El lunes, Carmine fue autorizado a ver a Philip Smith, que ocupaba una habitación privada en el hospital Chubb-Holloman. A petición de Carmine, era la última de un largo pasillo, y estaba lo más lejos que podía estar cualquier habitación de las escaleras de emergencia. El condado había requisado la habitación de enfrente y la utilizaba como una especie de zona de descanso, lo que permitía a los policías que vigilaban a Smith por turnos las veinticuatro horas del día usar su cuarto de baño, tener una cafetera siempre en marcha y sentarse cómodamente durante sus pausas. Carmine no quería saber cómo el inspector jefe se las había apañado, pero el FBI corría con los gastos.
La habitación de Smith estaba llena de flores. Eso, junto con el suave color lila de las paredes y los muebles de vinilo acolchados, hacía que, a primera vista, no pareciera que estaba en un hospital. Después, uno se fijaba en la cama estéril, en las cuerdas y las poleas, y en la forma en que cualquier ocupante de semejante potro de tortura quedaba empequeñecido, desprovisto de toda autoridad y poder.
Este Philip Smith, con el rostro desmejorado y una expresión de cansancio total en los ojos azul grisáceos, parecía tener más de sus sesenta años reales.
Cuando Carmine entró, sólo esos ojos se movieron. Tal como tenía el brazo y el hombro, lo más seguro era que lo tuviera que girar y cambiar de postura una enfermera. Sorprendentemente, no había ninguna para ayudarlo.
—Llevo unos cuantos días esperando su visita —comentó Smith.
—¿Dónde está su enfermera particular?
—¡Menuda imbécil! Le pedí que esperara en el puesto de enfermeras hasta que la llamara. Agradezco recibir ayuda cuando la necesito, pero no soporto a las personas que se pasan de solícitas. «¿Quiere que le haga esto, quiere que le haga aquello?» ¡Bah! Cuando quiera algo, ya se lo pediré.
Carmine se sentó en una silla de vinilo lila acolchada.
—Por lo que cobran, tendrían que estar tapizadas de cabritilla italiana —dijo.
—¿Para que venga un niño pequeño de visita y se les mee encima? ¡Tenga piedad, hombre!
—Tiene razón. Reservemos la cabritilla italiana para las salas de juntas y los despachos de los ejecutivos. Donde usted va a ir, señor Smith, ni siquiera habrá vinilo. Sólo habrá plástico duro, metal, cutí y hormigón.
—¡Chorradas! Jamás me condenarán.
—Holloman, sí. ¿Lo ha interrogado el FBI?
—Interminablemente. Por eso me moría de ganas de verle la cara, capitán. Tiene cierto aire de nobleza románica que no poseía ninguno de los rostros del FBI. Creo que la única persona que no ha viajado desde Washington para verme es el mismísimo J. Edgar Hoover, pero tengo entendido que es decepcionante verlo en persona: blando y bastante regordete.
—Las apariencias engañan a veces. ¿Lo han acusado?
—¿De espionaje? Sí, pero no me llevarán a juicio. —Smith hizo una mueca que le dejó al descubierto unos dientes que su estancia en el hospital había vuelto amarillentos—. Se me acabó la suerte —se limitó a decir—. Se topó con la suya.
—Yo más bien diría que los hombres de su edad no tendrían que conducir un coche deportivo de doce cilindros —replicó Carmine.
—No me lo restriegue en la cara. Tengo que haber conducido mil veces por esa carretera para tomar un avión alquilado. Supongo que fue la emoción de pensar que esta vez embarcaría en mi propio avión.
—Lo voy a acusar del asesinato de Dee-Dee Hall, señor Smith. Encontramos su mono y la navaja.
El odio se apoderó de él; se puso rígido mientras intentaba librarse de sus sujeciones hasta que el dolor pudo con él. Gimió.
—¡Esa ramera innombrable! Se merecía morir como tendrían que hacerlo todas las rameras: ¡con el cuello rajado de oreja a oreja! Una sonrisa sangrienta para una mujer de vida alegre.
—Me interesa más saber por qué Dee-Dee no huyó ni se defendió.
—Necesito a la enfermera —dijo Smith, y gimió de nuevo.
Carmine pulsó el timbre.
—¡Mire qué ha hecho! —lo reprendió la mujer mientras volvía a conectar un tubo en el gota a gota.
—¡No hable de lo que no sabe, idiota! —susurró Smith.
Se marchó ofendida.
—Me gustaría saber lo que le he preguntado sobre Dee-Dee —insistió Carmine.
—¿De veras? La cuestión es: ¿me apetece contárselo? —preguntó Smith recostándose en las almohadas, agradecido de que el dolor disminuyera—. ¿Estamos solos? ¿Está grabando lo que digo?
—Estamos solos, y no estoy grabando nada. Una casete no sería una prueba válida en un juicio sin testigos presentes y sin su consentimiento. Cuando lo acuse formalmente, tendré testigos, y le recordaré sus derechos constitucionales.
—¡Cuánta preocupación por mí! —se burló Smith. Se le empañaron un poco los ojos—. Sí, ¿por qué no? Es usted un cruce de mastín y bulldog, pero también tiene algo de gato. Erica me dijo, muy asustada, que su principal defecto es la curiosidad.
Se le cerraron los párpados y echó una cabezada. Carmine esperó pacientemente.
—¡Dee-Dee…! —dijo, de repente, con los ojos abiertos, y entonces preguntó—: ¿Supongo que buscó a mi hija en el Cuerpo de Paz?
—Sí, pero no la encontré.
—A Anna no le interesaban las buenas obras —dijo Philip Smith—. Sus inclinaciones eran puramente destructivas, y vivir en Estados Unidos le iba de perlas porque aquí hay muy pocos frenos sociales que puedan aplicarse a un hijo testarudo. Tenía una edad muy mala para trasladarla de Alemania Occidental a Boston y, después, a Holloman; la indulgencia, la promiscuidad, las aspiraciones infantiles y las pasiones indisciplinadas enterraron para siempre su anterior vida austera. Una mala edad, el sitio equivocado, la niña inadecuada… Smith se detuvo.
Carmine no dijo nada, no se movió. Smith se lo contaría todo a su ritmo, y por partes.
—¿El colegio? ¿Qué era el colegio, excepto un lugar que había que evitar? Anna hacía tantos novillos que Natalie y yo tuvimos que hacer creer a todo el mundo que la educábamos en casa. Nos sentíamos impotentes porque no podíamos controlarla. Se reía de nosotros, se burlaba de nosotros, no se le podía confiar el pensamiento socialista. A partir de los catorce años, fue como tener un enemigo en casa, sabía que ocultábamos algo. De manera que Natalie y yo decidimos que le daríamos el dinero que quisiera para que hiciera lo que quisiera. —Soltó una risita siniestra—. Como apenas vivía en casa ni nos reconocía como padres, poca gente sabía que existía, ¿no le parece extraño? Pudimos seguir con nuestros deberes socialistas porque consideramos que Anna era una causa perdida y nos dimos por vencidos con ella.
Otra pausa. Smith se quedó dormido, Carmine lo observó.
—A los catorce años empezó a salir con un chico. Un delincuente de poca monta de veinte años llamado Ron David. ¡Era negro! —gritó Smith, tan alto que sobresaltó a Carmine—. El sexo la fascinaba, no tenía nunca bastante, lo hacía con ese chico en cualquier parte, a cualquier hora, de cualquier modo. El tema un apartamento en el extremo del gueto de Argyle Avenue, un nido de enfermedades que estaba infestado de ratas. Lleno de rameras, incluida Dee-Dee Hall, que era una buena amiga suya. Ron se la presentó a Anna, y Dee-Dee introdujo a Anna en la heroína. ¿Le horroriza lo que le estoy contando, capitán Delmonico? ¡Pues esto no es nada! Horrorícese con lo que viene ahora: Anna y Dee-Dee se hicieron amantes. Eran inseparables. Inseparables…
«Dios mío —pensó Carmine—, no quiero oírlo. Tómese un respiro, señor Smith, duerma un rato. ¿Quería a esa hija tan rebelde o sólo era un engorro vergonzoso para usted? No lo sé.»
Smith prosiguió:
—No había ninguna diferencia entre Dee-Dee y la heroína. Ambas eran necesidades vitales para Anna, que se marchó del apartamento de Ron y se instaló en el de Dee-Dee. —Otra risita siniestra—. Pero Ron se negó a aceptar que lo dejara tirado. Anna derrochaba ahora en Dee-Dee el dinero que antes derrochaba en él. Ofrecí a mi hija alojarlas en la costa Oeste con toda clase de lujos. ¿Cree que aceptó, capitán? ¡Claro que no, eso les haría la vida demasiado fácil a sus padres! ¡A ella y a Dee-Dee les gustaba vivir en la miseria! Podían obtener heroína con facilidad, ¿qué más iban a querer?
