Lunes, 3 de enero de 1966
El teléfono despertó a Carmine de un sueño profundo poco antes de las ocho de la mañana el día de Año Nuevo, una de las contadas ocasiones en tres meses que decidía no ponerse el despertador y descansar cuerpo y mente a placer. No porque hubiera celebrado la despedida del año viejo; aunque había sido el más angustioso de su vida, tenía muchas razones para pensar que el nuevo podría resultar peor todavía. Por ello, había pasado la víspera de Año Nuevo a solas en su apartamento, viendo a la muchedumbre en Times Square por la tele. Se le pasó por la cabeza invitar a subir a Desdemona, situada dos pisos más abajo, pero decidió no hacerlo porque le preocupaba que ella pudiera estar harta ya de su compañía. Si salía a comer fuera, era él quien la escoltaba y pagaba la cuenta, por más que ella protestara por lo que él no consideraba sino un gesto de cortesía elemental. La consecuencia fue que se acostó bastante antes de la medianoche, durmió como un tronco y estaba listo para despertar cuando sonó el teléfono.
—Delmonico —dijo.
—Soy Danny —repuso la voz de Marciano—. Carmine, acércate a New London ahora mismo. Ha habido otro secuestro. En Dublin Road, del lado de Groton del río. Abe y Corey están de camino, igual que Patrick. Los polis de New London te estarán esperando.
Se incorporó inmediatamente, sintiendo un sudor que no le habían provocado los diez grados centígrados del termostato; le gustaba dormir con frío, así evitaba acabar tirando las mantas.
—Pero no puede ser —dijo, tiritando—. Sólo han pasado treinta días desde lo de Francine, al tío no le tocaba actuar hasta finales de mes.
—No estamos seguros de que sea el mismo tipo… El secuestro tuvo lugar durante la noche, para empezar, y es una novedad para los polis de New London. Acércate allí y diles a qué se enfrentan.
Con Abe al volante, recorrieron zumbando los setenta kilómetros que había hasta New London; Paul y Patrick les seguían en su furgoneta.
—¡Treinta días, sólo han pasado treinta días! —dijo Abe cuando la I-95 enfilaba ya a New London. No había dicho palabra hasta entonces.
—Coge la desviación a Groton por el puente —dijo Corey, que llevaba un mapa desplegado sobre las rodillas—. No puede tratarse del mismo tío, Carmine.
—Lo sabremos dentro de pocos minutos, así que tomáoslo con calma.
No les fue difícil encontrar el lugar; parecía que todos los coches patrulla de New London estuvieran aparcados a lo largo de los márgenes de una calle bordeada de casas modestas distribuidas en manzanas de ocho áreas; Dublin Road, Groton.
La casa que les indicó un guardia estaba pintada de gris: una vivienda de una sola planta, demasiado pequeña para clasificarla como de estilo rancho. Muy del tipo de hogar de un trabajador orgulloso de sí mismo y de su propiedad. Al primer vistazo, Carmine supo, desolado, que las personas que la habitaban serían tan respetadas como respetables. Una familia ideal para los propósitos del asesino.
—Tony Dimaggio —dijo un hombre con uniforme de capitán, tendiéndole la mano a Carmine—. Una chica negra de dieciséis años llamada Margaretta Bewlee ha sido secuestrada durante la noche. El señor Bewlee parece creer que por la ventana del dormitorio, pero no he dejado que se acercara ninguno de mis hombres por miedo a que destruyeran pruebas; si se la ha llevado el Monstruo, es algo que nos supera de largo. Acompáñeme dentro —dijo, y echó a andar delante de Carmine—. A la madre, en el estado en que se encuentra, es imposible sacarle nada, pero el padre está bastante entero.
—Estaré con usted en cuanto haya llevado al doctor O’Donnell a ver el exterior de la ventana. Gracias por su paciencia, Tony.
La familia era negra como un tizón: padre, madre, una hija adolescente, muy joven, y dos chicos a punto de entrar en la pubertad.
—¿Señor Bewlee? Teniente Delmonico. Explíqueme lo ocurrido.
Tenía ese tono grisáceo que en la gente de piel muy oscura era síntoma de extrema consternación, pero se las apañaba para dominar sus sentimientos; perder el control de los mismos podía resultar fatal para Margaretta, y él era consciente de ello. Su mujer, todavía en bata y zapatillas, estaba sentada como petrificada, con los ojos vidriosos.
