Jueves, 16 de diciembre de 1965
Puesto que no había nevado antes del día de Acción de Gracias y la primera quincena de diciembre no había sido más fría de lo habitual, casi toda la gente de Connecticut pensó que podrían pasar unas Navidades verdes. Entonces, la noche previa al día en que Carmine debía viajar a Nueva York para ver a los Parson, cayó una nevada de tomo y lomo. Como detestaba los trenes y no tenía intención de hacer el viaje apretujado en un vagón que apestaría a lana mojada, tabaco y mal aliento, Carmine salió temprano en el Ford, para encontrarse la I-95 reducida de tres a dos carriles, pero transitable. Cuando llegó a Manhattan, las quitanieves sólo habían pasado por las avenidas, básicamente porque era imposible sacar de las calles los coches necesarios para que pudieran pasar ellas. Recorrió la avenida Park a paso de tortuga hasta que pudo girar por Madison, sin tener idea de dónde iba a poder aparcar, pero Roger Parson Junior se había ocupado del asunto. En cuanto se detuvo frente a un edificio que no era ni el más alto ni el más bajo de la manzana, un portero uniformado se apresuró a pedirle las llaves y endosárselas a un subalterno. Él se encargó de conducir a Carmine a través de un vestíbulo de mármol de Lovanto decorado en púrpura principesco, pasando de largo ante la fila de ascensores hasta llegar a uno que estaba separado de los otros, en un extremo. El ascensor de ejecutivos: con llave en los mandos y una decoración a tono con su rango.
Roger Parson Junior le recibió al abrirse sus puertas en el piso cuarenta y tres, con Richard Spaight a su lado, aunque ligera y sutilmente retrasado.
—Teniente, celebro que haya desafiado al tiempo para venir. ¿Ha llegado en tren?
—No, en coche. Es más difícil manejarse por Manhattan que venir desde Connecticut —dijo Carmine, tendiéndole su abrigo, su bufanda y su gorra de cazador.
Parson observó la gorra, fascinado.
—Ah… ¿una referencia deliberada a Sherlock Holmes?
—Si quiere bromear, señor, supongo que sí. Lo compré en Londres hace algunos años, cuando los gorros rusos no eran tan populares, con Joe McCarthy dando guerra. Calienta las orejas.
Una secretaria de mediana edad se fue a pasos enérgicos llevándose sus prendas, mientras Parson invitaba a Carmine a pasar a una sala de reuniones más bien pequeña, equipada con seis butacas en torno a una mesa baja, y seis sillas alrededor de otra más alta. El suelo era de parqué cubierto de alfombras persas de seda; los muebles de arce tallado, con profusión de nudos; las librerías lucían frontales de cristal emplomado en forma de rombos. Lujoso pero sobrio, a excepción de los cuadros que colgaban de las paredes.
—Es parte de la colección de arte del tío William —dijo Spaight, mientras indicaba a Carmine que debía sentarse en una de las butacas—. Rubens, Velázquez, Poussin, Vermeer, Canaletto, Tiziano. Para ser precisos, la colección pertenece a la Universidad Chubb, pero somos libres de posponer la transmisión del legado, y francamente, nos agrada contemplarlos.
—No se lo reprocho —dijo Carmine, preguntándose al sentar sus posaderas en el cuero granate de su butaca si alguna vez lo habrían mancillado tejidos tan baratos como el de sus pantalones.
—Tengo entendido —dijo Roger Parson Junior cruzando una de sus delgadas y elegantemente vestidas piernas sobre la otra— que el Hug congrega ahora manifestaciones raciales.
—Sí, señor, siempre que el tiempo no lo impide.
—¿Cómo es que no están haciendo ustedes nada al respecto?
—La última vez que eché un vistazo a la Constitución, señor Parson, permitía las manifestaciones pacíficas de todo tipo, incluidas las raciales —dijo Carmine en tono neutro—. Si se producen disturbios, podemos actuar, en otro caso no. Tampoco nos parece prudente recurrir a medios coactivos que pudieran provocar disturbios. Resulta embarazoso para el Hug, pero no se está importunando a su personal al entrar o salir.
