Viernes, 10 de diciembre de 1965
Habían transcurrido diez días sin que apareciera el menor rastro de Francine Murray, aunque aquella mañana no era Francine Murray quien ocupaba los pensamientos de Ruth Kyneton.
Incluso en lo más crudo del invierno, Ruth Kyneton prefería usar el tendedero de fuera que meter las sábanas recién lavadas en una de esas secadoras. Nada como el olor de la ropa secada al aire fresco y limpio. Además, tenía serias sospechas de que los suavizantes con antiestáticos y aromas artificiales que anunciaban por la tele eran en realidad un complot gubernamental para impregnar la piel de los leales ciudadanos respetuosos con la ley con sustancias diseñadas para convertirlos en zombis. A la que te descuidabas, el Congreso ya estaba pisoteando los derechos de alguien a favor de los borrachos, la chusma o los vándalos, así que ¿por qué no manipular los suavizantes, los desinfectantes del baño o el flúor de la pasta de dientes?
Tendía la colada como está mandado: plegaba el extremo de una prenda solapándola con la previa para que tuvieran un cierto grosor, sujetaba ambas con una pinza, luego metía la esquina opuesta debajo del extremo de la prenda siguiente, ponía una pinza, y así sucesivamente, con la boca llena de pinzas y más pinzas en los bolsillos del delantal. Sí señor, haciéndolo a su manera usaba la mitad de pinzas y le quedaba el tendedero tan abarrotado que no se veía un trozo de cuerda; cuando acababa, encajaba un tronquito bifurcado bajo la cuerda para que no se hundiera demasiado. Lo bueno de aquel día era que no hacía tantísimo frío como para que la ropa se helara mientras estaba húmeda. Por más purista que fuera, a Ruth nunca le había entusiasmado tener que pelearse con una colada congelada.
Mientras hacía esto, reparó en que los tres chuchos del fondo de la calle estaban peleándose en la parte de abajo de su patio; al final acabarían subiendo, porque era lo que hacían siempre, y ella no tenía la menor intención de permitir que unos chuchos mancillaran la blancura cegadora de su colada, sus colores intensamente vistosos. De modo que entró en la casa para coger una escoba de paja y marchó decidida patio abajo, hacia el rincón del extremo donde fluía el hilillo de un arroyuelo. Ese arroyo era un incordio; cierto era que impedía que la tierra se congelase rápidamente, pero formaba barro. Los chuchos estarían rebozados en barro negro y viscoso.
—¡Au! —gritó, cayendo sobre ellos como una bruja recién apeada de su escoba, agitándola con saña—. ¡Au, bichos sarnosos! ¡Vamos, au!
Los tres perros estaban enzarzados amigablemente, más que peleando, tirando de un mismo hueso, largo y lleno de carne, embadurnado de barro, y se resistieron a soltar el trofeo hasta que la escoba de Ruth les dio a dos de ellos con tal fuerza que salieron huyendo, gimoteando, para esperar a una distancia prudencial a que ella se cansara. El tercer perro, el jefe de la banda, se agazapó con las orejas hacia atrás, gruñéndole amenazador. Pero Ruth ya se había olvidado de los chuchos: el hueso era doble, y estaba unido a un pie humano.
No chilló ni se desmayó. Sin soltar la escoba, volvió a entrar en casa para llamar a la policía de Holloman. Hecho esto, se plantó al borde del barro para hacer guardia hasta que llegara la ayuda, mientras los perros, frustrados pero no vencidos, daban vueltas a su alrededor.
Patrick acordonó toda la zona del arroyuelo y se concentró en primer lugar en la sepultura, a diez metros escasos de donde los perros se habían disputado su hallazgo.
—Sospecho que los primeros en encontrarla fueron los mapaches —le dijo a Carmine—, pero estoy convencido de que la sepultaron (sí, tiene que ser Francine) a propósito para que fuera desenterrada al poco tiempo. A treinta centímetros bajo tierra nada más. De diez trozos, ocho siguen en el sitio. Paul encontró el húmero derecho entre unos arbustos… los mapaches. Lo que descubrió la señora Kyneton fueron la tibia, el peroné y el pie izquierdos. Tengo a gente competente buscando, pero no creo que la cabeza esté por aquí.
—Ni yo —dijo Carmine—. Y el Hug vuelve a estar por medio.
—Eso parece. Yo apuesto a que está resentido con ellos por algo.
