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Miércoles, 20 de octubre de 1965

Habían transcurrido dos semanas desde el hallazgo del cuerpo de Mercedes Álvarez en el frigorífico de animales muertos del Hug, y la marea de noticias destiladas en periódicos, televisión y radio empezaba a generar una espiral informativa. No había trascendido el menor rumor en torno a la incineración, para asombro del operativo especial. Al parecer, presiones de arriba, de todo tipo de políticos y personas influyentes, habían silenciado este detalle por considerarlo excesivamente sensible, demasiado dantesco y perturbador. El factor caribeño, por descontado, había sido subrayado machaconamente. Se fijó el número de víctimas en once; no salió a la luz ningún caso anterior al de Rosita Esperanza, de enero de 1964, como tampoco en ningún otro Estado de la Unión. Por supuesto, la prensa había dado un apodo al asesino: era el Monstruo de Connecticut.

La existencia del Hug no dependía ya sólo de algún pequeño éxito relativo al comportamiento de los iones de potasio a través de la membrana de la célula neuronal, ni de un gran éxito si Eustace sufría un ataque localizado en el lóbulo temporal al recibir estimulación eléctrica suave en el nervio ulnar. Ahora, la existencia del Hug estaba erizada de tensiones que se manifestaban en miradas furtivas, afirmaciones que se interrumpían a medio formular, en la forma nerviosa con que se evitaba el tema presente para todo hugger. Un pequeño consuelo: la poli parecía haber renunciado a seguir visitándoles, incluido el teniente Delmonico, que se había pasado ocho días rondando por todas las plantas.

Las fisuras que aparecían en el tejido social del Hug irradiaban principalmente de la figura del doctor Kurt Schiller.

—¡Aléjese de mí, miserable nazi! —le gritó el doctor Maurice Finch a Schiller cuando éste apareció preguntando por alguna muestra de tejido.

—¡Claro, a usted le está permitido insultarme —replicó Schiller, anonadado—, pero yo no me atrevo a responderle, aquí, rodeado de judíos norteamericanos!

—¡Si de mí dependiera ya le habrían deportado! —dijo Finch, con un gruñido.

—¡No puede culpar a todo un país por los crímenes de unos pocos! —insistía Schiller, demudado el rostro, apretando los puños.

—¿Quién lo dice? ¡Fueron todos culpables!

Charles Ponsonby puso fin a la refriega, tomando a Schiller por el brazo y acompañándole a sus propios dominios.

—¡Yo no he hecho nada! ¡Nada! —exclamó Schiller—. ¿Cómo sabemos a ciencia cierta que cortaron el cadáver para que fuera incinerado? ¡Son cotilleos, cotilleos malintencionados! ¡Yo no he hecho nada!

—Mi querido Kurt, la reacción de Maurice es comprensible —dijo Charles—. Algunos de sus primos acabaron en los hornos crematorios de Auschwitz, y la sola idea de la incineración le… en fin, le descompone profundamente. Entiendo también que no es fácil ser el destinatario de sus emociones. Lo mejor que puede hacer usted es mantenerse alejado de él hasta que la cosa se enfríe. Que acabará enfriándose, no lo dude. Porque tiene usted razón: no son más que cotilleos. La policía no nos ha dicho nada de nada. Mantenga la cabeza alta, Kurt; ¡pórtese como un hombre! —Esto último lo dijo con un tono que hizo a Schiller hundir la cabeza entre las manos y llorar amargamente.

«El cotilleo —se dijo Ponsonby mientras regresaba a su laboratorio— es como el ajo. Buen sirviente, mal señor.»

Finch no era el único que hacía de Schiller el cabeza de turco de su frustración. Sonia Liebman se apartaba ostensiblemente de su lado siempre que lo encontraba; a Hilda Silverman se le traspapelaban de repente sus artículos y publicaciones; Marvin, Betty y Hank perdían sus muestras y dibujaban esvásticas en las ratas cuyos cerebros iban a Patología.

Al final, Schiller fue a presentar su dimisión al Profe, pero fue rechazada.

—No puedo aceptársela de ninguna manera, Kurt —dijo Smith, cuyo pelo parecía más blanco día a día—. Estamos bajo vigilancia policial, no podemos cambiar al personal. Además, si ahora se marchara se vería envuelto en una nube de sospechas. Apriete los dientes y aguante el tirón, como todos nosotros.

—Aunque yo estoy hasta aquí de apretar los dientes —dijo a Tamara cuando el desolado Schiller se marchó—. Ay, Tamara, ¿por qué ha tenido que ocurrimos esto a nosotros?

—Si lo supiera, Bob, trataría de arreglarlo —dijo ella, le acomodó mejor en su silla y le pasó un borrador de un informe del doctor Nur Chandra para que lo leyera, uno que descendía con clínica frialdad a los detalles del increíble ataque de Eustace.

Cuando volvió a su propio despacho, se encontró allí a Desdemona Dupre, pero no la estaba esperando donde cualquiera lo habría hecho. ¡Esa zorra inglesa estaba fisgando con todo descaro entre los papeles del abarrotado escritorio de Tamara!

—¿Ha visto mi hoja con las nóminas, Vilich?

Bajo un fajo de hojas con el borrador de un dictado que le había tomado al Profe, asomaba la esquina de un comunicado escrito a mano sumamente confidencial; Tamara se acercó de un brinco para apartar a Desdemona.

—¡No se le ocurra hurgar en mis papeles, Dupre!

—Es que estaba fascinada por el caos en el que trabaja, simplemente —dijo Desdemona arrastrando las palabras—. No es de extrañar que no pudiera administrar este lugar. Sería usted incapaz de organizar una juerga en una destilería.