—Debe usted admitir, teniente, que al menos desde nuestro punto de vista la policía de Holloman no ha estado precisamente brillante en ningún momento durante los últimos dos meses y medio —dijo Spaight, con los labios contraídos—. Ese asesino parece estar dándoles sopas con honda a todos ustedes. Quizás haya llegado el momento de llamar al FBI.
—Consultamos al FBI regularmente, señor, se lo aseguro, pero el FBI está tan huérfano de pistas como nosotros. Hemos preguntado en todos los estados del país por detalles de crímenes de la misma naturaleza, sin resultados positivos. Durante las últimas dos semanas, por ejemplo, hemos revisado las credenciales y los destinos de varios cientos de profesores sustitutos, sin resultados positivos. No hemos pasado por alto nada que pudiera brindarnos una solución.
—¡Pues no entiendo —dijo Parson, malhumorado— por qué sigue en libertad! ¡Tienen ustedes que tener alguna idea de quién es el responsable!
—La metodología policial depende de una red de conexiones —repuso Carmine, que había pensado en lo que iba a decir durante el largo trayecto—. En circunstancias normales, contamos con una bolsa de posibles sospechosos, ya se trate de asesinato, atraco a mano armada o tráfico de drogas. Los criminales y los polis nos conocemos todos. Nosotros, el término policial de la ecuación, conducimos las investigaciones por derroteros bien trillados, porque es lo que mejor funciona. Los de mi rango llevamos en esto tiempo suficiente para haber desarrollado un instinto bastante certero en lo que se refiere a determinar quién está en el término criminal de la ecuación. Los asesinatos siguen un patrón, llevan una firma. Los robos siguen un patrón, llevan una firma. Firmas que nos conducen hasta los autores.
—Este asesino sigue un patrón y deja una firma —dijo Spaight.
—No es eso de lo que estoy hablando, señor Spaight. Este asesino es un fantasma. Secuestra a chicas, pero no deja el menor rastro de su persona tras de sí. Nadie le ha visto ni oído nunca. No parece que ninguna de las chicas le conociera. En cuanto comprendimos que buscaba víctimas de origen caribeño y pudimos en consecuencia dar protección a todas las chicas de ese perfil, él cambió a una chica mestiza de negro de Connecticut y blanca de Pennsylvania. El mismo tipo físico, pero de distinto origen étnico. Secuestrada en un instituto situado en plena ciudad, con mil quinientos estudiantes. Introdujo variaciones en sus métodos que no estoy autorizado a revelarle. Lo que puedo decirles, señores, es que no hemos avanzado un milímetro, estamos donde estábamos hace dos meses y medio. Porque la red de conexiones no existe. No es un criminal profesional, es una entelequia anónima. Un fantasma.
—¿No podría tener antecedentes por otro delito? ¿Violación? —preguntó Parson.
—También lo hemos investigado, y con peine de púas finas. Mi propia impresión es que responde tanto al tipo de violador como al de asesino, que incluso la violación es más importante para él que el asesinato, y mata sólo para asegurarse de que la víctima no pueda hablar. He revisado personalmente cientos de expedientes buscando cualquier cosa que pudiera apuntar a un violador que ha subido la apuesta. Tras comprobar que ninguno de los convictos o acusados de violación cuadraba con el perfil, pasé a examinar los casos en que la chica o la mujer retiró los cargos, cosa que sucede a menudo. Vi fotos de las chicas, descripciones de su violación, pero mi instinto de poli no me dio la alerta en ningún momento. Si él hubiera estado allí, estoy seguro de que me la habría dado.
—Entonces debe de ser joven —dijo Spaight.
—¿Por qué lo dice, señor?
—Su actividad criminal se remonta a dos años. Alguien capaz de crímenes tan horrendos habría debido de manifestar sin duda síntomas de tipo maníaco antes de la madurez.
—Buen argumento, pero no creo que este asesino sea muy joven, no señor. Es frío, calculador, ingenioso, sin conciencia ni la sombra de una duda. Todo eso sugiere madurez, no juventud.
—¿Es posible que sea del mismo origen étnico que sus víctimas?
—Todos habíamos considerado esa posibilidad, señor Parson, hasta que cruzó la frontera étnica. Uno de los psiquiatras del FBI pensaba que podría parecerse a sus víctimas, tener el mismo color, por ejemplo, pero si ese hombre existe, no le hemos localizado, y no tiene antecedentes.
