26

A las once de la mañana del domingo, antes de la hora señalada para dar comienzo la vigilancia, Carmine entró en la sección de policía del edificio de la Administración del condado sintiéndose solo, inquieto y tenso.

Solo, porque el viernes por la noche Desdemona le había anunciado que a poco que el fin de semana se presentara soportable, se iría a marchar por la senda de los Apalaches hasta la frontera con Massachusetts. Como adoraba tenerla en su cama, esto le desconcertó; tampoco quiso ella prestar oído a sus protestas por tener que emplear un coche patrulla en llevarla hasta allí y traerla luego de vuelta. Le preocupaba que las expectativas que había puesto en esa relación fueran tan distintas de las que había sentido con Sandra. Aquélla había sido esposa y madre, aunque resultara inadecuada en ambos roles, y ocupado un compartimento especial que él nunca se molestaba en abrir mientras estaba trabajando. Mientras que Desdemona rondaba por su cabeza todo el día, lo que no tenía nada que ver con su relación con el caso. Sencillamente, esperaba con anhelo los ratos que pasaba con ella. A lo mejor tenía que ver con la edad: tenía veintitantos cuando conoció a Sandra, cuarenta y pocos cuando conoció a Desdemona. Como padre no había hecho muy buen trabajo, pero como marido lo había hecho mucho peor. Y, sin embargo, sabía que la respuesta a Desdemona no podía ser que fueran amantes. Matrimonio, tenían que ser matrimonio. Pero ¿quería casarse ella? No tenía ni idea. Lo de hacerse la senda de los Apalaches parecía apuntar a que la necesidad que ella tenía de él no era comparable a la que él tenía de ella. Y no obstante, era tan amorosa cuando estaban juntos…, y en ningún momento le había reprochado que la descuidara en beneficio de su trabajo. «¡Oh, Desdemona, no me falles! ¡Quédate conmigo, no me dejes!»

Inquieto, porque la deserción de Desdemona le dejaba dos días desocupados y sin nadie con quien ocuparlos; Silvestri le había prohibido que metiera la nariz en otro caso que no fuera el de los Fantasmas, con la sola excepción del conflicto racial si llegaba a estallar. Y ahora, con un tiempo razonablemente bueno, un domingo en que uno podía salir sin congelarse, ¿estaba ocupado Mohammed el Nesr? Si lo estaba, no era en cualquier caso manifestándose o dando un mitin. Su inactividad no era ningún misterio. Al igual que Carmine, Mohammed esperaba que los Fantasmas raptaran a otra víctima esa semana, renovando así el dolor y la indignación generales. El gran mitin lo daría el domingo siguiente, sin duda. Apartando del caso de los Fantasmas a policías que necesitaba desesperadamente. Era un grano en el culo, pero una buena estrategia por parte de Mohammed.

Tenso, porque el día treinta se le venía encima.

—¿Teniente Delmonico? —preguntó el sargento de oficinas.

—Ése era yo, la última vez que me miré al espejo —dijo Carmine con una sonrisa.

—Esta mañana, al llegar, encontré una caja con pruebas antiquísimas detrás de esos paquetes. No llevaba nombre, y supongo que por eso no le ha llegado nunca. Luego encontré una etiqueta con su nombre a varios metros de distancia. —Se agachó, hurgó bajo su mostrador y sacó una caja grande, cuadrada, no muy diferente de las que usaban en la actualidad.

¡Las pertenencias de la mujer y la niña muertas a golpes en 1930! Se había olvidado de aquello completamente, de tan ocupado que estuvo planeando la vigilancia. Aunque sí se acordó de pedirle a Silvestri que prendiera fuego a la zorra del archivo y su subalterno.

—Gracias, Larry, te debo una —dijo; cogió la caja y se la llevó a su despacho.

«Algo que hacer una mañana de domingo si tu amada se ha ido a caminar por una ruta cubierta de hojas húmedas.» Cuando abrió la tapa, no surgieron de la caja fétidas reliquias de un crimen cometido hacía treinta y seis años; no se habían molestado en conservar la ropa que llevaba la pareja, lo que significaba que debía de estar toda manchada de sangre, calzado incluido. Dado que a nadie se le había ocurrido consignar cuán «cerca» estaba exactamente Leonard Ponsonby, por lo que Carmine sabía, parte de la sangre bien podía ser suya. Nadie había dibujado siquiera un boato que mostrara la posición relativa de los cuerpos. «Cerca» era todo lo que tenía para seguir adelante.

El bolso estaba allí, eso sí. Por puro hábito, se enfundó unos guantes antes de sacarlo cuidadosamente para poder examinarlo con sus más sofisticados ojos. De fabricación casera. Tricotado, como acostumbraban a hacer las mujeres por aquellos días de escasez, con dos asas de caña y un forro de basto tejido de algodón. Sin cierre. Aquella mujer no podía permitirse ni la piel de vaca más barata, ni mucho menos cuero bueno. El bolso contenía un pequeño monedero que guardaba un dólar de plata, tres cuartos, una moneda de diez centavos y una de cinco. Carmine depositó el monedero con el dinero sobre su mesa. Un pañuelo de hombre, limpio pero sin planchar; de percal, no de hilo. Y, al fondo, fragmentos y migajas de lo que supuso que eran las dos galletas. La madre probablemente las había robado de la cafetería de la estación para que la niña tuviera algo que comer en el tren, y tal vez por eso estaban ocultándose en la nieve. Las autopsias decían que ambas tenían el estómago vacío. Sí, la mujer había robado las galletas.

