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Jueves, 7 de octubre de 1965

Carmine empezó el día en el despacho del comisario John Silvestri, sentado en el centro de un semicírculo formado en torno a su escritorio. A su izquierda estaban el capitán Danny Marciano y el sargento Abe Goldberg; a su derecha el doctor Patrick O’Donnell y el sargento Corey Marshall.

Carmine bendijo su suerte, y no era ciertamente la primera vez, por los dos hombres que le precedían en la jerarquía.

John Silvestri, moreno y atractivo, era un poli de despacho, lo había sido siempre, y esperaba confiado poder decir, cuando se jubilara dentro de cinco años, que nunca había tenido que desenfundar el arma de su pistolera en un altercado, ni mucho menos disparar un rifle o una escopeta. Cosa bastante sorprendente, considerando que había ingresado en el ejército de Estados Unidos en 1941 como teniente y se había licenciado en 1945 cubierto de condecoraciones, incluida la medalla de honor del Congreso. Su hábito más irritante eran los puros que, más que fumar, chupeteaba, dejando tras de sí una estela de colillas viscosas que impregnaban el aire con un olor que Carmine imaginaba parecido al que despediría una escupidera en un saloon de Dodge City allá por 1890.

Siendo perfectamente consciente de que Danny Marciano era quien más detestaba las colillas de puro, Silvestri disfrutaba empujando el cenicero bajo sus agraviadas narices; sangre del norte de Italia había dotado a Marciano de una tez pálida y pecosa y unos ojos azules, y el permanecer sentado ante un escritorio le había dotado de algunos kilos de más. Era un buen segundón que carecía de la astuta paciencia necesaria para acabar de comisario.

Dejaban que Carmine y los otros dos tenientes siguieran adelante con el auténtico trabajo policial, ignorando las presiones del Ayuntamiento, de la universidad y de Hartford, y podía confiarse en que respaldarían a sus hombres. Que Carmine era su favorito era bien sabido; y este hecho no provocaba resquemor alguno, porque lo que en realidad significaba era que a Carmine le endosaban los casos más peliagudos, los que requerían más tacto o la colaboración con otras fuerzas del orden. Era, además, el primer espada del departamento en cuestión de homicidios.

Acababa de terminar su primer curso en la Chubb cuando se produjo el ataque a Pearl Harbour, de forma que pospuso su formación para alistarse. Por pura casualidad, fue destinado a la policía militar, y cuando hubo superado la fase de hacer guardias y arrestar a soldados borrachos, descubrió que el trabajo le encantaba; en el hervidero que era el ejército en tiempo de guerra, se producían tantos crímenes violentos o taimados como en las calles de cualquier ciudad. Al finalizar la guerra con Japón y el periodo de ocupación, ya era comandante, con opción a completar su licenciatura en la Chubb acogiéndose a un programa acelerado. Más adelante, con un diploma en la mano que le habría permitido enseñar literatura inglesa o matemáticas, decidió que lo que prefería era el trabajo policial. En 1949 se incorporó a la policía de Holloman. Silvestri, que por entonces era un teniente de despacho, no tardó en advertir su potencial, y le metió en el cuerpo de detectives, del que ahora era el teniente con mayor antigüedad. Holloman no era lo bastante grande para tener una brigada de homicidios o cualquiera de las subdivisiones que tenían los cuerpos policiales de otras ciudades, de modo que Carmine se las componía con todo tipo de delitos. No obstante, los homicidios eran su especialidad, y su tasa de casos resueltos era formidable: prácticamente del cien por cien; no siempre con condena, claro está.

Sentado en su silla, parecía ansioso y sin embargo tranquilo. Aquello prometía.

—Empieza tú, Patsy —dijo Silvestri, a quien ya le disgustaba el caso Hug, porque estaba cantado que iba a alcanzar notoriedad. Aquella mañana tan sólo había merecido un párrafo en el Holloman Post, pero en cuanto se filtraran los detalles sería noticia de primera plana.

