CAPÍTULO 8
EL ORIGEN DE LAS ORDENES REGULARES

1. LOS ASCETAS

Indudablemente, una valoración positiva de los fenómenos ascéticos sólo es posible en relación con la psicopatología.

K. SCHJELDERUP[61]

Toda forma de ascetismo es una forma de vanidad, puesto que valora el bienestar de la propia alma más que el del prójimo.

ERNEST BORNEMAN[62]

Un hombre religioso sólo piensa en sí mismo.

FRIEDRICH NIETZSCHE[63]

El ascetismo, que no fue ni enseñado ni practicado por Jesús, se convirtió en una característica del cristianismo, aunque era, como todo en él sin excepción, de origen no cristiano, tanto el hecho mismo como el concepto. El griego «askein», practicar, hacer algo con cuidado, se encuentra por primera vez en Hornero y Herodoto, en el sentido de labor técnica o artística, y describe más tarde, en Tucídides, Jenofonte o Platón, ante todo el entrenamiento corporal. Finalmente, al pasar de la esfera artística y atlética a la religiosa, el concepto se trastoca, con un típico desplazamiento de sentido, casi en su contrario: en lugar de fortalecimiento del cuerpo, su «mortificación»; en lugar de gloria «mundana» se anhela ahora «la corona de la vida eterna».

Semejantes mutaciones axiológicas no son raras y menos aun en el cristianismo; por ejemplo, con las palabras «gimnasio» «pedagogo» «amor platónico» o «castidad» cuya raíz latina («castimonia» de «carere»: carecer, privarse) tenía un sentido negativo, pese a que procede de «agnitio» (reconocimiento, formalización), un concepto perteneciente a los esponsales sagrados: la esposa del dios, la sacerdotisa, no podía mantener relaciones sexuales con extraños, ¡pero se entregaba a la cópula ritual con el sacerdote! El ascetismo más extremado se da allí donde se enfrentan bruscamente los dos términos de una dualidad (cuerpo y alma, mundo y dios), cuando las personas, atormentadas por una profunda esquizofrenia y recurriendo a la huida del mundo, a la abstinencia o a cualquier forma de negación, aspiran a librarse del principio «malo» y a cambiarlo por el principio «bueno», llámese aniquilación de los sentidos, victoria sobre la carne, redención o, como decía Nietzsche burlonamente, «esa calma, esa hipnosis total largamente ansiada»[64].

Los modelos del monacato cristiano

India, la clásica tierra de la Salvación, se convirtió también en la cuna del ascetismo.

El Rigveda, todavía politeísta, mundano y vital (supra), ya habla de ligas extáticas secretas, «gentes arrebatadas, con los cabellos largos, vestidos con inmundicias, que se dejan llevar por el soplo del viento cuando los dioses han entrado en ellos». Y en las partes más recientes de la obra, en especial en el décimo y último libro, el ardor interior, el tapas, adquiere una presencia notoria. En realidad, el tapas pudo haber sido originalmente una simple técnica para conseguir aumentar la temperatura del cuerpo en el invierno de la India septentrional. Pero paulatinamente la pura finalidad fisiológica se convirtió en místico-religiosa, exigiendo un autodominio cada vez más estricto. En los Aranyakas o Libros del Bosque, textos esenciales de los Vedas, más recientes, los sacerdotes anacoretas imparten ya instrucciones ascéticas. La poligamia, por supuesto, sigue estando permitida y hasta los santos como Yájnavalkya —rememorado en el Gran Libro del Bosque— ¡aman la pompa de las cortes principescas y son bigamos!

En cambio, los más antiguos Upanishadas, estrechamente relacionados con los Aranyakas pero escépticos y pesimistas, proclaman la penitencia como ideal. Lo mismo ocurrió, en resumidas cuentas, en el brahmanismo, en el cual Schopenhauer reconoció su propia herencia intelectual, y en el que el mundo aparece como fantasmagoría («maya») y se despierta un anhelo de salvación que la antigua religión védica no conoció. «Guíame desde la oscuridad a la luz / Guíame desde la muerte a lo que hay tras la muerte».