—¿Por qué no se va a joderse usted sola? ¡Porque una cosa está clara, es demasiado fea para encontrar un hombre que la joda!

Desdemona alzó sus apenas visibles cejas.

—Hay suertes peores que morirse con la duda —dijo, sonriendo—, pero, afortunadamente, a algunos hombres lo que les gusta es escalar el Everest. —Siguió con la mirada las uñas esmaltadas en rojo de Tamara, que recogía sus papeles y escondía el vital comunicado—. ¿Una carta de amor? —preguntó.

—¡Lárguese! ¡Sus nóminas no están aquí!

Desdemona se retiró, sin dejar de sonreír; a través de la puerta abierta pudo oír el sonido distante de su teléfono.

—Señorita Dupre —contestó, al tiempo que se sentaba.

—Ah, estupendo, me alegra saber que está ahí trabajando —dijo la voz de su otra bestia negra.

—Yo siempre estoy aquí trabajando, teniente Delmonico —respondió muy secamente—. ¿A qué debo este honor?

—¿Qué le parece si cenamos juntos un día de éstos?

La proposición pilló a Desdemona totalmente desprevenida, pero no cayó en el error de pensar que le estaban haciendo un cumplido. ¿Así que Su Excelencia el Alto Ejecutor estaba desesperado, eh?

—Eso depende —dijo con cautela.

—¿De qué?

—De lo que diga la letra pequeña del acuerdo, teniente.

—Bueno, pues mientras se entretiene leyéndola, ¿qué tal si me llama usted Carmine y yo a usted Desdemona?

—Por el nombre se llaman los amigos, y considero que su invitación está más bien relacionada con el curso de la investigación.

—¿Quiere eso decir que puedo llamarla Desdemona?

—Digamos que se lo permito.

—¡Estupendo! Esto… ¿a cenar, entonces, Desdemona?

Ella se reclinó en su silla y cerró los ojos, recordando su aire imponente de serena autoridad.

—Muy bien, a cenar.

—¿Cuándo?

—Esta noche, si está usted libre, Carmine.

—Estupendo. ¿Qué comida prefiere?

—La clásica china de Shanghái.

—Me parece bien. Pasaré a recogerla por su casa a las siete.

¡Por supuesto, el condenado sabía dónde vivía todo el mundo!

—No, gracias. Prefiero que quedemos en el restaurante. ¿Cuál será?

—El Faisán Azul, en la calle Cedar. ¿Lo conoce?

—Ah, sí. Le veré allí a las siete.

Carmine colgó sin más formalismos, dejando a Desdemona que atendiera los requerimientos del doctor Charles Ponsonby, que esperaba parado a la puerta de su despacho; sólo cuando se hubo desembarazado de él pudo ponerse a diseñar su estrategia, no para la seducción, sino para un combate de esgrima. ¡Oh, sí, por cierto, ya le apetecía medir sus armas con aquel violador verbal en una pequeña escaramuza! ¡Cuánto echaba de menos ese aspecto de la vida! Ella estaba en el exilio, aquí en Holloman, ahorrando cuanto podía de su espléndido sueldo para poder abandonar este país vasto y ajeno, volver a su patria y retomar el hilo de una vida social estimulante. El dinero no lo era todo, pero hasta que se había amasado un poco, la vida resultaba deprimente en todas sus formas. Desdemona ansiaba un piso pequeño en Strand-on-the-Green con vistas al Támesis, varias consultorías en clínicas privadas y tener todo Londres como patio trasero. Cierto era que Londres le resultaba tan desconocido como antes Holloman, pero Holloman era el destierro y Londres el centro del universo. Había pasado aquí cinco años, le quedaban cinco más; entonces diría adiós al Hug y a Norteamérica. Contaría con espléndidas referencias de cara a conseguir esas consultorías y con una nutrida cuenta bancaria. Eso era todo lo que quería o necesitaba de Norteamérica. Se puede sacar a un inglés de Inglaterra, pero no se puede sacar a Inglaterra de un inglés.

Siempre iba y volvía caminando del trabajo, era una forma de ejercicio que se adecuaba a su espíritu andariego. Aunque esta costumbre horrorizaba a algunos de sus colegas, Desdemona no se sentía amenazada porque el trayecto atravesara el corazón de la Hondonada. Su altura, su paso atlético, su aire de confianza y el hecho de que no llevara bolso hacían de ella una víctima improbable de cualquier asalto. Además, al cabo de cinco años conocía ya todas las caras con que se cruzaba, y no recibía sino saludos amistosos de pasada en correspondencia a los suyos.

Habían empezado a caer las hojas de los robles; para cuando giró por la calle Veinte para cruzar el bloque que la separaba de Sycamore, Desdemona iba apartándolas a montones con los pies, pues los camiones de la limpieza municipal no habían pasado todavía. ¡Ah, allí estaba! El siamés que siempre la esperaba encaramado a un poste para saludarla al pasar; se detuvo a hacerle los honores. A su espalda, oyó un rumor de pisadas una fracción de segundo después de que cesaran las suyas. Se volvió sorprendida y el vello se le erizó ligeramente. ¡No iba a ocurrirle ahora, después de cinco años! El caso es que no había nadie a la vista, a menos que la acechara detrás de alguno de los robles cercanos. Continuó andando, con el oído atento, y se detuvo de nuevo seis metros más adelante. El crujido de hojas muertas a su espalda cesó igualmente, con medio segundo de retraso. Sintió un leve brote de sudor en la frente, pero continuó como si no hubiera notado nada, dio la vuelta por Sycamore y se sorprendió a sí misma cruzando a la carrera por delante del último bloque que la separaba de su edificio de tres viviendas.

