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Martes, 4 de enero de 1966

El primer día laborable del año nuevo se levantó nevado y ventoso, pero el tiempo no había impedido a alguno embadurnar el Hug con pintadas: ASESINOS, ENEMIGOS DE LOS NEGROS, CERDOS, FASCISTAS, esvásticas, y, a lo largo de la fachada principal: HOLLOMAN KU KLUX KLAN.

Cuando llegó el Profe y vio lo que le habían hecho a la niña de sus ojos, se desplomó. No por un infarto; las crisis de Robert Mordent Smith eran de orden anímico. Se lo llevó una ambulancia, cuya dotación tuvo muy claro que cuando llegaran a Urgencias, el edificio de al lado, estarían llamando a gritos no a los cardiólogos, sino a los psiquiatras. El hombre lloraba, gemía, despotricaba y balbuceaba encadenando palabras incoherentes.

Carmine se acercó a ver el Hug por sí mismo, tan agradecido como John Silvestri porque el invierno resultase riguroso después de todo; los verdaderos disturbios raciales no estallarían hasta la primavera. Sólo dos negros desafiaban los elementos enarbolando pancartas que el viento ya había hecho jirones. La cara de uno de ellos le era familiar; se detuvo junto a la entrada y la estudió. Su propietario era pequeño, delgado, insignificante, muy oscuro de piel, ni guapo ni sexy. Pero ¿dónde, dónde, dónde? Los recuerdos enterrados tendían a asomar a la superficie de repente, como hizo éste; cualquier cosa registrada en la cabeza de Carmine permanecía allí, para ser desenterrada cuando la ocasión lo requiriera. El sobrino de la mujer de Otis Green. Wesley le Clerc.

Cruzó pesadamente por la nieve hasta donde estaban Le Clerc y su compañero, otro me-gustaría-ser-alguien-si-pudiera que parecía menos resuelto que Wesley.

—Idos a casa, tíos —dijo cordialmente—, o tendremos que sacaros a rastras o meteros en el trullo. Aunque antes, señor Le Clerc, quisiera hablar con usted un momento. Venga adentro, aquí hace frío. No voy a arrestarlo, sólo quiero hablar, palabra de scout.

Para su sorpresa, Wesley lo siguió dócilmente mientras el otro tipo se escabullía como un crío a la salida del colegio.

—Tú eres Wesley le Clerc, ¿no? —le preguntó una vez que estuvieron dentro, sacudiéndose la nieve de las botas.

—¿Y qué si lo soy, eh?

—El sobrino de Louisiana de la señora Green.

—Sí, y tengo antecedentes, le ahorraré la molestia de investigarme. Soy un conocido agitador. En otras palabras, un incordio negro.

—¿Cuánto tiempo has pasado a la sombra, Wes?

—En total, cinco años. Pero no por robar tapacubos o asalto a mano armada. Siempre por zurrar a paletos racistas que odian a los negros.

—¿Y qué haces en Holloman aparte de manifestarte pacíficamente con una cazadora de la Brigada Negra?

—Hago instrumentos en Suministros Quirúrgicos Parson.

—Es un buen trabajo, requiere cierta habilidad tanto manual como intelectual.

Wesley se hinchó para nivelarse con el mucho más corpulento Carmine, como un pollito ante un gallo de pelea.

—¿Y a usted qué le importa lo que haga, eh? ¿Cree que he pintado yo lo de afuera, eh?

—¡Venga, Wes, madura! —dijo Carmine, aburrido—. Las pintadas no las ha hecho la Brigada Negra, son críos del instituto Travis, ¿crees que no lo sé? Lo que quiero saber es por qué estás ahí congelándote el culo con un tiempo que no atrae precisamente al público.

—Estoy allí para decir a los blancos que empiecen a preocuparse, señor poli listo. Usted no va a atrapar a ese asesino porque no quiere. Por lo que a mí respecta, señor policía listo, es usted el que anda matando chicas negras.

—No, Wes, no soy yo. —Carmine se apoyó en la pared y contempló a Wesley con inequívoca simpatía—. ¡Renuncia al camino de Mohammed! Es el camino equivocado. La violencia no va a traer una vida mejor a los negros, diga lo que diga Lenin sobre el terror. Después de todo, muchos blancos han aterrorizado a los negros americanos durante dos siglos, y ¿han conseguido aplastar su espíritu? Vuelve a estudiar, Wesley, licénciate en Derecho. Eso ayudará a la causa de los negros más de lo que puede ayudar Mohammed el Nesr.

—¡Ah, claro! ¿Y de dónde saco el dinero para eso?

—Haciendo instrumentos para Suministros Quirúrgicos Parson. En Holloman hay buenas escuelas nocturnas, y también montones de gente dispuesta a echar una mano.

—¡Los blanquitos pueden meterse su graciosa benevolencia por el culo!

