La autoconfianza de la antigua Helade se quebró aquí; el devoto parece apocado en su búsqueda de auxilio externo; se precisa de las manifestaciones y mediaciones de «Orfeo el soberano» para encontrar el camino de la salvación.
ERWIN ROHDE[46]
Al principio y durante bastante tiempo, Grecia permaneció fiel a la religión de Hornero, rindiendo tributo a la afirmación del mundo y a la alegría de existir frente al miedo religioso y a cualquier forma de fe espiritista. La vida propiamente dicha era, para los griegos, la vida corporal, fisiológica, sensual; el alma, por sí sola, era una sombra irreal en el Hades.
Sin embargo, en el curso del tiempo, se produjo un decidido cambio de opinión. Los griegos sustituyeron la alegría y el amor por la mortificación, el descontento y la renuncia; sometieron sus cuerpos a ayunos, proscribieron el Más Acá en beneficio del Más Allá. El horizonte se transformó y alborearon los primeros síntomas de la locura de los milenios siguientes. Surgió un estado de ánimo pesimista, la polaridad de culpa y expiación, la mala conciencia, esa «bestia espantosa» según Lutero, o, en palabras de Nietzsche, ese «ojo verdeó anunciado por un espécimen demasiado bueno» para este mundo, un espécimen para quien, evidentemente, todo cuanto le rodeaba era «tanto mejor» cuanto «más vil» fuese. Apareció un tipo profundamente desolador, negador en lo fundamental, pero que ejercía de abnegado bienhechor, de salvador y redentor, algo caritativamente atravesado, sutilmente alevoso. Y, al mismo tiempo, comenzó a devaluarse la relación sexual con las mujeres, cuyo estatus social ya no dejó de descender.
Hornero ya conoce a los selloi, los sacerdotes adivinos de Zeus en Dodona, «que no se lavan los pies y duermen en el suelo». Desde el siglo VIII hasta el VI profetas milagreros, sectarios que claman por el arrepentimiento, llamados bácidas —Abaris, Aristeas o el más conocido, Epiménides—, predican la mortificación corporal como medio para favorecer al alma y reforzar el espíritu[47].
No obstante, todo esto permaneció hasta el siglo V en un segundo plano. Despreciado por las gentes instruidas y apartado de los cultos oficiales, apenas ejerció influjo sobre la vida griega cuando mayor era su esplendor cultural.
Fue tras las desgracias de la guerra del Peloponeso cuando menudearon los predicadores del arrepentimiento, beligerantes contra todo lo sexual, floreciendo toda clase de cultos ascéticos secretos, oscuros misterios y filosofías rigoristas que condenaban al cuerpo por cuenta del alma.
En el siglo VI surgió la primera religión salvífica de Grecia: el orfismo. Se atribuyó a Orfeo, el mítico cantor, y produjo infinidad de «escritos sagrados». Quien viva de acuerdo con ellos, decían, sobrevivirá entre los bienaventurados; quien se obstine, tendrá un terrible destino tras la muerte. Según las creencias órficas, el alma se halla en el cuerpo como un prisionero, como el cadáver en la tumba. Regresa a la Tierra bajo formas de personas y animales constantemente renovadas, hasta su liberación definitiva mediante la negación del cuerpo, mediante la ascesis. De modo que los órficos, que se llamaban a sí mismos los «Puros» y practicaban ya una especie de «indulgencias» (fórmulas mágicas para liberar a vivos y muertos de las penas del Más Allá) y algo parecido a misas de difuntos, evitaban la carne, los huevos, las legumbres y la lana en los vestidos, aunque no confiaban en su propia fuerza, sino en la misericordia y la salvación divinas.
Probablemente, el orfismo depende de la doctrina —en muchos aspectos análoga— de Pitágoras (ca. 580-510), el cual, aún en vida, gozó de una veneración casi divinizante: curó enfermedades del cuerpo y del alma, calmó una tormenta en el mar, sufrió burlas y persecuciones, descendió a los infiernos y resucitó finalmente de entre los muertos, anticipando muchos de los elementos del Nuevo Testamento. Pitágoras también rebaja a la mujer. «Hay un principio bueno» dice, «que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, la oscuridad y la mujer».
Influido por la doctrina pitagórica del alma. Platón admitió el uso de los mitos como mentiras pías y finalmente se entregó a una mística y una moral cada vez más nebulosas, hasta el punto de que, en su último escrito, quería ver muertos a los impíos pertinaces. Asimismo, para Platón —que en su Política predica una burda oposición cuerpo/alma, pero también la comunidad de mujeres— el cuerpo es una cárcel, el vecino malvado del alma, el placer del diablo; la salvación no está en este mundo, sino en el otro, con lo cual Platón se convirtió en el peor contradictor de Hornero, el «Moisés en lengua griega» según Clemente de Alejandría o, según Nietzsche, el «bienpensante del Más Allá» el «gran calumniador de la vida» «la mayor calamidad de Europa». Sus ideas —reconocibles en el pesimismo sexual de los estoicos y los neoplatónicos, enemigos del cuerpo y de la vida— han dejado su impronta en Occidente y el Cristianismo hasta hoy[48].