«¡Ridículo, Desdemona Dupre! Qué tontería por tu parte. Sería el viento, sería una rata, o un pájaro, o algún otro bicho pequeño que no has visto.» Mientras subía los treinta y dos escalones que conducían a su apartamento del segundo piso, respiraba más pesadamente de lo que cabía esperar por el paseo, la carrera o las propias escaleras. Su vista fue a posarse involuntariamente sobre su canastilla, pero estaba tal cual la había dejado. El bordado yacía exactamente donde debía.

Eliza Smith había preparado a Bob su cena favorita, chuletas con guarnición de ensalada y pan caliente. Estaba muy preocupada por su estado mental. Desde el asesinato, Bob iba de mal en peor; estaba de un humor irritable, se quejaba de cosas en las que antes ni siquiera reparaba, se le veía a veces tan ensimismado que ni veía ni oía nada. Ella siempre había sabido que su carácter tenía ese lado oscuro, pero con su brillante carrera y su capricho del sótano —además de un buen matrimonio, se apresuró a añadir—, estaba segura de que nunca le dejaría dominar sus pensamientos, su mundo. Después de todo, había superado lo de Nancy —en fin, tras un periodo de incertidumbre, pero se había recuperado—, y ¿qué podía ser peor que aquello?

Aunque los periódicos y las noticias de la tele habían dejado de machacar con el «Monstruo de Connecticut», Bobby y Sam no se dieron por aludidos. Cada día que iban a la escuela Dormer Day, se regodeaban en la gloria de tener un padre tan involucrado en el caso, y no acertaban a entender por qué no habían de insistir en el tema de los asesinatos. «¡O sea, cortado en pedazos!, ¿vale?»

—¿Quién crees que ha sido, papá? —preguntó Bobby una vez más.

—Vale ya, Bobby —dijo su madre.

—Para mí que ha sido Schiller —dijo Sam, mordisqueando una chuleta—. Apuesto a que fue nazi. Tiene pinta de nazi.

—¡Cállate, Sam! Deja estar el tema —dijo Eliza.

—Haced caso a vuestra madre, chicos. Ya estoy harto —dijo el Profe, que apenas había tocado su plato.

La conversación cesó mientras los chicos seguían comiendo, dando bocados al pan crujiente y lanzando especulativas miradas a su padre.

—Va, jo, papá, por favor, por favor, dinos quién crees que ha sido —dijo Bobby en tono zalamero.

—¡Schiller es el asesino! ¡Schiller es el asesino! —canturreó Sam—. Achtung! Sieg Heil! Ich habe ein tiger in mein tank!

Robert Mordent Smith apoyó ambas manos en la mesa, se puso en pie y señaló a un rincón vacío de la espaciosa habitación. Sam soltó un gemido, pero ambos niños se levantaron, fueron a donde su padre había señalado y se remangaron los pantalones hasta las rodillas. Smith cogió una larga vara, abierta en tiras por un extremo, de su sitio acostumbrado del aparador, se llegó hasta los chicos y atizó a Bobby con el instrumento en una pantorrilla. Siempre pegaba a Bobby en primer lugar, porque Sam le tenía tal pánico a la vara que tener que ver a Bobby redoblaba su propio castigo. El primer golpe levantó una roncha roja, pero aún le siguieron cinco más, mientras Bobby permanecía inmóvil, en viril silencio; Sam ya estaba aullando. Seis golpes más a Bobby en la otra pantorrilla, y le llegó el turno a Sam de recibir sus seis en cada pierna, que le fueron administrados con la misma fuerza y saña que a su hermano pese a sus alaridos. En opinión de su padre, Sam era un cobarde. Una nena.

—Idos a la cama y pensad en los placeres de estar vivo. No todos tenemos tanta suerte, ¿recordáis? No voy a tolerar que sigáis dando la lata con esto, ¿entendido?

—A Sam, tal vez —dijo Eliza cuando los chicos se marcharon—, sólo tiene doce años. Pero no deberías pegarle con una vara a un muchacho de catorce, Bob. Ya es más grande que tú. Un día te va a responder.

Por toda réplica, Smith se dirigió a la puerta del sótano, con las llaves de su cierre de seguridad en la mano.

—¡Y esa obsesión por encerrarte con llave está de más! —exclamó Eliza desde el comedor mientras él desaparecía—. ¿Y si pasara algo y necesitara que subieras deprisa?

—¡Grita!

—Ah, claro —masculló ella, mientras empezaba a llevarse a la cocina los restos de la cena—. Como que ibas a oír algo con ese follón. Y escucha bien lo que te digo, Bob Smith: un día nuestros chicos se volverán contra ti.

Los acordes de un concierto para piano de Saint-Saëns brotaron del par de gigantescos altavoces que flanqueaban la entrada sin puertas a la cocina. Mientras Claire Ponsonby pelaba gambas crudas en el fregadero de piedra vieja y les sacaba las venas, su hermano abrió el compartimento «lento» del horno de leña Aga, con las manos enfundadas en guantes de cocina, y extrajo una fuente de terracota. Tenía la tapa pegada con una masa de harina y agua para retener hasta la última gota de preciado jugo; tras depositarla en el extremo de mármol de una mesa de trabajo de trescientos años de antigüedad, Charles acometió la tediosa tarea de descascarillar el sellado de masa para liberar la tapa de la fuente.

—Hoy he acuñado un aforismo excelente —dijo mientras se afanaba—. «El cotilleo es como el ajo: buen sirviente, pero mal señor.»

