Lunes, 13 de diciembre de 1965
Con un caso como el del Monstruo, que se estaba dilatando tanto en el tiempo, el problema era que la cantidad de trabajo que podía efectuarse disminuía poco a poco; el domingo había sido un día dedicado a tratar de leer, cambiar de un canal de televisión a otro y un poco a dar vueltas nerviosamente entre cuatro paredes. De modo que para Carmine fue un alivio llegar a las nueve de la mañana del lunes al Hug. Donde se encontró con un grupo de hombres de raza negra apiñados en el exterior, enarbolando pancartas en que se leía ASESINOS DE NIÑAS y ENEMIGOS DE LOS NEGROS. La mayoría llevaba cazadoras de la Brigada Negra sobre ropa militar de faena. Había dos coches patrulla aparcados en las inmediaciones, pero los manifestantes se comportaban pacíficamente, contentándose con chillar y alzar sus puños en el gesto acuñado personalmente por Mohammed el Nesr. No había entre ellos ningún cabecilla de la Brigada Negra, observó Carmine; eran todos activistas de base que esperaban poder atrapar en sus redes a un reportero de televisión o dos. Al avanzar Carmine hacia la puerta de entrada, le ignoraron, salvo por unos cuantos gritos de «¡Cerdo!».
Claro que los noticiarios del fin de semana habían hablado mucho de Francine Murray. Carmine había trasladado en su momento a Silvestri la advertencia de Derek Daiman, pero aunque hasta el momento no había ocurrido nada, cualquier poli con un poco de olfato habría podido adivinar que se avecinaban problemas. Holloman no era la única población afectada, pero parecía haberse convertido en el foco de toda indignación, general o particular. El papel del Hug en el asunto lo había asegurado, y desde luego, los periódicos no estaban coronando las fotos de John Silvestri y Carmine Delmonico con laureles; los editoriales del fin de semana habían sido en general puras diatribas contra la incompetencia policial.
—¿Les ha visto? —farfulló el Profe cuando Carmine entró en su despacho—. ¿Les ha visto? ¡Manifestantes, aquí!
—Es difícil no verlos, profesor —dijo Carmine secamente—. Cálmese y escúcheme. ¿Se le ocurre alguien que pudiera estar resentido con el Hug? ¿Un paciente, por ejemplo?
El Profe no se había lavado su magnífica cabellera, y al afeitarse había pasado por alto tantos pelos como los que había rasurado. Síntomas de una personalidad o un ego en colapso, o comoquiera que lo llamaran los psiquiatras.
—No lo sé —dijo, como si Carmine le hubiera salido con algo inconcebible, de puro ridículo.
—¿Visita usted a algún paciente personalmente, señor?
—No, hace años que no, salvo por alguna consulta ocasional en relación con un caso que tenga a todos desconcertados. Desde que se inauguró el Hug, mi función ha sido estar por mis investigadores, discutir con ellos sus problemas si se encuentran ante un dilema o si las cosas no les salen como ellos esperaban. Yo les doy consejos, a veces les sugiero nuevas vías de investigación. Entre eso, mi programa de clases y conferencias y la lectura, estoy demasiado ocupado para ver pacientes.
—¿Quién visita pacientes? Refrésqueme la memoria.
—Sobre todo, Addison Forbes, dado que su investigación es enteramente clínica. Los doctores Ponsonby y Finch ven algunos, mientras que el doctor Polonowski tiene una clínica importante. Es muy bueno en síndromes de malabsorción.
«¿No pueden hablar en cristiano?», hubiera querido preguntar Carmine. Pero dijo:
—¿Así que sugiere usted que debería hablar en primer lugar con el doctor Forbes?
—Vaya a verlos en el orden que prefiera —dijo el Profe, mientras convocaba a Tamara apretando un timbre.
«He aquí otra hugger que parece no tener ninguna prisa —observó Carmine—. Me pregunto qué pretende. Una mujer atractiva y con buena presencia, pero sabe que no le quedan muchos años buenos.»
Addison Forbes pareció quedarse perplejo.
—¿Que si veo pacientes? —preguntó—. ¡Pues más bien sí, teniente! Paso consulta con hasta treinta o treinta y pico a la semana. Nunca menos de veinte, desde luego. Soy tan conocido que mi bolsa de pacientes no es sólo nacional, sino internacional.
—¿Es posible que alguno de ellos albergue algún resentimiento contra usted o el Hug, doctor?