El señor Bewlee respiró hondo.
—Brindamos por el Año Nuevo y luego nos acostamos, teniente. No somos nada noctámbulos, así que apenas podíamos mantener los ojos abiertos.
—¿Bebieron algo de alcohol, como vino espumoso?
—No, ponche de frutas nada más. En esta casa no bebemos.
Su expresión se nublaba por momentos; cuando pareció no saber ya qué venía a continuación, miró a Carmine con ojos implorantes. «¡Ayúdeme, ayúdeme!» —¿Dónde trabaja usted, señor Bewlee?
—Soy soldador de precisión en la Electric Boat, van a subirme el sueldo de aquí a un par de semanas. Esperábamos el aumento para mudarnos de casa y comprarnos una más grande. —Las lágrimas afluyeron a sus ojos, y se detuvo.
—Presénteme a sus hijos, señor Bewlee.
El padre recuperó la entereza; aquello sí podía hacerlo.
—Ésta es Linda, tiene catorce años. Hank tiene once, Ray, diez. Tenemos uno pequeño, Terence. Tiene dos años y duerme en nuestra habitación. Linda le llevó a casa de la vecina, la señora Spinoza. Creímos que no le vendría bien… que no le vendría bien… —Se derrumbó, hundió la cara entre las manos, se debatió por recobrar la compostura—. Lo siento, no puedo…
—Tómese su tiempo, señor Bewlee.
—Etta, como la llamamos, y Linda comparten una habitación.
—¿Comparten?
—Eso es, teniente. Duermen las dos allí. No hemos madrugado demasiado, pero cuando mi mujer se puso a prepararnos el desayuno llamó a las chicas. Linda dijo que Etta estaba en el baño, pero resultó que eran los chicos, no Etta. Así que empezamos a buscarla y no la encontramos. Fue entonces cuando llamé a la policía. No podía dejar de pensar en el Monstruo. Pero no puede ser él, ¿no? Todavía no le tocaba, y Etta es como el resto de nosotros: negra. Quiero decir que somos totalmente negros. Nuestra niña no podría interesarle, teniente.
¿Cómo podía responder a eso? Carmine se volvió hacia la hermana de Etta.
—Linda, ¿no es así? —le preguntó, sonriendo.
—Sí, señor —acertó a decir ella, entre lágrimas.
—No voy a decirte que no llores, Linda, pero ayudarás más a tu hermana si me respondes, ¿vale?
—Vale. —Se secó la cara.
—Etta y tú os fuisteis a la cama a la misma hora, ¿verdad?
—Sí, señor. A las doce y media.
—Tu papá dice que todos teníais sueño. ¿Es cierto?
—Nos caíamos —dijo lacónicamente Linda.
—Así que os fuisteis las dos derechas a la cama.
—Sí, señor, en cuanto rezamos nuestras oraciones.
—¿Etta no se salta nunca sus oraciones?
A Linda se le secaron los ojos; puso cara de espanto.
—¡No, señor, no!
—¿Hablasteis un poco después de acostaros?
—No, señor, yo al menos no. Me quedé dormida en cuanto me tumbé.
—¿Oíste algún ruido durante la noche? ¿Te despertaste para ir al baño?
—No, señor, dormí hasta que nos llamó mamá. Aunque me pareció raro que Etta se hubiera levantado antes que yo. Es muy remolona para despertarse. Luego pensé que se habría dado prisa para entrar en el baño antes que yo, pero cuando llamé a la puerta fue Hank quien respondió.
La niña tenía una cara preciosa, unos ojos oscuros y líquidos, la piel perfecta, unos labios carnosos que llevarían a un monje ferviente a romper sus votos, con aquel contorno nítidamente dibujado y cierta cualidad que siempre traía a Carmine evocaciones de tragedia. Labios de muchacha negra, de un granate que se tornaba rosa allí donde se unían en un pliegue capaz de rendir corazones. ¿Tenía Margaretta la misma cara?
—¿No crees que Etta haya podido escaparse, Linda?
Sus grandes ojos se agrandaron aún más.
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Linda, como si eso fuera en sí mismo una respuesta.
«Sí, ¿por qué iba a hacerlo? Es tan dulce y dócil como todas las demás. Todavía reza sus oraciones antes de acostarse.» —¿Cuánto mide Etta?
—Uno setenta y cinco, señor.
—¿Tiene buen tipo?