—Muy adecuado, considerando nuestro menú, pero ¿tanta habladuría hay por el Hug, Charles? Después de todo, nadie sabe nada.

—Estoy de acuerdo en que nadie sabe si fueron a parar al incinerador partes del cuerpo, pero las especulaciones están a la orden del día. —Soltó una risita ahogada—. El principal blanco de murmuraciones es Kurt Schiller, que estuvo llorándome en el hombro… ¡Bah! Un teutón ornamental, que no da más que palos de ciego… He tenido que morderme la lengua.

—Eso huele divinamente —dijo Claire, volviéndose a mirarle con una sonrisa—. No hemos comido ternera en adobo desde hace sabe Dios cuánto.

—Pero primero, gambas en mantequilla de ajo —dijo Charles—. ¿Has terminado?

—Estoy quitándole las venas a la última. Una música perfecta para una comida perfecta. Saint-Saëns es tan exuberante… ¿Fundo yo la mantequilla, o lo haces tú? El ajo está ya machacado y listo. En aquel platito.

—Ya lo hago yo, tú pon la mesa —dijo Charles, empujando un bloque de mantequilla a su sartén, con las gambas preparadas para su breve inmersión en cuanto hirviese la mantequilla y el ajo estuviese dorado—. ¡Limón! ¿Te has olvidado del zumo de limón?

—De verdad, Charles, ¿es que estás ciego? Lo tienes justo al lado.

Cada vez que Claire hablaba con su voz ronca, el perro grande que estaba tumbado en un rincón apartado de la habitación con el hocico apoyado en las patas levantaba la cabeza y martilleaba el suelo con la cola, y su abultado entrecejo dorado se elevaba y caía expresivamente sobre su cara dulce y negra, como haciendo el acompañamiento de la música de Claire al hablar.

Con las gambas en las diestras manos de Charles y la mesa puesta, Claire fue hasta la encimera de mármol cascada y llena de manchas y cogió un cuenco grande de comida para perros enlatada.

—Toma, Biddy, mi amor, también hay cena para ti —dijo, cruzando la habitación hacia donde yacía el perro y dejando el cuenco en el suelo justo delante de sus patas delanteras. En un periquete, Biddy se elevó sobre sus patas y se puso a devorar la comida ávidamente—. Es el labrador que hay en ti el que te hace tan glotón —dijo Claire—. Una pena que el pastor no te atempere un poco. Los placeres —prosiguió con un ronroneo en la voz— resultan infinitamente más dulces si se disfrutan despacio.

—No podría estar más de acuerdo —dijo Charles—. Tomémonos al menos una hora para disfrutar de esta comida.

Los dos Ponsonby se sentaron a lados opuestos de la tabla de madera que remataba la mesa para comer, un proceso parsimonioso que se interrumpía tan sólo cuando había que darle la vuelta al disco o cambiarlo. Esa noche era Saint-Saëns, pero al día siguiente podría ser Mozart o Satie, dependiendo del menú de la cena. Tan importante era elegir la música adecuada como el vino.

—Supongo que irás a la exposición del Bosco, Charles.

—No me la perdería por nada del mundo. ¡Estoy impaciente por ver los cuadros al natural! Por buenas que sean las reproducciones a color de un libro, no pueden compararse con los originales. Tan macabro, tan lleno de un humor que no sé si es deliberado o inconsciente. ¡Por alguna razón, nunca consigo entrar en la mente del Bosco! ¿Era esquizofrénico? ¿Tenía acceso a setas alucinógenas? ¿O era simplemente la forma en que lo habían educado para ver no sólo su mundo, sino el siguiente? Entonces entendían la vida y la muerte, el premio y el castigo de forma distinta a como lo hacemos hoy, de eso estoy seguro. Sus demonios rebosan alegría mientras someten a tortura a sus indefensas víctimas humanas. —Rió con regocijo—. Quiero decir: se supone que nadie ha de ser feliz en el infierno. ¡Ah, Claire, el Bosco es un auténtico genio! ¡Qué obra, qué obra…!

—Eso me dices siempre —dijo ella, con cierta sequedad.

Biddy, el perro, fue briosamente a poner la cabeza en el regazo de Claire. Ella le tiró rítmicamente de las orejas con sus manos largas y delgadas hasta hacerle cerrar los ojos y gruñir de felicidad.

—Prepararemos un menú Bosco para celebrarlo cuando vuelvas —dijo Claire con voz risueña—. Guacamole con mucho chile, pollo tandoori, pastel de chocolate… Shostakovich y Stravinsky, con un toque de Mussorgsky… Y un chambertin añejo…

—Hablando de música, el disco se ha rayado. Prepara la carne, ¿quieres? —dijo Charles—, se dirigió al comedor, que nunca utilizaban.

Claire se movía hábilmente por la cocina mientras Charles, sentado ya en su silla, la contemplaba. Primero sacó las diminutas patatas de la bandeja del Aga, las escurrió en el fregadero, las aderezó con un toque de mantequilla en un cuenco y por fin las llevó a la mesa. Cortó la ternera adobada en dos partes, las sirvió en dos viejos platos de porcelana y colocó éstos entre los dos servicios de cuchillo y tenedor. Por último, trajo un cuenco de judías verdes escaldadas. En ningún momento se oyó el tintineo de dos piezas de vajilla al chocar; Claire Ponsonby dispuso todo en la mesa con milimétrica exactitud. El perro, entretanto, sabiendo que no se le necesitaba en la cocina, volvió a su trozo de alfombra a tumbarse con el hocico sobre las patas.