—¿Cuánto tiempo estuvieron juntas Anna y Dee-Dee? —preguntó Carmine.
—Dos años.
—¿Y todo esto sucedió a principios de los cincuenta?
—Sí.
—Entonces Dee-Dee no era mucho mayor que Anna. Eran dos crías.
—¡No se atreva a compadecerlas! ¡Ni a mí! —exclamó Smith.
—Las compadezco a ellas, pero a usted no. ¿Qué pasó?
—Ron invadió el apartamento de Dee-Dee con una navaja de afeitar con la intención de enseñarles una lección. No domino la jerga, pero diría que estaba colocado hasta las cejas. De manera que fue Anna quien usó la navaja. Lo degolló con gran destreza. Dee-Dee me llamó a casa y me lo contó. Tuve que encargarme de esa pesadilla justo cuando empezaban mis… mis deberes patrióticos para con el socialismo en Cornucopia. Ron desapareció, y no espere encontrar su cadáver, capitán. Está enterrado muy lejos de Connecticut.
—¿Dónde está Anna ahora? —preguntó Carmine.
—En un campo, en Siberia, donde no tiene acceso a la heroína, al sexo ni a las rameras —respondió su padre—. Tiene treinta y un años.
—¿Y todos estos años después desahogó toda su rabia en una pobre prostituta indefensa? —preguntó Carmine, incrédulo—. Dios mío, ¿no se le ocurrió nunca pensar que usted también podría tener algo de culpa?
Smith, que prefirió no escuchar la segunda parte, gritó enojado:
—¡Nada de indefensa! ¡Nada de pobre! ¡Dee-Dee Hall es un síntoma de la enfermedad que corrompe el cadáver apestoso que es este país! ¡Las mujeres como ella tendrían que hacer trabajos forzados! ¡Rameras, drogas, judíos, homosexuales, negros, promiscuidad adolescente!
—Me da usted asco, señor Smith —dijo Carmine sin alterarse—. No creo que sea un patriota socialista, creo que es usted un nazi. Tanto Marx como Engels eran judíos, ¡y le habrían escupido a la cara! ¿Cuánto tiempo hace que se metió en el caparazón del Philip Smith original? Era coronel del Ejército del Aire de Estados Unidos, pero era una sombra. No respondía ante nadie, hacía lo que le apetecía, iba donde le apetecía, y en su base de Alemania Occidental, todo el mundo suponía que era un pez gordo de los servicios secretos. ¿Por qué sé todo esto cuando el FBI creyó que usted era de la CIA y dejó de interrogarlo? ¡Muy fácil, señor Smith! Estuve en la Policía Militar durante la guerra: no hay nada ni nadie que pueda escapárseme. En 1946, cuando partió para una misión secreta, un Philip Smith fue secuestrado y asesinado, y otro Philip Smith ocupó su lugar. Ese Philip Smith —usted— regresó de Alemania a Boston a principios de 1947, junto con su mujer extranjera, igual que muchos de esos soldados de la ocupación. Lo más difícil de esconder era el tiempo que llevaban casados y sus hijos. Pero lo hizo de la mejor forma posible: apareció en Boston con su familia como si fuera un coronel dado de baja del ejército.
Smith lo escuchaba sin inmutarse, con una mueca de desdén. Pero sus ojos, ventanas de un cerebro adormecido por la morfina, reflejaban confusión y asombro.
—El millonario aristocrático de Boston adoptó una actitud distante que le permitió ocupar el lugar de alguien al que nadie había visto desde 1940, cuando el Smith original, que no tenía familiares cercanos, se incorporó al ejército mucho antes de Pearl Harbor. Fue muy hábil al inventarse un parentesco de sangre con los Skeps: simplemente se lo cuentas a todo el mundo y tarde o temprano todo el mundo se lo creerá. Incluidos los Skeps. Fue nombrado miembro del consejo de Cornucopia en 1951, cuatro años después de su reaparición en la sociedad bostoniana. Tras edificarse esa casa tan bonita, se trasladó a Holloman y se convirtió en quien es en realidad: un canalla grosero, arrogante y despiadado. Todos en Cornucopia, incluido el joven Desmond Skeps, aceptaron que no trabajara y que sólo fuera un elemento decorativo en el consejo. Al fin y al cabo, ¿qué hay de raro en eso? La mayoría de los miembros de los consejos cobra mucho y no hace nada.
—¿Siente envidia, capitán? —preguntó Smith en un tono suave.
—¿De usted? Ni hablar, señor Smith. Siento admiración por el entregado agente socialista que cumple con su deber patriótico mientras vive a todo tren entre sus enemigos ideológicos. Usted no ha vivido nunca sin agua caliente ni ascensor en el quinto piso de un edificio en el que las cañerías se hielan, ni lo hará nunca. Usted, señor Smith, está muy por encima de la gente corriente, y eso no cambiará sea cual sea el país en el que viva. ¿Me equivoco? Da igual si es la Unión Soviética o Estados Unidos, usted seguirá yendo en limusina, seguirá teniendo criados a los que tratará como si fueran basura y seguirá disfrutando de todas las ventajas de un hombre rico y poderoso del partido. Aquí, de un partido capitalista. Allí, del Partido Comunista. ¡A usted le da lo mismo! Bueno, ha fallado a sus dos amos. Ya no es usted útil.
—¡Qué romántico es usted, Delmonico! —comentó Smith con el gesto torcido por una rabia que no podía reprimir.
—No es la primera vez que me acusan de ello, pero no me parece ningún insulto. —Carmine se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara cerca de la de Smith—. ¿Sabe qué es lo más romántico de todo? Que lo desenmascaró un juguete capitalista: un coche deportivo. ¡Estuvo tan a punto de lograrlo! Que no lo hiciera fue sólo culpa suya. ¡Piense en ello cuando esté sentado en el retrete apestoso de su celda, mirando las manchas de su usadísimo colchón! Tendrán que tenerlo aislado porque los pederastas y los asesinos más degenerados pensarán que es usted lo peor que puede haber: ¡un traidor a su país! Oh, pero supone que irá a la cárcel por asesinato, no por traición, ¿verdad? Y que será el hombre rico que soborna al director para obtener privilegios especiales. Pues no va a ser así, señor Smith. La cárcel que se vea honrada con su presencia lo va a saber todo sobre su traición. Le darán los libros cubiertos de mierda, le harán trizas las revistas, no le funcionarán los bolígrafos…
—¡Cállese! ¡Cállese! —gritó Smith, con la cara tan blanca como la sábana que lo cubría—. ¡No se atreverá! ¡El FBI y la CIA no se lo permitirán! ¡Quieren nombres, creen que les puedo dar nombres! ¡Estaré muy cómodo, ya lo verá!
—¿Quién es el romántico ahora? —preguntó Carmine con una sonrisa burlona—. Le dejarán a merced de Connecticut hasta que uno de sus nombres dé frutos, y ninguno los dará. Los únicos nombres que sabe pertenecen a su propia célula, y todos sus miembros son cómplices de asesinato.
—¡Se equivoca!
—No. No lo juzgarán nunca por traición, porque es un asunto demasiado delicado. A todo el mundo le conviene que vaya a la cárcel por asesinato, señor Smith, y allí no va a estar nada cómodo.
Smith agitó la mano izquierda, que tenía libre.
—¿Todo esto por una ramera?
—Pues sí —contestó Carmine, muy serio—. Desmond Skeps averiguó lo de Dee-Dee y Anna, y llevó a Dee-Dee al banquete de la Maxwell para pasársela por delante de las narices. Supongo que lo culpaba de la ruptura de su matrimonio y, después, de la de su relación con Erica; sospecho que usted sabe por qué tanto como yo. Era un individuo paranoico, y usted representaba un puñado de cosas que él envidiaba. Llevaba usted sus trajes con la misma naturalidad que su personaje, mientras que él no estaba el día que Dios repartió los dones. Entre sus otras deficiencias, le faltaba coraje, y por eso bebía esa noche, para armarse de valor. Lo que no sabía es que usted era Ulises, pero Erica sí, y se lo dijo. Por suerte para usted, estaba demasiado borracho para entenderlo. Pero ese banquete fue el principio de su perdición, señor Smith.
—Chorradas, todo eso son chorradas —dijo Smith, cansado.
—No, no lo son. Son realidades. ¡Qué mal tuvo que pasarlo! Aunque parecía que se había salvado, hizo planes por si acaso. Pasaron cuatro meses. ¡Cuatro meses enteros! Y entonces Evan Pugh se presentó en su despacho, con todo el descaro del mundo, y le entregó una carta. Para cuando la hubo leído, él ya se había ido. Pero se había fijado en él, y supo qué era. Entre ellos se conocen. El plan se puso en marcha. —Carmine se detuvo.
