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Lunes, 14 de febrero de 1966

El Holloman City Hall era famoso por su acústica, y desde que las dependencias administrativas de la alcaldía se trasladaran a un edificio propiedad del condado diez años antes, el Holloman City Hall había quedado reservado para lo que mejor servía: acoger a los mayores virtuosos y más destacadas orquestas sinfónicas del mundo.

Detrás del auditorio había una sala de ensayos pensada para que esos artistas pudieran efectuar grabaciones además de ensayar; el montón de atriles y sillas dispuestos en filas semicirculares no sugería un asesinato más espantoso que el de la música. John Silvestri se situó en el estrado del director vestido con su mejor uniforme, con la medalla de honor del Congreso colgada del cuello. Eso, sumado a las condecoraciones de guerra de su pecho, proclamaba que no era un hombre común.

Acudieron unos cincuenta periodistas, la mayoría de periódicos y revistas, pero también un equipo de televisión de la emisora local de Holloman, y un reportero de la cadena WHMN de radio. Los principales diarios nacionales enviaron corresponsales; aunque el Monstruo de Connecticut era noticia de primera plana, cualquier editor avispado sabía que ese ejercicio policial no desvelaría novedades alarmantes. Lo único que sacarían de la rueda de prensa sería una oportunidad de redactar mordaces editoriales sobre la incompetencia policial.

Pero Silvestri se desenvolvía muy bien de cara al público, sobre todo si de mortificarse se trataba. Nadie, pensó Carmine mientras le escuchaba, se mortificaba con tal gracia, con mayor fruición aparente.

—Pese a las condiciones de frío intenso, diversos departamentos de policía de todo el Estado han tenido a un total de noventa y seis posibles sospechosos bajo vigilancia las veinticuatro horas del día desde el pasado jueves hasta el secuestro de Faith Khouri. Treinta y dos de estas personas estaban en o cerca de Holloman. Ninguna de ellas pudo estar implicada, lo que significa que no estamos más cerca de conocer la identidad del hombre que ustedes llaman el Monstruo de Connecticut, pero a quien nosotros nos referimos ahora como el Fantasma.

—Buen nombre —dijo la redactora de la sección criminal del Holloman Post—. ¿Tienen alguna prueba que pueda implicar a alguien? ¿Alguna mínima evidencia?

—Acabo de responder a eso, señora Longford.

—Este asesino, el Fantasma (creo que esto me gusta), debe de disponer de un lugar especial en el que retiene a sus víctimas. ¿No va siendo hora de que empiecen a buscarlo un poco más en serio? ¿Registrando los sitios, por ejemplo?

—No podemos registrar propiedades particulares sin una orden judicial, señora, como usted sabe. Es más, sería usted la primera en ponernos a caldo si lo hiciéramos.

—En circunstancias normales, sí. Pero esto es distinto.

—¿Distinto, en qué sentido? ¿Por la naturaleza espantosa de los crímenes? Estoy de acuerdo a título personal, pero como hombre de leyes no puedo estarlo. Una fuerza de policía puede ser el brazo de la ley, pero en una sociedad libre como la nuestra está sometida también a unas limitaciones que la propia ley a la que sirve establece. El pueblo norteamericano goza de unos derechos constitucionales que nosotros, la policía, estamos obligados a respetar. Las sospechas que no se fundamentan en pruebas no nos facultan para entrar en casa de nadie a buscar las pruebas que hemos sido incapaces de encontrar en otra parte. Tenemos que ir con las pruebas por delante. Tenemos que presentar al brazo judicial de la ley un caso fundamentado para que nos concedan permiso para efectuar un registro. Porque hablemos hasta que se nos quede la boca seca no vamos a convencer a ningún juez de que dicte una orden sin hechos concretos. Y no tenemos hechos concretos, señora Longford.

El resto de periodistas estuvieron encantados de dejar que la señora Diane Longford tirara del carro por ellos; no iban a sacar nada en limpio de sus interpelaciones de todos modos, y les llegaba ya el olor del café y los donuts frescos servidos al fondo de la sala.