—¿Quién dice que esté hablando de blanquitos? Muchos de ellos son negros. Hombres de negocios, profesionales. No sé si existen en Louisiana todavía, pero en Connecticut desde luego que sí, y ninguno es un tío Tom. Están trabajando por su gente.

Wesley le Clerc giró sobre sus talones y se marchó, lanzando al aire su puño derecho.

«Al menos, Wes —pensó Carmine sonriendo a la espalda en retirada de Wesley—, no me has enseñado el dedo.»

Pero Wesley le Clerc no iba pensando en gestos groseros mientras se abría paso entre la nieve, cada vez más copiosa. Pensaba en el teniente Carmine Delmonico en otros términos. «Listo, listísimo. Demasiado tranquilo y confiado en sus fuerzas para dar a nadie excusas para denunciar persecución o hasta discriminación; la suya era la respuesta suave que aplaca la ira. Pero esta vez no. Mi ira no. A través de Otis, tengo medios para suministrar a Mohammed una información que necesitará cuando llegue la primavera. Mohammed me mira con más respeto últimamente, y ¿qué va a decir cuando le cuente que los cerdos de Holloman siguen husmeando por el Hug? La respuesta está dentro del Hug. Delmonico lo sabe tan bien como yo. Blanquitos ricos y privilegiados. El día que todos los negros norteamericanos sean discípulos de Mohammed el Nesr, las cosas van a cambiar.»

—El camino es difícil —le dijo Mohammed el Nesr a Alí el Kadi—. Han lavado el cerebro a demasiados de nuestros hermanos negros, y también son muchos los seducidos por las mayores armas de los blancos: la droga y el alcohol. Ni siquiera ahora que el Monstruo se ha llevado a una auténtica negra estamos reclutando suficientes miembros nuevos.

—Nuestra gente necesita más provocación —respondió Alí el Kadi; ése era el nombre que había elegido Wesley le Clerc al abrazar el islam.

—No —dijo Mohammed, tajante—. No es nuestra gente quien lo necesita, es la Brigada Negra. Y no es provocación. Necesitamos un mártir, Alí. Un ejemplo resplandeciente que atraerá a nosotros a los hombres por decenas de miles. —Dio unas palmadas en el brazo a Wesley/Alí—. Entretanto, tú ve a trabajar, sigue haciéndolo bien. Apúntate a la escuela nocturna. Ten trato con ese cerdo infiel, Delmonico. Y averigua todo lo que puedas.

Los Forbes seguían en Boston, y pensaban quedarse hasta que las carreteras fueran más seguras, mientras que los Finch estaban aislados por la nieve. Walt Polonowski había pasado el fin de semana en su cabaña, pero con una chica viva, Marian. Los hombres que Danny Marciano había enviado allí arriba a investigar no habían anunciado su presencia; no entraba en las intenciones de Carmine hacer la vida de ningún hugger más miserable de lo que ya pudiera serlo, y eso significaba ayudar a Polonowski a guardar su secreto… de momento.

Patrick no había encontrado nada en la casa de Dublin Road que pudiera confirmar o negar que el secuestrador de Margaretta fuera su hombre, aunque sí había confirmado que el método elegido había sido el éter.

—Lleva algún tipo de traje protector —dijo Patrick a su primo—. Está hecho de un tejido que no desprende fibras, y lo que lleve en los pies tiene suelas lisas que no dejan pisadas salvo que pise en barro, cosa que no hace. El traje tiene algún tipo de capucha ajustada que cubre su pelo completamente, y lleva guantes. Para este secuestro nocturno, todo lo que llevara sería negro, evidentemente. Puede que se tizne la cara de negro. Apostaría a que el traje es de goma y ajustado, como un traje de buceo.

—Entorpecen mucho el movimiento, Patsy.

—Hoy en día no, si puedes permitirte lo mejor.

—Y él puede permitirse lo mejor, porque creo que tiene dinero.

Las investigaciones de Corey y Abe en Groton no habían dado frutos; el día de Nochevieja siempre había mucho follón.

—Gracias, tíos —les dijo Carmine.

Nadie expresó lo evidente: que sabrían algo más cuando apareciera el cuerpo de Margaretta.

La noche anterior, Carmine había subido en el ascensor del edificio de Seguros Nutmeg hasta el piso superior, donde fue a buscar al doctor Hideki Satsuma, que tuvo a bien recibirle.

—Ah, qué bonito es esto —dijo Carmine, echando una ojeada—. Pasé a verle anoche, doctor, pero no estaba en casa.

—No, estaba en mi casa del cabo Cod. Cerca de Chathams. Cuando oí la predicción del tiempo, decidí volver hoy a casa.

¿Así que Satsuma tenía una casa cerca de Chathams, eh? Un trayecto de tres horas en aquel Ferrari granate. O más corto, si el viaje había empezado en Groton.

