Martes, 15 de febrero de 1966
Febrero vio, mediado el mes, el principio del deshielo. Empezó a llover implacablemente un viernes y no paró hasta bien entrada la noche del domingo. Todas las zonas más bajas de Connecticut quedaron sumergidas bajo un agua helada que buscaba en vano una salida. El paso a casa de los Finch desde la carretera 133 quedó cortado exactamente como Maurice Finch le había descrito a Carmine; el arroyuelo de Ruth Kyneton bajaba tan crecido que tenía que tender su colada con las botas de lluvia puestas; y el doctor Charles Ponsonby llegaba al Hug quejándose amargamente de una bodega de vino inundada Frustrado por la intensidad del diluvio, y atormentado por el entumecimiento de los músculos de sus piernas, Addison Forbes decidió en la madrugada del lunes darse una vueltecita corriendo por la zona este de Holloman y bajar luego a la orilla del mar, hasta su embarcadero. Allí había construido un cobertizo para guardar su velero, uno pequeño, de cuatro metros y medio de eslora, aunque eran contadas las ocasiones en que su disposición de ánimo le impulsaba a zarpar en él desde el puerto de Holloman en un viaje de placer. Durante los tres años precedentes, el placer había sido un pecado para Addison Forbes, si no un crimen.
Había un coche patrulla aparcado sospechosamente cerca del un tanto escarpado camino de entrada a su casa, cuyos ocupantes le saludaron con gestos de admiración al verle pasar dando zancadas, decidido a completar su carrera. Chorreaba sudor mientras se lanzaba cuesta abajo por la pendiente llena de arbustos que descendía desde la carretera; tres días de aguacero habían derretido la nieve helada, de ahí la inundación que afectaba a todo el Estado, y el suelo bajo las zapatillas deportivas de Forbes estaba saturado, resbaladizo. Años antes, había plantado una hilera de forsitias a lo largo del extremo inferior de la pendiente… ¡qué maravilla cada vez que ese heraldo de la primavera estallaba en flores amarillas!
Pero en febrero el macizo de forsitias era un amasijo de rígidos palos marrones, de modo que cuando Forbes observó una mancha de discordante color lila debajo de él, en el suelo, se detuvo. Apenas un segundo después, vio los brazos y piernas que asomaban de la mancha lila, y el sonido de su corazón inundó repentinamente sus oídos como una marea brava. Se llevó la mano al pecho, abrió la boca reseca para gritar, pero no pudo. «¡Oh, Dios santo, qué impresión!» Iba a sufrir otro infarto, esto tenía que provocarle otro infarto. Agarrándose al respaldo de un viejo banco de parque que Robin había hecho poner allí para «seguir soñando», lo rodeó muy despacio hasta que pudo sentarse a esperar que el dolor se apoderara de él, y un instinto antiguo e imposible de erradicar le hizo abrir y cerrar la mano sin parar, mientras esperaba a que el dolor bajara por el brazo hasta ella. Con ojos dilatados y la boca abierta, Addison Forbes permaneció sentado y esperó. «Voy a morir, voy a morir…»
Al cabo de diez minutos aún no había acudido el dolor, y ya no oía los latidos de su corazón. Su pulso deceleró de la misma manera en que lo hacía después de cada carrera, y él se sentía igual que se sentía siempre después de correr. Con un soberbio impulso, se puso en pie, y aquello tampoco le causó dolor; volvió la vista a la mancha lila con sus brazos y piernas, y luego subió por la pendiente en dirección a la casa a grandes y rítmicas zancadas, sintiendo un júbilo creciente en su interior.
—Su cuerpo está junto al agua —dijo al entrar en la cocina—. Llama a la policía, Robin.
Ella soltó un grito y empezó a moverse nerviosamente, pero hizo la llamada y luego se llegó hasta él para tomarle el pulso con la mano.
—Estoy bien —dijo él, irritado—. ¡No te alteres, mujer, estoy bien! Acabo de sufrir un sobresalto horroroso, pero no me ha fallado el corazón. —Sus labios dibujaron una sonrisa de ensoñación—. Tengo hambre, quiero desayunar bien. Huevos fritos y beicon, una tostada con mucha mantequilla y pasas, y café con leche. ¡Venga, Robin, muévete!
—Nos han despistado —dijo Carmine, de pie a la orilla del agua junto a Abe y Corey—. ¿Cómo hemos podido ser tan idiotas? Hemos vigilado todas las carreteras y no se nos ha ocurrido pensar en el puerto. La tiraron aquí después de traerla por mar.
—Toda la costa Este estuvo congelada hasta el sábado por la noche —dijo Abe—. Esto tiene que ser cosa de última hora, no es posible que tuviera planeado dejarla aquí.
