Miércoles, 2 de febrero de 1966
El miércoles anterior habían caído tres palmos de nieve, que luego no se deshicieron, lo que no era nada raro en enero. Por el contrario, la temperatura cayó en picado hasta once bajo cero, y más abajo aún por la noche. Las tareas de vigilancia se convirtieron en una pesadilla, los hombres se envolvieron con hasta el último abrigo de pieles que sus mujeres o madres pudieron cederles, alfombras de piel, pieles de oso, sábanas, capas de lana, ropa interior térmica, mantas eléctricas que pudieran conectarse a una batería de corriente continua, braseros del siglo XIX llenos de carbón de barbacoa, cualquier cosa que pudiera evitar que se congelaran. Porque, por descontado, en cuanto el mercurio bajó de dos grados bajo cero no se pudo dejar en marcha ningún motor, a causa del espeso vapor blanco que emanaba del tubo de escape, delatando la presencia de un coche de alquiler. A los más afortunados les metieron apelotonados en puestos de caza tipo Alaska.
Carmine hacía cada noche el turno de la medianoche hasta las ocho de la mañana; le tocó por coche un Buick color habano con interior de terciopelo por el que daba las gracias a todo el santoral.
La noche del domingo al lunes fue la más fría hasta el momento, a dieciocho bajo cero. Arrebujado en dos mantas de cachemira, estaba sentado con las ventanillas de aleta abiertas lo justo para evitar que se empañaran los cristales, con los dientes repiqueteándole como auténticas castañuelas. Estaba bien escondido entre los perennes laureles de montaña, pero el jueves, su primera noche en vela, le había preocupado Biddy… ¿Sentiría la perra su presencia y ladraría? No lo hizo, como tampoco esa noche. Sólo un descerebrado, pensó, se aventuraría a salir; ésa era la temporada del fuego del hogar, de la dulce calefacción corriendo a bocanadas por los ventiladores, de encontrar cosas que hacer en casa. Si los Fantasmas planeaban llevar a cabo un secuestro, sin duda aquel frío polar los disuadiría.
La propiedad de los Ponsonby había sido un quebradero de cabeza. Tenía cinco acres más de largo que de ancho y bajaba de forma empinada desde una protuberancia que formaba una cresta y señalaba su límite trasero; la vetusta casa estaba cerca de la carretera, y a su alrededor se había despejado un poco el bosque. La cresta que recorría la parte trasera de todos los bloques edificados a aquel lado de Ponsonby Lane señalaba, de hecho, el principio de una reserva forestal de veinte acres donada por Isaac Ponsonby, abuelo de Charles y Claire, no al Estado, sino al Consejo del condado de Holloman. Isaac había sido un amante de los ciervos que deploraba la caza; aquellos veinte acres, según decía su testamento, debían destinarse a un parque de ciervos, dentro de los límites del condado y cerca de la ciudad. Aparte de clavar unas cuantas señales que rezaban PROHIBIDA LA CAZA, el Consejo había prestado poca atención al legado. Ahora aún era en gran medida lo que había sido en tiempos de Isaac, un bosque bastante tupido con una gran población de ciervos. Bajaba desde la cresta en pendiente hasta Deer Lane, una vía muerta de escasa longitud al final de la cual se alzaban cuatro casas; el parque de ciervos se extendía en círculo alrededor de Deer Lane y había impedido que se edificara nada más. Aunque Carmine estaba seguro de que Charles Ponsonby no tenía las cualidades atléticas necesarias para hacer una caminata de ese estilo a dieciocho bajo cero, no tuvo más remedio que estacionar más coches por los alrededores: en Deer Lane, en sus extremos y en la carretera 133. Estos observadores le informaron de que no había otros coches aparcados en Deer Lane.
La noche era típica de aquellas condiciones árticas: un cielo que más que negro era de un añil manchado, con telarañas y destellos de brillantes estrellas centelleantes, sin una nube a la vista. Bellísimo. Sin más ruido que el castañeteo de sus dientes, sin nada que se moviera ni linternas en el exterior, sin el crujido de las ruedas de los coches sobre la calzada congelada del camino de entrada.
