Jueves, 3 de marzo de 1966
Por razones que prefería no explorar, Wesley le Clerc nunca consiguió pensar en sí mismo como Alí el Kadi en casa de su tía. De modo que fue Wesley le Clerc quien se arrastró fuera de la cama a las seis en punto; tía Celeste insistía en que lo hiciera. Cuando hubo extendido su esterilla y rezado sus oraciones, fue al cuarto de baño para su sesión diaria de higiene: lavarse el pelo, ducharse, afeitarse y defecar.
Para el mitin de Mohammed ya estaba todo listo, y de todas formas, Mohammed decía que debía ser un empleado modélico de Suministros Quirúrgicos Parson además de su espía en el Hug. En su lugar de trabajo, había pasado de los fórceps de mosquito Halstead a instrumentos para microcirugía, y su supervisor le hablaba de no sabía qué adiestramiento especial que permitiría a Wesley perfeccionar e incluso inventar instrumentos. Con el Gobierno federal apostando decididamente por el empleo en igualdad de oportunidades, un obrero negro con talento era valioso más allá de su simple excelencia; era una estadística con la que mantener al Congreso a raya. Nada de lo cual le importaba al frustrado Wesley, que ardía en deseos de asestar un golpe en favor de su pueblo ya, no en algún remoto futuro, cuando tuviera el puto trozo de papel que acreditase que había aprobado el examen de ingreso en el Colegio de Abogados de Connecticut.
Otis ya salía camino del Hug cuando Wesley entró en la cocina. La tía Celeste estaba haciéndose la manicura en las uñas, que llevaba largas, de color carmín y más bien puntiagudas, para realzar sus dedos finos y afilados. Sonaba la radio a todo volumen; ella la apagó y se levantó para servirle a Wesley el desayuno, consistente en un zumo de naranja, copos de maíz y una tostada de pan integral.
—Han cogido al Monstruo de Connecticut —comentó, mientras extendía mantequilla sobre la tostada.
A Wesley se le cayó la cuchara en sus cereales empapados, salpicando la mesa.
—¿Que han qué? —preguntó, pasando una servilleta por la leche antes de que ella viera lo que había hecho.
—Han cogido al Monstruo de Connecticut, hace unos quince minutos. Las noticias no hablan de otra cosa, aún no han puesto ni una canción.
—¿Quién es, un hugger?
—No lo han dicho.
Él extendió el brazo para encender la radio.
—¿O sea que estarán hablando del asunto ahora?
—Supongo. —Volvió a aplicarse con sus uñas.
Wesley escuchó el boletín conteniendo la respiración, sin dar apenas crédito a sus oídos. Pese a que no se había revelado la identidad del Monstruo, la WHMN estaba en situación de afirmar que se trataba de un veterano profesional de la medicina, y que había una cómplice de sexo femenino. Ambos comparecerían ante el juez Douglas Thwaites en el juzgado del distrito de Holloman a las nueve de la mañana para fijar fianza.
—¿Wes? ¿Wes? ¡Wes!
—¿Eh? ¿Sí, tía?
—¿Estás bien? ¿No te me irás a desmayar, no? Con un enfermo del corazón en la familia es suficiente.
—No, no, tía, estoy bien, en serio. —La besó en la mejilla y fue a su habitación a ponerse su chaqueta más holgada, guantes y un gorro de punto. Aunque el día era soleado, la temperatura no pasaba mucho de cero.
Cuando llegó al número 18 de la calle Quince, encontró a Mohammed y seis de sus más íntimos en un corrillo histérico; no les quedaban más que tres días para reorganizar el tema del mitin y sacar partido de algún modo a ese giro imprevisto de los acontecimientos. ¿Quién hubiera podido soñar siquiera que aquellos cerdos incompetentes detendrían al culpable?
Con una tímida sonrisa de disculpa, Wesley pasó de largo junto a ellos y entró en lo que Mohammed llamaba su «sala de meditación». A Wesley le parecía más bien un arsenal, con sus paredes repletas de armeros que exhibían escopetas, ametralladoras y rifles automáticos; las pistolas se guardaban en varios armarios metálicos salidos de una armería, con cajones específicamente diseñados para exponer pistolas. Por el suelo, en cualquier rincón en que cupieran, se amontonaban en pilas las cajas de munición.
