Miércoles, 23 de febrero de 1966
Las consecuencias del deshielo tuvieron a Carmine demasiado ocupado para ver a la señora Eliza Smith hasta casi una semana después de que Desdemona le apremiara a hacerlo. Además, no acababa de ver, por más que se esforzara, qué podría aportar la señora Smith a su investigación. Sobre todo, ahora que se había extendido el rumor de que el Profe no volvería al Hug.
Las temperaturas se dispararon y el viento decidió extinguirse; el frío polar dio paso a una demostración de clima ideal, lo bastante fresco para llevar ropa de abrigo, pero en absoluto desagradable. La mordaza helada que venía conteniendo el malestar racial a nivel de todo el Estado se fundió; hubo estallidos de violencia por todas partes.
En Holloman, Mohammed el Nesr prohibió tajantemente los disturbios, ya que, en esa temprana fase, no formaba parte de sus planes exponerse a una orden de arresto o de búsqueda. Solos entre las turbas descontentas de población negra que agitaba la revuelta, la Brigada Negra y sus líderes se hallaban sentados sobre un formidable arsenal de armamento pesado, que habían preferido a las diversas armas de fuego que podían robarse en armerías o casas particulares. Y aún no era el momento de revelar la existencia de ese arsenal. A pesar de lo cual, Mohammed se manifestaba infatigablemente. Y si bien había esperado mayores multitudes, congregaba un número suficiente para plantar grupos que gritaran, puño en alto, delante del Ayuntamiento, del edificio de la Administración del condado, de las oficinas de la Chubb, la estación de ferrocarril, la de autobuses, la residencia oficial de M. M. y, por supuesto, del Hug. Todas las pancartas aludían a que el Monstruo de Connecticut era blanco e inviolable, y al carácter racialmente selectivo de sus víctimas.
—Después de todo —le decía Wesley/Alí a Mohammed, muy alborotado—, lo que queremos es resaltar la discriminación racial. Las hijas adolescentes de los blancos están a salvo, pero son las únicas; y eso es un hecho que ni el gobernador, desde su torre de marfil, puede discutir. Todas las ciudades industriales de Connecticut tienen como mínimo un ochenta por ciento de población negra, lo que nos sitúa en una posición de poder.
Mohammed el Nesr recordaba al águila de la que había tomado el nombre; era un hombre orgulloso y magnífico, de nariz de halcón, estatura y planta imponentes, que llevaba el pelo muy corto, oculto bajo un sombrero diseñado por él mismo, con cierto aire de turbante, aunque más plano por arriba. Al principio se había dejado la barba, luego decidió que la barba tapaba demasiado aquella cara que ninguna cámara podía hacer parecer bestial, o cruel, o fea. Su cazadora de cuero de la Brigada Negra tenía el puño blanco bordado, que no impreso, la llevaba encima de ropa militar de faena, y se movía como el exmilitar que era. Al igual que Peter Scheinberg, había alcanzado el rango de coronel del ejército de Estados Unidos, de modo que era sin duda un águila. Un águila con dos licenciaturas en Derecho.
Su cuartel general del 18 de la calle Quince, tras el revestimiento de colchones, estaba atestado de libros, pues era un lector insaciable de textos sobre Derecho, Política e Historia, estudiaba el Corán con fervor y se sabía un líder de hombres. Sin embargo, andaba todavía tanteando la forma adecuada de llevar a cabo su revolución; por más que las ciudades industriales disfrutaran de una amplia mayoría de población negra, la nación entera, que en su conjunto no era mayoritariamente urbana, pertenecía al hombre blanco. Su primera inspiración había sido reclutar a los miembros de la Brigada Negra entre la plétora de hombres negros de las fuerzas armadas, pero descubrió que eran poquísimos los soldados negros que, fueran cuales fuesen sus sentimientos personales respecto a los blancos, estaban dispuestos a alistarse. De modo que al licenciarse —de manera honorable—, se instaló en Holloman, pensando que una ciudad pequeña era el mejor lugar para empezar a seducir a las inquietas masas del gueto. Que la onda de la piedra que él tirara al estanque de Holloman se extendería en círculos concéntricos hasta alcanzar lugares mejores y más grandes. Orador superlativo, sí que recibía invitaciones para hablar en mítines en Nueva York, Chicago o Los Ángeles. Pero los líderes locales de cada ciudad eran celosos de su propio ascendiente, no consideraban importante a Mohammed el Nesr. A sus cincuenta y dos años, sabía que carecía del dinero y la organización de ámbito nacional que hubiera precisado para forjar la clase de unión que su pueblo necesitaba. Como a otros autócratas, el pueblo le estaba indicando que se negaba a ser conducido adonde él quisiera conducirles. Era infinitamente mayor el número de quienes querían seguir a Martin Luther King, pacifista y cristiano.
Y ahora tenía allí a aquel pequeño y escuálido paria de Louisiana dándole consejos… ¿Cómo había llegado a eso?
—También he estado pensando —continuó parloteando Wesley/Alí— en lo que dijiste hace un par de meses… ¿te acuerdas? Dijiste que nuestro movimiento necesitaba un mártir. Bien, estoy trabajando en ello.
—Bien, Alí, hombre, sigue trabajando en ello. Entretanto, vuelve a tu creación, al Hug. Y a la calle Once.
—¿Qué tal se presenta el mitin del domingo que viene?
—Estupendamente. Parece que congregaremos a cincuenta mil negros en el parque para el mediodía. Ahora lárgate, Alí, y déjame seguir escribiendo mi discurso.