Y como Carmine desconocía lo que era la inercia, empezó a juguetear con una idea que surgió en su cerebro en el preciso instante en que una estrella fugaz labró su orgulloso surco a través de la cúpula celeste.
«Considera el aspecto religioso de las cosas, Carmine. Vuelve a repasar el recuerdo de las trece chicas, hasta Rosita Esperanza, la primera a la que se llevaron… diez de ellas católicas. Rachel Simpson era hija de un ministro episcopaliano. Francine Murray y Margaretta Bewlee eran baptistas. Pero ninguna de las chicas protestantes era de una iglesia blanca. Así que ¿por qué no sumar catolicismo y protestantismo negro? ¿Adónde te conduce eso, Carmine? A un protestante fanático blanco, ahí te conduce. Hemos perdido de vista la amplísima preponderancia de chicas católicas, tal vez porque los Fantasmas parecieron apartarse de ellas con Francine y Margaretta. Más de un setenta y cinco por ciento de católicas, a las que hay que añadir la hija de un ministro protestante negro, la de un matrimonio interracial y… Margaretta. Margaretta, la que no encaja. ¿Hay algo de la familia Bewlee que ignoramos?» Se olvidó del frío y permaneció sentado, ansiando que la llegada del día lo liberara de aquel turno de noche improductivo y estéril y le permitiera ir a hablar con el señor Bewlee.
Su radio emitió un sonido breve y bajo, señal de que un poli se acercaba a su coche. Una mirada somera a su reloj le dijo a Carmine que eran las cinco de la madrugada, demasiado tarde para que pasara nada si es que el plan era un secuestro nocturno. Una cosa era segura, los Ponsonby no se habían movido.
Patrick se deslizó en el asiento del copiloto y le alcanzó un termo con una sonrisa.
—El mejor del Malvolio’s. Estuve al lado de Luigi y le hice prepararte una cafetera nueva, y los bagels de pasas acababan de llegar.
—Patsy, te quiero.
Bebieron y masticaron durante cinco minutos, y luego Carmine le habló a su primo acerca de su nueva teoría. Para decepción suya, a Patrick no le sedujo en absoluto.
—El problema es que llevas tanto tiempo con este caso que ya has agotado todo lo probable y sólo te queda por considerar lo improbable.
—¡Hay un sesgo religioso, y está indisociablemente relacionado con la raza!
—Estoy de acuerdo, pero no es la religión lo que importa a los Fantasmas. Lo que les importa es el hecho de que las familias temerosas de Dios producen la clase de chica que ellos persiguen.
—Los Bewlee nos ocultan algo, estoy convencido —masculló Carmine—. Si no, Margaretta no encaja.
—No encaja —dijo Patrick, pacientemente— porque tu hipótesis es disparatada. ¡Vuelve a lo fundamental! Si crees que los Fantasmas son antes violadores que asesinos, entonces no estás buscando a un fanático religioso de ningún color o creencia, ni cristiano ni no cristiano. Estás buscando a un hombre o a dos hombres que odian a todas las mujeres, pero a unas más que a otras. Los Fantasmas odian la virtud sumada a la juventud sumada al color sumado a una cara sumada a otras cosas que ignoramos. Pero sí sabemos de la virtud, la juventud, la cara y el color. Ninguna de ellas era completamente blanca, y no habrá ninguna completamente blanca, me juego la cabeza. Su mejor coto de caza es católico y latino, eso es todo. Crían a hijos inocentes para su edad, los vigilan estrictamente y les colman de amor. ¡Eso lo sabes, Carmine! Pero las familias no son recién llegadas a Estados Unidos, y creo que un asesino fanático religioso pondría el punto de mira en inmigrantes recientes: contener el flujo de entrada, difundir el mensaje de que si emigras aquí violarán y masacrarán a tus hijas. La respuesta está en las líneas básicas del caso.
—Iré a ver al señor Bewlee igualmente —dijo Carmine, obstinado.
—Si has de hacerlo, hazlo. Pero seguirá sin encajar, porque el patrón que tú ves es producto de tu imaginación. Padeces fatiga de combate.
