Lunes, 21 de febrero de 1966
La Campanilla de White Plains estaba ubicada en un centro comercial de tiendas de ropa elegante y muebles, entremezcladas con los inevitables delis y locales de comida rápida y limpieza en seco. Había, asimismo, varios restaurantes, más de servir comidas que cenas. Era un edificio nuevo de dos plantas, pero Campanilla era demasiado astuta para emplazarse en el piso de arriba. Planta calle, y cerca de la entrada.
Era, según observó Carmine al inspeccionar Campanilla desde fuera, un local muy grande, dedicado enteramente a ropa para niñas. Tenían en aquel momento rebajas en abrigos y ropa de invierno; nada de prendas baratas de nailon: todo de fibra natural. Vio que había incluso una sección dedicada a pieles auténticas tras un arco con un rótulo que decía CHIQUIVISÓN. Varias docenas de clientas, algunas tirando de niños, otras solas, repasaban los colgadores, pese a lo temprano de la hora. Ningún hombre. «¿Cuántas de ellas robarán en un sitio como éste?», se preguntó el poli.
Entró con todo el aplomo que pudo reunir, pero parecía —y se sentía— absolutamente fuera de lugar. Al parecer, tenía un letrero luminoso en la frente que decía POLI encendiéndose y apagándose, ya que las mujeres se apartaban rápidamente de su camino y los dependientes empezaron a hacer corrillos.
—¿Puedo ver al encargado, por favor? —preguntó a una infeliz muchacha que no se había unido a tiempo a un corrillo.
¡Ah, estupendo, así podrían quitárselo de en medio! La muchacha le guió inmediatamente detrás de la mercancía y llamó a una puerta sin ningún letrero.
La señora Giselle Dobchik le recibió en un pequeño cubículo atestado de cajas de cartón y vitrinas; había una caja fuerte a un lado de la mesa que servía de escritorio a la señora Dobchik, pero no quedaba espacio para una silla para las visitas. Su actitud al mostrarle él su placa fue de sereno interés; por otra parte, la señora Dobchik parecía de las que no acostumbran a perder la serenidad. Cuarenta y tantos, muy bien vestida, pelo rubio y uñas pintadas de rojo, no tan largas que pudieran engancharse en los artículos.
—¿Reconoce esto, señora? —le preguntó, sacando de su maletín el vestido de encaje rosa nacarado que llevaba puesto Margaretta. A continuación sacó el vestido lila de Faith—. ¿O esto?
—Son de Campanilla, casi con seguridad —dijo, mientras comenzaba a palpar las costuras interiores y los fruncidos—. Han quitado nuestra etiqueta, pero sí, puedo asegurarle que son Campanillas auténticos. Usamos algunos trucos propios con las cuentas.
—Me imagino que no sabrá quién los compró.
—Ha podido ser mucha gente, teniente. Los dos son de talla diez, es decir, para chicas de entre diez y doce años. Después de cumplidos los doce, las chicas tienden a preferir parecerse más a Annette Funicello que a un hada. Siempre tenemos en existencias uno de cada modelo, color y talla, pero dos sería excesivo. Venga, acompáñeme.
Al seguirla fuera de la oficina hasta una amplia zona de vestidos de fiesta centelleantes y recargados dispuestos en docenas de largos colgadores, Carmine comprendió lo que había querido decir con que dos del mismo modelo y talla era excesivo; debía de haber allí más de dos mil vestidos, en tonos que iban del blanco al rojo oscuro, todos recamados de piedras falsas o perlas o cuentas opalinas.
—Seis tallas, para niñas de tres a doce años, veinte modelos diferentes y veinte colores diferentes —dijo ella—. Verá, somos famosos por estos vestidos. Nos los quitan de las manos. —Una risa—. ¡Después de todo, no podemos permitir que haya dos niñas con el mismo modelo y del mismo color en la misma fiesta! Llevar un Campanilla es un signo de estatus social. Pregúntele a cualquier madre o niña del condado de Westchester. Nuestro prestigio se extiende hasta Connecticut; un buen número de nuestras clientas vienen en coche desde los condados de Fairfield o Litchfield.
