Viernes, 8 de octubre de 1965
Para el viernes, el Holloman Post y otros periódicos de Connecticut no hablaban de otra cosa que del asesinato de Mercedes Álvarez y la desaparición de Verina Gascon, de quien también se temía que hubiera muerto, pero ningún perspicaz periodista había detectado aún las sospechas de la policía de que se las veían con un asesino/violador múltiple de muchachas adolescentes criadas con esmero y muy protegidas, o de que sus raíces caribeñas tuvieran alguna relevancia.
A Carmine le habían dejado una nota en su escritorio avisándole de que Otis Green había salido del hospital y estaba ya en su casa, ansioso por verle. Otra decía que Patrick quería verle también. Abe estaba en Bridgeport, haciendo averiguaciones sobre Rachel Simpson, y a Corey le habían encomendado la doble papeleta de Nina Gómez, en Hartford, y Vanessa Olivaro, en New Britain. Dado que Guatemala tenía costa en el Caribe, el nuevo enfoque enfatizaba definitivamente el origen caribeño.
Como de Patrick le separaba sólo un viaje en ascensor, fue a verle a él primero. Estaba en su despacho, con la mesa abarrotada de bolsas de papel marrón.
—Ya sé que has visto muchas de éstas, pero no sabes de ellas tanto como yo —dijo Patrick, mientras esperaba a que su primo se sirviera café recién hecho de una cafetera eléctrica.
—Cuéntame pues —dijo Carmine, tomando asiento.
—Como ves, es cierto que vienen en todas las formas y tamaños. —Patrick levantó un ejemplar de 17x34 centímetros—. En ésta cabe una rata de seiscientos gramos; en esta otra, que es algo más grande, caben cuatro de doscientos cincuenta gramos. Es raro que un investigador emplee ratas de más de doscientos cincuenta gramos, pero como las ratas no dejan de crecer hasta que se mueren, pueden alcanzar el tamaño de un gato o incluso de un terrier pequeño. No obstante, en el Hug nadie emplea ratas tan grandes. —Levantó una bolsa de 51x68 centímetros—. Por razones que se me escapan, los gatos del Hug son todos machos muy grandes, igual que las ratas, que son todas machos también. Y los monos. Ésta es una bolsa de gato. Esta mañana me acerqué al Hug a primera hora y conseguí tener unas palabras —una síntesis bastante acertada del encuentro, a Carmine no le cabía duda— con la señorita Dupre, que es la encargada de comprarlas y recibir la entrega. Las bolsas las fabrica por encargo una empresa de Oregon. Están formadas por dos capas de papel marrón muy resistente, separadas por un acolchado de tres milímetros de grueso de fibras hechas de pulpa residual de la caña de azúcar. Observarás que hay dos discos de plástico en el exterior de la bolsa. Si pliegas dos veces la parte superior de la bolsa, los dos discos quedan muy cerca el uno del otro. El disco de arriba lleva este alambre, del tipo que se usa para colgar cuadros, que se dobla en forma de ocho alrededor del de abajo, y la bolsa ya no se puede abrir. Igual que se cierran los sobres de los informes interdepartamentales, sólo que éstos se atan con hilo. Un animal muerto puede conservarse en una bolsa sin que se filtren sus fluidos corporales hasta setenta y dos horas, pero nunca llegan a dejarlos ni la mitad de ese tiempo. Los animales muertos durante el fin de semana no los encuentran hasta el lunes, a menos que el investigador se pase por el centro el sábado o el domingo. Ellos meten el cuerpo en la bolsa, pero luego la tiran en una de las neveras distribuidas por su planta. Luego son sus técnicos los que se las llevan abajo, al animalario, el lunes por la mañana, aunque no van a parar a la incineradora hasta la mañana del martes.
Carmine se acercó una bolsa a la nariz y la olfateó con mucha atención.
—Veo que están tratadas con un desodorante.
—Correcto, como diría la señorita Dupre. ¡Qué zorra más estirada!
