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Miércoles, 17 de noviembre de 1965

—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo Carmine a Silvestri, Marciano y Patrick—. Van a cumplirse dos meses desde que secuestraron a Mercedes y no hemos dejado una piedra sin levantar en todo Connecticut. No creo que quede en todo el Estado una casa desierta, un granero o un cobertizo que no hayamos puesto patas arriba, ni un bosque que no hayamos rastreado. Si se ajusta a sus patrones, ya tiene localizada a su próxima víctima, pero de su identidad o la de ella sabemos lo mismo que el primer día.

—Tal vez debiéramos buscar en casas, graneros y cobertizos que no estén deshabitados —dijo Marciano, que era siempre el primero en impacientarse con las restricciones oficiales.

—Claro, estamos de acuerdo —dijo Silvestri—, pero sabes muy bien, Danny, que ningún juez nos concederá una orden de registro tal como están las cosas ahora mismo. Necesitamos pruebas.

—Puede que hayamos espantado al asesino —dijo Patrick—. Podría no raptar a otra víctima. O, si lo hace, puede que sea en otro Estado. Connecticut no es tan grande. Podría vivir aquí y seguir secuestrando en Nueva York, Massachusetts o Rhode Island.

—Volverá a secuestrar, Patsy, y dentro de Connecticut. ¿Por qué dentro de Connecticut? Porque es su territorio. Siente que le pertenece. No es un forastero aquí, esto es su hogar, dulce hogar. Creo que lleva aquí tiempo suficiente para conocerse hasta el último pueblo.

—¿Cuánto tiempo es eso? —preguntó Patrick, intrigado.

—Depende de que sea o no muy viajero, ¿verdad? Pero yo diría que cinco años, mínimo… si es que es viajero.

—Eso no elimina a muchos huggers de la carrera.

—No, Patsy, así es. Finch, Forbes, Ponsonby, Smith, la señora Liebman, Hilda Silverman y Tamara Vilich son todos nacidos y criados en Connecticut; Polonowski lleva aquí quince años, Chandra ocho, y Satsuma cinco. —Carmine hizo una mueca de disgusto—. Cambiemos de tema. John, ¿está cooperando la prensa?

—Realmente bien —respondió Silvestri—. Le va a ser mucho más difícil secuestrar a chicas de ese tipo. Dentro de una semana empezarán a circular los avisos: en periódicos, en la radio, en televisión… con buenas fotografías de las chicas y poniendo énfasis en su procedencia caribeña y católica.

—¿Y si cambia de tipo de chica? —preguntó Marciano.

—Todos los putos psiquiatras que he consultado me aseguran que no lo hará, Danny. Sostienen que ha secuestrado a once chicas que podrían ser hermanas, y que tiene por tanto una fijación con un cuadro que incluye color de piel, cara, tamaño de cuerpo, edad, origen geográfico y religión —dijo Carmine—. El problema es que esos psiquiatras sólo trabajan con pacientes que no han llegado aún a asesinar, aunque algunos son violadores múltiples.

—Carmine, todos cuantos estamos en esta habitación sabemos que los asesinos suelen ser bastante tontos —dijo Patrick, en tono pensativo—, y que incluso cuando son listos no llegan a ser brillantes. Astutos, o afortunados, o quizá competentes. Pero este tío le da mil patadas a todos… incluidos nosotros. Lo que me pregunto es: ¿obedecerá las reglas establecidas por los psiquiatras? ¿Y si es psiquiatra él mismo? Como el profesor Smith, o Polonowski, o Ponsonby, Finch o Forbes. He buscado sus nombres en los archivos de la Chubb y todos tienen DMP, diplomas en medicina psiquiátrica. No son sólo neurólogos, acaparan títulos.

—Mierda —dijo Carmine—. Sólo he visto un DMP. No merezco encabezar este grupo operativo.

—Los grupos operativos son cooperativos —dijo Silvestri quitándole hierro—. Ahora ya lo sabemos, ¿qué diferencia hay?

—¿Podría ser una mujer? —preguntó Marciano con ceño.

—Según los psiquiatras, no, y por una vez estoy de acuerdo con ellos —dijo Carmine, muy seguro—. Esta clase de asesino se ceba en mujeres, pero no es una mujer. Quizá le gustaría serlo y parecerse a esas niñas… ¿Quién demonios lo sabe? Andamos buscando a tientas en la oscuridad.

Desdemona había dejado de ir al trabajo caminando, y se decía que era una estúpida, pero era incapaz de dominar la sensación que la acechaba a cada paso que daba sobre las hojas caídas… Alguien la seguía, alguien demasiado listo para ser descubierto. La sola idea de dejar su amado Corvette en un aparcamiento al aire libre en los límites de un gueto le producía urticaria, pero no tenía otra alternativa. Si se lo robaban, sólo podría rezar para que se lo devolvieran de una pieza. Así y todo, no acababa de decidirse a contarle a Carmine lo ocurrido, aunque sabía que no se reiría. Y dado que no era caribeña ni medía un triste metro cincuenta, no creía ni remotamente que quien la acechaba tuviera algo que ver con lo que a él le obsesionaba.