El maletín no era grande, aunque sí lo bastante viejo para ser uno de los que los predadores del Norte se habían llevado con ellos al Sur tras la Guerra Civil. Descolorido, con calvas aquí y allá, nunca había sido elegante, ni siquiera de nuevo. Lo abrió con reverente delicadeza; ahí dentro estaba casi todo lo que aquella pobre mujer había poseído, y no existía nada más conmovedor que la evidencia muda de vidas pretéritas.

Encima de todo había dos bufandas de lana, tejidas a mano a rayas de colores variados, como si la tejedora hubiera andado gorreando restos. Pero ¿por qué estaban las bufandas en el maletín, si hacía un tiempo espantoso? ¿Eran de repuesto? Debajo había dos pares de bragas de mujer limpias, hechas de muselina sin blanquear, y dos pares mucho más pequeños que evidentemente pertenecían a la niña. Un par de calcetines largos de punto y uno de medias, igual mente de punto. Al fondo, meticulosamente plegado entre papel de seda roto, el vestido de una niña pequeña.

Carmine contuvo la respiración. Un vestido de niña. Hecho de encaje francés azul claro y exquisitamente bordado de aljófares. Manguitas abombadas con puños primorosos, botones con perlas engastadas por la espalda, forro de seda y, debajo de éste, una redecilla almidonada para dar a la falda el vuelo de un tutú de bailarina. Un precursor de 1930 de un Campanilla, salvo que éste estaba hecho enteramente a mano, cosida cada perla individual y firmemente, sin una sola puntada a máquina. ¡Cuántas cosas habían pasado por alto los polis de 1930! Sobre el pecho izquierdo habían resaltado la palabra EMMA con perlas oscuras, purpúreas.

Con la cabeza dándole vueltas, Carmine depositó el vestido sobre su escritorio y se puso en pie, limitándose a contemplarlo durante lo que pudieron ser cinco minutos o una hora.

Finalmente, volvió a sentarse, puso el maletín sobre su regazo y lo abrió cuanto le permitieron sus bisagras oxidadas. El forro estaba gastado y descosido por un lado; metió ambas manos por el hueco y palpó el interior, con los ojos cerrados. ¡Sí! ¡Había algo!

Una fotografía, y no hecha con una Brownie, la popular cámara barata de madera. Se trataba de un retrato de estudio, montado en una carpetita de cartón con el nombre del fotógrafo estampado. «Estudio Mayhew, Windsor Eocks.» Alguien había escrito algo que parecía «1928» en la parte inferior del marco, pero a lápiz, tan tenue que había que adivinarlo.

La mujer estaba sentada en una silla; la niña —de unos cuatro años— sentada en sus rodillas. Allí, la mujer estaba mucho mejor vestida, llevaba una sarta de perlas alrededor del cuello y perlas también en los lóbulos de las orejas. La pequeña llevaba un vestido similar al del maletín, con el nombre «Emma» bien visible. Y ambas tenían la cara. Incluso en blanco y negro, en su piel se apreciaba un matiz de café con leche; tenían el pelo denso, negro y rizado, los ojos oscuros, los labios carnosos. Carmine, que las miraba a través de un velo de lágrimas, las encontraba exquisitas. Destrozadas en la plenitud de su juventud y su belleza, reducidas a una pulpa sanguinolenta.

Un crimen pasional. ¿Cómo no se había dado cuenta nadie? Ningún asesino se habría empleado tan a fondo, en un torrente de golpes, por otro motivo que el odio. Sobre todo si el cráneo aplastado por la porra era el de una niña pequeña. Era impensable de todo punto que aquellas dos femeninas criaturas no estuvieran relacionadas con Leonard Ponsonby. Ellas estaban allí porque él estaba allí; él estaba allí porque ellas estaban allí.

Así que era Charles Ponsonby, después de todo. Aunque no era lo bastante mayor para haber sido él. Ni Morton, ni Claire. Era obra de la loca de Ida, más de una década antes de volverse loca. Lo que significaba que Leonard y la madre de Emma eran… ¿amantes? ¿Parientes? Tan probable era una cosa como la otra; Ida era ultra-conservadora, para ella ni la menor pincelada de chocolate. ¡Tantas preguntas que hacer! ¿Por qué estaban Emma y su madre en la indigencia en enero de 1930 si Leonard estaba con ellas y llevaba encima dos mil dólares y ostentosas joyas con diamantes? ¿Qué les había ocurrido a Emma y a su madre entre la prosperidad de la fotografía de Windsor Locks de 1928 y su miseria de enero de 1930?

