Carmine y Desdemona se casaron a principios de mayo, y decidieron pasar la luna de miel en Los Angeles como huéspedes de Myron Mendel Mandelbaum; la réplica del palacio de Hampton Court era tan enorme que su presencia no incomodaba en lo más mínimo a Myron ni a Sandra. Myron estaba a su disposición tan pronto como le llamaban, en tanto que Sandra vagaba flotando en una semiinconsciencia. Un poco para sorpresa de Carmine y Myron, Sophia decidió que le gustaba Desdemona, cuya hipótesis al respecto fue que su nueva hijastra aprobaba la forma, natural y sin zalamerías, en que su nueva madrastra la trataba. Como a un adulto responsable y sensato. Los augurios eran propicios.
De vuelta en Holloman no era todo tan propicio. Como si el Hug no hubiera padecido bastantes sobresaltos y escándalos en los meses previos, los estertores de su agonía produjeron aún uno más, cuando la señora Robin Forbes denunció ante la policía que su marido la estaba envenenando. Al ser interrogado por los recientemente condecorados sargentos Abe Goldberg y Corey Marshall, el doctor Addison Forbes rechazó la acusación con desdén y aversión, les invitó a tomar muestras de todos los alimentos y líquidos que hallaran en la casa, y se retiró a su guarida. Cuando los análisis (incluidos los de vómitos, heces y orina) dieron negativo, Forbes empaquetó sus libros y papeles, hizo dos maletas y se fue a Fort Lauderdale. Allí se unió a una lucrativa consulta de neurología geriátrica; cosas tales como la apoplejía y la demencia senil nunca le habían interesado, pero eran infinitamente preferibles al profesor Frank Watson y a la señora Robin Forbes, a quien presentó una demanda de divorcio. Cuando los abogados de Carmine se pusieron en contacto con él para comprarle la casa de East Circle, él se la vendió por menos de lo que valía para vengarse de Robin, que pedía la mitad. Tras una lucha angustiosa por decidir cuál de sus hijas la necesitaba más, Robin se mudó a Boston con la ginecóloga en ciernes, Roberta. Robina envió a su hermana una carta de condolencia, pero lo cierto es que Roberta estaba encantada de tener un ama de llaves.
Todo lo cual significó que Desdemona estuvo en condiciones de ofrecer a Sophia la posesión de la torre.
—Es bastante ideal —le dijo en tono indiferente, tratando de no sonar demasiado entusiasta—. El cuarto de arriba tiene una azotea… Podrías usarlo como cuarto de estar; y en el cuarto de debajo se puede hacer un pequeño dormitorio, si lo recortamos un poco para poner un baño y una cocinita. Carmine y yo hemos pensado que a lo mejor podrías acabar el bachillerato en la Dormer, y luego elegir una buena universidad. ¿Quién sabe? Puede que la Chubb sea mixta antes de que cumplas la edad de matricularte. ¿Te interesaría?
La sofisticada adolescente chilló de alegría; Sophia se lanzó sobre Desdemona y la abrazó.
—¡Oh, sí, por favor!
Julio estaba a punto de finalizar cuando Claire Ponsonby hizo llegar a Carmine un mensaje diciendo que le gustaría verle. Su petición fue una sorpresa, pero ni siquiera ella tenía el poder de aguar su humor optimista en aquel precioso día de capullos en flor y trinos de pájaros. Sophia había llegado de Los Angeles dos semanas antes, y todavía estaba tratando de decidir si quería pintura o papel pintado en las paredes interiores de su torre. A Carmine le asombraba la cantidad de temas de conversación que encontraban Desdemona y ella, como le asombraba su en tiempos envarada esposa. Qué sola había debido de sentirse, haciendo economías y ahorrando para pagarse una vida que, a juzgar por la forma en que se adaptó al matrimonio, nunca la hubiera satisfecho. Aunque tal vez se debiera en parte a su embarazo, una pizca anterior al día de su boda; el bebé nacería en noviembre, y Sophia se moría de impaciencia. No era de extrañar, en definitiva, que ni siquiera Claire Ponsonby tuviera en su mano arruinar su sensación de bienestar, de más bien tardía plenitud.
La perra y ella le aguardaban en el porche. Había dos sillas colocadas en torno a una mesita blanca de mimbre que sostenía una jarra de limonada, dos vasos y un plato de pastas.