Tal como se le ordenaba, Alí se largó a la calle Once para difundir allí la noticia de que Mohammed el Nesr iba a hablar el próximo domingo en la explanada de Holloman. No sólo debían estar allí todos, sino que además tenían que persuadir a sus vecinos y amigos de que acudieran. Mohammed era un orador brillante y carismático al que merecía la pena oír, proclamaba con entusiasmo su discípulo. «Acudid, enteraos de hasta qué punto el hombre blanco tiene sojuzgado al pueblo negro.» Ninguna joven negra estaba a salvo, pero Mohammed el Nesr tenía respuestas.
Qué lástima, pensaba Wesley/Alí en un rincón de su siempre atareada cabeza, que a ningún blanco se le ocurriera meterle un balazo a Mohammed el Nesr. ¡Qué gran mártir sería! Pero estaban en la vieja y aburrida Connecticut, no en el Sur ni en el Oeste: no había neonazis, ni miembros del Klan, ni siquiera los típicos paletos reaccionarios. Ése era uno de los trece estados originales, un paraíso de la libertad de expresión.
Pensara Wesley/Alí lo que pensase, Carmine sabía que Connecticut contaba también con su cuota de neonazis, miembros del Klan y paletos reaccionarios; sabía, asimismo, que a la mayoría se les iba la fuerza por la boca, y que hablar era gratis. Pero tenían vigilado hasta al último racista fanático, pues Carmine estaba decidido a evitar que nadie apuntara con un arma a Mohammed el Nesr el domingo por la tarde. Mientras Mohammed planificaba su mitin, Carmine planificaba la forma de protegerle: dónde situaría a los francotiradores de la policía, cuántos agentes de paisano podría poner a patrullar alrededor de una multitud soliviantada contra los blancos. En modo alguno iba a permitir que una bala acabara con Mohammed el Nesr e hiciera de él un mártir.
Entonces llegó la noche del sábado y la nieve volvió a hacer acto de presencia, con una ventisca de febrero que de un día para otro cubrió el suelo con medio metro de nieve; un viento helado y aullador acabó de asegurar que no tuviera lugar mitin alguno en la explanada de Holloman. Salvados por la campana invernal una vez más.
De modo que ahora Carmine estaba libre para tomar la carretera 133 y comprobar si la señora Eliza Smith estaba en casa. Lo estaba.
—Los chicos se han ido al colegio muy decepcionados. Con sólo que la nieve hubiera esperado hasta anoche, hoy se habrían librado del cole.
—Lo siento por ellos, pero me alegro mucho por mí, señora Smith.
—¿El mitin negro de la explanada de Holloman?
—Exactamente.
—Dios ama la paz —dijo ella sencillamente.
—Entonces, ¿por qué no nos la prodiga un poco más? —preguntó el veterano de la guerra militar y civil.
—Porque después de crearnos, se mudó a algún otro rincón de un universo muy extenso. Tal vez cuando nos creó nos puso un engranaje especial para hacernos amar la paz. Luego el engranaje se desgastó, y ¡pum! Demasiado tarde para que Dios volviera.
—Una teoría interesante —dijo él.
—Acabo de hornear unos pasteles de mariposa —dijo Eliza, conduciéndole a su cocina antigua de imitación—. ¿Qué le parece si preparo una cafetera y los prueba?
Los pasteles de mariposa, según pudo comprobar, eran unos pastelitos amarillos a los que Eliza había cortado los montículos superiores para llenar los huecos de crema azucarada y batida y luego partir en dos los remates y volver a colocarlos dándoles la vuelta; sí que recordaban a unas alitas regordetas. Por añadidura, estaban deliciosos.
—Lléveselos, por favor —le suplicó Carmine tras haber devorado cuatro—. Si no lo hace, me quedaré aquí sentado hasta acabarlos.
—Muy bien —dijo ella, los dejó en la encimera y se sentó con él como para quedarse un rato—. Y ahora dígame, teniente, ¿qué le trae por aquí?
—Desdemona Dupre. Me dijo que era con usted con quien debía hablar sobre la gente del Hug, porque les conoce mejor que nadie. ¿Querrá usted informarme, o me mandará a hacer gárgaras?
—Hace tres meses le habría mandado a hacer gárgaras, como usted dice, pero las cosas han cambiado. —Jugueteó con su taza de café—. ¿Ya sabe que Bob no volverá al Hug?
—Sí. Parece que en el Hug está todo el mundo al tanto de eso.
—Es una tragedia, teniente. Es un hombre deshecho. Siempre ha tenido un lado oscuro, y puesto que le conozco de toda la vida, sabía también de la existencia de ese lado oscuro suyo.
—¿A qué se refiere con «un lado oscuro», señora Smith?
—Depresión brutal… un pozo sin fondo… vacuidad. Él lo llama de cualquiera de estas formas, según. Su primera crisis seria tuvo lugar tras la muerte de nuestra hija, Nancy. Leucemia.
—Lo siento mucho.
—Nosotros también —dijo ella, parpadeando para contener las lágrimas—. Nancy era la mayor, murió con siete años. Ahora tendría dieciséis.
—¿Tiene usted alguna foto de ella?
—Cientos, pero las tengo escondidas por la tendencia de Bob a la depresión. Espere un minuto. —Se fue y volvió con una fotografía a color, sin marco, de una niña adorable, tomada evidentemente antes de que su enfermedad la consumiera. Pelo rubio y rizado, grandes ojos azules, la boca más bien fina de su madre.
—Gracias —dijo él, y dejó la foto boca abajo sobre la mesa—. Supongo que se recuperó de aquella depresión, ¿no?
—Sí, gracias al Hug. Estar pendiente del Hug le mantuvo entero entonces. Pero no esta vez. Esta vez se retirará a jugar con sus trenes para siempre.