«¡Basta, Carmine, basta! Mil novecientos treinta puede esperar, 1966 no. Chuck Ponsonby es un Fantasma… ¿o es el Fantasma, y lo ha hecho todo él solo? ¿Cuánta ayuda recibe de Claire? ¿Cuánta ayuda es capaz ella de darle? ¿Puede un Ponsonby ser un Fantasma y el otro no? Sí, por la ceguera de Claire. ¡Sé que es ciega! Chuck podría moverse por un sótano secreto e insonorizado y ella ni se enteraría. Está insonorizado, seguro. Hay que sofocar los gritos, y son gritos muy escandalosos.

»Charles Ponsonby… Un soltero hogareño incapaz de llevar a cabo una investigación original aunque le vaya la vida en ello. Siempre a la sombra de alguien: de una madre loca, de un hermano loco, de una hermana ciega, de un mejor amigo con más éxito que él. No le preocupa llevar desparejados los calcetines, ni el pelo despeinado, ni se molesta en comprarse una chaqueta nueva de tweed. El típico científico despistado, demasiado apocado para agarrar una rata sin ponerse unos guantes de protección, anodino en esa forma que sugiere un fracaso radical del ego, a pesar del barniz de esnobismo intelectual.

»Pero ¿coincide este Charles Ponsonby con el retrato de un violador/asesino múltiple, tan brillante que viene burlándose de nosotros desde que supimos de su existencia? Parece imposible de creer. El problema es que nadie tiene el retrato de un asesino múltiple, salvo que el sexo parece tener siempre algo que ver. Por ello, cada vez que nos encontramos con un espécimen tenemos que diseccionarlo meticulosamente. Su edad, su raza, su credo, su aspecto, el tipo de víctimas que elige, la personalidad que exhibe ante el mundo, su infancia, de dónde viene, lo que le gusta y lo que le desagrada… un millón de factores. De Charles Ponsonby podemos decir con certeza que por parte de su madre tiene un historial familiar de locura, aparte de ceguera.»

Carmine volvió a guardar el contenido de la caja exactamente como lo había encontrado y la llevó al mostrador.

—Larry, pon esto a buen recaudo ahora mismo —dijo, tendiéndosela—. Nadie debe acercarse siquiera.

Luego, antes de que Larry tuviera tiempo de responder, Carmine desapareció por la puerta. Era hora de echar otra ojeada al número 6 de Ponsonby Lane.

Las preguntas se arremolinaban en su cabeza, un enjambre de avispas en busca de un avispero llamado respuestas: ¿cómo, por ejemplo, se las había apañado Charles Ponsonby para ir del Hug al instituto Travis y volver, y convencer a todo el mundo de que había estado de charla en la azotea? Habían pasado treinta minutos preciosos antes de que Desdemona les encontrara allí a él y a los demás, y sin embargo los seis que estaban en la azotea juraban que ninguno se había ausentado el tiempo suficiente para ir al servicio. ¿En qué medida podía uno fiarse de la capacidad de atención prolongada de un investigador despistado? ¿Y cómo salió Ponsonby de su casa la noche en que se llevaron a Faith Khouri, estando estrechamente vigilado? ¿Constituía el contenido de la caja de pruebas de 1930 una evidencia lo bastante concluyente para arrancarle al juez Douglas Thwaites una orden de registro? Las preguntas se apelotonaban.

Bajó por la carretera 133 desde el nordeste, pasando así primero por Deer Lane. A juicio del Consejo, las cuatro casas de su lado más alejado no merecían asfaltado; los quinientos metros de Deer Lane eran de gravilla. Al llegar al final, se abría en una rotonda con espacio suficiente para que aparcaran seis o siete coches. Por todos lados, el bosque bajaba hasta la carretera; crecimiento secundario, por supuesto. Doscientos años antes, aquello lo habrían talado y cultivado, pero a medida que se hizo sentir la llamada de los suelos, más fértiles, de Ohio y de más al oeste, la agricultura dejó de ser para los yanquis de Connecticut tan rentable como la industria de cadenas de montaje de precisión fundada por Eli Whitney. De modo que los bosques habían vuelto a extenderse profusamente: robles, arces, hayas, sicomoros, algunos pinos. Cornejo y laurel de montaña, que florecían en primavera. Manzanos silvestres. Y también habían vuelto los ciervos.

Sus neumáticos hacían crujir sonoramente la gravilla, lo que reforzó su opinión de que los coches que vigilaban Deer Lane en la intersección con la 133 la noche en que desapareció Faith Khouri hubieran oído cualquier vehículo, además de ver el vapor blanco de su tubo de escape. Y los únicos coches apostados en Deer Lane aquella noche no llevaban distintivos policiales. De modo que aunque fuera posible que Chuck Ponsonby subiese por la pendiente trasera de su casa sin una linterna, ¿adónde podía ir después? Tenía que haber dejado su vehículo a una cierta distancia, subiendo por la 133, o, si el vehículo pertenecía a un cómplice, éste tampoco habría podido recogerlo más cerca. ¿Semejante paseo a dieciocho bajo cero? Improbable. Se estaba más caliente en un congelador. ¿Cómo lo había hecho, entonces?

