero después de una batalla contra los espíritus que había durado seis años, en cuanto la Iglesia retiró los subsidios al conjunto de condenadas, los demonios abandonaron los vientres de las monjas. Hacía tiempo que el abate Grandier había sido quemado en la hoguera.
Los casos espectaculares de posesión no fueron en aquel tiempo infrecuentes, por ejemplo los de las monjas de Lille, Louvier, Chinon, Nimes y otros; todavía se repitieron en el siglo XVIII e incluso asolaron algunos países protestantes[135].
El monacato fue rechazado por las iglesias reformadas, que exigieron la supresión de todas las órdenes que tuvieran votos obligatorios. Éstas eran consideradas en aquel momento como «cultos indebidos, falsos y, por tanto, innecesarios» como «servicio al diablo» (servitus Satanae), y expresiones similares.
Con la furia en él característica, Lutero rebatió la opinión acerca de la superioridad de la virginidad y declaró que una criada (con fe) que barría la casa cumplía una tarea mejor y era más grata a Dios que una monja que se mortificara. «Lo mismo que le sucedió a San Antonio cuando tuvo que aprender que un zapatero o un curtidor eran mejores cristianos en Alejandría que él con sus sacrificios monacales».
Lutero no sólo subrayaba que la castidad dependía «tan poco de nosotros (…) como el hacer milagros» sino que se atrevía a hacer la siguiente afirmación —en absoluto descabellada—: «Aunque tuviéramos encadenados a todos los que sirven al papado, no encontraríamos a ninguno que se mantuviera casto hasta los cuarenta años. Y aún pretenden discursear sobre la virginidad y censurar a todo el mundo, cuando ellos están metidos hasta el cuello en el cieno».
Puesto que Lutero conocía bien este «cieno», puesto que creía saber que «en los conventos, las monjas son castas sólo a la fuerza y renuncian a los hombres de mala gana», no dudó en proporcionarles la «libertad evangélica» recurriendo incluso a secuestrarlas (un hecho antaño gravemente penado). De manera que el Sábado de Gloria de 1523, por la noche, consiguió sacar de un convento a algunas religiosas, enviando para ello a un emisario, el ciudadano Koppe, el «secuestrador bienaventurado» a quien otorgó el oportuno reconocimiento: «Al igual que Cristo, también Vos habéis liberado a estas pobres almas de la prisión de la tiranía humana justamente en la época de Pascua, cuando Cristo hizo lo propio con las suyas».
Dichas acciones, tan gratas a Dios —que suscitaron el escrito de Lutero titulado Causa y Respuesta de cómo las vírgenes pueden abandonar los conventos por amor a Dios—, no eran entonces tan infrecuentes y, de vez en cuando, eran seguidas por la venta en subasta de las liberadas. «Nos han llegado las nuevas», informa uno de los sacerdotes cismáticos a otro, «son hermosas, distinguidas, todas ellas de la nobleza, y no he encentrado ninguna que pase de los cincuenta años. La mayor, mi querido hermano, te la tengo reservada para esposa. Pero si quieres tener una más joven, elige entre las más hermosas». Y el cronista de Freiberg escribe sobre aquella época, cuando «el evangelio fue predicado aquí por primera vez»: «casi no había día en que no se casara algún fraile, cura, monja u otra virgen; cada día era un banquete». En cambio, todavía en el siglo XX hay quien desatina: «estas lamentables víctimas de la seducción perdieron fuera del convento, como es comprensible, el sostén moral».
Sabemos cómo era ese sostén dentro del convento. De hecho, antaño eran tan generosos que toleraban que se representase la prostitución clerical incluso en las iglesias. Hasta el siglo XIX se podía admirar en ellas toda clase de escenas amorosas, sobre lienzo o en piedra: en la catedral de Estrasburgo, un monje a los pies de una beata a la que levantaba las enaguas; a la entrada de la catedral de Erfurt, un monje acostado con una esposa de Cristo; en la iglesia mayor de Nordlingen, una mujer violada por Belcebú en presencia de los más altos dignatarios espirituales; y otras parecidas. Todavía hoy, en una iglesia en Beaujolais un macho cabrío monta a una monja.
En fin, el «sostén» moral de las religiosas era verdaderamente proverbial: ¡quien trata con santas se santifica!, dijo el monje, y durmió en una noche con seis monjas. Todos pecamos, dijo la abadesa cuando se le hinchó la barriga. No quiero estar ociosa, dijo la monja cuando subía al lecho del cura. ¡No lo hago, no lo hago!, dijo el monje, que debía hacer a la monja un obispo, y le hizo una hijita. Si se quería reprochar a alguien su libertinaje, se decía: es putero como un carmelita. Los frailes, como uno de los suyos llega a escribir, se habían «convertido en un chiste (…) Se reían de ellos el viejo, el mozo y la mujer chismosa».
¿Y hoy?
Hoy el clero ni siquiera recomienda ya el convento y «rechaza globalmente» el estado religioso en las mujeres, o lo contempla al menos «con gran falta de interés». Ésta es, al menos, la opinión informada de una monja, que también declara: «Muchos sacerdotes se muestran desdeñosos, reservados, distantes y escépticos ante la vocación religiosa de las mujeres. Desaconsejan a las jóvenes, y también a las mujeres adultas y a las viudas, que entren en el convento, y no precisamente por razones consistentes (salud, falta de vocación, padres desatendidos, etc.) sino porque no sienten ninguna simpatía por la vida regular como tal, porque la consideran anticuada, superada, anacrónica, y piensan que es una lástima que una muchacha se encierre en un convento». Y la hermana añade expresamente:
«No desaconsejan sólo las órdenes contemplativas, o tal o cual convento con el que hayan tenido una mala experiencia; desaconsejan la vida regular como tal (…) En lugar de una ayuda, el clero supone un obstáculo»[136]. Del clero mismo, de lo que era y de lo que es, trata el siguiente libro.