—¡Esto es demasiado! —le gritó el Profe a Carmine cuando se encontraron en el vestíbulo del Hug—. ¿Ha leído lo que ha escrito en el Holloman Post ese memo contrario a la vivisección? ¡Que los investigadores médicos somos unos sádicos, ya ve usted! ¡Es culpa suya, por andar aireando el asesinato!
Carmine tenía su genio habitualmente bajo control, pero esto era más de lo que estaba dispuesto a aguantar.
—Considerando —dijo en tono cortante— que si estoy aquí es sólo porque varias jóvenes inocentes han sufrido como estoy seguro de que ningún maldito animal lo ha hecho nunca entre estas paredes, haría usted mejor en centrar su atención en la violación y el asesinato que en la oposición a la vivisección, señor. ¿Dónde demonios están sus prioridades?
Smith sufrió una conmoción.
—¿Varias? ¿Quiere decir más de una?
«¡Aplaca tu ira, Carmine, no dejes que este espécimen introvertido de espléndido aislamiento te altere los nervios!»
—¡Sí, quiero decir varias! ¡Sí, quiero decir más de una… muchas más! A usted debo informarle, profesor, pero es información absolutamente confidencial. ¡Ya va siendo hora de que se tome esto en serio, porque su singularidad es todo menos singular! ¡Es múltiple! ¿Se entera? ¡Múltiple!
—¡Tiene que estar usted en un error!
—No lo estoy —le gruñó Carmine—. ¡Madure! ¡El movimiento contra la vivisección es la menor de sus preocupaciones, así que no me venga lloriqueando!
En la Hondonada había casas de tres viviendas en mucho peor estado que la de Otis. En torno a la calle Quince, donde vivían Mohammed el Nesr y su Brigada Negra, las casas habían sido destrozadas por dentro, sus ventanas estaban cegadas con tablas de contrachapado, las paredes revestidas por dentro con colchones. En la calle Once se veía deterioro, la pintura se caía a trozos de las paredes, era evidente que los caseros no se acercaban jamás ni se preocupaban por el mantenimiento; pero cuando Carmine, aún rabioso, subió las escaleras hasta el apartamento de los Green, en el segundo piso, halló lo que esperaba hallar: un piso aseado, bonitas tapicerías y cubiertas hechas en casa, superficies de madera encerada, alfombras en el suelo.
Otis estaba tumbado en el sofá: un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, bastante esbelto, pero con pellejos caídos que sugerían que había cargado en su día con veinte kilos más que ahora. Su mujer, Celeste, acechaba con cara de pocos amigos. Era algo más joven que Otis y vestía con cierta elegancia vistosa que se explicó cuando supo que era de Louisiana. Afrancesada. Una tercera persona acababa de entrar en la habitación: un hombre joven, negrísimo, que tenía los mismos manierismos que Celeste, aunque carecía por completo de su atractivo o de su estilo vistiendo; fue presentado como Wesley le Clerc, sobrino de Celeste y huésped de los Green. Su forma de mirarle le dijo a Carmine que padecía un complejo de inferioridad racial como la copa de un pino.
Ni la mujer ni el sobrino parecían tener intención de marcharse, pero Carmine no tuvo necesidad de ejercer su autoridad: Otis ejerció la suya.
—Idos y dejadnos tranquilos —dijo secamente.
Ambos salieron de inmediato, Celeste soltando advertencias de lo que le ocurriría a Carmine si alteraba a Otis.
—Tiene una familia leal —dijo Carmine, al tiempo que se sentaba en el borde de una amplia otomana de plástico transparente rellena de rosas rojas, también de plástico.