—Mi querido amigo —dijo Forbes en tono altanero—, ¡raro es el paciente que comprende su enfermedad! En cuanto un tratamiento no obra los milagros que él pueda haberse inducido a creer que obraría, le echa la culpa a su médico. Pero yo pongo especial cuidado en advertir a todos mis pacientes que soy un médico corriente, no un médico brujo, y esta precaución ya constituye un avance en sí misma.
«Es quisquilloso, intolerante y condescendiente, aparte de un neurótico», fue la opinión de Carmine, que se cuidó mucho de expresarla. Optó mejor por preguntar amablemente:
—¿Alguno de ellos le ha amenazado alguna vez?
Forbes reaccionó horrorizado.
—¡No, nunca! Si lo que busca son pacientes que amenacen, debería interrogar a cirujanos.
—El Hug no tiene cirujanos.
—Ni recibe amenazas de pacientes —fue la seca respuesta de Forbes.
Por el doctor Walter Polonowski, supo que un síndrome de malabsorción significaba que un paciente no toleraba algo que la naturaleza ha concebido como alimento para todo el mundo, o bien que había desarrollado una preferencia por sustancias que la naturaleza no ha concebido como alimento para nadie.
—Aminoácidos, frutas o verduras, plomo, cobre, gluten, todo tipo de grasas —le dijo Polonowski, compadeciéndose de su ignorancia—. Si uno ve muchos pacientes, la lista de sustancias es prácticamente interminable. La miel puede provocar un shock anafiláctico, por ejemplo. Pero por lo que yo me intereso principalmente es por el grupo de sustancias que causan lesiones cerebrales.
—¿Tiene algún paciente que le guarde rencor?
—Supongo que cualquier médico los debe de tener, teniente, pero personalmente no recuerdo a ninguno. En el caso de mis pacientes, los daños se han producido antes de que lleguen a verme siquiera.
«Otro hugger que parece quemado», pensó Carmine.
Mucho peor aspecto ofrecía el doctor Maurice Finch.
—Me culpo por el intento de suicidio del doctor Schiller —dijo Finch, desolado.
—Lo hecho, hecho está, y no puede decir que fuera usted la causa, doctor Finch, de verdad que no puede. El doctor Schiller tiene muchos problemas, como sin duda usted ya sabe. Además, le salvó la vida —dijo Carmine—. Culpe a la persona que escondió aquí a Mercedes Álvarez. Ahora, olvídese por un momento del doctor Schiller y trate de recordar si alguna vez ha recibido amenazas de alguno de sus pacientes. O si en alguna ocasión ha escuchado a alguno proferirlas contra el Hug mismo.
—No —dijo Finch, con aire desconcertado—. Nunca.
La misma respuesta que recibió del doctor Charles Ponsonby, aunque la expresión de Finch fue de atención, de súbito interés.
—Es una idea a considerar, ciertamente —añadió Finch, frunciendo el entrecejo—. Uno olvida que esas cosas pasan, pero está claro que deben de pasar. Pensaré en ello, teniente, e intentaré hacer memoria, por lo que a mí se refiere y también por mis colegas. Aunque estoy seguro casi al cien por cien de que a mí nunca me ha ocurrido. Soy demasiado inofensivo.
Al salir del Hug, Carmine enfiló la calle Oak, fustigado por un viento inclemente, en dirección a la Facultad de Medicina de la Chubb, donde dio unas cuantas vueltas por el habitual laberinto de pasillos y túneles que estas instituciones se especializan en desplegar, hasta encontrar por fin el Departamento de Neurología. Allí pidió ver al profesor Frank Watson.
Quien le recibió de inmediato, obviamente deleitado por el infortunio del Hug, aunque no se olvidara de deplorar los asesinatos.
—Tengo entendido que fue usted quien dio su apodo al Centro Hughlings Jackson, profesor —dijo Carmine, con una ligera sonrisa.
Watson se infló como un sapo, se acarició el fino bigote negro y enarcó una ceja negra y móvil.
—Sí, fui yo. Lo odian, ¿verdad? Lo odian con todas sus fuerzas. Sobre todo Bob Smith.
«¡Cómo te gusta hacer de Mefistófeles!», pensó Carmine.
—¿Y usted, odia al Hug?
—Con toda mi alma —dijo con suma franqueza el profesor de Neurología—. Aquí me tiene, con tanta gente brillante en mi equipo como ellos, teniendo que pelear por cada centavo de fondos para investigación que consigo. ¿Sabe cuántos galardonados con el premio Nobel hay en esta Facultad de Medicina, teniente? ¡Nueve! Figúrese: ¡nueve! Y ninguno es un hugger. Juegan en mi bando, subsistiendo a base de subvenciones paupérrimas. ¡Bob Smith puede darse el lujo de comprar material que luego utiliza de Pascuas a Ramos, si es que lo llega a usar, mientras que yo he de contar el número de gasas que gasto! Tanto dinero ha sido la ruina de Bob Smith, que de no ser por eso habría podido hacer algún descubrimiento de cierta trascendencia neurológica. Él no trabaja, languidece. Lo suyo es pura pose.
