CAPÍTULO 12
DE LA CRONIQUE SCANDALEUSE DE LOS MONJES

Esos establos de Augias que se llaman Iglesia de Cristo y que no son más que un burdel del Anticristo (…)

KONRAD WALDHAÜSER,

canónigo agustino (siglo XIV)

Los monjes deben ser la sal de la tierra; pero la han sazonado con orgullo y lujuria, con un desenfreno que ya no se puede tratar de justificar.

GEILER VON KAYSERBERG, magistral (siglo XV)

Por el contrario, son tan pocos los que andan por el camino de la perfección monacal, que un fraile o una monja que quieran iniciarse seriamente en su vocación han de temer más a sus propios compañeros en el convento que a todos los espíritus del Infierno juntos.

SANTA TERESA DE ÁVILA (siglo XVI)

Ningún hermano o monje o sacerdote debe cruzar el umbral de tu habitación; evítalos, pues no hay peor peste (…) Los místicos y los picaros frailes, que debían ser castos, están día y noche en celo; andan en público con rameras (pellicibus) o, en secreto, con muchachos y mujeres casadas (…) muchos fornican con ganado (ineunt pecudes), y el campo y los bosques se llenan de oprobio y cada ciudad es un burdel.

P. A. MANZOLLI,

entregado al tribunal de la Inquisición

Desde tiempos remotos, a los conventos acudía toda clase de gente y, a menudo, no por razones religiosas.

Ya en la Antigüedad, entrar en un convento era una decisión tan poco voluntaria como pueda serlo hoy el entrar en una fábrica. En la Edad Media, la nobleza hacía que algunos de sus hijos tomaran hábito para asegurar su futuro o porque eran muy feos. «Si el hijo de un noble es bizco, cojo, cretino, lisiado o mutilado» dice el descalzo Pauli, «ya tenemos una monja o un fraile, como si justamente Dios no hubiese preferido nada más hermoso». A menudo —como todavía pasa hoy a veces— se abandonaba el mundo por un desengaño amoroso, o por miedo a un matrimonio que se aborrecía; y de vez en cuando por algún crimen, porque los conventos tenían derecho de asilo[118].

¿Un murmullo de salmos?

La toma de hábitos ha sido, en todas las épocas, un medio para poder vivir y amar con más facilidades. No todo el mundo había nacido para «murmurar salmos y repetirlos sin orden alguno hasta el aburrimiento», como escribía en 1185 el teólogo Pedro de Blois.

San Agustín, pese a sus elogios a los monjes, ya enseñaba, sin embargo, que «no conocía a gente peor que esos que acababan en los monasterios». Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en el siglo V de los que «se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una orden».

En el siglo VI, el británico Gildas escribe: «Enseñan a los pueblos, les dan los peores ejemplos mostrándoles cómo practicar los vicios y la inmoralidad (…)» A comienzos de la Edad Media, Beda atestigua que «muchos hombres eligen la vida monacal sólo para quedar libres de todas las obligaciones de su estado y poder disfrutar sin estorbos de sus vicios. Estos que se llaman monjes, no sólo no cumplen el voto de castidad, sino que llegan incluso a abusar de las vírgenes que han hecho ese mismo voto».

Lo mismo ocurrió en todas las regiones infestadas por la dogmática romana y la hipocresía. En la alta Edad Media, el abad cluniacense Pedro el Venerable, luego canonizado, nos dice que, por más que buscaba en casi toda Europa, en lugar de monjes no veía ya nada más que calvas y hábitos. En la Edad Media tardía, Nicolás de Clemanges, secretario personal del papa Benedicto XIII, reconoce que los frailes eran justo lo contrario de lo que debían ser, pues la celda y el convento, la lectura y la oración, la regla y la religión, eran para ellos lo más aborrecible que había. A comienzos de la Edad Moderna, Giordano Bruno habla del «cochino monacato», generalizando el calificativo. Y Voltaire llega a decir que «los monjes que han corrompido a las gentes están por todas partes»[119].