—¿Qué tienes pensado hacer mañana? —preguntó Charles cuando la ternera hubo dado paso a un café espresso negro y meloso y ambos disfrutaban de unos cigarros suaves.

—Por la mañana, llevaré a Biddy a dar un largo paseo. Más tarde iremos los dos a escuchar esa charla que dan sobre partículas subatómicas… Es en la sala de conferencias del Susskind. Ya he reservado taxis para ir y volver.

—¡No debería hacer falta reservar un taxi! —soltó Charles de pronto, con sus ojos siempre acuosos secos de ira—. ¡Esos cretinos insensibles que conducen los taxis tendrían que conocer la diferencia entre un perro guía y cualquier otro perro! ¿Mearse en un taxi, un perro guía? ¡Pamplinas!

Ella alargó el brazo y le cogió de la mano certeramente, sin buscarla a tientas ni deslizaría.

—Reservarlos no es ningún problema —dijo, apaciguadora.

El menú de la cena en casa de los Forbes fue muy distinto.

Robin Forbes había intentado hacer un pan de nueces que no se derrumbara como una ruina al primer contacto con el cuchillo, y estaba regándolo con una salsa ligera de arándanos, como le explicaba a Addison.

—Le da un toque de alegría, cariño.

l cató el resultado con desconfianza y se echó atrás, horrorizado.

—¡Es dulce! —chilló—. ¡Dulce!

—¡Va, querido, un poquito de azúcar no va a provocarte otro ataque al corazón! —exclamó ella, juntando las manos, exasperada—. Tú eres el médico, yo sólo una humilde enfermera diplomada de la vieja escuela, sin titulación, ¡pero hasta las enfermeras saben que el azúcar es el combustible básico! Vaya, que todo lo que comes y no se transforma en tejido nuevo se convierte en glucosa para ahora o glucógeno para luego. ¡Te estás matando con tanta severidad, Addison! Una estrella de fútbol americano de veinticuatro años no se sacrifica entrenando tanto como tú.

—Gracias por el sermón —dijo él con mordacidad; rascó ostentosamente la salsa de arándanos de su pan de nueces y luego llenó a rebosar su gran plato de lechuga, tomate, pepino, apio y pimiento, todo sin aliñar.

—Tuve mi charla semanal con Roberta y Robina esta mañana —dijo ella en tono jovial, aterrada de que él se diera cuenta de que su hogaza era un pastel de carne de la charcutería y que bajo su ensalada se escondía un cremoso aliño italiano.

—¿Han admitido a Roberta en neurocirugía? —preguntó él, sin demasiado interés.

Robin hizo un mohín.

—No, querido, la rechazaron, según ella por ser una mujer.

—Y con razón. Para la neurocirugía, se precisa la resistencia de un hombre.

Para qué entrar a ese trapo; Robin cambió de tema.

—Pero —dijo, risueña— al marido de Robina le han ascendido. Ahora podrán comprarse esa casa de Westchester que les encanta.

—Lo celebro por como-se-llame —repuso él distraídamente; su trabajo le llamaba desde lo alto de la torre.

—¡Por Dios, Addison, es tu yerno! Se llama Callum Christie. —Suspiró y volvió a intentarlo—. Esta tarde he visto una reposición de Quo Vadis… ¡Jesús, sí que se lo hicieron pasar mal a los cristianos! Leones arrastrando por ahí brazos humanos… ¡Brr!

—Conozco a montones de cristianos a los que gustosamente arrojaría a los leones. Seis días por semana te roban a conciencia, luego van a misa el domingo y lo arreglan con Dios. ¡Bah! Yo me enorgullezco de no renegar de mis pecados, por atroces que sean —dijo entre dientes.

Ella rió discretamente.

—¡Ay, Addison, de verdad! ¡Qué tonterías dices!

De la ensalada no quedaba nada; Addison Forbes dejó los cubiertos sobre la mesa y se preguntó por enésima vez por qué se habría casado a mitad de carrera con una enfermera con la cabeza hueca. Aunque sabía la respuesta, sencillamente, no le daba la gana admitirlo; no tenía dinero para acabar la carrera, ella estaba loca por él y los ingresos de una enfermera le bastarían. Él, naturalmente, había planeado completar su formación como residente antes de pensar en formar una familia, pero la muy estúpida se quedó embarazada antes de que se graduara. De modo que así estaba, peleándose con un puesto de interno y dos hijas gemelas que ella se empeñó en llamar Roberta y Robina. Pese a ser homozigóticas, Roberta había heredado sus inclinaciones médicas, mientras que Robina, la cabeza de chorlito, se había convertido en una modelo adolescente de éxito antes de casarse con un ambicioso y pujante corredor de Bolsa.

La repugnancia que le producía su esposa no se disipó con los años; más bien había aumentado hasta el punto de que apenas soportaba su mera presencia, y tenía fantasías íntimas en que la mataba muy despacio.

—Harías mejor, Robin —dijo al levantarse de la mesa—, en matricularte en algún curso que te dé un título en el colegio estatal de Holloman oeste, en vez de engullir palomitas en el cine. O podías jugar a la petanca, que es lo que tengo entendido que hacen las mujeres de mediana edad sin ningún talento. No puedes hacer un curso de reciclaje en enfermería, nunca aprobarías las matemáticas. Ahora que nuestras hijas han abandonado la seguridad de tu río maternal para vivir su vida en el océano, tu río se ha convertido en aguas estancadas.

El final de siempre para la cena de siempre; Addison salió disparado sin más, escalera de caracol arriba, hacia su guarida acolchada, mientras Robin chillaba a su espalda.