—No, es delgada. Eso la deprime, porque quiere ser una estrella como Dionne Warwick —dijo Linda, que tenía toda la pinta de que ella sería también alta y delgada. Alta y delgada. Negra.
—Gracias, Linda. ¿Alguno de los demás oyó algún ruido anoche?
Nadie.
Luego el señor Bewlee sacó una fotografía; Carmine se encontró contemplando a una chica que era igualita que Linda. Y que las demás.
Patrick llegó solo, portando su bolsa.
—¿Cuál es la puerta de vuestra habitación, Linda? —preguntó.
—La segunda a la derecha del pasillo, señor. Mi cama es la de la derecha.
—¿Has visto algo que te haga pensar que entró por la ventana, Patsy? —inquirió Carmine.
—Nada, salvo que tanto las portezuelas interiores como las exteriores tienen cerrojos de ventana normales, que no estaban echados. Afuera, la tierra está congelada. Habrá hierba en verano, pero ahora mismo está muerta. El alféizar tiene aspecto de que no lo ha tocado nadie desde que pusieran las portezuelas exteriores en octubre pasado, o cuando retiraran las mosquiteras. He dejado a Paul ahí fuera para asegurarme de que no se me ha pasado nada por alto, pero creo que no.
Entraron en una habitación apenas lo bastante grande para alojar a dos jovencitas en pleno desarrollo, pero que estaba extremadamente limpia y cuidada; paredes pintadas de rosa, una alfombrita rosa trenzada entre dos camas individuales, una a la derecha y otra a la izquierda de la ventana. Cada una de las chicas tenía un armario más allá del pie de su cama. Sobre la de Margaretta había pegados en la pared un póster grande de Dionne Warwick y otro pequeño de Mary Bell; la cama de Linda estaba provista de una estantería en la que se alineaban media docena de ositos de peluche.
—Las chicas tienen el sueño profundo y tranquilo —dijo Patrick—. Las camas apenas están deshechas. —Se acercó a la de Margaretta y se inclinó para aproximar la nariz a escasos milímetros de la almohada—. Éter —dijo—. Éter, no cloroformo.
—¿Estás seguro? Se evapora en cuestión de segundos.
—Estoy seguro. Tengo buen olfato, tanto que podría trabajar en la industria de la perfumería. Quedó atrapado en este pliegue, ¿ves? Ahora ya ha desaparecido. Nuestro amigo le aplicó un trapo empapado en éter en la cara, cargó con ella y se la llevó por la ventana. —Patrick se acercó a la ventana, levantó la hoja interior con la mano enguantada y luego la exterior—. Fíjate: ni el menor ruido. El señor Bewlee mantiene su casa en perfecto estado.
—Salvo que fuera nuestro amigo quien la lubricara.
—No, yo apuesto a que fue el señor Bewlee.
—¡Joder, Patsy, qué sangre fría tiene el tío! Una chica que mide uno setenta y cinco descalza pesará al menos cincuenta kilos, y con su hermana durmiendo a menos de tres pasos… Si Linda se hubiera despertado…
—Los críos duermen como troncos, Carmine. Margaretta probablemente no se despertó en ningún momento, a juzgar por cómo está la cama: no hay señales de lucha. Linda estuvo dormida durante toda la operación, inconsciente. El tipo habrá tardado dos minutos en total, como mucho.
—Entonces la cuestión es: ¿quién dejó abierto el cerrojo de la ventana? ¿Es que el señor Bewlee no las comprobaba regularmente, o lo hizo nuestro amigo en una visita previa?
—Lo hizo él con anterioridad. Supongo que el señor Bewlee echa los cerrojos en cuanto empieza el frío de verdad y luego ya no los quita hasta que llega el deshielo. La casa tiene un sistema de calefacción por conductos de aire realmente bueno, y hace demasiado frío para que las chicas abrieran la ventana. Aquí, en invierno, hay diez grados menos que en Holloman.
Paul entró sacudiendo la cabeza.
—Entonces, vamos a mirar aquí dentro sin dejarnos un centímetro; hay que meter la ropa de cama de Margaretta en una bolsa, y sobre todo que no se dejen la funda de la almohada, Carmine —dijo Patrick mientras su primo salía de la habitación—, si esta chica es alta, delgada y bien negra, el tío ha modificado todos sus criterios. Puede que no sea el mismo tío.
—¿Quieres apostar?
—Treinta días… una técnica de secuestro distinta… un tipo de chica distinto… ¿esperas que me crea todo eso?