Después de que algunas órdenes masculinas y femeninas fuesen fundadas en el siglo VIII por el príncipe Parsva, el eremitismo y el monacato se extendieron por la India y el asceta fue tenido en gran consideración a causa de sus supuestas fuerzas sobrenaturales. Muchos de ellos, decepcionados de los placeres o de la mala suerte, viven vestidos con taparrabos o desnudos, rapados y cubiertos de ceniza, aislados en bosques, grutas o montañas. Otros van por ahí mendigando y haciendo penitencia. Los fanáticos se exponen, entre cuatro fogatas, al sol abrasador, se balancean cabeza abajo colgados de los árboles, permanecen a la pata coja durante meses, se quedan semienterrados en hormigueros hasta que los pájaros anidan en sus cabezas o se mutilan horriblemente. Los virtuosos cristianos de la mortificación ofrecerán espectáculos muy similares. El influjo ascético de la India sobre el primer cristianismo, supuesto durante mucho tiempo, pero contestado la mayoría de las veces, ha sido ampliamente probado por las nuevas investigaciones.

Doscientos cincuenta años después de Parsva, el príncipe Mahavira (muerto hacia el 477 a. C.) —el cual apareció en escena haciendo el papel de mendigo desnudo— reformó las órdenes, que volvieron a ejercer un ascetismo draconiano: sobre todo ayunos, en el más meritorio de los casos hasta la muerte. Y el contemporáneo de Mahavira, Buda (ca. 560-480) —que iba por ahí seguido por la «necrópolis» de su harén—, se alimentó durante años con una dieta mínima, de modo que al final «parecía un melón encogido o una sombra negra» hasta que, al igual que después harían Jesús o Mahoma, rechazó el ascetismo (extremo), tachándolo de inútil. No obstante, el monacato budista —un ideal del budismo que acababa de surgir en aquel tiempo y que nunca ha pasado de minoritario— estaba fuertemente teñido de ascetismo, incluso de misoginia, como ocurrió más tarde en el monacato cristiano, con el que muestra paralelismos absolutamente sorprendentes.

Antes de las órdenes católicas existieron además los reclusi y reclusae del serapeum egipcio. Y precisamente el primer organizador del monacato cristiano, el copto Pacomio, fue probablemente sacerdote de Serapis. En todo caso, su primera sede fue un templo de Serapis y más adelante introdujo entre sus monjes la tonsura, habitual en el culto a Serapis.

Finalmente, también contribuyeron a la formación del monacato cristiano: el neopitagorismo, en el que se practicó un asociacionismo más o menos conventual, la comunidad de bienes y diversas formas de abstinencia;

el gnosticismo, en el que convivieron el libertinaje (infra) y una severa mortificación; y, desde el siglo III, el ascetismo maniqueo, el cual diferenciaba entre perfectos y prosélitos, prohibía el trato con mujeres y el consumo de carne y vino, y exigía la reclusión, la pobreza absoluta y la extinción total del amor a los padres y a los hijos, incluyendo, al menos, algunas infiltraciones del monacato indio, que Maní había conocido[65].

Cómo y por qué aparecieron los monjes cristianos

Sin embargo, los «especialistas del sufrimiento», los «pugilistas de Cristo», quienes debían «anticiparse en siglos a la expresión [precisamente] de Nietzsche “vivir peligrosamente”», eclipsaron a todos los demás.

Y eso que no existían en la primera época, pese a que la vida de los primeros cristianos hasta bien entrado el siglo II fue de hecho bastante retirada. ¡Casi todos esperaban el fin del mundo que creían inminente! Jesús, los apóstoles, toda la cristiandad primitiva creía en él fanáticamente, hasta que se reveló como una falacia y la Iglesia sustituyó la espera del inminente final por otra a más largo plazo y el ansiado reino terrenal del Mesías por la «bienaventuranza eterna».

No obstante, los cristianos vivían rigurosamente retirados, esperando la vuelta del Señor. No iban ni al teatro, ni a los juegos, ni a las fiestas de dioses y emperadores. Por todas partes había ascetas pasando hambre. Y cuando, a finales del siglo II, los prosélitos se multiplicaron —especialmente en el catolicismo que estaba surgiendo por aquel entonces— los ascetas constituyeron el núcleo de la comunidad. Practicaban una completa abstinencia sexual, ayunaban y rezaban con frecuencia y formaron poco a poco un estamento propio. Finalmente, abandonaron familia y sociedad y se organizó una especie de éxodo. Algunos permanecieron todavía en las proximidades de ciudades y pueblos; otros pasaron al desierto, «el suelo materno del monacato» de las hadas morganas… y de los camellos.