—Y una mierda —dijo Carmine convencido—. El deshielo lo hizo más fácil, eso es todo. Si el agua siguiera congelada, habrían cruzado a pie desde una calle que no estábamos patrullando. Así las cosas, pudieron usar una barca de remos y acercarla lo bastante para tirar el cadáver. No llegaron a poner el pie en la orilla.
—Está completamente congelada —dijo Patrick al reunirse con ellos—. Lleva un vestido de fiesta lila con perlas cosidas, nada de bisutería. Es de un tejido parecido a encaje que no había visto antes… no es encaje normal. El vestido le queda mejor que a Margaretta, al menos de largo. Todavía no le he dado la vuelta para ver si está abotonado por detrás. No hay marcas de ataduras, ni doble corte en el cuello. Dejando al margen algunas hojas sucias, está muy limpia.
—Puesto que no pusieron los pies en tierra, no vamos a encontrar nada. Lo dejo en tus manos, Patsy. Vamos, tíos —les dijo a Abe y Corey—, tenemos que preguntar a todos aquellos cuya casa dé a la playa si vieron u oyeron algo anoche. Pero, Corey, vas a ampliar el alcance de nuestras redes. Coge una lancha de la policía y acércate a las motoras y cargueros que anden por cualquier parte del puerto. Puede que alguien atracara en el muelle para respirar un poco de aire fresco después de pasarse días embarcado y viera una barca de remos. Es la clase de cosa en que se fijaría un marinero.
—Es una repetición de lo de Margaretta —dijo Patrick a Silvestri, Marciano, Carmine y Abe; Corey estaba en el mar, en la gran lancha de la policía—. Faith tenía los hombros más estrechos y los pechos pequeños, por lo que consiguieron abotonarle el vestido. Éste no presentaba marca alguna, lo que significa que debieron de envolverla en una sábana de nailon impermeable para el viaje en barca. Algo más fino que la lona normal. Las barcas siempre tienen varios dedos de agua de salpicaduras en el fondo, pero el vestido estaba seco, impecable.
—¿Cómo murió? —preguntó Marciano.
—Violada hasta morir, como Margaretta. Lo que no sé es si su último instrumento está diseñado expresamente para matar o si preferían que hiciera su efecto más despacio, pongamos que tras varios asaltos con él. En cuanto Faith murió, la metieron en un congelador, pero no en uno doméstico. Más parecido al de un supermercado. Lo bastante largo como para alojar a Margaretta tendida, y lo bastante ancho como para colocar a las dos chicas con los brazos extendidos separados del cuerpo y las piernas algo abiertas. A las dos las vistieron cuando estaban ya duras como piedras. Las bragas de Faith eran modestas, pero lilas en vez de rosas. Pies descalzos, manos desnudas. Faith tiene dos dedos del pie izquierdo torcidos de alguna rotura antigua. Eso facilitará su identificación, si es que la familia sale alguna vez de su postración.
—¿Crees que los vestidos los ha hecho la misma persona? —preguntó Silvestri—. Lo digo porque son distintos, pero parecidos.
—No soy experto en trajes de fiesta. Creo que la amiga de Carmine debería echarles un vistazo y decírnoslo —dijo Patrick, guiñando un ojo.
Carmine se ruborizó. «Así que es evidente, ¿no? ¿Y qué más da si lo es? Éste es un país libre, y sólo puedo esperar que no lleguemos a necesitar el testimonio de Desdemona para trincar a esos hijos de puta. Un abogado de la policía me diría que Desdemona es el error más grave que he cometido en este caso, pero mi instinto me dice que ella es irrelevante, pese al atentado contra su vida. El amor no me haría perder mi instinto de policía. ¡Y Dios sabe que la amo! Cuando apareció en mi balcón, supe al instante que significaba más para mí que yo mismo. Es la luz de toda mi existencia.»
—¿Tienes alguna buena noticia que darnos a propósito del vestido rosa, Carmine? —preguntó Danny Marciano.
—No, ninguna. Puse a alguien a comprobar todos los lugares donde venden vestidos de niña de una punta a otra del Estado, pero parece ser que los trajes de fiesta de más de cien dólares exceden lo que son los gustos de Connecticut. Lo que no deja de ser extraño, teniendo en cuenta que Connecticut es una de las zonas más ricas del país.
—Las madres ricas de niñas pequeñas se pasan la vida yendo en su Cadillac de un centro comercial a otro —dijo Silvestri—. ¡Por Dios, si se van a Filene’s, en Boston! Y a Manhattan.
—Tomo nota —dijo Carmine con una sonrisa—. Estamos consultando las páginas amarillas desde Maine a Washington D. C. ¿A quién le apetece una hornada de pastelitos con beicon y sirope de aquí al lado?
