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Miércoles, 2 de marzo de 1966

Las noches del lunes y el martes transcurrieron sin incidentes, salvo por lo que se refiere a las incesantes maldiciones de Abe y Corey. Vivir inmerso en miasma de mofeta era un suplicio que alcanzaba el grado de tortura, pues no existía un cerebro que hubiera logrado jamás hacer con ello lo que los cerebros hacían normalmente con los olores, horribles o no: dejar de percibirlos transcurrido un tiempo. El olor a mofeta era persistente, el abismo olfativo más absoluto. Sólo el afecto que sentían por Carmine les había movido a aceptar, pero en cuanto se lo aplicaron se arrepintieron. Afortunadamente, la bañera del sector antiguo del edificio de la Administración del condado era lo bastante grande para alojar a dos hombres a un tiempo; de no ser así, tal vez se hubiera agriado una muy vieja amistad.

El tiempo seguía siendo agradable, con temperaturas por encima de cero; ideal para un secuestro. Ni lluvia, ni viento.

Carmine había procurado prever cualquier posible contingencia. Además de estar Abe, Corey y él escondidos en un punto desde el que disfrutaban de una vista despejada de la trampilla del túnel, había coches sin distintivo policial en cada esquina de Deer Lane y Ponsonby Lane, uno más frente a la recepción del Mayor Menor, uno en el punto en que se había escondido Carmine el mes anterior y varios más en la carretera 133. Estos vehículos eran para disimular; Ponsonby esperaría que estuvieran allí, porque debió de ver los apostados en Deer Lane treinta días antes. Los encubiertos de verdad se hallaban ocultos en los caminos de acceso a las cuatro casas de Deer Lane. No se veían otros coches aparcados; Carmine conjeturaba que el coche utilizado por Ponsonby estaría definitivamente en la carretera 133, y a una distancia considerable. Aunque no era ninguno de los dos que guardaba en su garaje, la furgoneta y el Mustang rojo descapotable; no se habían movido de allí durante el mes anterior, y allí seguían ahora. ¿Tal vez su cómplice proveyera el medio de transporte? En ese caso, Ponsonby acudía a la cita a pie.

—Al menos vosotros lleváis tapones para la nariz —consolaba Carmine a sus compañeros mientras ascendían los tres por la ladera, confiados en que Ponsonby aún estaría volviendo en coche del Hug—. Puede que yo no lleve eau de mofeta, pero tengo que oleros a vosotros dos. ¡Tíos, vaya peste que echáis!

—Respirar por la boca no ayuda mucho —refunfuñó Corey—. ¡Noto el sabor de esta puta mierda! Y por fin sé por qué vuelve locos a los perros.

Recurriendo al talento del avistador de pájaros del departamento, Pete Evans, habían construido un buen escondite a seis metros de la trampilla, sin un solo tronco de árbol por medio. Estaban los tres tumbados, pero podían girar sobre el costado por turnos para evitar que se les durmieran los músculos; era suficiente con que vigilara un hombre si los otros dos estaban al quite.

Resultó no haber dispositivos de alarma, ni siquiera un alambre; considerando su propio tropezón, Carmine creía poco probable que los hubiera. Ponsonby estaba convencido de que el túnel era su secreto. Su confianza al respecto era interesante, como si radicara en una parte de su psique ajena al doctor Charles Ponsonby, investigador y bon vivant. De hecho, Ponsonby era un cúmulo de contradicciones: le daba miedo agarrar una rata, pero no que le pillara la policía.

Mientras esperaba a que transcurrieran tediosamente las horas, caviló sobre el túnel. ¿Quién lo había excavado? ¿Qué antigüedad tenía? Aunque atajara la distancia adicional que implicaba ascender y descender la cresta, tenía que tener al menos doscientos setenta metros de longitud, posiblemente más. Aunque su sección fuera tan pequeña que permitiera a un hombre poco más que reptar sobre su estómago, ¿qué se había hecho de la tierra y las pequeñas rocas extraídas de él? Connecticut era un territorio surcado de secos muros de piedra, porque sus granjeros habían sacado las piedras de sus campos al labrarlos. ¿Cuántas toneladas de tierra y pequeñas rocas? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Cómo estaba ventilado, ya que forzosamente debía estarlo? ¿Había salido la madera para apuntalarlo de esos dos viejos graneros del norte del Estado de Nueva York?