—Estoy cansado, y tengo muchos dolores. Váyase —dijo Smith.
—¡Una trampa para osos! —exclamó Carmine—. ¿Cuál era su significado?
—No tenía ninguno porque no tengo idea de lo que está hablando. Si me persigue es por gente como él, no por una ramera. Dee-Dee Hall no importa.
—A mí sí —dijo Carmine, y se marchó.
—Fue increíble, John —dijo más tarde al inspector jefe—. Al principio, creí que Smith adoraba a su hija, pero eso es imposible. Nadie que quiere a alguien lo encarcelaría en un campo de concentración siberiano. Le habría sido tan fácil encerrarla en algún manicomio de lujo. ¡Seguro que en sitios como Los Ángeles o Nueva York los hay a montones! Bueno, puede que ahora me haya pasado, pero ya sabes qué quiero decir.
—Sí. —Silvestri mordió el puro, hizo una mueca y lo tiró a la papelera—. ¿De dónde sacaste el tiempo para investigar todo eso?
—Un poco de aquí y un poco de allá —respondió Carmine, sonriendo—. Parecía tan descabellado que no podía hablarlo con nadie hasta tenerlo claro. Creo que Smith pertenecía a una familia de aristócratas zaristas de Rusia que cambiaron de bando justo a tiempo de participar en el desfile comunista. En 1917 Lenin andaba falto de colaboradores cultos y es probable que estuviera dispuesto a pasar por alto los antecedentes de algunos voluntarios entusiastas. El mismo Smith habría crecido bajo el sistema a partir de los diez años. Tendemos a olvidar que sólo han pasado cincuenta años desde la revolución comunista.
—Una simple mota en el ojo de la historia —dijo Silvestri—. Va tan en contra de la naturaleza humana que calculo que no pasarán más de treinta o cuarenta años antes de que los codiciosos se carguen el sistema.
A Carmine le brillaron los ojos.
—Me encanta cuando filosofas —comentó con una sonrisa burlona.
—Otro comentario como ése, y te daré una patada en el culo —aseguró Silvestri, y cambió de tema—. Estaría más contento si creyera que estábamos más cerca de atrapar al ayudante de Smith, Carmine.
—Ni rastro de ese cabrón —dijo Carmine—. Está escondido, esperando órdenes. Lo que no sé es si recibirá esas órdenes de Smith o de Moscú.
—Estoy harto de guerras, especialmente de las frías.
—Es de locos, ¿verdad? Ahora mismo Smith no está en situación de dar ninguna orden. El FBI, la CIA o quien sea le ha pinchado el teléfono. —De repente, Carmine dio un brinco en la silla—. ¿Quieres saber algo extraño, John?
—Sí, dime.
—Smith es incapaz de usar la palabra «espía». Cuando llegó a un punto de su narración en que tenía que decirla, se puso muy melodramático y lo llamó su «deber patriótico con el socialismo». No había oído nunca nada tan extraño, de labios de alguien tan elocuente y sofisticado como él. Por un momento, me sentí como si estuviera en las páginas de un cómic de Black Hawk.
—Supongo que no quiere reconocer su situación —dijo Silvestri.
—Sí, supongo.
—¿Cuándo volverás a la casa de Smith a jugar con los mandos del garaje? Podría valer la pena.
—Estoy de acuerdo, pero dame uno o dos días. El juez puede resultar exasperante —intentó convencerlo Carmine. Fue en vano.
—Mañana, capitán, mañana. —Silvestri transigió—. Llamaré a ese viejo tiquismiquis. Cuando sepa la historia, cooperará.
Abe y Corey estaban en su despacho, lo bastante aburridos como para seguir a Carmine al suyo con prontitud.
—Tenemos dos mandos y dos hectáreas de jardines diseñados, además de una mansión de tres pisos que registrar —dijo Carmine.
—No, tenemos tres mandos —corrigió Abe—. El que abría la columna podría abrir otra puerta que estuviera fuera del alcance de esa señal.
—No sé —dijo Corey, dubitativo—. Una vez oí que el mando para abrir una puerta de garaje abría a la vez las puertas del silo de misiles de una base de Colorado.
—Sí, y podemos ver Kansas City en nuestros televisores si las condiciones climáticas lo permiten —soltó Carmine—. Bueno, nosotros no nos vamos a preocupar por las puertas de un silo de misiles ni por Kansas City, ¿de acuerdo? Tienes razón, Abe, deberíamos usar los tres mandos. Lo que quiero hacer hoy es elaborar un plan.
—¡Delia! —exclamaron Abe y Corey a dúo.
—¿Delia? —llamó Carmine.
Entró enseguida, la única de su reducido grupo de trabajo a la que había decepcionado conocer la importancia de Dee-Dee Hall en el caso; su misión de exploración se había ido al garete en cuanto Smith explicó lo de su hija.
—¿No es una suerte que tenga mapas de reconocimiento aéreo de la finca del señor Smith? —preguntó, llena de júbilo—. Tengo mapas de las fincas de los cuatro sospechosos y le pedí a Patsy que los ampliara al tamaño de un póster.
—Un paso por delante, como siempre —comentó Carmine.
Aunque la fotografía era en blanco y negro, mostraba claramente las características del terreno, siempre que no estuviera bajo los árboles. Una franja de coníferas altas rodeaba las dos hectáreas de Smith. Se veían todas las particularidades exteriores de la casa, desde las cornisas hasta el cuarto de la radio, y resultó que el lago artificial tenía una islita en el centro, unida a tierra por un puente chino. La fotografía se había tomado con el sol directamente encima, algo necesario para un reconocimiento útil desde el aire.
—Los puntos blancos o grises tienen que ser estatuas, y las fuentes se reconocen fácilmente —explicó Delia—. El revoltijo de detrás de la casa tienen que ser garajes o cobertizos, las construcciones anexas habituales de una mansión en un terreno así de grande. ¿Veis esto? Es una zona de hierba muerta o deteriorada, de modo que tendríais que mirar si hay una losa de hormigón debajo. Mi padre insistió en construir un refugio nuclear en nuestro jardín trasero y la hierba que lo cubría no volvió a ser nunca la misma. Todavía lo tiene lleno de víveres.
—Bueno, creo que no deberíamos empezar por el exterior —dijo Corey con firmeza—. Yo, de Smith, no tendría mis compartimentos secretos donde pudiera mojarme. ¿Y si el invierno es crudo? ¡Habrá centímetros de nieve!
—Tienes razón, Corey —afirmó Carmine—. Empezaremos por la casa. Y también por las construcciones anexas y las inmediaciones de la casa. Smith posee un ejército de criados puertorriqueños para que le retiren la nieve.
—Hay algo más —dijo Abe.
—¿Qué? —preguntó Carmine, que disfrutaba escuchando a su equipo.
—Puede que cada mando abra más de una puerta.
—Entre las puertas de los silos de misiles y de Kansas City, no hay quien se aclare. ¿Quién podría orientarnos un poco? —preguntó Carmine.
—El tipo que ha empezado a trabajar con Patrick —contestó Corey—. El otro día almorcé con él. Fue él quien me contó lo de las puertas del silo de misiles; antes era sargento mayor de las fuerzas aéreas. Ese hombre se llama Ben Tucker, es experto en varias cosas. Fotografía, electrónica, mecánica. Puedo pedirle que nos dé algún consejo.
—Hazlo, Corey.
—¿Y las órdenes de registro? —preguntó Delia.
—El inspector jefe me asegura que Doug, el indeciso, cooperará —contestó Carmine.
—¡Ja! No me lo creeré hasta que lo vea —murmuró Abe.
Fuera lo que fuese lo que Silvestri dijo al juez Thwaites surtió efecto. Cuando Carmine fue a su despacho la mañana siguiente, la orden de registro ya lo estaba esperando.
—¡Espías comunistas! —exclamó Su Señoría, con la misma expresión con la que le había visto sentenciar a un condenado a la pena máxima de cárcel—. ¡Atrape a ese cabrón, Carmine!
Habían elaborado su plan: empezarían lo más lejos posible unos de otros, Carmine en la azotea e iría bajando, Abe en la planta baja e iría subiendo, y Corey recorrería las construcciones anexas. Cada uno de ellos tenía un mando, y una vez que hubieran acabado, tendrían que intercambiarse los mandos para volver a empezar, y así una tercera vez. Por ese motivo, era necesario ser sistemático, y cada hombre estaba obligado a recorrer el mismo espacio tres veces.