—Sí, lo espero. El factor más importante no ha cambiado. Esta chica es tan pura y virginal como las otras. Las variaciones que se dan no me dicen que le hayamos asustado mucho. El tío tiene un plan general, y esto forma parte de él. Doce chicas en veinticuatro meses. Puede que ahora vaya a hacer doce chicas en doce meses. Es el día de Año Nuevo. Puede que la estatura y el color de la piel sean irrelevantes, o bien que Margaretta sea su nuevo tipo.
Patrick inspiró de forma audible.
—Crees que también cambiará las cosas que les haga, ¿verdad?
—Eso me dice mi instinto, sí. Pero no te quepa duda de una cosa, Patsy. Ha sido nuestro hombre. No se trata de otro tío.
Carmine dejó a Abe y Corey para volver junto a Patrick. Les tocaba a ellos hacer la ronda por Dublin Road, preguntando si alguien había visto u oído algo. Era improbable, siendo Nochevieja, entre las fiestas y el alcohol.
Eran las diez y media de la mañana cuando el Ford tomó el camino de entrada de los Smith, una vereda larga y sinuosa que terminaba ante una casa muy grande de estilo tradicional, de tablas de madera pintada de blanco emplazada sobre una loma, con ventanas de guillotina de palillería flanqueadas por postigos de color verde oscuro. No era de antes de la Revolución, pero tampoco nueva. Cinco acres de tierra y bosque agreste, excepto donde se alzaba la casa; no había jardineros en la familia Smith.
Atendió a la puerta una atractiva mujer de unos cuarenta años; la mujer del Profe, sin duda. Cuando Carmine se presentó, la abrió de par en par y le recibió en una casa amueblada en el estilo clásico que el exterior sugería; objetos bonitos, y una decoración que, aunque sin escatimar gastos, obedecía a criterios nada arriesgados. Era evidente que los Smith podían permitirse cualquier cosa que les viniera en gana.
—Bob anda por aquí, no sé dónde —dijo Eliza vagamente—. ¿Le apetece una taza de café?
—Sí, gracias. —Carmine la siguió hasta una cocina a la que habían dado astutamente una serie de toques para que pareciera cien años más antigua de lo que era en realidad, desde agujeros de carcoma a un efecto desvaído en la pintura.
Mientras Eliza servía su café al visitante, entraron dos chicos adolescentes. No se apreciaba en ellos el entusiasmo natural en los varones de su edad; Carmine estaba acostumbrado a que los muchachos le acribillaran a preguntas, ya que invariablemente consideraban la suya una vocación llena de glamour, y el asesinato más fascinante que cualquier cosa que pudieran ver en la tele. Sin embargo, los chicos de los Smith, que le fueron presentados como Bobby y Sam, parecían más asustados que curiosos. Tan pronto su madre les dio permiso, desaparecieron, con órdenes de buscar a su padre.
—Bob no está bien —dijo Eliza, con un suspiro.
—La tensión debe de ser considerable.
—No se trata realmente de eso. Su problema es que no está acostumbrado a que las cosas vayan mal, teniente. Bob ha tenido una vida de ensueño. Criado en una familia de yanquis distinguidos, con mucho dinero, siempre fue el primero de la clase y ha conseguido todo aquello que quería, incluida la cátedra William Parson. A ver si me entiende, sólo tiene cuarenta y cinco años… ¿puede figurarse que no había cumplido treinta cuando se la dieron? ¡Y le ha ido de fábula! No ha recibido más que honores y galardones.
—Hasta ahora —dijo Carmine revolviendo el café, que olía demasiado a rancio para que supiera bien. Dio un sorbo y descubrió que su olfato no le engañaba.
—Hasta ahora —convino ella.
—La última vez que le vi me dio la impresión de que estaba deprimido.
—Muy deprimido —dijo Eliza—. Las únicas ocasiones en que se le ve un poco animado es cuando baja al sótano. Eso será lo que haga hoy. Y mañana también.
El profesor Smith entró con aire atormentado.
—Teniente, qué sorpresa —dijo—. Feliz Año Nuevo.
—No, señor, nada feliz. Acabo de llegar de Groton, donde se ha producido otro secuestro, con un mes de antelación.
Smith se desplomó en la silla más cercana, con el rostro súbitamente blanco como el papel.
—En el Hug no —dijo—. En el Hug no.
—En Groton, profesor. Groton.