A las dos de aquella nubosa noche les llegó un ruido leve, un gruñido que fue ganando en intensidad y dio paso al suave quejido de unos goznes bien lubricados entorpecidos por partículas de suciedad.

La cubierta de hojas muertas, más secas ahora que cuando Carmine había tropezado, cayó en cascada del lado más alejado al abrirse la portezuela hacia los tres hombres tumbados en su escondite. La forma que emergió de la negra cavidad era igualmente negra; se equilibró, puesto en cuclillas, y soltó un bufido de disgusto al traerle el aire un fuerte olor a mofeta.

La cabeza de la perra asomó de improviso para desaparecer acto seguido. Biddy se negaba a hacer guardia aquella noche. Podían oír a Ponsonby animándola a salir, pero no apareció por ningún lado.

Mofeta.

Lo convenido era que Carmine seguiría a Ponsonby mientras Corey y Abe permanecían junto a la entrada del túnel; esperó, conteniendo la respiración, a que la silueta se enderezara hasta alcanzar la altura de un hombre, tan negra que se hacía difícil distinguirla en medio de la oscuridad preñada de sombras de aquella noche sin luna ni estrellas. «¿Qué lleva puesto?», se preguntó Carmine. Hasta la cara era invisible. Y cuando la silueta comenzó a moverse, lo hizo sigilosamente, sin apenas el murmullo de pisadas sobre el suelo del bosque. Carmine también iba de negro, se había tiznado de negro la cara y puesto zapatillas, pero no se atrevió a acercarse demasiado a la silueta… un mínimo de seis metros, y rezando porque lo que cubría la cabeza de Ponsonby le hiciera más difícil oír nada.

Ponsonby echó a andar con presteza pendiente abajo, hacia el extremo circular de Deer Lane. Justo antes de llegar al aparcamiento, Ponsonby giró en dirección a la carretera 133, oculto aún por el bosque, que de ese lado se extendía hasta la misma 133. Ahora que el terreno estaba más nivelado, a Carmine le resultaba más difícil, de hecho, ver a su presa. Estuvo tentado de desviarse la escasa distancia que le separaba de la carretera, pero la parsimonia del Consejo de Holloman se lo impedía. Gravilla.

Chorreaba sudor, que le cegaba; se lo apartó de los ojos rápidamente, pero cuando miró a donde había estado la silueta, ésta se había esfumado. No porque Ponsonby hubiera notado que le seguían, de eso Carmine estaba seguro. Un capricho del destino. Había dejado abierta la puerta de su túnel; en el momento en que pensara que le seguían, habría dado media vuelta y regresado allí, y, decididamente, no se había marchado en esa dirección. Seguía encaminándose a la carretera 133, perdido en la oscuridad.

Carmine hizo lo más sensato, bajó a la gravilla y corrió todo lo deprisa que pudo hacia el vulgar Chrysler aparcado en el rincón arbolado de Deer Lane.

—Ha salido, pero le he perdido —les dijo a Marciano y Patrick tras subir al coche y cerrar suavemente la puerta de atrás—. Fantasma es la palabra justa para él. Va de negro de pies a cabeza, no hace ruido, y debe de tener mejor vista que un ave nocturna. También debe de conocerse cada centímetro de este bosque. Ahora mismo no hay nada que hacer, a no ser esperar a que regrese con alguna pobre chica aterrorizada. ¡Dios, no quería que la cosa llegara a este punto!

—¿Damos la alarma por radio? —preguntó Marciano.