—¿Por qué no tienen hechos concretos, señor comisario? Quiero decir: ¡es desconcertante pensar que un gran número de hombres experimentados vienen investigando estos asesinatos desde principios de octubre pasado sin que hayan descubierto un solo hecho concreto! ¿O está usted diciendo que el asesino es un fantasma de verdad?

La ironía envenenada no afectaba a Silvestri más de lo que lo hacían la agresividad o las buenas maneras; siguió adelante como si nada.

—Un fantasma de verdad no, señora. Alguien mucho más peligroso, mucho más letal. Piense en nuestro asesino como un predador felino en la plenitud de sus facultades… un leopardo, pongamos por caso. Se tumba cómodamente en la rama de un árbol al borde de la selva, perfectamente camuflado, a observar una manada de ciervos que mientras pastan se van acercando a la selva y a su árbol. Para un pájaro posado en ese mismo árbol, todos los ciervos son iguales. Pero el leopardo ve a cada ciervo distinto, y su objetivo es un ciervo en particular. Para él es más jugoso, más suculento que los demás. ¡Ah, le sobra paciencia! Los ciervos pasan debajo de él; él no se mueve; los ciervos no le ven ni le huelen, estando subido a la rama; y entonces su ciervo pasa distraídamente por debajo. Su ataque es tan rápido que los demás ciervos apenas tienen tiempo de salir huyendo antes de que él regrese a su árbol con su presa, a la que ha quebrado las patas y roto el cuello.

Silvestri tomó aire; había atraído su atención.

—Admito que no es una metáfora brillante —prosiguió—, pero me sirve para ilustrar la magnitud del desafío que el Fantasma nos plantea. Desde nuestra posición, es invisible. Igual que a los ciervos no se les ocurre levantar la vista para ver qué hay entre los árboles, así como los olores que el viento lleva al olfato de los ciervos se originan a su nivel, y no en lo alto de un árbol, lo mismo nos ocurre a nosotros. No se nos ha ocurrido mirar ni olfatear en el lugar correcto para encontrarle porque no tenemos ni idea de cuál es su lugar, de qué clase de lugar utiliza. Puede que nos lo crucemos por la calle cada día… puede que usted se lo cruce en la calle cada día, señora Longford. Pero su cara es una cara corriente, sus andares son corrientes… todo en él es corriente. En apariencia es un gatito callejero, no un leopardo. Bajo las apariencias es Dorian Gray, Mister Hyde, las caras de Eva, es el diablo encarnado.

—¿Cómo puede entonces protegerse contra él la comunidad?

—Yo diría que extremando la vigilancia, pero la vigilancia no le ha impedido llevarse a chicas de un tipo muy específico ni siquiera después de que saturáramos Connecticut de comunicados y avisos. No obstante, creo que está claro que le hemos asustado, forzándole a renunciar a sus secuestros a plena luz del día en favor de ataques nocturnos. No es nada de lo que vanagloriarse, porque no le ha detenido. Ni siquiera le ha hecho bajar el ritmo. Sin embargo, es un rayo de esperanza. Si está más asustado que antes, y nosotros seguimos presionándole, empezará a cometer errores. Y, señoras y señores de la prensa, tienen ustedes mi palabra de que no se nos pasarán por alto sus errores. Que harán de nosotros el leopardo subido al árbol, y de él nuestro ciervo particular.

—Lo ha hecho bien —le decía Carmine a Desdemona aquella noche—. El corresponsal de la Associated Press le preguntó si pensaba presentarse a gobernador en las próximas elecciones. «No, señor, señor Dalby —dijo él, sonriendo de oreja a oreja—, comparada con la de un gobernador, la suerte de un policía es una bendición, con fantasmas y todo.» —Causa buena impresión a la gente. Cuando le he visto en las noticias de las seis, me ha recordado a un viejo oso de peluche hecho polvo.

—Al gobernador le cae bien, lo que es más importante. No se despide a un héroe de guerra por idiota e incompetente.

—Debió de ser un héroe de guerra bastante mayor.

—Lo fue.

—Parece que moquees un poco, Carmine. ¿No estarás pillando un resfriado? —preguntó ella, sirviéndose otra porción de pizza. ¡Ah, qué gusto volver a llevarse bien con él!