—Tengo una esposa leal —fue la respuesta de Otis, seguida de un resoplido—. Ese chaval es una amenaza. Quiere hacerse un nombre en la Brigada Negra, dice que ha encontrado al profeta Mohammed y que va a llamarse Alí no sé qué porras. Es la cosa de las raíces, que es normal en una gente a la que se llevaron a millones, pero que yo sepa, en la parte de África de la que vienen los Le Clerc adoraban a King Kong, no a Alá. Soy un hombre chapado a la antigua, teniente, no me va lo de tratar de ser lo que no soy. Yo voy a la iglesia baptista y Celeste va a la iglesia católica. He sido un negro en el ejército del hombre blanco, pero si hubieran ganado los alemanes y los japos a mí me habría ido mucho peor, así lo veo yo. Tengo algún dinero en el banco, y cuando me jubile pienso irme a Georgia a criar animales. Estoy hasta aquí —se llevó la mano al cuello— de los inviernos de Connecticut. Pero bueno, no es por eso por lo que quería verle, señor.
—¿Por qué quería verme, señor Green?
—Otis. Para quitarme un peso de encima. ¿Cuánta gente sabe qué encontré en ese frigorífico?
—Casi nadie, e intentamos que siga así.
—Era una niña pequeña, ¿verdad?
—No. Una chica. Sabemos que era de una familia de dominicanos, y sabemos que tenía dieciséis años.
—Era negra pues, no blanca.
—Yo diría más bien que ni lo uno ni lo otro, Otis. Una mezcla.
—¡Teniente, eso es un pecado espantoso!
—Sí que lo es.
Carmine hizo una pausa mientras Otis mascullaba entre dientes, dejó que se calmase y luego abordó el tema de las bolsas.
—¿Hay algún tipo de pauta habitual en el número y tamaño de las bolsas que van al frigorífico, Otis?
—Supongo que sí —dijo Otis después de pensárselo un poco—. O sea, yo sé cuándo ha estado descerebrando la señora Liebman porque me encuentro entre cuatro y seis bolsas de gatos. Si no, son casi todo bolsas de ratas. Si se muere un macaco, como pensábamos que había pasado con Jimmy, entonces hay una bolsa de las grandes, grandes, pero yo sabré siempre qué hay dentro porque Cecil estará llorando como una Magdalena.
—De modo que si en la nevera hay entre cuatro y seis bolsas de gatos, usted ya sabe que la señora Liebman ha estado descerebrando.
—Eso es, teniente.
—¿Recuerda si alguna vez en el pasado hubiera de cuatro a seis bolsas en la nevera con las que la señora Liebman no tuviera nada que ver?
Otis pareció sorprendido y trató de incorporarse.
—¿Es que quiere ver a su mujer en la cárcel por asesinarme? —dijo Carmine—. ¡Túmbese, hombre!
—Hará unos seis meses. Seis bolsas de gato cuando la señora Liebman estaba de vacaciones. Recuerdo que me pregunté quién estaría sustituyéndola, pero entonces me llamaron para otra cosa y tiré las bolsas al cubo y las conduje sin más hasta el incinerador.
Carmine se puso en pie. —Eso me es de gran ayuda. Gracias, Otis.
El visitante no había salido por el portal cuando Celeste y Wesley estuvieron de vuelta.
—¿Estás bien? —inquirió Celeste.
—Mejor que antes de que viniera él —dijo Otis categóricamente.
—¿De qué raza era el cadáver? —preguntó Wesley—. ¿Te lo ha dicho el poli?
—Blanco no, pero tampoco negro.
—¿Un mulato?
—No ha dicho eso. Ésa es una palabra de Louisiana, Wes.
—Mulato es negro, no blanco —dijo Wesley muy satisfecho.
—¡Ya estás haciendo una montaña de un grano de arena! —exclamó Otis.
—Tengo que ver a Mohammed —repuso Wesley. Se enfundó su cazadora de cuero negro de imitación con el puño blanco pintado en la espalda.
—¡No irás a ver a Mohammed, muchacho, te vas a trabajar ahora mismo! —le espetó Celeste—. ¡No reúnes los requisitos para acogerte a la beneficencia, y yo no pienso hospedarte por tu cara bonita! ¡Hala, largo!