—No, puesto que no tenemos ni idea de qué clase de vehículo usa. Podría llevar en el salpicadero algún trasto lo bastante bueno para sintonizar todas nuestras frecuencias. Esperad aquí hasta que os avise por el intercomunicador de que está de vuelta en el túnel, me dais diez minutos y luego vosotros y los demás cercáis la casa. Será lo mejor.

Carmine salió del coche y se adentró entre los árboles, para dirigirse trabajosamente hacia el aparcamiento y de allí al escondite.

—Le he perdido, así que ahora nos toca esperar —dijo.

—No puede ir muy lejos —añadió Corey en voz baja—. Es demasiado tarde para que consiga llegar más allá del condado de Holloman.

Cuando Ponsonby volvió, sobre las cinco de la madrugada, era un poco más fácil distinguirle, pese a que el cuerpo que cargaba sobre los hombros estaba envuelto en negro; hacía su silueta más voluminosa, más sonoras sus pisadas. No llegó subiendo por Deer Lane, sino que se acercó a la portezuela aún abierta desde un lateral, dejó caer su carga en el suelo frente al hueco y se escurrió en su interior antes de arrastrar el fardo tras de sí. La portezuela se cerró, accionada aparentemente por una palanca, y la noche volvió a quedar sumida en los habituales ruidos del bosque.

Carmine tenía ya el dedo en el botón de llamada de su intercomunicador, dispuesto a enviar la señal a Marciano, cuando oyó algo: se quedó parado y dio un codazo a sus compañeros para que se mantuvieran quietos y en silencio. Una figura se elevó sobre el risco por encima de ellos e inició el descenso hacia la portezuela, guiada por la perra, que iba resoplando, gimiendo, renuente, desgarrada entre su deber de lazarillo y el insoportable hedor a mofeta. Claire Ponsonby. Llevaba un cubo grande y un rastrillo. Desesperada por alejarse, Biddy no cesaba de gimotear y tirar de su arnés, mientras ella aguantaba la correa, obligada a trabajar con una sola mano, tratando de persuadir a la perra de que se quedara junto a ella. Primero se valió del rastrillo para cubrir la trampilla con las hojas ya amontonadas a un lado, luego vació su cubo de hojas encima de ellas y las esparció con el rastrillo. Por fin, renunció a seguir forcejeando con la perra, se encogió de hombros, dio media vuelta y dejó que Biddy la guiara pendiente arriba.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Abe cuando el sonido de sus pasos se apagó por completo.

—Le damos tiempo de volver a la casa y entonces llamamos a la tropa según lo planeado.

—¿Cómo ha sabido dónde debía cubrir el rastro? —preguntó Corey.

—Vamos a averiguarlo —dijo Carmine, poniéndose en pie y echando a caminar hacia la trampilla camuflada—. Por esto, creo. —Levantó con el pie un trozo de tubería de fontanero, aparentemente pintada de un pardo moteado, aunque era difícil afirmarlo en ausencia de luz—. La perra conoce el camino a la trampilla, pero no puede decirle cuándo ha llegado. Ella sabe que está ante el borde superior de la puerta al notar la tubería. Después, la cosa es sencilla.

O lo sería en ocasiones anteriores. Hoy tenía que vérselas con una perra espantada, ya visteis las complicaciones que le ha creado.

—Así que ella es el segundo Fantasma —dijo Abe.

—Eso parece. —Carmine apretó el botón de su intercomunicador.

—De acuerdo, ¿estamos listos para un viaje al infierno? Tenemos nueve minutos hasta que Marciano se ponga en marcha.

—Detesto echar a perder el esmerado trabajo de Claire —dijo Corey sonriendo, mientras apartaba las hojas con las manos.

