«Desde que pisé el desierto, no he comido lechuga ni otras hortalizas, ni fruta, ni uvas, ni carne, y nunca he tomado un baño.»
EVAGRO DE PONTO
«Para qué quiero ver esta luz que sólo pertenece a este mundo y que para nada sirve.»
Abad SILVANO (al abandonar su celda)[74]
«Nunca rías. Entristécete de tus pecados, como se entristece uno que tiene a un muerto junto a sí».
Regla de SAN ANTONIO
(…) uno de los más preciosos frutos de la paz del 313.
VILLER/RAHNER, jesuitas[75]
Según Walter Nigg, el delito sexual manifiesta el «lado oscuro» del monacato, que sus enemigos aducían habitualmente «con regocijo» sin ni siquiera vislumbrar «qué mal certificado de sí mismos extendían con ello (…)»
Sin embargo, el «lado oscuro» de la vida monacal no es, de hecho, el de las relaciones sexuales —si prescindimos de la hipocresía en el asunto oscuro— es, más bien —cosa que Nigg parece no sospechar— el «amor de Dios» alabado por él, con algo de cursilería, como «puramente enderezado a lo Eterno, floreciente en el monasterio como un rosal»; oscuro, sobre todo, si es el resultado de una obsesiva mortificación, de traseros ensangrentados, quizás de genitales castrados… más bien neurosis que rosal, por no decir enfermedad mental.
Ciertamente, el ascetismo es un fenómeno complejo con muy contradictorios motivos y muy contradictorios efectos. En ciertas ocasiones, el apartamiento del mundo y la abstinencia temporal pueden ser absolutamente convenientes, razonables, indispensables; necesidad biológica, expresión de un afán contenido o del autoconocimiento, condición óptima para una elevada espiritualidad. El ascetismo atañe a la economía del estilo de vida y a los presupuestos de la acción creadora. Difícilmente hay cultura sin ascetismo. Una noche de amor, afirma Balzac acaso sin exageración, significa una novela sin escribir. Y Hemingway, del mismo modo, teme «dejar en la cama la mejor parte del libro». Claro que para otros la cosa es justamente al contrario; no es la renuncia sino la satisfacción lo que resulta productivo. Así, Schopenhauer escribe —en completa conformidad, por otra parte, con las recomendaciones correspondientes de los talmudistas (supra)— que un filósofo debe «ser activo no sólo con la cabeza sino también con los genitales» y por ello aconseja el matrimonio quatre… a menudo erróneamente comprendido.
Por el contrario, el ascetismo resultante del miedo a la sexualidad y del antifeminismo, que desprecia lo bello, pisotea toda naturaleza, se complace en la melancolía, en el hastío o en el dolor, que odia y fustiga al propio cuerpo y, en fin, que eleva el sufrimiento a la categoría de oficio para recorrer el «camino individual e inmediato hacia Dios» para conseguir el «carisma personal» o la propia «salvación espiritual» («la “salvación del alma”»; en alemán: «“el mundo gira en torno a mí”» Nietzsche), ese ascetismo, que nace de un celoso egoísmo, es la noche más negra, es un dominio, en particular, de aquellos que, como Rutilius Claudius Numatianus anota en el 417, en el curso de su viaje de Roma a la Galia, eligen libremente la desdicha por miedo enfermizo a las propias desdichas de la vida: una mezcla de superstición, fanatismo y enfermedad nerviosa[76].
El ascetismo ha sido celebrado durante dos mil años como ejemplarmente enérgico y heroico… ¡y qué lejos estaba de serlo! Porque desde el principio se trataba de naturalezas apáticas, minusválidas, personas frígidas, gente con una sensibilidad deteriorada, a las que la disciplina penitencial les resulta fácil y cuya abstinencia es una expresión de «virtud», espiritualidad o fuerza, tanto como pueda serlo la pérdida de visión del vigor de los ojos. De modo que el tipo humano casto y penitente, glorificado desde siempre por el clero, no es ese asceta que habría desarrollado energías extraordinarias; tampoco es, por lo demás, el titán rebosante de energía, ni el héroe vencedor de sí mismo, sino una persona débil, ideológicamente embaucada, un simple subordinado pequeño y mojigato, que no quiere ser casto por propia iniciativa, sino sólo porque se lo han sugerido, porque se lo han inculcado formalmente, ya desde pequeño. Porque un hombre así no se convierte en fanático por firmeza o por autarquía espiritual, sino por dependencia, por debilidad. Tiene que aferrarse por completo a una ilusión simplemente para poder existir. De tal forma que Nietzsche califica al fanatismo como la única «fuerza de la voluntad» a la que el débil puede ser atraído, y a los ascetas como «simples burros robustos» y «lo absolutamente contrario a un espíritu fuerte».