Wesley suspiró y se despojó de su pasaporte al cuartel general de Mohammed el Nesr, en el número 18 de la calle Quince, se puso en su lugar una chaqueta gastada y se encaminó en su abollado De Soto del 53 a Instrumental Quirúrgico Parson, donde, si se hubiera molestado en enterarse, cosa que no había hecho, habría descubierto que su habilidad para ensamblar fórceps de mosquito había supuesto para más de uno la diferencia entre un trabajo estable y una comunicación de despido.
Para Carmine, el día fue deprimente y amargo; los expedientes de personas desaparecidas que encajaban con la descripción de Mercedes empezaban a llegar a su mesa. Seis más, para ser exactos, fechados cada dos meses a lo largo de 1964: Waterbury, Holloman, Middletown, Danbury, Meriden y Torrington. El único lugar en que el asesino había repetido en dos años era Norwalk. Todas las chicas tenían dieciséis años y eran mestizas de procedencia caribeña, aunque nunca de familia de inmigrantes recientes. Puerto Rico, Jamaica, Bahamas, Trinidad, Martinica, Cuba. De metro y medio, asombrosamente guapas, desarrolladas de cuerpo, criadas con el máximo esmero. En todos los casos recién llegados a su escritorio, eran católicas, si bien no todas habían ido a escuelas católicas. Ninguna había tenido novio, todas eran formales y obedientes. Estudiantes de sobresaliente y populares entre sus compañeras. Y lo más importante: ninguna había confiado a una amiga ni a un miembro de su familia que tuviera un amigo nuevo, ni una nueva buena acción que practicar, ni tan sólo un nuevo conocido.
A las tres de la tarde, montó solo en el Ford y tomó la I-95 hasta Norwalk, donde el teniente Joe Brown le había concertado una visita a casa de la familia Álvarez. Él no podría acompañarle, se apresuró a añadir; Carmine sabía por qué. Joe no se veía con fuerzas para aguantar otra sesión con los Álvarez.
La casa era de tres viviendas, propiedad de José Álvarez; él vivía en el apartamento del piso de abajo con su mujer e hijos, y tenía alquilados el primer piso y el de arriba. Así era como aspiraba a vivir toda la gente de clase trabajadora: sin tener prácticamente que pagar un alquiler para vivir, con la hipoteca y el ajuar cubiertos gracias al apartamento del primer piso y sacando del de arriba un piquito para reparaciones además de unos ahorros para tiempos de vacas flacas. Como vivían en la planta baja, disponían del patio trasero, la mitad de un garaje de cuatro plazas y el sótano para su uso particular. Y un casero que vivía en la misma finca siempre podía controlar estrictamente a sus inquilinos.
La casa, al igual que todas las de alrededor, estaba pintada de un gris oscuro, tenía ventanas dobles cuyos paneles exteriores se cambiaban en verano por mosquiteras, y un porche delantero sobre la misma acera, aunque también un patio trasero grande, delimitado por un cerco de cadena; el garaje ocupaba la parte del fondo, y se accedía a él por un pasaje situado en un lateral de la casa. Mientras Carmine estaba mirando, de pie en la calle flanqueada de robles, oía el aullido de un perro grande; era poco probable que alguien pudiera entrar por el porche trasero con un sabueso patrullando.
El cura abrió la puerta de la calle, que no era la misma por la que se accedía a las dos plantas superiores. Carmine sonrió al clérigo y se sacó el abrigo con un movimiento de hombros.
—Lamento tener que hacer esto, padre —dijo—. Me llamo Carmine Delmonico. ¿Cómo cree que debería presentarme ahí dentro, como teniente o como Carmine?
Tras reflexionar un instante, el cura dijo:
—Teniente será lo mejor, me parece. Yo soy Bart Tesonero.
—¿Ha de hablar español en su parroquia?
El padre Tesonero abrió la puerta de dentro.
—No, aunque sí tengo un número considerable de feligreses hispanos. Ésta es de las partes antiguas de la ciudad, todos llevan aquí mucho tiempo. Nada que ver con la Cocina del Infierno, desde luego.