Tardaron menos de lo que habían previsto. Si las pilas de los mandos funcionaban bien, la señal se emitía mientras el pulgar o el índice lo pulsaran. Le cogieron el tranquillo a situarse en el centro del espacio que iban a comprobar y pulsar el mando girando lentamente sobre sí mismos. Si no había ningún mueble ni objeto que tapara la señal, ésta era lo bastante potente para funcionar en situaciones en las que un mando de garaje no lo habría hecho. Carmine empezó a comprender lo del garaje de Long Island y las puertas del silo de misiles. ¡Caray! ¡Qué revés para la seguridad! ¡Pero qué genialidad localizar el mando que lo provocaba! Lo de Kansas City era mucho más capcioso.
Descubrieron un total de siete compartimentos ocultos, de los que sólo uno se activaba con el mando del capricho. Contenía una caja metálica parecida a las otras tres que encontraron en otros sitios, todas ellas provistas de candados de combinación. Fotografiaron cada compartimento con su contenido in situ, lo vaciaron y volvieron a fotografiar el contenido una vez fuera.
—¿Cuándo piensas decírselo al FBI? —preguntó Abe, de vuelta en Cedar Street.
—Después de haberme quedado las pruebas de once asesinatos —respondió Carmine—. Entonces podrán disponer de los datos del espionaje y de los mandos. Conociendo al agente especial Kelly, se pasarán meses allí y acabarán derribando la finca piedra por piedra. Es una lástima, pero no se me ocurre nadie que quisiera volver a vivir en esa casa.
Carmine se quedó con Delia, pero liberó a Abe y a Corey para que se encargaran de casos nuevos, y se concentró de nuevo en los asesinatos de Smith.
El tesoro encontrado consistía en cuatro cajas metálicas del tamaño de una caja de zapatos, diez cuadernos bastante delgados, cinco libros encuadernados en cuero más gruesos y una serie de planos de diversas propiedades del condado de Holloman, incluido el edificio de Cornucopia, el edificio de los Servicios del Condado, el edificio Nutmeg, y la casa de Carmine con el terreno que ocupaba en East Circle.
—Esto nos lo quedamos —indicó a Delia al apartar los planos a un lado—. No guardan ninguna relación con sus actividades de espionaje.
Los libros encuadernados en cuero se referían por completo al espionaje: códigos, claves, un diario escrito en alfabeto cirílico ruso.
—Éstos se los damos al FBI —comentó—. Si necesitan más pruebas de espionaje, aquí las tienen.
—¡Los micropuntos eran prueba suficiente! —se quejó Delia.
—Ah, pero menudo bochorno, ¿sabes? Smith ha aparecido en las páginas de sociedad de periódicos y revistas, le han dedicado artículos en el Wall Street Journal y en la revista News. ¡Qué horror! ¿Qué miramos ahora? ¿Los cuadernos o las cajas metálicas?
—Las cajas —contestó Delia, ansiosa.
—Eres una Pandora en potencia. —Carmine eligió la que habían recuperado del compartimento que se activaba con el mando del capricho—. Si hay pruebas tangibles de asesinato, tienen que estar aquí. —Con una cizalla rompió la U del candado.
—¡Oh! —soltó Delia.
La caja contenía una ampolla y un frasquito de curare, seis agujas Luer-Lok de diez centímetros cúbicos, una aguja hipodérmica, alambre, un soldador diminuto, una navaja de afeitar normal y corriente y dos botellitas con tapones gruesos de goma.
—¡Bingo! —exclamó Carmine—. Ya lo tenemos por el asesinato de Desmond Skeps.
—¿Por qué diablos conservó todo esto? —preguntó Delia.
—Porque le divertía. O le fascinaba. O no podía soportar separarse de ello —contestó Carmine—. El señor Smith es una mezcla.
Dos de las tres cajas restantes contenían dinero, cada una de ellas un importe de cien mil dólares en billetes de distintos valores.
—¡Pero si no necesita dinero, Carmine!
—Es su alijo para una huida rápida —explicó Carmine—. Una vez en Canadá, le bastaría para alquilar un avión privado a cualquier parte del mundo.
La última caja metálica contenía una Luger automática de 9 milímetros con cargadores de repuesto y varios documentos de viaje; entre los pasaportes había uno canadiense a nombre de Philippe d’Antry.
—No hay ninguno para su mujer —dijo Delia, apenada.
—Me temo que es lo de las ratas en el barco que se hunde. Me apuesto lo que quieras a que tendrá que apañárselas sola en esta crisis. Si es algo sensata, tendrá un alijo propio y desaparecerá.
—Sólo quedan los cuadernos —comentó Delia, pasándoselos a Carmine.
—Ruso, ruso, ruso, ruso, ruso —dijo mientras dejaba caer cada uno de los cinco primeros al montón del FBI—. ¡Ah! ¡Uno en inglés! —Lo leyó un momento, antes de mirar a Delia con una expresión de desconcierto en la cara—. Es como si tuviera dos personalidades. El espía pensaba, escribía y trabajaba en ruso. El asesino pensaba, escribía y trabajaba en inglés. ¡Toda su vida está compartimentada! Si ha habido alguien que sea dos hombres en uno, ése es el señor Philip Smith, alias cualquiera que sea su nombre ruso —comentó, y alargó la mano hacia el teléfono—. Será mejor que avise a Desdemona que llegaré tarde a casa. Con algo de suerte, averiguaré quién es su ayudante y puede que incluso sus mercenarios.
Levantó cinco de los cuadernos, y dijo:
—Justo por la mitad. Cinco en ruso, cinco en inglés. Y no puedo irme hasta haberme leído los cinco que me tocan y haber asimilado su contenido. —Se inclinó hacia delante, cogió la mano de Delia y le dio un suave beso—. No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento, señorita Carstairs, pero su colaboración ya ha terminado. Vaya a casa y descanse.
—Ha sido un placer —contestó Delia con brusquedad—, pero no me voy a casa. Primero, iré al Malvolio a buscarte algo de comer y uno de los termos de café decente de Luigi. ¿Una hamburguesa, un bocadillo de jamón o uno de carne?
—Una hamburguesa —dijo, derrotado. No pasaría nada si cenaba dos veces un día, ¿no?
—Después iré a ver a Desdemona y a Julian —prosiguió Delia—. He estado tan atareada desde que volvieron de Inglaterra que no he tenido ocasión de averiguar cómo está el chiflado de mi papá.
—Por lo que me han dicho, chiflado —aseguró Carmine.
El primer cuaderno contenía los detalles básicos de las esporádicas incursiones de Smith en la delincuencia durante los quince primeros años de su pertenencia al consejo de Cornucopia. La primera entrada, sin embargo, era anterior a su nombramiento.
«El primer Skeps tiene que desaparecer —decía en parte—. Mis órdenes son explícitas, ya que el hijo será mucho más fácil de engañar. Será digno del KGB: todo el polvo que quepa en la cabeza de una tachuela, obtenido de la misma planta que mi madre usaba como laxante cuando era pequeño. Con una dosis pequeña bastaría, pero cuanto más rápido sea, mejor. En la primera cucharadita del caviar que le compro, viejo avaro. Le maravilla su calidad.» Y unas entradas después: «El viejo ha fallecido, su reloj se paró y no volverá a ponerse en marcha. El segundo Desmond Skeps es su heredero, y Phil está allí. Phil siempre está allí. Pero he rechazado un puesto en el consejo.»
Dos entradas más hablaban de Smith en el consejo, aunque el cuaderno no mencionaba a Dee-Dee y a su hija.
Carmine observó con interés que lo llevaba como una especie de diario; cada entrada estaba fechada por día, mes y año, que no era el sistema norteamericano, cuyo orden es mes, día y año. Cada entrada hablaba sobre el asesinato de alguien que se había cruzado en el camino de Smith, eliminado siempre con una dosis de los polvos mágicos del KGB: un alcaloide vegetal de algún tipo, seguramente muy potente. ¿Qué planta? ¿Y por qué ninguna de sus once víctimas del tres de abril de 1967 murió de esa forma? Al parecer, provocaba un colapso generalizado de los órganos vitales parecido al de la amanita faloides, y generaba un diagnóstico de septicemia no específica, de etiología desconocida.
No había ninguna referencia a qué secretos había robado, ni a cuándo los había robado; esta información tenía que estar en los diarios en ruso. ¡Qué bien se lo pasaría el FBI!
El penúltimo cuaderno contenía el banquete de la Fundación Maxwell, pero también muchas divagaciones sobre las perfidias de la doctora Erica Davenport, a quien Smith detestaba.