—¿Cómo se las arreglarán económicamente? —preguntó Carmine, sin ser consciente del anhelo con que miraba los pasteles de mariposa.
Ella se levantó a servirle más café y depositó dos pasteles en su plato.
—Tenga, cómaselos. Es una orden. —Sus labios parecían secos; se pasó la lengua por ellos—. Económicamente no tenemos de qué preocuparnos. Tanto su familia como la mía nos dejaron fideicomisos con los que no tendríamos que trabajar para ganarnos la vida. ¡Qué horrible perspectiva para un par de yanquis! La ética del trabajo es imposible de erradicar.
—¿Qué hay de sus hijos?
—Nuestros fideicomisos pasarán a ellos. Son buenos chicos.
—¿Por qué les pega el profesor?
Ella no intentó negarlo.
—El lado oscuro. No ocurre a menudo, de verdad. Sólo cuando se ponen pesados como suelen hacer los chicos: porque no dejen estar un tema delicado o se nieguen a aceptar un no por respuesta. Son chicos muy normales.
—Supongo que me estaba preguntando si los chicos jugarán a los trenes con su padre.
—Creo —dijo Eliza parsimoniosamente— que mis dos hijos preferirían morir a pisar ese sótano. Bob es… egoísta.
—Ya lo había notado —dijo él con dulzura.
—Detesta compartir sus trenes. En realidad es por eso por lo que los niños intentaron destrozarlos… ¿Le contó él que los daños fueron desastrosos?
—Sí, que le llevó cuatro años reconstruirlo todo.
—Eso no es verdad, sencillamente. ¿Un crío de siete y otro de cinco? ¡Pamplinas, teniente! Fue más cuestión de andar recogiendo cosas del suelo que otra cosa. Después les pegó sin compasión… Tuve que quitarle la vara a la fuerza. Y le dije que si volvía a lastimarles de aquella manera, iría a la policía. Él sabía que lo decía en serio. Aunque siguió pegándoles de vez en cuando. Nunca con aquella furia, como cuando lo de los trenes. Se acabaron los castigos sádicos. A él le gusta criticarles porque no están a la altura de su santa hermana. —Sonrió, torciendo los labios de una forma que no expresaba diversión alguna—. Aunque puedo asegurarle, teniente, que Nancy tenía de santa lo mismo que Bobby o Sam.
—No lo ha tenido usted fácil, señora Smith.
—Tal vez no, pero no ha habido nada que no pudiera manejar. Mientras pueda manejarme con mi vida, estoy bien.
Él se comió los pasteles.
—De fábula —dijo, con un suspiro—. Hábleme de Walter Polonowski y su mujer.
—Se vieron atrapados sin remedio en la telaraña de la religión —dijo Eliza, sacudiendo la cabeza como resistiéndose a dar crédito a que pudieran haber sido tan idiotas—. Ella pensó que él no aprobaría el control de natalidad; él creyó que ella nunca se prestaría al control de natalidad. De modo que tuvieron cuatro hijos cuando en realidad ninguno de ellos quería ser padre o madre, y sobre todo, antes de que llevaran casados el tiempo suficiente como para conocerse. Adaptarse a vivir con un extraño es duro, pero aún lo es más cuando la extraña empieza a cambiar ante tus ojos en cuestión de pocos meses: vomita, se hincha, se queja, todo el numerito. Paola es muchos años más joven que Walt… ¡Ah, era una chica tan guapa…! Se parecía mucho a Marian, la nueva, de hecho. Cuando Paola se enteró de lo de Marian, debió cerrar la boca y conservar a Walt como seguro de manutención. En vez de eso, ahora tendrá que criar a cuatro hijos con una pensión miserable, porque está claro que ella no puede ponerse a trabajar. Walt no tiene intención de darle un centavo más de lo que esté obligado, así que va a vender la casa. Dado que está gravada con una hipoteca, la parte que le toque a Paola será otra miseria. Por si Walt no tuviera suficientes problemas, Marian está embarazada. Lo que quiere decir que Walt tendrá que mantener a dos familias. Tendrá que dedicarse al ejercicio privado, lo que realmente es una pena. Es muy buen investigador.
—Es usted una pragmática, señora Smith.
—Alguien tiene que serlo en la familia.
—Me ha llegado el rumor, por varias personas —dijo él pausadamente, sin mirarla—, de que el Hug va a desaparecer, al menos en su forma actual.
—No me cabe duda de que esos rumores son ciertos, lo que facilitará la toma de decisiones a varios huggers. A Walt Polonowski, el primero. También a Maurice Finch. Entre el intento de suicidio de Schiller y el hallazgo del cadáver de esa pobre chica, Maurice es otro hombre destrozado. —Suspiró—. De todas maneras, por el que más lo siento es por Chuck Ponsonby.
—¿Por qué? —preguntó Carmine, atónito ante esta novedosa visión de Ponsonby, el hombre que él había dado por sentado que sucedería al Profe. Por muchos cambios que atravesara el Hug, Ponsonby seguiría siendo sin duda el mejor de sus hombres.
—Chuck no es un investigador brillante —dijo Eliza en un tono de voz cuidadosamente neutro—. Bob ha estado dirigiéndole desde que se inauguró el Hug. Es la mente de Bob la que dirige el trabajo de Chuck, y ambos son conscientes. Es una conspiración entre ellos. Aparte de mí, no creo que haya nadie que tenga la menor idea.
—¿Por qué iba el profesor a hacer tal cosa, señora Smith?