En realidad, los seres calificados como castos sucumben la mayoría de las veces a la presión de la sociedad, que les impide vivir aquello a lo que su naturaleza les impulsa y en su lugar les endosa una «victoria sobre uno mismo» sobre los «bajos instintos» sobre la «bestia dentro de nosotros» o «el Malo». «Mientras que el Integrado está orgulloso de las renuncias que le atormentan y piensa que responden a lo verdadero, a lo mejor de sí mismo, a su más elevado ideal de ser humano, mientras que su neurólogo le dice cuánto le estima, los ideólogos de la moralidad saben muy bien de qué manera surgen semejantes ideales».
Pero: ¿acaso no hay un cristianismo completamente diferente; un cristianismo activo, alegre, gozoso? Por supuesto. ¿Qué clase de cristianismo no existe? Hay toda clase de cristianismos. Que uno no encaja en el guión de la Iglesia, invoca a otro; que éste no encaja, invoca a un tercero. De esta forma, la Iglesia lastró a los fanáticos con la mortificación para poder tutelarlos mejor y siempre exigió menos de la masa, de las personas más laxas; por la misma razón. Aquí enseñaba el más extremo menosprecio de la vida (supra), ¡allí estimaba al mundo como obra maravillosa de Dios! Todo lo cual, evidentemente, es simple expresión de aquella especie teológica que explicaban hace no mucho en Roma —con la impasibilidad propia de los eclesiarcas— como «distintivo central del cristianismo», como perteneciente a «la esencia del cristianismo» y «más allá de lo lógico» (perífrasis teológica para designar lo contrario a toda lógica).
En todo caso, el cristianismo ascético sirvió como único ideal permanente, como modelo. Puesto que cuanto más estaba alguien dispuesto a la resignación, a la renuncia, incluso en sus exigencias más elementales, tanto más fácilmente se dejaba mandar. Así que sólo el ascetismo actuó como impronta ejemplar de la fe, y de tal manera que incluso un católico admite que «lamentablemente, en el desarrollo de la doctrina eclesiástica, los cristianos predispuestos en favor del ascetismo han sido los únicos que debían “hacer historia”. Ellos han influido fatalmente en toda la tradición cristiana»[77].
Exactamente. Y por ello aquí no nos interesa, y no interesa nunca —y en absoluto—, cómo una determinada teología quiera hacer entender el ascetismo en un momento dado, sino cómo se ha entendido y practicado desde hace dos mil años. Nos preocupan las historias y las vidas de sesenta generaciones cristianas, pero no los pretextos de esos teólogos a los que se etiqueta con ligereza de «progresistas» sólo porque siguen, obviamente con la lengua fuera, las mudanzas de los tiempos: siempre dispuestos a dar media vuelta al primer silbido de su señor.
Éstos, echándole valor, constatan ahora que el ascetismo resulta «anacrónico», que ya no «aguanta» en una sociedad de consumo, que no encuentra acogida ni «entre los monjes que un día fueron ascetas por su misma profesión». Entonces explican qué ha significado todo esto en realidad. De entrada se maquilla un poco la terminología, se rebautiza esto y aquello, sugiriendo a todo el mundo que habiendo otra palabra se está ante otra cosa: ya no se trata de ascesis, sino de «ahormar los instintos», de «gobernarlos», lo que no suena tan mal, casi parece una buena acción, acaso una pequeña bendición, en todo caso un remedio; aun cuando no siempre se evita el demasiado explícito «renunciar». Luego se subraya, pese a la doctrina contraria a lo largo de dos mil años, que Jesús no ofreció «ningún programa ascético» y se afirma con desparpajo que «San Pablo piensa de forma similar» (cf. supra). Lo que siguió después fueron «malentendidos» radicales que, además, ¡«no obtuvieron el reconocimiento eclesiástico»! Por el contrario/la animadversión hacia el cuerpo y la sexualidad floreció en el platonismo y en el maniqueísmo. El ascetismo es, por añadidura, «gnóstico» y «estoico» pero en todo caso «apócrifo» en el cristianismo. Pues el ascetismo cristiano —y esto nada menos que se exige (imputando a otros, una vez más, aquello de lo que uno mismo es culpable)— «tiene que (!) quedar libre de esa evasión del mundo tan grata a los budistas (!)» pues justamente el cristiano, «en virtud de su misión en el mundo y de su fe en la resurrección» (¡la causa principal, desde siempre, del ascetismo!), «es quien menos motivos tiene para una actitud de hostilidad hacia el mundo y el cuerpo». Finalmente se reconoce que tales «aportaciones teológicas positivas» no son todavía «patrimonio común del pensamiento teológico y cristiano» es decir: que desde Pablo se ha estilado lo contrario.
