Miércoles, 1 de diciembre de 1965
Los estudiantes salían en tropel, por centenares, del instituto Travis, algunos para caminar cortas distancias hasta sus casas de la Hondonada, otros para montarse en docenas de autobuses escolares aparcados en fila a lo largo de la calle Veinte y por las esquinas de la parte de Paine. En los viejos tiempos, se habrían subido sin más a cualquier autobús que les acercara a sus respectivos destinos, pero desde el advenimiento del Monstruo de Connecticut, a cada estudiante se le había asignado un autobús en particular, que llevaba su número en lugar visible. Al conductor se le facilitaba una lista con los nombres, y tenía orden de no arrancar hasta que todos los estudiantes estuvieran a bordo. Tan cuidadosa se había vuelto la administración del Travis, que si un estudiante faltaba a clase se borraba su nombre de la lista del día del conductor. Ir a clase no era tanto problema; lo que todo el mundo temía era volver a casa.
Travis era el instituto público más grande de Holloman, cubría desde la Hondonada a los barrios del extrarradio de la parte norte de la ciudad por el distrito oeste. La mayoría de los estudiantes eran negros, pero no por mucho, y aunque ocasionalmente se dieran allí problemas raciales, lo normal era que los muchachos se mezclaran entre sí por afinidades personales. De modo que, pese a que la Brigada Negra tenía sus seguidores en el instituto Travis, también los tenían las diversas iglesias y sociedades, y estaban además los que tiraban por la calle del medio, la gente razonable que no quería líos.
Cualquier profesor de la plantilla afirmaría que las hormonas causaban más problemas que la cuestión racial.
Aunque eran los institutos católicos los que estaban sometidos a medidas más estrictas de vigilancia policial, no se había descuidado al Travis. El día que Francine Murray, una alumna nueva de dieciséis años que vivía en el Valle, en las afueras, faltó a su autobús, el conductor salió corriendo hasta el coche patrulla de la policía de Holloman que había aparcado en la acera, junto a la verja de entrada. En cuestión de un instante, reinaba en el lugar un caos controlado; hombres uniformados detenían los autobuses junto a la acera y preguntaban si estaba Francine Murray entre los pasajeros; otros pedían que se identificaran los amigos de Francine, y Carmine Delmonico salía a toda prisa hacia el instituto Travis con Corey y Abe.
No es que se olvidara del Hug. Antes de arrancar su Ford, dio instrucciones a Marciano para que se asegurara de que en el Hug pasaban lista y no faltaba nadie.
—Sé que no podemos permitirnos mandar un coche allí, así que llama a la señorita Dupre y dile de mi parte que quiero que esté todo el mundo controlado, hasta para ir a mear. Puedes fiarte de ella, Danny, pero no le digas más de lo necesario.
Tras registrar el vasto y laberíntico edificio del instituto desde la azotea a los gimnasios, se congregó a los profesores en corrillos en el patio, mientras Derek Daiman, el muy respetado director negro, caminaba inquieto arriba y abajo. Seguían llegando coches patrulla a medida que se comprobaba que no faltaba ningún estudiante en otros institutos, y los nuevos contingentes de policías se dispersaban para interrogar a cualquiera que veían, registrar Travis a fondo de nuevo o recoger a los estudiantes que aún pululaban por el lugar, muertos de curiosidad.
—Se llama Francine Murray —dijo el señor Daiman a Carmine—. Debería haber subido a ese autobús de ahí —lo señaló—, pero no se presentó. Sí asistió a su última clase, química, y por lo que he podido averiguar, abandonó el edificio con un grupo de amigas. Se disgregan en cuanto salen al patio, según vayan a coger un autobús u otro, o se vayan andando… Teniente Delmonico, ¡esto es terrible! ¡Terrible!
—Ofuscarnos no nos servirá de nada, ni a nosotros ni a ella, señor Daiman —dijo Carmine—. Lo más importante es ¿qué aspecto tiene Francine?