—Después de pasar las noches bajo cero sentados en coches sin calefacción, estamos todos pillando resfriados.

—Al menos, no tuvisteis que vigilarme a mí.

—Pero lo hicimos, Desdemona.

—¡Ah, cuántos efectivos! —musitó, impresionada como de costumbre la gerente que había en ella—. ¿Noventa y seis personas?

—Sí.

—¿Quién te tocó a ti?

—Eso es información reservada, no puedes preguntármelo. ¿Cómo van las cosas por el Hug desde la desaparición de Faith?

—El Profe sigue en su manicomio. Cuando se entere de que Nur Chandra ha aceptado un puesto en Harvard, volverá a venirse abajo estrepitosamente. No es sólo que pierda a su estrella más brillante, es el hecho de que el contrato de Nur dice que los monos se van con él. Tengo entendido que Nur ha invitado a Cecil a trasladarse a Massachusetts con él… Cecil está loco de contento con el asunto. Se acabó vivir en un gueto. Los Chandra se han comprado una finca de lujo y Cecil dispondrá en ella de una casita preciosa. Me alegro por él, pero lo siento mucho por el Profe.

—Me suena raro. ¿Un contrato que te permite llevarte contigo cosas que han pagado otros? Es como si un congresista se llevara la Remington de su oficina al perder su escaño.

—En la época en que Nur llegó al Hug, el Profe tenía todos los motivos del mundo para no tener en cuenta esa disposición. Sabía que Nur no encontraría un lugar tan perfecto para desarrollar sus investigaciones como el Hug. Y ha seguido así hasta que apareció esa bestia sanguinaria, ese asesino.

—Sí, ¿quién iba a preverlo? Estoy volviéndome tan paranoico que hasta me sugiere otro móvil. Hay un premio Nobel en juego, después de todo.

—¿Sabes —dijo ella, pensativa— que siempre he tenido la extraña sensación de que a Nur Chandra no le van a dar el Nobel? No sé, todo ha sido demasiado fácil. El único mono que ha mostrado señales concluyentes de un estado epiléptico condicionado es Eustace, y en la ciencia es muy peligroso depositar todas tus esperanzas en una estrella solitaria. ¿Y si Eustace hubiera tenido siempre tendencias epilépticas, y algo que no tuviera nada que ver con los estímulos de Chandra las pusiese súbitamente de manifiesto? Cosas más raras se han visto.

—Eres mucho más lista tú que todos los demás juntos —dijo Carmine con admiración.

—¡Lo bastante para saber que a mí no van a darme un Nobel!

Se cambiaron a las butacas altas. Normalmente, Carmine se sentaba al lado de Desdemona, pero esa noche se sentó enfrente, suponiendo que contemplar su rostro lúcido y sereno le animaría un poco.

El día anterior había ido a Groton a hablar con Edward Bewlee, un hombre tan lúcido y sereno como Desdemona. Pero la entrevista no había aclarado ningún misterio.

—Etta estaba empeñada en convertirse en una famosa estrella del rock —había dicho el señor Bewlee—. Tenía una voz preciosa, y sabía moverse.

«Y sabía moverse.» ¿Fue eso lo que atrajo a los Fantasmas?

De vuelta al presente: al rostro lúcido y sereno de Desdemona.

—¿Alguna otra noticia en el frente del Hug? —preguntó Carmine.

—Chuck Ponsonby está sustituyendo al Profe. No es una de mis personas favoritas, pero al menos acude a mí con sus problemas, antes que a Tamara. Ella al parecer intentó ver a Keith Kyneton, que le dio con la puerta de su despacho en las narices. Así que Hilda se ha ceñido definitivamente los laureles de la victoria. Su aspecto ha mejorado radicalmente: traje negro de excelente corte, blusa de seda rojo sangre, zapatos italianos, pelo lavado y peinado nuevo, un maquillaje como es debido… y ¿te lo puedes creer? ¡Lentillas en vez de gafas! Parece la esposa perfecta para un neurocirujano eminente.