Por lo demás, los progresistas en modo alguno quieren (ni pueden) suprimir el ascetismo. Simplemente, intentan hacerlo aceptable a la «sociedad de consumo». Por tanto, que no haya nada negativo, nada asocial; basta de aislamiento y de negación del mundo. Esto son simples malentendidos de los últimos dos mil años. A cambio, hay que «hacer sitio para algo mejor», «ensayar modos de comportamiento humanos» (!), «iniciativas», «responsabilidad ante el mundo», «apasionado compromiso con el mundo», «huida hacia adelante con el mundo»; el ascetismo tendría, por qué no, «un auténtico pathos revolucionario dentro de sí». Y así, otras muchas impertinencias por el estilo[78].
En realidad, el ideal ascético cristiano siempre tuvo una apariencia muy diferente, fue constantemente el reverso de lo humano, de la alegría mundana, de lo revolucionario; o, dicho de otro modo, fue aislante, despectivo, enemigo del mundo, del cuerpo, de la sexualidad.
Así, Clemente de Alejandría, el primero que llama ascetas a los cristianos entregados a la abstinencia radical, proscribe el maquillaje, los adornos y el baile, y recomienda renunciar a la carne y el vino hasta la vejez. De la misma manera, su sucesor Orígenes exige una vida de constante penitencia y lacrimógenas meditaciones sobre el Juicio Final. El obispo Basilio, santo y Doctor de la Iglesia (el más elevado título que la Iglesia católica confiere; sólo lo tienen dos papas de doscientos sesenta y uno), prohíbe a los cristianos toda diversión, ¡hasta la risa! Gregorio de Nisa compara la existencia con un «asqueroso excremento». Lactancio llega a detectar en el perfume de una flor un arma del diablo; para Zenón de Verona la mayor gloria de la virtud cristiana es «pisotear la naturaleza». Y un agustino explica: «yo (…) menosprecio el presente, huyo de la felicidad mundana y me regocijo en las promesas de Dios. Mientras ésos dicen:
comamos y bebamos; pues mañana tenemos que morir (1 Cor., 15, 32), yo digo: ayunemos y recemos; pues mañana llegará la muerte».
Por lo que respecta a los monjes en particular. San Antonio —«Antonius eremita» o «Antonius abbas» («eremitarum»), como reza su título en la literatura hagiográfica, en una palabra, el primer monje cristiano conocido— ordena ya entonces «permanecer iguales a los animales»; un mandamiento que también recogió Benito de Nursia en su regla y que Juan Clímaco varió así en el siglo VII: «el monje debe ser un animal obediente dotado de razón» lo que un religioso moderno todavía celebra como una formulación clásica.
En esta «necedad por amor de Dios» que se predicaba por entonces se invocaba con predilección a San Pablo y sus sentencias: «lo que es necio ante el mundo, Dios lo ha escogido para confundir a los sabios»; «pero si alguno se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio» y otras brillanteces parecidas. Pues si, siguiendo a La Rochefoucauld, quien vive sin hacer ninguna locura tampoco es tan sabio como él se cree, me parece a mí que quien se conduzca como un loco no llegará a ser por ello un sabio.