Eliza se puso rauda en pie, con una gran sonrisa forzada.
—Bob, enséñale al teniente tu capricho.
«Qué inteligente es usted, señora Smith —se dijo Carmine—. Sabe que no he venido de visita para desearles feliz Año Nuevo, y que estoy a punto de pedirles que me dejen echar un vistazo por aquí extraoficialmente. Pero no quiere que su marido rechace mi amable petición, de modo que ha cogido el toro por los cuernos y ha empujado al Profe a cooperar sin sentirse importunado.»
—¿Mi capricho? ¡Ah, mi capricho! —dijo Smith, e inmediatamente se le iluminó el semblante—. ¡Mi capricho, por supuesto! ¿Le gustaría verlo, teniente?
—Desde luego que sí. —Carmine dejó su café sin lamentarlo en absoluto.
La puerta del sótano estaba equipada con varios cerrojos que habían sido instalados por un profesional, y que a Bob Smith le llevó cierto tiempo abrir. La escalera, de madera, estaba pobremente iluminada; al llegar abajo, el Profe accionó un interruptor que inundó la totalidad de una habitación enorme con una luz cruda, sin sombras. Carmine, boquiabierto, contempló lo que Eliza Smith había denominado un capricho.
Una mesa más o menos cuadrada, de quince metros por lado, ocupaba toda la habitación. Sobre su superficie se había reproducido de manera realista un paisaje con colinas onduladas, valles, una cadena de altas montañas, varias mesetas, bosques de perfectos árboles minúsculos; corrían ríos, un lago descansaba bajo las faldas de un cono volcánico, caía agua de lo alto de un risco. Asomaban granjas, sobre una llanura se extendía una ciudad, otra se elevaba en una brecha entre dos colinas. Y por todas partes centelleaban plateados los raíles gemelos de un ferrocarril en miniatura. Puentes de vigas de acero, fieles hasta el detalle de los remaches, cruzaban los ríos, un ferry atravesaba el lago arrastrado por una cadena, un viaducto de hermosos arcos conducía las vías a través de las montañas. En las afueras de las ciudades había estaciones de ferrocarril.
¡Y qué trenes! Un aerodinámico Super Chief corría a gran velocidad entre los árboles de un bosque para luego superar de modo impecable un puente colgante. Dos locomotoras diésel tiraban de un tren de mercancías con vagones de carbón, otro estaba formado por tanques de gasolina y productos químicos, un tercero por vagones de carga de madera. En la estación de una de las ciudades estaba parado un tren suburbano local.
En total, Carmine contó once trenes, todos ellos en movimiento, excepto el humilde tren local varado en su estación, a velocidades que oscilaban entre la celeridad del Super Chief y el pesado arrastrarse de un mercancías lastrado con tantos tanques de gasolina que tenía locomotoras insertadas a pares a lo largo de su formidable longitud. ¡Y todo en miniatura! A juicio de Carmine, era una de las maravillas del mundo, un juguete por el que daría lo que fuera.
—No había visto nada igual en toda mi vida —dijo, con voz ronca—. No hay palabras para describirlo.
—Llevo montándolo desde que nos mudamos aquí, hace dieciséis años —dijo el Profe, animándose por momentos—. Son todos de tracción eléctrica, pero hoy pensaba cambiarlos a vapor.
—¿A vapor? ¿Quiere decir locomotoras alimentadas con madera? ¿O carbón?
—De hecho, genero el vapor quemando alcohol, pero el principio es el mismo. Es mucho más divertido que ponerlos a dar vueltas tirando de la luz de la casa.
—Apuesto a que pasa aquí ratos estupendos con sus hijos.
El Profe se puso tenso, y adoptó una mirada que a Carmine le dio un escalofrío: habría tenido una vida regalada, pero bajo la depresión y la autoindulgencia, había al menos algo de temple.
—Mis hijos no bajan aquí, lo tienen prohibido —dijo—. Cuando eran más pequeños y la puerta no tenía cerrojos, destrozaron el lugar. ¡Lo destrozaron! Me llevó cuatro años reparar el estropicio. Me partieron el corazón.
A Carmine le faltó poco para objetar que sin duda los chicos ya eran lo bastante mayores para respetar los trenes, pero decidió no entrometerse en los asuntos domésticos de Smith.
—¿Cómo lo hace cuando tiene que llegar al centro? —optó por preguntar, entornando los ojos al mirar las luces—, ¿con una grúa?
