Miércoles, 19 de enero de 1966
—Me voy a dar un paseo, querida —dijo Maurice Finch a Catherine al levantarse de la mesa del desayuno—. Hoy no tengo muchas ganas de entrar a trabajar, pero me lo pensaré mientras camino.
—Claro, hazlo —dijo su mujer, echando un vistazo al termómetro exterior a través de la ventana—. Estamos a nueve grados, así que abrígate bien… y si decides ir a trabajar, arranca el motor del coche cuando vuelvas. —Parecía mucho más animado en los últimos días, o esa impresión tenía ella, y sabía el porqué. Kurt Schiller había vuelto al Hug y le aseguró a Maurice que su discusión no era la causa de su intento de suicidio. Al parecer, el amor de su vida lo había abandonado por otro. Ese nazi asqueroso (la opinión de Catherine sobre Schiller no había variado un ápice) no entró en detalles, pero suponía que los hombres a quienes les gustan los hombres son tan vulnerables como los hombres a los que les gustan las mujeres; algún pendón —¿qué más daba de qué sexo fuera?— se había aburrido de ser adorado, necesitaba a alguien con otro enfoque, o acaso con una cuenta bancaria más saneada.
Observó a Maurice desde la ventana mientras él se alejaba pesadamente por el camino congelado que llevaba a su manzanar, su sitio favorito de siempre. Eran árboles viejos, que nunca habían sido podados para que la fruta saliera a una altura alcanzable, pero eso los convertía en verano en una efervescente masa espumosa de capullos blancos que quitaba la respiración, y en otoño estaban colmados de relucientes esferas rojas como adornos de árbol de Navidad. Algunos años atrás, a Maurice se le ocurrió forzar algunas ramas para que formaran arcos; la vieja madera había crujido en protesta, pero Maurice lo hizo de forma tan amable y lenta que ahora los espacios que mediaban entre los árboles eran como las naves de una catedral.
Maurice desapareció mientras ella iba a lavar los platos.
Entonces oyó un grito agudo, aterrador. Un plato se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos al tiempo que Catherine agarraba un abrigo y echaba a correr como alma que lleva el diablo. Los pies calzados en zapatillas patinaban sobre el hielo, pero consiguió mantener el equilibrio de algún modo. ¡Otro grito! Ni aunque sintiera en su cuerpo los diez grados bajo cero de temperatura podría correr más deprisa.
Maurice se hallaba de pie ante el magnífico muro de mampostería que rodeaba su huerto, mirando por encima de él algo que centelleaba en el talud de nieve dura como el hierro que se había acumulado durante la última ventisca.
Una sola mirada, y se lo llevó de allí, de regreso al calor de la cocina, de regreso a la cordura. De regreso a donde ella pudiera llamar a la policía.
Carmine y Patrick estaban de pie donde había pisado Maurice Finch, ya que sus pies habían borrado todo rastro de otras pisadas que hubieran estado allí antes que las suyas… algo bastante improbable, al parecer de ambos hombres.
Margaretta Bewlee había aparecido de una pieza, a excepción de la cabeza, que no se encontró por ninguna parte. Contra aquella blancura cegadora, su piel color chocolate negro resultaba aún más oscura, y el rosa de las palmas de las manos y las plantas de los pies era como el eco del color del vestido que llevaba: una creación de encaje rosa recamada de falsa pedrería resplandeciente. Era lo bastante corto para dejar ver unos panties de seda rosa, ominosamente manchados.
—¡Dios, todo es distinto! —dijo Patrick.
—Te veré en la morgue —dijo Carmine, alejándose—. Si me quedo aquí, avanzarás menos.
Entró en la casa, donde los Finch se hallaban acurrucados ante la mesa del desayuno, con una botella de vino Manischevitz delante.
—¿Por qué a mí? —preguntó Finch, con el espanto en la cara.
—Tome un poco más de vino, doctor Finch. Y si supiéramos por qué a usted, tal vez tuviéramos una oportunidad de coger a ese cabrón. ¿Puedo sentarme?
—¡Siéntese, siéntese! —se apresuró a decir Catherine, ofreciéndole una copa limpia—. Tome un poco, usted también lo necesita.