Al igual que en el judaísmo, también en el mundo helenístico se conoció la castidad cúltica que, más tarde, en el catolicismo, condujo al celibato. Una maniática búsqueda de faltas, que hacía estragos entre muchos pueblos y procedía del miedo a las temibles fuerzas del tabú y a la omnipresente amenaza de infección demoníaca, sirvió de base para un concepto de impureza que en un primer momento no fue moral, sino sólo ritual. Todo lo que tuviera que ver con la muerte, el nacimiento o las relaciones sexuales se consideró «impuro» pues estaba infestado por los malos espíritus. Se exigía la purificación ritual de toda aquella persona u objeto que estuviera impuro: no sólo el asesino u homicida, sus ropas y vivienda, así como todo aquel que se relacionara con él, sino también la parturienta y quien la tocaba, la que tenía un aborto o participaba en un nacimiento, el recién nacido, la casa en la que venía al mundo, quien asistiera a un entierro o estuviera junto a una tumba, etcétera. Como sucedió después en el primer cristianismo, en vista de tantos y tales temores se usaba agua corriente, aunque también barro, salvado, higos, lana, huevos, sangre de animales o cachorros de perros de raza; todas estas cosas desinfectaban, purgaban, absorbían, todas ellas purificaban y fregaban hasta completar la limpieza religiosa, en una palabra, hasta hacer del individuo una persona casi «nueva».
Al principio, el pecado también fue concebido como suciedad material —en muchas lenguas la misma palabra significa pecado y suciedad— y como se creía que, cuando se manchaba el cuerpo, también se manchaba el alma, para limpiar ésta, para «purificarla» y «blanquearla» había que proceder antes a la limpieza corporal mediante la mortificación. La primitiva imperfección cúltica se había transformado en moral, y finalmente en pecado.
Los misterios griegos, que prometían una vida bienaventurada después de la muerte, habían remarcado especialmente las ideas de purificación. Nadie «con mácula» podía acceder al templo. Todos tenían que estar katharos, asperjándose con agua a la entrada y, llegado el caso, ofreciendo una víctima purificatoria o, como en el templo de Isis, evitando el consumo de carne y vino.
El ayuno tenía, principalmente, una función de reforzamiento. Así, a algunos visitantes del templo no se les dejaba comer cerdo o carne de salazón o, en algunos casos, ningún tipo de carne, mientras que en otras partes se prohibían los pescados o las bebidas embriagadoras. El 24 de marzo, día de la muerte del dios Atis (que resucitaba el 26: al tercer día), no estaba permitido comer nada hecho de semillas. Los iniciados de Eleusis —entre los cuales estuvieron Sila, Cicerón, Augusto, Adriano y Marco Aurelio—, tenían que abstenerse de ciertos platos durante la fiesta y en las vísperas, además, ayunar un día entero, después de lo cual tomaban la bebida sagrada, hecha de harina de cebada: indudablemente, se puede hablar de un sacramento[49].
Pero, ante todo, el trato con los dioses presuponía la abstinencia sexual; cualquier persona que hubiese tenido una relación íntima, laicos incluidos, estaba inhabilitada para el culto. Según Démostenos, antes de visitar el templo o de tomar contacto con los objetos sagrados había que guardar continencia «durante un determinado número de días». También Tibulo (nacido hacia el 50 a. C.) canta:
«Lejos del altar llamo a permanecer a aquel que gozó de placer amoroso la noche anterior».
Del mismo modo, Plutarco (nacido unos cien años más tarde) advierte que, después de un contacto sexual, no se debe visitar el templo ni hacer ofrendas. Al menos tienen «que pasar la noche y el sueño». No obstante, los plazos para guardar continencia fluctúan hasta los diez días. Al principio, lo único que contaba era el simple hecho de la relación sexual. Sólo más tarde se comenzó a tasar el pecado. Así, una inscripción del templo de Pérgamo exigía un día de purificación si la pareja estaba casada y dos en caso de relación extramatrimonial. En la fiesta ática de las Tesmoforias las «mujeres generadoras» que asistían al culto religioso debían guardar abstinencia durante los tres días anteriores; nueve, en la fiesta chipriota correspondiente.
Ahora bien, la obligación de evitar la mácula y la copula carnalis era especialmente grave en el caso del sacerdote. Él era el más próximo a los dioses y, como tal, también estaba más expuesto que nadie a los demonios; era durante el coito cuando se encontraba amenazado por los espíritus malignos, que escogían ese momento para penetrar en la mujer y dirigirse a su destino, preferiblemente a través de los orificios del cuerpo.