Carmine tenía una norma: si un día bonito te ves obligado a dar un paseo, hazlo cerca de un sospechoso; y si el paseo pasa por un bosque, lleva contigo un par de prismáticos para observar los pajaritos. Con sus prismáticos al cuello, Carmine ascendió entre los árboles por la pendiente en dirección a la cresta que se elevaba sobre el número 6 de Ponsonby Lane. El suelo estaba cubierto por treinta centímetros de hojas húmedas, la nieve se había fundido por todas partes, salvo al abrigo de alguna roca aislada o en grietas donde el calor no llegaba. Varios ciervos se apartaron de su camino mientras avanzaba, pero no asustados; los animales siempre sabían si estaban en una reserva. Era, se dijo Carmine, un hermoso lugar, lleno de paz en esa época del año. En verano, el zumbido quejumbroso de los cortacéspedes y los gritos y risas de los domingueros lo arruinarían. Él sabía, por anteriores rastreos de la policía, que nadie se aventuraba más allá del aparcamiento, ni siquiera para furtivos encuentros sexuales; no había en los veinte acres de la reserva latas de cerveza, ni anillas de lata, botellas, desechos de plástico o condones usados.

Una vez en lo alto de la cresta, era sorprendentemente fácil ver la casa de los Ponsonby. Las laderas que la rodeaban se habían despejado drásticamente de árboles, como formulando un manifiesto arbóreo: un grupo de abedules norteamericanos trifurcados; un hermoso olmo viejo de saludable aspecto; diez arces agrupados de modo que en otoño sus hojas caídas formaran alfombras espectaculares; y ejemplares jóvenes de cornejo que en primavera transformarían el terreno en un paisaje de ensueño, rosa y blanco. El raleado del bosque debía de haberse efectuado muchos años antes, ya que los tocones de los árboles cortados habían desaparecido de la vista.

Levantando sus prismáticos, observó la casa como si estuviera a quince metros de ella. Allí estaba Chuck subido a una escalera con un formón y un soplete, desprendiendo la pintura vieja como es debido. Claire estaba desmadejada en una silla de exterior de madera, cerca del porche del lavadero, con Biddy a sus pies; la escasa brisa que soplaba le acariciaba la cara a Carmine, de forma que la perra no olfateó su presencia. Entonces, Chuck llamó a Claire. Ella se puso en pie y dio la vuelta hasta el lateral de la casa con tal seguridad que Carmine sintió asombro. Y, sin embargo, sabía que Claire era ciega.

¿Cómo lo sabía con tanta certeza? Porque Carmine no dejaba una piedra sin levantar, y la ceguera de Claire era una piedra en su camino. A veces recurría a los servicios de una celadora de la cárcel de mujeres, Carrie Tallboys, que luchaba por sacar adelante a un hijo prometedor, y por ello estaba disponible para hacer trabajitos fuera de su horario laboral. Carrie tenía un curioso talento para interpretar un papel tan convincentemente que la gente acababa contándole muchas cosas que no debían. Así que Carmine mandó a Carrie a visitar al oftalmólogo de Claire, el eminente Carter Holt. Su excusa fue que estaba pensando en hacer una donación a favor de la investigación de la retinitis pigmentosa, porque su querida amiga Claire Ponsonby la había sufrido antes de quedar completamente ciega. Ah, sí, él recordaba muy bien el día en que Claire se presentó con desprendimiento bilateral de retina… ¡era tan raro que ocurriera en ambos ojos a un tiempo! Su primer caso importante, y había de ser uno cuya curación no estuviera a su alcance. Pero sin duda, objetó Carrie, podría curarse hoy en día. No, en absoluto, dijo el doctor Holt. Claire Ponsonby estaba irremediablemente ciega de por vida. Él había mirado el fondo de sus ojos y comprobado el daño personalmente. ¡Muy triste!

Carmine observó a la ciega Claire hablar animadamente con Chuck, que bajó de su escalera, tomó a su hermana del brazo y la condujo al interior por el porche del lavadero. La perra les siguió; después sonaron los débiles acordes de una sintonía de Brahms. Ya estaba: los Ponsonby habían tenido ya su ración de aire fresco. Aunque… ¡un momento, un momento! Chuck reapareció, recogió sus herramientas y se las llevó al garaje, junto con la escalera, antes de volver a entrar en la casa. Era de esas personas a las que le gusta tener todo en su sitio, pero ¿en grado de obsesión?

Carmine dejó caer los prismáticos y se dio la vuelta para emprender el camino de regreso a Deer Lane. Resultaba más difícil caminar cuesta abajo a través de masas de hojas embarradas y en descomposición; ni siquiera habían empezado los ciervos a abrir caminos, aunque habría muchos para el verano. Absorto en sus pensamientos sobre Charles Ponsonby y sus contradicciones, Carmine apretó el paso, ardiendo en deseos de llegar a su despacho y darle vueltas a placer al rompecabezas. Y también por echarle el diente a algo en el Malvolio’s.