Carmine dejó que Patrick siguiera con la faena y caminó pesadamente hacia la casa, donde le esperaba Ruth Kyneton, entera y dispuesta a hablar, aunque no fuera en absoluto insensible a la suerte de Francine Murray.
—¡Pobre niña! —exclamó—. Él sí que debería ser pasto de los perros, aunque aún es menos de lo que se merece. ¿Le importa que me haga un poco de té, teniente? Para que me se asienten las tripas.
—A condición de que me sirva uno a mí, señora.
—¿Por qué en nuestra casa? —preguntó—. Eso es lo que me gustaría saber.
—A mí también, señora Kyneton. Pero vayamos por partes: ¿vio u oyó algo anoche?
—¿Está seguro de que fue anoche?
—Bastante seguro, pero cuénteme cualquier cosa desacostumbrada que haya ocurrido durante las nueve últimas noches.
—Nada —dijo ella, mientras metía un par de bolsitas de té en sendos tazones—. No he escuchado ningún ruido. Bueno, ladraban los perros, pero siempre están ladrando. Los Desmond tuvieron una pelotera, con gritos, alaridos, trastos rotos… anteanoche. Cosa de todos los días. Él es un borracho. —Reflexionó un instante—. Bueno, y ella también.
—¿Habría oído usted algo estando dormida?
—Yo no duermo mucho, y nunca hasta que llega mi hijo a casa —dijo Ruth, henchida de orgullo—. Es cirujano especialista en operaciones de cerebro, se ocupa de las burbujitas que se forman en esas venas que revientan como un surtidor.
—Arterias —la corrigió Carmine automáticamente; empezaba a lucirle lo que aprendía en el Hug.
—Eso es, arterias. No tienen a nadie mejor que Keith para tratar las burbujitas. Yo siempre me imagino que es como poner un parche en el tubular de una bici vieja. Me harté de hacerlo cuando era niña. A lo mejor a Keith le viene de allí. Si no, no sé de dónde.
«Si no estuviera tan preocupado y enfadado —pensó Carmine—, puede que me enamorara de esta mujer. Es auténtica.»
—Keith —dijo Carmine—. ¿El marido de la señora Silverman?
—Sí. Va para tres años que se casaron.
—He deducido que el doctor Kyneton acostumbra a llegar tarde a casa…
—Casi siempre. Las operaciones llevan horas y horas. Mi Keith es una fiera con el trabajo. No como su viejo. Él no trabajaba ni encadenado. Sí, yo siempre espero a Keith levantada, para asegurarme de que come. No puedo dormirme hasta que no llega.
—¿Vino tarde anoche? ¿Y anteanoche?
—Anoche, a las dos y media, y a la una y media la noche anterior.
—¿Hace mucho ruido al entrar?
—No. Es silencioso como un fiambre. Pero da lo mismo: yo le oigo igual. Apaga el motor de su coche y baja por la calle en punto muerto, pero yo le oigo —afirmó Ruth Kyneton con rotundidad—. Estoy atenta.
—¿Hubo algún momento anoche en que creyera haberle oído pero luego no entrara? ¿O la noche anterior?
—No. Al único que oí fue a Keith.
Carmine se bebió su té, le dio las gracias y decidió marcharse.
—Le agradecería que no hablara de esto a nadie más que a su familia, señora Kyneton —le dijo cuando estaba ya en la puerta—. Volveré para verles a ellos tan pronto como me sea posible.
Patrick acababa de lavar los trozos de cuerpo y juntarlos sobre su mesa cuando entró Carmine.
—Estaban tan cubiertos de barro, humus y hojas que si sacamos algo en limpio, será de milagro —dijo Patrick—. He recogido todo el líquido del lavado, que es agua destilada, y también una muestra del agua del arroyuelo. Esta vez tengo más sobre lo que trabajar —prosiguió, aparentemente satisfecho—. Los indicios apuntan a una violación similar: una serie de vainas o consoladores de tamaño progresivamente mayor, penetración anal y vaginal. Pero ¿ves esa línea recta amoratada en el segmento superior del brazo, justo bajo los hombros, y esa otra debajo de los codos? La ataron con algo de unos cuatro centímetros de ancho, de tejido fuerte, tipo lienzo. Las contusiones se las produjo al forcejear y no poder liberarse. Esto nos dice también que al tipo no le interesan los pechos. La ató aplastándoselos bajo un corsé de tela que los ocultaba a la vista. Eso quiere decir que la tenía tumbada sobre una mesa. En cuanto a por qué no se limitó a atarla de manos o por las muñecas, lo ignoro. Que dejara libres las piernas tiene más lógica, necesitaba moverlas.