—No, voy por debajo. Está todo montado por secciones relativamente pequeñas. Hice que un ingeniero hidráulico instalara un sistema que me permite levantar una sección todo lo necesario y apartarla a un lado, de modo que pueda hacer mis modificaciones de pie. Aunque sirve sobre todo para limpiar. Si voy a cambiar de diésel a vapor, simplemente llevo el tren hasta el borde, ¿lo ve?
El Super Chief abandonó su ruta, cruzó a través de varios cambios de aguja mientras otros trenes eran detenidos o desviados, y se detuvo en los márgenes de la mesa. Carmine casi creyó poder oír su siseo y su estrépito metálico.
—¿Le importa que eche un vistazo a su sistema hidráulico, profesor?
—No, en absoluto. Tenga, necesitará esto. Allí abajo está oscuro. —El Profe le tendió una linterna de buen tamaño.
Lo que eran cilindros, martillos y bielas, había en cantidad, pero pese a que estuvo gateando por todos los rincones bajo la mesa, Carmine no pudo encontrar trampillas secretas ni compartimentos ocultos; el suelo era de cemento, lo mantenían muy limpio, y que existiera un vínculo entre trenes y jovencitas parecía cuando menos improbable.
El niño que había en él habría estado en la gloria de haberse pasado el resto del día jugando con los trenes del Profe, pero en cuanto se hubo convencido de que el sótano de los Smith no guardaba más que trenes, trenes y más trenes, Carmine se despidió. Eliza le guió a través de la casa tras pedirle él permiso para inspeccionarla. La única cosa que la puso nerviosa en algún momento fue una vara que había sobre un aparador del comedor, con la punta ominosamente astillada. «Así que el Profe pega a sus hijos, y no flojo. Bueno, mi padre me pegó a mí hasta que fui más grande que él, menudas pulgas se gastaba el alfeñique. Después de él, los sargentos instructores del ejército de Estados Unidos fueron peritas en dulce.»
De casa de los Smith fue a la de los Ponsonby, no lejos de allí, pero no había nadie. Las puertas abiertas del garaje dejaban ver un Mustang escarlata, pero no la furgoneta que Carmine había visto en el aparcamiento del Hug. ¡Era curioso, la de gente que conducía descapotables de ocho cilindros en V! «Desdemona, y ahora Charles Ponsonby. Hoy ha debido de salir con su hermana en la furgoneta; probablemente, la hermana y su perro guía necesitaban espacio.»
Decidió no visitar a los Polonowski; lo que hizo fue pararse en una cabina telefónica y llamar a Marciano.
—Danny, envía a alguien al norte del Estado a visitar la cabaña de Polonowski. Si está ahí con Marian, que no le molesten, pero si está solo o no está, tus hombres deberían echar un vistazo, con toda educación, para que Polonowski no piense en cosas como órdenes de registro.
—¿Cuál es tu veredicto sobre el secuestro de Groton, Carmine?
—Ah, es nuestro hombre, pero haciendo una demostración de que esto va a ser duro. Ha variado su patrón, ha saludado el Año Nuevo con una canción nueva. Habla con Patrick en cuanto vuelva. Yo estoy dándome una vuelta por las casas de los huggers. ¡No, no te asustes! Sólo un vistazo. Aunque si encuentro a alguien en casa les pediré que me dejen inspeccionar lugares como sótanos y áticos. ¡Danny, tendrías que ver lo que tiene el Profe en su sótano! ¡Increíble!
Aprovechó que estaba en la cabina para llamar a los Finch, cuyo teléfono sonó y sonó sin respuesta. Los Forbes, según descubrió, tenían un servicio de contestador, probablemente por el gran número de pacientes humanos que Forbes veía. La voz melosa de la operadora le informó de que el doctor Forbes se encontraba en Boston ese fin de semana y le dio un teléfono de Boston. Cuando llamó a éste, el doctor Addison Forbes le habló con irritación.
—Acabo de enterarme de que se han llevado a otra chica —dijo Forbes—, pero a mí no me mire. Mi mujer y yo estamos aquí arriba con nuestra hija Roberta. Acaban de admitirla en Obstetricia y Ginecología.
«Estoy quedándome sin sospechosos», pensó Carmine, colgó y regresó al Ford.
Entrando en Holloman por Sycamore, decidió ver a qué dedicaba Tamara Vilich los fines de semana.