Sin embargo, había bastantes cristianos que creían justamente eso e interpretaron con todos los medios a su alcance el papel de locos y, a menudo, concedámoslo, también con las mejores condiciones —hasta bien entrada la edad moderna—. En el siglo XIV el beato Juan Colombini se convirtió en fundador de su propia hermandad de «santos locos», los jesuatos. Su divisa: «En la medida de vuestras fuerzas, fingíos locos por amor a Cristo, y seréis los sabios». Sus discípulos iban a horcajadas de un borrico, con el rabo de éste en la mano y un ramo de olivo ciñendo sus cabezas, mientras Juan mismo les seguía cantando: «¡vivat, vivat Jesús Christi!»[79].
Desde luego, los que vivían tan alegremente suponían una minoría entre los ascetas, que sólo en los desiertos de Egipto eran, a finales del siglo IV, unos veinticuatro mil. Éstos vegetaban en tumbas, en pequeñas celdas y jaulas, en guaridas de fieras, en árboles huecos o sobre columnas… demostrando aquello de la «huida “hacia adelante”» y el «pathos revolucionario» (supra).
«Escapa de los hombres, permanece en tu celda y llora tus pecados» enseña el abad Macario. «Ve, baja a tu celda, y tu celda te enseñará todo», opina el abad Moisés. «Por mí, no reces en absoluto, pero permanece en tu celda», aconseja el abad Juan. La celda monacal, además de ser entendida como una tumba, a veces es denominada así: la «tumba».
Desprecio de la alegría y de la felicidad, sublevación contra la existencia, antipatía, asco, mortificación total: éste es el cristianismo clásico, el cristianismo de los mejores, de los ascetas que vivieron su vida como una vida de «crucificados», como una «enclavación vital a la cruz de Cristo», como una muerte a todas las palabras y hechos que pertenecen al orden de este mundo. Durante siglos, la autotortura fue la principal medida de la perfección cristiana.
Puesto que los ascetas debían llorar sus pecados incesantemente —«no hay ningún camino fuera de éste»—, muchos gemían noche y día: el famoso donum lacrimarum. El Doctor de la Iglesia Efrén, un fanático antisemita, lloraba con tanta naturalidad como otros respiran. «Nadie le ha visto nunca con los ojos secos». Shenute, un santo copto que apaleaba a sus frailes hasta que sus gritos podían oírse en toda la aldea, por lo visto derramaba unas lágrimas tan fructíferas que la tierra bajo él se convertía en fiemo. A San Arsenio, que llenaba su celda de hedor para ahorrarse el olor pestífero del Infierno, hasta se le cayeron los párpados de tanto llorar; llevaba un babero ex profeso para sus torrentes lacrimógenos.
Por cierto que ésa era una de las pocas veces en que el cuerpo de los héroes cristianos entraba en contacto con el agua. Si dos mil años antes, en la epopeya de Gilgamesh (supra), se decía: «baila y disfruta día y noche / tus ropas deben estar limpias / ¡lava tu cabeza y báñate!»; los «luchadores de Cristo» estaban ahora sumidos en la porquería. San Antón prescindió del baño durante toda su larga vida eremítica y no se lavó los pies ni una sola vez: la orden de los antonianos, así llamada por él, obtuvo el privilegio de la cría de cerdos y un cerdo como atributo; el mismo Antón ascendió a patrón de los animales domésticos. Más adelante, el baño fue drásticamente limitado en los monasterios; en Monte Casino, por ejemplo, ¡a dos o tres veces al año! Al respecto, los sucios ascetas cristianos podían remitirse nada menos que a San Jerónimo, Doctor de la Iglesia, quien proclamó que un exterior mugriento era signo de pureza interior[80].
El ayuno era obligatorio.
Ya se había guardado en los misterios (supra), en el culto de Atis, Isis y Mitra, en Eleusis, entre los órficos y pitagóricos, en el jainismo y en el budismo. El Antiguo Testamento también habla de él y, en una ocasión, textualmente, lo exige «a los bueyes y las ovejas». El ayuno es una ley natural hasta para la moderna teología moral, ya que, «por naturaleza (!), todos (!) tienen el deber de ayunar tanto como sea necesario para amansar sus apetitos». De tal manera que el papado pudo hacer condenar a muerte a seres humanos sólo porque en tiempo de ayuno ¡habían comido carne de caballo!
