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Miércoles 6 de octubre de 1965

Jimmy despertó poco a poco. Al principio, tan sólo fue consciente de una cosa: hacía un frío de mil demonios. Le castañeteaban los dientes, tenía la carne dolorida, no sentía los dedos de las manos y los pies. ¿Y por qué no veía nada? ¿Por qué no veía? A su alrededor no había sino oscuridad cerrada, una negrura tan densa como nunca había conocido. A medida que despertaba, comprendió asimismo que estaba apresado en algo estrecho, apestoso, desconocido. ¡Envuelto de pies a cabeza! Tuvo un acceso de pánico y empezó a chillar, a clavar frenéticamente las uñas en aquello que le constreñía, fuera lo que fuese. Lo rasgó e hizo trizas, pero como la gelidez persistía tras conseguir liberarse, el terror le volvió loco. Había otras cosas alrededor de él, el mismo tipo de ataduras apestosas, pero por más que chillara, desgarrara, destrozara, no hallaba forma de salir, no alcanzaba a ver una partícula de luz o sentir un soplo de calor. De modo que chilló, rasgó, destrozó, con el corazón rugiéndole en los oídos y sin oír otra cosa que sus propios sonidos.

Otis Green y Cecil Potter entraron juntos a trabajar, tras encontrarse en la calle Once y saludarse con una amplia sonrisa. A las siete en punto de la mañana, pero ¿no era fantástico no tener que fichar? Su lugar de trabajo era un sitio civilizado, eso saltaba a la vista. Colocaron sus fiambreras en el pequeño armario de acero inoxidable que habían reservado para su uso particular; no hacía falta candado, allí no había ladrones. Luego se pusieron con la faena del día.

Cecil oyó a sus criaturas llamándole; fue directo a su puerta y la abrió.

—¡Hola, chicos! —los saludó con ternura—. ¿Cómo estamos, eh? ¿Hemos dormido todos bien?

La puerta silbaba todavía al cerrarse tras Cecil cuando Otis fue a ocuparse de la tarea menos apetecible del día: vaciar la nevera. Su cubo de basura de plástico con ruedas olía a limpio y fresco; colocó en él una bolsa nueva y lo empujó hasta la puerta de la cámara frigorífica, que era de acero, pesada, de las de tirador con cierre hermético. Lo que ocurrió a continuación fue bastante confuso: en cuanto abrió la puerta algo cruzó a toda velocidad por delante de él, aullando desenfrenadamente.

—¡Cecil, ven aquí fuera! —gritó—. ¡Jimmy aún está vivo, tenemos que atraparlo!

El gran mono se encontraba en un estado de excitación descontrolado, pero cuando Cecil le tendió los brazos después de hablarle unos instantes, Jimmy se lanzó a ellos, tiritando, ahogando sus chillidos en un gimoteo.

—Por Dios, Otis —dijo Cecil, acunando al animal como un padre a su hijo—, ¿cómo ha cometido semejante distracción el doctor Chandra? El pobre animal ha pasado toda la noche encerrado en la nevera. Tranquilo, Jimmy, tranquilo. Ha llegado papá, pequeño, ¡ya estás a salvo!

Los dos hombres estaban horrorizados, y a Otis le latía el corazón como si fuera un flan de gelatina, pero no había pasado nada serio. El doctor Chandra se pondría loco de contento cuando supiera que Jimmy no había muerto a pesar de todo, pensó Otis, volviendo hacia la cámara frigorífica. Jimmy valía cien de los grandes.

Ni siquiera un fanático de la limpieza como Otis podía desterrar el olor de la muerte del frigorífico, por más que lo restregara con desinfectantes y desodorantes. El hedor, no a descomposición sino a algo más sutil, envolvió a Otis mientras accionaba el interruptor de la luz para alumbrar el interior de acero inoxidable de la cámara. Ay, tío, ¡Jimmy lo había dejado todo hecho un Cristo! Por todas partes había bolsas de papel hechas jirones desparramadas, ratas decapitadas, pelos blancos y tiesos, colas obscenamente desnudas. Y, tras la docena de bolsas de ratas, un par de bolsas mucho más grandes, también hechas trizas. Con un suspiro, Otis fue a coger más bolsas de un armario y empezó a poner orden en el caos que Jimmy había dejado. Una vez debidamente devueltas a sus bolsas las ratas muertas, metió el brazo en la cámara helada y tiró hacia sí de la primera de las bolsas grandes. La habían rasgado de arriba abajo, dejando totalmente al descubierto la mayor parte de su contenido.

Otis abrió la boca y emitió un chillido tan agudo como el de Jimmy, y seguía chillando cuando Cecil asomó desde el cuarto de los monos. Entonces, aparentemente sin reparar en Cecil, dio media vuelta y salió a la carrera del animalario, pasillo abajo, hasta llegar al vestíbulo y salir por la puerta, abriendo y cerrando las piernas en una carrera agotadora por la calle Once hasta su casa, en el segundo piso de un destartalado edificio de tres viviendas.

Celeste Green estaba tomando café con su sobrino cuando Otis irrumpió en la cocina; ambos se pusieron en pie, sobresaltados, Wesley olvidando de golpe su apasionada diatriba sobre los crímenes de Whitey. Celeste fue a buscar sus sales mientras Wesley hacía sentar a Otis. Al volver con la botella, apartó a Wesley con malos modos de su camino.

—¿Sabes cuál es tu problema, Wes? ¡Que siempre estás en medio! ¡Si no estuvieras siempre cruzándote con Otis, él no iría diciendo que no vales para nada! ¡Otis! ¡Otis, cariño, despierta!

A Otis se le había decolorado la piel de un marrón intenso a un gris pálido que no mejoró nada cuando le encasquetaron los vapores de amoniaco bajo la nariz, pero al menos volvió en sí, y apartó la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Wesley.

—Un trozo de mujer —musitó Otis.

—¿Un qué? —terció, cortante, Celeste.

—Un trozo de mujer. En la nevera, en el trabajo…, donde las ratas muertas. Un cono y un vientre. —Se echó a temblar.

Wesley hizo la única pregunta que para él contaba.

—¿Era blanca o negra?

—¡No le importunes con eso, Wes! —exclamó Celeste.

—Negra no era —dijo Otis, llevándose las manos al pecho—. Pero tampoco blanca. De color —añadió; se deslizó por la silla y cayó al suelo.

—¡Llama a una ambulancia! Venga, Wes, ¡llama a una ambulancia!

Ésta llegó muy deprisa, debido a dos hechos felices: uno, que el Hospital Holloman estaba justo a la vuelta de la esquina; y el otro, que a esa hora de la mañana el trabajo escaseaba. Bastante vivo todavía, Otis Green fue introducido en la ambulancia con su esposa acurrucada a su lado. El apartamento quedó en manos de Wesley le Clerc.

No permaneció allí mucho rato, no con semejante noticia. Mohammed el Nesr vivía en el 18 de la calle Quince, y había que contárselo. ¡Un trozo de mujer! No negra, pero tampoco blanca. De color. Eso para Wesley era tanto como negra, al igual que para todos los miembros de la Brigada Negra de Mohammed. Ya era tiempo de ajustar cuentas con los blanquitos por los doscientos y pico años de opresión, tratando a las personas negras como a ciudadanos de segunda, o incluso como a bestias sin alma inmortal.

Tras salir de la cárcel en Louisiana, había decidido marchar al norte, a Connecticut, con la tía Celeste. Deseaba labrarse una reputación de hombre negro que se hace valer, y eso resultaba más fácil en una parte del país menos dada que Louisiana a enchironar a los negros por nada. En Connecticut era donde campaban Mohammed el Nesr y su Brigada Negra. Mohammed era un hombre culto, tenía un doctorado en Derecho —¡conocía sus derechos!—. Pero, por razones que Wesley comprendía cada día al mirarse en el espejo, Mohammed el Nesr había despreciado a Wesley por insignificante. Era un negro de plantación, un perfecto don nadie. Pero nada de eso había amilanado a Wesley; ¡estaba decidido a demostrar quién era en Holloman, Connecticut! Y lo haría hasta el punto de que, algún día, Mohammed tendría que alzar la cabeza para mirarle a él, Wesley le Clerc, negro de plantación.

Cecil Potter no tardó en descubrir qué había hecho salir a Otis por piernas del animalario, pero no era un hombre que cediera al pánico. No tocó el contenido de la cámara frigorífica. Tampoco llamó a la policía. Cogió el teléfono y marcó la extensión del Profe, sabiendo a ciencia cierta que éste se encontraría en su despacho, incluso a esas horas. Su único momento de paz tenía lugar a primera hora de la mañana, solía decir. Pero no esta mañana, pensó Cecil.

—Es un caso triste —dijo el teniente Carmine Delmonico a su colega uniformado y superior en rango, el capitán Danny Marciano—. Puesto que no hemos podido encontrar a otros parientes, los críos tendrán que ir a una institución.

—¿Estás seguro de que fue él?

—No me cabe duda. El pobre tío intentó simular que un desconocido había entrado en la casa, pero en la cama están la mujer y su amante, y el amante lleva unos cuantos cortes, pero ella está hecha picadillo: lo hizo él. Apuesto a que confesará voluntariamente hoy mismo, dentro de un rato.

Marciano se incorporó.

—Vamos a desayunar algo, entonces.

Sonó su teléfono; Marciano miró a Carmine enarcando las cejas y lo cogió. En cuestión de segundos el capitán de policía estaba rígido y toda su satisfacción se había disipado. Con los labios, silabeó «¡Silvestri!» a Carmine antes de empezar a asentir repetidamente.

—Claro, John. Ahora mismo envío a Carmine, y a Patsy en cuanto pueda.

—¿Problemas?

—Y gordos. Silvestri acaba de recibir una llamada del director del Hug… del profesor Robert Smith. Han encontrado restos de un cuerpo de mujer en la nevera donde guardan los animales muertos.

—¡Cristo!

Los sargentos Corey Marshall y Abe Goldberg estaban desayunando en el Malvolio’s, la cafetería a la que iban los polis, porque quedaba puerta con puerta con el cuartel general, en el edificio de la Administración del condado de la calle Cedar. Carmine ni siquiera se molestó en entrar; repiqueteó con los nudillos en el cristal ante el compartimento en el que Abe y Corey daban buena cuenta de unos bizcochos calientes con jarabe de arce entre tazones de café. «Qué suerte, los condenados —pensó—. A ellos les toca comer, a mí me toca informar a Danny, y ahora me quedaré sin comer. La veteranía es un coñazo.»

El coche que Carmine consideraba el suyo (en realidad pertenecía al Departamento de Policía de Holloman, aunque no tenía señas identificativas) era un Ford Fairlane con un motor trucado de ocho cilindros en V que marchaba a trancas y barrancas. Cuando iban los tres dentro, siempre conducía Abe, Corey iba de escolta y Carmine se desmadejaba junto con sus papeles en el asiento de atrás. Las explicaciones a Corey y Abe le llevaron medio minuto; el trayecto de la calle Cedar al Hug menos de cinco.

Holloman se extendía en mitad de la costa de Connecticut, con su amplio puerto mirando a Long Island al otro lado del Estrecho. Fundada por puritanos disidentes en 1632, había sido siempre una ciudad próspera, y no sólo a causa de las numerosas fábricas diseminadas por su periferia y a lo largo del cauce del río Pequot. Buena parte de sus ciento cincuenta mil habitantes estaban ligados de algún modo a la Universidad Chubb, una institución de élite que no se reconocía inferior a ninguna, ya fuera Harvard o Princeton. La ciudad estaba inextricablemente vinculada al mundo académico.

El campus principal de la Chubb se extendía por tres lados de la Explanada, una gran extensión verde, con sus edificios de estilos colonial primitivo y gótico del siglo XIX, a los que se habían sumado algunas construcciones pasmosamente modernas, toleradas tan sólo por las augustas firmas arquitectónicas asociadas a cada una; pero también estaba la llamada colina de la Ciencia, al este, donde se ubicaba el campus de ciencias, entre cuadradas torres de ladrillo oscuro y vidrio laminado, y al oeste, pasada la ciudad un buen trecho, la Facultad de Medicina Chubb.

Dado que las facultades de medicina habían surgido en las proximidades de los hospitales, hacia 1965 tendían a estar ubicadas en el peor barrio de cualquier ciudad; Holloman no se diferenciaba del resto a este respecto. La Facultad de Medicina Chubb y el hospital de Holloman se estrechaban a lo largo de la calle Oak, en la vertiente sur del mayor de los dos guetos negros de Holloman, llamado «la Hondonada» porque en él se extendía una que había sido un lago en su día. Para acabar de agravar los males de la salud pública, los depósitos de combustible de Holloman este fueron trasladados en 1960 al final de la calle Oak, a un yermo entre la I-95 y el puerto.

El Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se alzaba en la calle Oak, justo enfrente de los apartamentos de los estudiantes de Medicina del Shane-Driver, cien para cien estudiantes. Junto al Shane-Driver se encontraba el Pabellón Parkinson para la investigación médica. Estaba enfrente del vecino del Hug, el hospital de Holloman, un mamotreto de doce plantas que había sido reconstruido en 1950, el mismo año que vio elevarse al Hug.

—¿Por qué lo llaman el Hug? —preguntó Corey al tomar el Ford la carretera provisional que dividía en dos un aparcamiento gigantesco.

—Porque son las tres primeras letras de Hughlings, supongo —dijo Carmine.

—¿Hug? Carece de dignidad. ¿Por qué no las cuatro primeras letras? Así sería el Hugh.

—Pregúntale al profesor Smith —dijo Carmine, avistando su destino.

El Hug era el gemelo, más bajo y más pequeño, de las torres Burke de Biología y Susskind de Ciencia, situadas al otro lado del campus de la colina de la Ciencia; un montón achaparrado y toscamente cuadrado de ladrillo oscuro, plagado de grandes ventanas de vidrio laminado. Se alzaba sobre tres acres de lo que solían ser viviendas marginales, derribadas para dejar paso a este monumento que perpetuaba el nombre de un hombre misterioso que no tenía nada que ver con su génesis. ¿Quién diablos era ese Hughlings Jackson? Una pregunta que todo Holloman se hacía. Por derecho, el Hug debió ser bautizado con el nombre de su benefactor, el inmensamente rico, y difunto, señor William Parson.

Al no disponer de la llave maestra del aparcamiento, Abe dejó el Ford en la calle Oak, justo a la salida del edificio, que no tenía entrada por la calle Oak. Los tres hombres recorrieron a pie un camino de gravilla que bordeaba el edificio por el norte hasta una única puerta de cristal, donde les esperaba una mujer muy alta.