—Viejos lazos, teniente… lazos extremadamente viejos. Tenemos los mismos orígenes yanquis, los Ponsonby, los Smith y los Courtenay, mi familia. Nuestra amistad se remonta a generaciones, y Bob ha visto a los Ponsonby destrozados por caprichos del destino… bueno, y yo también.
—¿Caprichos del destino?
—Len Ponsonby, el padre de Chuck y Claire, era inmensamente rico, al igual que sus antepasados. Ida, su madre, venía de una familia adinerada de Ohio. Entonces Len Ponsonby fue asesinado. Debió de ser hacia 1930, y no mucho después del crack de Wall Street. Una pandilla de vagabundos entregada al saqueo le dio una paliza de muerte en el exterior de la estación de ferrocarril de Holloman. Mataron también a golpes a otras dos personas. ¡Vaya, le echaron la culpa a la gran Depresión, al contrabando de alcohol, lo que usted quiera! Nunca cogieron a nadie. Pero la fortuna de Len se había evaporado con la quiebra de la Bolsa, lo que dejó a la pobre Ida prácticamente sin un centavo. Consiguió dinero vendiendo las tierras de los Ponsonby. ¡Una mujer muy valiente!
—¿Cómo conoció usted a Chuck y Claire, concretamente? —preguntó Carmine, fascinado por todo lo que podía ocultarse tras una fachada pública.
—Íbamos todos juntos a la escuela Dormer Day. Chuck y Bob estaban cuatro cursos por encima de Claire y yo misma.
—¿Claire? ¡Pero si es ciega!
—Eso le ocurrió a los catorce años. En 1939, justo después de que estallara la guerra en Europa. Siempre había tenido problemas de visión, pero entonces sufrió desprendimientos de retina en ambos ojos a la vez, por una retinitis pigmentosa. Se quedó completamente ciega de un día para otro, literalmente. ¡Ah, fue algo espantoso! ¡Como si aquella pobre mujer y sus tres hijos no hubieran padecido ya suficientes desgracias!
—¿Tres hijos?
—Sí, los dos chicos y Claire. Chuck es el mayor, luego venía Morton, y por último Claire. Morton era demente, nunca hablaba ni parecía consciente de que hubiera más gente en el mundo. A él no se le apagaron las luces, teniente. Nunca se le encendieron. Y tenía raptos de violencia. Bob dice que hoy en día le habrían diagnosticado autismo. Así que Morton nunca fue al colegio.
—¿Le vio usted alguna vez?
—En alguna ocasión, aunque Ida Ponsonby tenía miedo de que le diera uno de sus ataques de furia y solía encerrarle cuando íbamos a jugar. En general, no lo hacíamos. Eran Chuck y Claire los que venían a casa de Bob o a la mía.
Sentado, con la cabeza dándole vueltas, Carmine se esforzó por conservar la calma, por mantener los cabos de aquella historia increíble separados como era debido… ¡Un hermano demente! ¿Cómo no había caído en que algo fallaba en el ménage de los Ponsonby? ¡Porque aparentemente no fallaba nada, nada en absoluto! Y sin embargo, en cuanto Eliza Smith habló de tres hijos, lo supo. Todo empezó a cobrar sentido. Chuck en el Hug, y el hermano loco en algún otro sitio…
Consciente de que Eliza Smith le estaba mirando, Carmine se obligó a hacer alguna pregunta razonable.
—¿Qué aspecto tiene Morton? ¿Dónde está ahora?
—Tenía, estaba, teniente. En pasado. Todo ocurrió de golpe, aunque supongo que transcurrió un corto espacio de tiempo entre una cosa y otra. Unos días, una semana. Claire se quedó ciega, e Ida Ponsonby la mandó a una escuela para ciegos de Cleveland, donde Ida tenía aún familia. Había algo, algún tipo de vínculo con aquella escuela… una donación, creo. En aquella época, no era fácil entrar en una escuela para ciegos. El caso es que en cuanto Claire se hubo marchado a Cleveland, murió Morton, creo recordar que de hemorragia cerebral. Asistimos al funeral, por supuesto. ¡Por qué cosas hacían pasar a los críos en aquellos tiempos! Tuvimos que ponernos de puntillas junto al ataúd abierto e inclinarnos a besar a Morton en la mejilla. Estaba grasienta y pegajosa —se estremeció—, y fue la primera vez en mi vida que sentí el olor de la muerte. Pobre muchacho, al fin en paz. ¿Qué aspecto tenía? El mismo de Chuck y Claire. Está enterrado en la parcela que tiene la familia en el viejo cementerio del valle.
Carmine vio cómo su hipótesis saltaba hecha pedazos. Era impensable de todo punto que Eliza Smith estuviera inventándose nada de aquello.
La historia de los Ponsonby era cierta, y se reducía a un hecho contrastado: que en algunas familias, por ninguna razón cabal, se cebaban los desastres. No es que fueran propensas a los accidentes, sino propensas a las tragedias.
—Suena a que la familia sufriera una especie de tara —dijo.
—Oh, sí. Bob llegó a esa conclusión en la Facultad de Medicina, en cuanto hubo estudiado genética. De locura y de ceguera había antecedentes en la familia de Ida, pero no entre los Ponsonby. Ida también se volvió loca, un poco más adelante. Creo que la última vez que la vi fue en el funeral de Morton. Con Claire en Cleveland, no volví más de visita a casa de los Ponsonby.
—¿Cuándo volvió Claire a casa?
—Cuando Ida se volvió loca de remate… poco después de Pearl Harbour. A Bob y Chuck no llegaron a reclutarles, se pasaron los años de la guerra en la Facultad de Medicina. Claire llevaba dos años en Ohio… el tiempo suficiente para aprender Braille y desenvolverse con un bastón blanco como hacen los ciegos. Fue una de las primeras personas que tuvo un perro lazarillo. Biddy es el cuarto que ha tenido.
