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Lunes, 11 de octubre de 1965

Como el día de Colón no era festivo, nada impidió que el consejo de administración del Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se reuniera a las once de la mañana en la sala de juntas de la cuarta planta. Aunque era muy consciente de que no estaba invitado, Carmine tenía toda la intención de asistir. De forma que llegó temprano, llevó un tazón de fina porcelana al depósito de café del vestíbulo, se sirvió dos donuts con gelatina en un platito, también de porcelana, y tuvo la desfachatez de sentarse en la silla del extremo más alejado de la mesa, a la que dio la vuelta para quedar mirando a la ventana.

Al menos, de «desfachatez» lo calificó la señorita Desdemona Dupre cuando entró y lo encontró lamiendo sensualmente las delicias dispuestas sobre la mesa de juntas.

—Tiene usted suerte, ¿sabe? —replicó Carmine—. Si los arquitectos del hospital de Holloman no hubieran decidido poner el aparcamiento delante del edificio, no tendría usted vistas en absoluto. Como está, en cambio, alcanza usted a ver Long Island. ¿No hace un día precioso? Estamos como quien dice en lo mejor del otoño, y pese a que lamento el óbito de los olmos, no hay nada que iguale en colorido a los arces. Sus hojas han inventado matices nuevos por el lado cálido del espectro.

—¡No podía imaginar que tuviera usted palabras ni conocimientos para expresarse! —le espetó ella, con una mirada gélida—. ¡Está sentado en la silla del presidente del consejo, y consumiendo unos aperitivos a los que no tiene derecho! ¡Tenga la amabilidad de recoger sus cepos y marcharse!

Justo en aquel momento hizo su entrada el Profe, se enderezó a la vista del teniente Delmonico y emitió un profundo suspiro.

—Ay, señor, no había pensado en usted —dijo a Carmine.

—Le guste o no, profesor, tengo que estar presente.

El presidente Mawson Macintosh, de la Universidad Chubb, llegó antes de que al Profe le diera tiempo a responder; sonrió a Carmine de oreja a oreja y le estrechó calurosamente la mano.

—¡Carmine! Debí adivinar que Silvestri le encargaría esto —dijo M. M., como era universalmente conocido—. No sabe cuánto me alegro. Venga, siéntese aquí a mi lado. Y no malgaste —añadió en un susurro cómplice— sus papilas con los donuts. Pruebe las danesas de manzana.

La señorita Desdemona Dupre dejó escapar un sutil bufido de furia contenida y salió de la habitación a paso militar, chocando con el decano Dowling y su profesor de Neurología, Frank Watson. El mismo que había bautizado al Hug, y a su personal como los huggers.

M. M., a quien Carmine conocía bien a raíz de diversos casos internos peliagudamente delicados de la Chubb, tenía un aspecto mucho más imponente que otro presidente, el de los Estados Unidos de América. M. M. era alto, esbelto de cintura, vestía impecablemente, y su atractivo rostro estaba coronado por una exuberante cabellera cuyo caoba original había derivado en un maravilloso color albaricoque. Era un aristócrata americano hasta la médula. Lyndon B. Johnson, a pesar de su altura, palidecía hasta la insignificancia cada vez que ambos hombres se hallaban de pie uno junto al otro, cosa que ocurría de tanto en tanto. Pero las personas con el augusto linaje de M. M. preferían con mucho regir una gran universidad que el puñado de alborotadores que era el Congreso.

Por su parte, el decano Wilbur Dowling tenía el aspecto propio del psiquiatra que era: vestía con desaliño, una combinación de tweed, franela y una pajarita rosa con puntos rojos, gastaba una poblada barba castaña para compensar una cabeza calva como una bola de billar, y observaba el mundo tras unas bifocales con montura de concha.

Y en las contadas ocasiones en que Carmine había visto a Frank Watson, le había recordado siempre a Boris, el malo de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle. Watson vestía de negro y tenía un rostro largo y afilado, con el labio superior adornado por un distinguido bigote negro; el pelo lacio e igualmente negro y una expresión permanentemente desdeñosa completaban el parecido con Boris. Sí, Frank Watson era, sin duda, una de esas personas que bebían regularmente de una copa de vitriolo. Lo que le extrañaba era que fuera miembro del consejo de administración del Hug.