—Puedo deciros —dijo Patrick— que quienquiera que depositase el torso en la cámara de animales muertos del Hug no dejó huellas dactilares, ni fibras u otro rastro que pudiera identificarlo. La víctima tenía unos dieciséis años y parte de sangre de color. Es menuda y parece bien criada. —Se inclinó hacia delante, con los ojos brillándole—. En el glúteo izquierdo tiene una postilla en forma de corazón. Un nevus extirpado hace más o menos diez días. En cualquier caso, no era una marca de nacimiento pigmentada, sino un hemangioma: un tumor formado por vasos sanguíneos. El asesino utilizó un fórceps diatérmico para cortar todos los vasos que lo alimentaban y coagularlo. Debió de llevarle horas. Luego le aplicó gel en espuma para favorecer la coagulación, y después dejó que la costra se formara, se secara y cogiera buen aspecto. He encontrado restos de lo que creí que era alguna pomada a base de aceite, pero no. —Inspiró profundamente—. Era maquillaje de teatro, del color exacto de su piel.

En su propia piel, Carmine sintió un escalofrío; se estremeció.

—Seguía sin parecer perfecta después de quitarle la marca de nacimiento, de modo que la cubrió con maquillaje para hacerla perfecta. ¡Ay, Patsy, ese tío está muy pirado!

—Sí —dijo Patrick.

—¿Así que es un cirujano? —preguntó Marciano, alejando de su nariz el cenicero de Silvestri, junto con su contenido.

—No necesariamente —terció Carmine—. Ayer hablé con una señora que practica microcirugía a los animales del Hug. No tiene el título de Medicina. Probablemente haya docenas de técnicos en cualquier gran centro de investigación, como la Facultad de Medicina de la Chubb, que puedan operar tan bien como cualquier cirujano. Aunque la verdad es que hasta que Patsy nos ha contado hace un momento cómo coaguló el tío el nevus sangrante, yo incluía entre los posibles sospechosos a carniceros y matarifes. Ahora creo que podemos excluirlos sin temor a equivocarnos.

—Pero sí que piensas que el Hug está implicado —dijo Silvestri, retomando el asqueroso cigarro y chupándolo.

—Sí.

—¿Y ahora qué hacemos?

Carmine se puso en pie, haciendo un gesto a Corey y Abe.

—Personas desaparecidas. A nivel del Estado, probablemente. Del archivo de Holloman no sacaremos nada, a menos que el asesino la retuviera durante mucho más tiempo del que le llevó hacer lo que hizo. Dado que no sabemos qué aspecto tenía, nos concentraremos en la marca de nacimiento.

Patrick salió caminando con él.

—Este caso no lo resolverás rápido —dijo—. El hijo de puta no te ha dejado ningún hilo del que tirar.

—Qué me vas a contar. Si ese mono no llega a despertarse dentro de una nevera, ni siquiera nos habríamos enterado de que se había cometido un crimen.

Como el registro de personas desaparecidas no aportó nada, Carmine empezó a telefonear a otros departamentos de policía del Estado. La policía estatal había encontrado el cuerpo de una niña de diez años en un bosque muy cerca de la senda de los Apalaches; una criatura alta, con parte de sangre de color, cuya desaparición habían denunciado sus padres estando de camping. Pero había muerto de un paro cardíaco, y no se daban circunstancias sospechosas.

La policía de Norwalk comunicó la desaparición, diez días antes, de una chica de dieciséis años de origen dominicano llamada Mercedes Álvarez.

—Un metro cincuenta y dos, pelo oscuro, rizado pero no ensortijado, ojos castaño oscuro… una cara realmente bonita… físicamente desarrollada —dijo alguien que se había presentado como el teniente Joe Brown—. Ah, y con una gran marca de nacimiento en forma de corazón en el glúteo derecho.

—No te muevas de donde estás, Joe, estaré allí en media hora.

Puso la luz de alarma en la capota del Ford y salió zumbando por la I-95, con la sirena ululando; recorrió los casi setenta kilómetros en poco más de veinte minutos.

El teniente Joe Brown tendría su misma edad, cuarenta y pocos, y parecía más excitado de lo que Carmine esperaba. Brown estaba nervioso, al igual que los demás policías que había por allí. Carmine examinó la foto a color del expediente y buscó la referencia de la marca de nacimiento, que alguna mano poco diestra había intentado dibujar.

—Es nuestra chica, está claro —dijo—. ¡Tío, sí que es guapa! Cuéntamelo todo, Joe.