El túnel era lo bastante amplio para avanzar a gatas, y era cuadrado; así sería más fácil, supuso Carmine, apuntalarlo con las tablas que cubrían las paredes y el techo. Había bocas de ventilación cada cuatro metros y medio aproximadamente, hechas al parecer con tuberías de diez centímetros. Sin duda las tuberías apenas sobresalían del suelo, cubiertas por una rejilla, y no se destapaban hasta que llegaba el momento de usar el túnel. Podría uno pisar una de las bocas y no se daría ni cuenta. ¡Ah, cuánto tiempo! ¡Cuánto esfuerzo! Aquello era una labor de muchos años. Excavado a mano, apuntalado a mano, sacando a mano la tierra y las piedras. En su relativamente ocupada vida, Charles Ponsonby no habría tenido ratos de ocio suficientes para excavar esto. Lo había hecho otra persona.

Parecía no tener fin; al menos doscientos setenta metros, calculaba Carmine. Cinco minutos gateando deprisa. El túnel iba a morir ante una puerta, no endeble y de madera, sino de recio acero, con una enorme rueda de combinación y un cierre de volante como una escotilla hermética de barco.

—¡Joder, es una caja fuerte! —exclamó Abe.

—¡Calla y déjame pensar! —Carmine se quedó mirándola, alumbrándola con el haz de su linterna surcado por motas y partículas flotantes, pensando que debió adivinar qué clase de puerta podría evitar que en el quirófano entrara contaminación del exterior.

»Vale, lo lógico es suponer que él está dentro y no sabe lo que está pasando fuera. ¡Mierda, mierda, mierda! Si Claire es el segundo Fantasma y no ha usado el túnel, tiene que haber otra entrada a la habitación donde ejecutan los asesinatos. Está dentro de la casa, y tenemos que encontrarla. ¡Mueve el culo, Corey! ¡Muévete!

Otro frenético paseo a cuatro patas, seguido de una precipitada galopada por la pendiente que descendía hasta la casa de los Ponsonby. Se iban encendiendo luces a medida que la gente se despertaba con el aullido de las sirenas; el camino estaba abarrotado de coches, una ambulancia esperaba a un lado. Biddy se revolvía, gruñendo, enredado en una red, mientras Claire, de pie, bloqueaba el paso a Marciano.

—Espósala y formúlale los cargos, Danny —dijo Carmine, sin aliento, agarrándose a una columna del porche para estabilizarse—. Ha tapado la trampilla secreta con hojas, lo que la convierte en encubridora. Pero no podemos entrar en el lugar de los crímenes desde el túnel, tiene una puerta de caja fuerte que lo impide. He dejado a Abe y Corey guardando el túnel… Manda allí algunos hombres a relevarlos, para que puedan irse a sumergirse en zumo de tomate. —Se encaró con Claire, que parecía fascinada por las esposas, palpándolas como podía con dedos arácnidos—. Señorita Ponsonby, no agrave usted los cargos de encubrimiento de asesinato, por favor. Díganos dónde está la entrada desde la casa a la cámara de los horrores de su hermano. Tenemos pruebas concluyentes de que es el Monstruo de Connecticut.

Ella aspiró entrecortadamente y sacudió la cabeza.

—¡No, no, eso es imposible! ¡No lo creo, me niego a creerlo!

—Lleváosla a la ciudad —dijo Marciano a un par de detectives—. Pero dejad que se lleve al perro con ella. Será mejor que se ocupe ella de desenredarlo, está bastante furioso con nosotros. Y que la traten bien, aseguraos de eso.

—Danny, tú y Patrick venid conmigo —dijo Carmine, que ya podía volver a tenerse en pie sin apoyo—. Nadie más. No queremos llenar la casa de polis antes de que Paul y Luke se pongan a examinarla, pero tenemos que encontrar la otra puerta antes de que Chuck pueda hacerle nada a esa pobre chica. ¿Quién es?

—Aún no lo sabemos —dijo lastimeramente Marciano mientras seguía a Carmine al interior—. Probablemente, en su casa todavía no se han levantado, no son ni las seis. —Intentó parecer animado—. ¿Quién sabe?, puede que se la devolvamos a sus padres antes de que sepan que ha desaparecido.

¿Por qué creía que estaría en la cocina? Porque ésa era la habitación donde los Ponsonby parecían hacer su vida, el centro de su universo. La vieja mansión era toda ella como un museo, y el comedor tan sólo un lugar donde colocar sus altavoces de auditorio, el equipo de alta fidelidad y su colección de discos.