«Es como un bloque de construcción infantil en medio de una habitación inmensa —pensó Carmine—. Tres acres son mucha tierra para algo que sólo mide treinta metros por lado. Y, mierda, ella sostiene un portapapeles. Es personal administrativo, no médico.» Su mente registraba de forma automática los detalles físicos de cada persona que nadaba en su trocito del mar de la humanidad, de forma que se encontró muy ocupada conforme iba teniéndola más cerca: un metro noventa descalza, treinta y pocos años, traje pantalón azul marino más bien holgado, zapatos planos de cordones, pelo castaño tono ratón, un rostro de nariz excesiva y barbilla prominente. Diez años atrás, jamás hubiera podido convertirse en Miss Holloman, no digamos ya en Miss Connecticut. Cuando se detuvo delante de ella, no obstante, advirtió que tenía unos ojos estupendos, interesantes, del color del hielo espeso, que él siempre había encontrado hermoso.

—Sargentos Marshall y Goldberg. Yo soy el teniente Carmine Delmonico —dijo en tono seco.

—Desdemona Dupre, directora gerente —dijo ella mientras les conducía a un pequeño vestíbulo, cuyo único sentido parecía ser acomodar dos ascensores. Pero en vez de apretar el botón para subir, ella abrió una puerta en la pared de enfrente y les guió por un amplio pasillo.

»Ésta es nuestra primera planta, que alberga las instalaciones del animalario y los talleres —dijo, y su acento la delataba como alguien del otro lado del Atlántico. Al torcer una esquina se encontraron en otro distribuidor. Ella señaló un par de puertas que había algo más adelante.

»Allí lo tienen: el animalario.

—Gracias —dijo Carmine—. A partir de aquí ya nos encargamos nosotros. Por favor, espéreme junto a los ascensores.

Ella enarcó las cejas, pero dio media vuelta y se marchó sin pronunciar palabra.

Carmine se encontró en el interior de una amplia habitación llena de armarios y cubos. Altas hileras de jaulas limpias, lo bastante grandes para alojar un perro o un gato, se acumulaban ordenadamente en una zona situada ante un ascensor de servicio mucho más grande que los del vestíbulo. En otros estantes se guardaban cajas de plástico rematadas con tela metálica. La habitación despedía un olor agradable, penetrante como el de un pinar, con apenas una insinuación de algo no tan agradable por debajo.

Cecil Potter era un hombre apuesto, alto, esbelto, de aspecto muy cuidado con su planchado mono blanco y sus botines de lona. Carmine imaginó que sonreía mucho con los ojos, aunque no los tenía sonrientes en aquel momento.

Una de las políticas más importantes de Carmine en aquel año de agitación racial, con traslados de escolares en autobús para favorecer la integración, era dispensar un trato educado a las personas negras que conociera en el curso de su trabajo o en su vida social; tendió la mano al frente, estrechó enérgicamente la de Cecil y procedió a hacer las presentaciones sin resultar apremiante. Corey y Abe eran sus hombres a las duras y a las maduras, y le seguían el juego con idéntica cortesía.

—Está aquí —dijo Cecil, dirigiéndose hacia una puerta cerrada de acero inoxidable con tirador de cierre automático—. No he tocado nada, me limité a cerrar la puerta. —Vaciló un instante y decidió probar suerte—. Esto… Teniente, ¿le importa si vuelvo con mis pequeños?

—¿Pequeños?

—Los monos. Macacos. ¿Le suena el término «Rhesus»? Pues eso es lo que son. Están ahí dentro, y muy alterados. Jimmy no para de contarles dónde ha estado, y están muy alterados.

—¿Jimmy?

—El mono que el doctor Chandra creyó muerto y metió en la nevera en una bolsa, anoche. Fue Jimmy el que la encontró, en realidad; lo hizo todo trizas cuando despertó a oscuras y medio congelado. Cuando Otis, que es mi ayudante además de encargado de mantenimiento, fue a vaciar la nevera, Jimmy salió chillando y berreando. Entonces Otis se encontró con eso, y se puso a chillar aún más fuerte que Jimmy. Yo eché un vistazo y llamé al Profe. Supongo que el Profe les llamó a ustedes.

—¿Dónde está Otis ahora? —preguntó Carmine.

—Conociendo a Otis, saldría pitando para casa, con Celeste. Es como su madre, además de su esposa.

Ya se habían puesto guantes; Abe apartó el cubo de la puerta y Carmine la abrió mientras Cecil pasaba al cuarto de los monos canturreando y chasqueando la lengua.

De las dos bolsas grandes, una yacía aún al fondo de la cámara. La otra, rasgada desde el punto en que la parte superior se plegaba hasta abajo, dejaba ver la mitad inferior de un torso femenino.

Cuando Carmine observó su tamaño y la ausencia de vello pubiano, se le cayó el alma a los pies: ¿una muchacha impúber? ¡No, por favor, eso no! No hizo ademán de tocar nada, sino que se limitó a apoyar la espalda contra la pared.

—Vamos a esperar a Patrick —dijo.

—Nunca había sentido un olor así: a muerto, pero no a descomposición —comentó Abe, que se moría de ganas de fumar.

—Abe, ve a buscar a la señora Dupre y dile que puede subir en cuanto lleguen los de uniforme —ordenó Carmine, que conocía bien a Abe y sabía que se moría por un pitillo—. Distribúyelos por todas las entradas y las salidas de emergencia. —Luego, a solas con Corey, puso los ojos en blanco y preguntó—: ¿Por qué ahí?

Patrick O’Donnell se lo aclaró.

Patrick, que lucía el muy moderno título de investigador médico en una ciudad que siempre había tenido un instructor criminal sin formación forense, se había decantado por la patología porque no le gustaba tener pacientes que le replicaran, y por llevar la vida de un patólogo público porque suponía encargarse de un montón de casos criminales, aparte de todos los demás tipos de muerte súbita o misteriosa. Gracias a su campaña implacable por llevar a Holloman a la segunda mitad del siglo XX, Patrick había conseguido que traspasaran la mayoría de las obligaciones procesales del instructor criminal a un ayudante de instrucción y levantar un pequeño imperio que incluía mucho más que simples autopsias. Creía en la nueva ciencia forense, y se involucraba activamente en cualquier caso que le interesara, aunque no hubiera un cadáver de por medio.

Su aspecto era tan irlandés como su nombre, desde el pelo rojizo hasta sus ojos azul claro, pero, de hecho, Carmine y él eran primos carnales, hijos de dos hermanas de origen italiano. Una se había casado con un Delmonico, la otra con un O’Donnell. Aunque le llevaba diez años a Carmine y era un hombre felizmente casado y padre de seis hijos, Patrick no permitió que ninguno de esos impedimentos arruinara su profunda amistad.

—No sé gran cosa, pero esto es lo que sé —dijo Carmine, y le puso al corriente—. ¿Por qué ahí? —repitió al acabar.

—Porque si Jimmy, el mono, no hubiera despertado aún con vida y sufrido un ataque de pánico, estas dos bolsas marrones, intactas y sin identificar, habrían sido arrojadas a algún tipo de receptáculo y llevadas al incinerador del animalario —repuso Patrick, con una mueca de disgusto—. Es la forma ideal de deshacerse de restos humanos: convertirlos en humo.

Abe volvió a tiempo de oír aquello, y palideció.

—¡Dios mío! —exclamó, horrorizado.

Una vez hechas las fotos, Patrick levantó la primera bolsa y la depositó en una camilla, dentro de una bolsa de cadáveres abierta. Luego examinó lo que alcanzaba a ver sin manipular el rasgado papel marrón.

—No hay vello pubiano —dijo Carmine—. Patsy, si me quieres dime que no se trata de una niña.

—El pelo ha sido afeitado…, no, ha sido depilado con pinzas, así que era ya púber. Una chica menuda, no obstante. Como si lo que nuestro asesino realmente ansiaba fuese una niña pero no hubiera tenido la entereza de realizar sus asquerosos deseos. —Levantó la segunda bolsa, que no estaba tan destrozada, y la depositó junto a la primera—. Me vuelvo a la morgue; imagino que querrás tener mi informe lo antes posible. —Su auxiliar en jefe, Paul, se disponía ya a pasar la aspiradora por el interior de la cámara; después pondría los polvos para sacar huellas—. Préstame a Abe y Corey, Carmine, y podemos dejar a Cecil que siga con su trabajo. Excepto por lo que se refiere a los monos, tendrán que meter sus animales de experimentación en otro sitio; esto son las jaulas limpias del día listas para que se las lleven.

—Mirad hasta debajo de las piedras, chicos —dijo Carmine, siguiendo a su primo y a la camilla, con su truculenta carga, fuera de la habitación.

Desdemona Dupre —¡qué nombre tan extraño!— esperaba en el vestíbulo, repasando el contenido de un grueso taco de hojas que sostenía en su portapapeles.

—Señora Dupre, éste es el doctor Patrick O’Donnell —dijo Carmine.

La mujer reaccionó con irritación.

—¡No soy señora, soy señorita! —repuso en tono cortante, reforzado por su peculiar acento—. ¿Subirá usted conmigo, teniente, o puedo irme? Tengo trabajo que hacer.

—Te alcanzo más tarde, Patsy —dijo Carmine, siguiendo a la señorita Dupre al interior de uno de los ascensores.

—¿Es usted de… eh… Inglaterra? —preguntó mientras subían.

—Correcto.

—¿Cuánto tiempo lleva en el Hug?

—Cinco años.

Dejaron el ascensor en la cuarta planta, que era la más alta, aunque el último botón rezaba AZOTEA. Allí, la decoración de interiores del Hug ofrecía mejor aspecto, ligeramente distinta a la de la primera planta: paredes pintadas de un tono crema institucional, oscura carpintería de roble, filas de lámparas fluorescentes en el techo cubiertas por difusores de plástico. Recorrieron de nuevo un pasillo, gemelo al de la primera planta, hasta una puerta situada de cara a su extremo más lejano, en que confluía con otro vestíbulo en ángulo recto.

La señorita Dupre llamó a la puerta, recibió permiso para entrar e hizo pasar a Carmine a los dominios particulares del profesor Smith, pero se abstuvo de seguirle.

Carmine se encontró mirando pasmado a uno de los hombres más llamativamente guapos que había visto jamás. Robert Mordent Smith, profesor de la cátedra William Parson en el Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica, medía más de un metro ochenta, era más bien delgado y poseía un rostro inolvidable: con una estructura ósea maravillosa, cejas y pestañas negras, vividos ojos azules y una mata de pelo ondulado y entreverado de blanco. Tratándose de alguien que era lo bastante joven para no mostrar líneas o arrugas, el pelo le hacía rozar la perfección. Su sonrisa revelaba unos dientes regulares y blancos, si bien esa mañana no alcanzaba a aquellos ojos maravillosos. Lo que no era de sorprender.

—¿Café? —preguntó, al tiempo que indicaba a Carmine que ocupara la silla, aparatosa y cara, del otro lado de su aparatoso y caro escritorio.

—Sí, gracias. Sin leche ni azúcar.

Mientras el Profe encargaba dos de lo mismo por su intercomunicador, su huésped examinó la habitación, de unos generosos seis metros por siete y medio, con enormes cristaleras en dos de sus paredes. El despacho del profesor ocupaba la esquina nororiental de la planta, de modo que tenía vistas a la Hondonada, el colegio mayor del Shane-Driver y el aparcamiento. La decoración era costosa, los muebles de nogal, de chintz las telas, la alfombra de Aubusson. Un imponente mosaico de títulos, diplomas y honores descansaba sobre una pared a rayas verdes, y tras el escritorio del profesor colgaba lo que parecía una copia soberbia de un paisaje de Watteau.

—No es una copia —dijo el Profe, siguiendo la mirada de Carmine—. Me lo ha dejado en préstamo la colección William Parson, la mayor y mejor de arte europeo que hay en América.

—Caramba —dijo Carmine, pensando en la reproducción barata de los lirios de Van Gogh que colgaba tras su propio despacho.

Una mujer de entre treinta y cuarenta años hizo su entrada llevando una bandeja de plata en la que portaba un termo, dos delicadas tazas en sus platos, dos copas de cristal y una redoma de vidrio llena de agua helada. «¡Sí que se esmeran, en el Hug!»

Una belleza severamente vestida, pensó Carmine al examinarla: pelo negro recogido en un moño sobre la cabeza, un rostro ancho, suave y más bien chato, con ojos de avellana, y una figura espectacular. Vestía chaqueta y falda, de corte ajustado, y calzaba zapatos Ferragamo sin tacón. Que Carmine supiera, tales cosas podían atribuirse a una larga carrera en una profesión que exigía un conocimiento íntimo de todos los aspectos del ser humano y su comportamiento. Esa mujer era lo que su madre llamaba una devoradora de hombres, aunque no parecía albergar ni pizca de apetito por el Profe.

—La señorita Tamara Vilich, mi secretaria —dijo el Profe.

¡Ni pizca de apetito por Carmine Delmonico, tampoco! Le sonrió, hizo una inclinación de cabeza y se fue sin demorarse.

—Dos solteras maduras entre su personal —dijo Carmine.

—Son una maravilla, si da uno con ellas —dijo el Profe, que parecía ansioso por posponer el motivo de aquella entrevista—. Una mujer casada tiene responsabilidades familiares que tienden a veces a recortar su jornada laboral. Mientras que las solteras lo dan todo en el trabajo; no les importa quedarse hasta tarde sin previo aviso, por ejemplo.

—Tienen más que ofrecer, ya lo veo —dijo Carmine. Dio un sorbo al café, que estaba malísimo. Tampoco esperaba él que estuviese bueno. El Profe, observó, bebía agua de la preciosa redoma, aunque le había servido el café a Carmine personalmente.

—Profesor, ¿ha bajado usted a la sala del animalario a ver lo que han encontrado?

El profesor palideció y sacudió enfáticamente la cabeza.

—¡No, no, por supuesto que no! Cecil me llamó para contarme lo que había encontrado Otis, y llamé inmediatamente al comisario Silvestri. Tuve presente advertir a Cecil que no dejara entrar a nadie en el animalario hasta que llegara la policía.

—¿Y ya han dado con Otis… Otis qué?

—Green. Otis Green. Parece que ha sufrido un infarto leve. Ahora mismo está en el hospital. Su cardiólogo dice, no obstante, que no es un caso severo de ictus, así que deberían darle el alta en dos o tres días.

Carmine dejó su taza en la mesa y se reclinó sobre su silla de chintz, con las manos cruzadas en el regazo.

—Hábleme del frigorífico de animales muertos, profesor.

