13

Sábado, 1 de enero de 1966

—¡Por Dios, qué cruz! —dijo Desdemona, arrugando la nariz—. Esa maldita alcantarilla ya está haciendo de las suyas otra vez. —Por un momento, se debatió entre llamar o no a la puerta de su casero mientras bajaba las escaleras, pero finalmente optó por no hacerlo. Al hombre no le había hecho mucha gracia la presencia de policías en su propiedad, y le venía insinuando que tal vez fuera mejor que se buscara un nuevo alojamiento. De modo que se aguantaría con la alcantarilla para evitar otra confrontación.

Cuando abrió la puerta de su apartamento, el hedor a heces la golpeó inexorablemente, pero ni se dio cuenta. Lo único que vio fue el rostro ennegrecido y congestionado de Charlie, el poli que solía hacer el turno de noche los jueves. Estaba tumbado en actitud de haber peleado desesperadamente, con los brazos y las piernas abiertos y doblados, pero era la cara, la cara… Hinchada, con la lengua fuera, los ojos fuera de las órbitas. Una parte de Desdemona quería gritar, pero eso la habría señalado como la típica mujer, y Desdemona se había pasado media vida demostrando al mundo que era igual que cualquier hombre. Agarrándose a las jambas de la puerta, se obligó a permanecer inmóvil el tiempo necesario hasta que estuvo segura de que podía aguantarse en pie. Las lágrimas afloraron a sus ojos, y cayeron. ¡Oh, Charlie! «Se aburre uno mucho con este servicio», le había dicho una vez que le pidió un libro. Ya se había leído todo lo que le gustaba de la librería del condado, que no era mucho. «¿Algo de Raymond Chandler, o de Mickey Spillane?»

Pero lo mejor que había podido ofrecerle había sido uno de Agatha Christie, que no le gustó o no entendió.

Bien, ya estaba. Desdemona soltó las jambas y empezó a volverse para ir hasta el teléfono. Entonces reparó en el pliego de papel pegado sobre la ventana que filtraba luz al rellano superior. Escrito en negro rotundo sobre un blanco deslumbrante, impecablemente impreso.

¡PUTA CHIVATA,

ERES UNA RATA!

ESE DAGO LELO

NO ES NINGÚN OTELO,

¡MAS TE HE DE COGER!

¡YA PUEDES CORRER!

—Carmine —dijo con calma cuando él se puso al aparato—. Le necesito. Charlie está muerto. Asesinado. —Tragó saliva. Inspiró hondo—. A la misma entrada de mi casa. ¡Venga, por favor!

—¿Todavía la tiene abierta? —preguntó él, con idéntica calma.

—Sí.

—Pues ciérrela, Desdemona, ahora mismo.

Casi ningún sargento de despacho había visto jamás pasar corriendo a Carmine Delmonico, pero ahora iba volando, con Abe y Corey tras sus pasos, llevando su abrigo, su gorro y su bufanda. Y no había pasado un minuto cuando Patrick O’Donnell salió tras sus pasos.

—¡Caray! —dijo el sargento Larry D’Aglio a su auxiliar—. Debe de estar lloviendo mierda.

—En una mañana así, no creo —dijo el auxiliar—. Demasiado frío.

—Estrangulado a garrote, con una cuerda de piano —dijo Patrick—. ¡Pobre diablo! Opuso resistencia, pero refleja. Le pasaron el cable alrededor del cuello y por el lazo sin darle tiempo a enterarse de qué estaba sucediendo.

—¿El lazo? —preguntó Carmine, volviéndose tras leer los ripios de la ventana.

—Nunca había visto algo así. Un lazo en un extremo de la cuerda, una manilla de madera en el otro. Deslizas la manilla por dentro del lazo, das un paso atrás y tiras con todas tus fuerzas. Charlie no tuvo manera de ponerle la mano encima.

—Y luego pegó la nota en la ventana, frío como un témpano… ¡Mírala, Patsy! Completamente recta, justo en mitad del cristal… ¿Cómo la ha pegado ahí?

Patrick levantó la vista y pareció asombrarse.

—¡Jesús!

—Bueno, Paul sabrá decírnoslo cuando la baje. —Carmine echó los hombros atrás—. Va siendo hora de que llame a su puerta.

—¿Cómo estaba cuando llamó por teléfono?

—En cualquier caso, no farfullaba. —Dio unos golpes en la puerta y la llamó en voz alta—. ¡Desdemona, soy Carmine! Déjeme entrar.