—¡Antes me moriría que pasar la aspiradora por tu estúpida guarida, así que deja la puerta abierta, por el amor de Dios!

—Eres fisgona, querida. No, gracias —descendió su voz flotando.

Enjugándose los ojos con un pañuelo, Robin mezcló el aliño italiano con su ensalada e inundó su pastel de carne de salsa de arándanos. Luego se levantó de un brinco, corrió a la nevera y desenterró un recipiente de ensalada de patata que había escondido detrás de las latas de Tab. No era justo que Addison le infligiera su despiadado régimen, pero ella sabía muy bien por qué lo hacía: tenía miedo de que si veía comida de verdad fuera incapaz de seguir con él.

Carmine Delmonico estaba de pie con los hombros apoyados en el florido faisán azul y dorado pintado en la ventana del restaurante, sosteniendo una gran bolsa marrón bajo el brazo. Miró distraídamente un reluciente Corvette rojo que pasaba y abrió los ojos de par en par cuando aparcó limpiamente junto a la acera y la señorita Desdemona Dupre salió de él desplegando ágilmente su imponente estatura.

—¡Caramba! —dijo, enderezándose—. No es el tipo de coche con que la imaginaba.

—Aumentará de valor en vez de perderlo, de modo que cuando lo venda no habré perdido dinero con él —dijo ella—. ¿Entramos? Me muero de hambre.

—He pensado que podíamos comer en mi casa —dijo él, echando a caminar—. El local está atiborrado de estudiantes de la Chubb, y mi cara se ha hecho muy popular últimamente gracias al Holloman Post. Es una pena que los pobres tengan que ir al servicio para echar un trago de sus bolsas de papel.

—Las leyes sobre el alcohol de Connecticut son arcaicas —dijo ella, andando a su lado—. Se les puede matar en una guerra, pero no pueden beber.

—No seré yo quien se lo discuta, aunque esperaba que presentaría usted batalla en torno adonde comemos.

—Mi querido Carmine, a mis treinta y dos años soy un poco mayor para hacer remilgos por ir a comer al apartamento de un hombre… ¿o es una casa? ¿Tenemos que andar mucho?

—No, está a la vuelta de la esquina. Vivo en el piso doce del edificio de Seguros Nutmeg. Diez pisos de oficinas, diez pisos de apartamentos. El doctor Satsuma tiene el ático, pero yo no soy tan rico. Sólo acomodado, modestamente.

—La modestia —dijo ella, adelantándose a entrar en el vestíbulo de mármol— no es una cualidad que asocie a usted.

—Lo que más me gusta de usted, Desdemona —dijo él mientras subían en el ascensor—, es su forma de decir las cosas. Al principio pensé que se reía de mí, pero ahora comprendo que para usted es lo más natural ser algo… pomposa.

—Si evitar el argot es sonar pomposa, sí, soy pomposa.

Él le abrió la puerta del ascensor, sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta de entrada y accionó un interruptor.

La habitación a la que entró Desdemona la dejó sin aliento. Las paredes y el techo eran de un rojo chino apagado, una alfombra del mismo color cubría el suelo, y la iluminación estaba muy estudiada. Hileras de fluorescentes recorrían el perímetro ocultas tras un bastidor, iluminando algunas de las más hermosas piezas de arte oriental que ella hubiera visto: un biombo de tres hojas con tigres pintados sobre un fondo de cuadros dorados; un dibujo a tinta deliciosamente cómico y tierno de un viejo gordo durmiendo con la cabeza apoyada en un tigre a modo de almohada; un grupo de tigres jóvenes y viejos; una mamá tigre largando un sermón a un bebé tigre; y, para romper con tanto tigre, unas pocas tablas de etéreas montañas pintadas sobre piedra blanca inserta en marcos negros con intrincados diseños tallados. Había cuatro butacas chinas tapizadas en rojo en torno a una mesa modernista de plumas de avestruz escarchadas en la parte inferior de una pieza redonda de cristal transparente, de dos dedos de espesor; sobre ella centelleaba una pequeña lámpara de araña modernista a juego. En aquella mesa impecable se hallaban dispuestos dos servicios, de liso cristal fino y fina cerámica también lisa. Había cuatro poltronas chinas rojas formando un grupo en torno a un perro de cerámica, grande y achaparrado, con una plancha de cristal encima de la cabeza. Por las paredes, unos pocos armarios lacados en negro interrumpían el rojo dominante. Llamaba la atención que aquel tono de rojo no resultara discordante ni irritante. Tan sólo intensamente suntuoso.

—¡Por todos los santos! —exclamó con un hilo de voz—. Ahora supongo que me sorprenderá diciéndome que escribe poesía muy intelectual y abriga mil dolores secretos.

Aquello hizo reír a Carmine, mientras llevaba la bolsa a una cocina que era tan blanca como homogéneamente rojo era el salón, inmaculada y limpia, tan pulcra que intimidaba. Este hombre era un perfeccionista.

—Ni mucho menos —dijo mientras vaciaba la comida humeante en cuencos con tapa—. Sólo soy un poli italiano de Holloman al que le complace encontrar un entorno hermoso al volver a casa. ¿El vino, tinto o blanco?

—Cerveza, si tiene. La comida china me gusta con cerveza. Este lugar no es en absoluto como lo imaginaba —dijo luego, llevando dos de los cuencos mientras él alojaba los demás en sus brazos como un camarero.

Ya en la mesa, le separó la silla, la invitó a sentarse y procedió a tomar asiento él mismo.

—Coma —dijo—. En el menú hay un poco de todo.

Como los dos estaban hambrientos, dieron buena cuenta de aquel considerable montón de comida, ambos manejando con destreza los palillos.