—Es estudiante de segundo curso en el instituto St. Martha; buenas notas, no se metía en líos, no ha tenido novios. Es de una familia dominicana que lleva veinte años aquí, en Norwalk; el padre cobra el peaje en la autopista, la madre es ama de casa. Seis críos: dos chicos, cuatro chicas. Mercedes es, o era, la mayor. El más pequeño tiene tres años, un chico. Viven en un barrio antiguo y tranquilo y no se meten con nadie.

—¿Presenció alguien el secuestro de Mercedes? —preguntó Carmine.

—Nadie. Perdimos el culo buscándola, porque… —hizo una pausa, parecía azorado— era la segunda chica de ese estilo que desaparecía en cuestión de dos meses. Las dos, estudiantes de segundo curso en St. Martha; iban a la misma clase, eran amigas pero no íntimas, ya me entiendes. Mercedes iba a clases de piano al salir del colegio, la esperaban en casa a las cuatro y media. Cuando se hicieron las seis sin que apareciera y después de que las monjas le aseguraran que había salido a su hora, el señor Álvarez nos llamó. Ya estaban preocupados, por lo de Verina.

—¿Verina era la primera chica?

—Sí. Verina Gascon. De familia criolla, de Guadalupe, también llevan aquí un montón de tiempo. Desapareció camino del colegio. Ambas familias viven a cuatro pasos de St. Martha, a una manzana de distancia respectivamente. Pusimos Norwalk patas arriba buscando a Verina, pero no hallamos el menor rastro de ella. Y ahora ésta, igual.

—¿Existe la posibilidad de que alguna de las chicas se fugara con un novio secreto?

—No —dijo Brown, tajante—. Tal vez deberías visitar a las dos familias, lo entenderías mejor. Son latinos católicos chapados a la antigua, educan a sus hijos de forma estricta, pero dándoles todo el amor del mundo.

—Iré a verlos, pero no ahora —dijo Carmine, estremeciéndose—. ¿Puedes arreglarlo tú para que el señor Álvarez identifique a Mercedes a partir de la marca de nacimiento? No podemos enseñarle más que un trocito de piel, pero tendría que saber de antemano que…

—Ya, ya, me toca a mí la tarea de decirle al pobre diablo que alguien ha cortado en cachitos a su preciosa hijita —dijo Brown—. ¡Dios! A veces este trabajo es una puta mierda.

—¿Estaría dispuesto su sacerdote a acompañarle cuando venga?

—Me aseguraré de que así sea. Y tal vez una monja o dos, como apoyo de refuerzo.

Alguien trajo café y donuts con gelatina; los dos hombres devoraron un par y bebieron con avidez. Mientras esperaba a que le hicieran copias de los expedientes de ambas chicas, Carmine llamó a Holloman.

Corey, le dijo Abe, estaba ya en el Hug, y él estaba a punto de ir a ver al decano Wilbur Dowling para averiguar cuántas cámaras frigoríficas para animales muertos había en el recinto de la Facultad de Medicina.

—¿Nos han llegado noticias de alguna otra desaparecida que pudiera encajar con la descripción de nuestra chica? —preguntó Carmine, que gracias al tentempié se sentía un poco mejor.

—Sí, de tres. Una de Bridgeport, una de New Britain y una de Hartford. Pero como ninguna de ellas tenía la marca de nacimiento, no hemos seguido la pista. Todas desaparecieron hace meses —dijo Abe.

—Ha surgido algo, Abe. Vuelve a llamar a Bridgeport, a Hartford y a New Britain y diles que te manden copias de esos expedientes a la velocidad del rayo.

Cuando Carmine entró, Abe y Corey se levantaron de sus escritorios y le siguieron a su despacho, donde le esperaban tres expedientes. Carmine dejó caer junto a ellos los dos que traía; quitó los clips a las cinco fotografías, todas a color, y las dispuso en fila. Como hermanas.

Nina Gómez era una muchacha guatemalteca de dieciséis años, de Hartford, y había desaparecido hacía cuatro meses. Rachel Simpson era una chica de dieciséis años, negra de piel clara, de Bridgeport, desaparecida hacía seis meses. Vanessa Olivaro era una chica de dieciséis años de New Britain de sangre china, negra y blanca mezcladas, cuyos padres procedían de Jamaica; había desaparecido ocho meses antes.