—Lista para pavonearse con sus trapos de Nueva York —dijo Carmine con una sonrisa—. Me agrada pensar que algo de lo que le dije a Kyneton le entró en la mollera. —Cambió de postura en su butaca—. Corre el rumor por este edificio de que Satsuma no va a renovar el contrato del ático ni el del apartamento de Eido.

—Eso bien podría ser cierto. Está dudando entre ofertas de Stanford, Washington State y Georgia. Lo que significa que probablemente acabará en Columbia.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Hideki es hombre de ciudad, y si va a Nueva York no tendría que renunciar a su refugio de fin de semana en el cabo Cod. El viaje en coche será más largo, pero no deja de ser practicable. Se hubiera ido a Boston si Nur Chandra no le hubiera pisado la plaza de Massachusetts. Otra universidad que no sea Harvard sería un descenso de categoría tremendo. Y sin embargo, en mi opinión, Hideki tiene más probabilidades de recibir algún día el Nobel. Puede que los investigadores más llamativos fascinen a la prensa científica, pero rara vez merecen un seguimiento constante. —Se puso en pie de un brinco, ágilmente—. Hora de acostarme. Gracias por la pizza, Carmine.

A falta de una respuesta adecuada, la acompañó hasta su puerta de acero, dos pisos más abajo, con su cerrojo de seguridad y su combinación, se aseguró de dejarla encerrada bajo llave y volvió a sus propios dominios sintiéndose extrañamente deprimido. Estuvo en un tris de preguntarle si había alguna posibilidad de que su relación progresara hacia un plano de mayor intimidad, pero las palabras se detuvieron en sus labios al plantarse ella de pie tan atléticamente y despedirse de aquella forma expeditiva, sin más miramientos.

Lo cierto era que los movimientos de aproximación de Carmine no habían sido tan obvios que Desdemona hubiera podido sospechar siquiera que se producían, y si sus propias emociones se inclinaban más bien a suspirar por él, no se atrevía tampoco a demorarse en su presencia cuando ya habían dicho todo lo que podía decirse sobre el Hug o los temas de conversación acostumbrados. Lo que ella temía era que se produjera un silencio prolongado, ante el que no estaba segura de saber reaccionar.

Además, estaba muy cansada. Después de acaloradas discusiones, había conquistado el privilegio de retomar sus paseos de fin de semana, a condición de que la condujeran a su punto de partida en un coche patrulla cuya dotación policial se asegurara de que no la seguía nadie, y de que luego la recogieran en algún punto que ella señalara como su destino. Así que se pasó el sábado y el domingo de excursión por la esquina noroccidental del Estado, acusando los efectos de un ejercicio que se había vuelto desacostumbrado. La senda de los Apalaches tenía sus encantos invernales, pero en algún momento lamentó no haber metido en la mochila sus botas de nieve.

Así las cosas, tras un largo baño caliente, se secó bien y se puso su indumentaria de dormir habitual: un pijama de hombre de franela y unos calcetines gordos de lana. No era su estilo instalarse un termostato de aire caliente. En lo que se parecía mucho a Carmine Delmonico, aunque ella lo ignorara.

Se quedó dormida en cuanto se acostó, y luego no recordó haber soñado nada, tan sólo cierto ruido peculiar que la despertó cuando su despertador marcaba las cuatro de la madrugada. Un ruido de rascar, ligeramente chirriante.

Se incorporó como un rayo y empezó a pensar que no era el ruido lo que la había despertado, sino una sensación atávica de peligro inminente. La puerta del dormitorio estaba abierta, dejando a la vista el pequeño salón del apartamento, sumido en la oscuridad. Como lo estaba el dormitorio. No había cocos que acecharan el sueño de Desdemona e hicieran necesarias luces nocturnas. Sin embargo, una franja de luz proveniente del rellano parpadeó por un instante con una sombra en medio, de la altura de un hombre, con forma de hombre. Desapareció de inmediato, al cerrarse la puerta de entrada.

«No estoy sola. Él está aquí; ha venido a matarme.»

