CAPÍTULO 10
LA CASTIDAD EN LA EDAD MEDIA Y MODERNA

«Por el contrario, debemos odiar al cuerpo con sus vicios, porque quiere (…) vivir según la carne.»

FRANCISCO DE ASÍS

«¡Cómo me repugna la Tierra cuando miro al Cielo!»

IGNACIO DE LOYOLA

Me repugna servirme de estos contentos de aquí sólo como comparación.

TERESA DE ÁVILA

Toda la Edad Media cristiana considera como el más elevado ideal aquella existencia hostil al cuerpo y a los instintos de los ascetas histéricos. Para el hombre medieval, casi todo lo referente al sexo es gravemente pecaminoso, y lo patológicamente casto es santo. El placer es condenado y la castidad elevada al Cielo. Todos los excesos masoquistas de la Antigüedad regresan, las depresiones crónicas y también los torrentes de lágrimas, la suciedad, el ayuno, las vigilias, la flagelación; y se añaden nuevas monstruosidades. Es cierto que, de hecho, nunca se consiguió imponer las prohibiciones sexuales; ahora bien, como G. R. Taylor escribe, las conciencias las tenían tan gravadas que de ello resultaron los más diversos trastornos mentales. «No es nada exagerado afirmar que la Europa medieval se parecía bastante a una gran casa de locos»[86].

La Iglesia siempre ha exigido mortificación; el papa Inocencio XI (de 1676 a 1689) prohibió estrictamente que se acabara con ella y el sínodo de Issy condenó toda creencia contraria como «una loca doctrina herética».

Los predicadores difaman al cuerpo como «foso de estiércol», «vasija de la putrefacción», «todo él lleno de suciedad y monstruosidad». Juan de Ávila —elevado en 1926 a la categoría de doctor de la Iglesia— enseña el «desprecia el cuerpo»: «considéralo como un estercolero cubierto de nieve, como algo que te cause asco en cuanto pienses en él». «Y guardémonos» ordena la regla franciscana, «de la sabiduría de este mundo y de la inteligencia de la carne; pues el instinto de la carne nos arrastra vehementemente a la verborrea, pero poco a la acción (…) El Espíritu del Señor, por el contrario, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, devaluada, postergada y tratada afrentosamente (…)»[87].

Pissintunicis o una imagen para los dioses

De tal manera que había innumerables monjes, no sólo San Francisco, que dejaban que su cuerpo se pudriera, por ejemplo, no bañándose nunca; entre ellos San Benito de Aniano, renovador de los conventos benedictinos en Francia y consejero de Luis el Piadoso. Claro que la suciedad no estaba limitada en modo alguno a aquellos que, en cierta ocasión, un cronista medieval llamó, con estilo fragante, «pissintunicis» (meadores de hábitos). Algunos de los más eminentes príncipes de la Iglesia tampoco se bañaban: San Bruno, arzobispo de Colonia, hacia el siglo X; el arzobispo Adalberto de Bremen, en el siglo XI.

Era el sistema. Y era consecuente. Quien menospreciaba el cuerpo tenía que descuidarlo. Un aspecto también señalado por Nietzsche: «El cuerpo es despreciado, la higiene rechazada como sensual; la misma Iglesia se protege contra la limpieza (la primera medida cristiana tras la expulsión de los moros fue la clausura denlos baños públicos, de los que sólo Córdoba tenía doscientos setenta)». En el siglo XX la actitud hacia el baño en círculos clericales todavía es manifiestamente mejorable; tanto es así que en 1968 había que advertir que «la observancia de la higiene, expresamente, está no sólo permitida, sino recomendada».