Y no lo era. Watson acabó de conversar con el decano y se escabulló entre el vuelo metafórico de una capa negra que no portaba. «Un tipo interesante —pensó Carmine—. Tendré que ir a verle.»

Los cinco gobernadores Parson hicieron su entrada en grupo, y tuvieron el buen criterio de no cuestionar la presencia de Carmine, a la vista de la presentación, sutilmente efusiva, que de él hizo M. M.

—Si alguien puede llegar al fondo de esta atrocidad, es Carmine Delmonico —concluyó.

—Sugiero entonces —dijo Roger Parson Junior, al tiempo que tomaba asiento en el extremo de la mesa— que nos pongamos todos a disposición del teniente Delmonico. Esto es, una vez que nos haya dicho qué ha sucedido exactamente y qué piensa hacer en lo sucesivo.

Los miembros del contingente de los Parson eran tan parecidos entre sí que cualquiera hubiera podido adivinar que eran parientes cercanos; ni siquiera los treinta años de edad que separaban a los tres miembros mayores del clan de los dos jóvenes suponían mucha diferencia. Sobrepasaban ligeramente la estatura media, eran delgados y algo cargados de espaldas, y tenían el cuello largo, la nariz picuda, pómulos prominentes, caídas las comisuras de los labios y las cabezas ralas de pelo lacio, de un castaño indeterminado. Todos sin excepción tenían los ojos de un gris azulado. Así como M. M. parecía un potentado de sangre azul, los Parson parecían indigentes académicos.

Carmine había pasado parte del fin de semana haciendo averiguaciones sobre ellos y sobre el grupo de compañías Parson. William Parson, el fundador (y tío del actual presidente del consejo de administración) había empezado con piezas de maquinaria y jugado con sus empresas hasta que abarcaron desde motores a turbinas, y desde instrumental quirúrgico a artillería, pasando por máquinas de escribir. El Banco Parson había nacido en el momento justo para ir de éxito en éxito. William Parson lo dejó más bien tarde, para casarse. Su mujer le dio un hijo, William Junior, que resultó padecer un retraso mental y epilepsia. El hijo murió en 1945, a la edad de diecisiete años, y la madre le siguió en 1946, dejando solo a William Parson. Su hermana, Eugenia, se había casado y tenido también un único hijo, Richard Spaight, presidente ahora del Banco Parson y vocal del consejo de administración del Hug.

El hermano de William Parson, Roger, fue un borracho desde muy joven y se fugó a California en 1943 con una porción considerable de los beneficios de la compañía, abandonando a su mujer y sus dos hijos. El asunto fue silenciado, las pérdidas reabsorbidas, y los dos hijos de Roger dieron pruebas de ser unos herederos leales, abnegados y sumamente capaces para William; sus hijos, a su vez, salieron con la misma horma, a resultas de lo cual, en ese año de 1965, Productos Parson llevaba décadas estabilizada como compañía de primera fila. ¿Depresión? ¡Naderías! La gente seguía conduciendo coches que necesitaban motores, Turbinas Parson fabricaba turbinas y generadores diésel mucho antes de que volaran los aviones a reacción, seguía habiendo muchachas tecleando en sus máquinas de escribir, el número de operaciones quirúrgicas no dejaba de aumentar y las naciones no cesaban de acribillarse unas a otras con fusiles, obuses y morteros Parson de todos los calibres.

En un aparte interesante, Carmine había descubierto que la oveja negra de la familia, Roger, tras rehabilitarse en California, había fundado la cadena Costillas Roger, se había casado con una aspirante a actriz de cine, se las había arreglado bastante bien solo y había muerto encima de una prostituta en un sórdido motel.