Smith parecía algo confuso, era evidente que precisaba recurrir a reservas interiores de coraje; tal vez, pensó Carmine, su tipo de coraje no servía para hacer frente a una crisis por asesinato, sólo a comités de evaluación o investigadores estrafalarios. ¿Cuántas recepciones de la Chubb había aguantado escuchando a esos tipos?

—Bueno, todo instituto de investigación tiene uno. O, si no se trata de una gran unidad, comparte uno con otros laboratorios cercanos. Somos investigadores, y dado que la ética nos impide utilizar seres humanos como objeto de experimentación, empleamos animales que se hallan por debajo de nosotros en la escala evolutiva. El tipo de animal depende del tipo de investigación: cobayas para la piel, conejos para los pulmones, etcétera. Puesto que a nosotros nos interesan la epilepsia y los retrasos mentales, que se sitúan en el cerebro, nuestros animales de experimentación incluyen ratas, gatos y primates; aquí en el Hug, macacos. Cuando finaliza un proyecto experimental, las bestias son sacrificadas; me apresuraré a añadir que con extremo cuidado y delicadeza. Los cadáveres se meten en bolsas especiales y se llevan a la cámara frigorífica, donde permanecen hasta más o menos las siete de la mañana de cada día laborable. A esa hora, Otis vacía el contenido de la nevera en un cubo y lo conduce a través del túnel hasta el Pabellón Parkinson, donde se encuentran las instalaciones principales del animalario de la Facultad de Medicina. El incinerador en que se destruyen todos los cadáveres de animales forma parte del área del animalario del P. P., pero también tiene acceso a él el hospital, que manda allí miembros amputados y cosas por el estilo.

«Sus pautas de expresión son tan formales —pensó Carmine—. Habla como si estuviera dictando una carta importante.»

—¿Le contó Cecil cómo se descubrieron los restos humanos? —preguntó.

—Sí. —La cara del Profe empezaba a parecer contrariada.

—¿Quién tiene acceso al frigorífico?

—Cualquiera que se halle en el Hug, aunque dudo que nadie del exterior fuera capaz de usarlo. Las entradas son pocas, y están atrancadas.

—¿Y eso por qué?

—¡Mi querido teniente, estamos al final de la línea Facultad de Medicina/hospital de la calle Oak! Más allá de nosotros están la calle Once y la Hondonada. Un barrio nada recomendable, como sin duda usted sabe.

—He observado que usted también lo llama «el Hug», profesor. ¿Por qué?

Torció la levemente trágica boca.

—Yo culpo a Frank Watson —dijo entre dientes.

—¿Quién es?

—Profesor de neurología en la Facultad de Medicina. Cuando se inauguró el Hug en 1950, él pretendía dirigirlo, pero nuestro benefactor, el difunto William Parson, fue inflexible en cuanto a que su cátedra recayera en un hombre con experiencia en el campo de la epilepsia y los retrasos mentales. Como la especialidad de Watson son las enfermedades desmielinizantes, quedó excluido, naturalmente. Yo le dije al señor Parson que debía elegir un nombre más fácil que Hughlings Jackson, pero estaba empeñado. ¡Oh, era un hombre muy obstinado para todo! Claro que uno siempre espera que la gente abrevie el nombre, y yo esperaba que se quedara en «el Hughlings», o «el Hugh». El caso es que Frank Watson se cobró su pequeña venganza. Le pareció ingeniosísimo llamarlo «el Hug», y el nombre cuajó. ¡Cuajó!

—¿Quién era, o es, exactamente Hughlings Jackson, señor?

—Un británico, pionero de la neurología, teniente. Su mujer tenía un tumor de crecimiento lento en la vía motora, el gyrus anterior a la fisura de Rolando que representa el extremo cortical de la función motriz voluntaria del cuerpo, es decir, los músculos.

«No entiendo una palabra de todo esto —pensó Carmine mientras la monótona perorata continuaba—. Pero ¿le importa eso a él? No.»

—Los ataques epilépticos de la señora Jackson eran de una naturaleza muy peculiar —proseguía el profesor—. Afectaban exclusivamente a un lado del cuerpo, empezaban en una mitad de la cara, bajaban por el brazo y la mano del mismo lado, y finalmente le daban en la pierna. Todavía se los conoce como marcha jacksoniana. A partir de ellos, Jackson elaboró la primera hipótesis sobre la función motriz, que cada parte del cuerpo ocupa un espacio invariable en el córtex cerebral. No obstante, lo que fascinó a la gente fue el modo infatigable en que se sentaba junto a su esposa moribunda hora tras hora, tomando notas sobre sus ataques con la más minuciosa atención a los detalles. El investigador por excelencia.

—Bastante despiadado, si quiere mi opinión —dijo Carmine.

—Yo prefiero llamarlo dedicación —replicó Smith en tono gélido.

Carmine se puso en pie.

—Nadie puede abandonar este edificio salvo que yo lo autorice. Eso va también por usted, señor. Hay policías en todas las entradas, incluido el túnel. Le sugiero que no le cuente a nadie nada de lo ocurrido.

—¡Pero no tenemos cafetería! —dijo el profesor, perplejo—. ¿Qué va a hacer el personal para comer, si no se han traído nada de casa?

—Uno de los policías puede tomar el pedido y traer la comida. —Se detuvo en el umbral para mirar atrás—. Me temo que habremos de tomar las huellas dactilares a todo el mundo. Un inconveniente mayor que la comida, pero estoy seguro de que lo entiende.

Las oficinas, los laboratorios y la morgue del investigador médico del condado de Holloman estaban igualmente ubicadas en el edificio de la Administración del condado.

Cuando Carmine entró en la morgue, se encontró con dos piezas de un torso femenino encajadas y tendidas sobre una mesa de acero para autopsias.

—Bien alimentada, una mujer mestiza de unos dieciséis años de edad —dijo Patrick—. Depiló el monte de Venus antes de introducir diversos instrumentos; puede que fueran consoladores, puede que fundas de pene. Es difícil de afirmar. La violaron muchas veces, con objetos progresivamente más grandes, pero dudo que muriera por esa causa. Hay tan poca sangre en lo que tenemos del cuerpo que sospecho que fue desangrada como desangran a los animales en un matadero o una granja. No hay brazos ni manos, no hay piernas ni pies y no hay cabeza. Estas dos piezas han sido lavadas escrupulosamente. Hasta el momento, no he encontrado rastros de semen, pero hay tantas contusiones e hinchazón (también la violaron analmente) que voy a necesitar un microscopio. Personalmente, apuesto a que no habrá semen. Él lleva guantes y probablemente usa sus fundas como condones. Si es que llega a correrse.

La chica tenía la piel de ese hermoso color que llaman café con leche, pese a la palidez producida por la falta de sangre. Tenía las caderas abombadas, la cintura pequeña, los pechos preciosos. Por lo que Carmine podía ver, no mostraba signos de agresión fuera de la zona púbica: ni moratones, ni cuchilladas, ni cortes, mordiscos o quemaduras. Pero sin brazos y sin piernas no había forma de determinar si la habían atado, o cómo.

—A mí me parece una niña —dijo—. No una chica crecida.

—Yo diría que treinta y cinco kilos, como mucho. La segunda cosa más interesante —prosiguió Patrick— es que el desmembramiento lo ha llevado a cabo un verdadero profesional. De un solo corte con algo como un cuchillo de carnicero o un escalpelo para autopsias, y fíjate en las articulaciones de muslos y hombros: desencajadas sin fuerza ni trauma. —Separó las dos secciones del torso—. La sección transversal fue practicada justo por debajo del diafragma. El cardias del estómago fue ligado para impedir que se filtrara el contenido, y también le ligaron el esófago. La desarticulación de la columna vertebral es tan profesional como la de las articulaciones. No hay sangre en la aorta ni en la vena cava. Sin embargo —dijo, señalando el cuello—, le cortó la garganta varias horas antes de decapitarla. Con incisión en las yugulares, pero no en las carótidas. Se desangraría despacio, sin chorro. Colgada boca abajo, por supuesto. Cuando le cortó la cabeza, la separó por la articulación de las vértebras C-4 y C-5, lo que le dejó un poco del cuello además del cráneo completo.

—Quisiera que tuviéramos al menos los brazos y las piernas, Patsy.

—Y yo, pero sospecho que irían a la nevera ayer, junto con la cabeza.

Carmine habló con tal seguridad que Patrick dio un respingo:

—¡Ah, no! Aún tiene la cabeza. No se va a desprender de eso.

—¡Carmine! ¡Esa clase de cosas no ocurre! O, si es que ocurre, es cosa de maníacos del otro lado de las Rocosas. ¡Esto es Connecticut!

—Venga de donde venga, aún tiene la cabeza.

—Yo diría que trabaja en el Hug, o si no en el Hug, en otra parte de la Facultad de Medicina —dijo Patrick.

—¿Un carnicero? ¿Un matarife?

—Es posible.

—Has hablado de la segunda cosa más interesante, Patsy. ¿Cuál es la primera?

—Observa. —Patrick dio la vuelta a la sección inferior del torso y señaló el glúteo derecho, donde una costra en forma de corazón, de unos dos centímetros y medio, destacaba, oscura y rugosa, sobre la piel impecable—. Al principio pensé que se la había hecho así deliberadamente: corazón, amor, esas cosas. Pero no hizo una incisión como quien sigue una plantilla a lo largo del borde. Es una simple rebanada limpia, como las he visto hacer con el bisturí para cortarle el pezón a una mujer. Así que me pregunté si es que ella tenía allí un nevus, una marca de nacimiento, que sobresaliera mucho de la superficie de la piel.

—Algo que a él le ofendía, que destruía su perfección —dijo Carmine, pensativo—. Quién sabe. Tal vez no descubrió que lo tenía hasta que la llevó al lugar donde le hizo esas cosas espantosas. Depende de si la recogió por ahí o la conocía previamente. ¿Sabrías decir cuál es su procedencia racial?

—Ni idea, aparte de que es más caucásica que otra cosa. Con algo de sangre negroide o mongoloide, o de ambas.

—¿Supones que es una prostituta?

—Sin brazos en que buscar marcas de aguja, Carmine, es difícil, pero tiene aspecto… no sé, de chica sana. Yo comprobaría las listas de personas desaparecidas.

—Ah, sí, pienso hacerlo —dijo Carmine, y se fue de vuelta al Hug.

¿Por dónde empezar, teniendo en cuenta que no se podía interrogar a Otis Green hasta la mañana siguiente, como pronto? Por Cecil Potter, entonces.

—Éste es un trabajo estupendo —dijo Cecil, sentado en una silla metálica con Jimmy subido a la rodilla, y aparentemente indiferente al hecho de que el macaco estaba muy atareado cepillándole el pelo, introduciendo delicadamente los dedos entre sus tupidos mechones en una especie de absorto éxtasis. Jimmy, según le había explicado, estaba todavía muy alterado a causa del trance por el que había pasado. A Carmine le habría resultado más fácil hacer frente a la extraña escena si el gran mono no hubiera tenido media pelota de tenis plantada en la cabeza; eso, le dijo Cecil, era para proteger el conjunto de electrodos que llevaba implantados en el cerebro y el conector hembra verde brillante encastrado en su cráneo con cemento dental rosa. Tampoco parecía que aquella media pelota de tenis preocupara a Jimmy; la ignoraba.

—¿Qué tiene de estupendo? —preguntó Carmine, consciente de que empezaban a rugirle las tripas. Habían dado de comer a todo el personal del Hug, pero Carmine se había saltado de momento el desayuno y la comida.

—Que yo soy el jefe —dijo Cecil—. Antes, cuando trabajaba allí en el P. P., sólo era uno más de los que recogen la mierda. En el Hug, el animalario es mío. Me gusta, sobre todo porque tenemos a los monos. El doctor Chandra (que es de quien son, en realidad) sabe que soy el mejor con los monos de toda la costa Oeste, así que los deja a mi cargo. Hasta los coloco en la silla para sus sesiones. Les vuelven locos, sus sesiones.

—¿No les gusta el doctor Chandra? —preguntó Carmine.

—Oh, sí, sí que les gusta. Pero a mí me adoran.

—¿Vacía usted alguna vez el frigorífico, Cecil?

—A veces, no muy a menudo. Si Otis se va de vacaciones, contratamos a alguien del personal de mantenimiento de la planta del P. P. Otis no trabaja demasiado conmigo en esta planta; él es el hombre de arriba. Lo más que hace es cambiar las bombillas y deshacerse de los residuos de riesgo biológico. Yo casi puedo encargarme solo de lo que es el animalario en esta planta, excepto de subir y bajar las jaulas de las demás plantas. Nuestros animales tienen jaulas limpias diariamente, de lunes a viernes.

—Deben de odiar los fines de semana —dijo Carmine muy serio—. Si Otis no trabaja demasiado con usted, ¿cómo limpia las jaulas?

—¿Ve aquella puerta, teniente? Va a nuestra lavadora de jaulas. Todo automatizado, como un tren de lavado de coches, pero mejor. En el Hug no se privan de nada, ya le digo, de nada.

—Volviendo al frigorífico. Cuando lo vacía usted, Cecil, ¿de qué tamaño son las bolsas? ¿Es raro ver bolsas tan grandes como las de… en fin…?

Cecil se lo pensó, con su hermosa cabeza ladeada y el mono aprovechando la ocasión de explorar detrás de sus orejas.

—Raro no es, teniente, señor, pero mejor le pregunta a Otis, que es el experto.

—¿Vio ayer meter bolsas en la nevera a alguien que habitualmente no lo haga?

—No. Los investigadores acostumbran a traer las bolsas ellos mismos después de que Otis y yo hayamos plegado. Los auxiliares también bajan bolsas, pero pequeñas. Bolsas para ratas. La única auxiliar que baja bolsas grandes es la señora Liebman, de cirugía, pero ayer no vino.

—Gracias, Cecil, ha sido usted de gran ayuda. —Carmine le ofreció la mano al mono—. Hasta pronto, Jimmy.

Jimmy le tendió la mano y estrechó la suya con solemnidad, con aquellos ojos redondos y enormes tan fijamente atentos que Carmine sintió un cosquilleo en la piel. Parecían tan humanos…

—Menos mal que es usted un hombre —dijo Cecil entre risas cuando acompañaba a Carmine a la puerta con Jimmy en la cadera.

—¿Por qué lo dice?

—Mis pequeños son machos los seis, ¡y no vea qué manía tienen a las mujeres! No soportan estar con una en la misma habitación.

Don Hunter y Billy Ho trabajaban juntos en una especie de invento de tebeo que montaban a partir de componentes electrónicos, extrusiones de plexiglás y una bomba diseñada para alojar una pequeña jeringa de cristal. Tenían a mano un par de tazones de café frío y con una capita como de mugre.