Aunque no le gustaba especialmente el vino dulce, el Manischevitz sí que ayudaba; Carmine dejó su copa en la mesa y miró a Catherine.
—¿Oyó algo durante la noche, señora Finch? Ha helado de tal forma que cualquier cosa cruje.
—Nada de nada, teniente. Maurice estuvo un rato poniendo musgo de turba y mantillo en el túnel de las setas después de volver a casa, pero a las diez ya estábamos acostados, y hemos dormido de un tirón hasta las seis de la mañana.
—¿El túnel de las setas? —preguntó Carmine.
—Me apetecía ver si era capaz de cultivar las variedades más apreciadas en gastronomía —dijo Finch, con un poco mejor cara—. Las setas son muy puñeteras, aunque viendo cómo crecen en el campo no me explico por qué.
—¿Le importa que registremos su propiedad de arriba abajo, doctor? Me temo que el hecho de haber encontrado a Margaretta aquí lo hace necesario.
—Haga lo que quiera, haga lo que deba… ¡pero encuentre a ese monstruo! —Finch se puso en pie como si fuera un anciano—. De todas formas, creo que sé por qué no oímos nada, teniente. ¿Quiere verlo?
—Desde luego que sí.
Con cuidado de no pisar en ningún sitio donde el suelo parecía hollado, Maurice Finch condujo a Carmine a través de la zona en que tenía sus invernaderos, y luego entre grandes cobertizos con calefacción en los que guardaban los pollos de Catherine. Por fin, a más de medio kilómetro por detrás de la casa, Finch se detuvo y señaló algo.
—¿Ve aquella carreterita? Sale de una verja que da a la carretera 133 y acaba al pie del huerto. La hicimos poniéndole una pala en el morro a nuestra camioneta, a causa del arroyo: cuando el arroyo se desborda, corta el acceso a la carretera 133 desde nuestra casa. Si el Monstruo supiera que existía, podría utilizarla para entrar sin que nosotros le oyéramos.
—Gracias por esto, doctor Finch. Vuelva con su mujer.
Finch hizo lo que se le indicaba sin protestar, mientras Carmine iba en busca de Abe y Corey, a explicarles por dónde debían buscar el rastro del Fantasma. «Es un fantasma, ha vuelto a entrar y salir como un fantasma, pero es un fantasma muy bien informado, el Fantasma. Maurice Finch ha entretejido su propiedad de caminos caseros, pero el Fantasma los conoce todos. Y ha hecho usted una buena pregunta, doctor Finch: ¿Por qué a mí? Eso, ¿por qué?»
Carmine se aseguró de estar de vuelta en el depósito del condado antes de que Patrick trajera el cuerpo de Margaretta; en esa autopsia quería estar presente de principio a fin.
—La puso encima de un talud helado, pero sospecho que ella ya estaba congelada cuando la dejó allí —dijo Patrick mientras Paul y él sacaban delicadamente su larga estructura de la bolsa—. El suelo está helado por todas partes, habría hecho falta una excavadora para romperlo y enterrarla, pero esta vez no se ha preocupado por esconderla, ni siquiera un rato. La dejó tirada al aire libre, con un vestido reluciente.
Los tres hombres se quedaron mirando a Margaretta y su peculiar vestido.
—No vi lo suficiente a Sophia durante los años en que se ponía vestidos de fiesta —dijo Carmine—, pero con tantas niñas como tienes, Patrick, tú has debido de ver docenas de ellos. Esto no es el vestido de una jovencita, ¿verdad? La han embutido en un vestido de fiesta de niña.
—Sí. Cuando la levantamos, descubrimos que no se lo habían abotonado por la espalda. Margaretta tenía los hombros demasiado anchos, pero los brazos delgados, por lo que pudo hacer que le quedara bien por delante.
El vestido tenía unas manguitas abombadas con puños estrechos, y una cintura que permitía ponerlo en un cuerpo de niña: ancha y un poco rechoncha. A una niña de diez años le hubiera llegado probablemente hasta las rodillas; a esta joven apenas le cubría la parte superior de los muslos. Los encajes, de un rosa nacarado, eran de fabricación francesa, sospechó Carmine; encaje caro, auténtico, bordado sobre una base de rejilla fina y fuerte. Luego alguien había cosido lo que parecían varios centenares de piedras falsas transparentes por todo el vestido, según un patrón que evocaba el del encaje; cada piedra estaba perforada en la punta para poder coserla con una aguja fina e hilo. Una labor manual meticulosa que añadiría muchos pavos a la etiqueta del precio. Tendría que enseñarle aquello a Desdemona para hacerse una idea realmente precisa de su calidad y coste.