«¡Maldigo el día en que Moscú me impuso a esta idiota! —comentaba Smith, dando rienda suelta a una rabia apenas expresada hasta ese momento—. Una inepta, bonita, eso sí, que ha dejado un rastro de un kilómetro de ancho a los americanos. Hace diez años, cuando apareció, inundé al KGB de quejas, y lo único que conseguí es que me dijeran que tiene amigos poderosos en el Partido como para acabar con el KGB. Los mencionados amigos la han enviado aquí para que informe sobre mi lealtad. ¡Transmite todos mis movimientos a Moscú! ¡Ah, pero me tiene miedo! No tardé mucho en dominarla, en intimidarla, en acobardarla. Pero su miedo no le impide informar a sus amigos del Partido en Moscú, soy muy consciente de ello. Claro que yo puedo informar sobre ella al KGB: me quejo de ella, critico su estupidez. Sus amigos del Partido pueden defenderla, pero el KGB me escucha, tengo un rango elevado en el KGB, tengo más poder que ella en Moscú.»
Carmine se recostó en la silla, metafóricamente sin aliento. ¡Así que era eso! ¡Qué idiota fui al pensar que trabajaban en equipo para robar nuestros secretos! Resulta que son contrincantes que se vigilan constantemente uno a otro para encontrar indicios de deslealtad ideológica. El estilo de vida de Smith horrorizaba a los jefes de Erica en el Partido, mientras que los jefes de Smith en el KGB, pragmatistas hasta la médula, entendían que era imprescindible para lograr lo que querían. De modo que Smith juzgaba a Erica, la espía, y Erica juzgaba a Smith, el espía. Sacar secretos del país era menos importante que su lucha política. Sólo uno de ellos podía ganar en Moscú, y Erica sabía que estaba perdiendo. Manda el KGB, no el Partido Comunista.
Siguió leyendo. La fecha era el cuatro de diciembre. «¡La muy zorra! Aborrezco usar lenguaje soez, pero es una zorra, una hembra de zorro nervuda y aduladora. Hace seis días vino a verme llorando como una histérica para decirme que Desmond había terminado con sus servicios de feladora porque va a volver con Philomena. ¡Oh, cómo lloraba! ¡Qué pena! “¡Pero lo amo, Phil, lo amo!” “¿Y qué? —le respondí—. ¡Sigue cumpliendo tu deber patriótico! Serás amable con él, le transmitirás las ideas para la empresa que yo te transmito a ti, y estará agradecido contigo, estará impresionado, te ascenderá más aún.” Le dije esto y mucho más mientras ella se estremecía y gemía, la muy imbécil.» «Hoy ha venido a verme de nuevo para confesarme otra cosa, a renglón seguido de que ayer por la noche viera con mis propios ojos a Desmond Skeps ¡cogido del brazo de Dee-Dee Hall! ¡Llevó a esa ramera al banquete! ¡No me extraña que se sentara lejos de mí y de los demás directivos! “Sé tu secreto, Phil”, me dijo al pasar. “Sé lo que le sucedió a tu hija. ¿Qué pensaría el mundo del inmaculado Phil Smith y su hija drogadicta?” Medité la respuesta a esta pregunta mientras lo observaba en la mesa del banquero gordo, donde Dee-Dee se pavoneaba con un ajustadísimo vestido de satén morado y una estola de visón blanco. Fue culpa de ella que se emborrachara, claro. Desmond no puede tomar una segunda copa. Si lo hace, no puede parar.»
«Vi cómo Erica, borracha, zigzagueaba hasta su mesa y se sentaba en ella unos minutos. ¿Por qué no puede la gente controlar sus pasiones? Desmond estaba borracho porque echa de menos las felaciones de Erica y no está seguro de Philomena, Erica estaba borracha porque está enamorada de Desmond.» «Hoy me enteré de lo que pasó cuando Erica se sentó con Desmond. Me ha confesado que, bajo los efluvios del alcohol, dijo a Desmond que yo soy Ulises. ¡Me lo confesó aterrada, entre lágrimas! Es el arma que necesitaba desde hace diez años para disparar a sus amigos del Partido en Moscú, de manera que hice que lo explicara por escrito en ruso, con Stravinski de testigo. “Ahora bien —dije a esa estúpida zorra—, si haces lo que te ordeno, no lo enviaré a Moscú.”» «¡Me he librado de ella! ¡Ya tengo con qué doblegarla! Desmond estaba demasiado borracho para entender lo que le dijo.
Me lo juró, y la creo, porque vi a Desmond con mis propios ojos. Ahora tengo con qué doblegarla, y voy a esperar. Esperaré a ver qué pasa. Si la historia de Ulises sale a la luz, Erica tiene que negarla… convincentemente. ¡Tengo con qué doblegarla!» «En qué mundo vive, señor Smith —pensó Carmine, mientras se servía otra taza de café—. ¡En qué mundo vive! Decir que se atacan unos a otros es quedarse corto. Sería más correcto decir que se despedazan. El genio financiero es Smith, no Desmond Skeps, ni tampoco Erica Davenport. Ellos eran sus peones, los usaba para que la empresa siguiera su carrera ascendente. Más y más secretos. Y era así como se desharía finalmente de Erica: con una confesión escrita para Moscú y con él como mandamás absoluto de Cornucopia. Ya no tenía miedo a los jefes de Erica en Moscú.»
Hizo sus planes con la meticulosidad del KGB.
Una entrada del diez de diciembre rezaba: «No ha salido nada aún sobre Ulises, el espía magistral, pero he estado pensando, y mucho. Si sale algo, tengo que estar preparado para actuar con la rapidez de un rayo, y con su misma devastación. No será Desmond quien me acuse; he hablado muchas veces con él desde el banquete y no sospecha nada. Me está agradecido porque le di mi remedio especial para la resaca. Ni siquiera parece recordar que llevó a Dee-Dee Hall, y cuando le pregunté por qué lo había hecho, pareció genuinamente perplejo. Al final, dijo que tuvo que ser porque estaría borracho y porque Dee-Dee hacía muy bien las felaciones, extrañaba las atenciones de Erica en ese terreno, pero Philomena había insistido en que tenía que acabar con Erica, y él estaba desesperado por recuperar a Philomena. Y me lo creo, porque me enseñó un conjunto de diamantes rosas que le había comprado: ¡un millón de dólares! Siendo como es Desmond, eso significa que está desesperado. Es un avaro de marca. Tuvo que ser Dee-Dee quien le contara lo de Anna, y le pidiera que la llevara al banquete sólo para atormentarme, la ramera vuelta mojigata.» «Erica no dirá nada, eso seguro. Por tanto, la acusación, si la hay, será de otra persona de la mesa, de alguien que no estaba tan borracho como para no recordarlo. No creo que, como asegura Erica, hablara tan bajo que nadie más pudiera oírla aparte de Desmond. Ahora bien, si alguien fuera a hacerlo por patriotismo, creo que ya lo habría hecho, y enérgicamente. Que no lo haya hecho me lleva a pensar que lo hará en forma de chantaje, a Erica o directamente a mí. La he avisado, y vuelve a estar aterrada, la zorra idiota. Me paso el tiempo resolviendo los problemas que ella crea.»
«Naturalmente, he observado a todas las personas relacionadas con la mesa, y tengo una idea bastante clara de dónde llegará el chantaje, si llega. El chantaje es un arma de doble filo, y Stravinski está de acuerdo conmigo. Hemos decidido que, si se presenta la amenaza del chantaje, tendrán que morir los once.»
«Si empezara ahora, podría irlos matando uno a uno a lo largo del tiempo. La policía local es sorprendentemente buena, pero no tiene la excelencia del KGB. Por otra parte, confieso que la perspectiva de matar a los once en masa me resulta interesante. ¡Qué golpe! No sólo confundiría a la policía local, sino que la engañaría por completo. Y la logística que implica me atrae muchísimo. Stravinski no las tiene todas consigo, pero obedecerá mis órdenes. Todos los buenos subordinados lo hacen, y Stravinski es un buen subordinado. ¡Un proyecto de ensueño! ¡Me aburro tanto! Necesito el estímulo de un proyecto totalmente nuevo y novedoso para salir de mi apatía, y este proyecto es factible. Stravinski tendrá que estar de acuerdo. ¿Quién sospecharía nunca que hay una única persona tras las once muertes si cada una de las víctimas muere de forma completamente distinta? ¡Oh, qué desafío! ¡Por fin estoy totalmente despierto!»
«Ahí está», pensó Carmine. Ulises había perfeccionado tanto su trabajo de espía que se aburría, necesitaba un nuevo estímulo. Su halago de la policía de Holloman era ambiguo: «somos sorprendentemente buenos pero no somos el KGB. ¡Gracias a los dioses que sea por eso!».
«He descubierto que dos de los hombres de la mesa tienen mujeres a las que se puede embaucar —escribió Smith el diecinueve de diciembre—. La señora Barbara Norton está bastante loca, pero lo esconde bien. Stravinski se hizo pasar por un jugador de bolos llamado Reuben y entabló conversación con ella. Tiene la cabeza hueca. Norton, el banquero gordo, la aterroriza, y está lista para asesinarlo.»