Súbitamente, sus pies patinaron y se vio proyectado hacia delante, estirando los brazos para amortiguar el impacto de la caída. Las hojas muertas salieron volando apelmazadas en grupos mojados al aterrizar sobre sus palmas con un ruido sordo y hueco. Avanzó resbalando, buscando algo a que agarrarse, hasta que el impulso de su inercia fue agotándose y pudo detenerse. Dos surcos pronunciados en el humus señalaban el avance de sus manos. Maldiciendo en voz baja, giró sobre sí mismo y se puso en pie, sintiendo la punzada de la abrasión de su piel, pero aliviado al comprobar que no había sufrido más daño que ése.

«¡Estúpido, Carmine, estúpido! Tan ocupado estás pensando que no puedes mirar dónde pisas, ceporro.» Pero ¿por qué un ruido hueco? Con curiosidad, porque era un hombre curioso, se agachó y escarbó en uno de los surcos que había formado con las palmas de sus manos; a quince centímetros de profundidad, destapó una tabla de madera. Excavando ya frenéticamente, apartó las hojas hasta que pudo ver lo que había allí: la superficie de lo que podía ser la vieja trampilla de un sótano.

«¡Oh, Dios, Dios, Dios!» Galvanizado de pronto, se puso a rastrillar las hojas con las manos, devolviéndolas a donde estaban, apretándolas, amazacotándolas, con la frente perlada de sudor, respirando sonoramente. Cuando quedó más o menos convencido de que había disimulado las señales de su caída, retrocedió nerviosamente sobre su trasero antes de ponerse de nuevo en pie a evaluar su trabajo. No, no acababa de estar bien. Si alguien examinara la zona con atención, lo notaría. Se quitó la chaqueta y la utilizó para recoger más hojas a treinta metros de distancia, volvió con ellas al sitio y las distribuyó, luego puso la chaqueta en el suelo y la usó a modo de amplia escoba para borrar cualquier rastro de su incursión. Finalmente, tragando saliva y boqueando, dio por hecho que nadie podría sospechar lo ocurrido. «¡Ahora sal de aquí echando leches, Carmine!» Lo hizo a cuatro patas, esparciendo hojas tras de sí; casi había llegado al aparcamiento cuando por fin se puso en pie. Con un poco de suerte, los ciervos acabarían de borrar sus huellas en su búsqueda constante de alimento invernal.

De vuelta en el Ford, rezó porque el extraordinario oído de Claire no alcanzara a detectar el quejoso ruido de un motor en Deer Lane. Puso el pie suavemente en el acelerador y fue ronroneando, en primera, hasta la curva. Una parte de él se moría por transmitir las nuevas a Silvestri, Marciano y Patrick, pero decidió no llamarles desde el nido de amor del mayor Menor, rematando un domingo fructífero. No se moriría por esperar un poco. Mejor girar al noreste y marcharse por donde había venido.

«¡No es un paseo tan largo a dieciocho bajo cero después de todo, Chuckie, cariño! Y no necesitas una linterna para ir por la vertiente de la cresta que da a la casa, porque tienes un túnel que no sale a la superficie hasta bien entrada la pendiente de la reserva. Alguien —¿fuiste tú, o fue hace mucho más tiempo?— excavó muy por debajo de la cresta, acortando la distancia. En Connecticut, a cientos de kilómetros de la línea Mason-Dixon, está claro que no fue excavado para que pudieran fugarse los esclavos. Yo apuesto a que lo excavaste tú mismo, Chuckie, cariño. La noche en que te llevaste a Faith Khouri, no tuviste más que salir; para cuando volviste con ella, nosotros nos habíamos ido del barrio. Ése fue uno de nuestros errores. Debimos haber mantenido la vigilancia. Aunque, para hacernos justicia, tampoco te habríamos pescado de vueltas estábamos vigilando Ponsonby Lane y tu casa, no sabíamos nada del túnel. Así que esa vez te acompañó la suerte, Chuckie, cariño. Pero esta vez la suerte está de nuestro lado. Sabemos lo del túnel.»

Como se moría de hambre y quería tener un poco más de tiempo para pensar, Carmine comió en el Malvolio’s antes de convocar a sus huestes.

—Ahora entiendo plenamente el significado de cierta frase hecha —dijo cuando Patrick, el último en llegar, entró por la puerta del despacho de Silvestri.

—¿Y qué frase hecha es ésa? —preguntó Patrick, tomando asiento.

—«Preñado de noticias.»

—Estás ante tres expertas comadronas, así que ya puedes dar a luz.

Con palabras vibrantes, enunciando los hechos de forma lógica y correcta, Carmine expuso a su auditorio paso a paso lo sucedido desde su entrevista con Eliza Smith.

—Ella me dio las claves: lo que dijo, cómo lo dijo. Fue mi catalizador. Para acabar con un resbalón por una ladera… ¡Menuda suerte! He tenido mucha suerte en este caso —dijo al finalizar, cuando su público había conseguido cerrar sus pasmadas bocas.

—De suerte, nada —objetó Patrick, con los ojos brillantes—. Terca determinación; empecinamiento, Carmine. ¿Quién más se habría molestado en seguir la pista de la muerte de Leonard Ponsonby? ¿Y quién más se habría molestado en buscar una caja de pruebas de hace treinta y seis años? En hurgar en un caso clasificado como no resuelto, porque eres una de las pocas, poquísimas personas que conozco que saben que si cae un rayo dos veces en el mismo sitio es que algo lo atrae.