Sobre una silla cercana a la cama descansaba la ropa interior del día, que no había puesto a lavar: bragas, sujetador, medias, un solitario par de guantes de lana tejidos a mano. Desdemona salió de la cama sin el menor ruido, se acercó a la silla y buscó los guantes a tientas. Cuando los encontró, se puso uno en cada mano y se deslizó, esforzándose por evitar cualquier reflejo de luz, hasta la puerta corrediza del balcón, cerrada y asegurada con una barra de acero atravesada a lo largo del raíl de apertura. Se inclinó, retiró la barra, abrió el pestillo y corrió la puerta lo justo para pasar a través del hueco al balcón, una repisa de cemento coronada por una estructura de hierro de barrotes de metro y veinte de altura y un pasamano.

Carmine estaba dos pisos más arriba, en la cara nororiental del edificio de Seguros Nutmeg, casi exactamente en el punto opuesto a donde ella se encontraba. Eso significaba que para llegar hasta él debía escalar dos pisos, y aún les separarían doce apartamentos. ¿Subía primero los dos pisos, o recorría los balcones de su propia planta hasta llegar justo debajo del de Carmine? «¡No, Desdemona, sube primero! Sal de esta planta cuando antes. Pero ¿cómo?»

Cada planta ocupaba tres metros de espacio vertical: dos setenta hasta el techo más treinta centímetros de cemento correspondientes al suelo del piso inmediatamente superior, con su entramado de tuberías de conducción de agua y desagües y tendidos eléctricos. Mucha distancia para llegar, demasiada…

El viento silbaba, pero cuando cerrase su puerta corrediza no entraría en el interior del apartamento, protegido por dobles cristales. El frío se ensañaba en su carne, atravesando su pijama como si estuviera hecho de gasa. Sólo podía hacer una cosa al respecto. Levantó una de sus largas piernas en tijereta y se encaramó al pasamano del balcón, y allí se detuvo un inestable equilibrio, diez plantas por encima de la calle, azotada por el viento, tanteando la plataforma de treinta centímetros de espesor hasta tocar el suelo del balcón del piso de arriba. ¡Conseguido! Sólo una gran altura y unas aptitudes adolescentes para la gimnasia podrían hacerlo posible, y ella tenía esa altura y esas aptitudes. Aferrada con ambas manos a los bajos de la barandilla del balcón de encima, despegó los pies del pasamano, se retorció en el aire hasta que su cuerpo quedó horizontal y entonces lanzó las piernas hacia dentro para atrapar la barandilla entre sus rodillas plegadas. Con un gran impulso, se plantó sobre el balcón encima del suyo.

Uno menos; quedaba otro. Le castañeteaban los dientes, y bajo el calor generado por su actividad gimnástica sentía su cuerpo frío como el hielo; sin pararse a descansar, se encaramó a esa barandilla y se estiró para alcanzar la parte inferior de la barandilla de la planta de Carmine. «¡Hazlo, Desdemona, hazlo antes de que ya no puedas!» Arriba otra vez, a salvo de nuevo en el balcón situado a dos alturas por encima del suyo.

Ahora lo único que tenía que hacer era pasar, a lo largo de ese mismo nivel, de un balcón a otro: algo más fácil de decir que de hacer, dado que entre el final de uno y el principio del siguiente se extendía un hueco de tres metros. Decidió salvar el hueco balanceando los pies sobre el pasamano y saltando con todas sus fuerzas hasta la siguiente barandilla. ¿Cuántas veces? Doce. Los pies se le estaban durmiendo, y bajo los guantes de lana las manos se le habían vuelto insensibles. Pero podía hacerlo… tenía que hacerlo, considerando lo que la esperaba abajo si se demoraba. ¿Cómo podía estar segura de que él no fuera al menos tan ágil como ella?

Finalmente, lo logró; se encontró de pie en el balcón de Carmine y empezó a aporrear la puerta corrediza que daba a su dormitorio.

—¡Carmine, Carmine, déjame entrar! —gritó.

La puerta se abrió de golpe; apareció él vestido tan sólo con unos boxers, asumió su presencia allí en cuestión de una milésima de segundo y la atrajo al interior.

Al cabo de un instante había sacado el edredón de su cama y la envolvía con él.

—Está en mi apartamento —acertó a decir ella.