—A nuestro asesino le gustan con el pelo rizado, pero no ensortijado; las caras, preciosas, de un determinado tipo (con labios carnosos pero bien dibujados, ojos oscuros, grandes y separados, sonrisa con hoyuelos); que no pasen mucho de metro y medio; físicamente desarrolladas; y de piel clara, pero no blanca —dijo Carmine, repasando las fotos.

—¿De verdad piensas que a todas se las llevó el mismo tipo? —preguntó Abe, que se resistía a creerlo.

—Ah, seguro. Fíjate en su extracción y entorno. Familias respetables y temerosas de Dios, todas católicas menos la de Rachel Simpson, cuyo padre es pastor episcopaliano. Simpson y Olivaro fueron a los institutos de sus respectivas localidades, las otras tres a institutos católicos, y dos de ellas al mismo, el St. Martha de Norwalk. Además, está la pauta cronológica. Una cada dos meses. Corey, vuelve a agarrar el teléfono y pregunta por todas las personas que encajen con esta descripción desaparecidas a lo largo de los últimos… digamos, diez años. La extracción sociocultural tiene la misma importancia que los criterios físicos, así que apostaría a que todas estas chicas eran conocidas por su… bueno, si castidad resulta una palabra demasiado anticuada, por su bondad cuando menos. Probablemente eran voluntarias que repartían comida a domicilio a los ancianos, o ayudaban en algún hospital. Nunca faltaban a misa, hacían los deberes, no llevaban el dobladillo de la falda por encima de la rodilla, tal vez llevaran un toque de carmín en los labios, pero nunca iban muy maquilladas.

—Las chicas que describes no abundan precisamente, Carmine —dijo Corey, con una expresión seria en su rostro afilado y moreno—. Si rapta una cada dos meses, debe de pasar mucho tiempo buscándolas. Mira las distancias que ha tenido que recorrer. Norwalk, Bridgeport, Hartford, New Britain… ¿cómo es que no hay ninguna de Holloman? De Mercedes al menos se deshizo en Holloman.

—Se deshizo de todas en Holloman. Por ahora tenemos sólo cinco chicas. No conoceremos sus pautas de acción hasta que no le hayamos seguido el rastro tan lejos como haya llegado. Dentro de Connecticut, al menos.

Abe tragó saliva de forma audible, con su cara de boxeador demudada y pálida.

—Pero no vamos a encontrar ninguno de los cadáveres anteriores a Mercedes, ¿no? Los troceó y metió los pedazos en al menos una cámara frigorífica de animales muertos, y de allí fueron al incinerador de la Facultad de Medicina.

—Estoy convencido de que tienes razón, Abe —dijo Carmine, que parecía inusualmente decaído a los ojos de quienes tanto tiempo pasaban con él. Fuera cual fuese el caso de que se ocupaba, Carmine lidiaba con él y lo despachaba con la gracia pesada y lenta y la contundencia de un acorazado. Sentía las cosas, sangraba por dentro, se compadecía, comprendía… pero hasta ese caso nunca había dejado que nada le afectara tan profundamente.

—¿Qué más deduces de todo esto, Carmine? —le preguntó Corey.

—Que el tío tiene en su cabeza una imagen de la perfección a la que estas niñas se acercan mucho, aunque a todas les falla algo. Como la marca de nacimiento de Mercedes. Puede que alguna le dijera «que te jodan»… a él le resultaría insufrible que ese tipo de lenguaje saliera de sus labios virginales. Pero lo que le da satisfacción es su sufrimiento, como a cualquier violador. Por eso no sé, en conciencia, si deberíamos catalogarlo como asesino o como violador. Vaya, es ambas cosas, pero ¿cómo funciona su mente? ¿Cuál es para él el propósito verdadero de lo que hace?

Carmine puso una mueca de disgusto.