Mujeres: «(…) ni entrar ni salir del convento»

Claro está que la Iglesia tomó todas las medidas de prevención imaginables. Ya en tiempo de Pacomio, las mujeres no debían «ni entrar ni salir del convento» como escribe un católico moderno. Si una mujer dirigía la palabra a unos monjes al pasar junto a ellos, «el más anciano (…) tenía que responderle con los ojos cerrados». Los benedictinos también se regían por una estricta clausura. Los cluniacenses no dejaban establecerse a las mujeres ni siquiera en las proximidades de sus monasterios —en un círculo de dos millas—. Los franciscanos, como se dice en la segunda regla de la Orden, debían «tener cuidado con ellas y ninguno debe conversar o simplemente andar con ellas o comer de su mismo plato en la mesa». Y, en una tercera regla, san Francisco prohibió «enérgicamente a todos los hermanos entablar relaciones o consultas sospechosas con mujeres y entrar en conventos femeninos». «A fin de no dar al diablo ninguna ocasión», disponía el sínodo de París en 1212, «las puertas que despierten sospechas, las distintas zonas de las abadías, los prioratos y todas las estancias de las religiosas deben ser atrancadas por orden de los obispos». Pero el mejor sistema de vigilancia fue siempre hacer que los monjes se confesaran constantemente: en los monasterios irlandeses de la primera época, no menos de dos veces al día.

Las infracciones se castigaban duramente. Así, los libros penitenciales de comienzos de la Edad Media fijaban una penitencia de tres años para el monje que se acostaba con una muchacha; si lo hacía con una monja le caían siete años; si cometía adulterio, diez años de penitencia, seis de ellos a pan y agua; si la relación era incestuosa, doce años, seis de ellos a pan y agua. En el caso de que dos religiosos se casaran, el papa Siricio, en las primeras decretales llegadas hasta nosotros, ya exigía como expiación que fueran «encerrados en sus habitaciones» a perpetuidad (!), lo que fue, en principio, la pena habitual durante siglos. Con motivo de una apelación, el papa Zacarías —conocido «sobre todo, por su misericordia»— ordenó en el año 747 que se arrojara a una mazmorra a los monjes y monjas que hubiesen roto los votos, y que permanecieran allí, haciendo penitencia, hasta su muerte[120].

«Y así alimentaban la carne con antojos»

Pero todas las precauciones, castigos y apaleamientos fueron inútiles; el libertinaje de los frailes era tan proverbial (infra) y el refinamiento de su inmoralidad tan extremado que algunos caballeros se enfundaban el hábito antes de irse a la aventura.

Más aún, el aislamiento de los conventos, la protección de la clausura y la ociosidad, lo que hacían realmente era estimular el desenfreno. En las iglesias se bailaba y se cantaban coplas. Las tabernas vivían de los monjes, compañeros de bufones y prostitutas.

En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpetuidad a causa de su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos, de paisano, bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos «iban de una mujer a otra». En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que quedaban convivían con mujeres como en un burdel. Y era conocido por todos los vecinos que los religiosos del arzobispado de Narbona tenían mancebas (focarías); entre ellas, algunas mujeres que habían arrebatado a sus maridos.

Para convencer más fácilmente a las mujeres, los padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban sus favores sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor que con un extraño. Al parecer, en la región de los calmucos las mujeres preferían fornicar con los monjes justamente por razones religiosas. Por lo visto, les hicieron creer que, después, participarían de su santidad.

El teólogo de Oxford John Wiclif (1320-1384) nos ofrece una imagen plástica de esta vida espiritual: «la perdición y la licencia en el pecado son tan grandes», escribe, «que había sacerdotes y monjes (…) que mataban a las doncellas que se negaban a cohabitar con ellos. No menciono su sodomía, que sobrepasaba toda medida (…) Bajo sus capuchas, hábitos y sotanas, seducían a sus mujercitas (juvenculas), a veces después de que a éstas ya les habían afeitado el cabello (…) Tras escuchar sus confesiones, los monjes mendicantes abusaban de las mujeres de nobles, comerciantes y campesinos, mientras sus maridos estaban en la guerra, en sus negocios o en sus campos (…) Los prelados poseían a monjas y viudas. Y así alimentaban la carne con antojos».