Mientras comían pizza en su apartamento, Carmine le había parecido tan tenso como un gato al que un perro le ha usurpado el territorio; no es que actuara con sequedad, sólo estaba… algo agitado e inquieto.

Bien, ella también estaba inquieta, y le espetó sus noticias:

—Kurt Schiller ha intentado suicidarse hoy.

—¿Y nadie ha corrido a contármelo? —preguntó él.

—Estoy convencida de que el Profe lo hará mañana —dijo ella, limpiándose el tomate de la barbilla con dedos ligeramente temblorosos—. Ocurrió poco antes de marcharme.

—¡Mierda! ¿Cómo?

—Es médico, Carmine. Se tomó un cóctel de morfina, fenotiacina y Seconal para provocarse el fallo cardiorrespiratorio, con Stemetil para asegurarse de que no lo vomitaba.

—¿Quiere decir que está muerto?

—No. Maurice Finch le encontró poco después de tomárselo todo y le mantuvo con vida hasta que pudieron trasladarle a la sala de Urgencias del hospital de Holloman. Tras administrarle un montón de antídotos y practicarle un lavado de estómago, superó la crisis. El pobre Maurice se quedó hecho trizas, culpándose a sí mismo. —Dejó su pizza a medio comer—. Hablar de esto le quita a una el apetito.

—Yo estoy inmunizado —dijo él, cogiendo otra porción—. ¿Es Schiller la única baja?

—No, sólo la más dramática. Aunque pronostico que cuando se haya recuperado lo suficiente para volver al trabajo, los que le han hecho la vida imposible le dejarán en paz. Nada de pintarle esvásticas en las ratas… ¡aquello me pareció tan repulsivamente mezquino…! Las emociones pueden ser… en fin, terriblemente destructivas.

—Desde luego. Las emociones se interponen en el camino del sentido común.

—¿Es emocional este asesino?

—Frío como el espacio exterior, caliente como el centro del Sol —dijo Carmine—. Es una marmita de emociones que él cree que controla.

—¿Usted no piensa que las controle?

—No. Ellas le controlan a él. Lo que le convierte en un asesino tan eficiente es el contrapunto entre el espacio exterior y el centro del Sol. —Retiró del plato de Desdemona los restos de pizza y los reemplazó con una porción nueva—. Tenga, ésta estará más caliente.

Ella lo intentó, pero le vinieron arcadas; Carmine le tendió una copa de coñac X-0, frunciendo el entrecejo.

—Mi madre le daría grapa, pero el coñac va mucho mejor. Beba, Desdemona. Y luego cuénteme qué otras bajas ha habido en el Hug.

El calor se extendió por su cuerpo, seguido de una maravillosa sensación de bienestar.

—El Profe —dijo entonces—. Todos pensamos que está al borde de una crisis nerviosa. Imparte directrices, luego se olvida de que lo ha hecho, da contraórdenes que no debiera; dejaría a Tamara Vilich salir de rositas de un asesinato… —Se llevó la mano a la boca—. No quería decir eso, no en sentido literal. Tamara es una perfecta estúpida, pero sus crímenes son morales, no homicidas. Tiene un lío con alguien, y le da pánico que trascienda. Conociéndola, creo que no será sólo porque él sea fruto prohibido. Está enamorada, pero él ha puesto una condición: o en secreto o nada.

—Eso significa que o bien es importante o tiene miedo de su esposa. ¿Quién más hay, aparte del Profe?

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Ay, Carmine, de verdad! ¡Todos sufrimos la tensión! Esperamos y rezamos para que si ese… ese monstruo ataca de nuevo, no implique de nuevo al Hug. Los ánimos están tan bajos que la investigación está resintiéndose enormemente. Chandra y Satsuma van murmurando que se largan a otro sitio, y Chandra en particular es nuestra mayor y más brillante esperanza. Eustace ha tenido otro ataque focal… Hasta el profesor se animó. Es material de premio Nobel.

—Tres hurras por el Hug —dijo Carmine secamente. Su expresión cambió, cayó de rodillas ante ella y la tomó de las manos—. Me está ocultando algo, y es algo que le ocurre a usted. Dígamelo.

Ella se echó atrás.

—¿Por qué habría de decirle nada? —preguntó.

—Porque está yendo y viniendo del trabajo en coche. Veo el Corvette en el aparcamiento del Hug… Paso a menudo por allí últimamente.

—¡Ah, es eso! Empieza a hacer un poco de frío para ir andando.

—Eso no es lo que mi pajarito me cuenta de usted.

Ella se puso en pie y cruzó hasta la ventana.

—Es una tontería. Imaginitis.

