(…) Alegría, que ha nacido el hombre en el mundo.
JUAN, 16. 21
Que se le perdonen sus muchos pecados, pues ha amado mucho.
LUCAS, 7, 47
Jesús se ocupa del matrimonio celosa, casi apasionadamente.
MARTÍN RADE, teólogo
La vida sexual, en sí misma, no es para él pecado.
HERBERT PREISKER, teólogo
El ascetismo cristiano no tiene en Jesús ningún apoyo. Jesús representa el celibato, la discriminación femenina y matrimonial, los ayunos y otras prácticas penitenciales en tan escasa medida como el militarismo o la explotación.
Nunca se revolvió contra la libido como tal, nunca consideró lo sexual, per se, como contrario a Dios. La continencia tampoco desempeña ningún papel en el substrato tradicional común anterior a los cuatro evangelios. No cuesta mucho imaginar con qué radicalidad habría condenado Jesús el mundo de los instintos si el asunto le hubiera importado. En cambio solía relacionarse incluso con pecadores y prostitutas. Y las leyendas de su nacimiento virginal —que se encuentran sólo en los evangelios más recientes y siguen el modelo de los hijos de dioses, nacidos exactamente de la misma manera— tampoco incluyen ninguna clase de comentario ascético[52].
Una misteriosa sentencia bíblica reza: «Hay eunucos que ya nacieron así del seno de su madre. Y hay eunucos que fueron hechos eunucos por mano humana. Y hay eunucos que se hicieron a sí mismos eunucos por el Reino de los Cielos. El que pueda entender que entienda.» Pero este pasaje, que llevó a ciertos cristianos nada menos que a la castración (infra), sólo aparece en San Mateo. Falta en todos los demás evangelios; supuestamente, porque habría chocado a «los oídos de los gentiles» pero probablemente porque Jesús no lo dijo nunca, porque es una interpolación de Mateo. En tiempo de Pablo apenas era conocido. De lo contrario, ¿cómo habría podido ignorarlo el difamador de las mujeres y el matrimonio? ¿Cómo nos lo hubiera hurtado en el capítulo 7 de su primera Carta a los Corintios? ¿Acaso no admitió expresamente que no había ninguna palabra del Señor sobre la virginidad? Y, cosa notable, que Jesús no habla de los solteros o de los célibes («agamoi»), sino de los castrados, o sea, de quienes estaban incapacitados para el matrimonio («eunuchoi»). Ciertamente, el pasaje es difícil y admite varias interpretaciones. Pero lo que resulta incontestable es que en él no se determina concretamente a qué círculo de eunucos se refiere, por lo que la frase no puede servir de base a un celibato generalizado. Por lo demás, sólo excepcionalmente fue interpretada en ese sentido por los papas o por los sínodos.
Jesús se relacionó con las mujeres en completa libertad. No las consideraba de segundo rango y nunca las postergó. La idea no queda desmentida por el hecho de que no hubiera mujeres en el círculo de los doce apóstoles, pues éste es, claramente, una pura construcción simbólica tardía, que corresponde a los doce Patriarcas y a las doce Tribus de Israel. Las mujeres formaban parte de los discípulos de Jesús y, entre sus últimos seguidores, quizás fueran más numerosas que los hombres. Según una antigua versión de San Lucas, Jesús fue acusado por los judíos, entre otras cosas, de seducir y descarriar a las mujeres (y a los niños). Jesús se dirigía a las mujeres, lo que en un hombre, y aún más en un rabino, resultaba inapropiado (supra) y desconcertaba a sus prosélitos. Violó el sabbat por una mujer, curó espectacularmente a muchas mujeres, y éstas se lo agradecieron, le ayudaron y se mantuvieron a su lado hasta la cruz, cuando sus discípulos, a excepción de José de Arimatea, hacía tiempo que habían ahuecado el ala.
Jesús tomó parte en una fiesta de bodas. Por si fuera poco, ni siquiera condenó a una adúltera: «que se le perdonen sus muchos pecados, pues ha amado mucho» una sentencia que, desde luego, incomodaba ya a los primeros cristianos. Ningún otro texto neotestamentario ha sido tan reinterpretado, y repetidamente se ha intentado eliminarlo por las buenas. Lutero sacó de la historia la conclusión de que, probablemente, el propio Jesús, junto a María Magdalena (considerada por los cátaros como su mujer o concubina) y otras personas, había violado el matrimonio para ser completamente partícipe de la naturaleza humana. En cualquier caso, como no consideraba a la mujer como una cosa, tampoco consideró el adulterio como un delito contra la propiedad. Aunque ciertos detalles apuntan en esa dirección, sigue sin poder probarse que él mismo estuviera casado; lo que en algunos momentos se ha creído muy posible.
Jesús concibió el matrimonio tan estrictamente como casi nadie lo hizo antes, pero no dijo lo más mínimo sobre su finalidad. Y no puede encontrarse ninguna palabra suya contra el mismo. En caso contrario, con qué ansia se habría agarrado a ella Pablo, el enemigo del matrimonio, en su primera Carta a los Corintios. En lugar de ello, tuvo que admitir que no contaba con ningún precepto del Señor al respecto. También en esto, Jesús compartía evidentemente la postura de los judíos. Cualquier mitigación de la libido en el interior del matrimonio —que luego se convirtió en ineludible exigencia de la Iglesia— tenía que parecerles absurda, una posición a la que alude aquella frase —rotunda afirmación del amor físico— según la cual los esposos deben ser «una sola carne».
Los propios hermanos de Jesús, que más tarde se sumaron a la comunidad, también estaban casados así como sus primeros seguidores. Algunos incluso llevaron a sus mujeres consigo en los viajes misionales, entre ellos el principal apóstol, Pedro, quien, en todo caso, hablando por boca de San Jerónimo, «lavó la suciedad del matrimonio» por medio de su martirio.
Y es que, al fin y al cabo. Jesús mismo no era ningún asceta. El relato de su ayuno de cuarenta días es una mera parábola de la tentación que raya claramente en lo mítico y que, además, tiene numerosos paralelismos en Heracles, Zarathustra o Buda. Por otra parte, este dudoso ayuno es de lo más singular. Jesús no se instala, como Juan el Bautista, en el desierto; antes al contrario, se aleja de él, precisamente porque reprueba la mortificación. Y por supuesto, combate el ascetismo de los fariseos. No evita el mundo, los placeres o las fiestas, y en cambio ayuna tan poco que sus enemigos le tachan de «glotón y bebedor de vino». Sorprende la cantidad de veces que es invitado o anfitrión. Y sus discípulos, dice la Biblia, «no ayunaban»; asistían a los banquetes «con alegría» que por cierto se les iba cuando les tocaba ayunar en el nombre del Señor.
A comienzo del siglo II aún se sabía que Jesús no había predicado la mortificación. No había dicho: ¡reservad unos días de ayuno! ¡azotaos las espaldas!… la idea ya de por sí es una tontería. Por el contrario, la Carta de Bernabé, una instrucción procedente del círculo de los Padres Apostólicos, ordena lo siguiente: «¿Qué más me da vuestro ayuno? Y si dobláis la cerviz hasta el suelo y os metéis en un sayal penitencial y os acostáis sobre ceniza, no apreciáis eso como un ayuno satisfactorio (…), pero cada cual que se libre de la prisión de la injusticia y desate los lazos de los tratos forzados y libere a los oprimidos y rompa todo negocio malo. Comparte tu pan con el hambriento, y si ves a un desnudo, vístelo, y a quien esté sin techo recíbelo en tu casa»[53].
Entretanto, la reacción decisiva había comenzado ya con San Pablo.