—Su jardín es precioso —dijo Carmine, acercándose al muro de cristal para contemplarlo a través de él.

—Lo era, pero hay desequilibrios que estoy tratando de corregir. Aún no lo he conseguido, teniente. Tal vez sea el ciprés de Hollywood… no es un árbol japonés. Lo puse allí porque pensé que era necesario un toque de Estados Unidos, pero tal vez me equivoqué.

—En mi opinión, doctor, hace al jardín… más alto, enredado en sí mismo como una doble hélice. Sin él, no hay nada lo bastante alto para llegar a lo alto de las paredes, ni nada simétrico.

—Comprendo su punto de vista.

«Y un cuerno —pensó Carmine—. ¿Qué sabe un gaijin de cuidar el jardín del universo?» —Señor, ¿me autorizará a enviar a alguien a echar un vistazo a su casa del cabo Cod?

—No, teniente Delmonico, no lo haré. Y como se le ocurra intentarlo, le pondré una denuncia.

Y así había acabado el domingo, sin nada nuevo.

A las seis de la tarde del lunes, llegaba al número 6 de Ponsonby Lane, a desafiar a los Ponsonby en su guarida. El profundo aullido de un perro grande saludó a su coche al aproximarse, y cuando Charles Ponsonby abrió la puerta principal, tenía agarrado por el collar… ¿al perro guía de su hermana?

—Un cruce raro —le dijo a Ponsonby mientras se desprendía de sus prendas de abrigo en el porche exterior.

—Mitad labrador dorado, mitad pastor alemán —dijo Charles, colgando las prendas—. Nosotros decimos que es una pastrador, y se llama Biddy. Está bien, cariño, el teniente es un amigo.

La perra no estaba tan segura. Decidió dejarle pasar, pero le siguió con su mirada cansada.

—Estamos en la cocina, empezando a preparar una cena Beethoven. Con la tercera, la quinta y la séptima… siempre hemos preferido sus sinfonías impares a las pares. Acompáñeme hasta allí. Espero que no le importe que nos sentemos en la cocina.

—Estaré encantado de sentarme en cualquier parte, doctor Ponsonby.

—Llámeme Chuck, aunque para guardar las formas yo seguiré usando su título oficial. Claire siempre me llama Charles.

Guió a Carmine a través de una de esas auténticas casas de doscientos cincuenta años de antigüedad, de vigas combadas y suelos llenos de ondulaciones y desniveles, hasta un comedor más moderno que daba paso a lo que no podía ser sino la cocina original. Allí, los agujeros de carcoma, la pintura desvaída y la madera astillada eran auténticos: muérase de envidia, señora Eliza Smith.

—Esto debía de estar separado de la casa en los viejos tiempos —dijo Carmine al estrechar la mano a una mujer de treinta y muchos que era clavada a su hermano, hasta en los ojos acuosos.

—Siéntese aquí, teniente —dijo ella con una voz a lo Lauren Bacall, indicándole una silla Windsor—. Sí, estaba separado. Las cocinas debían estarlo en aquel entonces, por si había incendios. Si no, se quemaba la casa entera. Charles y yo la unimos a la casa mediante un comedor, pero ¡menudos dolores de cabeza nos dio su construcción!

—¿Y eso por qué? —preguntó Carmine, aceptando de Charles una copa de jerez amontillado.

—Las ordenanzas recalcan que debemos construir con madera de la misma antigüedad que la casa —dijo Charles, sentándose enfrente de Carmine—. Al final, localicé un par de graneros antiguos al norte del Estado de Nueva York, y los compré los dos. Demasiada madera, pero la hemos almacenado para futuras reparaciones. Roble del bueno, bien duro.

Claire estaba sentada ofreciendo a Carmine el perfil, blandiendo un cuchillo ligero, de hoja fina, que estaba usando para preparar dos gruesos cortes de solomillo. Lleno de aprensión, Carmine observó cómo sus hábiles dedos insertaban el cuchillo bajo un tendón y lo desgajaban sin perder nada de carne; ejecutaba la operación mejor de lo que pudiera hacerlo él.

—¿Le gusta Beethoven? —preguntó Claire.

—Sí, mucho.

—¿Por qué no se queda a cenar con nosotros, entonces? Hay comida de sobra, teniente, se lo aseguro —dijo ella, aclarando el cuchillo bajo un grifo de bronce en un fregadero de piedra—. Un soufflé de queso y espinacas de primero, un sorbete de limón para aclarar el paladar, y luego solomillo de ternera con salsa bearnesa, con patatas nuevas hervidas en caldo casero de ternera y guisantes.

—Suena delicioso, pero no puedo quedarme mucho rato. —Dio un sorbo al jerez, y le pareció que era excelente.