Tenía la cara transida y blanca, le temblaban las manos, pero conservaba el control de sí misma. No le daba pie a estrecharla entre sus brazos y reconfortarla.

—Menuda pista falsa —dijo ella.

—Sí, el tipo ha vuelto a subir la apuesta. ¿Qué tiene de beber?

—Té. Soy inglesa, no nos va mucho el coñac. Sólo té. Hecho como Dios manda, con hojas, no de bolsita. Holloman es un lugar bastante civilizado, ¿sabe? Hay una tienda de té y café donde puedo conseguir Darjeeling. —Le precedió hacia la cocina—. Me puse a prepararlo cuando oí las sirenas.

Nada de tazones; tazas y platitos, frágiles, pintados a mano. La tetera estaba tapada con algo parecido a una muñeca antigua, como un miriñaque de espeso acolchado rematado con volantes, del que asomaban por extremos opuestos el asa y el pitorro. Leche, azúcar, pastas incluso. «Bueno, tal vez la observancia escrupulosa de los rituales domésticos es su forma de ser fuerte. De aguantar.»

—Primero se sirve la leche —dijo, retirando la muñeca de la tetera.

A Carmine le faltó valor para decirle que él lo tomaba al estilo norteamericano, suave, sin leche y con una rodaja de limón. De modo que dio educadamente un sorbo al ardiente brebaje y esperó.

—¿Ha visto la nota? —preguntó ella, con mejor cara gracias al té.

—Sí. Ya no puede seguir usted aquí, por supuesto.

—¡Dudo que me dejaran! A mi casero ya le hizo poca gracia que me pusiera guardias. Ahora estará echando espuma por la boca. Pero ¿adónde puedo ir?

—Custodia de protección. En mi edificio tenemos un piso reservado para gente como usted.

—No puedo permitirme el alquiler.

—Custodia de protección quiere decir que no paga alquiler, Desdemona.

¿Por qué era tan tacaña?

—Entiendo. Entonces será mejor que vaya haciendo las maletas. No tengo gran cosa.

—Tome un poco más de té primero, y respóndame a unas preguntas. ¿Oyó algo inusual durante la noche? ¿Vio a Charlie?

—No, no oí nada. Tengo un sueño profundo. Charlie me saludó al empezar su turno… Le oí llegar, aunque era pasada la hora en que suelo acostarme. Acostumbra a gorronearme un libro, aunque no aprecie mucho mi selección de autores.

—¿Le dio alguno anoche? —No había necesidad de explicarle que supuestamente Charlie no debía leer durante el servicio.

—Sí, uno de Ngaio Marsh. Le intrigó el nombre, no sabía cómo pronunciarlo. Pensé que le gustaría más que Agatha Christie… En las novelas de Marsh, las víctimas suelen morir en medio de un charco de excrementos. —Se estremeció—. Igual que Charlie.

—¿Algún indicio de que llegara a entrar en el apartamento?

—No, y créame, he mirado. No hay un alfiler fuera de su sitio.

—Pero podría haberlo hecho. Esto es algo con lo que no había contado.

—No se eche la culpa, Carmine, por favor.

Él se levantó.

—¿Hay algo que le haga a usted chillar alguna vez, Desdemona?

—Oh, sí —dijo ella muy seria—. Las arañas y las cucarachas.

—Nada de nada, como de costumbre —dijo Patrick en el despacho de Silvestri—. Ni huellas dactilares, ni fibras, ni residuos de ningún tipo. Tuvo que usar algo para medir en la ventana. El cartel (porque es demasiado grande para llamarlo una nota) estaba colocado con extrema precisión. Equidistante al milímetro. Y lo pegó con cuatro pelotillas de plastilina, apretó las cuatro esquinas, y hasta ajustó el lado izquierdo para levantarlo un poquito. ¡Y es bastante original! Lo hizo con tipografía Times Bold de Letraset. Sobre un papel lo bastante fino como para poner una retícula pautada debajo: las letras están perfectamente niveladas. De un bloc de dibujo barato, de los que compran los chavales en cualquier gran almacén. Hizo presión sobre el Letraset con algo metálico y redondeado: el mango de un cuchillo, o la empuñadura de un escalpelo. No con un bolígrafo: algo mucho más romo.

—¿Puedes hacerte una idea del tamaño de sus manos por la forma en que apretó el papel sobre la plastilina? —preguntó Marciano.