«Soy una esnob —pensó ella mientras comía—, pero los ingleses tendemos a serlo, salvo que nos hayan criado en la calle Coronation. ¿Por qué se nos olvida siempre que los italianos rigieron el mundo mucho antes que nosotros, durante más tiempo y con más éxito? Dieron luz al Renacimiento, han adornado el mundo con su arte, su literatura y su arquitectura. Y este poli italiano de Holloman tiene el aire de un emperador romano, así que ¿por qué no había de tener sentimientos ascéticos?»

—¿Té verde, té negro o café? —preguntó él desde la cocina mientras llenaba el lavavajillas.

—Otra cerveza, por favor.

—¿Qué imaginaba usted, Desdemona? —preguntó una vez reclinado en su poltrona, con su taza de té verde sobre la mesita del perro.

—Caso de que hubiera una señora Delmonico, que podía haberla después de todo, buen cuero italiano y un diseño de color conservador. Si era el nido de un poli soltero… tal vez una mezcolanza de muebles y objetos de ocasión, o regalados. ¿Está usted casado? Lo pregunto sólo por educación.

—Lo estuve, hace bastante tiempo. Tengo una hija de casi quince años.

—Con las pensiones alimenticias que se estilan aquí en Norteamérica, me sorprende que pueda comprar cristalería art nouveau y antigüedades chinas.

—No pago pensión —dijo él con una sonrisa—. Mi ex me dejó para casarse con un tipo que podría comprar y vender la Chubb. Ella y la niña viven en una mansión de Los Angeles que parece el palacio de Hampton Court.

—Ha viajado usted.

—Lo hago de cuando en cuando, incluso por trabajo. A mí me caen los casos más puñeteros, y dado que la Chubb es una comunidad internacional, algunos casos presentan ramificaciones por Europa, Medio Oriente o Asia. La mesa y la lámpara de araña las vi en el escaparate de un anticuario en París, y empeñé hasta la camisa para comprarlas. La parafernalia china la compré en Hong Kong y Macao cuando viví en Japón, justo después de la guerra. Con las fuerzas de ocupación. Los chinos eran tan pobres que lo conseguí por cuatro perras.

—No tuvo reparo en aprovecharse de su pobreza.

—Los tigres pintados no se comen, señorita. Las dos partes conseguimos lo que queríamos. —No lo dijo con acritud, aunque sí había una nota de reproche—. Habría ardido todo al primer invierno frío. Odio pensar en todo lo que se quemó durante los años en que los japos trataron a los chinos como ovejas para el matadero. El caso es que aprecio y cuido lo que tengo. No vale un comino comparado con lo que los ingleses sacaron de Grecia y los franceses de Italia —añadió, no sin malicia.

Touché. —Dejó la cerveza en la mesa—. Bien, ya es hora de que vayamos al grano, teniente. ¿Qué cree que puede sonsacarme a cambio de darme de comer?

—Probablemente nada, pero ¿quién sabe? No voy a empezar preguntándole nada que no pueda descubrir por mí mismo, aunque cualquier información que quiera suministrarme puede evitar que pongamos firmes a unos cuantos huggers. Usted siempre está en posición de firmes, probablemente por lo alta que es, así que con usted sé dónde piso: unos diez centímetros por debajo.

—Estoy orgullosa de ser tan alta —dijo ella, apretando los labios.

—Hace bien. Hay un montón de tíos deseosos de escalar el Everest.

Ella rompió a reír a carcajadas.

—¡Eso es exactamente lo que le dije hoy a la señorita Tamara Vilich! —Recobró la compostura y le miró fríamente—. Pero no es usted uno de ellos, ¿verdad?

—No. Mi forma de ejercicio es hacer pesas en el gimnasio de la policía.

—Haga sus preguntas, pues.

—¿Cuál es el presupuesto anual del Hug?

—Tres millones de dólares. Un millón en salarios y retribuciones, un millón en costes de gestión y suministros, tres cuartos de millón para la Universidad Chubb y un cuarto de millón para el fondo de reserva.

Él soltó un silbido.

—¡Jesús! ¿Cómo demonios pueden financiarlo los Parson?

—Mediante una fundación con un capital de ciento cincuenta millones. Eso supone que no llegamos nunca a gastarnos lo que produce en intereses. Wilbur Dowling quiere que dupliquemos el tamaño del Hug para incorporar una división de psiquiatría dedicada a las psicosis orgánicas. Aunque esto no entra dentro de los parámetros del Hug, estos parámetros podrían modificarse sin forzar la legalidad para dar satisfacción a sus deseos.

—¿Por qué demonios apartó William Parson semejante cantidad de dinero?

—Creo que porque era un hombre de negocios escéptico que pensaba que el dinero perdería inevitablemente su valor con el transcurso del tiempo. Estaba muy solo, ¿sabe?, y hacia el final de su vida el Hug se convirtió en su única razón para vivir.

—Duplicar el tamaño del Hug para satisfacer las ambiciones del decano ¿supone algún problema aparte del puramente pecuniario?

—Decididamente. Los Parson sienten una antipatía unánime por Dowling, y M. M. es un chubber hasta la médula que considera la ciencia y la medicina como asuntos ligeramente sórdidos que deberían estar reservados por derecho a las universidades públicas. Si las tolera es porque el gobierno federal vuelca dinero a espuertas en la investigación médica y científica, y la Chubb saca buena tajada de ello. El Hug no es la única institución que le paga un porcentaje.

—Así que los obstáculos son M. M. y los Parson. La cosa siempre acaba reduciéndose a una cuestión de personalidades, ¿verdad? —preguntó Carmine, mientras rellenaba su taza de una tetera mantenida caliente con una funda acolchada.