—¿Qué es lo que es imaginitis? —preguntó él, poniéndose a su lado.

Irradiaba calor; ella ya lo había advertido antes, y lo encontró curiosamente reconfortante.

—Bueno, en fin… —dijo, se detuvo y entonces se puso a hablar a toda prisa, como queriendo pronunciar las palabras antes de poder arrepentirse—. Han estado siguiéndome al volver a casa por las tardes.

Él no se rió, pero tampoco se puso tenso.

—¿Cómo lo sabe? ¿Vio a alguien?

—No, no, a nadie. Eso es lo que me asusta. Oía ruido de pasos sobre las hojas muertas, y cesaba cuando yo me paraba, pero no lo bastante rápido. Y sin embargo… ¡nadie!

—Da miedo, ¿eh?

—Sí.

Él suspiró, la rodeó con el brazo, la condujo a una poltrona y le sirvió otro coñac.

—Usted no es de las que se asustan fácilmente, y dudo que sea imaginitis. De todas formas, no creo que sea el Monstruo. Encierre ese cerdo ronco que tiene por coche. Mi madre tiene un viejo Merc que no utiliza, puede usted usarlo. No será una tentación para los chorizos locales, y tal vez quien la acecha capte el mensaje.

—No quiero abusar de usted.

—No es ningún abuso. Vamos, la seguiré hasta su casa y esperaré hasta verla entrar. El Merc estará allí por la mañana.

—En Inglaterra —dijo ella mientras Carmine la acompañaba al Corvette— un Merc sería un Mercedes-Benz.

—Aquí —dijo él, abriéndole la puerta— es un Mercury. Se ha tomado usted dos copas de coñac y un teniente de policía le pisa los talones, así que conduzca con cuidado.

Era tan amable, tan generoso… Desdemona separó el reluciente deportivo rojo de la acera en el instante en que Carmine se metió en su Ford, y condujo hasta su casa consciente de que sus temores se habían desvanecido. ¿Bastaba con eso? ¿Con tener un hombre fuerte al lado?

Él comprobó que había cerrado bien el Corvette y luego la escoltó hasta el portal.

—Ya estoy más tranquila, puede usted irse —dijo ella, y le tendió la mano.

—Ah, no, echaré un vistazo arriba también.

—Está todo hecho un desastre —dijo ella, al tiempo que empezaba a subir las escaleras.

Pero el desastre que se encontró no era el mismo al que se refería. Su canasta de labor estaba tirada en el suelo, su contenido desperdigado por todas partes, y su nuevo bordado, una casulla de sacerdote, yacía hecha jirones sobre su butaca.

Desdemona se tambaleó, pero recuperó el equilibrio.

—¡Mi labor, mi hermosa labor! —musitó—. Nunca se había atrevido a tanto.

—¿Quiere decir que ya había entrado aquí antes?

—Sí, al menos dos veces. Había cambiado la labor de sitio, pero no la había destrozado. ¡Oh, Carmine!

—Venga, siéntese. —Le ofreció tomar asiento en otra butaca y fue hasta el teléfono—. ¿Mike? —preguntó a alguien—. Delmonico. Necesito dos hombres para vigilar a un testigo. Para ayer, ¿entendido?

Su calma no tenía parangón, pero anduvo rondando alrededor de la butaca de bordar sin tocar nada, y luego se sentó en el brazo de la que ella ocupaba.

—Es un hobby poco frecuente —dijo entonces, en tono distendido.

—Me encanta.

—Así que se le partirá el corazón viendo esto. ¿Estaba trabajando en ello cuando él pasó por aquí las veces anteriores?

—No, estaba haciendo un mantelillo de aparador para Chuck Ponsonby. Muy elegante, pero nada del estilo de esto. Se lo di hace una semana. Quedó encantado.

Carmine no dijo nada más hasta que las luces de un coche patrulla se reflejaron en las ventanas de la fachada; entonces le dio unas palmaditas en el hombro y la dejó, al parecer para impartir instrucciones a los hombres.

—Dejo sólo a un hombre en este piso —dijo al regresar—, a la puerta de su casa, y a otro en el rellano de arriba de las escaleras traseras. Estará a salvo. Le traeré el Merc a primera hora, pero no podrá ir directamente a trabajar. Deje todo exactamente como está hasta que lleguen mis peritos por la mañana a ver si nuestro destructivo amigo nos ha dejado alguna pista.

—La primera vez lo hizo.

—¿Qué? —preguntó él bruscamente, y ella supo que estaba preguntando por esa pista, que no era una simple exclamación. Carmine no era amigo de perder el tiempo cuando trabajaba.

—Un pequeño mechón de pelo negro, corto.

Carmine perdió de pronto toda expresión.

—Ya veo —dijo. Luego se fue, como si no se le ocurriera qué decir para despedirse.

Desdemona se acostó, aunque no se durmió.