Por supuesto que nunca faltaron los monjes limpios. Sobre todo después de las poluciones (¡y más aún después de tener contacto con una mujer!), muchos se metían volando en el primer baño. El abad Vandrilo, nacido en Verdún a finales del siglo VI, se levantaba inmediatamente después de una «contingencia» nocturna y saltaba «lleno de dolor al río; incluso en invierno, cantaba los salmos en medio del agua helada y hacía las genuflexiones usuales hincando la rodilla en el fondo». Visión digna de los dioses… Mejor dicho: ¡de Dios! Los santos obispos Wilfredo de York y Adelmo de Sherborne, el rey Erik el Santo de Suecia y otros santos, también se zambullían por razones profilácticas, incluso en la época más fría. Asimismo, en cierta ocasión, Bernardo de Claraval, el «gran médico y guía de almas», «el genio religioso de su siglo» —al que, como Lutero sabía, «le olía, le hedía el aliento de tal modo que nadie podía permanecer junto a él, por supuesto a causa de las penitencias»— corrió a arrojarse a un estanque después de haber estado observando a una mujer con excesiva complacencia. Otros consideraron a la mujer como una grave hipoteca, al mundo como un valle de lágrimas y a la vida como una carga; festejaron la tristeza y derramaron lágrimas por torrentes. Benito de Aniano es tan bendito que llora siempre que quiere. Igualmente, San Romualdo (muerto en 1027) —su máximo deseo hubiera sido convertir al mundo en «una sola ermita»— podía ponerse a berrear a voluntad durante la misa, en el sermón, desde lo alto de un caballo si se terciaba, y a veces, en aquellos momentos, «todo su corazón» se fundía «como cera»: «un espíritu religioso de fuego (…) de la categoría del de los antiguos cristianos». Y, al parecer, la misma gracia le fue concedida nada menos que a Gregorio VII, que aprendió la lección (infra).

Más adelante también se practicó el silencio, que se relacionaba de forma nada tangencial con el miedo a pecar y estaba ya en uso entre los antiguos indios y chinos. Algunos eremitas sólo hablaban en domingo; otros hablaban durante cien días y ni uno más; los cartujos, los camaldulenses y sobre todo los trapenses guardaban un silencio tan estricto que algunos se volvían locos[88].

Ayunar al modo antiguo y al moderno

Los ayunos continuaron de forma intensiva; en especial, de acuerdo con Tomás de Aquino, se atribuía a todos los productos animales, y sobre todo a los huevos, un fuerte influjo sobre la vida sexual. Los virtuosos cristianos del hambre lograron records: en algunos casos se pretende que aguantaron durante quince o veinte años —o veintiocho, como Santa Liduvina— sin alimento. En el siglo XIX Domenica Lazzari y Louise Lateau todavía guardaron abstinencia —exceptuando la sagrada comunión—, al menos, durante doce años.

Por el contrario, ¡qué generosa es la Iglesia hoy en día! No sólo declara el «placer del paladar» como simple pecado venial, siempre que no se quiera convertir al estómago «en un dios» sino que, incluso cuando proclama la obligación de ayunar, dispone: «Si en un día de ayuno alguien se ha procurado dos veces una satisfacción completa (consciente o inconscientemente), ya no puede cumplir ese día con el ayuno. Así que puede volver a comer hasta saciarse en lo que queda del día». ¡Si esto no es progresar! Es cierto que consumir carne los viernes sigue estando prohibido, pero hay una gran cantidad de dispensas y, además, se toleran exquisiteces en masa: huevos, leche, pescados, ranas, tortuga, caracoles, mariscos, ostras, cangrejos, y, en virtud de una indulgencia suprema para «el antiguo Reich y Austria» (desde los papas fascistas, es conocida la debilidad de los Vicarios de Cristo por los alemanes), caldo de carne todos los días, salvo Viernes Santo[89].

Flagelar bien a un miembro malo

En los umbrales del siglo, la gente se cubrió de nuevo de cadenas y corazas, llevaba cilicios con bolas de plomo, púas sobre la carne desnuda y unas ligas penitenciales con dientes de hierro para desgarrarse las piernas.

En aquel tiempo, azotarse o dejarse azotar se convirtió en una verdadera moda. Tres mil azotes (o tres mil salmos) correspondían a un año de expiación. Como campeón de esta especial manera de salvar almas consta cierto dominico del monasterio de Fontavellano, quien, además de haber estado metido en una coraza de hierro durante quince años, lo que le valió el título de Loricatus el Acorazado, logró absolver en pocas semanas cientos de años de expiación.