Que ambos habían recibido entrenamiento en el ejército se puso de manifiesto en el momento en que Carmine pronunció la palabra «teniente». Se apartaron del artefacto como accionados por un resorte, adoptando una actitud de tensa atención. Los antepasados de Billy eran chinos; se había hecho ingeniero electrónico en las fuerzas aéreas estadounidenses. Don era inglés «del norte», según decía, y había servido en el Royal Armoured Corps.

—¿Qué es ese cacharro? —preguntó Carmine.

—Una bomba a la que estamos incorporando algunos circuitos para que sólo bombee una décima de mililitro cada media hora —dijo Billy.

Carmine recogió los tazones.

—Les traigo unos cafés calientes del recipiente que he visto en el vestíbulo si dejan que me sirva un tazón y ponerle un montón de azúcar.

—Caramba, gracias, teniente. Puede ponerse el azucarero entero.

Carmine sabía que si no se administraba un poco de azúcar su atención empezaría a flaquear. Detestaba el café demasiado dulce, pero al menos haría que dejara de rugirle el estómago. Y al calor del café podría entablar una charla amigable. Eran hombres locuaces, ansiosos por hablar de su trabajo y empeñados en asegurarle a Carmine que el Hug era fantástico. Billy era el ingeniero electrónico, Don el mecánico. Entre los dos le trazaron el retrato fascinante de una vida dedicada en gran medida a diseñar y construir cosas que no concebiría nadie en su sano juicio. Porque los investigadores, según supo Carmine, no eran personas en su sano juicio. Eran en su mayoría maníacos bastante irritantes.

—Un investigador puede joder un cargamento entero de bolas de acero —dijo Billy—. Puede que tengan un cerebro del tamaño del Madison Square Carden y ganen los premios Nobel que les dé la gana, ¡pero no se figura lo tontos que llegan a ser! ¿Sabe cuál es su mayor problema?

—Me encantaría saberlo —dijo Carmine.

—El sentido común. No tienen ni puta pizca de sentido común.

—El joven Billy lleva razón en eso —dijo Don. O al menos a eso sonó lo que dijo, con su extraño acento.

Para cuando les dejó, Carmine estaba convencido de que ni Billy Ho ni Don Hunter habían dejado dos trozos de mujer en el refrigerador de los animales muertos. Aunque quienquiera que fuese no andaba falto de sentido común.

El Departamento de Neurofisiología estaba ubicado en la planta inmediatamente superior, la segunda. Lo dirigía el doctor Addison Forbes, que tenía dos colegas, el doctor Nur Chandra y el doctor Maurice Finch. Cada uno de ellos disponía de un laboratorio espacioso y un amplio despacho; pasada la suite de Chandra, se hallaban el quirófano y su antesala.

El animalario era enorme, y las jaulas que contenía encerraban un par de docenas de grandes gatos macho, así como varios centenares de ratas. Empezó por allí. Cada gato, observó, ocupaba una jaula inmaculadamente limpia, se alimentaba de comida enlatada, no sólo deshidratada, y hacía sus cosas en una bandeja honda llena de aromáticas virutas de cedro. Eran bestias amistosas, ni asustadas ni deprimidas, y parecían bastante ajenas a la presencia de media pelota de tenis en sus cabezas. Las ratas vivían en profundos cubos de plástico llenos de virutas más finas por las cuales nadaban como delfines en el mar. Emergían y se sumergían y daban vueltas por todas partes, agarrándose con sus patitas, que semejaban manos, a las rejillas de acero que cubrían sus cubos con bastante más alegría que los presos humanos que se aferran a los barrotes de sus celdas. Las ratas, le pareció a Carmine, estaban contentas.

Le guiaba el doctor Addison Forbes, que no estaba nada contento.

—Los gatos son del doctor Finch y el doctor Chandra. Las ratas pertenecen al doctor Finch. Yo no tengo animales, soy investigador clínico —dijo—. Nuestras instalaciones son excelentes —prosiguió, con voz monótona, mientras conducía a su invitado a través del vestíbulo que separaba el cuarto de los animales de los ascensores—. Hay servicios separados para hombres y mujeres en todas las plantas —señaló— y un recipiente de café del que se ocupa la mujer que friega los vasos, Allodice. Las bombonas de gases se guardan en este armario, pero el oxígeno llega por tuberías, al igual que el gas carbón y el aire comprimido. El cuarto conducto es para la succión por vacío. Se prestó especial atención a las tomas de tierra y los revestimientos de cobre: trabajamos con millonésimas de voltio, y eso implica unos factores de amplificación que hacen de las interferencias una pesadilla. El edificio dispone de aire acondicionado y el aire se filtra escrupulosamente, de ahí la prohibición de fumar.

Forbes interrumpió su sonsonete para poner cara de sorpresa.

—Los termostatos funcionan de verdad. —Abrió una puerta—. Nuestra sala de lectura y conferencias. Que completa la planta. ¿Vamos a mi despacho?

Addison Forbes, había decidido Carmine en cuestión de segundos, era un completo neurótico. Exhibía una delgadez fibrosa y adusta que hablaba de un obseso del ejercicio de inclinaciones vegetarianas, tenía unos cuarenta y cinco años de edad —la misma que el Profe— y más bien poco que ofrecer si uno era un director de cine a la caza de una nueva estrella. Salpicaba su conversación con tics faciales y ademanes bruscos y carentes de significado.

—Sufrí un infarto grave hace exactamente tres años —dijo—, y es un milagro que sobreviviera. —Estaba claro que le obsesionaba, cosa frecuente entre los médicos, que, según le había dicho Patrick, nunca pensaban en que ellos también podían morir, y se convertían en pacientes atroces cuando la mortalidad se abatía sobre ellos—. Ahora hago corriendo los ocho kilómetros que hay entre el Hug y mi casa todas las tardes. Mi mujer me trae en coche por la mañana y recoge mi traje del día anterior. Ya no necesitamos dos coches, un ahorro que se agradece. Como verduras, fruta, frutos secos y ocasionalmente una pieza de pescado al vapor, si mi mujer da con alguna que esté verdaderamente fresca. Y debo decir que me siento de maravilla. —Se dio unas palmadas en la barriga, tan plana que se ahuecaba—. ¡Esta aguanta otros cincuenta años, ja, ja!

«Jesús —pensó Carmine—. Creo que preferiría estar muerto que renunciar a los platos grasientos del Malvolio’s. De todas formas, hay gente para todo.»

—¿Con qué frecuencia bajan usted y su auxiliar animales muertos al frigorífico de la planta baja? —preguntó.

Forbes pestañeó y puso cara de perplejidad.

—¡Teniente, ya le he dicho que yo soy un clínico! Mi investigación es clínica, no experimento con animales. —Sus cejas hicieron amago de lanzarse en direcciones opuestas—. Aunque esté mal decirlo, tengo el talento de dar a cada paciente en particular exactamente el anticonvulsivo que le conviene. Es un campo en el que se dan muchos abusos; ¿puede creer que cualquier médico de familia ignorante tiene el atrevimiento de asumir la responsabilidad de prescribir anticonvulsivos? ¡Diagnostica idiopatía a algún pobre paciente y le atiborra de fenitoína y fenobarbital, cuando lo que tiene el pobre paciente de entrada es un pico en el lóbulo temporal en el que podría empalarse a un hombre! ¡Pff! Dirijo las clínicas epilépticas del hospital de Holloman y algunos otros, y estoy a cargo de la unidad de EEG del hospital de Holloman anexa a su clínica epiléptica. No me preocupan los electroencefalogramas comunes, entiéndame. Hay otra unidad para Frank Watson y sus subalternos de neurología y neurocirugía. Lo que me interesa a mí son los picos, no las ondas delta.

—Sí, sí —dijo Carmine, a quien se le habían empezado a vidriar los ojos durante esta semidiatriba—. ¿Así que, con toda seguridad, no ha de deshacerse nunca de animales muertos?

—¡Nunca!

La técnica de Forbes, una chica muy amable llamada Betty, lo confirmó.

—Su trabajo aquí se centra en los niveles de anticonvulsivos en el torrente sanguíneo —explicó en términos que Carmine tenía alguna esperanza de entender—. La mayor parte de los médicos sobremedican, porque no llevan registro de los niveles de medicación en sangre en enfermedades de larga duración como la epilepsia. Además, es a él a quien las compañías farmacéuticas le piden que pruebe nuevos medicamentos. Y tiene un instinto asombroso para acertar con lo que necesita cada paciente en particular. —Betty sonrió—. La verdad es que es un tipo raro. Lo suyo es arte, no ciencia.

«¿Y cómo —se preguntó Carmine mientras iba en busca del doctor Maurice Finch— me libro de que me entierren en su jerigonza médica?»

Pero el doctor Finch no era de los que entierran a nadie en jerigonza médica. Su investigación, explicó concisamente, se centraba en el movimiento de algo llamado iones de sodio y potasio a través de la pared de la célula nerviosa durante un ataque epiléptico.

—Yo trabajo con gatos —dijo— a lo largo de periodos dilatados. Una vez que las cánulas de electrodos y de perfusión les han sido implantadas en el cerebro, con anestesia general, no sufren ningún trauma en absoluto. De hecho, esperan con ansiedad sus sesiones de experimentación.

Un alma caritativa, fue el veredicto de Carmine. Eso no excluía a Finch de la lista de los sospechosos de asesinato, por supuesto; algunos asesinos brutales parecían la más caritativa de las almas cuando se los conocía. A sus cincuenta y un años, era mayor que casi todos los demás investigadores, según le había dicho el Profe; la investigación era un asunto de jóvenes, al parecer. Judío devoto, vivía con su mujer, Catherine, en una granja de pollos; Catherine los criaba para surtir la mesa kosher. Sus pollos la mantenían ocupada, explicó Finch, ya que nunca habían conseguido tener hijos.

—¿Así pues, no vive usted en Holloman? —preguntó Carmine.

—Justo al borde del condado. Tenemos veinte acres. ¡No sólo para los pollos! Soy un apasionado cultivador de flores y verduras. Tengo un huerto de manzanos y también varios invernaderos.

—¿Lleva usted sus animales muertos al piso de abajo, doctor Finch, o es su técnica, Patricia, quién se encarga de eso?

—A veces lo hago yo, a veces Patty —dijo Finch, mirando a Carmine sin sombra de culpa o intranquilidad en sus grandes ojos grises—. Aunque la clase de trabajo que yo hago no conlleva muchos sacrificios. Cuando acabo con un gato, le saco los electrodos y las cánulas, lo castro y trato de regalárselo a alguien como mascota. Ya ve que no les hago daño. No obstante, alguno puede desarrollar una infección cerebral y morir, o sencillamente morir por causas naturales. Entonces van abajo, al frigorífico. Suelo llevarlos yo: pesan lo suyo.

—¿Cada cuánto se da el caso de que muera un gato, doctor?

—Es difícil decirlo. Una vez al mes, o a lo mejor sólo cada seis meses.

—Veo que los cuida usted bien.

—Un gato —dijo el doctor Finch en tono paciente— representa una inversión de al menos veinte mil dólares. Debe venir con una serie de papeles para satisfacer las exigencias de varias autoridades, incluidas la Sociedad Protectora de Animales y la Asociación Humanista. Luego está el coste de su manutención, que ha de ser de primera o el animal no sobrevive. Necesito gatos sanos. Por tanto, una muerte supone un contratiempo, a menudo exasperante, para nosotros.

Carmine pasó al tercer investigador, el doctor Nur Chandra.

Que le dejó sin habla. Las facciones de Chandra estaban cinceladas según un canon patricio, tenía las pestañas tan largas y espesas que parecían falsas, sus cejas dibujaban un elegante arco y su piel era del color del marfil viejo. Llevaba el pelo corto, negro y ondulado, en sintonía con su atuendo europeo, sólo que el corte se lo había hecho un maestro, y la ropa era de cachemir, vicuña y seda. Afloró un recuerdo soterrado: ese hombre y su mujer pasaban por ser la pareja más atractiva de toda la Chubb. ¡Ah, ya sabía quién era Chandra! Hijo de algún maharajá, criado entre riquezas, casado con la hija de otro potentado hindú. Vivían en una finca de diez acres, en los mismos lindes del condado de Holloman, con un ejército de sirvientes y varios niños que eran educados en casa por profesores particulares. Al parecer, la encopetada escuela Dormer Day no era lo bastante encopetada. ¿O acaso podía infundir ideas demasiado norteamericanas en los niños? Gozaban de inmunidad diplomática, aunque Carmine no sabía muy bien por qué. Eso significaba que tenía que ir con guante de seda, ¡y rezar por que no fuera él!

—Mi pobre Jimmy —dijo el doctor Chandra, con una voz compasiva, pero que no rezumaba la misma ternura que la de Cecil al hablar de Jimmy.

—Cuénteme la historia de Jimmy, por favor, doctor —dijo Carmine, con los ojos clavados en otro mono que estaba sentado, con las piernas cruzadas despreocupadamente, en una complicada silla de plexiglás, dentro de una caja enorme con la puerta abierta. El animal no llevaba su pelota de tenis por sombrero, y exhibía una masa de cemento dental rosa en la que se había incrustado un conector hembra verde brillante. En éste habían insertado un conector macho del mismo verde, y un grueso manojo de cables enmarañados de todos los colores que llevaba a un panel colocado en la pared de la caja. Era presumible que el panel conectaba al mono al aparatoso equipo electrónico que daba la vuelta a la caja en raíles de casi medio metro de ancho.

—Cecil me llamó ayer para decirme que se había encontrado a Jimmy muerto cuando fue a ver los monos después de comer —dijo el investigador, con el acento más sonoramente inglés que Carmine hubiera oído jamás. Nada que ver con los acentos de la señorita Dupre o Don Hunter, que ya se parecían poco entre sí. Era asombroso que en un lugar tan pequeño hubiera tantos acentos—. Bajé a comprobarlo personalmente y le juro, teniente, que di a Jimmy por muerto. No tenía pulso, ni respiración, no se oían latidos, no tenía reflejos y ambas pupilas estaban dilatadas. Cecil me preguntó si quería que el doctor Schiller le practicara una autopsia, pero no lo estimé necesario. Jimmy no ha tenido los electrodos implantados el tiempo suficiente para que tenga valor experimental alguno para mí. Pero le dije a Cecil que lo dejara allí, que volvería a examinarlo a las cinco y que si no presentaba cambios en su estado, yo mismo lo depositaría en el frigorífico. Y fue lo que hice.

—¿Qué hay de este elemento? —preguntó Carmine, señalando al mono, que tenía la misma expresión que Abe cuando se moría de ganas de fumar un cigarrillo.