Tras mirar quién era desde detrás de los cristales de la puerta principal, Vilich la abrió envuelta en ropas nada propias de una hugger: un vestido de fina seda, vaporoso, a la altura de la cadera por ambos lados, muy sexy, que no dejaba gran cosa a la imaginación. «Es una de esas mujeres —pensó Carmine— que nunca llevan bragas. Una exhibicionista.»
—Tiene usted todo el aspecto de estar necesitando un buen café. Entre —dijo, sonriente, mientras el escarlata de su atuendo volvía sus ojos camaleónicos bastante rojos y demoníacos.
—Bonito nido tiene usted aquí —dijo él, echando una mirada general.
—Eso —dijo ella— suena tan manido que no parece sincero.
—Era por darle conversación.
—Pues désela usted mismo un momento mientras me ocupo del café. —Desapareció en dirección a la cocina, dejándole libre para apreciar su decoración a placer. Sus gustos se decantaban por lo ultramoderno: colores brillantes, asientos de cuero bueno, más cromados y cristal que madera. Pero no se detuvo mucho en ello: concentró su atención en los cuadros que asaltaban sus indefensas paredes. El lugar de honor lo ocupaba un tríptico. La tabla izquierda mostraba una mujer desnuda pintada en carmín, con un rostro grotescamente feo, arrodillada para adorar una estatua de aspecto fálico de Jesucristo; la tabla central mostraba a la misma mujer tendida de espaldas, abierta de piernas y con la estatua en la mano izquierda; la tabla derecha la mostraba con la estatua introducida en su vagina y el rostro estallando en pedazos como si lo hubiera alcanzado una bala con punta de mercurio.
Captado el mensaje, eligió un asiento desde el que no tuviera que ver aquella cosa repulsiva.
Los demás cuadros exhibían más ira y violencia que obscenidad, pero él no colgaría ninguno de ellos en su casa. Un ligero tufo a óleo y trementina le indicó que Tamara debía de ser la artista, pero ¿qué la impulsaba a elegir aquellos temas? El cadáver en putrefacción de un hombre colgado cabeza abajo de un patíbulo; una cara que no llegaba a humana gruñendo y babeando; un puño apretado rezumando sangre entre los dedos… Puede que Ponsonby los aprobara, pero Carmine tenía el ojo lo bastante certero para juzgar que su técnica no era excelente; no, esto no era lo bastante bueno como para interesar a un entendido tiquismiquis como Chuck. No tenía otro poder que el de ofender.
«O está enferma o es más cínica de lo que sospechaba», pensó.
—¿Le gusta mi trabajo? —preguntó ella al reunirse con él.
—No, me parece enfermizo.
Ella echó atrás su impecable cabeza y rió con ganas.
—Confunde usted mis motivos, teniente. Pinto lo que cierto mercado busca y busca sin tener nunca suficiente. El problema es que mi técnica no es tan buena como la de los maestros del género, por lo que sólo puedo vender mi obra por los temas que trata.
—O lo que es lo mismo, por una miseria, ¿no?
—Sí. Aunque tal vez un día pueda ganarme la vida con ello. Lo que da dinero son las ediciones limitadas de grabados, pero yo no soy litógrafa. Debería tomar unas clases que no me puedo permitir.
—Todavía está pagando por el desfalco del Hug, ¿eh?
Ella se levantó de la silla como disparada por un resorte y volvió a la cocina sin responder.
Su café era muy bueno; Carmine bebió con avidez y se sirvió una danesa de manzana recién salida del congelador.
—Es usted propietaria del edificio, tengo entendido —dijo, sintiéndose ya mejor.
—¿Ha estado investigando al personal?
—Claro. Es parte de mi trabajo.
—Pero aún tiene el atrevimiento de sentarse a juzgar mi obra. Sí —prosiguió, acariciándose la garganta con una mano larga, bellísima—, la casa es mía. Alquilo el segundo piso a un residente de Radiología y su mujer, que es enfermera, y el piso de arriba a una pareja de ornitólogas lesbianas que trabajan en la torre Burke de Biología. Los alquileres me han asegurado el pan desde mi pequeño… eh… desliz.
«Eso es, Tamara, niega la evidencia, te queda mejor que fingir indignación.» —El profesor Smith me dio a entender que fue su entonces marido el cerebro de la operación.
Ella se inclinó hacia delante, con los pies recogidos debajo de sí, y elevó desdeñosamente un labio.