Observó a Patrick y Paul despojar suavemente a Margaretta de su extraño atuendo, que debía conservarse intacto. Una de las razones por las que quería tanto a su primo era el respeto que Patrick mostraba por los muertos. Por más repulsivos que fueran algunos de los cuerpos que se encontraba —materia fecal, vómitos, porquerías que mejor no mencionar—, Patrick los manipulaba como si fueran obras de Dios, hechas con amor.
Desprovista de su vestido, Margaretta quedó con sólo un par de panties de seda rosa que le llegaban a la cintura por arriba y hasta la mitad del muslo por abajo: panties modestos. Tenían la entrepierna manchada de sangre, pero no demasiado. Cuando se los quitaron, allí estaba la zona púbica depilada.
—Es nuestro hombre, seguro —dijo Carmine—. Antes de que empecéis, ¿alguna idea de cómo murió?
—Desde luego, no por pérdida de sangre. Tiene la piel más o menos de su color y sólo hay una incisión en el cuello, la que la decapitó. No hay marcas de ataduras en los tobillos, aunque creo que la inmovilizaron con la clásica tira de lienzo cruzada sobre el pecho. Puede que le pusiera otra en torno a la parte inferior de las piernas entre las violaciones, pero tendré que examinarla con más detalle para comprobarlo. —Apretó los labios—. Creo que esta vez la violó hasta matarla. No hay mucha sangre por fuera, pero tiene el abdomen muy hinchado para ser alguien que no había tenido tiempo de entrar en decadencia. Cuando estuvo muerta, la metió en un congelador hasta que pudiera tirar el cadáver.
—Entonces —dijo Carmine, apartándose de la mesa—, te esperaré en tu despacho, Patsy. Pensaba quedarme a ver hasta el final, pero no creo que pueda.
Afuera se encontró con Marciano.
—Se te ve blanco como un papel, Carmine. ¿Has desayunado?
—No, ni quiero.
—Ya lo creo que sí. —Le olió el aliento a Carmine—. Lo que te pasa es que has estado bebiendo.
—¿A un Manischevitz lo llamas beber?
—No. Hasta Silvestri lo calificaría como mosto. Vamos, amigo, me lo puedes contar todo en el Malvolio’s.
No había podido con la tostada con jarabe de arce, pero volvió al despacho sintiéndose mejor por haber intentado comer. El día iba a traerle torturas mentales peores que las que le había deparado hasta el momento; tenía el presentimiento de que el señor Bewlee insistiría en ver los restos mortales de su hija, dijera lo que dijese el ministro de su religión, o fuera quien fuese el que se prestara a esa terrible tarea. Algunas partes de ella no podían dejárselas ver de ninguna manera, pero él conocería cada línea de la palma de sus manos, tal vez alguna pequeña cicatriz allí donde le sacara una vez una astilla de un pie, la forma de sus uñas… Las dulces y hermosas intimidades de la paternidad que Carmine nunca había experimentado. «Qué extraño resulta ser padre de una criatura a la que no reconoces, que ha vivido lejos de ti y en cuya compañía te sientes un exiliado.» Ahora que había tomado por costumbre llamar Fantasma al asesino, algunos rincones y grietas de su cerebro se habían reacomodado para permitir que débiles rayos de luz alcanzaran sus profundidades; Carmine se encontró de pronto pensando por canales nuevos, desde aquella noche en que estuvo contemplando el puerto de Holloman bajo la nieve, y ver a Margaretta Bewlee con su vestido de fiesta en aquel talud de hielo había desbloqueado otro cauce que le atraía con cantos de sirena, a punto de tomar forma, el fantasma de una idea. Un fantasma…
Entonces lo vio claro. No un fantasma. Dos fantasmas.