Carmine se puso en pie, abrumado ante la magnitud de su decepción. Por un momento había estado sinceramente convencido de que todo había acabado; de que había logrado lo imposible y dado con los Fantasmas. Sólo para acabar descubriendo que estaba tan lejos de hallar la respuesta como siempre.
—Gracias por esta información tan cumplida, señora Smith. ¿Hay algún otro hugger de quien crea que debiera saber algo? ¿Tamara? —Inspiró profundamente—. ¿Desdemona?
—No son asesinas, teniente, no más de lo que puedan serlo Chuck o Walt. Tamara es una de esas mujeres infortunadas que no consiguen encontrar un buen hombre, y Desdemona —soltó una risa— es británica.
—«Británica» lo dice todo de ella, ¿no?
—Para mí, sí. La almidonaron de pequeña.
Carmine dejó a Eliza a la entrada de su casa y caminó de vuelta al Ford.
Había, no obstante, algo que sí podía hacer, que debía hacer: ver a Claire Ponsonby y averiguar por qué le había mentido en lo relativo al origen de su ceguera. Y puede que también quisiera simplemente verla, mirar a la cara a una tragedia viva y ambulante. Había perdido al padre y la fortuna familiar con cinco años, la vista a los catorce, toda su libertad cuando, a los dieciséis, tuvo que volver a casa a cuidar de su madre loca. Un trabajo que se prolongó durante veintiún años aproximadamente. Y, sin embargo, nunca había percibido en ella el menor asomo de autocompasión. Toda una mujer, Claire Ponsonby. Pero ¿por qué le había mentido?
Biddy se puso a ladrar en el instante en que el Ford tomó el camino de entrada al número 6 de Ponsonby Lane; lo que significaba que Claire estaba en casa.
—Teniente Delmonico —le dijo desde el umbral de la puerta abierta, sujetando a Biddy por el collar.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —le preguntó él conforme entraba.
—Por el sonido de su coche. Debe de tener un motor muy potente, porque se oye su rugido estando parado. Acompáñeme a la cocina.
Atravesó la casa sin rozar siquiera una sola pieza del mobiliario, hasta llegar a la habitación sobrecalentada por el horno Aga.
Biddy se tumbó en su esquina, con los ojos fijos en Carmine.
—No le gusto —dijo él.
—Hay poca gente que le guste. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Decirme la verdad. Vengo de visitar a la señora Eliza Smith, que me ha informado de que usted no es ciega de nacimiento. ¿Por qué me mintió?
Claire suspiró y se palmeó los muslos.
—En fin, dicen que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo. Le mentí por lo mucho que detesto las preguntas que inevitablemente se siguen cuando digo la verdad. Tales como: ¿qué sintió al no poder ver? ¿Se le partió el corazón? ¿Es lo más terrible que le ha pasado en la vida? ¿Se hace más duro ser ciega después de poder ver? Etcétera, etcétera. Bien, puedo decirle que me sentí como si me hubieran condenado a muerte, que sí se me partió el corazón, que es sin duda lo más terrible que me ha ocurrido en la vida. Acaba usted de reabrir mis heridas, teniente, y están sangrando. Espero que esté usted satisfecho. —Le dio la espalda.
—Lo lamento, pero tenía que preguntárselo.
—¡Sí, eso ya lo veo! —Se volvió bruscamente y le sonrió—. Ahora me toca a mí pedirle disculpas. Empecemos de nuevo.
—La señora Smith me ha contado también que Charles y usted tenían un hermano, Morton, que murió repentinamente, poco después de su accidente.
—¡Caramba, sí que le ha dado a la sinhueso Eliza esta mañana! Tiene que ser usted digno de ver… ella tuvo siempre buen ojo para los hombres guapos. Disculpe que sea tan maliciosa, pero Eliza consiguió cuanto quería. Yo no.
—Puedo disculpar su malicia, señorita Ponsonby.
—¿Se acabó lo de Claire?
—Creo que la he herido demasiado para llamarla Claire.
—Me preguntaba usted por Morton. Murió justo después de que me mandaran a mí a Cleveland. No se tomaron la molestia de hacerme volver a casa para el funeral, aunque me habría gustado despedirme de él. Murió tan repentinamente que el caso tuvo que pasar por el forense, de forma que tuvieron tiempo de traerme antes de que les entregaran el cuerpo para enterrarlo. Pese a su demencia, era un muchacho muy dulce. Muy triste, muy triste, muy triste…
«¡Sal de aquí, Carmine! Has agotado su hospitalidad.» —Muy agradecido, señorita Ponsonby. Muchísimas gracias, y lamento haberla apenado.
Un caso para el forense… Eso significaba que la muerte de Morton Ponsonby figuraría en los archivos de la calle Caterby; enviaría a un uniformado a desenterrarlo.
De vuelta a Holloman, pasó por el antiguo camposanto del valle, un cementerio que se había quedado sin parcelas para los recién llegados a la ciudad noventa años atrás. Contenía tumbas de Ponsonbys a patadas, algunas de ellas anteriores con mucho al retrato más antiguo de la pared de su cocina. La lápida más reciente pertenecía a Ida Ponsonby, muerta en noviembre de 1963. Antes de ella, Morton Ponsonby, muerto en octubre de 1939. Y antes de él, Leonard Ponsonby, muerto en enero de 1930. Un trío de tragedias del que un arqueólogo de tumbas jamás habría tenido noticia a partir de los escuetos e insustanciales epitafios. Los Ponsonby no proclamaban sus penas a los cuatro vientos. Como tampoco los Smith, pensó cuando encontró la tumba de Nancy. Concisa y sobria, no mencionaba la causa de su muerte.