A pesar del armamento, o quizá debido a él, ése era siempre el sitio más tranquilo de la casa, y tenía lo que Wesley necesitaba ahora: una mesa y una silla, planchas de cartón pluma blanco, pinturas, rotuladores, pinceles, tijeras, una guillotina. Wesley cogió un trozo de cartón pluma de 45x75 y marcó con una línea una sección de veinte centímetros de ancho, que cortó luego con un cúter apoyado en una regla. No había mucho espacio para un mensaje, pero no iba a ser largo. Letras negras, fondo blanco. ¿Y dónde estaba el equipo de hockey del niñato mimado que tenía Mohammed por hijo? Lo había visto tirado por alguna parte, después de que el chaval descubriera que Alá no le había destinado a convertirse en una estrella del hockey. Últimamente le daba por el salto de altura, influido por un campeón del instituto Travis.
—¡Eh, Alí! ¿Estás ocupado, tío? —preguntó Mohammed, entrando en la habitación.
—Sí, estoy ocupado haciéndote un mártir, Mohammed.
—¿Convirtiéndome a mí en uno, quieres decir?
—No, fabricándote uno a partir de alguien menos importante.
—¿Estás de broma?
—Nada de eso. ¿Dónde están las cosas de hockey de Abdullah?
—Dos cuartos más allá. Cuéntame más, Alí.
—Ahora mismo no tengo tiempo, tengo mucho que hacer. Pero asegúrate de que tu tele esté sintonizada en el Canal seis a las nueve de la mañana. —Wesley agarró un pincel, pero no lo untó en la pintura negra—. Necesito un poco de privacidad, Mohammed. Así no podrán probar que tú estuvieras al tanto, tío.
—¡Claro, claro! —Sonriendo, con las manos en alto, Mohammed salió de la sala de meditación haciendo una reverencia burlona, dejando solo a Wesley.
Cuando Carmine llegó a la comisaría, parecía que hubiera allí como cien policías para estrecharle la mano, darle palmadas en la espalda, dirigirle sonrisas bobaliconas. Para la prensa, Charles Ponsonby era todavía el Monstruo de Connecticut, pero para todos los polis era un Fantasma.
Silvestri estaba tan contento que se arrastró pesadamente hasta la puerta de su despacho, plantó un sonoro beso en la mejilla de Carmine y le abrazó.
—¡Muchacho, muchacho! —canturreó, con los ojos brillantes a causa de las lágrimas—. Nos has salvado a todos.
—¡Oh, venga, John! Déjate de histrionismos, este caso nos ha llevado tanto tiempo que ha muerto de puro viejo —dijo Carmine, avergonzado.
—Pienso recomendarte para una medalla, aunque el gobernador tenga que inventársela.
—¿Dónde están Ponsonby y Claire?
—Él está en una celda, acompañado por dos policías… no vamos a permitir de ninguna manera que este fulano se ahorque, y tampoco tiene ninguna cápsula de cianuro guardada en el recto, nos hemos asegurado. Su hermana está en un despacho vacío de este piso, con dos agentes mujeres. Y el perro. Como mucho es cómplice. No tenemos pruebas que sugieran que ella es el segundo Fantasma, por lo menos ninguna que vaya a impresionar a Doug Dudas Thwaites, ese pesado pedante de mierda. Nuestras celdas de detención están limpias, Carmine, pero no pensadas para alojar a una señorita, especialmente a una señorita ciega. He pensado que sería buena política tratarla de una forma que sus abogados no puedan criticar cuando vaya a juicio… si es que llega a ir a juicio. Por el momento, eso está por ver.
—¿Ha hablado él?
—Ni una palabra. De tanto en tanto estalla en carcajadas salvajes, pero no ha dicho nada. Mira al vacío, tararea una canción, ríe por lo bajo.
—Piensa alegar enajenación.
—Está más claro que el agua. Pero las personas enajenadas según los criterios de M’Naghten no se diseñan un matadero hasta el mínimo detalle.
—¿Y Claire?
—No hace más que repetir que se niega a creer que su hermano sea un asesino múltiple, y que ella personalmente no ha hecho nada malo.
—Salvo que Patsy y su equipo consigan encontrar rastros de Claire en el escenario de los crímenes o en el túnel, saldrá libre. ¿Una ciega que va con su perro y vacía un cubo de hojas muertas en la reserva de los ciervos y las aplana con un rastrillo? Un abogado medio competente probaría que ella pensaba que estaba llevando alimento a los ciervos y dejándolo donde su hermano Chuck les había hecho un comedero. Claro que siempre podemos esperar que confiese.
—¡Y un huevo! —dijo Silvestri, con un bufido—. De ese par, ninguno es de los que confiesan. —Cerró un ojo y dejó el otro abierto, fijándolo en Carmine—. ¿Tú crees que ella es el segundo Fantasma?
—Sinceramente, John, no lo sé. No conseguiremos probarlo.