El salón, que en el apartamento de la planta baja era bastante grande, estaba a reventar de gente en silencio. Carmine, que también era de origen latino, sabía que habrían venido parientes de todas partes para estar con los Álvarez en aquel momento de necesidad. Eso significaba que sabía cómo tratar con ellos, pero no tuvo que hacerlo. El cura condujo a todo el mundo, salvo a la familia cercana, a la cocina, con una mujer que parecía la abuela llevando de la mano a un pequeño que aún andaba torpemente.
Con eso quedaron en la habitación José Álvarez, su mujer, Conchita, su hijo mayor, Luis, y tres hijas: María, Dolores y Teresa. El padre Tesonero hizo sentar a Carmine en el mejor sillón, y él mismo tomó asiento entre marido y mujer.
Era un hogar de tapetes de encaje, cortinas de encaje bajo telas de seda sintética, muebles respetablemente gastados y suelos de baldosas de terracota cubiertos de abigarradas alfombras. En las paredes colgaban cuadros de la Ultima Cena, el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen con el Cristo niño en brazos, y multitud de fotos de familia enmarcadas. Había vasijas con flores por todas partes, cada una con una tarjeta; el perfume de las fresias y los junquillos era tan intenso que Carmine sintió que se ahogaba. ¿De dónde las sacaban los floristas en esa época del año? En el centro de la repisa de la chimenea había una foto de Mercedes en un marco de plata, y delante de ella una vela encendida en un cuenco de cristal rojo.
Lo primero que hacía Carmine cuando entraba en una casa en duelo era imaginar el aspecto que tendrían los deudos antes de que la tragedia se abatiera sobre ellos. Algo casi imposible en ese caso, pero nada podía alterar la estructura ósea. Llamativamente guapos todos ellos, y todos con ese color de piel café con leche. Un poco de sangre negra, un poco de indios caribeños y mucha española. Los padres frisaban probablemente en la cuarentena, pero parecían diez años mayores o más, sentados como dos muñecos de trapo en su particular mundo de pesadilla. Ninguno de los dos daba la impresión de verle.
—Luis, ¿no es así? —le preguntó al chico, que tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.
—Sí.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce.
—¿Y tus hermanas, qué edad tienen?
—María, doce años; Dolores, diez; y Teresa, ocho.
—¿El chiquitín?
—Francisco ha cumplido tres.
Para entonces, el muchacho estaba llorando de nuevo, derramando esas lágrimas fúnebres y desesperanzadas que sólo brotan cuando ya se han derramado antes muchas, muchas más. Sus hermanas levantaron por un instante la cara de unos pañuelos empapados, con sus rodillitas huesudas pegadas bajo el dobladillo de sendas faldas plisadas de tela escocesa, como dos pares de calaveras de marfil. Se retorcían sentadas en sus sillas, sacudidas por un hipo violento, de puro dolor, de la terrible conmoción que había derivado en agotamiento tras días de angustia seguidos de la noticia de que Mercedes estaba muerta y cortada en pedazos. Evidentemente, no había sido la intención de nadie que se enteraran de esto último, pero se habían enterado.
—Luis, ¿puedes llevarte a tus hermanas a la cocina y volver luego un momento?
El padre, según vio, había reparado en él por fin y le miraba a la cara entre sorprendido y confuso.
—Señor Álvarez, ¿preferiría que pospusiéramos esto unos días más? —preguntó Carmine quedamente.
—No —musitó el padre, secos los ojos—. Podremos soportarlo.
«Sí, pero ¿podré yo?» Luis regresó, enjugadas ya las lágrimas.
—Serán las mismas preguntas de siempre, Luis. Sé que os las habían hecho ya un millón de veces, pero los recuerdos pueden quedar enterrados y resurgir de repente sin ningún motivo, y es por eso que voy a repetirlas. Tengo entendido que Mercedes y tú ibais a colegios distintos, pero me han dicho que estabais muy unidos. Chicas tan bonitas como Mercedes llaman la atención, eso es natural. ¿Se quejó ella alguna vez de llamar la atención? ¿De que la siguieran, o la observara alguien desde un coche o desde el otro lado de la calle?
