Lunes, 24 de enero de 1966
El periódico donde sería más lógico buscar a una persona que pusiera un anuncio para hacerse con un socio en cualquier actividad, desde negocios al asesinato, pasando por el sexo, era el National Enquirer, que se leía en todo el país y podía encontrarse en cualquier supermercado en el mostrador de caja, entre los chicles y las revistas. Después de hablar con los tres psiquiatras que habían hecho del asesinato su especialidad, Carmine estuvo en disposición de suministrar a Abe y Corey algunas palabras clave antes de enviarlos a leer los anuncios de contactos de entre enero de 1963 y junio de 1964. El Fantasma habría podido establecer su siniestra colaboración antes de que desapareciera la primera chica o pensar lo mucho que facilitaría su labor contar con un ayudante después de dar comienzo a su carrera homicida.
Carmine tenía ahora clara la naturaleza del señuelo: un objeto de compasión, de atractivo irresistible para una joven sensible de buen corazón. De modo que dejó de lado esa línea de razonamiento para centrarse en el tipo de lugar que albergaría a las chicas durante su violación y asesinato y serviría de depósito provisional de sus cadáveres. La impresión más extendida entre la policía era que el escenario de los crímenes sería un lugar improvisado; sólo Patrick admitía la conclusión de Carmine de que era cualquier cosa menos improvisado. Alguien tan minucioso que era capaz de centrar con regla una nota querría que su «laboratorio» fuera perfecto.
Iras el descubrimiento del cuerpo de Margaretta Bewlee en la propiedad de un hugger, a los huggers les faltó tiempo para prestarse a permitir que la policía registrara cualquier lugar que quisiera. Incluso Satsuma, Chandra y Schiller se derrumbaron. El túnel de las setas de Maurice Finch no era más que eso; un nuevo registro del depósito de cadáveres de Benjamin Liebman no arrojó ningún resultado; el «refugio» de Addison Forbes consistía en dos habitaciones redondas, una encima de otra, atiborradas de lecturas de género profesional pulcramente archivadas o dispuestas en estanterías; el sótano de los Smith era sencillamente el cielo de los trenes; la cabaña de Walter Polonowski era un nido de amor, con fotografías de Marian en recatadas poses por todas partes, una cama grande y la mínima expresión de una cocina. Paola Polonowski había aprovechado la oportunidad y seguido a la policía hasta la cabaña, con el resultado de que ahora Polonowski se había mudado allí con Marian, y parecía bastante más feliz. El retiro de Hideki Satsuma resultó ser una casa de soltero diseñada por un arquitecto y situada cerca de la punta del cabo Cod, en Orleans, en la que lo más acusador que hallaron fue una enorme cantidad de material pornográfico de contenidos muy violentos, pero no hasta el punto del homicidio. Algo que no sorprendió en absoluto a Carmine, cuya estancia en Japón le había mostrado el gusto japonés por la pornografía gráfica. El doctor Nur Chandra sólo estaba «mostrándose obcecado», como lo habría expresado Desdemona; su actividad secreta en la casa en que se refugiaba consistía en la construcción de un ordenador de nueva generación que intentaba programar sin reclutar a uno de aquellos asombrosos jóvenes estudiantes de Medicina de la Chubb que se pagaban la carrera diseñando programas para fines científicos específicos. Chandra estaba tan confiado en su premio Nobel que se negaba a hablarle a nadie de su trabajo, y menos a algún joven estudiante de Medicina superbrillante y ambicioso. El bosque de los Ponsonby era un bosque; ni cabañas, ni cobertizos, ni graneros ni refugios subterráneos de ninguna clase. Y el peor secreto de Kurt Schiller era una fotografía de sí mismo con su padre y Adolf Hitler. Papá había sido un capitán de submarino archicondecorado que fue invitado a conocer a der Führer y llevar a su rubio retoño; a Hitler le encantaban los retoños rubios de padres valientes. Schiller Senior se había hundido con su submarino al topar con una carga de profundidad en 1944; Kurt contaba diez años por entonces.
En consecuencia, según Silvestri, Marciano y el resto de los diversos policías de alto rango de Connecticut, el escenario de los asesinatos debía de ser improvisado. De no serlo, alguien habría reparado en él.