Pero, mientras que los laicos ayunaban sólo en determinados momentos —en el primer cristianismo los miércoles y viernes—, los profesionales lo hacían permanentemente. Conforme a las antiguas palabras ascéticas («el verdadero ayuno es hambre constante» «cuanto más opulento el cuerpo, más flaca el alma, y viceversa»). Se picoteaba en ocasiones un grano de cebada de entre la mierda de camello, pero también se ayunaba durante tres, cuatro días o una semana entera.
Shenute, gran apaleador e incansable plañidero (supra), había ayunado tanto a los dieciséis años «que su cuerpo» como escribe su discípulo Visa, «estaba completamente reseco y la piel se le pegaba a los huesos». «A menudo sólo comía una vez a la semana (…) Sus fuerzas flaqueaban mucho, su cuerpo perdía líquidos, sus lágrimas se volvían dulces como la miel y los ojos estaban profundamente hundidos en las cuencas como las troneras en un barco y completamente negros a causa de las lágrimas que derramaba a torrentes».
San Jerónimo relata complacido que había visto a un monje que vivía desde hacía treinta años de un poco de pan de cebada y agua sucia; a otro que yacía en una fosa y nunca comía más de cinco higos al día; a un tercero que sólo se cortaba el pelo el Domingo de Resurrección, que nunca limpiaba sus ropas y sólo se cambiaba de hábito cuándo se caía a pedazos, y que estaba tan falto de alimento que su piel se había vuelto «como piedra pómez» y su mirada se había ensombrecido; en una palabra, un hombre cuya bravura ascética hubiera sido incapaz de relatar el mismo Hornero.
Otros devotos cristianos sólo comen hierba. Pacen del mismo suelo, como vacas, y se asemejan cada vez más «a animales salvajes». Un grupo de tales boskoi o «comedores de hierba» vegetaba sin techo —cantando y rezando constantemente «conforme a la regla eclesiástica»— en las montañas alrededor de Nisibis, en Mesopotamia. Los omófagos egipcios vivían sólo de hierba, plantas y cereales crudos. Y en Etiopía, en la región de Chimezana, los eremitas habían esquilmado el pasto de tal manera que a las vacas ya no les quedaba natía. Debido a ello los campesinos los ahuyentaron hasta sus grutas, donde murieron de hambre.
De todas formas, la «edad de oro» de los «rumiantes» no llegó hasta el siglo VI, cuando a los cristianos les parecía completamente natural pasarse la vida comiendo hierba. De hecho, pastar se convirtió en un oficio. La presentación de un anacoreta reza: «Yo soy Pedro, que pasta junto al sagrado Jordán». En aquel tiempo, el apa Sofronio vivió paciendo completamente desnudo durante setenta años junto al Mar Muerto[81].
Los ascetas sirios, de los que hablaba el obispo Teodoreto, comían sólo alimentos podridos u hortalizas crudas y habitaban en celdas en las que no podían estar de pie ni echados. El arborícela David de Tesalónica permaneció durante tres años subido al almendro del patio de un monasterio. En la Escitia, una conocida colonia de monjes egipcia, estaba exactamente regulado cuántos pasos se podían dar o cuántas gotas de agua se podían beber. Los buscadores cristianos de la Salvación se cubrían de hierros afilados de todo tipo que les traspasaban la carne o, siguiendo el dicho inauténtico de Jesús («quien no tome su cruz consigo…» etcétera), iban por ahí arrastrando pesadas cruces sobre sus hombros. Otros vivían a cielo descubierto —en verano y en invierno— o se hacían emparedar durante años de manera que el sol cayera inmisericordemente sobre ellos. Otros se sumergían en agua helada. Algunos, para salvar su alma, llegaban al extremo de arrojarse por un precipicio o de ahorcarse. Había quienes se paseaban completamente desnudos, y el prior Macario (muerto hacia el año 391), un fundador de la mística cristiana, explicaba que quien no alcanzara esta capacidad extrema de renuncia debería permanecer en su celda y llorar sus pecados.
De vez en cuando incluso se celebraban competiciones penitenciales formales, grandiosos torneos ascéticos entre monjes ortodoxos y cismáticos: «sportsmen de la “santidad”». Cada bando intentaba establecer y batir records, quería tener a quienes más resistían ayunando o a quienes más aguantaban en pie, a los mejores en el rezo o en la genuflexión, a los que podían estar más tiempo callados o llorando.