—El mismo que las chicas desaparecidas —dijo Daiman, y rompió a llorar—. ¡Tan guapa…! ¡Tan popular…! Sobresalientes, nunca da problemas, un gran ejemplo para sus compañeros.
—¿Es de origen caribeño, señor?
—No que yo sepa —dijo el director, enjugándose las lágrimas—. Supongo que por eso no nos dimos cuenta… Las noticias hablaban siempre de chicas con sangre hispana, y no es su caso. Es de una de esas familias negras de Connecticut de toda la vida, muy arraigada, fruto de un matrimonio interracial, con blancos. Es algo que ocurre, teniente, por más que la gente lo vea con malos ojos. Ay, Dios santo, Dios santo, ¿qué voy a hacer?
—Señor Daiman, ¿intenta usted decirme que uno de los padres de Francine es blanco y el otro negro? —preguntó Carmine.
—Eso creo, sí, eso creo.
Abe y Corey habían ido a hablar con los agentes, a decirles que registraran hasta el último autobús y los fueran despachando, pero que mantuvieran agrupados a los amigos de Francine hasta que pudieran entrevistarles.
—¿Está seguro de que no está aún en el instituto, por alguna parte? —preguntó Carmine al sargento O’Brien cuando éste salió del enorme edificio con sus policías y los profesores que les habían servido de guías.
—Teniente, dentro no está, se lo juro. Hemos abierto hasta el último armario, buscado debajo de cada pupitre, en todos los lavabos, en la cafetería, los gimnasios, las aulas, la sala de asambleas, los almacenes, el cuarto de la caldera, los áticos, los laboratorios de ciencias, la habitación del conserje… hasta el último puñetero rincón —dijo O’Brien sudando.
—¿Quién la vio por última vez? —preguntó Carmine a los profesores, llorosos algunos, todos temblorosos por la conmoción.
—Salió de mi clase con sus amigas —dijo la señorita Corwyn, la profesora de química—. Yo me quedé atrás para recoger mis cosas, no las seguí. ¡Ay, ojalá lo hubiera hecho!
—No se torture, señora, ¿cómo iba usted a saber? —dijo Carmine, evaluando a los demás—. ¿Alguno más la ha visto?
No, no la había visto nadie más. Y no, nadie había visto a ningún desconocido.
«Ha vuelto a hacerlo —pensó Carmine, mientras se aproximaba al corrillo de jóvenes que se habían declarado amigos de Francine Murray—. Se la ha llevado sin que le viera un alma. Han pasado sesenta y dos días desde la desaparición de Mercedes Álvarez, hemos estado alerta, prevenido a la gente, mostrado fotos del tipo de chicas que elige, reforzado la seguridad escolar, dedicado a esto todos nuestros recursos… ¡Deberíamos haberle cazado! ¿Y qué hace él? Nos lleva a creer que el factor caribeño es un componente imprescindible de sus obsesiones, y luego va y cambia de grupo étnico. Y yo que desautoricé a Danny Marciano por sugerirlo. ¡Y tenía que actuar en el Travis, precisamente! ¡Un hormiguero! ¡Mil quinientos estudiantes! Media ciudad considera el Travis un campo de entrenamiento para chorizos, vándalos y barriobajeros, y se olvidan de que también es un lugar donde puñados de chicos decentes, negros y blancos, consiguen una educación bastante buena.» La mejor amiga de Francine era una chica negra llamada Kimmy Wilson.
—Venía con nosotras cuando salimos de química, señor —dijo Kimmy entre sollozos.
—¿Vais todas a química?
—Sí, señor, todas pensamos matricularnos en primer ciclo de Medicina.
—Continúa, Kimmy.
—Pensé que había ido al servicio. Francine tiene la vejiga floja, siempre está yendo al servicio. No le di más importancia porque ya sé cómo es. ¡No lo pensé! —Sus lágrimas corrían a mares—. Ay, ¿por qué no la acompañaría?