La palabra «monje» (de «monos»: solo) aparece por primera vez en el entorno cristiano hacia el año 180 —de la mano de un hereje, el ebionita Símaco—. Pero no hay un monacato cristiano propiamente dicho hasta el umbral del siglo IV. Entonces, algunos cristianos empezaron a vivir solos o en grupos, pero sin leyes ni prescripciones firmes. Hacia el 320 surgió en Tabennisi (Egipto) un monasterio dirigido por Pacomio, antiguo soldado romano. Fue él quien escribió la primera regla monacal, que imponía una disciplina militar y que, directa o indirectamente, influyó en las reglas de Basilio, Casiano y Benito. En el siglo V, el monacato cenobítico ya había crecido de tal modo que los ingresos fiscales del Estado se hundieron, extendiéndose además por Siria, todo Oriente y, finalmente, por Occidente.

La causa primera de esta escisión en la cristiandad, que la dividió en una doble moral defendida desde hace mucho tiempo como «doble vía hacia Dios» fue el fuerte proceso de secularización, la total politización de los dirigentes de la jerarquía eclesiástica. Con frecuencia, se produjeron vehementes disputas entre monasterios y obispos[66]. No obstante, en poco tiempo, la Iglesia consiguió poner el ascetismo y el monacato a su servicio y pudo reforzar así su poder mediante lo que había comenzado como protesta mística contra ella, como huida y renuncia al mundo.

2. LAS «VÍRGENES SANTAS»

«No exalto la virginidad porque la posean las mártires, sino porque ella misma conduce al martirio.»

AMBROSIO, Doctor de la Iglesia[67]

«Aunque tu padre se hubiera arrojado ante el umbral, aunque tu madre, con el pecho descubierto, te hubiese mostrado los senos con los que te alimentó (…); ¡pasa por encima de tu padre; pasa por encima de tu madre! ¡Y huye con los ojos cerrados hacia el estandarte de la cruz!»

BERNARDO DE CLARAVAL, doctor de la Iglesia[68]

Junto a las esposas cristianas, las jóvenes y las viudas, las «santas» o «vírgenes consagradas a Dios» también formaron un círculo propio. En el siglo II, estas santimoniales —que viven en casa de sus padres o parientes— todavía no son mencionadas más que de cuando en cuando; pero, a finales del siglo III, el fenómeno ya se está desarrollando en sus cuarteles de Egipto. Obligadas al celibato perpetuo, custodiaban la más sagrada de sus posesiones en casas para doncellas, que evidentemente existieron antes que los monasterios de monjes. En el siglo IV —cuando las mujeres «consagradas a Dios» ya hacen sus votos en público, incorporando algo más tarde el hábito reglamentario— sus comunidades son ya bastante frecuentes en Oriente. En el siglo V aumentan en Occidente, y en el siglo VI ya existe un gran número de monasterios.

Incitación a la sosería

La iniciativa en la tarea partió desde el principio de la propia Iglesia. Pues, como dice algún beato con la cursilería clerical antaño al uso, «el terruño de la familia no era propicio para las plantas delicadas y, como inquieta jardinera, la Madre Iglesia trató de criar los mejores retoños en lugares protegidos y bajo su particular dirección».

Así que aisló a estos pobres seres y los vigiló con ojos de Argos, recomendando taciturnidad y recogimiento, advirtiendo contra los baños públicos, los banquetes de bodas y todo tipo de visitas, en especial a las casas de los matrimonios, y hasta aconsejando a las novicias que acudieran con menos frecuencia a la iglesia, donde, por añadidura, eran introducidas en un espacio reservado, acotado mediante barreras. La mayoría de las veces las religiosas tienen que dedicarse a ayunar, rezar y cantar himnos espirituales; y, no menos importante, se les enseña a apreciar la «bendición del trabajo»: «ora et labora». Pues ya entonces se sabía lo que Wieland formuló en el Oberón: «Nada mantiene tan bien (…) a los sentidos en paz con el deber como tenerlos atareados mediante el trabajo hasta que se fatiguen». Aparte de ello, proporcionaba dinero. Así pues, una doble, una triple bendición. De esta forma se presentaba a estas Mujeres Castas ante el Mundo Malo como lo más auténtico y lo mejor del cristianismo, incluso como unas santas. La veneración de los santos había comenzado con los mártires. Pero como ya no había mártires, al menos entre los católicos —pues entre los otros, la cifra pronto comenzó a aumentar—, la preservación de la virginidad funcionó como una especie de sustitutivo del martirio.