¿Eustace? ¡Ah, tiene un valor inmenso para nosotros! ¿Verdad que sí, Eustace? El mono desvió la mirada de Carmine al doctor Chandra y entonces sonrió de manera siniestra. «Menudo hijo de puta arrogante que estás hecho, Eustace», pensó Carmine.

El técnico de Chandra, un joven llamado Hank, condujo a Carmine al quirófano.

Sonia Liebman lo recibió en la antesala, y se describió como técnica de quirófano. La antesala estaba repleta de estanterías que almacenaban útiles de cirugía; contenía asimismo dos autoclaves y una caja fuerte de aspecto formidable.

—Para mis drogas de uso restringido —dijo la señora Liebman, señalando la caja fuerte—. Opiáceos, pentotal, cianuro de potasio, todo de lo más nocivo. —Tendió a Carmine un par de botitas de tela.

—¿Quién conoce la combinación? —preguntó mientras se las ponía.

—Sólo yo, y no está apuntada en ninguna parte —dijo con rotundidad—. Si me tienen que sacar de aquí con los pies por delante, tendrán que traer a un reventador de cajas fuertes. Un secreto compartido no es un secreto.

El quirófano mismo era como cualquier otro quirófano.

—No opero en condiciones de esterilización completa —dijo, apoyando la cadera en la mesa de operaciones, que era una extensión de lienzos de hilo limpios y tenía un curioso aparato montado sobre un extremo, lleno de varillas de aluminio, bastidores y mandos ajustados a calibres Vernier. Ella misma vestía un mono limpio, planchado, y botitas de tela. Era una mujer atractiva de unos cuarenta años, decidió Carmine, esbelta y formal. Tenía el pelo oscuro, estirado hacia atrás y recogido en un austero moño, los ojos oscuros e inteligentes, y unas manos preciosas afeadas por unas uñas cortas en exceso.

—Creía que un quirófano debía estar esterilizado —dijo él.

—Es infinitamente más importante una limpieza escrupulosa, teniente. He visto quirófanos más esterilizados que una mosca de la fruta aplastada, pero nadie hacía nunca una buena limpieza.

—¿Así que es usted neurocirujana?

—No, soy una técnica con un máster. La neurocirugía es un campo dominado por los hombres, y las neurocirujanas lo pasan fatal. Pero en el Hug puedo hacer lo que más me gusta sin esa clase de traumas. Dado el tamaño de mis pacientes, hablamos de neurocirugía de altos vuelos. ¿Ve aquello? Mi microscopio Zeiss para operar. En los quirófanos de neurocirugía de la Chubb no hay ni uno como ése —dijo la dama, muy satisfecha.

—¿Qué opera usted?

—Monos para el doctor Chandra. Gatos para él y para el doctor Finch. Ratas para los neuroquímicos del piso de arriba, y gatos también.

—¿Es frecuente que mueran en la mesa?

Sonia Liebman pareció indignarse.

—¿Qué cree, que soy torpe? ¡No! Sacrifico animales para los neuroquímicos, que no suelen trabajar con cerebros vivos. Con cerebros vivos trabajan los neurofisiólogos. Ésa es la principal diferencia entre ambas disciplinas, en mi opinión.

—Eh… ¿Qué sacrifica usted, señora Liebman? —«Ve con tiento, Carmine, ve con tiento.»

—Ratas, sobre todo, pero hago alguna descerebración sherringtoniana a gatos también.

—¿Eso qué es? —preguntó él, disponiéndose a tomar notas en su libreta, pero sin desear verdaderamente saberlo: ¡en marcha otra de detalles abstrusos!

—La extracción de un cerebro del tentorio bajo anestesia de éter. En el instante en que he sacado el cerebro de su cavidad, inyecto pentotal en el corazón del animal y ¡zas!, está muerto. En el acto.

—¿De modo que mete usted animales de un cierto tamaño en bolsas que lleva al frigorífico para que se deshagan de ellas?

—Sí, los días que hay descerebración.

—¿Con qué frecuencia se dan esos días de descerebración?

—Depende. Si son el doctor Ponsonby o el doctor Polonowski los que piden prosencéfalos de gato, más o menos cada dos semanas a lo largo de un par de meses, a razón de tres o cuatro gatos por día. El doctor Satsuma los pide más raramente: quizás una vez al año, seis gatos.

—¿Cómo son de grandes esos gatos descerebrados?

—Son monstruos. Machos de entre cinco y siete kilos.

«Vale, van dos plantas, quedan dos más. Mantenimiento, talleres y neurofisiología, vistos. Ahora toca ver al personal administrativo de la cuarta planta, y luego bajar a la tercera y a neuroquímica.» Había tres mecanógrafas, todas tituladas en ciencias, y una encargada de archivo que no tenía nada más imponente que un diploma de instituto; ¡qué sola debía de sentirse! Vonnie, Dora y Margaret utilizaban grandes máquinas de escribir IBM de esfera, y podían mecanografiar «electroencefalograma» más rápido que un policía «DNI». Allí no había nada que rascar; las dejó con sus cosas: a Denise, la encargada de archivo, sorbiéndose la nariz y enjugándose los ojos mientras inspeccionaba cajones abiertos, y a las mecanógrafas repiqueteando como ametralladoras.

El doctor Charles Ponsonby le esperaba en el ascensor. Él era, contó a Carmine mientras escoltaba al visitante a su despacho, de la misma edad que el Profe, cuarenta y cinco, y lo sustituía cuando él no estaba. Habían ido juntos a la escuela Dormer Day, estudiado juntos el primer ciclo de estudios médicos en la Chubb, y en la Chubb se habían licenciado en Medicina. Los dos, explicó Ponsonby con gravedad, eran yanquis de Connecticut de pura cepa. Pero después de la Facultad de Medicina, sus caminos se habían separado. Ponsonby prefirió quedarse en la Chubb como residente de neurología, mientras que Smith se fue a Johns Hopkins. Tampoco había sido una separación larga: Bob Smith volvió para ponerse al frente del Hug e invitó a Ponsonby a unírsele allí. Aquello había sido en 1950, cuando ambos tenían treinta años.

«¿Y tú, por qué te quedaste aquí?», se preguntó Carmine mientras estudiaba al jefe de neuroquímica. Hombre de complexión y estatura medias, Charles Ponsonby tenía el pelo castaño entreverado de gris, los ojos azules, por encima siempre de un par de gafas de media montura que llevaba encaramadas a su nariz larga y afilada, y aire de profesor despistado. Llevaba ropa como de tweed, muy gastada, el pelo a mechones desordenados y los calcetines, observó Carmine, desparejados: azul marino el del pie derecho, gris el del izquierdo. Todo ello podría confirmar que Ponsonby era un hombre poco inclinado a la aventura, que no veía virtud alguna en ir más allá de Holloman, y, sin embargo, algo en aquellos ojos legañosos decía que podría haberse convertido en un hombre diferente de haberse ido también él a algún otro sitio al acabar su carrera de medicina. Una hipótesis basada en el instinto más visceral; algo había retenido a Ponsonby en casa, algo concreto e imperioso. No una esposa, porque él mismo había dicho, con notable indiferencia, que había sido soltero toda la vida.

También fue interesante descubrir los contrastes entre sus diversos despachos. El de Forbes lo había encontrado limpio como una patena, sin lugar para el mobiliario lujoso ni nada colgando en las paredes; libros y papeles por todas partes, hasta por el suelo. A Finch le iban las plantas en maceta, y tenía, de hecho, una orquídea en flor asombrosa; cascadas de helechos vestían sus paredes. Chandra prefería el cuero al estilo de Chesterfield, con librerías de vitrinas de vidrio-emplomado y unas pocas obras de arte de la India exquisitas. Y el doctor Charles Ponsonby vivía aseadamente entre cachivaches repulsivos como cabezas reducidas y máscaras mortuorias de gente como Beethoven y Wagner; tenía, asimismo, cuatro reproducciones de cuadros famosos en las paredes: el Saturno devorando a un hijo, de Goya, dos secciones del infierno del Bosco y la cara que grita de Munch.

—¿Le gusta el arte surrealista? —preguntó animadamente Ponsonby.

—Personalmente, prefiero el arte oriental, doctor.

—He pensado a menudo, teniente, que elegí mal mi vocación. La psiquiatría me fascina, en particular la psicopatología. Mire esa cabeza reducida: ¿qué creencias pueden provocar eso? ¿O qué visiones, mis cuadros?

Carmine sonrió.

—A mí no me pregunte. Sólo soy un poli.

«Y tú —remató para sí— no eres mi hombre. Demasiado obvio.»

Allí arriba, observó mientras Ponsonby le conducía por los laboratorios, el equipamiento era más familiar: una unidad de absorción atómica, un espectrómetro de masas, un cromatógrafo de gas, centrifugadores grandes y pequeños… la clase de aparatos que tenía Patrick en su laboratorio forense, sólo que más nuevos e imponentes. Patrick tenía que mirar el céntimo; aquí, gastaban y gastaban.

De Ponsonby aprendió más sobre los cerebros de gato que acababan convertidos en lo que Ponsonby llamaba «sopa de sesos» con tal naturalidad que no movía en absoluto a hilaridad. También usaban sopa de sesos de rata.

Y el doctor Polonowski estaba efectuando algunos experimentos con el axón gigante de la pata de langosta; no de las pinzas grandes, de las patitas. ¡Aquellos axones eran enormes! La técnica de Polonowski, Marian, tenía que pasarse a menudo por la pescadería de camino al trabajo para comprar las cuatro langostas más grandes del acuario.

—¿Qué pasa luego con las langostas?

—Se reparten por turno entre aquellos a quienes les gusta la langosta —dijo Ponsonby, como si la pregunta careciera totalmente de interés dada la palmaria evidencia de la respuesta—. El doctor Polonowski no hace nada con el resto del bicho. Es un detalle por su parte que las reparta por turno, de hecho. Son sus animales de experimentación, podría comérselas todas él si quisiera. Pero espera a que le toque, como el resto de nosotros. Excepto el doctor Forbes, que se ha hecho vegetariano, y el doctor Finch, que es demasiado ortodoxo para comer crustáceos.

—Dígame, doctor Ponsoby, ¿se fija la gente en las bolsas de animales muertos? Si usted viera una bolsa grande para animales muertos llena a reventar y se fijara, ¿qué pensaría al respecto?

La expresión de Ponsonby reflejó moderada sorpresa.

—Dudo que pensara nada, teniente, porque dudo que reparara en ella.

Milagrosamente, no estaba ansioso por entrar en los detalles de su trabajo, del que dijo simplemente que tenía que ver con la química de las células del cerebro implicadas en el proceso epiléptico.

—Por ahora, parece que todo el mundo se centra en la epilepsia —dijo Carmine—. ¿No se dedica nadie a los retrasos mentales? Pensaba que el Hug se dedicaba a ambas cosas.

—Desgraciadamente, perdimos a nuestro genetista hace algunos años, y el profesor Smith no ha encontrado al hombre idóneo para sustituirlo. Ahora les atrae el tema del ADN, ¿sabe? Es más excitante. —Soltó una risita—. Su sopa está hecha de E. coli.

Y con eso al doctor Walter Polonowski, que se resentía de un agravio que no tenía nada que ver con sus orígenes polacos; eso, como los cuadros de Ponsonby, habría sido demasiado sencillo.

—No es justo —le dijo a Carmine.

—¿Qué es lo que no es justo, doctor?

—La división del trabajo que tenemos aquí. Si uno tiene el título de Medicina, como Ponsonby, Finch, Forbes y yo mismo, tiene que visitar pacientes en el hospital de Holloman, y visitar pacientes reduce el tiempo que podemos dedicar a la investigación. Mientras que doctores en Filosofía como Chandra y Satsuma se dedican exclusivamente a la investigación. ¿Es de extrañar que nos lleven mucha ventaja a los demás? Cuando acepté venir aquí, convinimos en que pasaría consulta a los pacientes con retraso idiopático, ¿y qué es lo que ocurre? Que heredo pacientes con síndrome de déficit de absorción —dijo Polonowski, malhumorado.

«¡Ay, Señor, ya empezamos!» —¿No padecen retraso, doctor?

—¡Sí, por supuesto, pero derivado de su déficit de absorción! ¡No son idiópatas!

—¿Qué significa idiópata, señor?

—Es un desorden de etiología desconocida: se ignoran sus causas.

—Ya.

Walter Polonowski era un hombre de muy buena presencia, alto, bien formado, cuyo pelo y ojos color oro viejo se fundían con una piel del mismo tono. La clase de hombre, dictaminó Carmine, que no se dolía en realidad de su carga de pacientes porque fuera eso lo que le molestaba; lo que le molestaba eran las emociones primarias, como el amor y el odio. El hombre era infeliz a tiempo completo, se le veía en la cara.

Pero, al igual que todos los demás, nunca reparaba en algo tan mundano como una bolsa de animales muertos, y mucho menos en si era grande o pequeña. «¿Y por qué tengo esta fijación con las bolsas de animales muertos, de todas formas?», se preguntó Carmine. Porque alguien muy listo había aprovechado el frigorífico de animales muertos consciente de que el personal del Hug nunca se fijaba en aquellas bolsas. «Por eso, y, sin embargo, me da en la nariz que por aquí hay algo turbio. No se ha acabado. Sí, estoy seguro, ¡estoy seguro!» La técnica de Polonowski, Marian, era una guapa muchacha que dijo a Carmine que ella misma se ocupaba de llevar las bolsas del doctor Polonowski a la planta baja. Su actitud era desconfiada y a la defensiva, pero no por las bolsas de animales muertos, intuyó el teniente. Era una chica desgraciada, y las chicas desgraciadas acostumbran a serlo por problemas personales, no por el lugar donde trabajan. Para estos jóvenes, todos licenciados en ciencias, alguno con pequeños proyectos del tipo que se valora de cara a un máster o un doctorado en Filosofía, era fácil encontrar empleo. Carmine apostaría a que Marian llegaba a veces al Hug con gafas de sol para disimular que se había pasado media noche llorando.

Después de los demás, el doctor Hideki Satsuma resultó fantástico. Su inglés era impecable, y norteamericano; su padre, según explicó, había trabajado en la embajada de Japón en Washington D. C. desde que se restablecieron las relaciones diplomáticas tras la guerra. Satsuma había completado su escolarización en Estados Unidos, y había obtenido sus títulos en Georgetown.

—Estoy estudiando la neuroquímica del rinoencéfalo —dijo; advirtió la expresión perpleja del rostro de Carmine y se echó a reír—. Lo que se denomina a veces «cerebro olfativo»: la parte más primitiva de la materia gris humana. Está muy relacionado con el proceso epiléptico.