—Me dice Charles que ha desaparecido otra chica —dijo ella.

—Sí, señorita Ponsonby.

—Llámeme Claire. —Suspiró, apartó el cuchillo y se reunió con ellos en la mesa, aceptando un jerez como si ya pudiera degustarlo.

La cocina venía a ser como debía de haber sido siempre, salvo que donde una vez la gran chimenea albergara los espetones, los ganchos y un horno de pan propios del siglo XVIII, se alzaba ahora un enorme horno de combustión lenta. En la habitación hacía demasiado calor para el gusto de Carmine.

—¿Un horno Aga? No lo conocía —dijo, apurando el jerez.

—Lo compramos en Inglaterra, durante nuestra única aventura por el extranjero, hace años —dijo Charles—. Tiene un horno muy lento para cocer durante el día, y otro lo bastante rápido para hacer justicia a la repostería o a un pan francés. Trae un montón de bandejas. Nos proporciona agua caliente en invierno, además.

—¿Funciona con queroseno?

—No, con madera.

—¿Eso no es muy caro? Quiero decir, el queroseno va a sólo nueve centavos el galón. La madera costará mucho más.

—Costaría, si tuviera que comprarla, teniente, pero no es el caso. Tenemos veinte acres de bosque explotable por encima de Sleeping Giant, las últimas tierras que nos quedan aparte de estos cinco acres. Corto la leña que necesito cada primavera y replanto tantos árboles como derribo.

«¡Dios, otro que tal! —pensó Carmine—. ¿Cuántos huggers tienen refugios secretos en lugares apartados? Abe y Corey tendrán que subirse allí mañana y rastrear sus veinte acres de bosque… ¡Les va a encantar, con la de nieve que ha caído! Benjamin Liebman, el de la funeraria, tiene el depósito de cadáveres tan limpio que le pillaríamos in fraganti, y el Profe tiene un sótano lleno de trenes, ¡pero un bosque entero, maldita sea…!» Una segunda copa del jerez de los Ponsonby hizo que Carmine tomara conciencia de que no había desayunado ni comido: era hora de irse.

—Espero que no considere una grosería que se lo pregunte, Claire, pero ¿siempre ha sido usted ciega?

—¡Oh, sí! —dijo ella jovialmente—. Soy una de esas niñas de incubadora a las que daban a respirar oxígeno puro. Acháquelo a la ignorancia.

Un acceso de compasión obligó a Carmine a apartar la vista, y fue a elevarla hacia el rincón de una pared donde colgaba un grupo de fotografías enmarcadas, algunas de ellas tan antiguas que eran daguerrotipos en sepia. Un fuerte aire de familia corría por todos los rostros: rasgos cuadrados, resueltos, unas cejas fieramente marcadas y pelo espeso y oscuro. La única diferente era a todas luces la más reciente de todas: una anciana cuya cara recordaba mucho más a Charles y Claire, desde el pelo ralo a los ojos pálidos y acuosos y los rasgos alargados y lúgubres. ¿Su madre? Si era así, no salían a los Ponsonby, sino a ella.

—Mi madre —dijo Claire, con esa habilidad pasmosa para colegir lo que sucedía en el mundo de los videntes—. No deje que le inquiete mi presciencia, teniente. En buena medida, es pura prestidigitación.

—Se nota que es su madre, y que los dos se parecen más a ella que a la línea de los Ponsonby.

—Ella era una Sunnington, de Cleveland, y sí que hemos salido a los Sunnington. Mamá murió hace tres años, fue una liberación clemente. Padecía demencia senil severa. Pero no se puede meter a una Hija de la Revolución Americana en un asilo para viejas seniles, de modo que me ocupé de ella yo misma hasta el amargo final. Con la inestimable ayuda de las autoridades del condado, debo añadir.

«Así que son de linaje de HRA —pensó Carmine—. Ponsonby y su hermana no deben de votar nunca a nadie que esté a la izquierda de Genghis Khan.» Se puso en pie, ligeramente mareado; los Ponsonby servían el jerez en copas de vino, no en copitas de jerez.

—Gracias por su hospitalidad, son ustedes muy amables. —Miró la perra, que estaba tumbada con los ojos fijos en él—. Hasta otra, Biddy. Encantado de conocerte también a ti.

—¿Qué piensas del buen teniente Delmonico? —preguntó Charles Ponsonby a su hermana cuando volvió a la cocina.

—Que no se le escapa casi nada —dijo ella, incorporando claras de huevo a su salsa de queso y espinacas.

—Cierto. Mañana estarán pateándose nuestro bosque de arriba abajo.

—¿Te importa?

—En absoluto —dijo Charles, trasvasando el soufflé crudo a su bandeja e introduciéndolo en el horno caliente—. Aunque siento lástima por ellos, la verdad. Las búsquedas fútiles son exasperantes.