En realidad, si la divisa de Nietzsche dijera «vivir locamente» en lugar de «peligrosamente» ¿quién la ejemplificaría mejor que estos monomaníacos y excéntricos, cuya inflexible debilidad mental aun hoy «los católicos no pueden sino admirar asombrados» celebrándola como ejemplo de «heroísmo» y celebrando su «santidad» y «autosantificación» como una «fuerza irresistible» que «fascina, mueve a seguirla y crea nuevas y más profundas formas de conciencia religiosa», o como producto «de un magnífico florecimiento de la influencia del Espíritu Santo, formado de total acuerdo con la doctrina del Evangelio»? De la misma manera, la moderna teología católica sigue considerando a las santas vírgenes como «la parte más hermosa de la historia antigua cristiana» como «una de las instituciones más adorables y más grandiosas a la vez» como una «flor del Evangelio» etcétera[82].
En cualquier caso, la lucha contra la «carne» la renuncia a las relaciones sexuales, estaba en el punto central de los excesos de la debilidad que los clérigos han admirado hasta hoy. Por debajo de todas las prácticas ascéticas, de la abstinencia ascética, de aquellos tormentos y torturas ascéticos que, eventualmente, culminaban en el suicidio, la preservación de la castidad fue siempre «la corona y el centro» del cristianismo.
Pues la ascesis sexual es la carga más abrumadora; y, a buen seguro, la que más esclaviza. Es cierto que San Agustín la proclamaba como «fuente de libertad espiritual», pero de hecho pocas personas hay tan poco libres espiritualmente, tan agitadas por el deseo, tan atormentadas por visiones voluptuosas como los ascetas. ¡No fue una casualidad que el peor período de la locura penitencial tras la caída de Roma fuera también el de mayor incultura! Pues quien quiere dominar la sexualidad permanentemente, es permanentemente dominado por ella. Es la abstinencia lo que la convierte en desmesurada, en irresistible, lo que, como dice Lutero, hace del corazón del casto —que «piensa en la fornicación día y noche»— «un auténtico burdel» y le acomete «como un perro furioso». Si el casto se lanza desnudo entre las hormigas, como Macario, o se revuelca sobre espinas, como San Benito («se tiende sobre espinas y se araña furiosamente el trasero». Lutero, Charlas de sobremesa), si se azota el cuerpo o se arranca la carne, el instinto subyugado simplemente se venga; en una palabra, se vuelve tanto más salvaje e incendiario cuanto más es negada la naturaleza; entonces, el instinto aflige al asceta con más vehemencia y éste, con frecuencia, emplea toda su fuerza en la lucha contra la tentación.
Esto se ha reconocido desde muy pronto, y por todas las partes. Pues no sólo Horacio escribió: «si expulsas a la Naturaleza a golpe de horca, regresará»; luego parafraseado enfáticamente por P. N. Destouches: «Chassez le naturel, il revient au galop». El prior Casiano también lo sabía: «la dificultad de la lucha crece en proporción a la fuerza de cada cual y al desarrollo humano». No obstante, no se extraía de ello la única conclusión razonable, sino que se renovaba constantemente el llamamiento a la lucha y, así, muchos iban tambaleándose desde una neurosis hasta la otra, hacia tinieblas cada vez mayores, con ataques de locura que conducían hacia la misma locura, como admite San Jerónimo. El propio Jerónimo confiesa que fue trasladado en medio de unas jóvenes danzarinas mientras, sobreexcitado por el cosquilleo sensual, hacía compañía a los escorpiones y las bestias: «Mi rostro estaba pálido por el ayuno, pero el espíritu ardía dentro del cuerpo frío por los cálidos deseos, y en la fantasía de una persona muerta a la carne desde hacía tiempo no hervía nada más que el fuego del placer maligno»[83].
Un cronista antiguo se lamenta de que, en sus ermitas, los hombres castos han sido «víctimas, bastante a menudo, de una contingencia nocturna más que habitual». Esta «contingencia» también habría atribulado a los eremitas durante el día y les habría distraído casi completamente de la oración. Cierto monje parece haber tenido la «contingencia» siempre que quería comulgar. Y cuanto más estrictamente ayunaban los devotos, informa el cronista, tanto más a menudo sufrían poluciones. En el mundo, supone, la cosa habría sucedido mucho más raramente: «pues las mujeres que uno ve son por lo común menos peligrosas que las mujeres en las que se piensa».