La flagelación fue introducida en casi todas partes y promovida por la Iglesia. Si una disciplina de cincuenta azotes está permitida y es buena, en ese caso, concluye San Pedro Damián, cardenal y Doctor de la Iglesia, con mayor razón lo será, naturalmente, una disciplina de sesenta, de cien, de doscientos golpes, por qué no de mil. Y es que, con pasmosa lógica, Damián califica de irracional censurar la mayor parte de una cosa cuya menor parte se considera buena. Como ulterior profilaxis, el santo recomendaba huir de la mirada de las mujeres, comulgar frecuentemente y beber agua, relatando, para concluir, cómo un monje domeñaba a su miembro mediante un hierro ardiente.

Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos (1215), se azotaba a menudo hasta perder el sentido. Y en realidad, parece que los dominicos se apaleaban «como si fuesen perros».

El dominico Heinrich Seuse (muerto en 1366), alumno aventajado del maestro Eckhart, se flagelaba diariamente y llevó a sus espaldas durante ocho años, día y noche, una cruz mechada con treinta clavos. «Dondequiera que estuviese, sentado o de pie, le hacía el efecto de llevar una piel de erizo sobre él; si alguien, inesperadamente, le rozaba o le daba una palmada a su vestido, le hería (…) Con esta cruz soportó, durante mucho tiempo, dos disciplinas diarias de la forma siguiente: se golpeaba con el puño las espaldas para que los clavos penetraran en la carne y quedaran ensartados en ella, de modo que tenía que extraerlos con el vestido». Así que, por lo visto, Seuse solía andar salpicado de heridas supurantes que nunca se limpiaba[90].

Una persona contenta de vivir

La castidad de San Luis Gonzaga brilla con luz propia a los ojos del Señor. Este jesuita, muerto a los veintitrés años, cuyos atributos son un tallo de azucena, una cruz, un látigo y una calavera, enrojecía de vergüenza en cuanto se quedaba solo con su madre. Durante su primera confesión, perdió el sentido; decía un avemaría a cada peldaño de una escalera, rezaba ante un crucifijo, de bruces, a menudo durante horas, y sollozaba hasta humedecer su habitación. Aparte de ello, ayunaba como mínimo tres días a la semana a base de pan y agua y se disciplinaba horriblemente al menos tres veces, más adelante incluso cada día, aparte de otras tres veces, entre el día y la noche. ¡«Sus camisas, que le eran mostradas a la marquesa, estaban todas ensangrentadas a causa de los castigos»! Con todo, asegura un jesuita moderno, ¡era «una persona contenta de vivir, saludable»! Posteriormente, en el Siglo de las Luces, fue ascendido a patrón de la juventud estudiosa. Y todavía hoy, uno de los «más progresistas» teólogos morales —para el que, por cierto, el ideal aloysiano de la «inocencia angelical» ha llegado a ser «hasta cierto punto discutible»— ve «de hecho, algo fascinante» en este curioso santo.

El jesuita belga Johannes Berchmanns, otro canonizado que murió muy joven (en 1621, a los veintidós años), no sólo huía de la mirada de las mujeres, sino también de la de los hombres. Por ello, se arrastraba por la tierra sobre sus rodillas desnudas mientras rezaba, suspiraba, gemía y besaba con fervor una imagen de la santísima Virgen María a la que siempre estaba dando los nombres más hermosos. Y a la hora de aventurarse en la cama distribuía previamente los distintos lugares de ésta entre diversos santos, los guardianes de su castidad, depositando a los pies al cristo crucificado. También se flagelaba entre tres y cuatro veces por semana y los días de fiesta llevaba un cilicio. ¿Por qué será que estas gentes, tan contentas de vivir, morían tan jóvenes? Aquel clérigo que pereció en París, en 1727, a los veintisiete años, a causa de las penitencias (después de lo cual se desencadenó alrededor de su tumba una salvaje epidemia convulsiva, con consumo de excrementos, libación de llagas podridas y similares), seguramente no habrá sido la última víctima de la locura ascética clerical.

En cualquier caso, en las épocas más recientes no debe de haber muchos «canonizados» que no hayan practicado la autoflagelación. Y, ya en el siglo XX, es de suponer que no sean los jesuitas los únicos que se obsequian con fustas y puntas de acero; al fin y al cabo, la mortificación extrema es, según un dicho de San Francisco de Sales, ¡la avena para que el asno vaya más rápido![91].