Satsuma era otro figurín; ¡estaba claro que el Hug contaba con un puñado de ellos entre el personal masculino! Sus rasgos eran patricios también, y había pasado por el quirófano para recortarse los pliegues del epicanto de los párpados superiores, liberando así un par de ojos negros centelleantes. Bastante alto para ser japonés. Se movía con la gracia de Rudolf Nureyev y tenía su mismo aspecto vagamente tártaro. Carmine le conceptuó como una de esas personas infalibles, a quien nunca se le escaparía la pelota al recibir un pase ni se le caería al suelo una probeta. Agradable, además, lo que incomodaba a Carmine, que había pasado sus años de guerra en el Pacífico y no sentía aprecio por los japos.

—Debe usted entender, teniente —dijo Satsuma con aire franco— que quienes trabajamos en sitios como el Hug no somos de los que se fijan en las cosas, a menos que tengan que ver con el trabajo que nos ocupa, en cuyo caso estamos dotados de una visión de rayos X que ya quisiera Superman para sí. Encontrarnos una bolsa de papel marrón para animales muertos podría fastidiarnos como una falta de consideración, pero aparte de eso no supone un fastidio en absoluto. Como sucede que los técnicos del Hug son muy buenos, no ve uno bolsas de animales muertos tiradas por ahí, fastidiando. Yo no las llevo nunca al piso de abajo. Eso lo hace mi técnico.

—Que es japonés también, por lo que veo.

—Eido es mi asistente en todos los sentidos. Su mujer y él viven en el décimo piso del edificio de seguros Nutmeg, en el que yo tengo el ático. Como usted sabe perfectamente, puesto que vive también en el edificio Nutmeg.

—En realidad, lo ignoraba. El ático tiene un ascensor privado. A Eido y a su mujer sí los tengo vistos. ¿Está usted casado, doctor?

—¡Ni hablar! Hay demasiados peces hermosos en el mar para quedarme sólo con uno. Soy soltero.

—¿Tiene usted alguna novia, aquí en el Hug?

Un relámpago cruzó sus ojos negros: diversión, no ira.

—¡Oh, no, Dios me libre! Como me dijo mi padre hace muchos años, sólo un soltero necio mezcla el trabajo y el placer.

—Una buena norma de vida.

—¿Quiere que le presente al doctor Schiller? —preguntó Satsuma, intuyendo que la entrevista tocaba a su fin.

—Muy amable, se lo agradecería.

¡Vaya, vaya, otro figurín para el Hug! Un vikingo. Kurt Schiller era el patólogo del Hug. Su inglés tenía una levísima inflexión alemana, que sin duda explicaba la actitud de visceral antipatía que había mostrado el doctor Finch cuando le mencionó el nombre de Schiller.

Ahí no había amor ninguno. Schiller era alto, más bien delgado, de pelo rubísimo y ojos azul claro. Había algo en él que irritaba a Carmine, aunque no tenía nada que ver con su nacionalidad; su sensible olfato de poli olía a homosexualidad. «Si Schiller no es de esa cuerda, es que me falla mi olfato de poli, y no es el caso», pensó Carmine.

El laboratorio de patología ocupaba el mismo espacio que el quirófano en la planta de abajo, sólo que era algo más amplio, debido a que no tenían gatos que meter en el animalario. Schiller trabajaba con dos técnicos, Hal Jones, que se ocupaba de la histología del Hug, y Tom Skinks, que trabajaba exclusivamente en los proyectos de Schiller.

—A veces me envían muestras de cerebro del hospital —dijo el patólogo—, debido a mi experiencia con la atrofia cortical y las cicatrices del tejido cerebral. Mi propio trabajo exige la búsqueda de tejido cicatrizado en el hipocampo y el uncus.

Y bla, bla, bla, bla. A esas alturas, Carmine ya había aprendido a desconectar en cuanto empezaba a oír palabras largas. Aunque no era tanto por lo largas como por lo incomprensibles. Como cuando Billy Ho, el ingeniero electrónico, le hablaba de un «mu» magnético inferior a uno como si Carmine comprendiera inmediatamente lo que quería decir. «Todos hablamos nuestra propia jerga especializada, hasta los polis», pensó con un suspiro.

Ya se habían hecho las seis de la tarde, y Carmine tenía un hambre canina. De todas formas, más valía acabar de ver a todo el mundo para que pudiesen irse a casa, y luego podría comer a gusto. Sólo le faltaban cuatro personas, en la cuarta planta.

Empezó por Hilda Silverman, la bibliotecaria de investigación, que reinaba sobre una habitación inmensa repleta de estanterías de acero e hileras de cajones que guardaban libros, fichas, publicaciones, compendios, reediciones de publicaciones, artículos, extractos selectos de tomos.

—Actualmente, llevo el registro en nuestro ordenador —dijo la mujer, agitando una mano, que no había pasado por la manicura, para señalar una cosa del tamaño del frigorífico de un restaurante, equipada con dos bobinas de casi dos palmos de ancho, y un teclado mecanográfico que descansaba en una consola que había delante—. ¡Esto sí que es una ayuda! ¡Se acabaron las fichas perforadas! He tenido mucha más suerte que la biblioteca de la Facultad de Medicina, ¿sabe? Ellos aún tienen que hacer las cosas a la antigua. Ahora mismo están construyendo un centro en Tejas al que podremos conectarnos nosotros. Bastará con introducir palabras clave como «iones de potasio» o «ataques» para que recibamos los epítomes de todos los escritos jamás publicados tan rápido como los pueda recibir el teletipo. Es sólo una más de las razones por las que dejé la biblioteca central para venirme aquí, a mis dominios particulares. ¡Teniente, el Hug nada en dinero! Aunque se me hace duro estar tan lejos de Keith —finalizó, con un suspiro.

—¿Keith?

—Mi marido, Keith Kyneton. Está de interino en neurocirugía, en la otra punta de la calle Oak. Solíamos comer juntos al mediodía, ahora no podemos.

—¿Así que Silverman es su nombre de soltera?

—Así es. Tuve que conservarlo: era lo más sencillo, ya que figuro como Silverman en todos los papeles.

Carmine calculó que tendría treinta y tantos años, pero podía ser más joven; por su expresión, la agobiaban un poco las preocupaciones. Vestía falda y chaqueta, mal entalladas, que habían conocido días mejores, zapatos rozados y su alianza por única joya. El pelo, ondulado y de color caoba, lo llevaba cortado de cualquier manera y recogido atrás con horquillas vulgares; sus ojos, que no eran nada feos, perdían mucho tras un par de gafas de culo de vaso, y lucía el rostro limpio de maquillaje, agradable y neutro.

«Me pregunto —se dijo Carmine— qué es lo que da a las bibliotecarias ese aspecto de bibliotecarias. ¿Los ácaros del papel? ¿Las bolas de pelusa? ¿La tinta de impresora?»

—Desearía serle de más utilidad —dijo ella al cabo de un rato—, pero la verdad es que ni siquiera recuerdo haber visto una de esas bolsas. Ni tampoco he visitado nunca la planta baja, aparte del vestíbulo de los ascensores.

—¿Con quién tiene usted amistad? —preguntó él.

—Con Sonia Liebman, del quirófano. Con nadie más, en realidad.

—¿Ni con la señorita Dupre o la señorita Vilich, que están en su misma planta?

—¿Esas dos? —preguntó ella con displicencia—. Están demasiado entretenidas tirándose los trastos a la cabeza para reparar en mi existencia.

«¡Vaya, vaya, por fin un poco de información útil!» ¿Por quién seguir? Dupre, decidió, y llamó a su puerta. Tenía el despacho situado en la esquina sudoriental, lo que suponía ventanas en dos paredes: una desde la que se dominaba la ciudad y otra con vistas al sur, al brumoso puerto. ¿Cómo era que no se lo había quedado el Profe? ¿O es que no se fiaba de que él mismo no fuera a perder tiempo disfrutando de las espectaculares vistas? La señorita Dupre, que no era ciertamente espectacular, tenía, por otra parte, disciplina suficiente, juzgó Carmine, para resistirse a cuanto le ofrecían sus ventanas.

Se puso en pie tras su escritorio para mirarle desde más altura, algo que a todas luces disfrutaba haciendo. «Una afición peligrosa, señora mía. A usted también se le puede poner en su sitio. Pero es muy lista, y muy eficiente, y muy perspicaz (me lo dicen todo sus preciosos ojos).»

—¿Qué la trajo al Hug? —le preguntó, tomando asiento.

—Una carta verde. Antes fui viceadministradora del área de salud pública de una región inglesa. Era responsable de todas las instalaciones destinadas a la investigación en los diversos hospitales y universidades «de ladrillo rojo» de la zona.

—¿Universidades de ladrillo rojo, dice?

—Aquellas a las que mandan a los estudiantes de clase trabajadora, como yo. Nosotros no entramos en Oxford o en Cambridge, que no son «de ladrillo rojo», aunque sus edificios más recientes, de hecho, lo sean.

—¿Qué ignora usted de este lugar? —preguntó él.

—Muy pocas cosas.

—¿Qué me dice de las bolsas de papel marrón de animales muertos?

—Su inexplicable fijación con las bolsas de animales muertos ya ha llamado la atención de muchos otros, aparte de la mía, pero ninguno de nosotros tiene la menor idea de qué importancia puedan tener, aunque creo que me lo puedo imaginar. ¿Por qué no me cuenta toda la verdad, teniente?

—Limítese a responder a mis preguntas, señorita Dupre.

—Pues hágame alguna.

—¿Ve usted alguna vez las bolsas de animales muertos?

—Por supuesto. Como directora gerente, lo veo todo. La remesa anterior a esta última era de un género de inferior calidad, lo que me obligó a ocuparme exhaustivamente del tema —dijo la señorita Dupre—. Sin embargo, por norma general no las veo en absoluto, sobre todo si su contenido es un cadáver.

—¿A qué hora acaban de trabajar Cecil Potter y Otis Green?

—A las tres de la tarde.

—¿Eso lo sabe todo el personal?

—Naturalmente. De cuando en cuando eso provoca la queja de algún investigador; a veces dan por sentado que el mundo entero existe para atender sus necesidades. —Sus pálidas cejas se dispararon hacia arriba—. Yo les respondo que el señor Potter y el señor Green trabajan en el horario del animalario. Los ritmos circadianos de los animales precisan atención durante las tres o cuatro horas que siguen al amanecer. Las tardes importan menos, siempre que se los haya provisto adecuadamente de comida y de un habitáculo limpio.

—¿Qué otras labores desempeña Otis, aparte de cuidar de los animales?

—El señor Green pasa la mayor parte del día ocupado con sus obligaciones en los animalarios de las plantas superiores; el resto de sus obligaciones no son demasiado exigentes. Carga pesos, lleva el mantenimiento de la instalación eléctrica y se deshace de los residuos de riesgo. Puede que le sorprenda saber que las técnicas le piden al señor Green que les traiga las bombonas de gas. Antes dejábamos que cada chica cargara con las suyas, hasta que una bombona llena cayó accidentalmente al suelo y su contenido presurizado se salió. No hubo que lamentar daños, pero de no haberse tratado de un gas inerte… —Parecía atribulada—. También se dan ocasiones en que alguno de los investigadores trabaja con sustancias que emiten radiación gamma. Eso exige que se levanten barreras hechas de ladrillos de plomo… que pesan mucho.

—Me sorprende que en este lugar, que es como el Hilton, no llegue todo por tuberías o algo así.

Ella se puso en pie para mirarle desde arriba.

—¿Tiene algo más que preguntarme, señor?

—No. Gracias por su tiempo.

«¿Qué puedo hacer para ganármela? —se preguntó Carmine más tarde, mientras recorría el pasillo camino del despacho de Tamara Vilich—. Es una fuente de información que me hace mucha falta.»

El despacho de la secretaria del Profe tenía una puerta que comunicaba directamente con la de él, según observó Carmine al entrar.

—¿Es usted consciente de las considerables molestias que nos ha causado al dejarnos para el final? Llego tarde a una cita.

—Son las servidumbres del poder —dijo Carmine, sin tomar asiento—. ¿Sabe? He oído hoy más lenguaje afectado y jerigonza técnica de lo que oigo habitualmente en seis meses. Yo también he sufrido molestias, señorita Vilich. No he desayunado ni comido, y de momento tampoco he cenado.

—¡Pues adelante, y acabe de una vez! ¡Tengo que irme!

«¿Desesperación en su voz? Qué interesante.» —¿Ve usted alguna vez las bolsas de los animales muertos, señora?

—No, señor. —Miró su reloj con un gesto de fastidio—. ¡Maldita sea!

—¿Nunca?

—¡No, nunca!

—Entonces puede usted acudir a su cita, señorita Vilich. Gracias.

—¡Llego tarde! —exclamó desesperada—. ¡No llego!

Pero se fue, a la carrera, antes de que Carmine pudiera llamar a la puerta del despacho contiguo.

El Profe parecía más preocupado que por la mañana, quizá, pensó Carmine, porque desde entonces no había ocurrido nada que calmara su ansiedad o satisficiera su curiosidad.

—Voy a tener que informar al consejo de administración —dijo Smith, sin que Carmine tuviera ocasión de abrir la boca.

—¿Consejo de administración?

—Esta institución se financia con fondos privados, teniente, y hay un consejo que la supervisa. Podría usted decir que todos tenemos que bailar para ganarnos el pan. La generosidad del consejo de administración es directamente proporcional a la cantidad de trabajos verdaderamente originales y trascendentes que producimos. Nuestra reputación no tiene nada que envidiar a la de ninguna otra institución, el Hug se ha ganado sin duda un lugar destacado. ¡Y ahora se produce esta… esta… esta singularidad! Un hecho fortuito que tiene el poder de afectar a la calidad de nuestro trabajo de manera drástica.

—¿Un hecho fortuito, profesor? Yo no considero fortuito el asesinato. Pero dejemos eso a un lado por un momento. ¿Quién forma parte de ese consejo?

—William Parson mismo murió en 1952. Dejó a dos sobrinos, Roger Junior y Henry Parson, al mando de su imperio. Roger Junior es el presidente del consejo. Henry es su vicepresidente. Sus hijos, Roger tercero y Henry Junior son vocales también. El quinto vocal Parson es Richard Spaight, director del Banco Parson e hijo de la hermana de William Parson. Mawson Macintosh, el presidente de la Chubb, es vocal, al igual que el decano de la Facultad de Medicina, el doctor Wilbur Dowling. Yo, como titular de la cátedra, soy el último —dijo Smith.

—Eso otorga al contingente de los Parson una mayoría holgada. Deben de darle al látigo a base de bien.

Smith reaccionó con asombro.