—Si me permite antes recoger mis vestidos y mi maletín, señora Dobchik, ¿puedo invitarla a almorzar? ¿O a un café? Aquí me siento como un elefante en una cacharrería, y no debo de ser bueno para su negocio.
—Gracias, me vendría bien un descanso —dijo la señora Dobchik.
—Lo que ha dicho sobre que dos niñas luzcan el mismo Campanilla en la misma fiesta me lleva a suponer que sí llevan ustedes un registro más o menos detallado —dijo, sorbiendo un chocolate malteado con una pajita… demasiadas cosas de niños.
—Oh, sí, no nos queda otro remedio. Lo que ocurre es que los dos modelos que me ha enseñado fueron clásicos durante algunos años, así que habremos vendido un montón de ellos. El de encaje rosa se retiró hace cinco años; el lila hace cuatro. Sus muestras están tan ajadas que es imposible decir con certeza cuándo fueron hechas.
—¿Dónde los hacen?
Ella mordisqueó una rosquilla; era obvio que estaba disfrutando en su papel de experta.
—Tenemos una fábrica pequeña en Worcester, Massachusetts. Mi hermana lleva la tienda de Boston, yo la de White Plains, y nuestro hermano dirige la fábrica. Es un negocio familiar… somos los únicos propietarios.
—¿Alguna vez vienen hombres a comprar?
—A veces, teniente, pero en general los clientes de Campanilla son mujeres. Los hombres compran lencería para sus esposas, pero suelen evitar comprar vestidos de fiesta para sus hijas.
—¿Alguna vez venden dos vestidos de la misma talla y color al mismo comprador en un día? ¿Para gemelas, por ejemplo?
—Sí, ocurre, pero implica una espera de un día para que podamos encargar el segundo vestido. Las mujeres que tienen gemelas hacen el pedido por adelantado.
—¿Y alguien que compre, digamos, mi vestido de encaje rosa y el lila de… lo-que-sea?
—Broderie anglaise —aclaró ella.
—Gracias. Voy a tomar nota de eso. ¿Se da el caso de que alguien compre dos modelos de distinto color, de la misma talla, el mismo día?
—Sólo una vez —dijo ella, y suspiró, recreándose en el recuerdo—. ¡Ah, menuda venta hicimos! Doce vestidos de la talla de diez a doce años, cada uno de distinto modelo y color.
A Carmine se le erizaron los pelos del cuello.
—¿Cuándo?
—Hacia finales de 1963, creo que fue. Puedo comprobarlo.
—Antes de que volvamos y le pida que lo haga, señora Dobchik, ¿recuerda quién hizo aquella compra? ¿Qué aspecto tenía?
—Me acuerdo muy bien —dijo la perfecta testigo—. No de su nombre… pagó en efectivo. Pero estaba en el grupo de edad de las abuelitas. Tendría unos cincuenta y cinco. Llevaba un abrigo de marta cibelina y un sombrero de marta muy airoso, el pelo teñido de azul, iba bien maquillada, pero sin pasarse, tenía la nariz grande, ojos azules, gafas bifocales muy elegantes y una voz agradable. Los zapatos y el bolso eran de Charles Jourdan, a juego, y llevaba guantes de seda, más bien largos, del mismo marrón que los zapatos y el bolso. Un chófer de uniforme llevó las cajas a su limusina. Una Lincoln negra.
—No da la impresión de que necesitara vales de alimentos.
—¡Cielo santo, no! Sigue siendo a día de hoy la mayor venta individual de trajes de fiesta que hayamos hecho jamás. A ciento cincuenta dólares cada uno, mil ochocientos dólares. Pagó en billetes de cien dólares que sacó de un fajo de cinco centímetros de grosor.
—¿Se le ocurrió preguntarle por qué compraba tantos vestidos de fiesta de la misma talla?
—Claro que sí, ¿a quién no se le ocurriría? Sonrió y dijo que era la representante local de una organización de caridad que iba a enviar los vestidos a un orfanato de Buffalo como regalos de Navidad.
—¿La creyó usted?
Giselle Dobchik sonrió.
—Resulta tan verosímil como que alguien compre doce vestidos de la misma talla, ¿no cree?