¡Cuánto más sencillo sería todo si fueran dos! La rapidez, el silencio, la invisibilidad. Dos de ellos: uno para mostrar un señuelo, otro para ejecutar el secuestro. Tenía que haber un señuelo, algo que una muchacha de dieciséis años, pura como la nieve recién caída, cogiera con el mismo apetito que un salmón el anzuelo adecuado. ¿Un gatito abandonado, un cachorro de perro maltratado y sucio?
Éter… ¡Éter! Uno de ellos mostraba el anzuelo, el otro se acercaba por detrás como el rayo y le tapaba la cara con una almohadilla empapada en éter… no tiene ocasión de gritar, no hay riesgo de que le muerda o se le escurra un momento de la mano permitiéndole lanzar un grito. La chica perdería el conocimiento en segundos, inhalando éter en sus pulmones al resistirse. Luego los dos se la llevan, le ponen una inyección, la meten en un vehículo o en un escondite provisional. Éter… El Hug.
Sonia Liebman estaba en el quirófano del Hug, haciendo limpieza tras una sopa de cerebro de rata. Cuando vio a Carmine, su rostro se ensombreció… pero no por su causa.
—¡Ah, teniente, me he enterado! ¿Está bien el pobre Maurice?
—Está bien. No podría estar de otra manera, con esa mujer que tiene.
—Así que al Hug sigue lloviéndole mierda, ¿no?
—O alguien pretende dar esa impresión, señora Liebman. —Hizo una pausa; no tenía sentido disimular—. ¿Tienen éter en el quirófano? —preguntó.
—Desde luego, pero no es éter anestésico, sólo anhídrido de éter corriente. Venga —dijo, y lo guió hasta una antesala, donde señaló una fila de latas que descansaban sobre una alta estantería.
—¿Puede actuar como anestésico? —preguntó Carmine, y cogió una lata de la estantería para examinarla. Tenía el tamaño aproximado de una lata grande de melocotones, pero con un cuello corto y estrecho aprisionado por una perilla metálica. No una tapa, sino un cierre sellado—. «La sustancia debe de ser tan volátil —pensó— que ni el más hermético de los cierres impide que se evapore.»
—Lo uso como anestésico cuando descerebro gatos.
—¿Cuando les saca el cerebro, quiere decir?
—Va aprendiendo, teniente. Sí.
—¿Cómo les administra el éter, señora?
Como respuesta, ella levantó en la mano un recipiente hecho de plexiglás transparente que sacó de una esquina; medía unos treinta centímetros de base por unos setenta y cinco de alto, y tenía una tapa hermética ajustada con abrazaderas.
—Esto es una antigua cámara de cromatografía —dijo—. Pongo una toalla gruesa en el fondo, vacío una lata entera de éter sobre la toalla, dejo caer dentro al gato y cierro la tapa. De hecho, lo hago en las escaleras, están mejor ventiladas. El animal queda inconsciente muy rápido, pero no puede hacerse daño antes de que ocurra, en estas paredes tan lisas.
—¿Qué importancia tiene que se haga daño, cuando está a punto de perder su cerebro para no despertarse jamás? —preguntó Carmine.
Ella se echó hacia atrás como una cobra a punto de atacar.
—¡Sí, zoquete, claro que importa! —le espetó—. ¡En mi quirófano no se somete a ningún animal a sufrimientos ni malos tratos! ¿Qué se cree que es esto, la industria cosmética? ¡Conozco a veterinarios que tratan a los animales peor que aquí!
—Disculpe, señora Liebman, no pretendía ofenderla. Acháquelo a mi ignorancia —dijo Carmine, implorando de modo abyecto—. ¿Cómo abre usted la lata? —preguntó, por cambiar de tema.
—Debe de haber un instrumento específico —dijo ella, algo aplacada—, pero yo no lo tengo, así que utilizo un viejo fórceps.
Éste se asemejaba a unas pinzas enormes, salvo que sus dos extremos acababan en pala, se juntaban en oposición y mordisqueaban cualquier cosa que se pusiera entre ellos, por ejemplo la blanda perilla metálica de una lata de éter, como Sonia Liebman procedió a demostrar. Carmine se apartó del olor que brotó de la lata más rápido que un genio de su lámpara.
—¿No le gusta? —preguntó ella, sorprendida—. A mí me encanta.
—¿Sabe cuánto éter tiene almacenado?