Guardaron silencio; menos de tres horas por delante, y el turno habría concluido.
Poco antes de las siete de la mañana, la radio emitió un sonido distinto y furtivo: el que advertía que debían abandonar sus puestos discretamente y acudir a los puntos de reunión, porque se habían llevado a una chica.
El punto de reunión de Carmine era el motel Mayor Menor, donde Patrick y él requisaron el uso del teléfono de la recepción. El mayor atendía el mostrador personalmente, ansioso por enterarse de lo que ocurría. La policía de Holloman había reservado todas sus habitaciones por una suma que ellos —y él— sabían exorbitante, sobre todo porque nadie las usaba. El cartel de COMPLETO sin iluminar servía de camuflaje adicional para los coches aparcados, y el mayor no tenía intención de encenderlo a menos que reflejara la verdad.
Mientras Carmine hablaba, Patrick observó al mayor Menor, preguntándose distraídamente si, como tanta gente en posesión de nombres sugerentes, el joven F. Sharp Menor habría ido a West Point decidido a alcanzar el rango que convertiría su nombre en una paradoja. Estaba ya en la cincuentena, y tenía la nariz amoratada e hinchada de quien bebe más de la cuenta, y la actitud de un guerrero de oficina: si has cumplimentado debidamente los impresos y el papeleo es correcto, haz lo que te venga en gana, ya sea darle una paliza a un soldado o robar armas de fuego de la armería. Esta singularidad del carácter del mayor Menor resultaba útil en un negocio en el que los huéspedes acudían a media tarde para pasar una hora; el aparcamiento principal estaba en la parte trasera, para que ninguna esposa que pasara por la carretera 133 reparara en que el coche de su marido estaba estacionado delante. En algún momento, la desesperación había llevado a Carmine a clasificar al mayor F. Sharp Menor como sospechoso, por el solo motivo de que en todas las habitaciones se había practicado un agujero para espiar. El viejo canalla se deshizo de las cámaras después de que un detective privado le sorprendiera grabando al director de una compañía con su secretaria, pero el mayor Menor todavía podía mirar.
—Norwich —dijo Carmine—. Corey, Abe y Paul estarán aquí en cosa de un minuto. —Se apartó un poco del mayor—. Ella es de origen libanés, pero la familia lleva en Norwich desde 1937. Se llama Faith Khouri.
—¿Son musulmanes? —preguntó Patrick, con expresión incrédula.
—No, católicos de rito maronita. Dudo que allí haya una iglesia maronita, así que acudirán a la católica ordinaria.
—Norwich es una ciudad bastante grande.
—Sí, pero ellos viven bastante en las afueras. El señor Khouri regenta una tienda de electrodomésticos en Norwich. Su casa está al norte, como a medio camino de Willimantic.
Abe detuvo su Ford, y Paul la furgoneta negra sin señalizar de Patrick, justo detrás de él.
—No sé ni por qué nos vamos a molestar en subir hasta allí —dijo Corey mientras el Ford avanzaba a velocidad discreta; nada de sirenas o luces hasta que se hubieran alejado prudencialmente de Ponsonby Lane.
«Ésa —pensó Carmine, suspirando para sus adentros— es una observación propia de un hombre que desespera. No soy el único que sufre un cuadro agudo de fatiga de combate. Empezamos a creer que nunca atraparemos a los Fantasmas. Ésta es la cuarta chica desde que sabemos de su existencia, y no hemos avanzado ni un milímetro, ni un milímetro. Corey ha tocado el fondo de su pozo particular, y yo no sé lo cerca que estoy del mío.»
—Vamos a subir, Cor —dijo como si la afirmación de Corey hubiera sido rutinaria—, porque tenemos que ver el escenario del secuestro en persona. Abe, si vamos hacia el norte por la I-91 hasta Hartford y luego nos desviamos en dirección este, tendremos mejores condiciones de tráfico que por la I-95 hasta New London.
—No puedo —dijo lacónicamente Abe—. Hay cinco camiones con el tráiler plegado por un accidente.