—¿Viajáis en el mismo autobús, Kimmy?
—Sí, señor. —Kimmy hizo un esfuerzo heroico por dominar sus sentimientos—. Vivimos las dos en Whitney, allá en el Valle. —Señaló a dos compungidas muchachas blancas—. Igual que Charlene y Roxanne. Ninguna de nosotras se acordó de Francine hasta que el conductor pasó lista y ella no respondió.
—¿Conoces al conductor de tu autobús?
—Conductora. No sé cómo se llama, la de hoy no. La conozco de cara.
Para las cinco de la tarde, el Travis estaba desierto. Tras peinar el instituto y el barrio, el cordón policial se desplegó hacia el exterior, mientras el rumor de que el Monstruo de Connecticut había atacado de nuevo se extendía por la Hondonada. No a una hispana. A una chica negra de verdad. Mientras Carmine iba de camino a casa de los Murray, Mohammed el Nesr, informado por Wesley le Clerc, congregaba a sus tropas.
A mitad de camino del Valle, el Ford se detuvo junto a una cabina telefónica y Carmine habló con Danny Marciano, al fin libre de la molesta radio del coche, que podía ser interceptada por alguien de la prensa y encima hacía un ruido de mil demonios.
—¿No ha faltado nadie en el Hug, Danny?
—Sólo Cecil Potter y Otis Green, que habían completado la jornada. Estaban los dos en casa cuando llamó la señorita Dupre. Dice que todos los demás estaban presentes y controlados.
—¿Qué puedes decirme de los Murray? Lo único que he conseguido averiguar es que uno de los padres es negro y el otro blanco.
—Son como todos los demás, Carmine: la sal de la Tierra —dijo Marciano, suspirando—. La única diferencia es que no hay conexión caribeña, que sepamos. Acuden habitualmente a la iglesia baptista local, así que me tomé la libertad de llamar a su ministro, un tal Leon Williams, para pedirle que se acercara a la casa y les anunciara la noticia. Se está extendiendo a la velocidad de la luz, y quería evitar que llegara antes algún vecino con los ojos desorbitados.
—Gracias por eso, Danny. ¿Qué más?
—El negro es el padre. Trabaja de auxiliar de investigación en el departamento de ingeniería eléctrica en la torre Susskind de la Ciencia, lo que le da rango de profesor subalterno, con un sueldo razonable. La madre es blanca. Trabaja de refuerzo en la cafetería de la Susskind a la hora de comer, de modo que está en casa para enviar a los críos al colegio y de vuelta antes de que vuelvan ellos. Tienen dos chicos, ambos más jóvenes que Francine, que van al colegio de grado medio Higgins. El reverendo Williams me dijo que los Murray provocaron bastantes rumores cuando se mudaron a Whitney, hace nueve años, pero la novedad fue disipándose y ahora son como parte del paisaje por aquí. Muy apreciados, tienen amigos de ambas razas.
—Gracias, Danny. Te veo luego.
El Valle era una zona de población bastante mixta, no próspera, pero tampoco degradada. De cuando en cuando brotaban allí tensiones raciales, normalmente por la llegada de una nueva familia blanca, pero la tasa de propietarios no era tan alta que hiciera de la negritud un verdadero condicionante económico. No era una zona conocida por ser frecuentes los anónimos hostiles, la muerte violenta de mascotas, el vertido de basuras en los portales o las pintadas.
Al entrar el Ford en Whitney, todo bloques de media hectárea de casas modestas, Carmine notó que Abe y Corey se ponían rígidos.
—Jesús, Carmine, ¿cómo hemos dejado que pasara esto? —estalló Abe.
—Porque ha cambiado el paso, Abe. Ha sido más listo que nosotros.
Cuando se acercaban a una casa pintada de amarillo, Carmine le puso la mano en el hombro a Corey.
—Vosotros quedaos aquí —dijo—. Si os necesito daré una voz, ¿vale?