No obstante, los abades como Bemharius, del monasterio de Hersfeid, con frecuencia «superaban a todos con los peores ejemplos». Tenían hijos a montones: el abad Clarembaldo de San Agustín, en Canterbury, tuvo diecisiete sólo en una aldea; o se apareaban con sus parientes más cercanos, como el abad de Nervesa, Brandolino Waldemarino, que hizo asesinar a su hermano y se acostaba con su hermana.

Todavía a finales del siglo XVIII, los superiores de algunos monasterios —como el abad Trauttmannsdorff de Tepl, en Bohemia— no pisaban el convento o el coro durante años y acudían a la iglesia generalmente sólo en las grandes festividades, pero daban espléndidas fiestas y bailes en el monasterio, servidos por lacayos de relucientes libreas, derrochando grandes patrimonios.

Lo mismo se puede decir de órdenes mendicantes como la de los franciscanos irlandeses, los llamados hiberneses de Praga. En la celda de su guardián se bailaba y se cantaba hasta la medianoche; daban banquetes en la sacristía, junto al altar mayor, y mientras los hermanos mayores golpeaban brutalmente a los jóvenes, los padres retozaban con las mujeres entre los viñedos[121].

Sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María

Los caballeros de la Orden Teutónica mostraron asimismo una espléndida vitalidad. Pues al igual que su amor al prójimo no fue el menor obstáculo para que exterminaran a la mitad de Europa Oriental, su votum castitatis, una vida «sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María» tampoco les impidió joder con todo aquello que tuviera vagina. Casadas, vírgenes, muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, incluso animales hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo siguió denominándose durante bastante tiempo «el suelo de las doncellas», en recuerdo de las pasiones sexuales de los caballeros espirituales.

«Como resultado del sumario sobre la casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas, habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de nueve años».

Suspirando por los hermanos y por los animales

Por otra parte, las frecuentes dificultades para mantener relaciones heterosexuales debieron de empujar a muchos monjes a la homosexualidad o a otros tipos de contactos sexuales.

Es cierto que contra eso se tomaron todas las precauciones imaginables. Ya en el monacato más antiguo ningún monje podía hablar con otro en la oscuridad, ni agarrarle de la mano, lavarlo, enjabonarlo o tonsurarlo; incluso debían guardar una pequeña distancia entre ellos, tanto si estaban parados como si iban caminando. Tampoco debían «cabalgar dos juntos a lomos de un asno sin montura». Se prefería que los monjes no durmieran en celdas individuales. En el pabellón, cada cual tenía que permanecer vestido en su propia cama, generalmente uno más anciano entre dos jóvenes, y el dormitorio tenía que estar iluminado durante toda la noche hasta el amanecer; además, un grupo reducido velaba por turnos. Pero por muy completa que fuese la labor de espionaje, los monasterios, como las cárceles, siempre fueron centros de relación homosexual, relación que los monjes fueron los primeros en difundir.

En la Antigüedad sucedía más abiertamente y comunidades religiosas enteras fueron destruidas por la pederastia. Hoy en día se guarda cierta discreción. Un personaje anónimo, de treinta y cinco años de edad, confiesa:

«La inclinación homoerótica se reforzó en mí en el mundo puramente masculino de la escuela del convento». Nuestro informante inició a algunos chavales «en la sexualidad, individualmente o en pequeños grupos», mediante determinados «actos sexuales». Pero tenía «miedo a ser descubierto» así que, «con una sola excepción, no solía repetir. La excepción fue un joven con el que tuve una relación sexual completa en diversas ocasiones». Otro fraile, profesor universitario: «El deseo me atraía hacia algunos amigos y hacia la relación homosexual con ellos (…) Nadie podía ofrecerme algo distinto». Un tercero: «debido a que en el internado estábamos absolutamente apartados de las chicas, esta inclinación se desarrolló de forma exclusiva y ha seguido existiendo en mí hasta hoy».