—Supongo que sí.
Volvieron a Campanilla, donde la señora Dobchik sacó el registro de aquella venta. Sin nombre, pagado en efectivo.
—Tomó usted nota de los números de serie de los billetes —dijo Carmine—. ¿Por qué?
—Había una alarma por falsificaciones por aquel entonces, así que los comprobé con mi banco mientras las chicas lo metían todo en cajas.
—¿Y eran falsos?
—No, eran auténticos, pero al banco le llamaron la atención, porque habían sido emitidos en 1933, justo después de que abandonáramos el patrón oro, y estaban prácticamente nuevos. —La señora Dobchik se encogió de hombros—. ¿Que si me importó? Eran de curso legal. El director de mi banco pensó que eran de ahorros guardados en casa.
Carmine repasó la lista de dieciocho números.
—Estoy de acuerdo. Son correlativos. Bastante infrecuente, pero tampoco me ayuda en nada.
—¿Todo esto tiene que ver con algún caso importante y emocionante? —preguntó la señora Dobchik mientras le acompañaba a la puerta.
—Me temo que no, señora. Otra alarma por billetes de cien falsos.
—Ahora sabemos que los Fantasmas tenían planeada la segunda serie de asesinatos antes de empezar con la primera —dijo Carmine a su fascinada audiencia—. La venta se llevó a cabo en diciembre de 1963, bastante antes de que secuestraran a la primera víctima de todas, Rosita Esperanza. Fueron secuestrando a doce chicas, a razón de una cada dos meses, a lo largo de dos años, con doce vestidos de Campanilla guardados entre bolitas antipolillas aguardando el momento de utilizarlos. Sean quienes sean los Fantasmas, no siguen ningún ciclo lunar, como quieren creer los psiquiatras ahora que han reducido la frecuencia a treinta días. La Luna no tiene nada que ver con los Fantasmas. Sus ciclos son de base solar: doces, doces, doces.
—¿Nos ayuda en algo haber descubierto lo de Campanilla? —preguntó Silvestri.
—Hasta que haya juicio, no.
—Pero primero hay que encontrar a los Fantasmas —dijo Marciano—. ¿Quién crees que es la abuelita, Carmine?
—Uno de los Fantasmas.
—Pero dijiste que no estamos ante crímenes de mujer.
—Lo sigo afirmando, Danny. De todas formas, resulta mucho más fácil para un hombre disfrazarse de señora mayor que de mujer joven. Tener la piel más áspera o arrugas no es tanto problema.
—Me encanta el atrezzo —dijo secamente Silvestri—. Abrigo de marta, chófer y limusina. ¿No podríamos seguir la pista de la limusina?
—Mañana pondré a Corey a trabajar en ello, John, pero no esperes gran cosa. El chófer era el otro Fantasma, sospecho. Es curioso que la señora Dobchik se acordara de todos los detalles en lo que a la abuela se refiere, bifocales incluidas, y en cambio del chófer sólo recuerde que llevaba un uniforme negro, gorra y guantes de cuero.
—No, tiene lógica —dijo Patrick—. Tu señora Dobchik lleva un negocio de ropa. Atiende a mujeres ricas cada día, pero no a trabajadores. Las mujeres las archiva en su memoria, y conoce todos los tipos de pieles, todas las marcas francesas de bolsos y zapatos. Apuesto a que la abuela no se quitó los guantes de seda en ningún momento, ni siquiera para sacar los billetes del fajo.
—Tienes razón, Patsy. Enguantada de principio a fin.
Silvestri soltó un gruñido.
—Así que no estamos más cerca de los Fantasmas.