«Lo mismo puede decirse de la doctora Pauline Denbigh, aunque apelaré a ella personalmente, de esnob a esnob. Su marido le pega sádicamente —¡menudo cerdo! Me dejó ver las heridas que pueden mostrarse decentemente—. ¡Una inteligencia como la suya, ridiculizada por adolescentes guarras! Le dejaré un frasco de cianuro. Hará el resto por iniciativa propia, salvo que la obligaré a actuar el día que yo elija. El único soborno que aceptaría sería un Rilke original. Se lo mostraré, y le diré que será suyo cuando la hayan absuelto. Pagaré una fortuna a Bera —anónimamente— con la condición de que consiga que la doctora Denbigh salga libre. ¡Y lo conseguirá!»
«Con esto bastará —pensó Carmine—. Dudo que nada de lo que Smith dice aquí alterará el veredicto del jurado. Lo que importará es la mención de sus heridas, no la fecha. ¡Un Rilke original! ¡Caray, ese hombre tiene que tener contactos!» Aunque el jurado no vería nunca este diario, claro. Bera encontraría alguna forma de que no fuera aceptado como prueba.
Y la cuestión del feminismo desapareció del caso de Pauline Denbigh. A Carmine no le supo nada mal olvidarse de él. En sus investigaciones no había averiguado nada que le sirviera para acusar a la mujer del decano Denbigh, ni tampoco había descubierto ningún amante. Puede que fuera cierto que era frígida. Puede que encauzara toda su energía en las causas feministas y en su afición por Rainer María Rilke.
Bianca Tolano le llegó al alma. «La vi en la mesa, al lado de Dee-Dee, la ramera, y no vi ninguna diferencia entre ambas —comentaba Smith el veintidós de diciembre—. ¡Un par de rameras! Una, el vulgar producto acabado, la otra, la ramera en ciernes, dulce y coqueta. La que está en ciernes me recuerda a Erica, tanto que le daré la muerte que ansío darle a Erica. Ya sé quién será mi brazo ejecutor. Un trepa servil llamado Lancelot Sterling me lo mostró cuando hice una visita a Contabilidad, en la planta veinte. Un enano lisiado llamado Joshua Butler. Admito que había ido porque pensaba que podría hacerlo Sterling, pero es un pervertido, no un lisiado. ¡Escoria! Cuando Joshua Butler salió del trabajo, pasé por allí en mi Maserati y le ofrecí llevarlo a su casa. ¡Qué ilusión le hizo! Terminé llevándolo a la mía —no había nadie— e invitándolo a cenar. Stravinski nos sirvió y coincidió en que era perfecto para nuestros planes. Al final de la velada estaba tan encantado que habría hecho lo que le pidiera. ¡Aunque no mencioné lo que quería, claro! Me limité a indagar sus fantasías más repugnantes. Nos irá perfecto, aunque Stravinski, que tiene más estómago que yo, tendrá que hacer la mayor parte de la exploración física».
Entremezclados con la planificación a sangre fría de Smith había pinceladas de… ¿piedad? Carmine no estaba seguro de que ésa fuera la palabra correcta. Pero parecía sentir compasión por dos de las víctimas: Beatrice Egmont y Cathy Cartwright. Al final, Carmine llegó a la conclusión de que Smith las consideraba matronas respetables que no merecían morir, por lo que morirían deprisa y sin dolor.
Le resultó interesante ver que Evan Pugh tenía que recibir una dosis de polvos del KGB y morir de septicemia no específica. No era una muerte agradable, ni mucho menos, pero no era tan vengativa como la forma en que falleció. Ni tan aterradora mientras duraba la agonía. Habría estado en el hospital, sedado al máximo y sin sufrir de la forma en que lo hizo sufrir la trampa para osos.
Las tres víctimas negras hicieron su aparición.
«También tendrán que morir los camareros. Es curioso que, a pesar de todo lo que dicen, los americanos blancos siguen usando a los negros como criados. Y como rameras, véase Dee-Dee. Stravinski conseguirá asesinos de fuera del estado: tres, uno para cada uno. Me gusta la idea de que haya tres armas distintas, todas americanas. Con silenciadores, como en las películas. Stravinski piensa que voy demasiado lejos, pero Stravinski no es quien toma las decisiones. ¡Me aburro muchooo! Como los imbéciles de los americanos no me atraparán, ¿qué más da?» «¡Por Dios, qué prepotente es el cabrón! ¡Se aburre! ¡No te jode!»
La entrada del veintinueve de marzo era fascinante.
«¡Y pensar que estaba convencido de que la amenaza había desaparecido! Ahora me entero de que no. ¡Qué estimulante! Estoy totalmente alerta. Bueno, señor Evan Pugh, Motor Mouth va a matarlo de una forma distinta a la que había planeado al principio. Usaré la trampa para osos, y Stravinski suplantará a Joshua Butler. El trabajo preparatorio ya está hecho, por si acaso. Como hace mucho que sospechaba que el chantajista sería el señor Evan Pugh, ya hemos localizado la viga y hecho los agujeros de los tornillos autorroscantes de un diámetro ligeramente inferior a los mismos. Stravinski tiene las herramientas adecuadas, un fuerte brazo derecho y la altura suficiente. Tendrá su dinero —¡una menudencia para mí!—. Y sufrirá una muerte muy dolorosa. Motor Mouth. Tan americano. La trampa para osos también es americana.»
La entrada del cuatro de abril se refería a Desmond Skeps.
«Por fin muerto, Desmond Skeps, siempre gimoteando por Philomena y negándose a admitir que tenía la culpa de haberla perdido. Una mujer muy buena para ser americana.»
«¡Disfruté de lo lindo viéndolo morir! Desprecio enormemente a los hombres que obtienen placer sexual con el sufrimiento de los demás, pero confieso que tuve una erección al ver a Desmond Skeps atado como un pavo el día de Acción de Gracias, con el cerebro y los ojos vivos, y el resto del cuerpo muerto. Jugué con él; lo hice con mi diminuto soldador. ¡Lo que quiso gritar! Pero sus cuerdas vocales sólo le permitieron soltar alaridos roncos. El amoníaco en las venas fue muy doloroso, pero la solución de sosa cáustica al final fue una inspiración. ¡Qué forma de morir! Disfruté cada instante. En cuanto me dijo que había nombrado a Erica tutora del joven Desmond, dejó de serme útil. Estaba tan prendado de la visión para los negocios de Erica, sin saber que el de la visión para los negocios era yo. ¡Adiós, Desmond!»
Del asesinato de Erica no tenía mucho que contar; evidentemente, no era necesario para él hacer hincapié en su agonía.
«Stravinski rompió los huesos de los brazos y las piernas de esa zorra de uno en uno, pero lo único que le sonsacó fue los nombres de sus amigos del Partido en Moscú. Si hubiera tenido algo más que confesar, lo habría hecho. Stravinski lo disfrutó especialmente. Coincidimos en que tendría que ser el asesino a sueldo Manfred Mueller —un nombre tan bueno como cualquier otro— quien se deshiciera de su cadáver. Yo quería dejarlo en la casa de Delmonico, lo que a Stravinski le parecía un error. Gané yo, por supuesto, y Mueller llevó allí el cadáver. Fue mala suerte que apareciera la esposa gigantesca de Delmonico. Aunque dio igual. Mueller escapó con gran habilidad. Lo mismo, por desgracia, que la esposa de Delmonico. Grotesca.»
La entrada sobre el francotirador en el haya cobriza era interesantísima. Smith estaba muy nervioso.
«Se me acabó la suerte —escribió—. El gran Julio César creía incondicionalmente en la suerte, ¿y quién soy yo para contradecirlo? Pero el problema con la suerte no es que se te acabe —en realidad no se acaba—. Lo que ocurre es que se encuentra con la suerte, más fuerte, de otro hombre, y falla. Como la mía. Me he encontrado con la suerte de Delmonico. Lo único que me queda por hacer es enviarlo en mil direcciones distintas a la vez. Manfred Mueller está dispuesto a matar a todos los ciudadanos ilustres de Holloman que pueda, y a perder la vida en el intento. ¿Su precio? Diez millones de dólares en una cuenta a nombre de su mujer en un banco suizo. Lo he hecho. Pero Stravinski dice que no funcionará, y mucho me temo que tiene razón.» «Interesante —pensó Carmine—. Me dijo algo por el estilo a la cara. Eso de que se quedó sin suerte porque la mía es más fuerte.»
Ésta era la última entrada del quinto libro. Cansado y asqueado, Carmine reunió todas las pruebas y las metió en una caja vieja que nombró «Diversos — 1967». Luego, la llevó a la cámara de las pruebas documentales y vio cómo la dejaban entre muchas otras cajas igual de asquerosas. Stravinski no podría hacerse con ella aunque se presentara con un uniforme de la policía de Holloman a pedirla.