«Pero no es un sitio improvisado —se decía Carmine—. Si yo fuera el Fantasma, ¿qué querría? Un entorno inmaculado, eso querría.» Superficies a las que pudiera darse un manguerazo, que admitieran una limpieza escrupulosa. Eso implica baldosas mejor que cemento, metal antes que piedra o madera. Querría un quirófano. Dos Fantasmas podrían construirlo si ambos fueran hábiles con sus manos; podrían ponerle incluso la instalación eléctrica para tener luz. Lo que probablemente no podrían sería instalar las cañerías, y sin embargo necesitarían una instalación de agua. Un suministro de agua a presión, desagües adecuados y una conexión o al alcantarillado o bien a una fosa séptica. Los Fantasmas querrían también un cuarto de baño, para sí mismos si no para su víctima. A ella probablemente le pondrían un orinal y la lavarían con esponjas.
De manera que mientras Abe y Corey buceaban por los anuncios de contactos del National Enquirer, Carmine verificó todas las propiedades de los huggers buscando facturas de luz o agua llamativamente altas. Desafortunadamente, los huggers más prósperos preferían vivir en sitios con acceso a pozos de agua a conectarse a una red de tuberías, y ninguno tenía una factura de luz desmesurada. ¿Un generador? Posiblemente, si podían amortiguar el ruido. Tras ese ejercicio estéril, pasó a revisar todas las empresas de fontanería y a los más humildes fontaneros autónomos de una punta a otra de Connecticut. Buscando un trabajo lucrativo que implicara la instalación de lo que se habría descrito como un gimnasio privado o un enclave recreativo de lujo o incluso una piscina cubierta. Los que encontró resultaron ser auténticos, todos localizados en los condados de Fairfield o Litchfield. Era consciente de que preguntaba por algo que hablaba a gritos de alguien con dinero, pero siempre había pensado que el Fantasma era alguien muy adinerado. Buscara donde buscase, no sacaba nada en limpio. De ello podía extraerse una de tres conclusiones: la primera, que los dos Fantasmas podían ocuparse de su propia fontanería; la segunda, que habían contratado a un fontanero a quien habían pagado generosamente y en metálico para que guardara silencio respecto al trabajo y se ahorrara los impuestos; y la tercera, que los Fantasmas habían alquilado o comprado un lugar que respondiera de entrada a sus necesidades, como una clínica veterinaria o la consulta de un cirujano. Hizo unas cuantas llamadas para averiguar cuántas clínicas veterinarias o consultas de cirujano habían cambiado de manos hacia finales de 1963, pero no dio con ninguna irregularidad. Como de costumbre, nada, nada, nada.
Dado que al vestido de encaje rosa lo adornaban 265 piedras falsas, y que había que examinar cada una de ellas para verificar que no contenían huellas de más de una persona, presumiblemente de la costurera, pasaron seis días antes de que Carmine pudiera mostrar la prenda a Desdemona.
Llamó a su intercomunicador sintiéndose más torpe y nervioso de lo que había estado en el instituto cuando la chica de sus sueños de entonces le dijo que sí, que podía llevarla al baile de graduación. La boca seca, el corazón en un puño… sólo le faltaba el ramillete de flores.
—Desdemona, soy Carmine. Por trabajo. No abra la puerta, ya tecleo yo la combinación.
Entró en el piso de Desdemona y se deshizo de sus prendas de abrigo.
—¿Cómo está? —preguntó, dejando la caja del vestido («¡Mierda! ¿Qué habrá pensado?») sobre la mesa.
Ella no pareció alegrarse ni lamentarse de verle.
—Estoy bien, pero muerta de aburrimiento —dijo. Luego, apuntando con el dedo a la caja—: ¿Qué es eso?
—Algo de lo que tuve que prometerle al comisario que no hablaría usted a nadie. Yo sabía que no lo haría; él, no. Supongo que ignorará que la última víctima, Margaretta Bewlee, fue hallada con un vestido de fiesta de niña puesto. No podemos rastrear su origen, pero he pensado que tal vez usted, con su ojo para el trabajo de fantasía, pueda decirnos algo sobre él.