Ciertamente, si las mujeres podían amenazar a los ascetas también in natura —como lo prueba la úlcera maligna en el pene de Esteban, eremita en la Marmárica—, las imaginadas los dominaban totalmente. Pues lo que los monjes consideraban o querían considerar como tentaciones exteriores, como visiones del infierno, lo que se les aparecía en carne y sangre en la oscuridad de sus grutas y tumbas, cuando el viento del desierto aullaba por la noche alrededor de sus celdas y el gruñido de los animales salvajes golpeaba en sus oídos, o cuando el «demonio del mediodía» les atacaba con fiebre y escalofríos la mayoría de las veces apenas soportables, todo ello no eran sino manifestaciones de sus propios deseos (inconscientes), cosa que, por lo demás, ya sospecha San Antonio: «Los demonios acomodan su apariencia a los pensamientos que encuentran en nosotros; lo que pensamos por nosotros mismos lo adornan ellos con largueza».
De ese modo, estos hombres castos fueron constantemente acosados y fustigados por la sexualidad, tiranizados por sueños y por visiones licenciosas. Una y otra vez. Satán y sus compinches se les aparecían en la forma de hermosas muchachas, de «legiones enteras de mujeres desnudas» «en todas las posturas».
El devoto Hilarión, durante sus arrebatos sexuales, se golpeaba su pecho de asceta. Evagro, siendo todavía invierno, se lanzó a una fuente y enfrió su ardor en ella durante toda la noche. El monje Amonio, tan temeroso de Dios que se cortó una oreja para no ser obispo («omnimodis monachum fugere deberé mulleres et episcopos»), cuando veía que su lujuria despertaba, se quemaba «unas veces ese miembro, otras aquel otro». Y el eremita Pacomio, que padecía un durísimo acoso, estuvo a punto de dejarse morder el falo por una serpiente, aunque después siguió la voz interior: «¡ve y lucha!»[84].
Muchos monjes procedieron a la infibulación para preservar su castidad. Cuanto más pesado era el anillo que llevaban en su miembro —alguno tenía seis pulgadas de diámetro y pesaba un cuarto de libra—, mayor era su orgullo. Otros se anudaban gruesos hierros en el pene y se volvían poco a poco como eunucos.
Pero de hecho no servían ante el problema ni la voluntad ni el odio a sí mismo, ni la «gracia» ni ningún otro método, excepción hecha del más radical, aquel que extirpaba el mal de raíz: la castración. Ésta no era considerada ilegítima como medio más rápido para conservar la «pureza» y, según relata San Epifanio sin censura alguna, fue practicada con frecuencia. Muchas autoridades de la Iglesia de la Antigüedad ensalzaron a los «eunucos por amor del reino de Dios». El cristiano Sexto hacía aún recomendaciones en ese sentido alrededor del año 200, en una antología de sentencias muy leída. El sacerdote Leoncio de Antioquía, que se había convertido en sospechoso a causa de su «matrimonio de José» (infra), se castró él mismo y, aunque perdió su oficio sacerdotal en un primer momento, más tarde ascendió a obispo. E incluso Orígenes, el teólogo más importante de los primeros tres siglos, que vituperaba a las mujeres como hijas de Satanás, se emasculó él mismo por razones ascéticas: «un magnífico testimonio de su fe y de su continencia» según elogio del obispo Eusebio, historiador de la Iglesia.
No obstante, cuando cundió esta locura se intervino contra ella. Así, en un sínodo del año 249, fueron condenados los valesianos, quienes no sólo castraban a sus propios secuaces sino también a todo el que tenía la desgracia de caer en su poder. Y más adelante, caso de que las noticias al respecto sean correctas, se habría exigido un examen a los mismos papas para comprobar que conservaban los genitales: en un sillón especial (un ejemplar del cual existe todavía en el Louvre) con el asiento en forma de herradura, muy similar a una de las antiguas sillas de parto; los cardenales desfilaban, se aseguraban y anunciaban: «testiculos habet et bene pendentes»[85].