—En fin, el caso es que están citados a comparecer ante «Dudas» Doug en su juzgado a las nueve. Yo quería que la cosa se hiciera en un lugar menos público, más discretamente, pero Doug se ha mantenido en sus trece. ¡Menudo número! Ponsonby no lleva más ropa que una gabardina, y se niega a ponerse nada más. Si le obligamos y en el forcejeo se hace un moratón de nada, o un corte, nos acusarán de brutalidad policial, así que se va a presentar en el juzgado con la gabardina. Danny le puso las esposas demasiado apretadas, lo que ya es bastante inconveniente de por sí. El hijo de puta, que no es tonto, lleva las muñecas en carne viva.
—Supongo que no habrá periodista que no intente llegar a Holloman a tiempo para estar en el exterior del juzgado a la hora señalada, incluidos los locutores del Canal seis —dijo Carmine, con un suspiro.
—¿Y por qué no habían de hacerlo? Esto es un notición, en una ciudad tan pequeña.
—¿No podemos hacer que Claire comparezca aparte?
—Podríamos, si Thwaites estuviera dispuesto a colaborar, pero no lo está. Quiere que los llevemos a los dos ante él a la vez. Es por curiosidad, creo.
—No, quiere una vista previa que le ayude a decidir sobre la complicidad de Claire.
—¿Has comido, Carmine?
—No.
—Pues vamos a pillar mesa en el Malvolio’s antes de que empiece el follón.
—¿Cómo están Abe y Corey? ¿Se han quitado el olor a mofeta?
—Sí, pero están resentidos. Querían estar contigo en ese sótano.
—Lo siento por eso, pero tenían que descontaminarse. Te sugiero que aprietes al gobernador para sacarle un par de medallas más, John. Y una ceremonia vistosa.
El juzgado de Holloman estaba en la calle Cedar, en el parque, a cuatro pasos del edificio de la Administración del condado, aunque los hermanos Ponsonby no podrían recorrerla a pie. A la entrada de la comisaría había ya varios periodistas emprendedores acompañados de fotógrafos cuando sacaron a Ponsonby con una toalla sobre la cabeza y la gabardina abotonada del cuello a las rodillas, donde alguien la había asegurado con un imperdible para impedir que se le abriera. Nada más poner los pies en la acera Ponsonby empezó a forcejear con sus escoltas, no para escapar, sino para deshacerse de la toalla. Al final, le metieron entre las rejas del coche patrulla sin velos, bajo un aluvión azul de flashes. Nadie iba a arriesgarse a que no hubiera luz suficiente. Su coche había arrancado ya cuando salió Biddy, con Claire detrás. Al igual que su hermano, no permitió que nadie le cubriera la cabeza. Sus escoltas fueron ostensiblemente amables con ella, y el vehículo que la conduciría al bloque de los juzgados era el coche oficial de Silvestri, un Lincoln grande.
La multitud reunida en torno al juzgado era tan numerosa que habían tenido que cortar la calle Cedar al tráfico; una hilera de policías con los brazos entrelazados intentaba contenerla en un tira y afloja al ritmo de los empujones de la gente. Quizá fueran negros la mitad de los reunidos, pero las dos mitades estaban muy airadas. La prensa estaba dentro del cordón policial, operadores de cámara con sus cámaras al hombro, fotógrafos de noticias con el disparador en automático, locutores de radio parloteando sobre sus micrófonos, el presentador del Canal 6 haciendo lo propio. Uno de los periodistas era un varón negro, bajo y delgado, que llevaba una chaqueta abultada; avanzó poco a poco sonriendo y musitando disculpas, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta para mantenerlas calientes.
Cuando sacaron a Charles Ponsonby del coche patrulla, los periodistas se abalanzaron hacia él, con el negro bajo y delgado en primera fila. Una mano negra y delgada emergió de la chaqueta, se elevó hasta su cabeza y encasquetó en ella un extraño sombrero, un sombrero que aguantaba una tira de cartón blanco que rezaba en nítidas letras negras: HEMOS SUFRIDO. Todas las miradas se habían desviado hacia el sombrero, incluida la de Charles Ponsonby; nadie vio cómo Wesley le Clerc sacaba con su otra mano una modesta pistola negra. Le metió a Ponsonby cuatro balazos en el pecho y el abdomen sin dar a los policías cercanos tiempo de desenfundar sus armas. Pero no le abatió una salva de tiros. Carmine se apresuró a interponerse, gritando con todas sus fuerzas:
—¡No disparen!
Y la tele lo retransmitió todo, cada milisegundo del suceso, desde el sombrero del HEMOS SUFRIDO a la expresión atónita de Charles Ponsonby y el salto suicida de Carmine. Mohammed el Nesr y sus compinches lo vieron desarrollarse ante sus ojos, rígidos de la impresión. Luego, Mohammed se hundió de nuevo en su butaca y alzó los brazos, exultante.