El Hug se había creado por el deseo de William Parson de hacer algo en memoria de su hijo muerto, pero había sido un parto difícil, con su buena dosis de dolores. Naturalmente, la Universidad Chubb pretendió asumir su dirección y gestión, pero eso no estaba en las intenciones de Parson. Él quería una vinculación con la Chubb, pero se negó a cederle el mando a la universidad. Finalmente, la Chubb se doblegó, tras recibir un ultimátum de horrendas proporciones. Su centro de investigación, dijo William Parson, se adscribiría, si hacía falta, a alguna sórdida institución educativa de tres al cuarto, ajena al círculo de las universidades más prestigiosas del país, y de fuera del Estado. Si un chubber como Parson decía una cosa así, la Chubb se sabía derrotada. Tampoco es que la Chubb no acabara sacando tajada; el veinticinco por ciento del presupuesto anual se le pagaba a la universidad en concepto de derechos de adscripción.

Carmine sabía también que el consejo de administración se reunía cada tres meses. Los cuatro Parson y el primo Spaight acudían en limusina desde sus pisos de Nueva York y se quedaban en suites del Hotel Cleveland, frente al Teatro Schumann, la noche posterior a la reunión. Esto era necesario porque M. M. siempre les ofrecía una cena, en la esperanza de que conseguiría camelarse a los Parson para que financiaran un edificio que albergara un día la colección de arte William Parson. El testamento de William Parson había legado a la Chubb esta colección de arte, una de las más importantes que había en manos norteamericanas, pero la fecha de la transmisión quedaba a la discreción de sus herederos, que hasta el momento habían preferido aferrarse hasta al menor boceto de Leonardo.

Cuando el Profe alargó la mano para poner en marcha el magnetófono, Carmine alzó la suya en el aire.

—Lo siento, profesor, pero esta reunión es absolutamente confidencial.

—Pero… pero… ¿y las actas? Pensaba que si no se le permitía estar presente a la señorita Vilich, podría mecanografiar las actas a partir de las cintas.

—Nada de actas —dijo Carmine, tajante—. Tengo intención de serles franco y extenderme en detalles, lo que significa que nada de lo que diga debe salir de esta habitación.

—Comprendido —dijo abruptamente Roger Parson Junior—. Proceda, teniente Delmonico.

Cuando hubo terminado, el silencio fue tan absoluto que una repentina ráfaga de viento en el exterior sonó como un rugido; todos sin excepción estaban cenicientos, temblorosos, boquiabiertos. En todas las veces que había estado con M. M., Carmine no había visto nunca al hombre descolocado, pero por efecto de este informe hasta su pelo parecía haber perdido su lustre. Aunque tal vez sólo el decano Dowling, un psiquiatra famoso por su interés en las psicosis orgánicas, comprendiera del todo sus implicaciones.

—No puede ser nadie del Hug —dijo Roger Parson Junior, llevándose repetidamente una servilleta a los labios.

—Eso está aún por determinar —dijo Carmine—. No tenemos ningún sospechoso en particular, lo que implica que todo el personal del Hug está bajo sospecha. A este respecto, tampoco podemos excluir a nadie de la Facultad de Medicina.

—Carmine, ¿cree usted sinceramente que al menos diez de estas chicas desaparecidas han sido incineradas? —preguntó M. M.

—Sí, señor, eso creo.

—Pero no nos ha ofrecido ninguna prueba concreta.

—No, no lo he hecho. Es puramente circunstancial, pero encaja con lo que sí sabemos: que de no ser por un capricho del azar, Mercedes Álvarez habría sido reducida a cenizas el miércoles pasado.

—Es repulsivo —musitó Richard Spaight.

—¡Es Schiller! —exclamó Roger Parson tercero—. Es lo bastante viejo para haber sido nazi. —Se volvió virulentamente hacia el profesor—. ¡Le advertí que no contratara a alemanes!

Roger Parson Junior dio un golpe seco en la mesa.