El reverendo Leon Williams le recibió en casa de los Murray. «Esto se está convirtiendo en una costumbre, Carmine.» Los dos chicos no estaban en casa; llegaba débilmente el sonido de un televisor. Los padres, sentados uno al lado del otro en un sofá, intentaban valientemente mantener la entereza; ella le sostenía la mano a él como si fuera una cuerda de salvamento.
—¿Es usted caribeño, señor Murray? —preguntó Carmine.
—No, seguro que no. Los Murray llevan en Connecticut desde antes de la Guerra Civil, combatieron con el Norte. Y mi mujer es de Wilkes-Barre.
—¿Tiene usted una fotografía reciente de Francine?
Clavada a las otras once.
Y otra vez lo mismo, desde el principio, las mismas preguntas que había hecho a otras once familias: a quién veía Francine, qué buenas obras hacía, si había mencionado a algún nuevo amigo o conocido, si había notado que alguien la observaba, o la seguía. Como siempre, no a todo.
Carmine no se demoró un instante más de lo necesario. «Su ministro les brindará más consuelo del que yo pudiera llegar a ofrecerles. Yo soy el enviado de la muerte, tal vez la mano del castigo, y así es como me ven. Están ahí dentro rezando por que su niña esté bien, pero aterrados de que no lo esté. Esperando que vuelva yo, el enviado de la muerte, a decirles que no lo está.»
El comisario John Silvestri apareció en la televisión local al acabar las noticias de las seis, convocando a la población de Holloman y Connecticut a colaborar en la búsqueda de Francine e informar de si habían visto algo inusual. Un policía de despacho tenía su utilidad, y una de las más destacadas de Silvestri era su imagen pública: aquella cabeza leonina, su soberbio perfil, su tranquila dignidad, su aire sincero. No intentó eludir las preguntas de la presentadora como lo habría hecho un político, pues era el más sagaz de los políticos. Las irritantes observaciones de la periodista en torno al hecho de que el Monstruo de Connecticut seguía suelto y raptando a jóvenes inocentes no hicieron mella en su compostura en lo más mínimo; consiguió, de algún modo, hacerla aparecer a ella como un lobo de rostro atractivo.
—Es inteligente —dijo simplemente Silvestri—. Muy inteligente.
—Debe de serlo —dijo Surina Chandra a su marido, sentada junto a él ante la gigantesca pantalla de su televisor. Se habían gastado una fortuna en hacerse traer una línea ex profeso desde Nueva York para poder hacer zapping por la programación por cable hasta las ocho, hora a la que se sentaban a cenar. Lo que esperaban era ver algún programa sobre la India, pero lo cierto es que eso ocurría muy rara vez. En Estados Unidos, según habían descubierto, no tenían ni pizca de interés por la India; vivían inmersos en sus propios problemas.
—Sí, debe de serlo —dijo Nur Chandra, distraídamente, con la mente puesta en un triunfo tan enorme que quería proclamárselo al mundo entero. Sólo que no se atrevía a correr el riesgo, no se atrevía. Tenía que seguir siendo su secreto—. Dormiré en mi pabellón los próximos días —añadió. Sus perfectos labios se curvaron en una sonrisa—. Tengo trabajo importante que hacer.
—¿Cómo puede decir nadie que el Monstruo es inteligente? —preguntó Robin—. ¡Matar niñas no es inteligente, es… es estúpido e inhumano!
«Me pregunto —se interrogó Addison Forbes— cuál sería su definición de “inteligente” si la invitara a explicarlo.»