—Teniente —dijo ella conforme él subía las escaleras.
—Ahora, capitán —dijo él.
—¡Caramba, caramba! Capitán Delmonico. Suena bien. Siéntese, por favor, y tome un poco de limonada. Es una vieja receta familiar.
—Gracias, me sentaré, pero no quiero limonada.
—No comería ni bebería usted nada que hayan preparado mis manos, ¿no, capitán? —preguntó ella con dulzura.
—Francamente, no.
—Se lo perdono. Sentémonos sin más, entonces.
—¿Por qué quería verme, señorita Ponsonby?
—Por dos razones. La primera, que voy a mudarme, y aunque, según me han dicho mis abogados, nadie puede impedirme que lo haga, consideraba importante informarle del hecho. Hice cargar las cosas que quiero llevarme en la furgoneta de Charles, y he contratado a un estudiante de la Chubb para conducirla y que nos lleve a Biddy y a mí a Nueva York esta noche. He vendido el Mustang.
—Creía que Ponsonby Lane 6 era su domicilio hasta la muerte.
—He descubierto que ningún sitio es mi hogar sin mi querido Charles. Luego recibí una oferta por esta propiedad que simplemente no podía rechazar. Está usted excusado si pensaba que nadie querría comprarla, pero no es así. El mayor F. Sharp Menor me ha pagado una suma muy jugosa por lo que, según creo, piensa convertir en un museo de los horrores. Varias agencias de viajes de Nueva York han convenido en programar visitas de dos días. Primer día: viaje a su aire en autobús por el encantador paisaje rural de Connecticut, cene y pase la noche en el motel Mayor Menor; lo está reformando para hacerlo más elegante. Segundo día: una visita guiada por la guarida del Monstruo de Connecticut, incluida una travesía a gatas por su legendario túnel. Alimente a los ciervos, cuya presencia a la salida del túnel está garantizada. Vuelva paseando al cubil del Monstruo para ver catorce réplicas de las cabezas en su emplazamiento original. Naturalmente, habrá una banda sonora con gritos y aullidos. El mayor está remodelando el viejo salón para hacer un comedor para treinta personas y convertirá nuestro viejo comedor en una cocina. Después de todo, no puede tener a un chef preparando la comida en un horno Aga mientras la gente lo ve abrirse y cerrarse. Luego, autobús de vuelta a Nueva York —dijo Claire desapasionadamente.
¡Dios, qué sarcasmo! Carmine la escuchaba sentado, cautivado, contento de que ella no pudiera observar su boca abierta.
—Pensaba que no se creía usted nada de eso —dijo al cabo.
—Y así es. No obstante, me aseguran que tales cosas se dan. Si ése es el caso, merezco sacar de ello un beneficio. Me dan la oportunidad de empezar de nuevo lejos de Connecticut. Estoy pensando en Arizona o Nuevo México.
—Le deseo suerte. ¿Cuál es la segunda razón?
—Una explicación —dijo ella, en tono más suave, más parecido al de la Claire con quien él había simpatizado, y por la que había sentido aprecio—. Le eximo de ser el estereotipo del policía brutal, capitán. Siempre me pareció usted un hombre consagrado a su trabajo: sincero, altruista incluso. Puedo entender que me considerara sospechosa de esos horribles crímenes, puesto que sigue usted insistiendo en que el asesino era mi hermano. Mi propia teoría es que a Charles y a mí nos engañaron, que alguna otra persona llevó a cabo las… eh… reformas en nuestros sótanos. —Suspiró—. Sea como fuere, he decidido que es usted lo bastante caballeroso para poder hacerme algunas preguntas, como lo haría un caballero: con cortesía y discreción.
¡Victoria al fin! Carmine se inclinó hacia delante en su silla, las manos entrelazadas.
—Gracias, señorita Ponsonby. Me gustaría empezar preguntándole qué sabe usted sobre la muerte de su padre.