Ella abrió la caja y desplegó el vestido de una sacudida en cuestión de un segundo, luego lo sostuvo ante sus ojos, le dio la vuelta y finalmente lo extendió sobre la mesa.
—¿Puedo deducir que a la última chica no la cortaron en trocitos?
—No, sólo la decapitaron.
—Los periódicos decían que era alta. Esto no le cabría.
—Y no le cabía, pero la embutieron en él igualmente. Tenía la espalda demasiado ancha para abotonárselo, lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué botones? Hoy en día, todo lleva cremalleras.
Paul había abrochado los botones, que centelleaban como joyas auténticas bajo la luz de la mesa.
—Por eso —dijo ella, señalando uno con el dedo—. Una cremallera habría echado a perder el efecto. Éstos brillan.
—¿Había visto alguna vez un vestido como éste?
—Sólo sobre un escenario, en una representación navideña, de niña, pero era un apaño, por el racionamiento de ropas. Esto es muy pretencioso.
—¿Está hecho a mano?
—En parte, pero probablemente no en la medida que usted supone. La bisutería está cosida, sí, pero por un especialista capaz de enganchar todas las piedras en menos de lo que usted tarda en comerse un plato de estofado. Es un trabajo a destajo, así que la persona encargada de hacerlo mete la aguja por el agujero, da una vuelta con el hilo de algodón en torno a la piedra y luego lo hilvana a través del encaje hasta la siguiente piedra… ¿lo ve?
Carmine lo vio.
—Faltan algunas piedras, porque no estaban del todo bien cosidas, y se sueltan en una cadena tan larga como el hilo de algodón enhebrado en la aguja… ¿lo ve?
—Pensé que eso podía haberlo hecho Paul en el laboratorio.
—No, es más fácil que ocurriera por un trato descuidado, y no creo que fuera precisamente eso lo que recibiera en un laboratorio de patología.
—¿Así que lo que viene a decir es que el vestido es asequible?
—Si está dispuesto a gastarse algo más de cien dólares en un traje que la niña no vaya a llevar probablemente más que una vez o dos, sí. Es un ejercicio dirigido a obtener un beneficio, Carmine. Quienquiera que haga y venda estos vestidos sabe que van a ser usados pocas veces, así que recorta el gasto todo lo que puede. El forro es sintético, no de seda, y la enagua es de redecilla barata reforzada con almidón espeso.
—¿Qué me dice del encaje?
—Es francés, pero no de la mejor calidad. Hecho a máquina.
—En ese orden de precios, ¿deberíamos buscar en la sección de niños de grandes almacenes de Nueva York, como Saks o Bloomingdale’s? ¿O tal vez en Alexander’s, en Connecticut?
—En alguna tienda o unos almacenes tirando a caros, desde luego. Yo calificaría el vestido de vistoso, más que elegante.
—Estilo Mariquita Pérez —dijo él, distraídamente.
—¿Disculpe?
—Nada, es un decir. —Inspiró hondo—. ¿Estoy perdonado?
La mirada de Desdemona se ablandó, centelleó incluso.
—Supongo que sí, zoquete grosero. No verle apenas es peor que verle demasiado.
—¿Malvolio’s?
—¡Sí, por favor!
—Ahora cambiemos de tema —dijo él cuando estaban tomando el café—. Es tarde, podemos hablar aquí. Habilidad manual.
—¿Quién la tiene y quién no de entre el personal del Hug?
—Exactamente.
—¿Empezando por el Profe?
—¿Qué tal está, por cierto?
—Encerrado en algún manicomio exclusivo de Bridgeport, del lado de Trumbull. Supongo que estarán encantados de tenerle como paciente. La mayor parte de su clientela son alcohólicos o drogadictos en desintoxicación, junto con montones de neuróticos con crisis de ansiedad. Mientras que el pobre Profe ha tenido una crisis nerviosa severa en toda regla: ilusiones, autoengaños, alucinaciones, pérdida de contacto con la realidad. En cuanto a sus habilidades manuales, son considerables.
—¿Podría montar la instalación eléctrica y la fontanería de una casa?