—Vale —dijo, guiando a Marciano y Patrick hasta la vieja cocina—. Empezaremos por aquí. Fue construida en 1725, con lo que sus paredes deberían sonar a frágiles. Un revestimiento de acero, no.

Nada, nada, nada. Excepto que la habitación estaba helada, porque habían apagado el horno Aga. ¿Y a qué podía deberse eso? Descubrieron un horno de gas oculto tras unos paneles, y un calentador de agua, también de gas, en un armario, lo que indicaba que los Ponsonby no se asaban en verano, pero para el verano faltaba todavía mucho. ¿Por qué estaba, entonces, apagado el horno Aga?

—La respuesta tiene algo que ver con el Aga —dijo Carmine—. Vamos, centrémonos en él.

Detrás del horno estaba su depósito de agua, caliente todavía al tacto. Tanteando con los dedos, Patrick dio con una palanca.

—¡Aquí está! ¡Lo he encontrado!

Con los ojos cerrados, rezando entre dientes, Patrick accionó la palanca. El horno entero se desplazó hacia fuera y a un lado girando sobre un eje, con suavidad, sin un ruido. Y allí, en el hueco de la chimenea de piedra, había una puerta de acero. Cuando Carmine giró el pomo con su 38 desenfundado, se abrió con suavidad, sin ruido. De pronto, vaciló y guardó de nuevo el arma en su pistolera.

—Patsy, dame tu cámara —dijo—. No hay riesgo de que se produzca un tiroteo, pero Danny puede cubrirme. Tú espera aquí.

—¡Carmine, eso es correr un riesgo innecesario! —exclamó Patrick.

—Dame tu cámara, es el arma más indicada.

Al final de un tramo de escalones de piedra había una puerta corriente de madera. Sin cerrojo, tan sólo un pomo.

Carmine lo giró y penetró en un quirófano. Sus ojos no repararon sino en Charles Ponsonby inclinándose sobre una cama en la que yacía una chica aletargada, gimiendo, ya completamente desvestida, atada con un ancho lienzo que inmovilizaba sus brazos por debajo de sus hombros hasta las muñecas. Ponsonby había guardado en algún sitio lo que quiera que se pusiera para sus incursiones y estaba también desnudo, con la piel aún mojada aquí y allá después de una ducha rápida. Canturreaba una melodía alegre mientras sus experimentadas manos evaluaban el estado de conciencia de su trofeo. Muriéndose de ganas de que despertara.

El flash de la cámara se disparó.

—¡Te he pillado! —dijo Carmine.

Charles Ponsonby se dio la vuelta, boquiabierto, con los ojos cegados por el fulgor azulado de la luz, sin hacer ademán de resistencia.

—Charles Ponsonby, queda arrestado bajo sospecha de asesinato múltiple. Le está permitido guardar silencio, y tiene derecho a un abogado. ¿Me ha entendido? —preguntó Carmine.

Parecía que no; Ponsonby apretó los labios y le fulminó con la mirada.

—Yo le aconsejaría que avise a su abogado en cuanto llegue a la ciudad. Su hermana también va a necesitar uno.

Danny Marciano había abierto otra puerta y apareció en aquel momento llevando un impermeable negro y brillante.

—Está solo —dijo, enfundando su arma—, y esto es todo lo que he podido encontrar. Pon aquí los brazos, pedazo de mierda. —Tras maniatar a Ponsonby con la gabardina, sacó sus esposas. Los trinquetes de éstas se cerraron atenazándole cruelmente las muñecas.

—¡Puedes bajar, Patsy!

—¡Dios bendito! —fue todo lo que acertó a decir Patrick tras mirar a su alrededor; luego fue a ayudar a Carmine a envolver a la chica en una sábana y subirla por las escaleras, seguidos de Marciano y Ponsonby.