—Suponía que me preguntaría eso. —Estiró sus piernas largas y nervudas y las cruzó a la altura de los tobillos, jugueteando con un pie con el collar de Biddy—. Éramos muy ricos antes de la Depresión, y vivíamos bien. Los Ponsonby siempre han sabido disfrutar de la buena vida: buena música, buena comida, buen vino, cosas buenas a nuestro alrededor. Mamá venía de un ambiente similar: Shaker Heights, ya sabe usted. Pero el suyo no fue un matrimonio por amor. A mis padres les obligaron a casarse porque Charles estaba en camino. Mamá estaba dispuesta a hacer lo que fuera por cazar a papá, que en realidad no la quería. Pero cuando les pusieron entre la espada y la pared, cumplió con su deber. Charles nació a los seis meses. Dos años después, llegó Morton, y dos años después de eso, llegué yo.
Detuvo el pie; Biddy gimió hasta que volvió a empezar, y entonces se quedó tumbada con los ojos cerrados y el hocico apoyado en las patas delanteras. Claire prosiguió.
—Siempre tuvimos un ama de llaves además de una mujer que hiciera la limpieza. Me refiero a una sirvienta alojada en casa que se ocupaba del trabajo doméstico más ligero, excepto cocinar. A mamá le gustaba cocinar, pero detestaba lavar los platos o pelar las patatas. No creo que fuera especialmente tiránica, pero un día el ama de llaves se despidió. Y papá trajo a casa a la señora Catone… Louisa Catone. Mamá se quedó lívida. ¡Lívida! ¿Cómo osaba él usurpar sus prerrogativas?, etcétera. Pero a papá le gustaba salirse con la suya tanto como a mamá, y la señora Catone se quedó. Era una joya, lo que persuadió a mamá… Supongo que mamá supo desde un principio que la señora Catone era la amante de papá, pero la cosa funcionó bien durante mucho tiempo. Entonces hubo una pelea terrible… ¡realmente terrible! Mamá insistió en que la señora Catone tenía que irse, papá insistía en que se iba a quedar.
—¿Tenía hijos la señora Catone? —preguntó Carmine.
—Sí, una niña llamada Emma. Unos meses mayor que yo —dijo Claire como en una ensoñación; sonrió—. Jugábamos juntas, comíamos juntas. Mi vista no era muy buena, ya entonces, así que Emma me hacía un poco de perro guía. Charles y Morton la odiaban. Verá, la pelea se produjo porque mamá descubrió que Emma era hija de papá: nuestra medio hermana. Charles encontró su certificado de nacimiento.
Se quedó en silencio, sin dejar de menear el collar de Biddy.
—¿Cómo acabó la pelea? —la instó Carmine.
—De modo sorprendente, y no sorprendente. Llamaron a papá por un asunto de negocios urgente al día siguiente, y la señora Catone se fue con Emma.
—¿Cuándo fue eso, en relación con la muerte de su padre?
—Déjeme ver… Yo tenía casi seis años cuando le mataron… Un año antes. De un invierno a otro.
—¿Cuánto tiempo llevaba la señora Catone con ustedes cuando se marchó?
—Dieciocho meses. Era una mujer singularmente hermosa; Emma era su viva imagen. Morenas. De sangre mestiza, aunque más blancas que otra cosa. Hablaba con una voz preciosa: cantarina, melosa. Una lástima que no dijera más que banalidades con ella.
—Así que su madre la despidió mientras su padre estaba fuera.
—Sí, pero creo que hubo algo más que eso. Si nosotros, los pequeños, hubiéramos sido algo mayores, podría decirle más, o si yo, la chica, hubiera sido la mayor; encuentro que los chicos no se fijan tanto cuando de emociones se trata. Mamá podía llegar a asustar a la gente. Tenía cierto poder. Hablé de ello con Charles infinidad de veces, y llegamos a la conclusión de que mamá amenazó con matar a Emma a menos que desaparecieran las dos para siempre. Y la señora Catone la tomó en serio.
—¿Cómo reaccionó su padre al volver a casa?
—Se pelearon a gritos. Papá pegó a mamá y salió corriendo de casa. Tardó en volver… ¿varios días? ¿Semanas? Mucho tiempo. Recuerdo a mamá dando vueltas nerviosamente. Entonces volvió papá. Tenía un aspecto espantoso, se negó a hablar siquiera con mamá, y si ella intentaba tocarle él le pegaba o la zarandeaba apartándola. ¡Qué odio! Y él… lloraba. Todo el tiempo, nos parecía a nosotros. Me atrevería a decir que vino a casa por nosotros, pero iba arrastrándose por los rincones.