—¿Cuánto tiempo sobrevivió al secuestro, Patsy?
—Una semana, más o menos, pero no creo que le diera de comer. El tracto digestivo estaba vacío. A Mercedes la alimentó a base de leche y copos de maíz. Aunque de Mercedes sólo teníamos el torso, creo que varió algunas de sus costumbres con Francine. O a lo mejor varía un poco con cada víctima. Sin los cuerpos, nunca lo sabremos.
—¿Cuánto tiempo llevaba muerta? —inquirió Carmine.
—Como mucho, treinta horas. Menos, probablemente. La enterraron anoche, no anteanoche, pero yo diría que antes de medianoche. No conservó el cuerpo mucho tiempo después de que muriera, pero puedo decirte que murió desangrada. Mira sus tobillos. —Patrick se los señaló.
Carmine no había llegado tan abajo; se puso rígido.
—Marcas de ataduras —musitó.
—Pero que no son parte de su método de inmovilización. No las llevó más de una hora. ¡Ah, pero es listo, el condenado! No encontraremos fibras ni astillas de estas ataduras, me juego el cuello. Yo apostaría a que la ató con alambre de acero inoxidable de un solo filamento, que manipuló para asegurarse de que las junturas no estuvieran nunca en contacto con su carne. El alambre se le clavaba, pero sin rasgar la piel aserrándola o enganchándose. Estas crías son pequeñas y ligeras, pesan unos treinta y seis kilos. Como a Mercedes, primero la degolló para desangrarla, y más tarde la decapitó; aunque en el caso de Francine, dejó pasar menos tiempo entre una cosa y otra.
—Dime que hay semen.
—Lo dudo.
—¿Examinarás el agua del lavado para ver si hay restos de semen también?
—¡Carmine! ¿Es católico el Papa?
—Espero que sí —dijo Carmine, pellizcándole el brazo a su primo.
De allí fue al despacho de Silvestri, con Marciano caminando pausadamente tras él; Abe y Corey se habían quedado en Griswold Lane, preguntando a los vecinos si habían visto u oído algo fuera de lo normal.
Informó de las novedades a Silvestri y Marciano.
—¿Es posible —preguntó Marciano después— que este tipo no pertenezca al Hug pero albergue algún resentimiento contra ellos, o contra alguien de allí?
—Eso empieza a parecer cada vez más probable, Danny. Aunque ojalá pudiera estar seguro de que todos los huggers estaban donde se supone que debían estar el miércoles de la semana pasada, cuando secuestraron a Francine. Se tardaría veinte minutos largos en ir desde el Hug al Travis y volver, y eso a paso ligero. Mientras que la señorita Dupre no localizó a los huggers de mayor rango hasta pasada media hora. No obstante, al parecer estuvieron todos juntos en la azotea, y dado que sólo son siete, estoy seguro de que una ausencia de veinte minutos seguida de una reaparición entre jadeos habría levantado algunos comentarios. Puede que el doctor Addison Forbes no hubiera vuelto jadeando, lo tengo en cuenta. Dejando eso al margen, está claro que el asesino quiere que creamos que sus crímenes tienen una conexión con el Hug. De no ser así, ¿por qué elegir la casa de los Kyneton como vertedero? Quería que la encontráramos pronto, y por eso escarbó en el barro lo justo para taparla. Debieron de acudir corriendo todas las alimañas en dos kilómetros a la redonda. Está intentando cubrir de mierda a alguien o a algo, pero no sé a quién o a qué.
—¿No crees que los Kyneton tienen algo que ver con el asunto, no? —preguntó Silvestri.
—No he hablado aún con Hilda ni con Keith, pero Ruth Kyneton es trigo limpio.
—¿Adónde vas al salir de aquí?
—Hablaré hoy mismo con Hilda y con Keith, pero voy a dejar a los demás huggers para el lunes. Quiero que se lo rumien un poco durante el fin de semana, viendo los boletines informativos y oyendo a los polis de sofá de la tele.
—Va a seguir matando, ¿verdad? —inquirió Marciano.
—No puede parar, Danny. Tenemos que pararle nosotros.