—Está usted dolido, ¿eh? —preguntó Carmine.
—Dolido es poco —dijo Frank Watson, rabioso—. ¡Es una verdadera, absoluta agonía!
El regreso a la calle Cedar reveló que de la chaqueta de Francine Murray no se había desprendido ninguna pista, más allá de su presencia en la taquilla, que tampoco había ayudado en nada. Carmine supo por Silvestri que el Travis había pasado el día sin incidentes, de momento; de hecho, había habido más problemas en el instituto Taft, que cubría una zona que incluía el gueto de la avenida Argyle. «Lo que necesitan todos —pensó— es un poco de liderazgo político sensato, pero al menos algo tienen de bueno Mohammed el Nesr y su Brigada Negra: al que se mete en drogas, aunque sea con algo tan inofensivo como la maría, le expulsan directamente de su organización. Él quiere a sus soldados con la cabeza despejada y firmes en sus propósitos. Y eso está bien, sean sus propósitos los que sean. Y ya pueden dar gracias Silvestri y el alcalde: mientras la Brigada Negra no haga nada más que desfilar arriba y abajo por la calle Quince con escobas sobre el hombro izquierdo, no van a crearles dificultades. Sólo que ¿cuántas armas, y de qué tipo, esconden tras esas paredes acolchadas? Algún día, alguno se irá de la lengua, y entonces obtendremos la orden de registro que necesitamos para echar un vistazo.
»Uno de diciembre… Nuestro hombre golpeará de nuevo hacia finales de enero o primeros de febrero, y nosotros estamos tan lejos de atraparle como Mohammed el Nesr de convencer al grueso de la población negra de Holloman de que la revolución es el camino.» Levantó el auricular de su teléfono y marcó.
—Ya sé que no es miércoles, pero ¿tengo alguna posibilidad de que me permita pasar a recogerla y llevarla a cenar a un chino, o a donde quiera? —preguntó a Desdemona.
Parecía, pensó ella, sumamente incómodo, por más que le sonriera cuando se deslizó en el interior de su Ford, y se esforzara por darle conversación hasta que salió disparado del coche y entró en El Faisán Azul, para volver a salir cargado de cajas de cartón bajo los brazos.
A partir de ahí permaneció en silencio, incluso después de completar su meticuloso trasvase de la comida a cuencos blancos con tapa e invitarla a sentarse a la mesa.
—Sí que se complica usted —dijo ella, mientras apilaba comida en su plato y aspiraba sus aromas con deleite—. Yo estaría encantada aunque hubiéramos comido directamente de las cajas, ¿sabe?
—Eso sería un insulto —contestó él, aunque distraídamente.
Como estaba hambrienta, Desdemona no dijo nada más hasta que hubieron terminado de cenar; entonces apartó su plato, y cuando Carmine alargó el brazo para retirarlo ella se lo agarró firmemente.
—Siéntese, Carmine, y cuénteme qué ocurre.
Él miró su mano como sorprendido por algo, luego suspiró y se sentó. Antes de que ella pudiera retirar la mano, Carmine puso la suya encima y la dejó allí.
—Me temo que voy a tener que retirarle la protección.
—¿Eso es todo? Carmine, hace semanas que no ha ocurrido nada. Estoy segura de que quienquiera que fuese se aburrió hace siglos. ¿No se le ha pasado por la cabeza que quizá todo esto ha sido porque a veces hago bordados para la iglesia católica? Después de todo, lo único que rompieron fue una casulla de cura… Es posible que quien fuese pensara que la pieza de Chuck Ponsonby era sospechosa, pero no claramente eclesiástica; la verdad es que tenía ese aspecto como de altar, alargada y estrecha como era. Los tapetes de aparador lo tienen, por lo general.
—Lo pensé —admitió él.
—¿Lo ve? Ahora sólo hago encargos de ropa doméstica: manteles y servilletas.
—¿Encargos?
—Sí, cobro por mi trabajo. De hecho, un pico. La gente con posibles se aburre de ver siempre los mismos artículos de punto de cruz o encaje de bolillos que producen como churros en las regiones con industria artesanal. Lo que yo hago es único. A la gente le encanta, y mi saldo bancario aumenta considerablemente. —Puso cara de remordimiento—. No lo declaro… ¿por qué había de hacerlo, si no puedo votar por más que pague los mismos impuestos que cualquiera?