—Quédate aquí y concéntrate en entrar en calor —dijo él, subió el termostato y desapareció poniéndose unos pantalones.

—Mirad esto —les dijo a Abe y Corey veinte minutos más tarde ante la puerta de Desdemona, abierta de par en par.

Habían cortado de parte a parte el cerrojo de seguridad de duro acero; un montoncito de esquirlas de metal yacía en el suelo debajo de donde había estado en posición de cierre.

—¡Dios! —exclamó Abe entre dientes.

—Tenemos que volver a aprenderlo todo del oficio —dijo Carmine, cariacontecido—. Si algo demuestra esto, es que nuestras ideas sobre seguridad no valen un pimiento. Para impedirle entrar, habríamos debido traslapar el metal por el exterior de la puerta, pero no lo hicimos. Bueno, se ha largado… se fue en cuanto descubrió que Desdemona no estaba, supongo. Se esfumaría como un fantasma.

—¿Cómo ha hecho ella para burlarle? —preguntó Corey.

—Salió a su balcón, trepó dos pisos y luego fue avanzando por los balcones de los apartamentos hasta llegar al mío. La oí aporrear la puerta de mi balcón.

—Pues con este tiempo estará hecha unos zorros: barandillas de metal, el viento…

—¡Menuda es ella! —dijo Carmine, con una nota de orgullo en la voz—. Se puso unos guantes, y llevaba calcetines de dormir.

—Vaya pieza de mujer —dijo Abe, impresionado.

—Tengo que volver con ella. Poneos manos a la obra, chicos. Registrad el lugar desde el ático hasta el sótano. Pero se ha largado.

Encontró a Desdemona envuelta aún en su edredón, y se lo quitó.

—¿Te encuentras mejor?

—Como si me hubiera desencajado los brazos de los hombros, pero… ¡Oh, Carmine, me he escapado! Ha estado allí, ¿verdad? ¿No ha sido sólo mi imaginación?

—Y tanto que ha estado allí, aunque hace rato que se fue. Cortó el cerrojo de seguridad con algo como una sierra de calar con punta de diamante: muy fina, puede atravesar cualquier cosa si la usa un experto. Pero ahora sabemos que es un experto. No trató de hacerlo muy deprisa para no romper la sierra. ¡El muy hijoputa! Se ha meado en nuestra seguridad. —Carmine se agachó para sacarle los calcetines empapados y examinar la piel de sus pies—. Por este extremo has sobrevivido. Ahora echemos un vistazo a tus manos. —También habían sobrevivido—. Eres toda una mujer, Desdemona.

Reconfortada, Desdemona pareció radiante de pronto.

—Ése es un piropo que no olvidaré, Carmine. —Entonces se estremeció—. ¡Pero, ay, estaba aterrorizada! Sólo vi su sombra cuando abrió la puerta de entrada, pero supe que había venido a matarme. Sólo que ¿por qué? ¿Por qué a mí?

—Tal vez para mandarme a mí un mensaje. Para mandárselo a la policía. Para demostrar que, si decide actuar, nada le detendrá. El problema es que nosotros estamos acostumbrados a criminales corrientes, hombres que no tienen ni la inteligencia ni la paciencia de intentar un truco como aserrar un cerrojo de seguridad de cinco centímetros de espesor. Con punta de diamante o sin ella, ha debido de llevarle varias horas.

Súbitamente, tendió los brazos hacia ella y la apretó contra sí, en un abrazo casi desesperado.

—¡Desdemona, Desdemona, casi te pierdo! ¡Tuviste que salvarte tú misma mientras yo estaba roncando! Por Dios, mujer, ¡me hubiera muerto si llego a perderte!

—No vas a perderme, Carmine —dijo ella con un suspiro, restregando la cabeza contra su hombro, besándole el cuello—. Estaba aterrada, sí, pero ni por un momento se me pasó por la cabeza ir a otro sitio que no fuera aquí contigo. Contigo, sabía que estaría a salvo.

—Te quiero.

—Y yo a ti. Pero me sentiría más segura si me llevaras a la cama. Hay partes de mí que llevan años esperando que les llegue el deshielo.