—Al menos —dijo Carmine, repantigándose cómodamente en su amado asiento trasero— tenemos la calefacción puesta. Voy a ver si duermo un poco.
La casa de los Khouri estaba al borde de un camino sinuoso que discurría a no mucha distancia del río Shetucket, y era tan encantadora como su entorno. La casa misma era tradicional, pero había sido construida por etapas, lo que le confería ángulos cautivadores además de tres niveles diferentes. Entre la casa y la carretera se extendía un enorme estanque, totalmente congelado en esa época del año, al igual que lo estaba el arroyo que descendía desde él hasta el río bloqueado por el hielo; habían retirado la nieve de su superficie para que pudiera usarse como pista de hielo, pero un pequeño embarcadero de madera proclamaba igualmente a las claras que en verano había allí canoas. Un puñado de juncos repiqueteaban entre sí con un ruido hueco, y en la distancia, en todas direcciones, el reflejo dorado del sol recubría el blanco inmaculado de los campos. En torno a la casa se alzaban los esqueletos invernales de sauces y abedules, con un imponente roble viejo en lo alto de una elevación más allá del pequeño lago. Hablaba de picnics a la sombra. ¿Podía pensarse en un entorno más hermoso para los niños que aquel perfecto sueño americano?
Eran siete hermanos, según supo Carmine: el único que estaba lejos de casa era Anthony, un chico de diecinueve años. Su hermano Mark tenía diecisiete, luego venía Faith con dieciséis, Nora con catorce, Emily con doce y Matthew con diez; Philippa, de ocho años, era la más joven.
El desgarrador dolor de la familia hizo imposible interrogar a ninguno de ellos, incluido el padre. Los casi treinta años pasados en Estados Unidos no habían atemperado su levantina reacción a la pérdida de un hijo. Cuando Carmine consiguió dar con una fotografía de Faith, entendió lo que Patrick había intentado hacerle ver en Ponsonby Lane. Faith parecía hermana de las otras víctimas, empezando por su mata de negro pelo rizado y acabando por sus enormes ojos oscuros y su boca exuberante. De color de piel, era la más clara; más o menos como una chica de Sicilia o del sur de Italia, de un moreno mediterráneo.
Patrick parecía frustrado cuando se encontró en el frío porche con Carmine.
—La nieve se ha congelado de tal forma que han podido tender una tira de estera de paja desde la carretera al porche trasero… parece recubrimiento barato para escaleras —dijo—. Rastrillaron y salaron la carretera en el lugar donde aparcaron, así que no hay huellas de neumático que los polis locales no hayan borrado. Abrieron la puerta de atrás con una llave o un juego de púas, y yo diría que sabían exactamente cuál era el dormitorio de Faith. Tenía un cuarto para ella sola, cada crío tiene el suyo, en el segundo piso, que es el piso de dormir para todo el mundo. Debieron de encontrarla dormida. Los únicos indicios de forcejeo son algunas revueltas de las sábanas al pie de la cama, tal vez de unas pocas patadas débiles. Luego se la llevaron por donde habían entrado, por la alfombra de paja hasta la carretera y su vehículo. Por lo que hemos averiguado, nadie oyó nada. La echaron a faltar cuando no apareció a la hora del desayuno, que la madre sirve temprano en esta época del año: hay una hora en coche hasta Norwich si no han despejado bien de nieve las carreteras. Los chicos van con su padre y esperan en la tienda hasta que se hace la hora de ir al colegio, que está a un paseo corto de distancia.
—Estás haciendo mi trabajo, Patsy. ¿Tenemos idea de cuánto mide? ¿De cuánto pesa?
—No hasta que lleguen el padre Hannigan y sus monjas. El dolor allí dentro es de locura, y no me dejan hacer preguntas. Se están arrancando el pelo a puñados.
—La señora Khouri no deja de rascarse y sangrar. Por eso estoy aquí fuera, y no ahí dentro —dijo Carmine, con un suspiro—. Y no es que importen los pelos o la sangre que corra. Los Fantasmas no habrán dejado rastros de ninguna de las dos cosas tras de sí.