—¿Qué hay de esa pandilla de nuevos psiquiatras a los que consultan el FBI y la policía de Nueva York? ¿No pueden echar una mano? —preguntó Silvestri.
—Es la misma canción de siempre, John. Nadie sabe gran cosa sobre el asesino múltiple. Los loqueros parlotean sobre rituales y obsesiones, pero son incapaces de aportar nada útil. No saben decirme qué aspecto tiene el tío, ni qué edad, ni qué tipo de profesión, o qué nivel de educación, o cómo pudo ser su infancia… Es un enigma, un puto y completo misterio… —Carmine se detuvo, tragó saliva y cerró los ojos—. Lo siento, señor. Me está afectando.
—Nos está afectando a todos. La cosa es que tal vez haya más de estos asesinos múltiples por ahí de los que no sabemos nada —dijo Silvestri—. Y como haya muchos como el nuestro, alguien tendrá que hacer algo para ayudarnos a cazarlos. Nuestro tipo ha salido de rositas de diez asesinatos antes de que supiéramos siquiera que existía. —Sacó otro cigarro que masticar—. Tú sigue dándole duro y ya está, Carmine.
—Ésa es mi intención —dijo Carmine, poniéndose en pie—. Antes o después, ese cabrón va a patinar, y cuando lo haga yo estaré allí para recogerle al caer.
—¡Oh, esto podría ser la ruina de Keith! —exclamó Hilda Silverman, palideciendo—. ¡Justo ahora que ha recibido una oferta excelente…! ¡No es justo!
—¿Qué oferta es ésa? —preguntó Carmine.
—Para entrar de socio en una clínica privada. Tendría que comprar su participación, por supuesto, pero nos las hemos apañado para ahorrar lo suficiente para hacerlo.
«Lo que explica el enigma de por qué viven en este cuasiarrabal —pensó Carmine, desviando la mirada de Hilda a Ruth, que parecía igualmente preocupada por Keith—. Las Mujeres Unidas de Keith.»
—¿A qué hora llegó usted a casa anoche, señora Silverman?
—Poco después de las seis.
—¿A qué hora se acostó?
—A las diez. Como hago siempre.
—¿No espera usted levantada a su marido, entonces?
—No hace falta, ya lo hace Ruth. Verá, por ahora soy yo la que aporta más ingresos.
El sonido de un coche doblando por la entrada galvanizó a ambas mujeres. Se pusieron en pie de un brinco, corrieron a la puerta principal y ahí se quedaron dando saltitos como dos jugadores de baloncesto disputándose la pelota.
«¡Caramba!», pensó Carmine cuando Keith Kyneton hizo su entrada. Decididamente, un príncipe, no más un sapo de Dayton, Ohio. ¿Cómo había tenido lugar semejante transformación, y cuándo? Su físico y su apariencia eran impecables, pero lo que fascinó a Carmine fue su atuendo. Todo de lo mejorcito, desde los pantalones de tela impermeable cortados a medida a su suave jersey de cachemira. El neurocirujano bien vestido tras un día duro en el quirófano, mientras que su madre y su esposa se surtían en las rebajas de Barato y Feo.
Tras quitarse a sus mujeres de encima, Keith escrutó a Carmine con severos ojos grises, contraídos los generosos labios.
—¿Es usted quién me ha obligado a abandonar el quirófano? —preguntó.
—Ése soy yo. Teniente Carmine Delmonico. Lamento la molestia, pero ¿puedo suponer que la Chubb dispone de algún cirujano de reserva para emergencias?
—¡Por supuesto que sí! —le espetó Keith—. ¿Por qué me ha hecho venir?
Cuando supo el motivo, Keith se derrumbó en un sillón.
—¿En nuestro patio? —musitó—. ¿El nuestro?
—El suyo, doctor Kyneton. ¿A qué hora volvió usted anoche?
—Sobre las dos y media, creo.
—¿Notó algo distinto en el lugar dónde aparcó su coche? ¿Lo aparca siempre delante de la casa, o lo mete en el garaje?
—En lo más crudo del invierno, lo meto en el garaje, pero todavía lo vengo aparcando fuera —dijo, mirando no a Ruth, sino a Hilda—. Es un Cadillac con sólo un año, arranca que da gusto oírlo en una mañana helada. —Iba recobrando su elevado concepto de sí mismo—. La verdad es que me tiene hecho polvo volver a casa a esas horas, realmente hecho polvo.