«¿Qué iba a hacer Chuck Ponsonby sin el Hug? —se preguntó, de vuelta al coche—. ¿Y sin la orientación del Profe en sus investigaciones? ¿Pasarse a la práctica médica? No, Charles Ponsonby carecía del talante adecuado. Demasiado distante, demasiado austero, demasiado elitista. Es posible —se dijo Carmine— que no haya otro trabajo médico al que pueda acceder Chuck, y de ser así, no podía tener ninguna razón para destruir el Hug.»
Entró en el despacho de Patrick con un gruñido y se dejó caer atravesado en el sillón que había en una esquina.
—¿Cómo va? —preguntó Patrick.
—No preguntes. ¿Sabes lo que haría ahora mismo, Patsy?
—No, ¿qué?
—Una buena sesión de tiro en el aparcamiento del estadio de la Chubb, a ser posible con ametralladoras. O plantarnos en medio de diez encapuchados atracando el Banco First National de Holloman. Algo reconfortante.
—Una observación propia de un poli inactivo con el culo escocido.
—¡Y que lo digas, maldita sea! Este caso es de mucho hablar, de hablar sin parar, hablar, hablar. Nada de tiroteos, nada de robos.
—¿Debo deducir que el boceto que hizo Jill Menzies a partir de la descripción de la mujer de Campanilla no ha producido ningún resultado?
—Nada de nada. —Carmine se enderezó y puso cara de atención—. Patsy, tú que llevas diez años más que yo en este mundo atribulado, ¿recuerdas un asesinato en la estación de ferrocarril en 1930? Una panda de vagabundos, o algo así, que mataron a tres personas de una paliza. Lo pregunto porque una de ellas era el padre de Charles y Claire Ponsonby. Por si eso no bastara, resultó que había perdido todo el dinero de la familia en el crack de la Bolsa.
Patrick se detuvo a pensar y luego sacudió la cabeza.
—No, no lo recuerdo… mi madre censuraba todo lo que yo oía cuando era pequeño. Pero habrá un informe del caso enterrado en los archivos. Ya conoces a Silvestri… no tiraría ni un Kleenex usado, y sus predecesores eran iguales.
—Iba a mandar a alguien a la calle Caterby a buscar el expediente de otro caso, pero ya que no tengo nada mejor que hacer, puede que me dé una vuelta por ahí y lo compruebe yo mismo. Tengo curiosidad por las tragedias de los Ponsonby. ¿Es posible que ellos fueran también víctimas del Fantasma?
Quedaba poco más de una semana para que los Fantasmas atacaran de nuevo; febrero era un mes corto, así que tal vez la fecha señalada para su próximo secuestro fuera a principios de marzo. Poseído por un temor creciente, Carmine habría ido en coche hasta Maine en esa época del año para comprobar una pista poco prometedora, pero la calle Caterby estaba mucho más cerca que Maine. El almacenaje de papel era la pesadilla de cualquier funcionario público, ya se tratara de archivos policiales, archivos médicos, archivos de pensiones, contribuciones e impuestos catastrales, tasas sobre el agua o cualesquiera otros de un centenar de categorías varias. Cuando reconstruyeron el hospital de Holloman en 1950, reservaron todo un subsótano para archivos, de modo que no tuvieran que preocuparse más por ellos. John Silvestri, nombrado comisario en 1960, había luchado denodadamente por conservar hasta el último pedazo de papel que obraba en poder de la policía, remontándose a los tiempos en que Holloman contaba con un solo oficial de policía y el robo de un caballo se castigaba con la horca. Entonces, quebró una compañía cementera local, y Silvestri removió cielo y tierra en todas las instancias oficiales hasta conseguir el dinero y la autoridad para comprar sus instalaciones, que ocupaban tres acres en la calle Caterby, una zona industrial conocida por la suciedad y el bullicio, por lo que no era una propiedad cotizada. Los tres acres y cuanto contenían se vendieron en subasta por doce mil dólares, y la policía de Holloman fue el afortunado postor.
En el terreno se alzaba un vasto almacén donde la compañía guardaba sus camiones y repuestos y equipamiento de todo tipo. Tras quitar el polvo y limpiarlo todo, todos los archivos de la policía fueron dispuestos en el almacén en estanterías metálicas. No había goteras en el tejado —una consideración fundamental— y dos grandes ventiladores de techo, uno a cada extremo, facilitaban la circulación de aire necesaria para tener el moho a raya en verano.
Los dos archiveros llevaban una vida plácida en un remolque suelto, aparcado junto a la entrada del almacén; la mitad no cualificada de la plantilla pasaba la escoba por el suelo del almacén de tanto en tanto y hacía viajes a un deli cercano para traer café y algo de comer, mientras que la mitad cualificada hacía su tesis doctoral sobre el desarrollo de los usos criminales en Holloman desde 1650. Ninguna de ambas mitades tenía el menor interés en aquel teniente tan raro que hasta venía personalmente a la calle Caterby. La mitad cualificada se limitó a decirle por dónde debía buscar y volvió a su tesis, y la no cualificada se esfumó en una furgoneta de la policía.
Los archivos de 1930 ocupaban diecinueve cajas grandes, mientras que los archivos del forense de 1939 casi alcanzaban ese número: el crimen había aumentado mucho durante los nueve años de la gran Depresión. Carmine desenterró el caso de Morton Ponsonby, de octubre de 1939, y luego buscó en la primera de las cajas de 1930 el de Leonard Ponsonby. El formato de los expedientes no había cambiado apenas. Sólo hojas de papel de tamaño reglamentario, algunas grapadas, sueltas otras, encartadas en carpetas de papel manila. En 1930, no contaban con un sistema para que las hojas no se salieran de la carpeta; ni, posiblemente, con personal de oficina que se ocupara de los expedientes una vez que se cerraban y se sacaban de los cajones de los asuntos en curso.