—Sabemos qué tipo de víctima le atrae y que son relativamente raras —continuó Carmine—, pero un fantasma se deja ver más que él. En Norwalk, con dos secuestros en el morral, la policía se ha dejado las pestañas buscando merodeadores, mirones, forasteros que rondaran las calles cercanas al instituto, forasteros que hubieran tenido contacto con gente del instituto o con las familias. Han vigilado a todo dios, desde recaudadores de organizaciones benéficas a los que hurgan en la basura, a carteros, a vendedores de enciclopedias, a personas que decían ser mormones, testigos de Jehová y demás sectas proselitistas. A los que hacen la lectura de los contadores, a empleados municipales, a los que podan los árboles, a los encargados del mantenimiento de los tendidos eléctricos y telefónicos. Formaron incluso un gabinete estratégico para tratar de dilucidar cómo había podido acercarse a las chicas lo bastante como para secuestrarlas, pero hasta ahora no han sacado en limpio nada de nada. Nadie recuerda nada que pudiera ser de utilidad.

Corey se puso en pie.

—Voy a ponerme con esas llamadas —dijo.

—Vale, Abe, infórmame acerca del Hug.

Abe sacó al punto su libreta.

—Hay treinta personas en plantilla, contando desde el profesor Smith, por arriba, hasta Allodice Miller, la que lava las botellas, por abajo. —Extrajo un par de papeles de un archivador que llevaba bajo el brazo y se los pasó a Carmine—. Aquí tienes tu copia de la lista con sus nombres, edades, puestos, antigüedad y cualquier otra cosa que me ha parecido útil. La única persona que parece tener alguna experiencia quirúrgica es Sonia Liebman, la del quirófano. Los dos extranjeros ni siquiera tienen estudios de medicina, y el doctor Forbes dijo que se había desmayado presenciando una circuncisión.

Se aclaró la garganta y pasó una página.

—Hay un número indeterminado de gente que anda entrando y saliendo más o menos a su voluntad, pero son todos caras conocidas: los del animalario, viajantes, doctores de la facultad. La limpieza la tienen contratada con Mitey Brite, servicios de limpieza científicos, que la hacen entre las doce y las tres de la noche de lunes a viernes, pero no manipulan los residuos de riesgo. De eso se encarga Otis Green. Por lo visto, se requiere un adiestramiento específico, lo que supone unos pavos extra en el sobre de la paga de Otis. Dudo que Mitey Brite tenga nada que ver con el crimen, porque Cecil Potter vuelve al Hug a las nueve de la noche cada día y cierra el animalario como si fuera Fort Knox, no vaya a meter ahí la nariz un limpiador. Los monos son sus criaturas. Al mínimo ruido que oyen por la noche montan un escándalo de padre y muy señor nuestro.

—Gracias por la observación, Abe. No había pensado en Mitey Brite. —Carmine dirigió a Abe una mirada de afecto—. ¿Tienes alguna impresión del personal que merezca mencionarse?

—Hacen un café asqueroso —dijo Abe—, y algún listillo de Neuroquímica llena un vaso de precipitados con unos caramelos de aspecto delicioso, rosas, verdes y amarillos. Sólo que no son caramelos, es material de embalaje de poliestireno. —Picaste.

—Piqué.

—¿Algo más?

—Sólo información negativa. Podemos excluir a Allodice, la que lava las botellas: es demasiado corta. Dudo que metieran las bolsas en la nevera durante el turno de Cecil y Otis. Yo apostaría a que lo hicieron más tarde.

—¿En cuántos otros sitios pudo deshacerse de los cadáveres?

—Al final he localizado siete cámaras distintas para animales muertos, sin contar la del Hug. Al decano Dowling no le hizo gracia tener que hablarle a un poli sobre algo tan por debajo de las atribuciones de su cargo, y al parecer nadie tenía una lista. Acabé por encontrarlas, pero ninguna de ellas hubiera resultado tan fácil de utilizar como la del Hug; son todas más accesibles, hay más ajetreo. ¡Tío, deben de cepillarse millones de ratas! Vivas ya las odio, pero después de hoy todavía las odio más muertas. Yo apuesto por el Hug, decididamente.

—Y yo, Abe, y yo.