Los Padres de la Iglesia excitaron infatigablemente estos comportamientos (si es que al respecto se puede hablar de excitación). Desde el siglo III, y aún más desde el siglo IV, menudearon los tratados ensalzadores de la virginidad, narcóticos turiferarios en los que las vírgenes brillan como «templos del Logos», «adorno y ornato», «flor en el árbol de la vida de la Iglesia», o como la «mejor parte del rebaño de Cristo» y «la familia de los ángeles». Las religiosas oyen hablar de la recompensa celestial, de la «corona inmarcesible», de la «palma de la victoria»; les describen las legiones angélicas y las praderas del paraíso; les recuerdan a María, a la que abrazarán, a Jesús, que será quien encarezca sus méritos ante el mismo Dios: «Padre Santo, he aquí aquellas que (…)» etcétera. Pues siempre se cuidaron de que no faltaran las promesas… por una parte; ni la necedad, por la otra. «El pueblo tiene orejas grandes y puntiagudas» escribe Amo Holz, «y quienes le arrean se llaman rabinos, padres y pastores». Muchos «Padres» redactan su propia obra en elogio de la virginidad: Atanasio, Ambrosio, Metodio de Olimpo, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa o Basilio de Ancira. Estos tratados sobrepujan en toda la línea, por patetismo y grandilocuencia, al ascetismo helenístico y hasta juegan la carta del Cantar de los Cantares —celebración embriagadora de un amor indiscutiblemente erótico-sexual— a la mayor gloria del virgo inmaculado[69].

«(…) Y tocará tu vientre»

San Jerónimo, que tiempo atrás había tropezado «en el resbaladizo sendero de la virtud», proclama ahora, como otros de su clase, que la virginidad es el «martirio cotidiano» encomiándola in excessu, horrorizándose de las mujeres «exquisitas, regordetas y coloradas» que, aunque estén «sanas» (!), se meten en el baño, entre hombres casados y adolescentes con los cabellos rizados, sosteniendo sus pechos mientras se escucha el roce de sus calzas de seda, y, desperezándose con indolencia, exhiben «los blancos hombros en su hermosa desnudez» dejando ver todo el rato «aquello que más agrada» en vez de limitarse a hablar, suspirar y bromear en la alcoba con el Esposo espiritual, tal como les exhorta ahora. Pero en cuanto te haya sorprendido un ligero sueño —sugiere melifluamente a la muchacha, puede que más inspirado por el recuerdo de su propia relajada juventud (y quizás no sólo por el recuerdo) que por el Espíritu Santo—, él llegará y «tocará tu vientre» (et tanget ventrem tuum).

¡Jerónimo no deja de ocuparse del dichoso tema del noviazgo espiritual! ¿No será que él, que estaba arropado —seguramente como ningún otro— por tantas damas de la sociedad (Marcela, Asella, Paula), se dedicaba también a desarroparlas? Circularon rumores al respecto, rumores que apenas podrá silenciar cuando, al complicarse su situación en Roma, huya con su más íntima amiga. Paula, a Belén, adonde también le seguirá aquella hermosa joven que le había sugerido la profecía del famoso tocamiento. «Eustoquia», opina Lutero con el instinto nada ascético que le es propio, «hubiera podido ayudar y aconsejar a Jerónimo»[70].

¡Que ni se enteren de que hay hombres!

Hay que leer el programa educativo concebido por este doctor de la Iglesia para la pequeña hija de su devota romana si se quiere tener alguna noción de pedagogía criminal. «La música está prohibida; la niña no debe saber en absoluto para qué sirven las flautas, liras o cítaras que haya. Aprender a leer ha de hacerlo con los nombres de los apóstoles y los profetas y con el linaje de Cristo (Mt., 1, Le., 3). Su dama de compañía no ha de ser hermosa ni bien compuesta sino una grave, pálida, desaliñada (“sordidata”) y vieja doncella que la levante por las noches para entonar las oraciones y los salmos y rece con ella las horas por el día (…) No tomará ningún baño, pues vulneran el sentimiento de pudor de una muchacha, que nunca debería contemplarse desnuda. Lo ideal es que, tan pronto sea destetada (!), se la aleje lo más rápidamente posible de su madre y de la pecadora Roma camino de Belén y, criada en aquel convento, bajo la vigilancia de la abuela y la tía, que no tenga a la vista ningún hombre y ni siquiera se entere de que existe otro sexo (!). Entonces también la madre quedará dispensada del cuidado de la hija y podrá dedicarse sin obstáculos a la vida ascética».

San Agustín tampoco escatima las alabanzas hacia la castidad y, por cierto, nos asegura un agustino, «tanto más cuanto mayor había sido su extravío en sus años mozos».