Stravinski… Un nombre en clave, tenía que ser un nombre en clave. Los cuadernos no le habían proporcionado ninguna pista sobre la identidad de Stravinski. ¿La música? ¡No, imposible! ¿Habría elegido Stravinski su nombre? ¿O habrían sido los jefes del KGB? «Es agente del KGB, como Smith. Y yo que creía que Desdemona lo había visto cuando dejaron el cadáver de Erica en el embarcadero. Ahora resulta que quien dejó el cadáver fue el francotirador. Smith siempre hablaba de Stravinski casi como de un igual, como de alguien cuya opinión respetaba. Valoraba a Stravinski, demasiado para confiar su identidad a las páginas de esos diarios de asesinatos.»
—Siempre tengo una sensación de decepción al final de un caso difícil —dijo Carmine a Desdemona esa noche—. Como de costumbre, el final del caso depende de los tribunales; es anticlimático, nada dramático. Smith no podrá escapar a la condena, pero sospecho mucho que Pauline Denbigh sí, y en cuanto a Stravinski, ni siquiera sabremos quién es.
—¿No crees que pueda ser Purvey o Collins? —preguntó Desdemona.
—No, no encaja. Se trata del maestro y su aprendiz, no de una jerarquía.
—¿Qué pasará con Cornucopia?
—Sólo hay una mano lo bastante fuerte para sujetar el timón: la de Wal Grierson, al que no le gustará lo más mínimo. Su corazón está en Dormus con las turbinas, no repartido entre treinta empresas distintas —explicó Carmine encogiéndose de hombros—. Aun así, cumplirá con su deber, ¡observa que no incluyo la palabra «patriótico»! Una palabra que pierde su sentido cuando se repite sin parar.
—Tu madre se pondrá bien en cuanto se entere de que habéis atrapado a los malos. Pero ¿de cuánto va a enterarse, Carmine? ¿Cuánta información saldrá en las noticias?
—Muy poca. Smith aparecerá como un loco al que se considera en condiciones de ir a juicio. La información de los cuadernos no se usará nunca. Lo condenarán por las pruebas materiales: la navaja de Dee-Dee y el equipo que usó para matar a Skeps. ¿Su móvil? El control de Cornucopia —dijo Carmine sin pesar.
—¿Cómo van a incluir en eso a Dee-Dee?
—El fiscal del distrito alegará que intentó hacerle chantaje por ser uno de sus clientes.
—¡Eso le va a molestar! Es de lo más puritano.
—Pues que dé una razón mejor para haberla matado. Hay algo seguro: no admitirá la traición. Está convencido de que no lo juzgarán por traición.
—¿Crees que lo harán? —preguntó Desdemona con curiosidad.
—No tengo ni idea —contestó Carmine.
—Tiene que ser un hombre muy vanidoso.
—Sí, en todos los sentidos —afirmó Carmine, con convencimiento—. Desde su ropa confeccionada a medida hasta su casa hecha de encargo.
—Por no hablar de su coche deportivo hecho de encargo —dijo Desdemona, y se levantó—. A cenar.
—¿Qué hay esta noche?
—Saltimboca a la romana.
—¡Caramba! —Carmine le rodeó la cintura con un brazo y la acompañó a la cocina.
—Myron traerá a Sophia a casa —dijo Desdemona, poniendo los platos y echando un vistazo a los ziti en la salsa de tomate. La sartén ya estaba en el fogón, la ternera y el jamón aguardaban en un bol con salvia fresca picada—. ¿Le añado después un chorrito de marsala?
—¿Por qué no? ¿Ha superado Myron su depresión?
—Supongo que en cuanto le pegaste la bronca por amargarle la vida a Sophia. —Encendió el fuego bajo la sartén, y echó en ella un chorro de aceite de oliva—. En quince minutos estará listo.
—Ya me estoy relamiendo.
—¿Has decidido ya quién ascenderá a teniente? —preguntó el inspector jefe.
—¿Cómo? —exclamó Carmine, atónito—. ¡La decisión no es mía!
—Pues si no es tuya, ¿de quién es, por Dios?
—¡Tuya y de Danny!
—Tonterías. Es tuya. Danny yo estaremos de acuerdo con lo que tú digas.
—¡No puedo decidirme! ¡De verdad que no! ¡Justo cuando pienso que tendría que ser uno, va el otro y está mejor que nunca! ¡Mira sus dos últimos casos! Abe pilla al chiflado de la momia de modo brillante. Perfecto, el cargo de Larry será para él. Entonces Corey se hace con los documentos de Phil Smith de modo brillante. ¡Los dos son buenísimos, John! Es una lástima que tenga que quedarme sin uno de ellos porque se vaya a otro departamento de policía cuando no consiga el ascenso. Abe es intelectual, reflexivo, sensible, sosegado y preciso. Corey es inteligente, piensa con rapidez, tiene iniciativa, su lógica es buena y sabe arreglárselas. Cualidades y estilos diferentes, pero cualquiera de los dos sería mucho mejor teniente que Larry Pisano, y tú lo sabes. ¡No me pases el muerto! Tú eres el jefe de este departamento, ¡toma tú la decisión!
Silvestri lo escuchó serio, sin alterarse. Cuando Carmine terminó, sonrió y asintió, totalmente pagado de sí mismo.
—¿Te he dicho que esta mañana he recibido una llamada de J. Edgar Hoover? —preguntó—. Estaba muy satisfecho por la forma en que habíamos resuelto el problema de Cornucopia, y muy contento de que el FBI se llevara el mérito por lo que era obra del Departamento de Policía de Holloman. Bueno, yo le seguí el juego haciéndome el policía paleto y después hice un trato con él. No iba a contradecir nada, siempre y cuando incluyera a Mickey McCosker y a su equipo en la nómina del FBI. J. Edgar estuvo encantado de complacerme. —Silvestri resolló, enormemente divertido con su propio ingenio—. Por tanto, capitán Delmonico, hay dos cargos de teniente vacantes. Uno para Abe y otro para Corey. Y por fin dispondré de la cantidad adecuada de detectives bajo mi mando.
—Ahora mismo te daría un beso.
—Ni se te ocurra.
—Te cedo el honor de anunciárselo, John.
—¿Tienes idea de a quién querrás en tu equipo?
—A una persona seguro. Tu sobrina Delia, si está dispuesta a ir a la Academia de Policía y superar las pruebas.
Silvestri se quedó boquiabierto.
—¿Delia? ¿Hablas en serio?
—Muy en serio. Es una detective brillante; es un desperdicio tenerla como secretaria —aseguró Carmine.
—Es demasiado mayor y está demasiado gorda.
—Dependerá de ella, ¿no? Si lo consigue, lo consigue. Te apuesto lo que quieras a que lo conseguirá: tiene la astucia y el cerebro de los Silvestri. No hace falta que sea Sansón, sólo que pueda perseguir y atrapar a alguien. Si no puede cruzar un torrente avanzando a pulso por una cuerda, qué más da. Cuando salga de la academia se incorporará directamente a mi equipo.
—¿Y los hombres de Larry?
—Los repartiré. Uno para Abe y otro para Corey. Así, todos tendremos un detective experto y otro nuevo. Elegiremos a los segundos de la lista de solicitantes.
—Eso podría valerle algunos enemigos a Delia.
—Lo dudo. La mayoría de los solicitantes esperaba que eligiéramos a dos detectives. Ahora, en cambio, elegiremos a tres.
—¡Nadie se va a creer que Delia sea policía! —exclamó Silvestri.
—¿Verdad que no?
¡Qué noticia tan fantástica! Carmine salió muy contento de los Servicios del Condado en el Fairlane. Ya casi era verano, aunque no solía hacer calor hasta el Día de la Independencia, y aún faltaban seis semanas.
Tomó la serpenteante carretera 133 y circuló entre su frondosa vegetación hacia la casa de Philip Smith. Al cruzar la imponente entrada y recorrer las curvas del camino hacia el edificio observó que alguien había estado cavando hoyos frenéticamente en el terreno que lo rodeaba.
—Pero no hemos podido encontrar más compartimentos secretos —le había dicho el agente especial Ted Kelly—. Ustedes se nos adelantaron. ¡El material que encontraron es excelente!
Una de las mejores consecuencias, reflexionó Carmine mientras llamaba al timbre, era que el FBI había regresado a su casa. Nadie se habría alegrado más de ello que Wal Grierson.
Natalie Smith abrió la puerta, se llevó un dedo a los labios y lo guió peldaños abajo hasta una parte del jardín situada a muchos metros del hoyo más cercano del FBI.
—Han puesto micrófonos en el interior de la casa —explicó.
—¿Cómo sabe que es mejor que los federales no oigan lo que voy a decirle? —preguntó Carmine.