—¿Cree que su padre fue en busca de la señora Catone, pero no la encontró?
Sus ojos azules y acuosos se perdieron en un infinito ciego.
—Bueno, sería la explicación más lógica, ¿no? El divorcio no estaba ya mal visto por entonces, pero papá prefería tener a la señora Catone de sirvienta en su casa. Mamá para guardar las apariencias, la señora Catone para su placer carnal. Casarse con una mulata caribeña le habría arruinado socialmente, y a papá le importaba su estatus social. Al fin y al cabo, era de los Ponsonby de Holloman.
«Con qué distancia habla de ello», pensó Carmine.
—¿Sabía su madre que el dinero se había esfumado con el crack de Wall Street? —preguntó Carmine.
—Lo supo sólo tras la muerte de mi padre.
—¿Le mató ella?
—Ah, sí. Aquella tarde tuvieron la peor pelea de todas; podíamos oírla desde el piso de arriba. No entendíamos todo lo que se gritaban el uno al otro, pero oímos lo bastante como para comprender que papá había encontrado a la señora Catone y a Emma. Que tenía la intención de abandonar a mamá. Se puso su mejor traje y se fue en su coche. Mamá nos encerró a los tres en la habitación de Charles y salió en nuestro segundo coche. Empezaba a nevar. —Su voz sonaba infantil, como si la pura fuerza de aquellos recuerdos la arrastrara atrás en el tiempo—. Los copos de nieve daban vueltas y más vueltas, girando en remolino igual que hacen en las bolas de cristal. ¡Esperamos tanto tiempo…! Entonces oímos el coche de mamá y empezamos a dar golpes en la puerta. Mamá la abrió y nosotros salimos en tromba… ¡nos moríamos de ganas de ir al baño! Los chicos me dejaron entrar primero. Cuando salí, mamá estaba de pie en el pasillo con un bate de béisbol en la mano derecha. Estaba cubierto de sangre, y ella igual. Entonces salieron Charles y Morton del cuarto de baño, la vieron y se la llevaron. La desvistieron y la bañaron, pero yo tenía tanta hambre que había bajado a la cocina. Charles y Morton encendieron fuego en el viejo hogar que había donde ahora está el Aga, y quemaron el bate y sus ropas. ¡Qué triste! Morton nunca volvió a ser el mismo.
—¿Quiere decir que hasta entonces había sido… en fin, normal?
—Muy normal, capitán, aunque aún no había empezado a ir a la escuela… Mamá no nos dejó acudir hasta los ocho años. Pero después de aquel día, Morton no volvió a decir una palabra. Ni a admitir la existencia del mundo. ¡Ay, sus ataques de furia! Mamá no le tenía miedo a nada ni a nadie. Excepto a Morton con un ataque de furia. Rabioso, incontrolable.
—¿Fue a verles la policía?
—Por supuesto. Dijimos que mamá había estado en casa con nosotros, en cama con una jaqueca. Cuando le dijeron que papá había muerto, se puso histérica. La madre de Bob Smith vino, nos dio de comer y se quedó con mamá. Unos días más tarde, descubrimos que nuestro dinero se había volatilizado en el crack de la Bolsa.
A Carmine le dolían las rodillas; la silla era exageradamente baja. Se puso en pie y caminó por el perímetro del porche; comprobó con el rabillo del ojo que Claire Ponsonby tenía efectivamente todo dispuesto para marcharse. La parte trasera de la furgoneta, en el camino de entrada, estaba a rebosar de bolsas, cajas, un par de baúles pequeños a juego que databan de una época en que se viajaba con más calma y estilo. Como no quería volver a sentarse, apoyó la cadera en la barandilla.
—¿Sabía que la señora Catone y Emma también murieron aquella noche? —preguntó—. Su madre empleó el bate de béisbol con los tres.
El rostro de Claire se congeló en una expresión de absoluta y genuina sorpresa; el pie con que jugueteaba con la perra salió disparado al aire como presa de un ataque. Carmine le sirvió un vaso de limonada, preguntándose si no debería buscar algo más fuerte. Pero Claire se bebió el contenido del vaso ávidamente y recobró la compostura.