—¡Wesley, eres mi hombre, nos has dado nuestro mártir! Y ese poli tonto del culo de Delmonico te ha salvado para el juicio. ¡Tío, menudo juicio vamos a armar!
—Alí, querrás decir —dijo Hasan, sin comprender.
—No, a partir de ahora es Wesley le Clerc. Tiene que parecer que ha actuado en nombre de todo el pueblo negro, no sólo de la Brigada Negra. Así es como lo enfocaremos.
Todo pasó dos minutos antes de la llegada del coche de Claire Ponsonby, de modo que no fue testigo de la suerte de su hermano. Al principio se vio bloqueada por una masa de cuerpos en movimiento, luego la policía se las arregló para despejar el sitio lo suficiente para que el Lincoln pudiera dar media vuelta y regresar por la calle Cedar al edificio de la Administración del condado.
—¡Por Dios, Carmine! ¿Estás loco? —exclamó Danny Marciano, con la cara demudada y el cuerpo temblando—. ¡Mis hombres iban con el piloto automático, le habrían disparado al Papa!
—Bueno, afortunadamente a mí no me dispararon. Y lo que es más importante, Danny, no hubo balas perdidas que hirieran a un cámara o mataran a Di Jones… ¿cómo iba a sobrevivir Holloman sin su columna de cotilleos del domingo?
—Sí, ya sé por qué lo hiciste… y ellos también, reconóceles ese mérito al menos. Ahora tengo que dispersar a esta multitud.
Patrick estaba de rodillas junto a la cabeza de Charles Ponsonby, caída hacia atrás, con una expresión de indignación en el rostro enjuto y picudo; un charco de sangre se extendía bajo su cuerpo, haciéndose más delgado a medida que avanzaba su flujo.
—¿Muerto? —preguntó Carmine, agachándose.
—Del todo. —Patrick le pasó la mano por los ojos fijos e incrédulos para cerrárselos—. Al menos, no saldrá absuelto, y yo al menos soy de los que creen que hay un infierno esperándole.
Wesley le Clerc estaba de pie entre dos policías uniformados, con aspecto inofensivo e insignificante; todas las cámaras seguían enfocándole a él, al hombre que había ejecutado al Monstruo de Connecticut. Justicia cruda, pero justicia al fin y al cabo. A nadie le dio por pensar que Ponsonby no había sido juzgado, ni creer que fuera inocente.
Silvestri bajó las escaleras de los juzgados enjugándose el sudor de la frente.
—Al juez no le ha hecho gracia —le dijo a Carmine—. ¡Dios, vaya puto fiasco! ¡Y sacadle de aquí! —gritó a los hombres que tenían sujeto a Wesley—. ¡Vamos, lleváoslo y encerradlo!
Carmine siguió a Wesley hasta la jaula del coche patrulla y se recostó en el asiento manchado y maloliente, con la cabeza vuelta hacia un lado. Wesley llevaba puesto todavía aquel estúpido sombrero con su conmovedor mensaje: HEMOS SUFRIDO. Pero lo primero que hizo Carmine fue informar a Wesley de su situación, en voz lo bastante alta para que le oyeran los policías del asiento delantero. Luego le quitó el sombrero y le dio vueltas entre sus manos. Un casco de hockey de plástico duro que el chico había remachado con recortes de estaño para que le quedara ceñido en torno a las orejas. Una vez encajado, permanecía en su sitio el tiempo necesario para hacerse ver.
—Supongo que pensabas que se saldría en medio de la lluvia de balas de la policía, pero ya ves, ha aguantado hasta el amargo final. Resistió incluso a que te metieran en esta cafetera de coche. Eres mejor artesano de lo que tú mismo crees, Wes.
—¡He hecho algo grande —dijo Wesley en tono rimbombante—, y voy a seguir haciendo cosas aún más grandes!
—No olvides que cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra.
—¿Y a mí qué me importa eso, teniente Delmonico? Soy el vengador de mi pueblo, he matado al hombre que violaba y asesinaba a nuestras niñas-mujer. Soy un héroe, y así voy a ser considerado.
—Ay, Wes, has arruinado tu vida, ¿no lo ves? ¿Quién te dio la idea, Jack Ruby? ¿Llegaste a creer en algún momento que yo te dejaría morir igual que él? ¡Tú tienes cabeza! Y lo que es más penoso es que si hubieras hecho lo que yo te dije tal vez habrías logrado algo positivo de verdad por tu pueblo. Pero no, no podías esperar. Matar es fácil, Wes. Lo puede hacer cualquiera. En mi opinión, indica un cociente intelectual unos cuatro puntos por encima del de la vida vegetativa. A Charles Ponsonby le habrían metido probablemente en la cárcel para el resto de su vida. Lo único que has hecho es librarle de su castigo.