«Al menos vuelve a tener apetito —pensó Patrick, asintiendo a aquel plan con la cabeza—. A saber qué es lo que ve en esa inglesita, pero desde luego no es como su exesposa. No se ha colgado de una mujer por su aspecto por segunda vez, aunque cuanto más la veo, menos desprovista de todo atractivo me parece. Una cosa es cierta, tiene cerebro y sabe usarlo. Eso ha de cautivar a un hombre como Carmine.»
—Ah, Addison se ha ido al Hug —le dijo Robin a Carmine en tono jovial cuando volvió a la casa.
—Parece usted contenta —observó él.
—Teniente, llevo tres años de infierno —contestó ella, dando vueltas por el lugar con paso saltarín—. Desde que sufrió aquel infarto, Addison estaba convencido de que vivía de prestado. ¡Tenía tanto miedo…! Correr, y nada más que fruta y verduras frescas. Tenía que irme en coche hasta Rhode Island para encontrar una pieza de pescado que no rechazara. Estaba seguro de que una impresión fuerte le mataría, de modo que hacía cualquier cosa por evitarlas. Y entonces va esta mañana y se encuentra con esa pobre chica, y sufre una impresión fuerte… muy fuerte. Pero no siente ni la menor punzada, ni por supuesto se muere. —Con los ojos brillantes, dio un brinco de contento—. Hemos vuelto a una vida normal.
Ajeno al hecho de que Addison Forbes albergaba fantasías homicidas respecto a su esposa, Carmine se fue después de darse otra vuelta por la propiedad, pensando en lo cierto de que un mal viento no trae bien a nadie. El doctor Addison Forbes sería un hombre mucho más feliz… al menos hasta que los abogados de Roger Parson Junior encontraran una cláusula en el testamento del tío William que permitiera impugnarlo. ¿Formaba parte del plan de los Fantasmas acabar con el Hug además de con la vida de hermosas jovencitas? Y de ser así, ¿por qué? ¿Podía ser que al destruir el Hug pretendieran en realidad destruir al profesor Robert Mordent Smith? Si ése era el caso, iban bien encaminados. ¿Y cómo encajaba Desdemona en todo ello? Había desayunado con ella y se pasó el rato friéndola a preguntas al más puro estilo policial, sin el menor reparo: ¿había visto algo que hubiera enterrado bajo todo recuerdo consciente? ¿Iba paseando por la calle en el momento en que secuestraron a alguna de las chicas? ¿Le había hecho alguien del Hug algún comentario fuera de lugar? ¿La perturbaba algo inusual…? A todo lo cual, tras escucharlo pacientemente, ella respondió con rotundas negativas.
Tras una inspección infructuosa por el Hug, Carmine volvió a subirse al Ford y tomó la carretera Merrit, que discurría entre árboles hacia Nueva York pasando por Bridgeport, del lado de Trumbull. Aunque no esperaba que le permitiesen ver al Profe, no veía razón alguna para no inspeccionar Marsh Manor en la medida de lo posible, para comprobar por sí mismo lo que le dijo la policía de Bridgeport: que sería fácil para cualquier interno escaparse del lugar.
Sí, decidió al cruzar la imponente verja rematada por piñas de forja, la agorafobia haría más por mantener en su interior a los pacientes de Marsh Manor que las patrullas de seguridad. No había patrullas de seguridad.
«Bien. ¿Y ahora, adónde? Los Chandra.» Su finca estaba a la salida del cruce de Wilbur, donde el curso aparentemente errabundo de la carretera 133 la conducía a través de una zona de granjas y graneros entre amenos campos y manzanares. Era tarde para mantener otra charla con Nur Chandra en el Hug: había acabado allí el viernes anterior, al igual que Cecil.
La casa no tenía las dimensiones de la encantadora granja de Marsh Manor, pero la finca le recordaba a Carmine una urbanización del cabo Cod, con media docena de residencias diseminadas por allí; sólo que ésta, con sus diez acres, era mucho más grande. Si por algo impresionó a Carmine, fue porque le hizo ver cuánta organización exigía llenar de lujos la vida de dos personas y un puñado de niños con dinero que gastar a espuertas. Sin duda, los Chandra tenían empleados a un gerente, un vicegerente y un gerente especializado, además de a un ejército de lacayos con turbante. Todo estaba montado de forma que los Chandra no tuvieran que desperdiciar ni un segundo en valorar tanto esfuerzo. Con un metafórico chasquear de sus dedos, cualquier cosa que desearan se materializaba de inmediato.
—Es muy embarazoso —dijo Nur Chandra, hablando con Carmine en su imponente biblioteca—, pero necesario, teniente. El Hug resultaba perfecto para mis necesidades, incluido Cecil.
—¿Por qué se va, entonces?
Chandra le lanzó una mirada desdeñosa.