—Son personas, de modo que sí.

—¿Cuánto se gasta el Hug en equipamiento importante?

—Este año, más de lo habitual. Al doctor Schiller le van a dotar de un microscopio electrónico que costará un millón.

—Ah, sí, el doctor Schiller —dijo él, estirando las piernas—. Tengo entendido que algunos huggers están haciéndole la vida imposible, hasta el punto de que esta tarde ha intentado presentar la dimisión.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó ella, poniéndose rígida.

—Un pajarito.

El vaso de cerveza golpeó la mesa con estrépito; Desdemona se puso en pie atropelladamente.

—¡Entonces dele de comer a su pajarito, y no a mí! —le espetó.

Él no movió un músculo.

—Cálmese, Desdemona, y siéntese.

Ella permaneció erguida, haciendo su numerito habitual de mirarle desde arriba, con la mirada clavada en los ojos, que, por cierto, no eran castaño oscuro, sino más bien de un ámbar que esa habitación avivaba, según observó un rinconcito de la mente de Desdemona. El cerebro que había detrás de esos ojos sabía perfectamente lo que sentía ella en esos momentos, sin importarle sus reparos. Finalmente ella hubo de admitir que lo único que le importaba a él era encontrar al Monstruo de Connecticut. Desdemona Dupre era un peón del que podría prescindir fácilmente. Se sentó.

—Eso está mejor —dijo él, sonriendo—. ¿Qué opina usted del doctor Kurt Schiller?

—¿Como persona o como investigador?

—Ambas cosas, supongo.

—Como investigador es una autoridad mundialmente reconocida en lo relativo a la estructura del sistema límbico, que es por lo que el Profe se lo trajo de Frankfurt. —Sonrió, cosa que no hacía con la frecuencia que sería de desear; su sonrisa transformaba una cara más bien anodina en otra decididamente atractiva—. El pobre hombre trabaja con algunas desventajas espantosas, aparte de su nacionalidad.

—¿Como la homosexualidad?

—¿Su pajarito otra vez?

—La mayoría de los hombres no necesitamos que un pajarito nos silbe eso, Desdemona.

—Cierto. A las mujeres se las engaña más fácilmente, porque tienden a considerar a los hombres dulces y amables como buenos maridos potenciales. Muchos de ellos prefieren a los de su mismo sexo, cosa que las esposas descubren al cabo de varios hijos. Les pasó a dos amigas mías. No obstante, Kurt es dulce y amable pero no persigue a las mujeres para poder reproducirse. Como todos los investigadores, vive para su trabajo, así que no creo que sus líos homosexuales duren mucho tiempo. O, si tiene un novio fijo, supongo que el novio no le ve mucho el pelo.

—Es usted muy desapasionada.

—Eso es porque en realidad no me afecta. Sinceramente, creo que Kurt vino a Estados Unidos para empezar de nuevo, y optó por una situación geográfica que le permitía viajar a Nueva York y a su ambiente homosexual siempre que quisiera. Lo que olvidó, o tal vez ignoraba, era la cantidad de personas de ascendencia judía que hay entre los profesionales de la medicina en este país. Hace ya veinte años que acabó la guerra, con todas aquellas revelaciones horripilantes sobre los campos de concentración, pero el recuerdo sigue bastante fresco.

—También en usted, supongo —dijo él.

—Bueno, para mí fue más el horror del racionamiento de comida y ropa… Naderías, si quiere usted. Bombas y V-2, pero no donde yo vivía, muy a las afueras de Lincoln. —Se encogió de hombros—. Así y todo, me gusta Kurt Schiller, y hasta que tuvo lugar este espantoso incidente, lo mismo le ocurría a todo el mundo, incluidos Maurice Finch, Sonia Liebman, Hilda Silverman y los técnicos. Recuerdo haber oído decir a Maurice, cuando se enteró de que habían concedido a Kurt la plaza de patología, que había librado una batalla con su conciencia y su conciencia le dictó que no debía ser él el primero en tirar la piedra a un alemán que era lo bastante joven para no haber participado en el Holocausto. —Echó un vistazo a su reloj, el Timex más barato que había podido encontrar—. Debo irme, pero gracias, Carmine. La comida ha sido justo lo que me apetecía, el decorado, verdaderamente de lujo, y la compañía… vaya, bastante soportable.

—¿Lo bastante soportable como para repetir el miércoles que viene? —preguntó él, ayudándola a ponerse en pie como si ella pesara la mitad de sus setenta y dos kilos.

—Si usted quiere.

Carmine la acompañó en el ascensor e insistió en ir con ella hasta su Corvette.

«Una mujer interesante —pensó mientras veía alejarse el coche rugiendo—. Hay más en ella que un complejo de altura. Si consigues que arranque a hablar, se le olvida y baja de su torre. Viste barato, se corta el pelo ella misma, no lleva joyas de ningún tipo. ¿Es porque es tacaña o porque le da igual su aspecto? No creo que sea ninguna de las dos cosas. No me sorprende haber descubierto que es una excursionista entusiasta. Puedo imaginarla recorriendo a zancadas la ruta de los Apalaches con unas botas enormes… como una versión femenina de Tom Bombadil. No había ni una chispa de atracción entre nosotros, eso ha sido un alivio. Puesto que apostaría todo lo que cuelga de mis paredes a que ella no es el Monstruo de Connecticut, Desdemona Dupre es, en buena lógica, el hugger cuya compañía me conviene cultivar.

»¡Ah! Una noche bien aprovechada.»