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Sábado, 11 de diciembre de 1965

«Hasta los planes más elaborados pueden torcerse», pensó Carmine aquella mañana de domingo. Se había producido un atraco a mano armada en una gasolinera, que los ladrones redondearon con dos tiendas de licores, una joyería y otra gasolinera, lo que redujo tanto el número de hombres del que disponía que tuvo claro que el registro les llevaría todo el día. Corey y Abe y cuatro detectives más, todos ellos novatos a los que habría que supervisar. Muy bien. Dos partidas de tres, Abe al mando de una y Corey de la otra, mientras que él mismo iría de volante. Paul estaría disponible si aparecían pruebas que requirieran de su pericia.

Llegaron al Hug a las nueve de la mañana, siendo recibidos en el vestíbulo por el Profe y Desdemona, nada felices, pero con instrucciones del consejo de cooperar.

—Señorita Dupre —dijo Carmine—, acompañe al sargento Marshall y sus hombres por esta planta. Tiene usted las llaves de todo lo que pueda estar cerrado, supongo. Profesor, usted vaya a la primera planta con el sargento Goldberg. ¿Tiene llaves?

—Sí —musitó el Profe, que parecía a punto de desfallecer.

—Cecil está dentro —le dijo Desdemona a Carmine mientras recorrían el pasillo norte.

—¿Debido a este registro?

—No, por sus criaturas. Siempre está por la mañana, los fines de semana. Yo esperaré fuera, por si tiene alguna en la sala principal. Detestan a las mujeres —dijo ella.

—Eso me contó. Usted puede ir con Corey a examinar el taller mecánico y el laboratorio de electrónica. Lo último que deseo es que Roger Parson Junior nos acuse de robar algo. Yo registraré el animalario personalmente.

—Se lo agradezco, teniente —dijo Cecil, que no parecía molesto por aquella invasión—. ¿Quiere ver dónde viven mis criaturas? Hoy están de buen humor.

«Yo también estaría de buen humor si viviera así», se dijo Carmine al entrar en un pequeño vestíbulo separado de la sala principal de los macacos por gruesos barrotes de hierro. Eran tan fuertes, le explicaba Cecil, que si se enfurecían eran capaces de romper los eslabones de las cadenas como si fueran barritas de caramelo. La zona, muy amplia en relación con su población, estaba ambientada como si fuera una sabana rocosa: una pared de rocas rugosas salpicada de agujeros; arbustos; matas de hierba; troncos; árboles de cemento con sus ramas; una luz cálida que recordaba el calor del sol. Unos reostatos conectados a temporizadores aseguraban que hubiera amaneceres y atardeceres.

—¿No es una crueldad privarles de hembras? —preguntó Carmine.

Cecil rió entre dientes.

—Se buscan sus apaños, teniente, igual que hacen los hombres en la cárcel. Se cepillan unos a otros como descosidos. Pero hay un orden para pillar, y el que manda es Eustace. Cuando llega uno nuevo, Eustace lo trinca, se lo cepilla y luego se lo pasa a Clyde, y el viejo Clyde se lo pasa a otro, y así sigue la cosa. Jimmy es el último en pillar. Siempre acaba teniendo que hacerse una paja.

—Bueno, gracias por enseñarme esto, Cecil, pero dudo que aquí hayan escondido nunca a una chica.

—En eso lleva más razón que un santo, teniente.

—¿Qué andan buscando exactamente? —preguntó Desdemona cuando se unió al grupo de Corey en un taller que era el sueño de cualquier mecánico.

—Un armario con un pelo humano dentro; una hebra de ropa; un trozo de uña; una tirilla de cinta industrial; una mancha de sangre. Cualquier cosa que no debiera estar allí.

—¡Ah, y de ahí las lupas y los focos! Creía que todo eso se había acabado con Sherlock Holmes.

—Son las herramientas que proceden en un registro de este tipo. Todos estos hombres son expertos en buscar pruebas.

—El señor Roger Parson Junior no está nada contento.

—Eso me parecía, pero pregúnteme si me importa. La respuesta es: un pimiento.

Sala por sala, armario por armario, cajón por cajón, el registro continuó. Tras convencerse de que no había nada que rascar en la primera planta, Corey y su equipo subieron a la tercera, con Desdemona y Carmine en su estela.

Durante esa inspección más pausada de la tercera planta, Carmine comprendió que la vida en el Hug en circunstancias normales era bastante agradable; la mayoría de los técnicos habían intentado convertir la fría ciencia en cálida familiaridad. Paredes y puertas estaban empapeladas con chistes a los que sólo la gente del gremio les vería la gracia; había también fotografías de personas, y de paisajes, y pósteres de cosas de vivos colores cuya naturaleza Carmine no podía aventurar ni por asomo, aunque sí podía apreciar su belleza.

—Cristales bajo luz polarizada —explicó Desdemona—, o polen, ácaros del polvo, virus… vistos con el microscopio electrónico.

—Algunos de estos rincones parecen el lugar de trabajo de Mary Poppins.

—¿Se refiere al de Marvin? —preguntó ella, señalando una zona en la que todo, desde los cajones a las cajas y los libros, se hallaba cubierto de post-its con mariposas rosas y amarillas—. Piénselo, Carmine. Las personas como Marvin se pasan prácticamente el día entero sin moverse del sitio. ¿Por qué habría ese sitio de ser anónimo y gris? Los empleadores no se paran a pensar que si los habitáculos en los que la gente trabaja fueran más armoniosos y personalizados, es posible que aumentara su rendimiento. Marvin es un poeta, eso es todo.

—El técnico de Ponsonby, ¿no?

—Correcto.

—¿Y Ponsonby no le pone pegas? No tengo la impresión de que le vayan las mariposas rosas y amarillas, considerando que en sus paredes cuelga boscos y goyas.

—Si fuera por él, Chuck pondría pegas, pero el Profe no le respaldaría. La suya es una relación interesante, se remonta a la infancia, y sospecho que ya entonces era el Profe el que mandaba, igual que ahora. —Observó que Corey estaba a punto de mover un aparato de finas columnas de cristal sobre una base con palancas, y chilló—. ¡No se le ocurra tocar el Natelson! Como lo fastidie, amigo, ya le estoy viendo de soprano con los niños cantores de Viena.

—No creo —dijo Carmine muy serio— que eso sea lo bastante grande para esconder nada. Mira en aquel armario.

Miraron en todos los armarios, desde la planta baja a la azotea, sin dejarse uno, pero no encontraron nada. Paul vino a inspeccionar el quirófano, y pasó un algodón por toda superficie que pudiera albergar rastros de fluidos.

—Dudo que vaya a encontrar nada —dijo, no obstante—. Esta señorita Liebman es de lo más pulcra, no se olvida nunca de limpiar los cantos ni por debajo de todo.

—Mi impresión —dijo Abe para sumar su granito de arena al desánimo general— es que han podido llegar al Hug trozos de cuerpos, pero que los metieron en bolsas antes de entrarlos, y fueron directamente del maletero de alguien a la nevera de los animales.

—Un ejercicio negativo, muchachos, del que podemos sacar una conclusión —dijo Carmine—. Sea cual sea el papel del Hug en este asunto, no es ni un zulo ni un matadero.