—Todo eso está muy bien y es muy bonito, Patsy, pero no bastaba para ir con ello al juez Thwaites. Las pruebas válidas de verdad las encontré por puro accidente… una caída por una ladera resbaladiza.

—No, Carmine. Puede que la caída fuera un accidente, pero que encontraras lo que encontraste no lo fue. Cualquier otro se habría levantado, se habría sacudido la suciedad de la ropa —Patrick retiró unas hojas muertas de la chaqueta de Carmine, echada a perder— y se habría ido. Tú encontraste la puerta porque tu cerebro registró un ruido incoherente, no porque tu caída destapara la trampilla. No lo hizo. Y de todas formas, no habrías estado en esa ladera, de entrada, de no haber dado con la cara que buscábamos en una foto hecha hacia 1928. ¡Venga, hombre, admite que parte del mérito es tuyo!

—¡Vale, vale! —exclamó Carmine, levantando las manos en el aire—. Lo importante es decidir qué vamos a hacer ahora.

El ambiente en el despacho de Silvestri bullía casi visiblemente de júbilo, de alivio, de la alegría maravillosa e inimitable que acompaña al momento en que se hace la luz en un caso. Sobre todo en un caso como el de los Fantasmas, tan hermético, tan obsesivo, que se les resistía de forma tan tediosa. Por más obstáculos que hubieran de sortear todavía —estaban todos demasiado bregados para pensar que no los habría—, tenían ya suficiente para seguir adelante, para sentir que el final no estaba lejos.

—En primer lugar, no podemos dar por sentado que el sistema legal esté de nuestro lado —dijo Silvestri a través de su cigarro—. No quiero que esta mierda se nos escurra entre los dedos por algún tecnicismo… sobre todo por algún tecnicismo que su defensa pueda achacar a la policía. Aceptadlo, es a nosotros a quienes suelen tirar los huevos podridos. Habrá un juicio sonado, con cobertura nacional. Lo que significa que la defensa de Ponsonby no correrá a cargo de ningún leguleyo de mala muerte, aunque él no tenga mucho dinero. Cualquier matado con formación jurídica que conozca las leyes de Connecticut y las federales hará lo que sea para formar parte de la defensa de Ponsonby. Y para acribillarnos con huevos podridos. No podemos permitirnos un solo error.

—Lo que estás diciendo, John, es que si ahora conseguimos una orden judicial y entramos por el túnel de Ponsonby, lo único que tendremos en realidad será algo parecido a un quirófano en casa de un médico —dijo Patrick—. Siempre he pensado, como Carmine, que este pájaro no ejecuta sus asesinatos en un local sucio, inmundo y embadurnado de sangre: tiene un quirófano. Y si pone la mitad de cuidado en no dejar huellas en su quirófano que en sus víctimas, puede que salgamos con las manos vacías. ¿Vas por allí?

—Justo —dijo Silvestri.

—Nada de errores —dijo Marciano—. Ni uno.

—Y ya hemos cometido montones —añadió Carmine.

Se hizo el silencio; su júbilo se había evaporado por completo. Finalmente, Marciano hizo un ruido de exasperación y rompió a hablar.

—Si no vais a decirlo, lo haré yo. Tenemos que coger a Ponsonby in fraganti. Y si es eso lo que tenemos que hacer, tendremos que hacerlo.

—¡Joder, Danny, por el amor de Dios! —exclamó Carmine—. ¿Poner en peligro la vida de otra chica? ¿Hacerla pasar por el espanto de ser secuestrada por ese hombre? ¡No lo haré! ¡Me niego a hacerlo!

—Se llevará un susto, sí, pero lo superará. Sabemos quién es, ¿no? Sabemos cómo opera, ¿no? Así que le cercamos; no hay necesidad de vigilar a nadie más…

—No podemos hacer eso, Danny —intervino Silvestri—. Tenemos que vigilar a todo el mundo, igual que hicimos hace un mes. Si no, se dará cuenta. No podemos hacerlo sin montar todo el dispositivo de vigilancia.

—Vale, eso te lo concedo. Pero sabemos que es él, así que redoblamos la atención sobre él. Cuando se mueva, allí estaremos. Le seguimos a casa de su víctima y le dejamos cogerla antes de cogerle nosotros a él. Entre el secuestro, el túnel y el quirófano, no tendrá ninguna posibilidad de salir libre del juicio —dijo Marciano.

—El problema es que es todo circunstancial —refunfuñó Silvestri—. Ponsonby ha cometido al menos catorce asesinatos, pero nuestro recuento de cadáveres es sólo de cuatro. Sabemos que las diez primeras víctimas fueron incineradas, pero ¿cómo vamos a demostrarlo? ¿Os parece que Ponsonby sea de los que confiesan? A mí no, y que me aspen si lo es. Dado que todos los días se fuga de casa alguna chica de dieciséis años, hay diez asesinatos por los que nunca le condenaremos. Nuestras bazas son Mercedes, Francine, Margaretta y Faith, pero nada le vincula a ellas aparte de una suposición tan frágil como el vidrio soplado. Danny tiene razón. Nuestra única esperanza es cazarle in fraganti. Si entramos allí ahora, se irá de rositas. Sus abogados serán lo bastante buenos para persuadir a un jurado de que dejaran irse de rositas a Hitler o Stalin.