—Así que eso es lo que fue de ellas —dijo lentamente—; Charles y yo nunca dejamos de preguntárnoslo. Nadie nos dijo jamás quiénes eran las otras dos personas, sólo hablaron de un grupo de vagabundos presas de un frenesí homicida. Nosotros dimos por supuesto que mamá utilizó sus correrías para ocultar su propia obra, y que los otros dos eran miembros de la banda.
Súbitamente, se irguió en su silla, se inclinó al frente y tendió a Carmine una mano implorante.
—¡Cuéntemelo todo, capitán! ¿Qué? ¿Cómo?
—Estoy seguro de que acierta al pensar que su padre le dijo a su madre que la dejaba para empezar una nueva vida. Ciertamente, había encontrado a la señora Catone y a Emma, pero cuando fue a reunirse con ellas en la estación de trenes era la primera vez, porque las Catone estaban en la indigencia. No llevaban dinero, ni siquiera comida. Los dos mil dólares que llevaba él encima representaban probablemente todo lo que había podido arañar para esa nueva vida —dijo Carmine—. Estaban escondidos en la nieve, lo que me hace pensar que su madre tenía efectivamente la habilidad de aterrorizar a la gente. Pobre hombre. Le dijo a su madre más de la cuenta y murieron tres personas.
—Tantos años, y nunca, nunca lo supe… Ni tan siquiera lo llegué a sospechar… —Sus ojos se volvieron hacia la cara de Carmine como si pudieran ver, brillando de emoción—. ¿No es irónica, la vida?
—¿Quiere que le prepare un trago como Dios manda, señorita?
—No, gracias. Estoy bien. —Levantó las piernas y las recogió bajo la silla.
—¿Puede hablarme un poco de su vida después de aquello?
Elevó un hombro, descendieron las comisuras de su boca.
—¿Qué le gustaría saber? Mamá tampoco volvió ya a ser la misma.
—¿No intentó ayudarles nadie del exterior?
—¿Se refiere a gente como los Smith y los Courtenay? Mamá lo llamaba meter sus narices donde nadie les llamaba. Unas pocas dosis de las groserías de mamá funcionaban mejor que el aceite de castor. Dejaron de intentarlo, nos dejaron en paz. Salimos adelante, capitán. Sí, salimos adelante. Contábamos con una pequeña renta que mamá complementaba vendiendo tierra. Su familia también ayudó, creo. Charles fue a la escuela Dormer Day, igual que yo, y ella pagaba las tasas regularmente.
—¿Qué me dice de Morton?
—Vino un inspector de educación, que le echó un vistazo y nunca más volvió. Charles le dijo a todo el mundo que era autista, pero eso era para contentar a los entrometidos. El autismo no aparece el día que tu madre asesina a tu padre. Desde el punto de vista psiquiátrico, eso es un asunto de muy distinto cariz. Aunque nosotros lo queríamos, ¿sabe? Sus accesos de furia nunca iban dirigidos contra Charles o contra mí, sólo contra mamá o cualquier extraño que pasara por casa.
—¿Le sorprendió que muriera tan repentinamente?
—Sería más exacto decir que me dejó anonadada. Hasta éste, 1939 fue el peor año de mi vida. Estoy sentada con mis libros, estudiando, y de pronto desciende sobre mí un velo gris… ¡Bum! Ciega de por vida. Una visita al oftalmólogo, y me veo subida en un tren, camino de Cleveland. No he hecho más que llegar a la escuela para ciegos y llama Charles para decirme que Morton está muerto. ¡Cayó redondo, sin más! —Se estremeció.
—Parece dar a entender que su madre no era mentalmente estable antes de enero de 1930, pero es evidente que lo disimulaba bien.
Entonces ¿qué ocurrió a finales de 1941 para provocarle verdadera demencia?
El rostro de Claire se contrajo en una mueca.