—No llevo la cuenta precisa… no es ni valioso ni importante. Cuando veo que queda poco en el estante, encargo más y ya está. Lo uso para las descerebraciones, pero también se utiliza para limpiar recipientes de cristal si un investigador va a hacer una prueba que exija que no haya residuos de ningún tipo.
—¿Por qué éter?
—Porque tenemos mucho, pero hay investigadores que prefieren el cloroformo. —Frunció el entrecejo, y de pronto pareció iluminarse—. ¡Ah, ya sé adónde quiere ir a parar! El éter no permanece mucho tiempo en el cuerpo, teniente, no más de lo que permanece en el cristal. Unas pocas respiraciones lo hacen evaporarse, desaparecer tanto de los pulmones como del torrente sanguíneo. No puedo usar Pentotal ni Nembutal para anestesiar a un sujeto de descerebración, porque permanecen en el cerebro durante horas. El éter se desvanece… ¡puf!
—¿No podría usar un gas anestésico?
Sonia Liebman parpadeó, como asombrada ante su cortedad.
—Claro que podría, pero ¿para qué? Los humanos pueden cooperar, y no tienen colmillos ni garras. Con los animales es o una inyección parenteral de Nembutal o la cámara de éter.
—¿Es habitual que haya una cámara de éter en los laboratorios de investigación?
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Sonia Liebman se dio la vuelta y empezó a ordenar una pila de instrumental quirúrgico.
—No tengo ni idea —elijo, con voz tan gélida como el aire exterior—. Desarrollé la técnica yo misma, y eso es todo lo que importa por lo que a mí respecta.
Carmine dejó a la señora Liebman para que despotricara a gusto de la absoluta estupidez de los polis, con la sensación de que debía retirarse caminando de espaldas sin dejar de hacer profundas reverencias.
—Mercedes y Francine fueron brutalmente violadas con una serie de instrumentos, y no puedo sino suponer que el tipo hizo lo mismo con Margaretta para abrir boca —dijo Patrick a Carmine, Silvestri, Corey y Abe—. Luego pasó a mayores con algún ingenio nuevo en el que debió de incrustar púas y pinchos, y tal vez remató con una cuchilla en la punta. La hizo trizas por dentro: los intestinos, la vejiga, los riñones… llegó incluso hasta el hígado. Laceraciones múltiples, masivas. Murió de la conmoción antes de poder desangrarse por la hemorragia interna. Había un poco de Demerol en su torrente sanguíneo, de modo que dondequiera que se llevara a Margaretta después de raptarla, estaba demasiado lejos de Groton como para confiar en el éter, pasados los primeros minutos. No encontré rastros de éter en la funda de la almohada, por cierto.
—¿Es que esperabas encontrarlos? —preguntó Marciano.
—No, pero lo olí en un pliegue bien doblado de la funda cuando llegamos a casa de los Bewlee.
—¿Perdió sangre la chica cuando le cortaron la cabeza? —preguntó Abe.
—Muy poca. Llevaba horas muerta cuando le hizo eso. Debido a lo alta que era, parece haber usado una venda en torno a cada pierna además de la del pecho para inmovilizarla.
—Si murió prematuramente, ¿por qué esperó trece días para tirar el cadáver? ¿Qué hizo con ella? —preguntó Corey.
—La metió en un congelador lo bastante grande para que cupiera tendida a lo largo.
—¿La han identificado? —preguntó Carmine.
Patrick torció el gesto.
—Sí, su padre. ¡Cómo conservó la calma! Tiene una pequeña cicatriz en la mano izquierda; una mordedura de perro. En cuanto la encontró, dijo que era su hija, nos dio las gracias y se marchó.
Se hizo el silencio en la habitación. «¿Cómo habría reaccionado yo en esa situación de tratarse de Sophia? —se preguntó Carmine—. No hay duda de que el resto de los aquí presentes sienten más en sus carnes la cuchilla, todos tienen hijas que no se fueron a California antes de haber podido forjar el vínculo como es debido. El infierno es poco para lo que esta bestia se merece.»
—Patsy —dijo Carmine, interrumpiendo sus pensamientos—, ¿es posible que fueran dos?