Él llevaba un rato acariciándole el brazo con la punta de los dedos como si le gustara su tacto, pero de pronto se detuvo.
—A veces —dijo, circunspecto— me dan ataques de sordera. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Algo de que no vota?
—No importa. —Retiró la mano, aparentemente cohibida—. Hemos aclarado el tema principal, que es la retirada de mis escoltas. Es un alivio, se lo digo con toda sinceridad. Aunque hay puertas macizas entre ellos y yo, nunca me siento realmente en la intimidad. ¡Así que, lo que es por mí, que se vayan con viento fresco! —Vaciló antes de preguntar—: ¿Cuándo?
—No estoy seguro. El clima puede ser su mejor aliado. Por si no lo ha advertido, se está levantando viento, y a partir de mañana las temperaturas van a caer bastante por debajo de cero. Eso hace que se quede todo el mundo en casa. —Se levantó de la mesa—. Venga y siéntese aquí, póngase cómoda y a gusto, tómese un coñac, y hábleme.
—¿Que le hable?
—Eso es, hábleme. Hay ciertas cosas que necesito saber, y usted es la única a quien puedo preguntar.
—¿Preguntar qué?
—Acerca del Hug.
Ella torció el gesto, pero aceptó el coñac, lo que él interpretó como un gesto de aquiescencia.
—Muy bien, pregunte.
—Comprendo el estado de ánimo del Profe, igual que el del doctor Finch, pero ¿por qué está tan tenso Polonowski? Se lo pregunto, Desdemona, porque quiero que me dé respuestas que no tengan que ver con el asesinato. Si no sé por qué se comporta de modo sospechoso algún hugger, tiendo a relacionarlo con el asesinato, y puede que pierda así un tiempo precioso. Esperaba que Francine les exculpara a todos ustedes, pero no ha sido así. Ese tipo es astuto como una rata de cloaca, tanto como para encontrar la forma de estar en dos sitios a la vez. ¿Qué sabe de Polonowski?
—Walt está enamorado de su técnica, Marian, pero también está atado de pies y manos a un matrimonio del que creo que se arrepintió hace muchos años —dijo ella, haciendo girar el coñac en su copa—. Hay cuatro hijos por medio: son muy católicos, así que ni hablar de contracepción.
—«No aflojes el cierre de tu odre hasta que llegues a Atenas» —citó Carmine.
—¡Bien traído! —exclamó ella, apreciando su agudeza—. Supongo que Walt es uno de esos tipos cuyo odre adquiere vida propia en cuanto se mete en la cama junto al cáliz de su mujer. Ella se llama Paola, y es una mujer agradable convertida en una arpía. Es mucho más joven que él, y le culpa de la pérdida de su juventud y su belleza.
—¿Él está liado con Marian?
—Sí, desde hace meses.
—¿Dónde se ven? ¿En el Mayor Menor, algunas tardes? —preguntó Carmine, refiriéndose a un motel de la carretera 133 con gran actividad en cuestión de fornicación ilícita.
—No. Él tiene una cabaña en algún sitio al norte del Estado.
«Mierda —pensó Carmine—. El tío tiene una cabaña de la que no sabíamos nada. Qué oportuno.» —¿Sabe dónde?
—Me temo que no. No se lo ha dicho ni siquiera a Paola.
—¿Su aventura es del dominio público?
—No, son muy discretos.
—¿Cómo se ha enterado usted, entonces?
—Porque encontré a Marian en los servicios de la cuarta planta hecha un mar de lágrimas. Creía que estaba embarazada. Cuando la consolé y le aconsejé que si tenía dudas sobre la píldora se hiciera poner un diafragma, se desahogó confesándome toda la historia.
—¿Y estaba embarazada?
—No. Falsa alarma.
—Vale, pasemos a Ponsonby. Tiene reproducciones de arte un poco raras colgadas en las paredes de su despacho, por no mencionar las cabezas reducidas y las máscaras demoníacas. Torturas, monstruos que devoran a sus hijos de una pieza, gente chillando.
Desdemona estalló en carcajadas tan contagiosas que él se sintió reconfortado.
—¡Ay, Carmine! ¡Es que Chuck es así! Su afición por el arte no es más que otra faceta de su insufrible esnobismo. A mí me da lástima.
—¿Por qué?
—¿Nadie le ha dicho que tiene una hermana ciega?