—¡No, por cierto! ¡Ni mucho menos! Mientras sigamos realizando un trabajo tan brillante como el que venimos desarrollando desde hace quince años, tenemos prácticamente carta blanca. El testamento de William Parson era muy claro. «Si pagas en cacahuetes lo que consigues son monos» era una de sus máximas favoritas. Por eso en el Hug pagamos bien, y nuestros investigadores son infinitamente más brillantes que los macacos de abajo. De ahí mi preocupación por esta singularidad, teniente. Una parte de mí se empeña en que todo es un sueño.

—Profesor, el cadáver es real y la situación es real. Pero permítame divagar un rato. —El rostro de Carmine adoptó una expresión que solía desarmar a quienes la veían—. ¿Qué problema hay entre la señorita Dupre y la señorita Vilich?

Un puchero asomó a la alargada cara de Smith.

—¿Tan evidente es?

—Para mí, sí. —Para qué mencionar a Hilda Silverman.

—Durante los primeros nueve años de existencia del Hug, Tamara era, además de mi secretaria, la directora gerente. Entonces se caso. Le aseguro que no sé nada del marido, excepto que la abandonó al cabo de pocos meses. Durante el tiempo que estuvieron juntos, su trabajo se resintió enormemente. A resultas de lo cual, el consejo de administración decidió que necesitábamos una persona cualificada para dirigir nuestros asuntos de negocios.

—¿El marido de la señorita Vilich era un huguita?

—El término es hugger, teniente —dijo Smith como si masticara lana—. Frank Watson hincó la pulla hasta el hueso. Si hay chubbers, decía, también tendría que haber huggers. Y no, el marido no era ni un hugger ni un chubber. —Inspiró profundamente—. Para serle del todo sincero, arrastró a la pobre chica a un desfalco. Lo arreglamos y no emprendimos acciones legales.

—Me sorprende que el consejo no insistiera en que usted la despidiera.

—¡No podía hacerle eso, teniente! Vino a mí recién salida de la escuela de secretariado Kirk, aquí en Holloman, y nunca ha tenido más trabajo que éste. —Tremendo suspiro—. El caso es que, cuando llegó la señorita Dupre, resultó inevitable que Tamara la recibiera de uñas. Una lástima. La señorita Dupre hace un trabajo excelente; ¡mucho mejor que el que hacía Tamara, en honor a la verdad! Está diplomada en administración médica y contabilidad.

—Es una mujer muy dura. ¿No se habrían llevado mejor, tal vez, si la señorita Dupre fuera un poco más encantadora, eh?

El profesor no mordió ese anzuelo; prefirió decir:

—La señorita Dupre es muy apreciada en los demás departamentos.

Carmine echó un vistazo a su reloj.

—Ya es hora de que le deje irse a casa, señor. Gracias por su cooperación.

—¿No creerá usted de verdad que el cadáver tiene algo que ver con el Hug y mi personal? —preguntó el Profe cuando salía con Carmine por el pasillo.

—Creo que el cadáver tiene todo que ver con el Hug y su personal. Y, profesor, posponga la reunión de su consejo hasta el lunes que viene, por favor. Es usted libre de explicar la situación al señor Roger Parson Junior y al presidente Macintosh, de momento, pero la cadena informativa termina ahí. Sin excepciones: ni esposas ni colegas.

Situado justo al lado del edificio de la Administración del condado de Holloman, al Malvolio’s le salía muy a cuenta permanecer abierto veinticuatro horas al día. Acaso porque gran parte de su clientela trabajaba de uniforme azul marino, la decoración seguía el estilo de la cerámica de Wedgwood, en azul pastel, roto por blancas molduras de arabescos, guirnaldas y doncellas de escayola. Hacía rato que Corey y Abe se habían ido a casa cuando Carmine aparcó el Ford a la puerta y entró a pedir pastel de carne en su salsa con puré de patatas, guarnición de ensalada con aliño Diosa Verde y dos porciones de tarta de manzana à la mode.

Al fin con el estómago lleno, fue paseando hasta su casa y tomó una larga ducha, para luego caer rendido y desnudo en la cama y no recordar al día siguiente el momento en que había dado con la cabeza en la almohada.

Al llegar a su casa, Hilda Silverman se encontró con que Ruth ya había preparado la cena: una fuente de costillas de cerdo a las que no se molestó en quitar la grasa, una ensalada de lechuga iceberg, mustia y transparente al haberla aliñado con vinagreta italiana con demasiada antelación, y tarta helada de chocolate Sara Lee de postre. «Al menos yo no tengo problemas para mantener la línea —pensó Hilda—; lo que es un milagro es que Keith consiga mantener la suya, porque adora la comida de su madre. Lo que es casi lo único que delata aún su baja extracción social. ¡No, Hilda, sé justa! Adora a su madre tanto como a su comida.»

Aunque él no estaba presente, su plato reposaba, cubierto con papel de aluminio, sobre una cazuela de agua que Ruth mantenía hirviendo a fuego bajo hasta que llegaba su hijo, aunque fuera a las dos o las tres de la noche.

A Hilda le disgustaba su suegra porque a día de hoy seguía desafiantemente orgullosa de ser pobre basura blanca, pero estaban ambas unidas por la cadera —una cadera llamada Keith—, y entre ellas no había lugar para los celos. Keith lo era todo, sencillamente. Si Keith prefería que la gente no supiera de sus orígenes, su madre no se lo tomaba en cuenta: habría dado la vida por él con la misma alegría que Hilda.

Ruth facilitaba mucho la vida a Keith y Hilda, más que nada porque el hecho de que viviera con ellos permitía a Hilda conservar su muy bien remunerado trabajo. Y lo bueno era que a Ruth, de hecho, le encantaba vivir en una casa espantosa de un barrio espantoso; le recordaba (como a un achicado Keith) su vieja casa de Dayton, Ohio. Otro lugar en que la gente llenaba el patio trasero de lavadoras rotas y carrocerías de coche oxidadas. Tan húmedo, deprimente y frío como lo era Griswold Lane, en Holloman, Connecticut.

Keith y Hilda vivían en la peor casa de Griswold Lane, porque pagaban un alquiler de risa, lo que les permitía ahorrar la mayor parte de sus sueldos (ella ganaba el doble que él). Ahora que Keith había acabado su periodo de residente y estaba estancado como posgraduado, sus planes eran adquirir una participación en alguna lucrativa clínica de neurocirugía, a ser posible en Nueva York. ¡Keith Kyneton no estaba hecho para el muermo mal pagado de la medicina académica! Esposa y madre luchaban heroicamente por ayudarle a ver cumplidas sus ambiciones. Ruth era por naturaleza una agarrada que encontraba los almacenes J. C. Penney’s escandalosamente caros, y en el mercado compraba productos de anteayer; Hilda ahorraba en cosas tan nimias como la peluquería, se resistía a comprarse un par de pasadores bonitos para el pelo y se aguantaba con sus gafas de culo de vaso. En tanto que el coche y la ropa de Keith habían de ser de lo mejor, y su trabajo hacía imprescindible el enorme gasto de unas lentillas. A Keith había que darle lo que quisiera.

En el preciso momento en que Ruth y Hilda se sentaban a la mesa, Keith asomó por la puerta, y con él llegaron el sol, la luna, las estrellas y todos los ángeles del cielo. Hilda se lanzó de un brinco a estrecharle entre sus brazos, restregando la cabeza bajo su barbilla; ¡ah, era tan alto, tan… fantástico!

—Hola, cariño —dijo él, rodeándola con un brazo y estirando el cuello por encima de su cabeza para besar a su madre en la mejilla—. Hola, mamá, ¿qué hay de cenar? ¿Son tus costillas de cerdo eso que huelo?

—Pues sí, hijo. Siéntate, que te traigo tu plato.

Así que se sentaron a tres bandas a la mesita cuadrada de la cocina, Keith y Ruth devorando con ganas la grasienta y algo artificial pitanza, Hilda picoteando.

—Hoy hemos tenido un asesinato —dijo Hilda, cortando una chuleta.

Keith alzó la vista, demasiado ocupado para hacer comentario alguno; Ruth dejó el tenedor en la mesa y se la quedó mirando.

—¡Diantre! —dijo—. ¿Un asesinato, de verdad?

—Bueno, un cadáver en todo caso. Por eso he llegado tan tarde a casa. Teníamos a la policía por todas partes, y no nos han permitido salir ni para comer. Por alguna razón, dejaron la cuarta planta para el final, aunque ¿cómo iba a saber nadie de la cuarta planta de un cadáver aparecido en el animalario, que está en la primera? —Hilda resopló indignada y consiguió por fin separar la grasa de su chuleta.

—Corre el rumor por todo el hospital y la facultad —dijo Keith, e hizo una pausa para servirse dos chuletas más—. He pasado todo el día en el quirófano, pero incluso allí el anestesista y la enfermera no hablaban de otra cosa. ¡Como si no tuviéramos bastante con un aneurisma bifurcado en la arteria media del cerebro! Luego llegó el radiólogo anunciando que había otro aneurisma en la arteria basilar, así que lo más probable es que todo nuestro trabajo no sirva para nada.

—Pero ¿eso no lo visteis en la angiografía antes de empezar?

—La basilar no irrigaba bien, y Missingham no vio las placas hasta que casi habíamos terminado; había estado en Boston. Su sustituto es incapaz de encontrarse el culo con las dos manos por dentro del calzoncillo, así que un aneurisma en una arteria basilar falta de flujo, ¡ya ni te cuento! Perdona, mamá, es que ha sido un día muy frustrante. Todo ha salido mal.

Hilda le lanzó una mirada tierna de adoración. ¿Cómo era posible que hubiera podido llamar la atención de Keith Kyneton? Era un misterio, pero por el que estaría perpetuamente agradecida. Él era la suma de todos sus sueños: desde su altura a su pelo rubio y rizado, sus hermosos ojos grises, la estructura ósea tallada a cincel de su rostro, su cuerpo musculoso. ¡Y era tan encantador, tan bien hablado, tan sumamente adorable…! Por no mencionar que era un neurocirujano de considerable destreza que había elegido bien su especialidad, el aneurisma cerebral. Hasta muy recientemente, eran inoperables, verdaderas sentencias de muerte, pero ahora que la neurocirugía contaba con técnicas de congelación corporal y podía detenerse el corazón durante unos minutos, escasos pero preciosos, para cortar y extraer un aneurisma, Keith tenía el futuro asegurado.

—Venga, danos los detalles —dijo Ruth, con ojos chispeantes.

—No puedo, Ruth, porque no los conozco. La policía no soltaba prenda, y el teniente que habló conmigo habría podido dar lecciones de discreción a un cura católico. Sonia me dijo que la había impresionado, que le pareció un hombre muy inteligente y bastante educado, y entiendo por qué lo decía.

—¿Cómo se llamaba?

—Tenía un nombre italiano.

—Como todos ellos, ¿no? —dijo Keith, y se echó a reír.

El profesor Smith estaba en casa con su mujer, Eliza, después de cenar y mandar a los niños a hacer los deberes.

—Se nos va a complicar la vida.

—¿Lo dices por el consejo? —le preguntó ella, sirviéndole más café.

—Sí, por el consejo, pero más por el trabajo, querida. ¡Ya sabes lo temperamentales que llegan a ser todos! El único que no me da la lata es Addison. Está agradecido por estar vivo, sus ideas sobre los anticonvulsivos son tan de su agrado como del mío, y mientras no se le rompa algún aparato, él ya está contento. Aunque no me explico cómo alguien puede estar contento corriendo ocho kilómetros al día. Será el complejo de Lázaro. —Sonrió, cosa que obraba maravillas en su rostro ya de por sí llamativo—. ¡Uf, cómo se enfadó cuando le dije que no podía permitir que viniera a trabajar corriendo de ninguna manera! Pero consiguió contener su rabia.

Ella soltó una risita, un sonido encantador.

—Supongo que el que sale a correr puede imaginarse que tener que aguantar después su olor corporal no hace de él un compañero de trabajo ideal. —Se serenó—. Es su pobre mujer la que me da pena.

—¿Robin? ¿Esa mosquita muerta? ¿Por qué?

—Porque Addison Forbes la trata como si fuera su criada, Bob. ¡Sí, sí que lo hace! ¡Las distancias que recorre esa mujer para encontrar comida que él esté dispuesto a llevarse a la boca! Y lavar ropa que apesta… lo suyo no es vida.

—A mí eso me parecen más bien naderías, querida.

—Sí, supongo que sí, pero ella es… Bueno, no es la persona más brillante del mundo, y Addison se lo hace notar. Alguna vez le he pescado mirándola de reojo y me produjo escalofríos: ¡te juro que la odia, la odia de veras!

—Puede ocurrir, cuando un estudiante de Medicina ha de casarse con una enfermera para salir adelante —dijo Smith, con cierta sequedad—. No hay un equilibrio intelectual, y una vez que él ha conseguido sus objetivos ella se convierte en un estorbo.

—Eres un esnob.

—No, soy pragmático. Tengo razón.

—Muy bien, vale, puede que estés en lo cierto, pero es una actitud muy cruel, igualmente —dijo Eliza con osadía—. ¡Es que hasta dentro de su casa la tiene encerrada! ¡Tienen allí aquella torrecilla magnífica con una azotea que domina el puerto, y ni siquiera la deja subir ahí! ¿Qué es aquello, la cámara de Barbazul?

—Una prueba de lo desordenada que es ella y la obsesión por el orden que tiene él. Yo no te dejo a ti entrar en el sótano, no lo olvides.

—No seré yo quien se queje por eso, pero sí opino que eres demasiado estricto con los chicos. Ya hace tiempo que superaron la edad de romper cosas. ¿Por qué no les dejas bajar?

Él apretó las mandíbulas, endureciendo su expresión.

—Los chicos tienen prohibida la entrada en el sótano a perpetuidad, Eliza.

—Pues no es justo, porque tú pasas allí abajo cada segundo que tienes libre. Tendrías que pasar más tiempo con los chicos, así que déjales compartir tu locura.

—¡Me gustaría que no te refirieras a eso con el término «locura»!

Eliza cambió de tema; a él se le había puesto aquella expresión empecinada suya, y así no la iba a escuchar.

—¿Y de verdad supone este asesinato tantos problemas, Bob? Quiero decir… no es posible que tenga relación con el Hug.

—Estoy de acuerdo, querida, pero no es eso lo que piensa la policía —dijo Smith con voz lastimera—. ¿Puedes creer que nos han tomado las huellas dactilares? Es una suerte que seamos un laboratorio de investigación. La tinta se quita con xileno.

—¿Has visto mi cazadora roja de cuadros? —dijo Walt Polonowski a su mujer, con un tono áspero.