—La familia ya ha dado por muerta a Faith.
—¿Puedes reprochárselo, Patsy, de corazón? Les somos tan útiles como las tetas a un toro, y eso está afectando a Abe y Corey. Les escuece mucho, sólo que no pueden exteriorizarlo.
Patrick bizqueó y soltó una exhalación ahogada de alivio.
—Aquí llega nuestro cura con su cohorte. Puede que ellos sepan calmarles un poco a todos.
Si no llegó a tanto, al menos el padre Hannigan y las tres monjas que le acompañaban fueron capaces de facilitar a Carmine la información que necesitaba. Faith medía uno cincuenta y siete, y pesaba unos treinta y ocho kilos. Esbelta, no muy desarrollada todavía. Un encanto de niña, devota, mantenía una media de sobresaliente en todas sus asignaturas, que tiraban por las ciencias; su ambición era estudiar Medicina. Pensaba unirse a las filas de las voluntarias del hospital de St. Stan el verano entrante, pero hasta ahora su padre y su madre la retenían en casa, no querían que se metiera en caridad demasiado joven. Anthony, el hermano ausente, estudiaba primer ciclo de Medicina en la Brown; al parecer, a todos los chicos les interesaban las ciencias humanísticas. La familia en sí estaba muy unida y era muy respetada. Tenían la tienda en un barrio bueno de Norwich y nunca les habían atracado, ni entraron a robar en casa, ni fueron importunados o atacados.
—Volvemos a encontrarnos con la inocencia intachable, un cierto rostro y la edad, y posiblemente la religión —le dijo Carmine a Silvestri de regreso a Holloman—. Últimamente, el color no parece preocupar a los Fantasmas, ni la estatura, pero siempre tenemos los tres primeros criterios, y en la mayor parte de los casos también el cuarto. A Margaretta Bewlee, por su decimosexto cumpleaños, su madre le regaló una visita al salón de belleza para que le alisaran el pelo y se lo peinaran como a Dionne Warwick: iba a interpretar una de sus canciones en un concierto escolar. Esa noticia me hizo plantearme algunas dudas sobre ella, pero después de hacer algunas comprobaciones comprendí que no era prueba de… ¿cómo expresarlo…? ¿virtud declinante? Aunque Margaretta me sigue intrigando, John. Es la única perla negra en una colección de perlas cremosas. Demasiado alta, demasiado negra, demasiado inadecuada.
—Tal vez los Fantasmas se quieran subir al carro del descontento racial. Sus actividades, desde luego, no contribuyen precisamente a desactivar el conflicto.
—Entonces, ¿por qué no han ido ahora por otra víctima igual de oscura? Hace poco venía en el crucigrama del Times esta pista: «Vuelve a apretar.» Siete letras. La solución era «Repulsa». Cuando caí, me partía de risa. Allí adonde voy, la siento.
Silvestri no dijo lo que estaba pensando: «Necesitas unas vacaciones en Hawai, Carmine. Pero todavía no. No puedo permitirme apartarte de este caso. Si tú no eres capaz de resolverlo, nadie lo es.»
—Es hora de que dé una conferencia de prensa —dijo—. No tengo nada que contarles a esos cabrones, pero tengo que mortificarme en público. —Se aclaró la garganta y mordisqueó la punta de un cigarro medio deshecho—. El gobernador coincide conmigo en que debo mortificarme en público.
—Hemos perdido el favor de Hartford, ¿eh?
—No, todavía no. ¿Cómo crees que paso la mayor parte de los días? Hablando por teléfono con Hartford, asilos paso.
—Ninguno de los huggers asomó la nariz a la calle anoche. Aunque eso no quiere decir que no piense volver a vigilarles de aquí a treinta días, John. Todavía tengo la corazonada de que el Hug está más que implicado, y no sólo como víctima de una venganza —dijo Carmine—. ¿Cuánta verdad vas a revelar a la prensa?
—Un poco de esto, un poco de aquello. Ni mención del vestido de fiesta de Margaretta. Y tampoco de que pudiera haber dos asesinos.