—¿Dos? —preguntó Patrick, sin comprender—. ¿Dos asesinos, quieres decir?
—Sí.
Silvestri masticó su cigarro, puso una mueca y lo dejó caer en su papelera.
—¿Dos como él? ¡Estás de broma!
—No, John, lo digo en serio. Cuanto más pienso en esta serie de secuestros, más me convenzo de que hicieron falta dos personas para llevarlos a cabo. De ahí a concluir que hay dos asesinos, sólo hay un paso, y es obvio.
—Un paso con un desnivel de treinta metros, Carmine —dijo Silvestri—. ¿Dos monstruos? ¿Cómo pudieron encontrarse?
—No lo sé, quizás algo tan corriente como un anuncio en la sección de contactos del National Enquirer. Cauteloso, pero claro como el agua para alguien con los mismos gustos. O tal vez se conocen desde hace años, puede incluso que crecieran juntos. O quizá se conocieron en una fiesta.
Abe miró a Corey y dejó los ojos en blanco; los dos estaban pensando que iban a pasarse varios días sentados en los archivos del National Enquirer tratando de localizar un anuncio que tendría como mínimo dos años.
—Estás escupiendo contra el viento, Carmine —dijo Marciano.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! Pero olvidaos por un momento de cómo se conocieron y concentraos en lo que les ocurre a las víctimas. Comprendí que tenía que haber un señuelo. Éstas no son la clase de chicas que se dejarían engatusar por la invitación de un desconocido, o picarían ante la oferta de una prueba de pantalla, o cualquiera de las artimañas que funcionan con chicas con una educación menos esmerada. ¡Pero pensad en lo difícil que sería para un hombre solo llevar a cabo el secuestro sin un señuelo! —Carmine se inclinó hacia delante y pareció coger arrestos—. Pensad en Mercedes —prosiguió—, que cierra la tapa del piano, se despide de la hermana Teresa y sale por la puerta del aula de música. En un lugar tranquilo, sin gente alrededor, Mercedes ve algo tan irresistible que no puede sino acercarse. Algo que su corazón no puede ignorar, como un gatito o un cachorro medio muertos de hambre. Pero como ha de situarse en el sitio exacto, hay alguien más doliéndose también por el animal. Mientras Mercedes está absorta, el otro hombre ataca. Uno para esgrimir el señuelo, otro para agarrarla. O Francine, que anda por el bloque de los servicios, o bien está directamente dentro. Ve el señuelo, se queda conmovida, la agarran. Queda demasiada gente en la escuela para arriesgarse a sacarla del Travis, así que la meten en una de las taquillas del gimnasio. ¡Cuánto más fácil resulta hacerlo deprisa si son dos! Es miércoles, el gimnasio está desierto, y la clase de química está justo junto al bloque de los servicios. Con Margaretta, hay una hermana durmiendo a menos de tres pasos. No hay señuelo, pero ¿se arriesgaría este asesino a que Linda se despierte, cuando planea las cosas tan meticulosamente? El socio del señuelo tiene un papel nuevo: vigilar a Linda y actuar si es que se despierta. Como no lo hace, para dos hombres es pan comido sacar a una chica por la ventana, situándose uno dentro y el otro fuera.
—¿Por qué te complicas las cosas de esa manera? —preguntó Patrick.
—Las cosas son lo complicadas que tienen que ser, Patsy. Si un asesino no es suficiente, tenemos que pensar que hay dos.
—Estoy de acuerdo —dijo Silvestri bruscamente—, pero que nadie sepa una palabra sobre la teoría de Carmine, fuera de los presentes en esta habitación.
—Una cosa más, John —dijo Carmine—. El traje de fiesta. Me gustaría enseñárselo a Desdemona Dupre.
—¿Por qué?
—Porque hace unos bordados increíbles. El traje no lleva etiqueta, nadie ha visto antes nada parecido, y quiero intentar averiguar por dónde empezar a buscar a la persona que lo hizo. Eso quiere decir que he de saber cuánto podría costar caso de comprarlo en una tienda, o cuánto cobraría alguien como Desdemona por hacerlo. Ella hace cosas por encargo, lo sabrá.
—Claro, una vez que Paul haya acabado con él… y si tú confías en que no se vaya luego de la lengua.
—Confío en ella.