Los monjes fornicaban incluso con seres que en el cristianismo no están precisamente bien vistos. Así, cuando, a comienzos del siglo IX, y a causa de los continuos escándalos, se suprimieron los monasterios mixtos en Europa oriental (donde ambos sexos aspiraban al Cielo separados, pero bajo el mismo techo), el abad Platón, con admirable coherencia, expulsó también del área de su monasterio a todos los animales hembras. Hasta San Francisco, el amigo de los animales, se vio obligado en su segunda regla a prohibir a todos los hermanos, «tanto clérigos como laicos, que tuvieran un animal, ellos mismos o en casa de otros o por cualquier otro medio»‘. Y en el siglo XIV el gran maestre de la Orden Teutónica, Conrado de Jungingen, volvió a prohibir «cualquier clase de animal hembra en la casa de la Orden en Marienburg»[122].

Dispensando mercedes con el látigo

Un peculiar intento de satisfacción sexual era el castigo corporal, que se practicaba en los conventos desde siempre y que, curiosamente, servía, entre otras cosas, para expiar los pecados sexuales. Porque lo que hace el castigador por deseo del castigado, eso que llama orden, disciplina, moral o lo que sea, a menudo sólo persigue, en realidad, obtener placer, calmar sádicamente la propia libido, lo que con frecuencia lleva a quien está siendo azotado a la eyaculación (o en las mujeres, al orgasmo). Algunos educadores disfrutan tanto «zurrando la badana» a sus alumnos y «dándoles una tunda» que ya no pueden mantener relaciones sexuales.

En realidad, el goce era a veces reciproco; y es que la flagelación pasiva, en especial entre los jóvenes, provoca la erección del pene o el clítoris y, a veces, en pleno azote de nalgas, la eyaculación, como ya sabía el Talmud.

Aplicarse ortigas, como era corriente entre los penitentes cristianos —muchos conventos las plantaban con esa finalidad—, fue, desde la Antigüedad, un recurso afrodisiaco. Asimismo, las mujeres francesas se masturbaron durante mucho tiempo con ortigas y, todavía en el siglo XVIII, los burdeles dedicados a la flagelación siempre estaban provistos de matas recién cortadas, destinadas a las prácticas sadomasoquistas.

Un grabado medieval en madera muestra a una abadesa que azota el trasero desnudo de un obispo con una vara de abedul, con evidente complacencia por ambas partes. En el monasterio mixto de Fontevrault, cuya jurisdicción estaba en manos de una abadesa, las hermanas mandaban y los monjes servían, y cada monja podía azotar a un monje en las espaldas, en el trasero o en los genitales, a su completa discreción. Si el monje se quejaba, la abadesa le zurraba de nuevo. Pero la severidad nunca era excesiva y frailes y monjas se disciplinaban juntos, actuando el confesor y la abadesa como «dispensadores de mercedes».

«Disciplinar» a las mujeres, incluidas las aristócratas, se convirtió en todo un juego de sociedad, especialmente entre los jesuitas. Dado que, de acuerdo con los estatutos, era un deber «imitar la pureza de los ángeles mediante la radiante limpieza de cuerpo y espíritu», no sólo fustigaban a sus alumnos, sino también a las muchachas que se confesaban, para poder verlas desnudas. El padre Gersen S. J. se convirtió en un adicto de esta práctica, hasta el punto de que solía atacar a las jóvenes aldeanas cuando estaban trabajando en el campo. La crónica de la Orden, versificada en latín, informa: «Pater Gersen, virgines suas nudas caedebat flagris in agris. O quale speculum ac spectaculum, videre virgunculas rimas imas».