«A veces parece que hayan perdido su condición natural (…)»

Casi todo lo que la Iglesia recibe en sus manos o es arruinado o intenta arruinarlo. Casi todo lo que se deja seducir queda preparado para el cielo y «acabado» para el mundo. Casi todo es objeto de «mortificación» (¡un término magnífico!): incluidas las pobres monjas de clausura. Ellas, que muchas veces se tenían que dejar castigar por otros, se castigaban, como los monjes, incluso «por los pecados pasados, por los que algún día se cometerían, además de por sus semejantes todavía vivos, por las ánimas del purgatorio, a la mayor honra de Dios y por otras mil razones».

Y las monjas contemporáneas siguen estando poseídas por el ansia de flagelarse y de hacer enmudecer a la carne. «Sólo el dolor hace soportable la vida» afirma la santa Marguerite Marie Alacoque; «¡padecer constantemente y después morir!» clama Santa Teresa; «padecer constantemente, pero sin morir» corrige Santa María Magdalena dei Pazzi. María de la Trinidad «querría quebrarse de sufrimiento». No hace mucho tiempo, Marie du Bourg reconocía que, si el dolor se vendiera en el mercado, «acudiría allí corriendo a comprarlo». Ante esta tradición de pura locura, una monja se asombra hoy de sus compañeras: «a veces parece que hayan perdido su condición natural. Parece que, de algún modo, están atrofiadas o depauperadas, hasta en su substancia humana».

Las carmelitas descalzas soportaban obedientemente la disciplina durante los cuarenta días de Cuaresma, el tiempo de Adviento, y cada lunes, miércoles y viernes. Los viernes, además, tenían que azotarse «por la propagación de la fe, por sus benefactores, por las almas del purgatorio» y por otras tantas cosas. Cobraban palos adicionales por una «culpa media» esto es, si cantaban o leían de modo distinto al acostumbrado, si charlaban en el capítulo sin permiso o hablaban de forma inconveniente, etcétera. Y eran golpeadas, más aún, por cada «culpa grave»[92].

Flagelantismo, alegría fecal y culto al Corazón de Jesús

Desde el momento en que entraban, las novicias recibían en muchas órdenes un flagelo, con la advertencia de usarlo con diligencia. Si una monja moría, las restantes se tenían que desgarrar las carnes por la muerta durante semanas. Unas se castigaban dos veces al día, otras se golpeaban a sí mismas durante la noche. E, indudablemente, a algunas les gustaba, pues las prácticas masoquistas más diversas se basan precisamente en la transformación del dolor en placer, del disgusto en gozo. La misofilia fue una forma singular de ascetismo cristiano, una especie de ritual de purificación; por medio de un envilecimiento extraordinario se esperaba la exención de los propios pecados.

Nunca se podrá averiguar cuántos ascetas disfrutaron de la tortura y la autotortura, en qué medida esta represión del placer ha derivado frecuentemente en placer; cuántos de entre los piadosos héroes de la inmersión acaso no eran sino simples fetichistas del frío, narcisistas del erotismo epidérmico. También hay quien, no siendo asceta —pero de igual manera que los grandes neuróticos de la Salvación y asaltantes del Cielo—, se arroja sobre los zarzales o los alfileteros o se hace golpear y maltratar, quien disfruta cuando le clavan herraduras ardientes en las plantas de los pies, le chamuscan el falo, le cauterizan el prepucio o le rajan la piel de la barriga; y se contenta (o no) con ello, sin más metafísica.