Cuando le metieron entre las rejas de la parte trasera de un coche patrulla, Ponsonby pareció volver al mundo real por un instante, abrió de par en par sus acuosos ojos azules, luego echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír, a carcajadas histéricas de inmenso júbilo. Los policías que llevaban el coche permanecieron imperturbables.

Introdujeron a la víctima, cuya identidad desconocían aún, en la ambulancia que la aguardaba; mientras se alejaba, llegó la furgoneta de Paul y Luke, obligando a dispersarse a los residentes en Ponsonby Lane, que habían ido reuniéndose en corrillos y observaban, entre murmullos de asombro, el circo montado en el número 6. Hasta el mayor Menor estaba allí, hablando entusiasmado.

—¿Me devuelves mi cámara? —le dijo Patrick a Carmine mientras entraban en el escenario de los crímenes, seguidos de Paul y Luke.

Todo era o bien blanco o del gris plateado del acero inoxidable. De acero inoxidable estaban revestidas las paredes; el suelo parecía de terrazo gris, el techo, de acero mezclado con el destello de tubos fluorescentes. Ni una brizna de suciedad del túnel podía penetrar en aquel lugar inmaculado y reluciente, pues aquella puerta era hermética, aparte de tener treinta centímetros de grosor. Una serie de respiraderos y un débil murmullo delataban un excelente sistema de aire acondicionado, y la habitación olía a limpieza clínica. La cama se alzaba sobre cuatro patas redondas de metal y consistía en una plataforma de acero inoxidable que aguantaba un colchón de goma protegido por una funda de hule, sobre la que se había extendido una sábana ajustable, no sólo limpia, sino también planchada. Los extremos de las ataduras se habían introducido por hendiduras a lo largo de los bordes de la plataforma, y asegurado mediante barras de diámetro ligeramente menor que el de las hendiduras. Había también una mesa de operaciones, desoladamente despejada. Y, lo que era más espeluznantemente explícito, un cabrestante y un gancho de carnicero suspendidos del techo sobre un declive del suelo que ocupaba una gran rejilla de desagüe. Había vitrinas con frontales de cristal que contenían instrumental quirúrgico, drogas, equipamiento para inyecciones, latas de éter, retales de gasa, cinta adhesiva, vendajes. Una vitrina guardaba una colección de vainas para pene, incluida una de pesadilla, la que había matado a Margaretta y a Faith. En un armario había una pistola de agua y un limpiador a vapor; en otro fundas de colchón de hule, ropa blanca, sábanas de algodón. Un congelador de supermercado descansaba junto a una pared; Carmine lo abrió y descubrió un interior inmaculado.

—Tiraba toda la ropa blanca y las fundas después de acabar con cada víctima —dijo Patrick, apretando los labios.

—Mira esto, Patsy —dijo Carmine, apartando un poco una cortina.

Alguien les llamó desde las escaleras.

—¡Teniente, sabemos quién es la víctima! Delice Martin, una interna de la escuela para chicas católicas Stella Maris.

—Así que no necesitaba un coche —le dijo Carmine a Patrick. La Stella Maris está a sólo ochocientos metros. Ha traído a la chica cargada a hombros todo el camino de vuelta.

—Son ganas de llamar la atención sobre sí, coger a una chica tan cerca de Ponsonby Lane —fue el comentario de Patrick.

—En cierto sentido sí, pero no en otro. Sabía que estábamos vigilando a todos los huggers, así que ¿por qué había de ser él? Hasta el final, ha estado convencido de que el túnel era su secreto. ¿Ahora quieres venir y mirar esto, Patsy?

Carmine descorrió completamente una cortina planchada de satén blanco revelando una hornacina recubierta de mármol blanco pulimentado. Una mesa parecida a un altar sostenía dos candelabros de plata con cirios blancos sin quemar, todo dispuesto como para depositar algo en una bandeja de plata que descansaba sobre un paño exquisitamente bordado. Un sacrificio.

Sobre el conjunto, en la pared, había cuatro repisas; cada una de las dos superiores aguantaba seis cabezas; dos cabezas más descansaban sobre la tercera, y la cuarta estaba vacía. Las cabezas no estaban congeladas.