—¿Así que era ése? ¿El doctor Chuck Ponsonby? ¡Vaya, vaya! Un hugger, después de todo. No ha entendido usted nada de nada, teniente. Él no era sino un medio para lograr mis fines. Me ha dado la oportunidad de convertirme en un mártir. ¿Cree que me importa que viva o que muera? ¡Pues me importa un carajo! Soy yo el que debe sufrir, y sufriré.
Cuando se llevaban a Wesley le Clerc a los calabozos, entró Silvestri caminando a pisotones y mascando su cigarro frenéticamente.
—Ése es otro al que tendremos que vigilar cada segundo —masculló—. Como se nos suicide él sí que nos veremos con el agua al cuello.
—Además, es un chaval brillante y con gran habilidad manual, así que quitarle el cinturón y cualquier cosa que pueda romper en tiras no le impedirá intentarlo si es eso lo que se propone. Personal mente, no creo que lo haga. Wesley quiere que todo se ventile en público.
Entraron en el ascensor.
—¿Qué hacemos con la señorita Claire Ponsonby? —preguntó Carmine.
—Retiramos los cargos y la soltamos inmediatamente. Es lo que dice el fiscal del distrito. Un cubo lleno de hojas no es prueba suficiente para retenerla, y no digamos para incriminarla. Lo único que podemos hacer es prohibirle salir del condado de Holloman… de momento. —Su cara mofletuda se contrajo en una mueca como la de un bebé con un cólico—. ¡Ay, este caso ha sido como un grano en el culo de principio a fin! Todas esas chicas preciosas, angelicales, están muertas, y nadie va a hacerles justicia de verdad. ¿Y cómo diablos voy a informar a las familias sobre las cabezas?
—Al menos, las cabezas significan el cierre de una puerta para ellos, John. No saber es peor que saber —dijo Carmine mientras salían del ascensor—. ¿Dónde está Claire?
—De vuelta en el mismo despacho.
—¿Te importa que me encargue yo?
—¿Importarme? ¡Te lo ruego, no quiero ver a esa zorra!
Encontró a Claire sentada en una butaca muy cómoda, con Biddy a sus pies, ignorando a las dos jóvenes, muy incómodas, que tenían orden de no quitarle los ojos de encima. Dado que ella no veía, aquello resultaba de algún modo una invasión imperdonable de su intimidad.
—¡Vaya, teniente Delmonico! —exclamó, irguiéndose al entrar él.
—Esta vez no hay motor de ocho cilindros que me delate. ¿Cómo lo hace, señorita Ponsonby?
Ella logró componer una sonrisa tonta que la hizo parecer vieja, descompuesta, digna de lástima; algo en su expresión despertó en Carmine uno de aquellos relámpagos de intuición tan vitales en su carrera de policía. Le decía que era ella, sin lugar a dudas, el segundo Fantasma. «¡Oh, Patsy, Patsy, encuéntrame algo que la sitúe en el escenario de los crímenes! Encuentra una foto, o una película de ella y Chuck entregados a la violación y el asesinato… ¡Madura, Carmine! No habrá nada. El único recuerdo que conservan son las cabezas. ¿De qué le sirve una imagen, ya sea fija o en movimiento, a una ciega? Aunque en ese sentido ¿de qué le sirve una cabeza?»
—Teniente —dijo ella como ronroneando—, usted lleva su motor de ocho cilindros allá a donde va. El motor no está en su coche, está en usted.
—¿Le han informado de que su hermano, Charles, ha muerto?
—Sí, lo han hecho. También sé que no hizo ninguna de las cosas que dicen ustedes que hizo. Mi hermano era un hombre marcadamente intelectual, exigente y de una enorme bondad. Ese paleto de Marciano me ha acusado de ser su amante… ¡Bah! Me alegro de no tener una cloaca por cerebro.
—Debemos considerar todas las posibilidades. Pero es usted libre de irse, señorita Ponsonby. Han sido retirados todos los cargos contra usted.
—Como era de esperar. —Dio un tirón a la correa del arnés de Biddy.
—¿Dónde va a quedarse? Su casa es aún el escenario de un crimen bajo investigación policial, y lo seguirá siendo durante algún tiempo. ¿Quiere que llame a la señora Eliza Smith?
—¡Desde luego que no! —le espetó ella—. De no ser por esa cotorra indiscreta, nada de esto habría sucedido. ¡Espero que muera de un cáncer de lengua!
—¿Adónde va a ir, entonces?