—¡Joven Roger, ya es suficiente! El doctor Schiller no es lo bastante viejo para haber sido nazi, y no corresponde al consejo de administración especular. Insisto en que debemos apoyar al profesor Smith, no reconvenirle. —Con la irritación provocada por el arrebato de su hijo asomando todavía a sus ojos, miró a Carmine—. Teniente Delmonico, le agradezco mucho su franqueza, por más inconveniente que resulte, y les conmino a todos a guardar silencio sobre los particulares de esta tragedia. Aunque —añadió en tono algo patético— es de esperar, supongo, que el asunto se acabará filtrando a la prensa, al menos en parte…

—Eso es inevitable, señor Parson —dijo Carmine—, más tarde o más temprano. Esto se ha convertido en una investigación a nivel del Estado. El número de quienes están al tanto aumenta cada día.

—¿El FBI? —preguntó Henry Parson Junior.

—Por ahora no, señor. La línea que separa a una persona desaparecida de una víctima de secuestro es fina, pero ninguna de las familias de estas chicas ha recibido nunca una petición de rescate, y hoy por hoy el asunto afecta sólo a Connecticut. Pero no le quepa duda de que consultaremos a cualquier agencia que pueda brindarnos alguna ayuda —dijo Carmine.

—¿Quién está al frente de la investigación? —preguntó M. M.

—A falta de alguien mejor, señor, de momento lo estoy yo, pero eso podría cambiar. Verá, son muchos los departamentos de policía implicados.

—¿Quiere usted el caso, Carmine?

—Sí, señor.

—Entonces, llamaré al gobernador —dijo M. M., seguro de su influencia; claro que ¿por qué no había de estarlo?

—¿Serviría de algo que Productos Parson ofreciera una recompensa generosa? —preguntó Richard Spaight—. ¿Medio millón, un millón?

Carmine palideció.

—¡No, señor Spaight, por nada del mundo! Por una parte, atraería la atención de la prensa sobre el Hug, y, por otra, las grandes recompensas tan sólo dificultan el trabajo de la policía. Hacen que salgan chiflados y fanáticos de debajo de las piedras, y aunque no puedo afirmar que una recompensa no fuera a proporcionarnos una buena pista, las probabilidades son tan remotas que, en definitiva, la verificación de miles y miles de informes hipotecaría los efectivos policiales hasta el límite de lo soportable, a cambio de un puñado de humo. Si seguimos sin llegar a ninguna parte, entonces tal vez podrían ofrecer una recompensa de veinticinco mil dólares. Eso es mucho, créame.

—En ese caso —dijo Roger Parson Junior, al tiempo que se levantaba para dirigirse hacia una cafetera eléctrica— sugiero que suspendamos la sesión hasta que el teniente Delmonico pueda ofrecernos nuevos datos. Profesor Smith, usted y su personal deben prestar su más completa colaboración al teniente. —Empezó a servirse una taza y de pronto se detuvo, horrorizado—. ¡El café no está hecho! ¡Necesito un café!

Mientras el Profe se deshacía en disculpas y explicaciones acerca de que era la señorita Vilich quien se encargaba habitualmente de preparar el café hacia el final de la reunión, Carmine encendió las diversas cafeteras y dio un bocado a una danesa de manzana. M. M. tenía razón: deliciosa.

Antes de que Carmine se marchara de su despacho aquella tarde, el comisario John Silvestri entró como un tornado para decirle que habían recibido comunicación de Hartford de que iba a constituirse un operativo policial especial en todo el Estado, con base en Holloman, dado que la policía de Holloman disponía del mejor laboratorio. Se asignaba la dirección del operativo especial al teniente Carmine Delmonico.

—Sin límite de fondos —dijo Silvestri, más parecido a un gran gato negro que nunca—. Y puedes reclamar los hombres que quieras de todo el Estado.

«Gracias, M. M. —se dijo Carmine—. Tengo prácticamente carta blanca, pero apostaría la placa a que la prensa se enterará de todo antes de que abandone este despacho. Cuando los servidores públicos entren en acción, alguien se irá de la lengua antes o después. En cuanto al gobernador… Los asesinatos múltiples, sobre todo los de ciudadanos admirables, generan rechazo político.»

—Visitaré personalmente todos los departamentos de policía del Estado para informarles —dijo a Silvestri—, pero de momento me contentaré con que el operativo especial lo formemos Patrick, Abe, Corey y yo.