Santa María Magdalena dei Pazzi (1566-1607), una carmelita de Florencia, una de las «más eminentes místicas de su orden», se revolcaba entre espinas, dejaba caer la cera ardiendo sobre su piel, se hacía insultar, patear la cara, azotar, y todo ello la llevaba al más evidente y extremo de los arrobamientos, y lo hacía, como priora, en presencia de todas las demás. Mientras aquello duraba, gemía: «¡basta, no atices más esta llama que me consume, esta especie de muerte que deseo; que está unida a un placer y una dicha excesivos!». «El ejemplo clásico de una flagelante ascética sexualmente pervertida» (cf. infra). [La salesiana francesa Marguerite Marie Alacoque (1647-1690) se grabó a cuchillo en el pecho un monograma de Jesús y luego, cuando la herida empezó a cerrarse demasiado pronto, la rehízo a fuego con una vela. Algunas temporadas sólo bebía agua de lavar, comía pan enmohecido y fruta podrida, una vez limpió el esputo de un paciente lamiéndolo y en su autobiografía nos describe la dicha que sintió cuando llenó su boca con los excrementos de un hombre que padecía de diarrea. No obstante, por tal demostración de fetichismo se le concedió permiso para besar durante toda la noche el corazón de una imagen de Jesús mientras la sostenía con sus propias manos. Pió IX (Non possumus) ¡la proclamó santa en 1864! La orden del Corazón de Jesús, la devoción del Corazón de Jesús y la fiesta del Corazón de Jesús se remontan a las «revelaciones» de esta monja.]

Catalina de Génova (1447-1510) masticaba la porquería de los harapos de los pobres, tragándose el barro y los piojos. Fue canonizada en 1737 (cf. infra). Santa Ángela de Foligno (1248-1309) consumía el agua de baño de los leprosos. «Nunca había bebido con tanto deleite» reconoce, «Un trozo de costra de las heridas de los leprosos se quedó atravesado en mi garganta. En lugar de escupirlo, hice un gran esfuerzo por terminar de tragarlo, y también lo conseguí. Era como si hubiese comulgado, ni más ni menos. Nunca seré capaz de expresar el deleite que me sobrevino» (cf. infra).

La monja Catalina de Cardona huyó de la corte española a un lugar despoblado, habitando durante ocho años en una gruta y durmiendo, incluso en invierno, sobre el suelo desnudo. Llevaba un cilicio penitencial, además de cubrir su cuerpo con cadenas y de tratarse, a menudo durante dos o tres horas, con los más variados instrumentos de tortura. Finalmente se volvió rumiante. Se doblaba sobre la tierra y comía hierba como un animal[93].

«(…) Delicadísima manifestación del espíritu cristiano»

Éste es el ascetismo medieval, «aquella profundísima y delicadísima manifestación del espíritu cristiano»; lágrimas, sangre, desprecio del cuerpo, de la libido; del mundo, en definitiva. La más grande mística del catolicismo, Teresa de Ávila, cuya «equilibrada personalidad» ensalzan los católicos, enseña incluso a «menospreciar todo lo que tiene un final». Para Santa Teresa, «toda la vida está llena de engaño y falsedad», «nada hay sino mentira», «nada más que inmundicia», «todo lo terrenal es asqueroso»: el agua, los campos, las llores; «todo esto me parece basura». Y como a todo lo demás, estas personas también se aborrecen a sí mismas —o lo pretenden, al menos—. «Y su odio a sí misma era mayor de lo que podía soportar» se dice de Santa Catalina de Génova (cf. infra).

Porque, obviamente, también las ascetas «pecaban» constantemente y eran tentadas sin cesar por el sexo, por «Satanás»: un «gran pintor», como sabía Santa Teresa, a la que solía seguir el Príncipe de los Infiernos, solo o con un gran séquito (infra). «Todos los vicios se han despertado de nuevo en mí», dice Ángela de Foligno; «habría preferido quemarme en la parrilla a padecer semejantes torturas». A Catalina de Siena la atribulaban legiones enteras de demonios; la alborotaban en su celda e incluso en la iglesia. Del mismo modo. Catalina de Cardona sufría entre los malos espíritus, que tan pronto saltaban sobre sus hombros bajo la forma de grandes perros pastores como aparecían en forma de serpientes… ¡el viejo símbolo fálico! Sobre Micaela de Aguirre, una monja española del siglo XVII, cuenta su biógrafo: «De noche, mientras la doncella de Dios estaba acostada en su pobre cama, llegaba hasta ella el demonio en la figura de un caballo bien guarnecido; subiendo a la cama, ponía sus pies sobre Micaela, y pisaba con todo el peso de su cuerpo y la maltrataba (…)»