—Vamos, hombre, por Dios, sin duda se hace usted cargo de que el Hug está acabado. Robert Smith no va a volver, y tengo entendido que los Parson están buscando la manera de dejar de financiarlo. Así que prefiero irme ahora, mientras la cosa está aún en proceso, a esperar a tener que pasar por encima de más cadáveres. Tengo que irme mientras ese monstruo sigue matando, para quedar libre de toda sospecha. Porque usted no va a atraparle, teniente.
—Eso tiene mucho sentido y es razonable, doctor Chandra, pero sospecho que la verdadera razón por la que está ansioso por desaparecer de la escena cuanto antes tiene que ver con sus monos. Sus posibilidades de llevárselos con usted son mucho mayores en mitad del caos actual que después de que la situación del Hug atraiga la atención de los Parson más allá de un simple testamento. El hecho es que usted se despide con cerca de un millón de dólares en bienes que son propiedad del Hug, sea cual sea la redacción de su contrato.
—¡Ah, muy perspicaz, teniente! —dijo Chandra, no sin admiración—. Por eso precisamente me voy ahora. Cuando me haya ido con mis macacos, será un hecho consumado. Desenmarañar la situación, desde el punto de vista legal y logístico, sería una tarea ímproba.
—¿Los macacos están todavía en el Hug?
—No, están aquí, provisionalmente alojados. Con Cecil Potter.
—¿Y cuándo se va usted a Massachusetts?
—Todo está ya en marcha. Yo personalmente me iré el viernes con mi mujer e hijos. Cecil y los macacos se van mañana.
—Tengo entendido que se ha comprado una casa estupenda en las afueras de Boston.
—Sí. Muy similar a ésta, de hecho.
Entonces apareció Surina Chandra, ataviada con un sari escarlata recamado de bordados e hilo de oro, y los brazos, el cuello y el pelo refulgiendo de joyas. Tras ella venían dos niñas de unos siete años; gemelas, pensó Carmine, admirado de su belleza. Pero su emoción se disipó en cuestión de un segundo, cuando sus ojos se posaron sobre su atuendo. Dos vestidos de encaje, a juego, cubiertos de bisutería, con largas faldas rígidas y manguitas abombadas. Ambos de un etéreo verde escarchado.
No supo muy bien cómo superó la fase de las presentaciones. Las chicas, Leela y Nuru, eran gemelas, efectivamente; almas recatadas de enormes ojos negros y pelo azabache recogido en trenzas gruesas como maromas, que se derramaban sobre sus hombros. Al igual que su madre, olían a algún perfume oriental que no podía gustarle a Carmine: almizclado, intenso, tropical. En los lóbulos de las orejas llevaban diamantes que hacían palidecer la bisutería.
—Me encantan vuestros vestidos —dijo a las gemelas, agachándose hasta su nivel sin acercarse demasiado a ellas.
—Sí que son bonitos —repuso su madre—. Es difícil encontrar esta clase de vestidos para niñas en América. Claro que tienen muchos que les mandan desde casa, pero cuando vimos éstos, nos encaprichamos de ellos.
—Si no es una grosería preguntarlo, señora Chandra, ¿dónde encontró los vestidos?
—En un centro comercial, no lejos de donde vamos a vivir. Una tienda para niñas estupenda, mejor que ninguna que haya encontrado en Connecticut.
—¿Puede decirme dónde está ese centro comercial?
—Ay, señor, me temo que no. Yo los encuentro todos prácticamente iguales, y todavía no conozco bien la zona.
—¿No recordará entonces el nombre de la tienda?
Ella rió, y sus blancos dientes centellearon.
—¡Claro que sí, me educaron con J. M. Barrie y Kenneth Graham! Campanilla.
Y con eso partieron, las gemelas despidiéndose tímidamente con la mano.
—Le ha caído bien a mis hijas —dijo Chandra.
Agradable, aunque irrelevante.
—¿Puedo usar su teléfono, doctor?
—Por supuesto, teniente. Le dejaré a solas.
«Desde luego, no se les pueden reprochar sus modales, aunque su ética sea distinta», pensó Carmine mientras marcaba el número de Marciano, con dedos temblorosos.
—Sé de dónde han salido los vestidos —dijo sin preámbulos—. Campanilla. Campanilla, como suena. Tienen una tienda en un centro comercial en las afueras de Boston, pero puede que haya otras. Ponte a buscar.
—Dos tiendas —dijo Marciano al entrar Carmine—. En Boston y en White Plains, las dos en centros comerciales más bien caros. ¿Estás seguro de esto?
—Completamente. Dos de las hijas pequeñas de Chandra llevaban vestidos idénticos al de Margaretta, sólo que de color verde. La cuestión es: ¿de qué Campanilla serían clientes nuestros Fantasmas?
—White Plains. Está más cerca, salvo que viva cerca de la frontera con Massachusetts. Lo que también es posible, claro.
—Entonces, Abe puede ir a Boston mañana, mientras yo me ocupo de White Plains. ¡Jesús, Danny, por fin tenemos de dónde tirar!