En Holanda, los jesuitas fundaron una hermandad, formada entre las mujeres ricas y nobles, cuyos miembros se hacían azotar una vez a la semana. No obstante, no recibían la «penitencia» sobre la espalda desnuda, la disciplina secundum supra; seguramente por consideración, se les aplicaba la «disciplina española» o disciplina secundum sub —mucho más popular pero muy discutida—, consistente en azotes en los genitales, las piernas, los muslos y el trasero. Esta modalidad debió de ser habitual entre las mujeres y las jóvenes; es de suponer que provocara en ellas ciertos movimientos lúbricos muy naturales. Las damas holandesas disfrutaron mucho en aquella época con este tipo de castigo y animaron a los padres a «proseguir con su paternal disciplina».

En España las penitencias corporales de las mujeres después de la confesión fueron de uso corriente. Los jesuitas hacían con ellas las delicias de damas de la corte, princesas extranjeras o esposas e hijas de ministros, que las recibían desnudas en la misma antecámara de la reina. «He escuchado de eminentes españoles», escribe G. Frusta en el siglo XIX, «que los jesuitas y los dominicos, quienes como confesores se convertían en asiduos y casi imprescindibles visitantes de toda casa que fuera un poco distinguida, practicaban multitud de cosas como las mencionadas y que, avisados de antemano, asistían, unas veces ocultos y otras no, a las disciplinas prescritas, en particular en los conventos donde se solía encerrar a mujeres rebeldes o frívolas, muchachas enamoradas y otras tales (lo que aún hoy sigue sucediendo). Cuando la dama era especialmente atractiva, dirigían la ejecución ellos mismos»[123].

En Europa Oriental, orgías al pie del altar

En los monasterios rusos también se rindió homenaje al flagelantismo hasta bien entrado el siglo XIX. Destacaban, entre los más conocidos, los conventos de Ivanovsky y los de vírgenes en Moscú, donde, sin importar la edad, «sabían unir en maravillosa combinación religión y erotismo, mística y deleite».

Naturalmente, las religiosas rusas y las occidentales estaban sometidas, por lo general, a situaciones idénticas. Así por ejemplo, el zar Iván III tuvo que decretar en torno a 1503 «que monjes y monjas no vivan nunca juntos, sino que los monasterios de hombres y de mujeres deben estar separados». E Iván IV, que curiosamente instituyó un tribunal laico para la vigilancia de la moral de los sacerdotes, constataba en 1552: «Los monjes mantienen sirvientes y son tan desvergonzados que llevan mujerzuelas al monasterio para derrochar los bienes de éste en vicios y entregarse a la lujuria general (…) Finalmente —y esto es lo más deplorable, lo que atrae sobre un pueblo la cólera divina, la guerra, el hambre y la peste—, también se dan a la sodomía».

En el siglo XVIII —cuando un viajero alemán llegado de Rusia informa de que «la principal ocupación de los sacerdotes y monjas rusos es el comercio con la superstición, el crimen y la inmoralidad»—, la zarina Isabel, que era muy devota, escogió con toda intención los monasterios como residencias de paso y allí, con cínicos arrebatos religiosos que debieron de servir de ejemplo para la mayor parte del clero, promovió verdaderas apoteosis de la carne, por las que su confesor Dubiansky —la persona «más importante» de la Corte— tenía que absolverla de vez en cuando, sobre el terreno. El historiador que se entrega a la tarea de retratar con fidelidad estas farsas religiosas y eróticas, que se cedían el escenario unas a otras a un ritmo frenético, parece un fiel copista de la obra de un Sade. Como en las más demenciales escenas descritas por este diabólico genio, vemos representados en los monasterios de la Rusia de Isabel los dramas eróticos más terribles y sangrientos. Se celebran orgías al pie de los altares, se hacen ofrendas a la más refinada lujuria, con las imágenes sagradas en las manos. La gula y los excesos extienden enfermedades contagiosas por todo el estado ruso, eclesiástico y monacal. Un archimandrita (arzobispo) «viola a una muchacha en plena calle»… y no le ocurre nada en absoluto[124].

Por lo que respecta a las monjas —que, en la Rusia de aquel tiempo, no ocultaban ni a sus amantes ni a sus hijos, a los cuales educaban ellas mismas y que, por lo general, se convertían a su vez en monjas y monjes— no les iban a la zaga a los frailes in puncto sexti.