Carmine pasó el resto del día en su escritorio, estudiando los expediente relacionados con el caso hasta poder recitarlos de memoria. Eran todos bastante voluminosos, debido a las cualidades de las víctimas. Estaba claro que la policía de cada ciudad había hecho un esfuerzo mayor de lo habitual en sus investigaciones; lo más común era que una adolescente desaparecida tuviera una reputación (a veces, hasta antecedentes penales) que encajaba con su desaparición. Pero no era el caso de estas chicas. «Lo lamentable de todo esto —pensó Carmine— es que no hubiera más comunicación entre nosotros. De haberla habido, podríamos estar sobre la pista de ese tipo hace tiempo. De todas formas, no hay cadáveres, ni evidencias físicas de asesinato. Sea cual sea el número de cadáveres, y eso voy a tardar en saberlo, acabaron todos en la incineradora de la Facultad de Medicina. Mucho más seguro que enterrarlos en el bosque, pongamos por caso. Connecticut tiene bosques a espuertas, pero se usan, no son inmensos como los del estado de Washington.

»Mi instinto me dice que guarda las cabezas como recuerdo. O bien, si es que se deshace también de ellas, filma a las chicas. Súper-X en color, tal vez con varias cámaras para captar su sufrimiento, su propio poder, desde todos los ángulos. Estoy convencido de que es de los que coleccionan recuerdos. Esto es su fantasía particular, seguro que no puede resistirse al impulso de documentarla. Así que o las está filmando, o guarda las cabezas en un congelador, o en formol, dentro de tarros de cristal. ¿Cuántos casos he investigado en los que el criminal conservara souvenirs? Cinco. Pero ninguno de asesino múltiple. ¡Eso es tan poco frecuente! Y los otros me dejaban pistas. Este tipo no. Cuando contempla sus películas o sus cabezas, ¿qué siente? ¿Exaltación? ¿Decepción? ¿Excitación? ¿Remordimientos? Ojalá lo supiera, pero no lo sé.»

Cuando llegó al Malvolio’s para cenar, se sentó en el compartimento de siempre, consciente de que no tenía apetito, aunque supiera que tenía que comer. La cosa acababa de empezar; tenía que conservar sus fuerzas para lidiar con eso.

La camarera era nueva, así que tuvo que dejarle que tomara nota de su pedido, desde el estofado yanqui al pudín de arroz. Una chica muy guapa, pero no de las que le tumbaban de espaldas; su forma de mirar a Carmine de arriba abajo era una invitación descarada. «Lo siento, nena —le decía él sin palabras—, para mí esos tiempos ya pasaron.» Aunque lo cierto era que le recordaba un poco a Sandra: una chica despampanante haciendo tiempo mientras encontraba un trabajo mejor, como actriz o modelo. Nueva York estaba a tiro de piedra. ¡Cuántas cosas habían pasado en 1950! Él acababa de ascender a detective; se había construido el Hug, así como el hospital de Holloman; y Sandra Tolley había entrado de camarera en el Malvolio’s. Lo dejó muerto en el instante en que la vio. Alta, tan bien dotada como Jane Russell, con unas piernas kilométricas, una mata de pelo dorado y unos ojos enormes y miopes en mitad de un rostro espectacular. Pagada de sí misma y de la carrera que sabía que tendría como modelo; pensaba dejar su book en todas las agencias de Nueva York, pero no podía permitirse vivir allí. De modo que se había instalado a dos horas en tren, en Connecticut, donde podía alquilar algo por menos de treinta dólares al mes y comer gratis, si trabajaba de camarera.

Y entonces todas sus ambiciones se fueron a pique, porque la visión de Carmine Delmonico también la había tumbado de espaldas a ella. No es que fuera guapo, ni era más que pasablemente alto con su metro ochenta, pero tenía ese tipo de cara baqueteada que encantaba a las mujeres, y un cuerpo a punto de reventar de músculo natural. Se conocieron el día de Año Nuevo; se casaron al cabo de un mes; y ella se quedó embarazada a los tres. Sophia, su hija, nació justo a finales de 1950. Por aquella época había alquilado una bonita casa al este de Holloman, en el barrio italiano de la ciudad, pensando que si rodeaba a Sandra de hordas de sus parientes y amigos, ella no se sentiría tan sola cuando a él su trabajo le retuviera durante largas horas. Pero ella procedía de ganaderos de Montana, y ni entendía ni apreciaba el estilo de vida que se practicaba en el distrito este de Holloman. Cuando la madre de Carmine pasaba a visitarla, Sandra pensaba que la suegra iba a vigilarla, y, por extensión, veía cualquier amable visita por parte de su círculo familiar y amistades como una prueba de que no confiaban en su buena conducta.