—¿Qué pasó justo después de Pearl Harbor? Charles dijo que se casaba. Los dos tenían veinte años, pero a falta de poco para cumplir la mayoría de edad. Estaba estudiando el primer ciclo de Medicina en la Chubb. Smith le presentó a una chica en un baile y fue amor a primera vista. La única forma que tuvo mamá de acabar con ello fue disparar todas las alarmas. Quiero decir que se puso como loca, loca de atar. La chica salió huyendo. Yo me ofrecí para volver a casa y cuidar de mamá… durante casi veintidós años, según resultó. Y no es que no hubiera hecho por Charles incluso más que algo tan tedioso como eso. No piense que me convertí en la esclava de mamá: aprendí a controlarla. Pero mientras ella vivió, Charles y yo no pudimos permitirnos disfrutar plenamente de nuestro gusto por la comida, el vino y la música. Entre usted, capitán, usted y mamá, han arruinado mi vida. Tres preciosos años en que tuve a Charles enteramente para mí, ésa es la suma total de mis recuerdos. Tres preciosos años…
Fascinado, Carmine se encontró preguntándose si lo que suponía Marciano era cierto. ¿Habían sido amantes hermano y hermana?
—Sentía usted una gran antipatía por su madre —dijo.
—¡La aborrecía! ¡La aborrecía! ¿Se figura usted —prosiguió con repentina ferocidad— que desde el día que cumplió trece años hasta que cumplió dieciocho Charles vivió en el armario debajo de la escalera? —La rabia se evaporó; una chispa de temor brilló en sus ojos y se desvaneció mientras alzaba las manos para palparse la boca—. Oh. No pretendía decir eso. No, eso es algo que no quería decir. Se me ha escapado. ¡Se me ha escapado!
—Mejor fuera que dentro —dijo Carmine, quitándole importancia—. Continúe. Será mejor, ahora que ya lo ha dicho.
—Años más tarde, Charles me dijo que ella le había sorprendido masturbándose. Se puso hecha una furia. Le chilló, le gritó, le escupió, le mordió, le dio puñetazos… Él siempre fue incapaz de revolverse contra ella. Yo me defendía siempre, pero Charles era como un conejo bajo el hechizo de una cobra. Ella no volvió a dirigirle la palabra, cosa que a él le partió su pobre corazón. Cuando volvía a casa del colegio, o de casa de Bob Smith, iba derecho al armario. Era un armario grande, con una bombilla dentro. ¡Ah, sí, mamá era muy considerada! Tenía un colchón en el suelo y una silla dura; había una estantería que podía usar de mesa. Ella le pasaba una bandeja con la comida y la retiraba cuando él se la terminaba. Orinaba y hacía de vientre en un cubo que debía vaciar y limpiar cada mañana. Hasta que me fui a Cleveland, fue responsabilidad mía darle sus comidas, pero no me estaba permitido hablarle.
Carmine, boquiabierto, no salía de su asombro.
—¡Pero eso es ridículo! —exclamó—. Iba a un colegio muy bueno, con tutores, y un director, ¡sólo tenía que contárselo a alguien! Ellos habrían tomado medidas de inmediato.
—Chivarse era algo ajeno a la naturaleza de Charles —dijo Claire, levantando la barbilla—. Él adoraba a mamá, le echaba a papá la culpa de todo. Sólo tenía que haberla desafiado, pero no quiso. El armario era su castigo por un pecado terrible, y eligió cumplir su castigo. El día que cumplió dieciocho, ella le dejó salir. Pero nunca más le habló. —Se encogió de hombros—. Así era Charles. Tal vez esto le permita comprender por qué sigo negándome a creer que él hiciera ninguna de esas cosas espantosas. Charles era incapaz de violar o torturar, era demasiado pasivo.
Carmine se enderezó, flexionó los dedos, que se le habían dormido de apretarlos en torno a la barandilla.
—Sabe Dios que no deseo en absoluto agravar su dolor, señorita Ponsonby, pero puedo asegurarle que Charles era el Monstruo de Connecticut. De no serlo, el mayor F. Sharp Menor no le financiaría a usted su nuevo comienzo en Arizona o Nuevo México. —Se dirigió hacia las escaleras—. Debo irme. No, no se levante. Le agradezco todo esto, ha resuelto un rompecabezas que me atormentaba desde hace meses. ¿Se llamaban Louisa y Emma Catone? Bien. Sé dónde están enterradas. Ahora les pondré un monumento. ¿Sabe si la señora Catone profesaba alguna creencia religiosa?
—Habla usted como un poli recalcitrante, capitán. Sí, era católica. Supongo que debería contribuir al monumento, dado que Emma era mi medio hermana, pero estoy segura de que entenderá usted que no lo haga. Arrivederci.