—En cierto sentido, John, y sin embargo hemos hecho progresos. Puesto que no dejan pruebas y nadie ha podido darnos una descripción, estamos buscando una aguja en un pajar. ¿Cuánta gente hay en Connecticut, tres millones? Comparado con otros estados, no es mucho… Ninguna gran ciudad, una docena pequeñas; cien pueblos. Bien, ése es nuestro pajar. Pero al poco de empezar con el caso comprendí que buscar la aguja no es el camino. Los vestidos de Campanilla pueden parecer otra vía muerta, pero no creo que eso sea cierto. Son otro clavo en su ataúd, otra prueba. Cualquier cosa que nos hable de un hecho relativo a los Fantasmas nos acerca a ellos. Lo que tenemos delante es un rompecabezas hecho de cielo azul sin nubes, pero los vestidos de Campanilla han llenado un espacio vacío. Ahora tenemos un poco más de cielo. —Carmine se inclinó hacia delante y siguió desarrollando su idea—. Para empezar, hemos pasado de un Fantasma a dos Fantasmas. En segundo lugar, los dos Fantasmas son como hermanos. No sé de qué color tienen la piel, pero lo que ven en su mente colectiva es un rostro. Más que cualquier otra cosa, un rostro. La clase de rostro que no se da entre las chicas cien por cien blancas, y no es muy frecuente entre las cien por cien negras. Los Fantasmas trabajan como un equipo en sentido estricto: cada uno tiene asignado un conjunto específico de tareas, tiene sus propias especialidades. Lo que probablemente es aplicable a lo que les hacen a sus víctimas después de capturarlas. La violación les excita, pero la víctima ha de ser virgen en todos los sentidos: no les interesan las que conservan el himen intacto pero se dejan meter mano. Un Fantasma le da a la víctima su primer beso, así que tal vez el otro la desflora. Yo me inclino a creer que el trabajo en equipo se prolonga a lo largo del proceso: a ti te toca hacer esto, a mí aquello. En cuanto a lo que es darles muerte, no estoy seguro, pero sospecho que se encarga de ello el Fantasma subordinado. Es quien hace la limpieza. La única razón por la que conservan las cabezas es la cara, lo que significa que cuando les encontremos vamos a encontrar todas y cada una de las cabezas, hasta la de Rosita Esperanza. Mientras sus actividades pasaron desapercibidas para la policía, les divertía ejecutar los secuestros a plena luz del día, pero a partir de Francine Murray se acogotaron. Empiezo a pensar que pasaron a ejecutarlos de noche porque la policía estaba ya al tanto, no porque eso formara parte de un método nuevo y preconcebido. Los secuestros nocturnos son menos arriesgados, así de sencillo.
Patrick estaba sentado con los ojos entornados, como si estuviera mirando algo muy pequeño.
—La cara —dijo—. Es la primera vez que te oigo descartar los demás criterios, Carmine. ¿Qué te hace pensar que es sólo la cara? ¿Por qué has descartado el color, el credo, la raza, la estatura, la inocencia?
—Ay, Patsy, sabes cuántas veces he considerado todos ellos, pero al final me he quedado con la cara. Me vino de sopetón: ¡pam! —Se dio una palmada en el puño—. Fue Margaretta Bewlee quien me lo sugirió. Mi perla negra tras una docena de perlas cremosas. ¿Qué tenía en común con las otras chicas? Y la respuesta es: la cara. Nada más, sólo la cara. Rasgo por rasgo, su cara era la misma de todas las demás. Me habían despistado todas las diferencias, tanto que pasé por alto esa única similitud: la cara.
—¿Y qué hay de la inocencia? —preguntó Marciano—. También tenía eso.
—Sí, es un hecho. Pero no es la inocencia lo que lleva a nuestra pareja de Fantasmas a secuestrar a estas chicas en particular. Es la cara. Una chica que no tenga esa cara, con toda la inocencia del mundo, no atraerá el interés de los Fantasmas. —Se detuvo, frunciendo el entrecejo.
—Sigue, Carmine —le conminó Silvestri.
—Los Fantasmas, o tal vez uno de los Fantasmas, conocían a alguien con esa cara. Alguien a quien odian más que al resto de la humanidad junta. —Apoyó la cabeza en las manos, se agarró del pelo—. ¿Uno de ellos, o los dos? El dominante, seguro, mientras que el sumiso puede que simplemente le acompañe en el viaje, en una fantástica montaña rusa; él es el sirviente, y odia a quien odie el dominante. Cuando me dijiste que a los Fantasmas no les interesan los pechos, Patsy, rellenaste otro pedazo de cielo. El pecho plano, los pubis depilados. Sugerirían que la poseedora de la cara no había alcanzado la pubertad, y sin embargo… Si eso es así, ¿por qué no raptan a niñas prepúberes? No les falta el coraje ni la inteligencia para hacerlo. Así que ¿es la poseedora de la cara alguien que al menos uno de los Fantasmas conoció desde su infancia a su adolescencia? ¿A quien odió más de mujer que de niña? Ése es el enigma para el que no tengo respuesta.