—Me alojaré en el Mayor Menor hasta que pueda volver a instalarme en mi casa, así que se lo advierto: tengo intención de conservar a mis abogados para que velen por mis intereses como propietaria del número seis de Ponsonby Lane, por lo que le sugiero que no estropeen nada. La casa no ha cometido crimen alguno.
Y salió, muy digna.
«El ganador se lo lleva todo, Carmine. Fantasma o no Fantasma, esta mujer es formidable.» Regresó a la casa que no había cometido crimen alguno, aunque no se había ofrecido a llevar a Claire al Mayor Menor. Silvestri había cedido su Lincoln para eso.
Ahora entraban en la fase más triste de todo caso: el tedioso y rutinario epílogo.
Para cuando todo el mundo llegó al Hug, la noticia de que habían cazado al Monstruo de Connecticut había dejado, en términos informativos, de ser noticia. Todas las caras se veían más jóvenes, más relajadas, y había un brillo en cada par de ojos. ¡Ah, qué alivio! Tal vez ahora pudiera el Hug volver a la normalidad, pues el Monstruo no era, obviamente, un hugger.
Desdemona no había visto a Carmine desde que regresara de su excursión, ni contaba con verle, ocupado como estaba con la vigilancia del Fantasma. Pero justo cuando estaba a punto de salir camino del Hug escoltada en su coche patrulla aquel miércoles por la mañana, sonó el teléfono: era Carmine, con una voz extrañamente desprovista de emoción.
—Si no recuerdo mal, hay un televisor en la sala de juntas del Hug —dijo—. Enciéndelo y mira el Canal 6, ¿de acuerdo? —¡Clic! Colgó.
Arrastrando los pies, atemorizada por su tono impersonal, Desdemona abrió con su llave la sala de juntas y apretó el botón de encendido de la tele en el preciso instante en que el reloj marcaba las nueve de la mañana. ¡Ah, qué pocas ganas tenía de ver aquello! Nada más entrar por la puerta del Hug, se había encontrado a todos sin excepción comentando que habían atrapado al Monstruo. ¡Como si los polis de su coche patrulla hubieran hablado de otra cosa! Ahora tendría que ver a qué se había dedicado Carmine en sus escapadas nocturnas, y eso le daba miedo. Era de suponer que no le habrían herido, pero durante tres noches la había devorado la preocupación e incluso el pánico. ¿Qué haría ella si él no volvía a casa nunca más? Oh, ¿qué demonio la habían poseído para declarar su independencia yéndose de excursión el fin de semana previo al comienzo de la vigilancia del Fantasma? ¿Por qué no cayó en que él no vendría a casa el domingo por la noche? Todas sus esperanzas las había depositado en eso mientras caminaba entre la magia de los bosques: en cómo le rodearía con sus brazos y le diría que no podía vivir sin él. Pero… Carmine no estaba. Sólo los ecos de su apartamento suntuosamente rojo.
El televisor cobró vida con un fulgor. Sí, allí estaba el juzgado, rodeado por una muchedumbre de cientos de personas, con periodistas por todas partes, policía por todas partes. Un cámara del Canal 6 había encontrado por lo visto una posición privilegiada sobre el techo de una furgoneta y pudo tomar una panorámica de toda la escena; otro estaba entre la multitud, uno más sobre la acera, cerca de un coche patrulla que llegaba. Desdemona localizó a Carmine de pie junto a un capitán uniformado muy alto, que identificó como Danny Marciano. El comisario Silvestri estaba arriba de las escaleras de los juzgados, muy elegante con un uniforme centelleante de galones plateados. Entonces, de la parte trasera del coche patrulla salió el doctor Charles Ponsonby. Desdemona sintió que le estrujaban el corazón mientras contemplaba la escena boquiabierta. «Por todos los dioses, ¡Charles Ponsonby! Un hugger. El mejor y más antiguo amigo de Bob Smith. Estoy presenciando —se dijo— el final del Hug. ¿Estarán viendo esto los Parson en Nueva York? ¡Sí, por supuesto! Nuestro canal está afiliado a la red nacional. ¿Habían encontrado los Parson miembros de la junta esa cláusula de liberación? Si no habían dado con ella todavía, redoblarían sus esfuerzos después de este bombazo.» Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que pareció terminar antes de empezar: el hombrecito negro; el sombrero que decía HEMOS SUFRIDO; el sonido de cuatro disparos: Charles Ponsonby cayendo al suelo, y Carmine poniéndose deliberadamente delante del hombrecito negro, que sostenía aún en su mano una pistolita chata y fea. Al ver a Carmine hacer aquello mientras todos los polis a su alrededor echaban mano a sus pistoleras, Desdemona se sintió morir, esperando durante un instante interminable el sonido de una docena de pistolas abatiéndole en un acto reflejo. Su rugido de «¡No disparen!» fue recogido claramente por las ondas. Carmine seguía en pie, milagrosamente ileso, los policías enfundaban sus armas y procedían a sujetar al hombrecito negro, que no hizo el menor intento de escabullirse. Desdemona se quedó sentada, temblando, tapándose la boca con las manos, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. «¡Carmine, idiota! ¡Estúpido! ¡Maldito soldado! No has muerto… esta vez. Pero estoy condenada a sufrir el destino de la mujer de un soldado, para siempre.»