Se miraron los unos a los otros con expresiones de perplejidad y enfado.

—Tenemos otro problema —dijo Carmine—. Claire Ponsonby.

El comisario Silvestri no era un hombre blasfemo, pero en ese día —domingo, para más inri— se saltaba sus propias reglas.

—¡Mierda! ¡Hostia! —profirió entre dientes. Y luego, ladrando ya—: ¡Joder!

—¿Cuánto crees que sabe, Carmine? —preguntó Patrick.

—No sabría decirlo, Patsy, lo cierto es eso. Lo que sí sé es que está ciega de verdad, lo dice su oftalmólogo. Y es el doctor Carter Holt, que ahora es catedrático de oftalmología en la Chubb. Sin embargo, no he visto nunca a un ciego que se desenvuelva tan bien como ella. Si ella es el cebo que ponen delante a las monjiles chicas de dieciséis años ansiosas de hacer el bien, entonces es cómplice de violación y asesinato, aunque nunca ponga el pie en el quirófano de Ponsonby. ¿Qué mejor cebo que una mujer ciega? No obstante, una mujer ciega no pasa en absoluto desapercibida, y por eso me inclino a descartar esa teoría. Tendría que andar por unos terrenos que no conoce igual que conoce el número seis de Ponsonby Lane, así que ¿con qué rapidez podría moverse? ¿Cómo reconocería a sus objetivos si no está Chuck a su lado? ¡Ah, he pasado gran parte de la mañana haciéndome preguntas sobre Claire! No dejo de imaginarla en el exterior del colegio St. Martha, en Norwalk… ¿Sabíais que la acera lleva un año en muy mal estado, debido a que el Ayuntamiento está reparando las cañerías? Con dos chicas desaparecidas en el mismo lugar, alguien se habría fijado en ella. Claire necesitaría practicar previamente para andar por una acera llena de socavones. He llegado a la conclusión de que Claire sería más un lastre para Chuck que un apoyo. Supongo que podría vigilar a la víctima mientras él conduce el coche de vuelta a su guarida, pero resulta una hipótesis bastante endeble. Y, sin embargo, Chuck debía de contar con un cómplice con vista… ¿Quién hacía de chófer, por ejemplo?

—¿Quieres excluir a Claire? —preguntó Silvestri.

—No del todo, John. Sólo en tanto que asistente improbable en los secuestros.

—Estoy de acuerdo en que no podemos excluirla completamente —dijo Patrick—, pero no puedo creer que sea capaz de prestar mucha ayuda del tipo que sea. Lo que no implica que no esté al tanto de las correrías de su hermano.

—Entre ellos hay un vínculo colosal. Ahora que sabemos cómo fue su infancia, ese vínculo tiene más sentido. Su madre asesinó a su padre, apostaría la vida. Lo que quiere decir que Ida Ponsonby ya era mentalmente inestable mucho antes de que Claire volviera a casa para cuidarla. Debe de haber sido un infierno.

—¿Se enterarían los hijos del asesinato, Carmine?

—No tengo ni idea, Patsy. ¿Cómo volvería Ida a casa en mitad de una ventisca en 1930? Presumiblemente, en el coche de Leonard, pero ¿quitarían la nieve de las carreteras en aquella época? No lo recuerdo.

—Las principales, seguro —dijo Silvestri.

—Tuvo que mancharse de sangre. Tal vez la vieran los críos.

—¡Especulaciones! —dijo Marciano con un bufido—. Atengámonos a lo hechos, muchachos.

—Danny tiene razón, como de costumbre —dijo Silvestri, y le recompensó dejando la colilla del cigarro debajo de sus narices—. Empezaremos a vigilar a la gente mañana por la noche, así que más vale que ahora nos pongamos a pensar en los cambios.

—El cambio más importante —dijo Carmine— es que Corey, Abe y yo vigilaremos la entrada del túnel discretamente.

—¿Qué hay del perro? —preguntó Patrick.

—Es una complicación. Dudo que coma comida drogada, a los perros guía los adiestran para que no acepten comida de desconocidos ni la cojan del suelo. Y como es una hembra vaciada, no se desviará para buscar compañía canina. Si nos oye, ladrará. De lo que no puedo estar seguro es de si Chuck no se llevará a Biddy con él para guardar la trampilla del túnel en su ausencia. Si lo hace, el animal nos olerá.

Patrick se echó a reír.

—¡No si os rociáis con eau de mofeta! —dijo.

Los demás se echaron atrás, horrorizados.

—¡No, Patsy, por Dios!

—Bueno, al menos Abe y Corey —corrigió Patsy, con aire diabólico—. Incluso puede que bastara con uno.

—Uno de nosotros no va a llevar eau de mofeta, y ése soy yo —dijo Carmine, con cara de pocos amigos—. Tiene que haber otra manera.