Silvestri escupió su cigarro por la emoción.
—Pero han ido más al aspecto infantil con esta segunda docena, Carmine. Vestidos de fiesta de niña.
—Si supiéramos de quién era la cara, sabríamos quiénes son los Fantasmas. Me pasé todo el viaje de vuelta desde White Plains repasando mentalmente las casas de todos los huggers, buscando esa cara en las paredes de alguno de ellos, pero ninguno la tiene en sus paredes.
—¿Todavía crees que la cosa pasa por el Hug? —preguntó Marciano.
—Uno de los Fantasmas es sin duda un hugger. El otro no lo es. Éste es el que sale a buscarlas, y puede que llevara a cabo alguno de los raptos sin ayuda. Siempre ha estado claro que tenía que ser un hugger, Danny. Sí, puedes argumentar que habrían podido dejar los cuerpos en cualquiera de los frigoríficos de animales muertos de la Facultad de Medicina, pero ¿dónde sino en el Hug es posible llevar de dos a diez bolsas aparatosas de un vehículo al frigorífico sin que se fijen en uno? A menos bolsas por viaje, más viajes. La gente entra y sale de los aparcamientos las veinticuatro horas del día, mientras que al aparcamiento del Hug se entra con una tarjeta magnética, y está completamente desierto a las cinco de la mañana, pongamos por caso. Me fijé en que hay un carro de la compra grande encadenado al muro trasero del Hug para ayudar a los investigadores a entrar sus libros y papeles. No estoy diciendo que los Fantasmas no pudieran haber usado otras cámaras frigoríficas, sólo digo que usar la del Hug es lo más sencillo y lo más fácil.
—Sencillo y fácil es mejor —dijo Silvestri—. Va a ser el Hug.
—Reza porque no sea Desdemona, Carmine —dijo Patrick.
—Bueno, estoy segurísimo de que no es Desdemona.
—¡Ah! —exclamó Patrick, poniéndose en tensión—. ¡Sospechas de alguien!
Carmine inspiró profundamente.
—No sospecho de nadie, y eso es lo que más me preocupa. Debería sospechar de alguien, conque ¿cómo es que no es así? Lo que sí tengo es la sensación de que se me está escapando algo que tengo delante de las narices. En mis sueños está claro como el agua, pero cuando me despierto se ha ido. Lo único que puedo hacer es seguir pensando.
—Habla con Eliza Smith —dijo Desdemona, con la cabeza apoyada en el hombro de Carmine; la había trasladado a su apartamento el día después de que recibiera aquella visita—. Ya sé que en realidad no me cuentas nada de lo importante, pero estoy convencida de que crees que el Fantasma es un hugger. Eliza es parte del Hug desde sus orígenes, y aunque nunca ha metido la nariz donde no debía, lo cierto es que sabe cantidad de cosas que mucha otra gente ignora. El Profe habla con ella a veces, como cuando le surgen problemas con el personal: Tamara le marea bastante, Walt Polonowski tiene sus épocas, y Kurt Schiller igual. Eliza se especializó en psicología en la Smith, y luego se doctoró en la Chubb. No soy una entusiasta de los psicólogos, pero el Profe respeta mucho las opiniones de Eliza. Ve a hablar con ella.
—¿Alguna vez ha necesitado el Profe hablar con Eliza sobre ti?
—¡Desde luego que no! En cierta medida, yo me sitúo en una órbita exterior que no se cruza con la de ningún otro… casi como un compás de cinco por cuatro, por ponerlo en términos musicales. A mí me ven como una contable, no como una científica, y eso me hace irrelevante para el Profe. —Se acurrucó en su regazo—. En serio, Carmine. Habla con Eliza Smith. Sabes perfectamente que la forma de resolver este caso es hablando.