¿A quién contárselo primero? No, mejor decírselo a todos a la vez, ya mismo. El Hug tenía un sistema de megafonía: Desdemona lo utilizó para convocar a todos los huggers a acudir a la sala de conferencias.
Luego fue al despacho de Tamara; alguien tendría que ocuparse de atender el teléfono. ¡Pobre Tamara! Era la sombra de sí misma desde que Keith Kyneton le diera con la puerta en las narices. Hasta el pelo parecía habérsele ajado, se veía descuidado y sin brillo. Ella ni siquiera reaccionó, se limitó a asentir con la cabeza y siguió sentada con la mirada perdida.
La noticia de las actividades secretas de Charles Ponsonby cayeron entre las personas reunidas en la sala de conferencias como el restallido de un trueno: gritos ahogados, exclamaciones, cierto grado de incredulidad.
Para Addison Forbes fue como si se le hubiera aparecido Dios en forma de zarza ardiendo: sin Smith ni Ponsonby por medio, el Hug sería suyo. ¿Por qué iba el consejo de administración a buscar recambio en otra parte, siendo él tan eminentemente adecuado para el puesto? Tenía la experiencia clínica que llevaba a los investigadores a obtener resultados, su reputación traspasaba las fronteras. Gustaba a los miembros de la Junta de Gobierno. ¡Con Smith y Ponsonby fuera de juego, el Hug se centraría, bajo la dirección del profesor Addison Forbes, en mejores y más ambiciosos objetivos! ¿Y quién necesitaba al engreído gran archipámpano de la India? El mundo estaba lleno de potenciales ganadores del Nobel.
Walter Polonowski apenas escuchó el sumario sucinto y resuelto de Desdemona; estaba demasiado deprimido. Cuatro críos con Paola, y un quinto en camino con Marian. Con una alianza a la vista, Marian estaba mudando su piel de amante por una nueva epidermis de esposa a rayas de colores. «Ellas son serpientes, nosotros somos víctimas.» Maurice Finch recibió las nuevas con pesar, pero un pesar apacible. Siempre había pensado que renunciar a la medicina equivaldría a una sentencia de muerte, pero los acontecimientos de los últimos meses le habían enseñado que eso no debía ser así necesariamente. Sus plantas también eran pacientes; sus diestras y amorosas manos podían atenderlas, sanarlas, ayudarlas a multiplicarse. Sí, la vida con Cathy en una granja de pollos era una perspectiva tentadora. Y todavía podría con esas setas.
A Kurt Schiller no le sorprendió. Nunca le había gustado Charles Ponsonby, de quien había llegado a pensar que ocultaba su homosexualidad; la actitud de Chuck era de una complicidad excesivamente sutil, y su afición al arte hablaba de un mundo de pesadilla oculto tras su fachada anónima. No tanto por el objeto de sus gustos, más bien por algo que emanaba de su persona. En su agenda particular, Kurt le tenía catalogado entre los chicos de cuero y cadenas, muy metidos en el rollo del dolor, aunque Schiller siempre se lo había imaginado en el lado de los que reciben. El tipo pasivo que se arrastra para servir a algún amo aterrador. Bien, evidentemente, él, Kurt, estaba equivocado. Charles era un auténtico sádico; tenía que serlo, para hacer eso a aquellas pobres criaturas. Por lo que a él mismo se refería, Kurt no esperaba nada. Sus credenciales le garantizaban un puesto de trabajo, pasara con el Hug lo que pasase, y tenía el germen de una idea sobre la transmisión de enfermedades entre especies que sabía que atraería el interés del director de cualquier equipo de investigación. Ahora que la foto de papá con Adolf Hitler había quedado reducida a cenizas en la chimenea y que su homosexualidad era de dominio público, se sentía preparado para afrontar la nueva vida que aspiraba a llevar. No en Holloman. En Nueva York, entre sus pares.
—¡Otis —gritó Tamara desde la puerta—, te necesitan en casa, así que ponte en marcha! No he entendido una palabra de lo que decía Celeste, pero es una emergencia.
Don Hunter y Billy Ho se colocaron cada uno a un lado de Otis para ayudarle a salir de la fila de asientos.
—Ya le llevamos nosotros, Desdemona —dijo Don—. No podemos permitir que se acelere su frágil corazón.