De modo que muchos cultos se encomendaban a vírgenes: los de Hera, Artemis, Atenea, y también los de Dionisos, Heracles, Poseidón, Zeus y Apolo. Claro que también eran humanitarios y, puesto que exigían abstinencia sexual, escogían a personas a quienes les era menos penosa: mujeres mayores —que además estaban ya libres de la menstruación, que incapacitaba para el culto— o ancianos (como en el templo de Heracles en Fócida). En las Leyes de Platón, los sacerdotes debían tener más de sesenta años. A veces incluso se recurría a niños de uno u otro sexo, aunque generalmente sólo hasta la entrada en la pubertad. Claro que a algunos sacerdotes se les obligaba a mantenerse castos de por vida: es lo que sucedía en un templo de Tespia, o en el de Artemis en Orcomenos.
En Roma, donde, por otra parte, el ascetismo ni siquiera se valoraba positivamente, las virgines sacrae (seis, en época histórica) debían guardar una estricta abstinencia. Reverenciadas pero reducidas a una especie de clausura, tenían que custodiar, al menos durante treinta años, el fuego de la diosa, aunque a veces prorrogaban sus servicios voluntariamente por algún tiempo. Enfundadas en el antiguo traje de boda romano, actuaban como esposas del pontifex maximus, que originariamente también las designaba, aunque más adelante se acordó echar a suertes la selección entre veinte muchachas nombradas por él. Aparte de este pontifex, ningún hombre podía pisar el templo de Vesta. Pese a ello, no cabe descartar una relación sexual secreta con el «dios» y aún menos el tribadismo. Si una vestal atentaba contra la castidad, era emparedada en vida —lo que sucedió unas doce veces— en el canyus sceleratus (un minúsculo rincón bajo tierra, con un lecho, una luz, algo de agua, aceite y vino), mientras que al profanador se le azotaba hasta la muerte. (Las sacerdotisas mejicanas y las vírgenes del sol peruanas también eran ejecutadas si violaban el voto de virginidad)[50].
La forma más radical de contención sexual correspondía a los sacerdotes de Cibeles, que se castraban ritualmente con un pedazo de vidrio, como dice Juvenal, o bien, como se lee en Ovidio, con una piedra afilada: lo que se atribuía a la antigüedad de la costumbre. El miembro amputado se ofrecía a la divinidad; tal vez, originariamente, para aumentar su fuerza. En todo caso, los griegos no se prestaron a ello y los romanos sólo en época cristiana, cuando la razón y el escepticismo estaban desapareciendo en medio de un clima de psicosis de masas seudorreligiosa.
Con la aniquilación del órgano genital, el mal era arrancado de raíz, por así decirlo, y la manía de perfección se convertía en absoluta. «Su ardiente fe» escribe Henri Graillot acerca de los sacerdotes eunucos de Cibeles, «su modo de vida austero y su estricta disciplina fueron un ejemplo sumamente eficaz. Muchas almas dubitativas se sintieron atraídas hacia estos intérpretes de la palabra divina, que eran superiores a otros hombres precisamente porque ya no eran hombres; escuchaban las confesiones y alentaban los exámenes de conciencia, pero también dispensaban consuelo y esperanza divina».
En cambio, entre los griegos el ascetismo sexual fue bastante más inhabitual y el celibato, en modo alguno la regla. Generalmente, a los sacerdotes y sacerdotisas sólo les estaba vedado un segundo matrimonio.
En cualquier caso, el terreno para la campaña cristiana en favor de la castidad estaba ya preparado. Aparte de no pocas de las religiones mistéricas, también algunos pensadores se ejercitaban en la predicación moral. Epicteto llega al extremo de condenar la concupiscencia en las relaciones con las mujeres y —atendiendo a otro aspecto muy diferente— la Stoa y otras escuelas filosóficas, así como la novela de la época, equiparan la mujer al hombre, al menos en teoría. Y es que el Nuevo Testamento, en general, está cuajado de postulados éticos tomados de la época precristiana.
Mientras que Franz Overbeck, el amigo de Nietzsche, uno de los teólogos más honestos que Dios ha tenido a bien damos, manifestaba que el cristianismo ha hecho su aparición en un mundo «cuya cultura estaba a tal altura que podemos preguntamos con fundamento si la humanidad de hoy en día la ha vuelto a alcanzar (…)» los católicos ven la cosa de un modo distinto. De modo que el paganismo rebosa de «corrupción» y «focos de vicios perversos»; «ante Crista» todo es una «ciénaga». Ni siquiera el budismo, que rechaza rotundamente la lujuria y el adulterio, aporta «ningún rasgo amable». Y en cuanto a la elevada posición de la mujer egipcia, no vale la pena reflejarla «con más detalle» pues no encaja bien en el enfoque adoptado. En cambio la «imagen de la inmoralidad de las mujeres romanas en tiempo de Cristo» es «tan repugnante que (…)»… que no necesitamos «trazar paralelismos con nuestro tiempo». «Estos se imponen francamente y llenan de inquieta preocupación a los hombres reflexivos». Y bien, ¿se ha llegado, después de tanta educación cristiana, al menos al punto del que se partió? (cf. infra).
Sigamos la pista a los casi dos milenios de cruzada contra el placer[51].