Puesto que el cristianismo predicaba la castidad desde San Pablo, puesto que se convertía a los ascetas en ídolos y se les ascendía a santos, a grandes modelos para cualquier persona, la negación de la naturaleza, permanentemente propagada, al final tenía que salir de los claustros y las grutas y atrapar también a los laicos. Alcanzó hasta a los príncipes y princesas, quienes, desde luego, siempre fueron los primeros a los que se trató de mantener bajo control. Así, por ejemplo, el emperador Enrique III, uno de los más poderosos soberanos de la Edad Media, nunca llevaba las insignias de su dignidad si no se había flagelado previamente. San Luis no descuidaba «la disciplina» durante su confesión semanal. Así, se torturaban Margarita de Hungría, Isabel de Turingia —a la que su propio confesor se cuidaba de abofetear en ambas mejillas— o la condesa polaca Eduvigis, de la que Lorenzo Surio informa: «ya no quedaba nada más que hueso bajo su piel sucia y pálida, la cual, por los incesantes latigazos, había adquirido un color completamente original, y siempre estaba cubierta de moratones y heridas». Incluso desde el lado cristiano se admitía: «lo que antaño fue practicado por algunos en un exceso de celo, hoy es aceptado como un medio normal para aspirar a la santidad». En todo caso, se muestra la incurable ilógica del pensamiento teológico cuando un católico del siglo XIX, a menudo sorprendentemente honrado, constata que «flagelarse o hacerse flagelar como penitencia se ha convertido desde hace tiempo en una costumbre generalizada (!) y extendida por todo el mundo», añadiendo a continuación que «el empeño, bienintencionado en su origen» degeneró finalmente «en excesos enfermizos y, propagándose contagiosamente, en el desenfreno de las sociedades de flagelantes o fustigadores»[94]. ¡Como si hubiera sido reciente el carácter enfermizo y la degeneración! ¡Como si una enfermedad sólo fuera enfermedad a partir de una epidemia! ¡Como si la imbecilidad sólo fuera imbecilidad cuando se apodera de lodos! ¡Como si el furor penitencial tras los muros de los conventos se diferenciara fundamentalmente de los delirios de la masa!

Muerte al falo y el arte de los skopzi

La castración floreció también en la Edad Contemporánea, aunque sólo en el cristianismo oriental, en la secta rusa de los skopzi («castrados»), los ortodoxos, como en cierta ocasión los llama Dostoievsky. Éstos rechazaban la Iglesia y el Estado —a los que consideraban el imperio del Anticristo—, los popes y los obispos —servidores de Satanás—, y aunque admitían a Jesús sólo lo hacían como precursor del segundo y más importante hijo de Dios, su fundador Selivanov (muerto en 1832), que se había sometido a un «bautismo de fuego», consistente en la eliminación de su miembro mediante un hierro al rojo. Con su doctrina de que el pecado original es el acto sexual y que sólo mediante la muerte del falo la humanidad es salvada y se abren las puertas del Paraíso a los fieles, convenció a miles de personas no menos embaucadas en su religiosidad.

Crearon, principalmente, dos clases, dos grados de «pureza»: la del pequeño sello (rango angélico), la clase inferior que «sólo» exigía la extirpación de los testículos, y la del gran sello o sello imperial, en el que también el miembro caía como ofrenda a la ley. Los cirujanos, virtuosos de mi arte, debieron de realizar trabajos sobresalientes con el más sencillo instrumental: un cuchillo y una servilleta. No obstante, los fanáticos afrontaban el trámite por sí solos (a veces de un hachazo). Un hierro al rojo restañaba la sangre.

Entre las mujeres había, igualmente, dos grados de devoción, una primera y una segunda «pureza»: una, por ejemplo, se deshacía los dos pezones con hierros y luego: otra, por ejemplo, se extirpaba ambos senos: o bien se deshacía los órganos sexuales, castrándose el clítoris o los labios menores.