—O sea que lo que nos está usted diciendo en realidad, teniente, es que si atrapan, o cuando atrapen, a este asesino, no será mediante sus métodos más tradicionales.
—Sí —dijo Carmine cansinamente—, eso es lo que estoy diciendo. Como tantos otros, se estrellará por casualidad o accidente.
—No es una opinión muy tranquilizadora —dijo Parson en tono adusto.
—Ah, le atraparemos, señor. Le hemos forzado a introducir cambios, y seguiremos apretándole. No creo que su estado mental sea tan sereno como antes.
—¿Sereno? —preguntó Spaight, asombrado—. ¿Cómo que sereno?
—¿Por qué no? —replicó Carmine—. Carece de sentimientos, señor Spaight, al menos de lo que usted y yo entendemos por sentimientos. Está loco, pero cuerdo.
—¿Cuántas chicas más van a morir tras una agonía indescriptible? —inquirió Parson, con toda mordacidad.
Carmine torció el gesto.
—Si pudiera responderle a esa pregunta, conocería la identidad del asesino.
Entró una camarera uniformada empujando un carrito y procedió a preparar la mesa alta.
—¿Nos hará el honor de quedarse a comer, teniente? —preguntó Roger Parson Junior, poniéndose en pie.
—Gracias, señor.
—Tome asiento, se lo ruego.
Carmine se sentó y observó la cubertería, de Lenox.
—Nosotros somos patriotas —dijo Spaight, sentándose a la derecha de Carmine en tanto que Parson se situaba a su izquierda. Rodeado.
—¿En qué sentido, señor Spaight?
—Cubertería norteamericana, mantelería norteamericana. Todo norteamericano, en realidad. Era al tío William a quien gustaban los productos extranjeros.
«Productos extranjeros. No es la expresión que yo usaría para describir la alfombra —pensó Carmine—. O el Velázquez.»
Un mayordomo y la camarera les atendieron en la mesa: salmón ahumado de Nueva Escocia con finas tostadas con mantequilla; ternera asada en su jugo con pomme Lyonnaise y espinacas al vapor; un surtido de quesos y café de calidad suprema. Nada de alcohol.
—La comida con Martini —dijo Richard Spaight— es una maldición. Si me entero de que un cliente se ha permitido tomar uno, me niego a verle. Los negocios exigen tener la cabeza despejada.
—El trabajo policial también —dijo Carmine—. A ese respecto, el comisario Silvestri capitanea una tripulación sobria. Nada de alcohol si no es fuera de las horas de servicio, y nada de borrachines en el cuerpo. —Estaba mirando el Poussin, de una belleza onírica—. Es precioso —dijo a su anfitrión.
—Sí, para esta sala elegimos obras de gran armonía. Los grabados de la guerra de Goya están en mi despacho. Cuando se vaya, de todas formas, no deje de fijarse en nuestro único Greco. Está al final del pasillo, protegido con cristal antibalas —dijo Roger Parson Junior.
—¿Alguna vez les han robado obras de arte? —no pudo evitar preguntar el policía.
—No, es demasiado difícil entrar aquí. O tal vez es que hay muchos otros objetivos más accesibles. Esta ciudad está llena de arte magnífico. A menudo me entretengo en elucubrar cómo haría para robar un buen Rembrandt del Metropolitan, o un Picasso del marchante de la calle Cincuenta y tres. Si me lo propusiera en serio, creo que ninguno de los dos sería imposible.
—Tal vez su tío William también conociera los trucos.
Richard Spaight soltó una risita ahogada.
—¡Y tanto que los conocía! En sus tiempos era bastante más fácil, por supuesto. Si estabas en Pompeya o en Florencia, lo único que tenías que hacer era darle al guía diez dólares de propina. Debería usted ver el suelo de mosaico del jardín de invierno de la casa vieja de Litchfield… espléndido.
«Feliz Navidad, ja, ja —pensaba Carmine mientras subía al Ford, al que ya le habían calentado el motor, para dirigirse de vuelta a casa—. Ninguno de ellos es el Monstruo, pero si desaparece un Rembrandt del Metropolitan, creo que le chivaré al departamento de policía de Nueva York dónde ha de buscar. M. M. estará criando malvas antes de que esa panda renuncie a la colección del tío William, aunque sean productos extranjeros.»