Pero allí estaba, donde le correspondía: PONSONBY, Leonard Sinclair; hombre de negocios; Ponsonby Lane n.º 6, Holloman, Conn. Edad, 35. Casado, tres hijos.
Alguien había colocado una mesa y una silla de oficina bajo un tragaluz de plástico transparente; Carmine llevó allí los dos expedientes de los Ponsonby y otro más, muy delgado y sin nombre, que contenía los detalles de los asesinatos de la estación.
Estudió primero el expediente de Morton Ponsonby. Al haberse producido su muerte tan repentina e inesperadamente, el médico de los Ponsonby había declinado firmar el certificado de defunción. Aquello no sugería por sí mismo que el hombre se oliera algo sucio; simplemente, que quería que se practicara una autopsia para ver si se le había pasado algo por alto durante los años en que era casi imposible acercarse a Morton Ponsonby, y mucho menos tratarlo. Un típico informe patológico que empezaba con la manida frase de la época: «Éste es el cuerpo de un adolescente varón bien alimentado y ostensiblemente sano.» Pero la causa de la muerte no era una hemorragia cerebral, como dijera Eliza Smith. La autopsia no había revelado esta causa, lo que implicaba que el patólogo la atribuyera en su informe a un paro cardíaco, posiblemente a consecuencia de un síncope vagal. El tipo no jugaba en la misma liga que Patsy, pero sí que cubrió todo el espectro de pruebas de detección de venenos sin encontrar ninguno, y subrayó la presencia de psicosis en la historia clínica. No se observaron alteraciones en el cerebro que indicaran la causa de la psicosis. El pene del muchacho, escribió, era incircunciso y muy grande, mientras que los testículos sólo habían descendido parcialmente. Para ser de 1939, un trabajo concienzudo. Carmine se quedó con la impresión de que Morton Ponsonby fue nada más y nada menos que la víctima indefensa de la propensión de los Ponsonby a la tragedia. O tal vez la aportación genética de Ida Ponsonby a su descendencia era deficiente.
Bien, adelante con Leonard Ponsonby. El crimen tuvo lugar a mediados de enero de 1930, sobre sesenta centímetros de nieve: debió de ser un invierno muy frío, para que hubiera ventiscas en enero. El tren, procedente de Washington D. C., venía de la estación de Penn, en Nueva York, y llevaba dos horas de retraso debido a las heladas que afectaban a varios puntos del trayecto y al desprendimiento de nieve de un talud con mucha pendiente sobre las vías. Antes que quedarse sentados y perecer, los pasajeros habían optado por coger las palas y despejar la línea de nieve. Uno de los vagones llevaba a un grupo de unos veinte borrachos, hombres sin trabajo que esperaban encontrarlo en Boston, destino final del tren; habían sido los más reticentes a cavar; ajumados, malhumorados, agresivos, trabajaron lo justo para no congelarse. Cuando el tren llegó a Holloman, hizo una parada de un cuarto de hora para permitir a los pasajeros en tránsito comprar algo de comer en el bar de la estación, una alternativa más económica que el poco concurrido vagón restaurante.
¡Ah, ahí estaban las noticias más interesantes! ¡Leonard Ponsonby no bajó de aquel tren! Iba a tomarlo para viajar a Boston, según afirmaba su billete. Había decidido esperar fuera, y según un pasajero que le vio, tenía un aspecto sospechoso. ¿Sospechoso? Ponsonby no se dejó ver al calor de la sala de espera de la estación, ni tampoco se apresuró a subir al tren en cuanto éste se detuvo. No, se quedó fuera, en la nieve.
Eran las nueve de la noche, y aquel tren a Boston era el último del día. Prosiguió su viaje entre nubes de vapor mientras el personal de la estación hacía la ronda para cerrar las salas de espera y los lavabos al ejército de vagabundos que erraban por el país en busca de trabajo o limosna, aunque los aproximadamente veinte borrachos no abandonaron el tren en Holloman. Se bajaron en marcha en plena noche en algún punto entre Hartford y la frontera con Massachusetts, y por eso, tras estériles indagaciones, habían acabado cargando con la culpa.
Leonard Ponsonby apareció tendido en la nieve con la cabeza reducida a pulpa; cerca de él yacían una mujer y una niña, con las cabezas igualmente deshechas. A Ponsonby le identificaron por el contenido de su cartera, pero la mujer y la niña no llevaban nada encima que indicara quiénes eran. El bolso, viejo y barato, de la mujer contenía un dólar y noventa centavos en monedas, un pañuelo sin planchar y dos galletas. En un maletín de tela de alfombra portaba ropa interior limpia, pero muy barata, de mujer y de niña, calcetines, medias, dos bufandas y un vestido de niña. La mujer era bastante joven, la niña tenía unos seis años. A Ponsonby se le describía como bien vestido y próspero, con dos mil dólares en billetes en la cartera, un alfiler de corbata con un diamante y cuatro más, muy valiosos, en cada uno de sus gemelos de platino, mientras que la información de la mujer y la niña había sido condensada en un sumario y expresivo «indigentes».
Para el fino olfato de Carmine, resultaban tres asesinatos muy extraños. Un hombre pudiente, solo, más una mujer indigente y una niña sin relación alguna con él. El robo, descartado como móvil. Los tres tratando de pasar desapercibidos en la nieve, cuando deberían estar dentro de la estación calentándose las manos con un radiador de vapor. De una cosa estaba seguro: la panda del tren no había tenido nada que ver con esos asesinatos.