Con el fin de aumentar su secta, los skopzi, por lo general, sólo se hacían emascular después de tener hijos. Asimismo, algunos permitían a sus mujeres que tuvieran relaciones con otros hombres, y el retoño que surgía de ellas también era castrado. Por lo demás, enviaban a cuadrillas de agentes a comprar prosélitos y niños. Puesto que, aun reinando una pobreza abrumadora, muchos skopzi eran comerciantes de buena posición, joyeros o cambistas que normalmente gastaban todo su patrimonio en conseguir nuevos fieles, la secta prosperaba, pero, eso sí, por lo visto se perseguía sin ningún miramiento a los desertores y traidores, incluso en el extranjero, y a todos aquellos que acudían por curiosidad a sus conventículos, los atrapaban, los ataban a una cruz y los castraban por la fuerza.

Hacerle un cristito a la Santa Virgen

Una skopiza que —de forma prodigiosa— quedaba embarazada, tenía que representar el papel de la Santa Virgen; a su hijo lo consideraban un hijo de Dios y tenía que morir martirizado. Al octavo día después de su nacimiento sacaban el corazón al niño, bebían su sangre como comunión y transformaban su cuerpo secado en panecillos, que servían para la comunión pascual. «Entre estos bárbaros, la virgen, a la que se declara bogorodiza o madre de Dios, es saludada habitualmente, desde el momento de su consagración, con estas palabras: “Bendita tú entre las mujeres; tú parirás un salvador”. Luego la desnudan, la ponen sobre un altar y se entregan a un culto infame con su cuerpo desnudo: los fanáticos se agolpan para besuquearlo en todas partes. Se pide que el espíritu santo tenga a bien hacerle un cristito a la santa virgen a fin de que, en ese año, les sea concedido a los fíeles comulgar del cuerpo sagrado». Si el cristito llegaba, lo sajaban de nuevo para consumirlo en la comunión, o bien sacrificaban a la misma bogorodiza.

Ahora bien, ni siquiera la mutilación pone punto final al instinto. Lutero, que había oído hablar de aquel valdense al que la castración no hizo sino más lujurioso, afirmaba abiertamente que los castrados tenían «mayor deseo y mayor apetencia que otros, pues no desaparecen deseo y apetitos, sólo la capacidad.»

Arte a la católica

En Occidente la emasculación solamente fue cultivada por razones artísticas, para evitar el cambio de voz de los cantantes de las capillas de los príncipes y papas; se trató, sobre todo, de una costumbre italiana, todavía muy en boga en el siglo XVIII. Pero si en otras partes también se cortaban miembros infantiles a la mayor honra de Dios, fue la tierra de los papas la que abasteció de cantantes eunucos a toda Europa, apareciendo como enclave de esta industria del bel canto la villa de Nórica, en el estado papal. (El mismo Joseph Haydn, corista en la catedral vienesa de San Esteban, podría haber sido puesto ante la navaja y, como se decía entonces, «sopranizado» en aras de la «estética». Sólo la enérgica protesta de su padre le libró de ello).

Los castrados siguieron entonando sus cánticos en la Capilla Sixtina —erigida por el papa Sixto IV, un chulo excepcional, constructor también de un burdel (infra)— durante siglos, hasta ¡1920! aproximadamente. No menos de treinta y dos «Santos Padres» (comenzando con Pió V, un antiguo monje e inquisidor, que, a su vez, ordenó la pena de muerte para el incesto, el proxenetismo, el aborto y el adulterio) tuvieron la misma falta de escrúpulos a la hora de hacer mutilar a los jóvenes; «la última, descarada y más acerba expresión de un deseo clerical de castración contra los laicos contemplados con envidia sexual». Pero expresión también de la aversión a la mujer, pues por este procedimiento se evitaba su presencia en los coros[95].

Sustitutivo sexual para los celibatarios dotados de fantasía, románticos o histéricos, al mismo tiempo que modo de compensación frente a la desgraciada vida del ascetismo, en el curso del tiempo se convirtió en una forma mística de devoción, en la que el amor (prohibido) hacia el otro sexo fue «espiritualizado» y «refinado» situado en la esfera de lo supuestamente Elevado, de lo Noble. El mundo oprimido de los instintos encontró un equivalente en la forzada veneración de algunas figuras del Olimpo cristiano. «Hay que leer los ardientes himnos de los monjes a María y los todavía más ardientes de las monjas a Jesús» escribe el teólogo Hans Hartmann, «para comprender esto en toda su profundidad».