—Yo estoy de acuerdo con el comisario de policía —dijo, al tiempo que descubría un anacardo aplastado bajo un trozo de lechuga—. Un tipo muy inteligente. Lo que hace el Monstruo es repulsivo, pero no puedo sino admirar su eficiencia. Ha dejado a la policía como perfectos estúpidos. —El anacardo se fundió bajo su lengua como néctar—. ¡Han tenido —añadió con amargura— el atrevimiento de ordenar a Desdemona Dupre que nos acosara como animales para preguntarnos dónde habíamos estado! Tenemos un espía entre nosotros, y yo, al menos, no pienso olvidarlo. Lo que han supuesto sus tonterías es que yo voy atrasado con mis notas clínicas. No me esperes levantada. Y tira ya esos restos de helado que hay en la nevera, ¿me has oído?
—Sí que es inteligente —dijo Catherine Finch. Miró a Maurice con ansiedad; no había vuelto a ser el mismo desde que ese cerdo nazi trató de matarse. Como ella era de un carácter más inconmovible que Maurice, pensaba que era una lástima que el cerdo nazi no se hubiera salido con la suya, pero Maurice tenía una conciencia como una catedral, que le estaba diciendo que el cerdo era él. Nada de lo que Catherine pudiera decirle evitaría que se culpase a sí mismo, pobrecito.
Él no se molestó en responderle. Se limitó a dejar a un lado su plato de carne y levantarse de la mesa.
—Creo que voy a trabajar un poco con mis setas —dijo, y cogió una linterna que había colgada en el porche al pasar por ahí.
—¡Maurice, no tienes por qué estar a oscuras esta noche! —exclamó ella.
—Yo siempre estoy a oscuras, Cathy. Todo el tiempo.
Los Ponsonby no vieron al comisario Silvestri por la tele, porque no tenían. Para Claire no tenía sentido, y Charles se refería a ella como «el narcótico de la masa inculta».
Esa noche, la música era el concierto para orquesta de Hindemith, una fanfarria de vientos y metales que ellos disfrutaban especialmente cuando Charles daba con una buena botella de pouilly fumé. La cena era ligera, una tortilla a las finas hierbas seguida de filetes de lenguado, ligeramente cocido en agua con una dosis generosa de vermú blanco muy seco; nada de fécula, tan sólo un poco de lechuga romana con vinagreta de aceite de nueces, y un sorbete de champán para rematar. No era una comida de café y cigarros.
—Cómo insultan a veces a mi inteligencia —le dijo Charles a Claire cuando Hindemith abordaba un fragmento más apacible—. Desdemona Dupre ha pasado a buscarnos a todos con no sé qué cuento de que necesitaba todas nuestras firmas en un documento del que Bob, ciertamente, no sabía nada, y al cabo de una hora ha llegado la policía en avalancha. Justo cuando yo estaba enfrascado en una deriva teórica que no precisaba del estampido de sus botas militares. ¿Dónde he estado toda la tarde? ¡Bah! Estuve tentado de enviarles al infierno, pero me contuve. Debo decir que Delmonico dirige la operación con suavidad, eso sí. No se ha dignado honrarnos con su presencia personal, pero la acción de sus esbirros le delata: lleva impreso el sello de su peculiar estilo.
—Señor, señor —dijo ella plácidamente, sosteniendo con desgana entre los dedos su copa de vino—. ¿Van a acosar al Hug cada vez que rapten a una niña?
—Supongo que sí. ¿Tú no?
—Ah, sí. Qué lugar tan triste llega a ser el mundo. A veces, Charles, me alegro mucho de caminar ciega por él.
—Has caminado ciega por él hoy mismo, lo haces constantemente. Aunque yo preferiría que no lo hicieras. Ahora circula el rumor de que alguien acecha a Desdemona Dupre. Aunque lo que pueda tener ella que ver con el otro asunto es más bien un misterio. —Rió quedamente—. ¡Habrase visto criatura más basta y falta de atractivo!
—Los hilos dibujan patrones predecibles, Charles.
—Eso —dijo él— depende de quién haga las predicciones.
Los Ponsonby prorrumpieron en risas, el perro ladró y Hindemith tronó con renovado ímpetu.