Ella cesó por un momento de dar vueltas por la cocina, con Mikey a horcajadas en la cadera y Esther agarrada a su falda, y le miró con una mezcla de desdén y desesperación.

—¡Por el amor de Dios, Walt —le espetó—, no es posible que haya empezado ya la temporada de caza!

—Está a la vuelta de la esquina. Voy a subir a la cabaña este fin de semana para dejarla preparada… y eso significa que necesito mi cazadora… y no la encuentro porque no está donde debería.

—Ni tú tampoco. —Sentó a Mikey en su trona y a Esther en una silla con un cojín grueso, y luego llamó a voces a Stanley y Bella—. ¡La cena está lista!

Un niño y una niña entraron al galope en la habitación, gritando que se morían de hambre. Mamá era una gran cocinera que nunca les hacía comer cosas que no les gustaran: nada de espinacas, m zanahorias, ni repollo, salvo preparados en ensalada, con mayonesa.

Walter se sentó a un extremo de la larga mesa y Paola al otro, desde donde podía volcar la cuchara en la boca de Mikey, abierta como la de un pajarito, y corregir los modales de Esther, que aún distaban mucho de ser perfectos.

—La otra cosa que no puedo soportar —dijo cuando todos estuvieron comiendo— es tu egoísmo. Sería estupendo tener un lugar al que llevar a los niños los fines de semana, ¡pero no! Es tu cabaña, y nosotros ya podemos cantar misa… ¡Stanley, no te he dado permiso para cantar!

—Tienes razón al decir que la cabaña es mía —dijo él fríamente, mientras cortaba su lasaña de primera con un tenedor—. La cabaña me la legó mi abuelo, Paola: a mí y a nadie más. ¡Es el único sitio en el que puedo escaparme de todo este guirigay!

—Tu mujer y tus cuatro hijos, quieres decir.

—Sí, precisamente.

—Si no querías cuatro hijos, Walt, ¿por qué no te hiciste un nudo en la maldita cosa? Hacen falta dos para bailar el tango.

—¿Tango? ¿Qué es eso? —preguntó Stanley.

—Un baile sexy —dijo secamente su madre.

Una respuesta que, por alguna razón inexplicable para Stanley, hizo que papá rompiera a reír a carcajadas.

—¡Cállate! —gruñó Paola—. ¡Cállate, Walt!

Él se enjugó los ojos, puso otro trozo de lasaña en el plato vacío de Stanley y luego rellenó su propio plato.

—Voy a subir a la cabaña el viernes por la noche, Paola, y no volveré a casa hasta la madrugada del lunes. ¡Tengo una montaña de cosas por leer, y pongo a Dios por testigo de que es imposible leer en esta casa!

—¡Con sólo que dejaras esa estúpida investigación y te dedicaras a la práctica privada como es debido, Walt, podríamos vivir en una casa lo bastante grande para doce niños sin arruinar tu tranquilidad! —Sus grandes ojos castaños centellearon con lágrimas de rabia—. Te has ganado una reputación fantástica estudiando todas esas enfermedades extraordinarias y raras que tienen nombres de gente (¡Wilson, Huntington, no esperes que las recuerde todas!), y sé que recibes ofertas para pasarte al ejercicio privado en sitios mucho mejores que Holloman: Atlanta, Miami, Houston… lugares cálidos. Lugares donde el servicio doméstico es barato. Los niños podrían recibir clases de música, yo podría volver a la universidad…

Walter descargó la mano violentamente sobre la mesa; los niños se quedaron petrificados, temblando.

—¿Y cómo sabes tú que he tenido esas ofertas, Paola? —preguntó en tono amenazador.

Ella palideció, pero le desafió.

—Dejas las cartas tiradas por todas partes, las encuentro por cualquier rincón.

—Y las lees. ¿Y aún te preguntas por qué tengo que escaparme? Mi correspondencia es privada, ¿me entiendes? ¡Privada!

Walt tiró el tenedor, apartó su silla de la mesa y salió hecho una furia de la cocina. Su mujer y los niños le siguieron con la vista, luego Paola pasó una servilleta por la cara pringosa de Mikey y se levantó para ir a buscar el helado y la gelatina.

Había un espejo viejo en la pared, a un lado de la nevera; Paola vio su propio reflejo de refilón y sintió que se le saltaban las lágrimas. Ocho años habían bastado para transformar a la joven vivaracha y guapísima con un cuerpo imponente que había sido en una mujer flaca y fea, sin paliativos, que parecía mucho mayor de lo que era.

¡Ah, la alegría de conocer a Walt, de cautivar a Walt, de atrapar a Walt! Un médico con todos los honores, tan brillante que pronto serían ricos. No había contado con que Walt no tenía la menor intención de abandonar la medicina académica… ¡Un fontanero ganaba más que él! Y no paraban de llegar niños y más niños. La única manera que tenía de evitar el quinto era pecando: Paola estaba tomando la píldora.

Las peleas, lo entendía, eran algo destructivo. Perturbaban a los niños, la perturbaban a ella y llevaban a Walt a refugiarse en su cabaña cada vez con más frecuencia. Su cabaña… ¡ella ni siquiera la había visto! Ni la vería. Walt se negaba a decirle dónde estaba.

—¡Bien, viva, helado de dulce de leche! —exclamó Stanley.

—El helado de dulce de leche no pega con la gelatina de uva —dijo Bella, que era la tiquismiquis.

A su modo de ver, Paola se consideraba una buena madre.

—¿Prefieres que te ponga la gelatina y el helado en boles separados, cariño?

Cuando el doctor Hideki Satsuma entró en su ático del edificio más alto de Holloman, sintió que las tensiones del día le resbalaban por los hombros.

Eido había pasado por su casa antes que él, había dejado todo dispuesto tal como a su amo le gustaba y luego bajó los diez pisos hasta el apartamento, mucho menos elegante, donde vivía con su mujer.

La decoración era engañosamente sencilla: paredes recubiertas de láminas de cobre batido; puertas a cuadros de madera negra y delicado papel; un biombo antiquísimo de tres hojas con mujeres inexpresivas de ojos rasgados, con peinados a lo Pompadour y sombrillas acanaladas; un sencillo pedestal de piedra negra pulida que sostenía una única y perfecta flor en un florero Steuben retorcido; suelos relucientes de madera negra.

Una cena a base de sushi frío estaba dispuesta en la mesa lacada negra, hundida en un rebaje del suelo, y cuando llegó hasta su habitación encontró su quimono extendido, su jacuzzi desprendiendo perezosas volutas de vapor y su futón desplegado.

Una vez bañado, alimentado y relajado, fue hasta el muro de cristal que delimitaba su jardín y se quedó allí de pie, empapándose de su perfección. Construirlo le había supuesto un desembolso considerable, pero el dinero no era algo que preocupase a Hideki. Qué hermoso, instalado en el interior del apartamento, en lo que tiempo antes había sido una zona descubierta y ajardinada del tejado. Por el lado del patio, sus paredes eran de espejo, pero las de la habitación que lo circundaba eran transparentes. Su contenido era escaso hasta la austeridad. Unas pocas coníferas bonsái, un alto ciprés de Hollywood que crecía en forma de doble hélice, un arce japonés bonsái increíblemente viejo, aproximadamente dos docenas de rocas de variadas formas y tamaños, y guijarros de mármol multicolores dispuestos en el suelo formando un dibujo complicado, que no estaba pensado para caminar por encima. Allí, las fuerzas de su universo privado se congregaban de la forma más propicia a su propio bienestar.

Pero esa noche, con los dedos desprendiendo aún un leve tufo a xileno, insufrible para su exquisitamente sensible nariz, Hideki Satsuma contempló su jardín con la certeza de que se había producido un corrimiento en los cimientos de su universo privado; de que debía reorganizar las macetas, las rocas, los guijarros, para neutralizar aquellos acontecimientos profundamente perturbadores. Unos acontecimientos que escapaban a su control, a él que no podía evitar el impulso de controlarlo todo. Allí… Allí, donde aquel arroyuelo rosa describía meandros a través de los relucientes guijarros de jade… Y allí, donde la afilada roca gris surgía como la hoja de una espada frente a la tierna redondez de vulva de la roca roja hendida… Y allí, donde la doble hélice del ciprés de Hollywood se estrechaba hacia el cielo… De repente todo estaba mal, iba a tener que empezar de nuevo.

Su mente voló con añoranza a su casa de la playa, en lo alto de la punta del cabo Cod, pero lo que había sucedido allí recientemente exigía un periodo de recuperación. Además, era un viaje demasiado largo, incluso en su Ferrari granate. No, esa casa tenía otro propósito, y aunque estaba relacionada con el corrimiento de su universo, el epicentro de la perturbación se hallaba en su jardín de Holloman.

¿Podía esperar al fin de semana? No, no podía. Hideki Satsuma apretó el timbre que convocaba a Eido al ático.

Desdemona entró en tromba en su apartamento del tercer piso de una casa de tres viviendas en la calle Sycamore, justo detrás de la Hondonada. Su primera parada fue el cuarto de baño, donde preparó un baño caliente y eliminó los persistentes rastros de los más de tres kilómetros de caminata de vuelta a casa. La siguiente, en la cocina, para abrir una lata de estofado irlandés y otra de pudín de arroz con leche; Desdemona no era cocinera. Los ojos que Carmine había encontrado, para su sorpresa, tan hermosos no reparaban en el linóleo picado o el papel pintado que se levantaba por los bordes; Desdemona no vivía para las comodidades materiales.

Por fin, ataviada con un batín de hombre de franela a cuadros, fue hasta el cuarto de estar, donde su preciado trabajo yacía en una gran canasta de mimbre, sobre un alto pedestal de cañas junto a su sillón favorito, del que ni siquiera notaba que se le clavaban sus muelles. Frunciendo el entrecejo, revolvió en la canasta en busca de la larga pieza de seda en que estaba bordando un tapete de aparador para Charles Ponsonby; ¿no lo había dejado encima de todo? ¡Sí, de eso estaba segura! El desorden no iba con Desdemona Dupre; cada cosa tenía su sitio, y allí permanecía. Pero el bordado no estaba allí. En su lugar encontró un mechoncito de pelos negros, cortos y muy encrespados, los cogió y los examinó. Fue entonces cuando vio el tapete, sus vetas de vivo rojo sangre hechas un ovillo en el suelo, detrás del sillón. Dejó caer los pelos; recogió el bordado y lo extendió para ver si había sufrido algún daño, pero estaba bien, aparte de algo arrugado. ¡Qué extraño!

Entonces, al ser consciente de la explicación, apretó los labios. El metomentodo de su casero, que vivía en el apartamento de abajo, había estado fisgando. Pero ¿qué podía hacer al respecto? Su mujer era muy agradable; incluso él lo era, a su manera. ¿Y dónde iba a encontrar un apartamento totalmente amueblado por setenta dólares al mes en un barrio seguro? Los pelos fueron a parar al cubo de la basura, en la cocina, y ella se acomodó en el viejo sillón, sentada sobre sus pies, para continuar con lo que consideraba para sus adentros el mejor bordado que había hecho jamás. Un dibujo complicado y sinuoso de diversos rojos, del rosado al negruzco, sobre un fondo de seda rosa pálido.

¡Pero el casero la iba a oír! Se merecía un escarmiento.

Cansada de pintar, Tamara se sintió demasiado agotada para seguir intentando visualizar un rostro lo bastante feo, lo bastante terrorífico. Ya le vendría, pero no sería esa noche. No, con el desastre de aquel día todavía reciente. Ese poli insolente, Delmonico, sus andares chulescos, esos hombros tan anchos que le hacían parecer más bajo de lo que era, el cuello desmesuradamente grueso que a cualquier otro le habría hecho enana la cabeza; pero no la suya. Enorme. Y sin embargo, por más que se esforzara, con los ojos cerrados, apretando los dientes, no conseguía darle a su rostro un aire porcino. Y después de llegar tarde a su cita por culpa de él, sentía verdaderas ganas de pintarle como el cerdo más feo de la Creación.

No podía dormir, y ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Leer por enésima vez una de sus novelas policiacas? Se dejó caer en una gran butaca de piel magenta y agarró el teléfono.

—¿Cariño? —preguntó cuando le respondió una voz adormilada.

—¡Te tengo dicho que no me llames aquí!

Clic. La línea volvió a dar el tono de marcado.

Cecil, tendido en la cama con la mejilla apoyada en el precioso pecho de Albertia, trataba de olvidar el terror de Jimmy.

Otis escuchaba el rítmico golpeteo de su corazón, con lágrimas surcándole el agrietado rostro. Se había acabado el mover ladrillos de plomo, el llevar bombonas a alguna muñeca, el cargar jaulas en el ascensor. ¿Qué iba a cobrar de pensión?

Wesley se sentía desvelado de pura felicidad y alborozo. ¡Qué tieso se había puesto Mohammed cuando le dio la noticia! De pronto, el postulante paleto, el chico de Louisiana, había sido enaltecido; a él, Wesley le Clerc, le había sido encomendada la labor de tener a Mohammed el Nesr informado acerca del asesinato en el Hug de una mujer negra. Había emprendido su camino.

Nur Chandra se hallaba en la casita retirada que sólo él y su devoto sirviente, Misrarthur, pisaban alguna vez. Estaba sentado con las piernas cruzadas y entrelazadas, las manos boca arriba sobre las rodillas y cada dedo en su posición exacta. No dormido, pero tampoco despierto. En otro lugar, en un plano distinto. Había monstruos que expulsar, monstruos terroríficos.

Maurice y Catherine Finch estaban sentados en la cocina, enfrascados en las cuentas.

—¡Setas, menuda pifia! —decía Catherine—. Te van a costar más de lo que puedas sacarles, Maurie, y mis pollos no se las comerán.

—¡Pero es algo distinto a lo que dedicarse, corazón! Tú misma dijiste que excavar el túnel era un buen ejercicio, y ya está excavado, ¿qué pierdo por probar? Variedades exóticas, para colocarlas en unas pocas tiendas selectas de Nueva York.

—Te costará un riñón —dijo ella, obstinada.

—¡Cathy, nos sobra el dinero! No tenemos críos; ¿por qué tenemos que preocuparnos por el dinero? ¿Qué van a hacer tus sobrinas y mis sobrinos con este lugar, eh? ¡Venderlo, Cathy, venderlo! ¡Así que disfrutémoslo cuanto podamos primero!

—¡Vale, vale, cultiva tus setas! ¡Pero no digas luego que no te lo advertí!

Él sonrió y extendió el brazo para estrechar su mano encallecida.

—Te prometo que no me lamentaré si sale mal, pero es que estoy convencido de que saldrá bien.