—Dicen que uno no hace aquello que no quiere, así que ¿a usted qué le parece?
—Que le quería usted mucho.
—¡Qué perspicaz por su parte, teniente! Supongo que así debía de ser, pero siento que ha pasado una eternidad.
—¿Deja usar el sótano a sus inquilinos? —preguntó él.
Ella bajó sus delicados párpados y curvó levemente los labios.
—No. El sótano es mío.
—No tengo orden judicial, pero ¿le importa que eche un vistazo?
Sus pezones se marcaron de pronto, como si le hubiera entrado frío.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó bruscamente.
—Otro secuestro. Anoche, en Groton.
—Y usted cree que, porque pinto lo que pinto, soy una psicópata con un sótano bañado de sangre. Mire cuanto quiera, me importa un carajo —dijo ella, y se fue a lo que Carmine adivinó que había sido en tiempos una segunda habitación, pero que ahora era su estudio.
Carmine le tomó la palabra y anduvo husmeando por el sótano, pero no encontró nada peor que una rata muerta en una trampa. Si Tamara le cayese bien, la hubiera tirado por ella; como no era el caso, no lo hizo.
Su dormitorio era muy interesante: cuero negro; sábanas de satén negro sobre una cama cuya estructura era lo bastante robusta como para atarle unas esposas; una piel de cebra sobre la alfombra negra, con la cabeza intacta y un par de ojos resplandecientes de cristal rojo. «Apuesto que no eres tú la que recibe los latigazos, cariño —pensó Carmine, paseando silenciosamente—. Eres una dominatriz; me pregunto a quién estarás azotando.»
Sobre la mesilla de noche del lado que él supuso sería el suyo, descansaba una fotografía en un recargado marco de plata; una anciana de expresión severa que se parecía a Tamara lo bastante para ser su madre. Carmine la cogió de un modo que habría parecido distraído de haber entrado ella en la habitación, y luego retiró la parte de atrás rápidamente. ¡Bingo! Un filón. Detrás de mamá había una foto de cuerpo entero de Keith Kyneton; estaba en pelota picada, exhibiendo un tipo digno de Mister Universo, y empalmado como un quinceañero. Al cabo de treinta segundos, mamá estaba de vuelta en la mesilla. «¿Cuándo aprenderán que esconder una foto detrás de otra es el truco más viejo que hay en el libro de los engaños? Ahora lo sé todo de ti, señorita Tamara Vilich. Puede que azotes a otros, pero no a él… su trabajo se resentiría. ¿Jugáis a cosas juntos, entonces? ¿Le vistes de bebé y le das con una pala en el trasero? ¿Haces de enfermera que le pone un enema? ¿O de maestra estricta que le inflige humillaciones? ¿De fulana que lo engancha en un bar? ¡Vaya, vaya!»
Como no le quedaba nadie más por visitar, volvió a casa, pero bajó del ascensor en el piso diez y llamó al intercomunicador de Desdemona. Respondió su voz carente de tono; no era síntoma de desagrado, era efecto de la tecnología.
—Ha habido otro —dijo escuetamente, mientras se deshacía de sus prendas de abrigo.
—¡Carmine, no! ¡Sólo ha pasado un mes!
Él echó un vistazo alrededor, localizó la cesta de labor y un mantel que ella estaba terminando más rápidamente que en sus días de excursionista.
—¿Por qué es usted tan tacaña, Desdemona? —preguntó Carmine, cuyo humor se había enrarecido hasta caer en el absoluto desánimo, y necesitaba descargarlo en alguien—. ¿Por qué no se gasta dinero en sí misma? ¿A qué viene esta vida estoica? ¿No se puede comprar un vestido bonito de vez en cuando?
Ella se quedó de pie, petrificada, con una línea blanca dibujada en torno a sus labios apretados y un fulgor de dolor en los ojos que no le había mostrado ni siquiera por Charlie.
—Soy una solterona, ahorro para mi vejez —dijo sin levantar la voz—. Pero hay algo más. De aquí a cinco años me vuelvo a casa… a un lugar sin violencia, sin polis que juegan con pistolas y sin Monstruo de Connecticut. Por eso.
—Lo siento, no tenía derecho a hacerle esa pregunta. Perdóneme.
—No será hoy, y puede que nunca —dijo ella, abriendo la puerta. Las prendas de abrigo salieron detrás de su propietario, hechas un amasijo arrojado al suelo—. Buenas noches, teniente Delmonico.