«Un Caddy nuevo mientras tu mujer y tu madre conducen cafeteras con quince años. Vaya pedazo de mierda que estás hecho, doctor Kyneton.» —No ha respondido a mi pregunta, doctor. ¿Advirtió algo fuera de lo normal anoche al llegar a casa?
—No, nada.
—¿Notó que hacía una noche más bien húmeda?
—La verdad es que no.
—El camino de entrada a su casa no tiene cierre. ¿Había huellas de neumático extrañas?
—¡Ya se lo he dicho, no noté nada! —exclamó, quejoso.
—¿Con qué frecuencia acaba tarde de trabajar, doctor Kyneton? Quiero decir: ¿acaso está Holloman saturada de pacientes que requieran de sus particulares habilidades?
—Dado que la nuestra es la única unidad de todo el Estado con el equipamiento necesario para practicar cirugía cerebrovascular, sí que tendemos a estar saturados.
—¿De modo que para usted volver a casa a las dos o las tres de la madrugada es la norma?
Kyneton se mordió los labios, y bruscamente apartó la vista de su madre, de su mujer, de su interrogador. Ocultando algo.
—No siempre es el quirófano —dijo, malhumorado.
—Y cuando no es el quirófano, ¿qué es?
—Soy profesor no numerario, teniente. Doy charlas que debo preparar, tengo que redactar informes clínicos extremadamente detallados, he de dar clases prácticas en el hospital, y paso bastante tiempo formando a residentes de neurocirugía. —Seguía desviando la mirada.
—Me dice su mujer que va a comprar una participación en una clínica de neurocirugía privada.
—Así es. Un grupo de Nueva York.
—Señora Silverman, doctor Kyneton, muchas gracias. Puede que tenga más preguntas que hacerles más adelante, pero esto es todo por el momento.
—Le acompaño a la puerta —dijo Ruth Kyneton.
—En realidad no era necesario que me acompañara —dijo amablemente Carmine cuando llegaron al porche y hallaron cerrada la puerta principal.
—Me alegro de que seamos dos los que no somos idiotas.
—¿Es eso lo que opina de ellos, señora Kyneton? ¿Que son idiotas?
Ella suspiró y dio una patada a una china que había en las tablas del suelo, lanzándola a la oscuridad de la noche.
—A veces creo que a Keith le trajeron las hadas; nunca encajó, con esos humos que se daba ya antes de ir al jardín de infancia. Pero algo he de reconocerle: se dejó las pestañas para conseguir una educación, para cultivarse. Y le adoraré por eso hasta que me muera. Y Hilda es buena pareja para él, ¿sabe usted? Supongo que no lo parece, pero lo es.
—Si sale adelante lo de la clínica privada, ¿qué pasará con usted? —preguntó, en tono áspero.
—¡Ah, no pienso irme con ellos! —dijo ella, risueña—. Yo me quedo aquí, en Griswold Lane. Ellos cuidarán de mí.
Había muchas cosas que a Carmine le hubiera gustado decir, pero no lo hizo. Lo dejó en un:
—Buenas noches, señora Kyneton. Es usted toda una mujer.
Durante todo el camino de regreso a la calle Cedar, Carmine estuvo dándole vueltas al descubrimiento inesperado de que el asesino a veces escondía a las víctimas in situ para llevárselas más tarde. Le rondaba la cabeza más que el cambio de raza.
—No está suplicándonos que le atrapemos —le dijo a Silvestri—, ni está tirándonos de la barba sólo para demostrarnos lo listo que es. No me creo que su ego necesite esa clase de estímulos. Si nos tira de la barba es porque tiene que hacerlo, como parte de su plan más que de propina. Como lo de enterrar a Francine en el patio trasero de los Kyneton. Según yo lo entiendo, eso es un mecanismo de defensa. Y lo que me dice es que el asesino tiene relación con el Hug, que está resentido con alguien de allí… y que no le preocupa en absoluto que podamos descubrirle.
—Creo que tenemos que registrar el Hug —dijo Silvestri.
—Sí, señor, y más concretamente, tendríamos que hacerlo mañana, en sábado. Pero el juez Douglas Thwaites no va a expedirnos una orden.
—Dime algo que no sepa —gruñó Silvestri—. ¿Qué hora es?
—Las seis —dijo Carmine, mirando el vetusto reloj de estación de tren que colgaba tras la cabeza de Silvestri.