Nunca hubo una verdadera pelea, ni siquiera mucho descontento. La pequeña era la viva imagen de su madre, cosa que tenía a todos muy satisfechos; nadie sabe mejor que los italianos que a los ángeles los pintan rubios.

Porque así estaba establecido, a Carmine le tocaban por turno invitaciones para asistir a obras que estaban en rodaje de cara a su estreno en Broadway y que se preestrenaban en el Teatro Schumann; a finales de 1951, cuando Sophia tenía un año, le llegó la vez. El espectáculo era una obra importante, que ya había cosechado críticas entusiastas tras estrenarse en Boston y Philadelphia, de modo que asistiría todo Nueva York. Sandra estaba muy emocionada, rescató el más glamuroso de sus vestidos sin tirantes, uno de seda color ciclamen que se le ajustaba como una segunda piel hasta las rodillas, ensanchándose a partir de allí, y una estola de visón que la abrigara, pues aquél era un invierno muy frío. Planchó el traje que se ponía Carmine para salir a cenar, su camisa de chorreras y su fajín, y le compró una gardenia para el ojal. ¡Ah, qué ilusionada estaba! Como un niño antes de ir a Disneylandia.

Surgió un caso y él no pudo ir. Cuando lo recordaba, se alegraba de no haberle visto a ella la cara cuando se enteró; se lo dijo por teléfono. «Lo siento, cariño, esta noche tengo trabajo.» Pero ella fue al teatro de todos modos, sola, con su vestido de seda de color ciclámen y envuelta en su estola de visón. Cuando después se lo contó a Carmine, aquella misma noche, a él no le importó. Pero lo que no le dijo fue que había conocido a Myron Mendel Mandelbaum, el productor de cine, en el vestíbulo del Schumann, y que Mandelbaum había usurpado la butaca de Carmine, pese a que tenía la suya en un palco mucho más cerca del escenario.

Una semana más tarde, Carmine llegó a casa y se encontró con que Sandra y Sophia se habían ido, así como una nota en la repisa de la chimenea que decía que Sandra se había enamorado de Myron y se iba en tren a Reno; Myron ya estaba divorciado y quería desesperadamente casarse con ella. Sophia fue la guinda de la tarta nupcial, ya que Myron no podía tener hijos.

Carmine no podía esperarse aquel mazazo, ni había imaginado ni por asomo lo infeliz que era su mujer. No hizo nada de lo que se supone que hacen los maridos agraviados. No trató de secuestrar a su hija, ni de darle una paliza a Myron Mendel Mandelbaum, ni se dio a la botella, ni dejó de entregarse por completo a su trabajo. Y no porque no le animaran a hacerlo; su indignada familia habría hecho por él las dos primeras cosas de mil amores, y no podían entender que no se lo permitiera. Sencillamente, reconoció para sí que su matrimonio había sido una equivocación, fruto de una profunda atracción física y de nada más. Sandra ansiaba el glamour, los oropeles, la vida nocturna, una vida que él nunca le daría. Su sueldo era bueno, pero no principesco, y amaba demasiado su trabajo para prodigarle atenciones a su mujer. En muchos sentidos, decidió, Sandra y Sophia estarían mejor en California. ¡Ah, pero fue doloroso! Aunque nunca confesó ese dolor a nadie, ni siquiera a Patrick (que lo intuía), sino que lo enterró más hondo que el recuerdo.

Cada año, iba a Los Ángeles en agosto a ver a Sophia, pues amaba a su hija tiernamente. Pero la visita del último año le había descubierto una copia floreciente de Sandra, transportada cada día en limusina a una lujosa escuela donde era más fácil comprar alcohol, hierba, cocaína y LSD que chucherías. La pobre Sandra se había convertido en una cocainómana rematada en el circuito de fiestas de Hollywood; fue Myron quien trató de darle a la niña una vida como Dios manda, por más que se sintiera perdido él mismo. Por fortuna, Sophia compartía el talante inquisitivo de su padre, era intelectualmente brillante y había alcanzado cierta sabiduría presenciando el deterioro de su madre. Entre los dos, Carmine y Myron, pasaron tres semanas persuadiendo a Sophia de que si se mantenía alejada del alcohol, la hierba, la cocaína y el LSD y trabajaba su educación, no acabaría como Sandra. Con el transcurso de los años, Carmine había llegado a apreciar al segundo marido de Sandra más y más; ese último viaje había consolidado un fuerte vínculo entre ambos, basado en Sophia.