Tampoco en tarros de formol. Habían sido inmersas en plástico transparente, como se presentan a la venta las más hermosas mariposas en las tiendas de regalos.

—Le daba problemas el pelo —dijo Patrick, apretando los puños para detener el temblor de sus manos—. Puede observarse cómo fue mejorando con la práctica. ¡Debió de tardar un horror con las primeras seis cabezas! Sujetaría la cabeza boca abajo dentro de su molde con una abrazadera, vertería un poco de plástico, lo dejaría secar, vertería un poco más. Con la séptima cabeza incorporó una mejora fundamental… probablemente, inventaría la manera de dejar toda la cabeza dura como el cemento. Entonces podría llenar el molde de un solo vertido. Me gustaría saber qué ha hecho para evitar la descomposición anaeróbica, pero apostaría a que les extraía el cerebro, y tal vez llenara la cavidad craneal con un gel de formol. Bajo esa lámina de oro tan exquisita y recargada, los cuellos están sellados. —De repente, le vino una arcada, que controló con esfuerzo—. Estoy poniéndome malo.

—Ya sé que el plástico líquido tiene un precio prohibitivo, pero creía que no funcionaba con especímenes tan grandes —dijo Carmine—. Sin embargo, hasta la cabeza de Rosita Esperanza parece hallarse en buen estado.

—No importa mucho lo que digan los manuales o los fabricantes. Estas catorce contradicciones ponen de manifiesto que era un maestro de la técnica. Además, el molde es bastante ajustado, apenas más grande que las cabezas. Con medio kilo de plástico sobraría.

—Convierte tus talismanes en mariposas.

Los dos técnicos habían llegado para echar un vistazo, pero no estuvieron mucho rato; les correspondería a ellos bajar cada una de las cabezas y embalarlas como prueba. Antes, sin embargo, había que fotografiar el lugar pulgada a pulgada, dibujar bocetos y clasificarlo todo.

—Echemos una ojeada al cuarto de baño —sugirió Patrick.

—Se trajo a Delice Martin —dijo Carmine, después de mirar—, la tumbó en la cama, luego entró aquí y se dio una ducha. Eso es lo que se puso para secuestrarla.

Era un traje de buzo de goma, del tipo de los que usan los que no descienden a mucha profundidad: fino y ligero. Ponsonby le había quitado las tiras y franjas de color y había matado su brillo. En el suelo, puestas remilgadamente la una junto a la otra, había un par de botas de goma sin tacones y con la suela lisa, y sobre un taburete, cuidadosamente doblados, descansaban un par de guantes de goma.

—Muy flexible —dijo Carmine, retorciendo una de las botas entre sus manos enguantadas—. Puede que fuera un investigador fracasado, pero como asesino, Ponsonby es un fenómeno. —Dejó la bota exactamente en su lugar.

Regresaron a la habitación principal, donde Paul y Luke habían comenzado a tomar fotografías; iban a pasarse muchos días con las incontables tareas que Patrick les encomendaría.

—Las cabezas son la única prueba que necesitamos para imputarle catorce cargos de asesinato —dijo Carmine, cerrando la cortina—. Tiene gracia, en cierto modo, que las tuviera tan ostensiblemente a la vista, pero parece que no se le pasó nunca por la cabeza que alguien fuera a dar con este lugar. Ponsonby se freirá en la silla eléctrica. O bien le caerán catorce cadenas perpetuas consecutivas. Espero que nuestro Fantasma muera en prisión, y que hasta entonces le viole cada día el resto de los presos. ¡Cómo van a odiarle!

—Una idea muy reconfortante, pero sabes tan bien como yo que los celadores le aislarán.

—Sí, una pena, pero cierto. Es que lo que quiero es que sufra, Patsy. ¿Qué es la muerte, sino un sueño eterno? ¿Y qué supone que te aíslen en una prisión, sino la oportunidad de leer libros?