—Hago mis deberes, Desdemona, así que hasta ahí llego. Tengo entendido que ella es el motivo por el que se quedó en Holloman. Pero ¿por qué le inspira lástima él? Ella, aún.
—Porque él ha construido su vida entera en torno a ella. Nunca se casó ni tienen parientes cercanos, aunque conocen a los Smith desde la infancia. Viven solos en una casa de antes de la Revolución, en Ponsonby Lane. En otro tiempo fueron dueños de todas las tierras en unos dos kilómetros a la redonda, pero la educación de Claire costaba mucho dinero, como también la de Chuck, y deduzco que pasaron sus apuros en vida de sus padres. Las tierras las vendieron todas, eso desde luego. Chuck adora el arte surrealista y la música clásica. Claire no puede apreciar la pintura, pero también es melómana. Ambos son gourmets y muy entendidos en vino. Él me da pena porque cuando habla de su vida en común lo hace extasiado, ponderándola de una forma que se me hace… en fin, extraña. Es su hermana, no su mujer, aunque algunos de los miembros más crueles de la plantilla hacen bromas al respecto. Yo creo que en el fondo de su corazón Chuck debe de lamentarse de estar atado a Claire, pero es demasiado leal para admitirlo siquiera ante sí mismo. En cualquier caso, él no puede ser el Monstruo, no tendría tiempo ni libertad para eso.
—Los cuadros me parecieron raros, eso es todo —dijo él como disculpándose.
—A mí me gustan esos cuadros. Pueden gustarte o no gustarte.
—Vale, pasemos a otro. Sonia Liebman.
—Una mujer muy agradable, muy buena en su trabajo. Su marido, Benjamín Liebman, se dedica a las pompas fúnebres. Tienen una única hija, que va a la universidad cerca de Tucson, donde cursa el primer ciclo de Medicina. Quiere entrar en el Ministerio de Sanidad.
«Pompas fúnebres. Mierda, no he hecho bien los deberes.» —¿Benjamin trabaja para alguna funeraria, o está jubilado?
—¡No, por Dios! Tiene su propio negocio, cerca de Bridgeport, no sé muy bien dónde. —Desdemona cerró los ojos, apretando los párpados—. Eh… funeraria El Consuelo, creo que se llama.
«Mierda y mierda. Un lugar ideal para un asesino aficionado a la disección. Tendré que hacer una visita mañana a la funeraria El Consuelo.»
—¿Satsuma y Chandra?
—Están buscando trabajo en otro sitio. Corre el rumor de que Nur Chandra ya ha recibido una oferta de Harvard, que está ansiosa por igualar la clasificación por números de premios Nobel. Hideki todavía no lo tiene claro. Su decisión depende de algún modo de las armonías de su jardín.
Carmine suspiró.
—¿Por quién apuesta usted, Desdemona?
Ella pestañeó.
—Del Hug, por nadie, se lo digo con toda sinceridad. Llevo allí cinco años, lo que me convierte en una recién llegada. La mayor parte de los investigadores están un poco chiflados, de una u otra manera, pero eso les viene de casta. Son de lo más… inofensivos. El doctor Finch habla con sus gatos como si pudieran responderle; el doctor Chandra trata a sus macacos como si fueran miembros de la realeza hindú… hasta el doctor Ponsonby, que tiene a sus ratas en menos estima que los demás, se interesa por lo que hacen. Ninguno de los investigadores es un psicótico, eso podría jurarlo.
—¿Ponsonby no tiene simpatía a sus ratas?
—¡Carmine, de verdad! ¡Al doctor Ponsonby no le gustan las ratas, simplemente! A mucha gente, yo incluida, no le gustan las ratas. La mayoría de los investigadores se acostumbran y llegan a desarrollar un gran afecto por ellas, pero no todos. Marvin agarra una rata con las manos desnudas para ponerle una inyección en la tripa y le da un beso en el bigote por su amabilidad. En cambio, el doctor Ponsonby usa guantes de protección si es que no le queda más remedio que agarrar una rata. Sus incisivos atravesarían sin problemas un guante más grueso… ¡vaya, pueden roer cemento!
—No está siéndome de mucha ayuda, Desdemona.
Un leve repiqueteo en la ventana hizo que Desdemona se pusiera en pie.
—¡Aguanieve, qué puñeta! Ideal para conducir. Lléveme a casa, Carmine.
«Y con eso —pensó él, suspirando para sus adentros— me despido de intentar volver a cogerle la mano. No es que me ponga, más bien es que bajo toda esa eficiente independencia hay una mujer dulce hasta decir basta tratando de salir a la superficie.»