—Si no queremos darle pistas a Ponsonby, no. No podemos secuestrar al perro, eso es seguro. No nos enfrentamos a ningún pardillo con un plan mal pergeñado, se trata de un doctor en Medicina que nos ha llevado la delantera en todo momento. Si el perro desaparece, sabrá que vamos por él, y eso sería el fin de sus secuestros —dijo Patrick—. Su as en la manga es el túnel que mantiene oculto, y hemos de hacerle creer que sigue siendo su secreto. Puede que lo proteja antes de que os acerquéis: con alambre para haceros tropezar, alarmas o timbres dispuestos como minas de tierra; comprobadlo, por el amor de Dios. Así que seguro, utilizará al perro. Cómo, no lo sé, pero lo hará. Si yo fuera él, le metería un poquito de Seconal a Claire en su bebida de la noche.

—¡Patrick, qué retorcido eres! —dijo Silvestri, sonriente.

—No tanto como Carmine, John. Venga, hombre, todo lo que he dicho es lógico.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿dónde encontramos eau de mofeta?

—Yo tengo una botella entera —dijo Patrick como ronroneando.

Carmine miró a Silvestri con expresión amenazadora.

—En ese caso, el presupuesto de la policía de Holloman tendrá que incluir un montón de litros de zumo de tomate. No puedo pedirles a Abe y Corey que se echen eau de mofeta detrás de las orejas sin ofrecerles una bañera llena de zumo de tomate por la mañana. —Frunció el entrecejo, con expresión de frustración—. ¿Tenemos alguna bañera en los calabozos, o sólo hay duchas?

—Hay una bañera grande de hierro en una habitación exterior, detrás de la parte vieja del edificio. Más o menos por la época en que le machacaron la cabeza a Leonard Ponsonby, se usaba para tranquilizar a los locos antes de que se los llevaran los tipos de las batas blancas —dijo Marciano.

—Vale, pues que alguien friegue el lugar y lo desinfecte. Luego quiero que llenen esa bañera de zumo de tomate hasta el mismo borde, porque creo que Abe y Corey tendrán que perfumarse los dos. Si se vieran obligados a separarse, el perro podría oler al que fuera limpio.

—Trato hecho —dijo Silvestri, y su expresión indicaba que daba la reunión por concluida.

—¡Un momento! No hemos terminado todavía —dijo Carmine—. Aún tenemos que discutir algunas posibilidades. Por ejemplo, ¿Ponsonby está trabajando solo, o tiene un cómplice del que no sabemos nada? Asumiendo que Claire no esté involucrada, ¿por qué descartamos de pronto la probabilidad de que haya dos Fantasmas? Ponsonby tiene una vida fuera del Hug y de su casa. Es sabido que frecuenta las exposiciones de arte, aunque ello le obligue a faltar al trabajo un día o dos. A partir de ahora, le seguiremos adondequiera que vaya. Nuestros mejores hombres, los mejores. Finos como la seda, hombres y mujeres. Y nada de walkie-talkies chapuceros. Los nuevos micrófonos de solapa en frecuencias individualizadas, para dificultar que las intercepte; la verdad es que esos trastos son una mierda pinchada en un palo. Nuestros equipos tecnológicos están mejorando, pero nos vendría muy bien contar con un Billy Ho o un Don Hunter. Si finalmente cierran el Hug, sería buena idea ponerlos en nómina. Incorporarlos al departamento de Patsy, a cuyo nombre no estaría de más añadir la palabra «forense». ¡Y no lo digas, John! ¡Consigue el dinero, maldita sea!

—Si Morton Ponsonby estuviera vivo, ya sabríamos quién es el segundo Fantasma —dijo Marciano.

—Danny, Morton Ponsonby no está vivo —dijo Carmine armándose de paciencia—. He visto su tumba y también he visto el informe de su autopsia. No, no le asesinaron, sencillamente cayó muerto, fulminado. No se detectó veneno, aunque tampoco se encontró una causa concreta de su muerte.

—Tal vez Ida la loca pudo atacar de nuevo.

—Lo dudo, Danny. Parece ser que físicamente era muy poquita cosa, y Morton Ponsonby era un varón adolescente y sano. No sería fácil ahogarle con una almohada. Además, no había borra ni pelusa en el conducto respiratorio.

—Puede que hubiera un cuarto hijo —insistió Marciano—. Es posible que Ida no registrara su nacimiento.

—¡Bueno, no desvariemos! —exclamó Carmine, crispando las manos en el aire—. En primer lugar, con Leonard Ponsonby muerto, ¿quién pudo ser el padre de ese misterioso cuarto hijo? ¿Chuck? ¡Seamos realistas, Danny! La presencia de un niño se hace notar… ¡Esa gente no eran recién llegados a Ponsonby Lane, eran sus dueños! Llevaban en el lugar desde poco después de la llegada del Mayflower. Fíjate en Morton. Fuera del mundo, pero la gente sabía de su existencia. Hubo público llorándole en su funeral.

—Así que si hay un segundo Fantasma, es alguien que no conocemos.

—De momento, así es —dijo Carmine.