Para gran sorpresa de Carmine, encontró el coche de su madre aparcado delante del Malvolio’s cuando detuvo allí el suyo, poco después de las siete de la tarde, tras entregar a Corey y a Abe a sus sufridas esposas.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó, ofreciendo caballerosamente su mano a Desdemona para ayudarla a salir—. ¿Algún otro incidente?
—Se me ocurrió que tal vez necesitara compañía. ¿Qué tal es la comida de aquí? ¿Hacen hamburguesas para llevar?
—Hamburguesas para llevar no hay, pero comamos dentro. Se está caliente.
—Esta tarde hice lo que pude por el capitán Marciano —dijo ella mordisqueando una patata frita («chip», la llamaba ella) que sostenía entre sus dedos—, pero me llevó media hora localizarlos a todos. No conseguía encontrar a uno solo de los investigadores, de entrada, hasta que caí en la cuenta de que, por más que estuviéramos a uno de diciembre, arriba en la azotea hace calor y se está al resguardo del viento. Allí estaban todos, manteniendo una mesa redonda en torno a Eustace. No faltaba ni uno, y daban la impresión de no haberse movido del sitio en siglos.
—En siglos.
—En mucho rato.
—Lamento haberla hecho pasar por ese trago, pero no podía prescindir de un solo hombre mientras había esperanzas de encontrar a Francine.
—No pasa nada, le eché la culpa a usted. Muy mordazmente. —Cogió otra patata—. Desde que se corrió la voz de que tengo protección policial, me miran de otra manera. Casi todos creen que estoy haciendo teatro.
—¿Haciendo teatro?
—Inventándomelo. Tamara dice que intento pescarle a usted.
Él sonrió.
—Qué plan más retorcido, Desdemona.
—Es una lástima que mi labor hecha jirones no arrojara ninguna pista.
—Bueno, está claro que es demasiado listo para dejarlas después de la primera vez. Entonces sabía que usted no pondría una denuncia.
Ella se estremeció.
—¿Por qué me da la impresión de que cree que se trata del Monstruo?
—Porque es una pista falsa, mujer.
—¿Quiere decir que no corro peligro?
—No he dicho eso. Los polis se quedan.
—¿Es posible que él piense que yo sé algo?
—Tal vez sí, tal vez no. No hacen falta razones particulares para dejar una pista falsa, se trata únicamente de desviar la atención.
—Vayamos a su apartamento a ver al comisario en las noticias de la noche —dijo ella.
Después de un momento sonrió.
—El comisario da la impresión de ser un trozo de pan —dijo—. ¿No le pareció que toreó admirablemente a la listilla de la presentadora?
Carmine elevó las cejas.
—La próxima vez que le vea le diré que le parece un trozo de pan. Bonita expresión, pero su trozo de pan, en cierta ocasión, tomó un nido de ametralladoras alemán de doce hombres él sólito y salvó a toda una compañía. Entre otras cosas.
—Sí, alcanzo a adivinar esa parte de su personalidad también. Pero usted no va a mencionarme. Cuando le vea será en una reunión muy seria, porque la situación es muy seria. El Monstruo es realmente listo, y tal vez decir eso sea subestimarle.
—Es un montón de cosas, Desdemona. Listo… inteligente… loco… tal vez un genio. Lo que sé es que la fachada que presenta al mundo es totalmente verosímil. Nunca baja la guardia. Si lo hubiera hecho alguna vez, alguien se habría dado cuenta. Creo que puede ser un hombre casado cuya mujer no sospeche nada. Es más listo que el hambre, sí señor.
—Usted también es bastante listo, Carmine, pero tiene algo más a su favor. Es usted un bulldog. Una vez le ha hincado el diente a su presa, ya no la suelta. Al final, el sobrepeso que supone cargar con usted por todas partes acabará por agotarle.
El calor le invadió, aunque no sabría decir si era por el coñac o por el piropo; Carmine se pavoneó un poco para sus adentros, con mucho cuidado de que el resto de su persona no moviera una pestaña.