—Voy a llamar a M. M., a ver si puede persuadir al consejo de administración para que nos autorice a hacer el registro. Evidentemente, podrán designar a cuantos huggers quieran para que supervisen el registro, pero ¿a quién preferirías tú, Carmine?
—Al profesor Smith y a la señorita Dupre —dijo Carmine sin pensárselo.
—Le puso una inyección de Demerol —dijo Patrick cuando Carmine entró—. No podía buscar una vena con la chica forcejeando entre sus brazos, pero necesitaba que la droga hiciese efecto lo antes posible. Así que empecé por buscar en el abdomen, y allí estaba. A riesgo de perforar el intestino o el hígado, tuvo que usar una hipodérmica de buen calibre; una jeringuilla de tuberculina fina, de veinticinco G, habría penetrado hasta el fondo más que apartar los órganos. Y por ahí hemos tenido suerte. El pinchazo de una veinticinco G se habría cerrado por completo en la semana que mantuvo a la chica con vida. La de dieciocho G hizo un agujero.
—¿Por qué actúa más rápido el pinchazo en el abdomen que en el músculo?
—Se llama inyección parenteral, mezcla la droga con los fluidos de la cavidad abdominal. Es lo mejor después de una vena. Supuse que había usado Demerol, un opiato de acción rápida. Su nombre genérico es meperidina, y es más adictivo aún que la heroína, por lo que no es nada fácil conseguir una prescripción para la versión oral. Sólo tendrían acceso a ampollas profesionales de la medicina. El caso es que acerté. Encontré rastros de meperidina.
—¿Tienes idea de cuánta le metió?
—No. Encontré el rastro en las células dérmicas del punto en que penetró la aguja. Pero o bien calculó mal la dosis o Francine tenía una resistencia al fármaco mayor de lo normal. Si se las apañó para esconder su chaqueta, es que volvió en sí mucho antes de lo que él esperaba.
—No la amordazó, sino que la silenció metiéndola en una colchoneta extragruesa —dijo Carmine—. La ató tal vez con cinta industrial sobre las perneras de sus pantalones y sobre la blusa. Puede que le quitara él mismo la chaqueta para sujetarle con la cinta los puños de la blusa. Al despertarse, no podría moverse gran cosa, aunque es posible que consiguiera empezar a liberarse las manos. Creo que Francine era una joven formidable. De las que no podemos permitirnos perder.
—Todas son de ésas —dijo Patrick con ceño—. Así y todo, es extraño que no viera una manga rosa sobresaliendo de una colchoneta negra.
—El lugar estaba oscuro y él tenía prisa. Es posible que Francine se hubiera movido lo suficiente para ocultar lo que había hecho, o tal vez salió peleando en cuanto él abrió la taquilla.
—Una de las dos cosas —dijo Patrick.
—¿No has cenado aún, Patsy?
—Nessie ha ido a un concierto en la Chubb, así que iré al Malvolio’s.
—Yo también. Te veo allí en cuanto diga a Silvestri adónde voy. —Carmine sonrió—. Se va a pasar una hora como mínimo colgado de ese teléfono.
—Que los santos me guarden de los magnates —refunfuñó Silvestri al sentarse con ellos a su mesa—. Al menos ya no estoy en horario de servicio, así que puedo echar un trago. Café y un escocés doble con hielo —dijo a la camarera que a Carmine le recordaba a Sandra.
—Así que ha sido duro, ¿eh? —preguntó Patrick, compadeciéndole.
—Con M. M., como la seda. Entendía nuestra situación. Pero con Roger Parson Junior ha sido como sacarle sangre a una piedra. Se niega a admitir que haya ninguna conexión con su precioso Hug.
—¿Qué has hecho para convencerle, John? —preguntó Carmine.
Llegó el whisky; Silvestri dio un trago y adoptó de pronto el aire de un demonio miembro de la junta directiva del infierno.
—Le dije que apostara por lo que defendía. Si no hay vinculación con el Hug, cuanto antes registremos el lugar, antes le daremos la razón. Aunque —añadió, todavía con aquel aire demoníaco— tuve que pagar un precio por su autorización.
—¿Y por qué —preguntó Carmine en tono de hastío— tengo la impresión de que le va a tocar pagarlo a otro?
—Porque eres listo, Carmine. Tienes una cita con Parson en su oficina de Nueva York el próximo jueves a mediodía. Quiere saber todo cuanto sepamos.
—Me apetece tanto como tirarme de un quinto piso.
—Paga el precio, Carmine, paga el precio.