—No querría, Carmine. Cualquier cosa que requiera un trabajo físico duro la considera por debajo de su dignidad. Al Profe le disgusta ensuciarse las manos.
—¿Ponsonby?
—Sería incapaz de cambiar la arandela de un grifo.
—¿Polonowski?
—Bastante manitas para las tareas caseras. No tiene dinero para contratar a un carpintero cuando los niños rompen una puerta, o a un fontanero si tiran un peluche por el váter.
—¿Satsuma?
Ella elevó los ojos al cielo.
—¡Teniente, por Dios! ¿Para qué cree que está Eido? Aparte de la mujer de Eido, que trabaja como una mula. Y Chandra tiene un ejército entero de lacayos con turbante.
—¿Forbes?
—Yo diría que es hábil con sus manos. Hace arreglos en su casa, eso me consta. ¡Los Forbes sí que tuvieron suerte! Cuando la compraron, las hipotecas estaban al dos por ciento de interés, y tiene treinta años para pagarla. Ahora vale una fortuna, por supuesto: fachada orientada al mar, dos acres, sin depósitos de gasoil al lado.
—Que los reubicaran al fondo de la calle Oak le vino muy bien a todos los habitantes de la costa Este. ¿Finch?
—Construye él mismo sus invernaderos e invernáculos. Hay mucha diferencia, según me dice. No es más difícil que cavar un túnel para las setas. Pero yo diría que Catherine es incluso más competente. Figúrese, con sus miles de pollos…
—¿Hunter y Ho, los ingenieros?
—Podrían construir el Empire State incorporando algunas mejoras.
—¿Cecil?
—¿No estará usted formulando cargos? —preguntó ella, frunciendo el entrecejo—. No sabría decirle, Carmine, la verdad. Es hábil, pero todos tendemos a considerarle ya no un machaca, sino un machaca negro además. No me extraña que nos odien. Nos merecemos que nos odien.
—¿Otis?
—Ahora mismo, Otis no levanta objetos pesados. Personalmente, dudo que sus problemas tengan mucho que ver con lo duro que trabaja. Su pesadilla es Wesley, el sobrino de Celeste. Otis tiene pánico de que el chico se meta en líos, por Celeste. La Hondonada y la avenida Argyle andan algo revueltas.
—Pues espérese a la primavera —dijo Carmine, en tono grave—. Hemos ganado algo de tiempo con el clima, pero cuando llegue el calor se va a armar la de Dios es Cristo.
—El marido de Anna Donato es fontanero.
—Anna Donato… Refrésqueme la memoria.
—Es la que cuida de todo el equipamiento delicado, tiene muy buena mano.
—¿Y el ménage Kyneton?
—¡Ay, Dios! La cuarta planta es un circo últimamente. Hilda y Tamara están en pie de guerra. Más que nada, concursos de gritos, pero en una ocasión acabaron rodando por el suelo, liadas a patadas y mordiscos. Hicimos falta los cuatro trabajadores de las oficinas y yo para separarlas. Así que estamos muy contentos de que no esté aquí el Profe para ver la peor cara de las mujeres. De todos modos, Hilda se habrá ido previsiblemente antes de que vuelva el Profe. El queridísimo, amadísimo Keith ha conseguido la participación que andaba buscando en Nueva York.
—¿Qué hay de Schiller?
—No hábil. No es capaz ni de afilar la cuchilla de un microtomo. Ojo, tampoco le hace falta. Para eso están los técnicos.
—¿Qué le parece si volvemos a mi casa a tomar un coñac?
Desdemona se deslizó fuera del compartimento.
—Creí que no iba a pedírmelo nunca.
Carmine la acompañó toda la manzana de vuelta a casa envuelto en la misma neblina de felicidad que cuando su cita del baile de graduación le dijo que lo había pasado muy bien esa noche y le ofreció sus labios. Y no era que Desdemona estuviese a punto de ofrecerle sus labios. Una lástima. Los tenía carnosos y sin carmín. Empezó a reírse con el recuerdo de intentar sacarse frotando las marcas de lápiz de labios rojo brillante.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Nada, nada.