—No. Creo que puso un trapo entre sus dedos y el papel.

—¿Por qué dijiste que el garrote era poco corriente, Patsy? —preguntó Carmine, suspirando—. Un lazo y una manilla no son algo tan extraordinario.

—Éstos sí. La manilla no es de madera. Está tallada en un fémur humano. Pero no lo talló él. Parece increíblemente viejo, así que voy a datarlo con carbono catorce. La cuerda es una cuerda de piano.

—¿Se clavó tanto como para cortar la piel? —preguntó Silvestri.

—No, lo justo para ocluir el conducto del aire y las carótidas.

—Ya había usado uno de éstos antes.

—Oh, sí, tiene mucha práctica.

—Pero se dejó el garrote. ¿Quiere eso decir que ha acabado de jugar con eso? —preguntó Abe.

—Yo diría que sí.

—¿Todavía crees que Desdemona Dupre es una pista falsa? —preguntó Corey, que estaba más afectado que el resto; la mujer de Charlie era muy amiga de la suya.

—¡No puedo creer que sea otra cosa! —exclamó Carmine, llevándose las manos al cabello—. No tiene un pelo de tonta… si supiera algo, me lo habría dicho.

—¿Cuál es tu teoría sobre ella, Carmine? —preguntó Silvestri.

—Que la ha elegido por varias razones. Una, que está sola. Es más fácil de alcanzar. Otra, que es todo lo distinta de su tipo de víctimas que puede llegar a serlo una mujer. Y, quizá la más importante, que sabe que Desdemona es justamente la hugger a la que estoy recurriendo, desde un principio. En la nota, o el cartel, la llama chivata.

—¿Qué me dices del cartel? —apretó Silvestri.

—¡Ah, es toda una perla, señor! Quiero decir, la fraseología es más de inglés internacional que norteamericano. Usa signos de puntuación. Emplea el término dago, un despectivo para referirse a los italianos que usamos aquí, pero que está pasado de moda. Hoy en día, somos wops. Señala su nivel cultural al referirse a mí como «Otelo», cuya mujer se llamaba Desdemona. —Reparó en la expresión de Corey y la interpretó—. Un elemento de mucho cuidado llamado Yago se aprovechó de su carácter posesivo y su pasión por Desdemona. Hizo creer a Otelo que ella le era infiel. Y Otelo fue y la estranguló. Dadas las circunstancias, un garrote era probablemente lo más que podía acercarse a la estrangulación.

—¿Te está tendiendo una trampa? —preguntó Patrick.

—Lo dudo. Le ha tendido una trampa a ella. Lo que quería, en realidad, era demostrarnos que no podemos hacer nada por protegerla si él decide actuar.

—¡Un asesino de polis! —dijo Corey, lleno de furia.

—Un asesino de niñas —agregó Marciano—. ¡Tenemos que detenerle, Carmine!

—Lo haremos. No pienso aflojar, Danny, pase lo que pase.

La única forma de entrar en el apartamento de Desdemona, en el décimo piso del edificio de Seguros Nutmeg, era hablar por un intercomunicador y luego marcar un código de diez números en un cerrojo especial. El código lo cambiaban todos los días, y no se permitía a nadie ponerlo por escrito, ni siquiera a Desdemona.

Que no se quejó cuando Carmine se tomó la libertad de entrar aquella noche cargado con bolsas de papel marrón llenas de ultramarinos.

—Té Darjeeling del Scrivener’s… café de Colombia, del mismo sitio… pan integral… mantequilla… jamón en lonchas… algunas cenas preparadas en bandejas… bagels de pasas frescas… mayonesa… pepinillos… galletas con trocitos de chocolate… todo lo que me ha parecido que podría gustarle —dijo, depositando las bolsas en la encimera de la cocina.

—¿Estoy bajo asedio? —preguntó ella—. ¿No se me permite ir a trabajar o de excursión los fines de semana?

—Salir de excursión, desde luego que no, pero esta noche cenaremos en el Malvolio’s, o donde usted quiera. No saldrá nunca sin dos policías de escolta, que no se dedicarán a leer —dijo él—. La puerta supone que no tengo que dedicar dos buenos agentes a vigilancia, pero en el momento en que la cruce se convierte en propiedad del Gobierno.

—Esto no va a gustarme nada —dijo ella, mientras cogía su abrigo de un perchero.

—Entonces, confiemos en que no dure mucho.