La pregunta capital era: ¿cuál de los tres era el objetivo de los asesinos? Los otros dos eran simples testigos, y habían muerto por ver a quien blandió el objeto contundente que acabó con todos ellos, con un grado de salvajismo subrayado en un informe policial que era por lo demás lacónico y descuidado. Cara, el objetivo era Leonard Ponsonby. Cruz, lo era la mujer. Si la moneda caía de canto, es que era la niña.
No había fotografía alguna. La información sobre la mujer y su presunta hija o pariente de algún tipo se incluía en su magro expediente, guardado junto al más grueso de Ponsonby en el archivo «Enero-caja 2». Los tres habían muerto por golpes con un objeto contundente recibidos exclusivamente en sus cráneos, reducidos a pulpa, pero el detective no había tenido las luces de comprender que Ponsonby tuvo que ser la primera víctima; la mujer y la niña se quedarían mirando, paralizadas de terror, hasta que le tocó el turno a la mujer, y luego a la niña. De no haber sido Ponsonby el primero, habría opuesto resistencia. Así que quienquiera que fuese el que blandiera el objeto contundente —el experimentado criterio de Carmine se inclinaba por un bate de béisbol— se había deslizado furtivamente por la nieve y golpeado a Ponsonby antes de que notara que alguien se acercaba. Otro fantasma, qué cosa más extraordinaria.
Cuando salió a ver a los archiveros, habían cerrado el remolque y se habían ido a casa… con media hora de adelanto. «Hora, John Silvestri, de enfocar el rayo cegador de tus inspectores de trabajo en los archivos policiales de la calle Caterby.» Los tres expedientes que Carmine llevaba en la mano izquierda partieron con él: aquellas cucarachas no los echarían en falta hasta que a él le viniera en gana devolverlos. Un par de burócratas sinvergüenzas confiados en que, mientras los archivos no ardieran, nadie se interesaría por ellos lo bastante como para tener que preocuparse. Error, error, error.
De vuelta a las oficinas de la Administración del condado, se detuvo en la hemeroteca del Holloman Post, donde descubrió que la extraña y horrible muerte de Leonard Ponsonby había sido noticia de primera plana. La violencia gratuita, fuera del ámbito del crimen doméstico, era prácticamente inaudita en 1930; era la clase de cosa que hacía a los periódicos lanzar alarmas sobre lunáticos fugados. Hubo matanzas entre gánsteres en abundancia durante los largos años de la Prohibición, pero no entraban en la categoría de violencia gratuita. El caso es que, incluso después de que se demostrara que ningún lunático se había escapado de un psiquiátrico, el Holloman Post se mantuvo en sus trece e insistió en que el asesino era un lunático fugado de algún sitio fuera del Estado.
Entre unas cosas y otras, Carmine llegó tarde a su cita con Desdemona en el Malvolio’s.
—Lo siento —dijo al sentarse frente a ella en un compartimento—. Ahora puedes hacerte una idea de lo que puede ser tu vida con un novio policía. Montones de citas fallidas, cenas que se quedan frías a espuertas. Me alegro de que no cocines. Comer fuera es la mejor alternativa, y en ningún sitio mejor que en el Malvolio’s, un comedor para polis. No tienes más que llamar a la ventana y te meten en una bolsa lo que sea, desde una comida completa a una porción de tarta de manzana.
—Me gusta bastante tener un novio policía —dijo ella, sonriendo—. Ya he pedido, pero le he dicho a Luigi que esperara un rato. Te pasas de generoso, no dejándome pagar nunca ni siquiera mi parte de la cuenta.
—En mi familia, a un hombre que deja que pague una mujer le linchan.
—Da la impresión de que has tenido un buen día, para variar.
—Sí, he averiguado un montón de cosas. El problema es que creo que todo son pistas falsas. Aun así, se agradece averiguar algo. —Extendió el brazo por encima de la mesa para cogerle la mano—. También se agradece averiguar cosas de ti.
Ella le apretó los dedos.
—Lo mismo digo, Carmine.
—A pesar de este caso espantoso, Desdemona, mi vida ha mejorado estos últimos días. Tú formas parte de ella, preciosa dama.
Nadie la había llamado «preciosa dama» hasta entonces; sintió que la invadía una oleada de confusa satisfacción, se puso de un colorado brillante, no supo dónde mirar.
Seis años antes, en Lincoln, se había creído enamorada de un hombre maravilloso, un médico; hasta que, al pasar junto a su puerta, oyó su voz a través de ella: «¿Quién, Desdemona la desesperada? Querido amigo, las feas te quedan siempre tan agradecidas que merece la pena cortejarlas. Son buenas madres, y no hay que preocuparse por el fontanero, ¿no? Después de todo, uno no mira la repisa de la chimenea cuando está atizando el fuego, así que pienso casarme con Desdemona. El trato incluye que nuestros hijos serán listos. Además de altos.»
Había empezado a hacer planes para emigrar al día siguiente, jurándose a sí misma que nunca volvería a exponerse a esa clase de pragmática crueldad.
Ahora, gracias a un monstruo sin rostro, allí estaba ella viviendo con Carmine en su apartamento, y tal vez dando por hecho que él la amaba igual que le amaba ella. Las palabras salían gratis… ¿no lo había demostrado aquel médico de Lincoln? ¿Cuánto de lo que él le había dicho estaba motivado por su trabajo, por su afán protector, por el susto que se había llevado con lo que estuvo a punto de pasarle? «¡Oh, Carmine, por favor, no me falles!»