—No, teniente, de verdad. Los chicos solían silbarle, pero ella los ignoraba.
—¿Y cuando trabajó de voluntaria en el hospital, el verano pasado?
—Nunca me dijo nada que no fuera sobre los pacientes o lo bien que la trataban las monjas. Sólo le permitían estar en Maternidad. Le encantaba.
Estaba empezando a llorar de nuevo: era el momento de dejarlo. Carmine le sonrió y le indicó con un gesto que volviera a la cocina.
—Discúlpeme —dijo al señor Álvarez cuando el muchacho se hubo marchado.
—Comprendemos que tiene usted que preguntar y preguntar, teniente.
—¿Era Mercedes de las que hablan de sus cosas, señor? ¿Se las comentaba a usted o a su madre?
—A los dos, constantemente. Estaba encantada con su vida, le gustaba comentarla. —Le sacudió un gran espasmo, y tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para controlarlo. Los ojos que clavaba en los de Carmine estaban transidos de dolor, en tanto que los de la madre parecían contemplar absortos las profundidades del infierno—. Teniente, nos han dicho lo que le hicieron, pero nos es casi imposible creerlo. También nos dicen que es usted quien lleva el caso, que sabe más de lo ocurrido que la policía de Norwalk. —Su voz se convirtió en un hilo al apremiarle—: ¡Por favor, se lo suplico, dígame! ¿Ella… mi pequeña sufrió?
Carmine tragó saliva, ensartado en aquella mirada.
—Sólo Dios conoce realmente la respuesta, pero no creo que Dios pudiera ser tan cruel. Un asesinato de este tipo no se lleva necesariamente a cabo para ver sufrir a la víctima. Es muy posible que el hombre drogara a Mercedes para que estuviera dormida mientras lo hacía. De una cosa puede estar seguro: no fue el propósito de Dios hacerla sufrir. Si cree usted en Dios, crea entonces que no sufrió.
«Y que Dios me perdone por esta mentira, pero ¿cómo iba a decirle la verdad a este padre destrozado? Sentado ahí, muerto en espíritu; dieciséis años de amor, cuidados, preocupaciones, alegría y pequeños disgustos volatilizados en una nube de humo en una incineradora. ¿Por qué iba a compartir con él mis opiniones sobre Dios y hacer su pérdida más dolorosa? Ahora tiene que reunir sus pedazos y seguir adelante; hay otros cinco niños que le necesitan, y una esposa cuyo corazón no es que esté roto: está reducido a pulpa.»
—Gracias —dijo repentinamente el señor Álvarez.
—Gracias a ustedes por aguantarme —dijo Carmine.
—Les ha reconfortado usted lo indecible —dijo el padre Tesonero mientras le acompañaba a la puerta—. Pero Mercedes sufrió, ¿no es cierto?
—Sospecho que de forma inhumana. Es difícil ver las cosas que veo en mi trabajo y seguir creyendo en Dios, padre.
En la calle habían aparecido un par de periodistas, uno con un micrófono, otro con una libreta. Al salir Carmine corrieron hacia él, que los despachó sin contemplaciones.
—¡Idos a tomar por el culo, buitres! —les gruñó; subió al Ford y arrancó a toda prisa.
Unas manzanas más allá, seguro ya de que no había periodistas pisándole los talones, detuvo el coche a un lado de la calle y dejó que sus sentimientos le abrumaran. «¿Sufrió? ¡Sí, sí, sí, sufrió! Sufrió atrozmente, y él se aseguró de que permaneciera consciente de principio a fin. Lo último que viera de la vida debió de ser su propia sangre colándose por un desagüe, pero su familia no debe saberlo nunca. Y en cuanto a Dios, he llegado mucho más allá del descreimiento. Creo que el mundo pertenece al Diablo. Creo que el Diablo es infinitamente más poderoso que Dios. Y que los soldados del Bien, si no ya de Dios, están perdiendo la guerra.»