De hecho, Agustín —un hombre que, como él mismo dice, «derramó [su] fuerza en la lujuria y la fornicación» y luego mandó a paseo a su amante sin más contemplaciones, que se prometió a una menor en el mismo momento en que se hacía con una nueva querida, que, en fin, vivió en concubinato desde los dieciocho hasta los treinta y un años (incluso tuvo un hijo, Adeodato: ¡«don de Dios»!), y que tiempo después todavía conjuraba «la picazón del placer»— fue llamado a ser el laudator de la virginidad. «Ojalá todos quisieran vivir así» desea el teólogo del matrimonio cristiano[71].

Seducción de menores

Por su parte. San Ambrosio, que llama a las virgines sacrae «regalo de Dios» —¡también llama así a la esclavitud!—, no sólo exhorta a los padres a educar vírgenes, «a fin de que tengáis a alguien por cuyos méritos sean expiados vuestros delitos (“delicia”)», sino que también persuade a las muchachas de que permanezcan solteras, incluso contra la voluntad de los padres. «Los padres se oponen, pero quieren ser vencidos» escribe, y aconseja: «supera en primer lugar, virgen, la gratitud filial. Si vences a tu familia, vencerás también al mundo».

Pues de la misma manera que intentaban bautizar a los niños lo más pronto posible —costumbre a la que Tertuliano todavía se oponía en los umbrales del siglo III—, todo apresuramiento les parecía poco a la hora de llevarlos al monasterio. Y es que, siguiendo a Schopenhauer, «el amaestramiento de los animales, como el de las personas, sólo tiene éxito absoluto en los años jóvenes». Se permite que muchas niñas de diez años tomen hábito y hagan voto perpetuo de castidad; y también con seis, con cinco años, más jóvenes incluso. Un epitafio en la tumba de una niña de apenas tres años, en el norte de Italia, explica que «ha vivido tan poco para, de esta manera, elevarse hasta Dios más santamente». Pero no todas tuvieron la suerte de morirse al poco tiempo de nacer.

En tiempos de Santa Teresa, a finales del siglo XVI, todavía se entregaba a niños de doce años para que tomaran hábito. En diversas ocasiones, Teresa se explaya relatando (infra) cómo aceptaban a las muchachas en el convento incluso contra la voluntad del padre, la madre y el prometido, con qué rapidez se cerraban las puertas detrás de estas criaturas, y hasta cómo habían estado acechándolas en la misma puerta de entrada y sólo las habían devuelto, en el mejor de los casos, por orden real. «Dios puebla así de almas esta casa (…)»[72].

Entre los heterodoxos la castidad carece de valor, es incluso un crimen

En este tema, la virginidad, la castidad o la moral sexual en sí mismas dejaron de interesar desde muy pronto; en cambio, sí que interesaba la capacidad de control sobre las personas: ¡el poder! «En las vírgenes no alabamos que sean vírgenes» admite San Agustín, «sino que sean vírgenes consagradas a Dios». Una idea tan familiar a Tomás de Aquino como a la moderna teología, para la cual la virginidad por sí sola no tiene «ningún valor moral» pues éste se logra mediante la completa entrega a «Dios». Todavía más explícitamente, el doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo dijo de la virginidad que sólo era buena entre los católicos, mientras que entre los judíos y los herejes era ¡«peor que el mismo adulterio»!

Por consiguiente, se predicaba la castidad, colocándola por encima de todas las cosas, al menos como caso ideal; pero esto no se hacía por amor a la castidad. ¡Cómo admira el monje —y más tarde obispo— Paladio a la romana que prefirió morir de un sablazo a entregarse a un prefecto enamorado! Y Juan Mosco, ¡cómo ensalza a una alejandrina que se sacó los ojos por causa de un admirador! ¡Cómo aplaude la Edad Media a aquella monja que prefirió perder la vista a amar a un rey! Semejantes historietas atraviesan toda la historia (legendaria) del cristianismo.

Y la moderna teología moral, a pesar de su condena del suicidio, aún permite que una mujer se arroje al vacío «para no caer en manos de un depravado que quiera atraparla y forzarla». Y aún más. ¡Le está permitido matarlo! Al menos mientras su pene no haya llegado hasta su vagina. Después, el homicidio por venganza está prohibido[73].

Así que generaciones de locos se han mortificado hasta prácticamente hoy en día por causa de una castidad que, en lo fundamental, ni importaba ni importa; con lo cual, sus acciones han sido casi siempre de naturaleza ascético-sexual, aun cuando por lo visto no afectaban a la sexualidad en absoluto.