—Deberías volver a casarte, Carmine —le dijo Myron—, y llevarte a nuestra niña a algún sitio menos desquiciado que éste. La echaré de menos una barbaridad, pero la quiero lo bastante para saber que sería mejor para ella.

Pero nunca más, había jurado Carmine después de Sandra, y seguía hoy tan fiel a ese juramento como siempre. Para su alivio sexual tenía a Antonia, una prima lejana de Lyme que había quedado viuda; ella se lo había propuesto con gran candor y nada de amor.

—Podemos desfogarnos sin volvernos locos el uno al otro —dijo—. A ti no te hacen ninguna falta los desvaríos de una Sandra, y yo nunca podré reemplazar a Conway. Así que, cuando tú lo necesites, o lo necesite yo, podemos llamarnos.

Un acuerdo admirable, que perduraba ya desde hacía seis años.

Patrick entró en el Malvolio’s justo cuando él terminaba con su pudín de arroz, una papilla cremosa, dulce y suculenta, generosamente revestida de cintas de nuez moscada y canela.

—¿Qué tal ha ido con el señor Álvarez? —preguntó Carmine.

Un escalofrío, una mueca desencajada.

—Espantoso. Ya sabía por qué no podíamos dejarle ver más que la marca de nacimiento, pero suplicaba y suplicaba, lloraba tanto que tuve que esconder mis propias lágrimas. Su cura y la pareja de monjas han sido una bendición. Se lo llevaron ellos, al borde del colapso.

—Te invito a un whisky.

—Confiaba en que lo dijeras.

Carmine pidió dos irlandeses dobles a la camarera que se lo comía con los ojos, y no dijo nada más hasta que Patrick hubo trasegado la mitad de su copa y el color empezó a volver a su lozano rostro.

—Sabes tan bien como yo que el nuestro es un trabajo que endurece a los hombres —dijo entonces Patrick, haciendo girar el vaso entre sus manos—, pero la mayoría de las veces, por lo menos, los crímenes son sórdidos y las víctimas, aunque dignas de lástima, no tienen el poder de perseguirnos en sueños. ¡Oh, pero éste…! Un asalto despiadado a una criatura inocente. La muerte de Mercedes va a destrozar a esa familia.

—Es peor de lo que supones, Patsy —dijo Carmine; echó un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírles y le contó lo de las otras cuatro chicas.

—¿Un asesino múltiple?

—Me jugaría el cuello.

—Así que está llevando a cabo una carnicería entre quienes menos merecen semejante saña en nuestra sociedad. Gente que no se mete con nadie, ni cuesta dinero a los gobiernos, ni dan el coñazo llamando para quejarse de que hay un perro que ladra o de la fiesta de dos puertas más allá, o de algún hijoputa grosero de Hacienda. Gente a la que mi abuelo irlandés habría llamado la sal de la tierra —dijo Patrick, y apuró su copa de un trago.

—Te daría la razón, salvo por una cuestión. Hasta ahora son todas mestizas, y hay quien se tomaría eso como un atropello, como bien sabes. Aunque residían en Connecticut desde hace años, sus raíces son caribeñas. Hasta Rachel Simpson, de Bridgeport, ha resultado tener ascendientes de Barbados. De modo que empieza a parecer que hay algún tipo de venganza racial en todo esto.

El vaso cayó sobre la mesa con un golpe seco; Patrick se escurrió fuera del compartimento.

—Me voy a casa, Carmine. Si me quedo aquí, voy a seguir bebiendo.

Carmine no tardó en seguir los pasos de su primo; pagó la cuenta, dejó a la camarera una propina de dos dólares en honor a Sandra y recorrió la media manzana que le separaba de su apartamento, ocho pisos por debajo del ático del doctor Hideki Satsuma, en el edificio de Seguros Nutmeg.