Cecil Potter vio la grabación del Canal 6 en diferido por la CBS, en Massachusetts, con Jimmy en las rodillas.
—Tío, ¿has visto eso? —preguntó al mono—. ¡Hola, hola! ¡Yupi-yei! ¡Cómo me alegro de haberme largado de allí!
Cuando Carmine abrió la puerta de su casa aquella noche, Desdemona se abalanzó sobre él llorando sonoramente, golpeándole una y otra vez en el pecho, enfadada. Moqueaba por la nariz y tenía los ojos anegados.
Sintiéndose reconfortado, él la tendió con ternura en el sofá nuevo que había comprado, porque las butacas estaban muy bien para charlar, pero no había nada mejor que un sofá para que dos personas se besuquearan a gusto. Dejó que amainara la tormenta de lágrimas e ira, meciéndola y susurrando, y finalmente le limpió la cara con su pañuelo.
—¿A qué ha venido todo esto? —preguntó, conociendo de antemano la respuesta.
—¡Es por ti! —dijo ella, hipando—. ¡Maldito he-he… héroe!
—Ni maldito ni héroe.
—¡Maldito héroe! ¡Saltando en medio para recibir los ba-ba… balazos! ¡Oh, te hubiera matado!
—Yo también me alegro de verte —dijo él, entre risas—. Ahora levanta las piernas y prepararé un par de copitas de coñac.
—Sabía que te quería —dijo ella más tarde, calmada ya—, pero ¡vaya forma de descubrir cuánto te quiero! Carmine, no quiero vivir en un mundo en que no vivas tú.
—¿Quiere eso decir que prefieres ser la señora de Delmonico a vivir en Londres?
—Sí.
Él la besó con amor, gratitud, humildad.
—Trataré de ser un buen marido para ti, Desdemona, pero ya has visto un avance televisado de lo que conlleva la vida de un poli. El futuro no será muy distinto: largas horas, ausencias, balas perdidas. De todos modos, creo que debe de haber alguien protegiéndome. De momento, sigo de una pieza.
—Siempre que te quede claro que cada vez que hagas tonterías de ese tipo te daré una paliza.
—Tengo hambre —fue su respuesta—. ¿Qué tal un poco de comida china?
Ella dejó ir un sonoro suspiro de satisfacción.
—Acabo de caer en que ya no corro peligro. —Una nota de ansiedad asomó a su voz—. ¿O sí?
—El peligro ha pasado, me juego mi carrera. Pero no tiene sentido que te busques otro apartamento. No voy a permitir que te vayas de éste. Vivir en pecado está de moda.
—Lo malo es —le dijo más tarde, tendidos en la cama— que hay demasiadas cosas que continúan siendo un misterio. Dudo que Ponsonby hubiera hablado jamás, pero al morir él se perdió toda esperanza de que lo hiciera. ¡Wesley le Clerc! De él ya nos ocuparemos mañana.
—¿Te refieres al asesinato de Leonard Ponsonby? ¿A la identidad de la mujer y la niña? —Carmine se lo había contado todo.
—Sí. Y ¿quién excavó el túnel? ¿Cómo se las arregló Ponsonby para meter todo aquel equipamiento en su matadero, desde un generador a una puerta de caja fuerte de banco? ¿Quién se encargó de la fontanería? ¡Un trabajo monumental! El techo del lugar está a casi diez metros bajo tierra. La mayoría de los sótanos, a tres metros, o a cuatro y medio, ya son húmedos, pero ése está más seco que un hueso viejo. Los técnicos del condado están fascinados, deseando examinar sus drenajes.
—¿Y tú crees que Claire es el segundo Fantasma?
—«Creer» no es el término adecuado. Mi instinto me dice que lo es; mi cabeza que no puede serlo. —Suspiró—. Si el segundo Fantasma es ella, se las ha arreglado para irse de rositas.
—No te preocupes —le consoló ella, acariciándole el pelo—. Al menos, se han acabado los asesinatos. No van a raptar a más chicas. Claire no podría hacerlo sola, es una mujer y padece una discapacidad severa. Así que date por contento, Carmine.
—Que me dé por estúpido, querrás decir. He estado metiendo la pata con este caso de principio a fin.
—Sólo porque era un nuevo tipo de crimen cometido por un nuevo tipo de criminal, mi amor. Eres un policía sumamente competente y extraordinariamente inteligente. Considera el caso Ponsonby como una nueva experiencia de la que aprender. La próxima vez, te irán mejor las cosas.
Él se estremeció.
—Por mí, Desdemona, mejor que no haya próxima vez. Los Fantasmas son un caso excepcional.
Ella no dijo más, pero se preguntó si sería así.