Entrecerró esos ojos tan azules con una sonrisa en los labios.
—Lo sé porque es el único realmente inteligente —dijo con un acento mucho menos fuerte que de costumbre—. A Philip le parecía imposible que un policía de aquí pudiera estropearle los planes, pero yo no estaba de acuerdo con él.
—El fiel Stravinski —comentó Carmine.
—¿Stravinski? —se sorprendió Natalie Smith—. ¿A quién se refiere? ¿Al compositor?
—A usted, señora Smith. Stravinski no puede ser nadie más.
—¿Me está usted deteniendo?
—No. No tengo ninguna prueba.
—¿Por qué dice entonces que yo soy ese tal Stravinski?
—Porque su marido es muy puritano, muy rígido. Tiene opiniones muy fuertes sobre las mujeres, las esposas, las prostitutas, la mitad femenina de la raza humana. Pero, en apariencia, la ha dejado abandonada a usted, su esposa. Él jamás haría eso, señora Smith. Por tanto, sabe que su esposa puede cuidar de sí misma. Como lo haría Stravinski. ¿Quién, salvo usted, podría ser el fiel Stravinski? ¿Quién más comparte los días, las noches, los pensamientos, las ideas, las aspiraciones, los planes de Philip? ¿Quién más podría suplantar a Joshua Butler subiendo las escaleras de los estudiantes en Paracelsus? ¿Y por qué no podía Stravinski deshacerse del cadáver de Erica? Porque no era lo bastante fuerte. Montar una trampa para osos exigió todo su esfuerzo. Podía tapar la cara de una anciana con una almohada, o introducir una aguja en la vena de una mujer drogada. Su aspecto puede ser tan aterrador que podría recorrer las calles de Harlem buscando asesinos profesionales con total seguridad. ¡Usted, señora Smith, usted! No se moleste en negarlo. Es usted una maestra del disfraz. Altera su aspecto físico mentalmente.
La señora Smith fijó la mirada en el infinito con los labios apretados.
—¿Y qué va a hacer con Stravinski, mi querido capitán?
—Aconsejarle que se vaya del país a toda prisa. No hoy, pero mañana sin falta. Debe de tener su alijo: dinero, un arma, documentos para viajar. ¡Úselos!
—Pero si decido quedarme con Philip, ¿qué puede hacer usted?
—Perseguirla, señora Smith. Perseguirla sin descanso. ¿Acaso cree que, porque estoy aquí hablando con usted como si fuera un ser humano, he olvidado que intentó asesinar a mi hija? No lo he hecho. Lo tengo marcado a fuego en el cerebro. Daría lo que fuera por matarla, pero valoro demasiado a mi familia.
—¿No impedirá que me vaya?
—No puedo hacerlo.
—Yo también soy del KGB —anunció mirando North Rock.
—Stravinski tenía que serlo. ¿Confío en que eso hará que la reciban bien en Moscú?
—Sobreviviré.
—¿Se irá pues?
—Si puedo despedirme de Philip, sí. Él querría que lo hiciera —dijo, claudicando.
—Estoy seguro de que tendrá muchas cosas que contar en Moscú cuando rinda informe.
—Es verdad que me perseguiría —dijo despacio—. Sí que lo haría. Me iré mañana.
—Dígame cómo. Quiero estar seguro de su marcha.
—Le enviaré un telegrama desde Montreal. Dirá: «Stravinski le manda recuerdos desde Montreal.» Podría ordenar a otra persona que se lo enviara, por supuesto, pero mis deberes patrióticos en América han concluido. El KGB querrá que regrese.
—Gracias, el telegrama me bastará.
«Un final penoso, pero no el único —pensó Carmine mientras se alejaba—. Hoy Stravinski irá al hospital a despedirse de Smith. Él, como buen agente del KGB que es, le deseará lo mejor. Las cintas que puedan grabar los federales durante este encuentro informarán a quienes las escuchen que la apenada esposa explica a su marido que su psiquiatra la recluirá unos días en un hospital privado, situado en las afueras de Boston. Tomará el avión regular de Holloman a Logan, pero no saldrá del aeropuerto. Embarcará en el avión a Montreal y se irá, el fiel Stravinski. Una asesina de mierda, pero fiel sin duda. Esa figura esmirriada, ese cuerpo amorfo, esa cara aterradora. Pero, sobre todo, esos espeluznantes ojos azules. Una contradicción, eso es Stravinski.»
Todavía tenía tiempo de hacer la última visita de este caso tan desagradable, una especie de despedida que su curiosidad insaciable hacía imprescindible. En concreto, una visita a algunos de los ocupantes del edificio de Cornucopia.
Cogió un ascensor hasta la planta treinta y nueve, y se encontró con que Wallace Grierson ocupaba el antiguo despacho de Desmond Skeps.
—¡Mire qué ha conseguido! —dijo Grierson, enfadado.
—Lleva traje y corbata —dijo Carmine con suavidad.
—Y a usted le importa un pito, ¿verdad?
—No es culpa mía. Culpe a Philip Smith.
—Tranquilo, ya lo hago. —A Grierson se le había pasado el arrebato—. Aunque puede que haya encontrado la forma de salir de este aprieto.
—Ah, ¿sí? ¿De quién se trata?
—Es usted rápido, de eso no hay duda. Del señor Michael Sykes ni más ni menos.
—¡Ah, del mismísimo Michael Donald! —exclamó Carmine, sonriendo—. Le habían concedido un ascenso, pero como era cosa de Smith, no estaba seguro de que el resto del consejo fuera a aceptarlo a… eh, estas alturas del partido.
—¡Ja, ja, qué gracioso! Puede que, en el fondo, Phil nos haya hecho un gran favor. Resulta que Mickey es increíble.
—¿Mickey?
—Es como quiere que lo llamen.
—Le va. —Carmine le tendió la mano—. He venido para despedirme, señor. Ya no rondaré más por sus pasillos.
—¡Gracias a Dios!
¿Y por qué no?, se preguntó Carmine a sí mismo cuando llegó el ascensor. Pulsó el treinta y ocho, sin saber qué planta estaría ocupando M. D. Sykes. Y resultó ser la planta treinta y ocho. Richard Oakes ocupaba el despacho exterior y se puso tan blanco al ver a Carmine que dio la impresión de que se iba a desmayar.
—¿Está su jefe? —preguntó Carmine.
—¿El señor Sykes? —dijo con voz chirriante.
—El mismo. ¿Puedo verlo?
Oakes asintió mientras la nuez le subía y le bajaba por la garganta. Quizá fuera una señal de que podía pasar, pensó Carmine, y pasó.
Encontró a Michael Donald Sykes sentado en el escritorio lacado de Erica Davenport, pero costaba relacionar a esta persona con el descontento morador del limbo directivo. Sykes parecía haber disminuido de tamaño y, aun así, ganado altura. Llevaba un traje bien cortado de seda italiana, una camisa con puño doble y gemelos de oro, y una corbata de Chubb. ¡No era extraño que le molestara que pasaran de él! Tenía todas las credenciales. Carmine sintió una oleada de placer al ver que Sykes había triunfado.
En el escritorio, delante de él, había una caja de cartón de la que sobresalía un montón de virutas ensortijadas, y fuera de ella, unas cuantas figuritas de cinco centímetros de altura, maravillosamente pintadas: Napoleón Bonaparte y sus mariscales, todos a caballo.
—Señor Sykes, me alegra mucho verlo aquí.
—¡Vaya, gracias! —exclamó Sykes—. ¿Qué le parecen mis nuevas adquisiciones? ¡Ahora puedo añadir Jena y Ulm a mis batallas! ¿Verdad que son espléndidos? Son del mejor modelista militar del mundo, en París. —Cogió una figura espléndida que llevaba una pelliza de piel de leopardo, típica de los húsares—. Mire. Es Murat, el gran comandante de caballería.
—Maravilloso —afirmó Carmine, y le tendió la mano—. Me despido de usted definitivamente, señor Michael Donald Sykes.
—¡No tiente al destino, capitán! Aunque ahora Cornucopia está a salvo y en excelentes manos —dijo Sykes.
Acompañó a Carmine al ascensor y, después de ver cómo se iba, regresó al despacho, donde se sentó para deleitarse un momento con sus juguetes nuevos. En el cajón del escritorio había una potente lupa que se iluminaba gracias a una pila; Sykes la encendió y miró a través de ella: su ojo azul se veía enorme, con el blanco inyectado de venitas escarlata. Murat le quedaba cerca; levantó la figurita y le dio la vuelta, buscando cualquier deterioro, cualquier señal de que Murat había quedado maltrecho. Al acabar su inspección, suspiró, sonrió y sacó una aguja de disección. La metió bajo el borde del macuto que llevaba Murat y le arrancó un poquito de pintura.
—Shostakóvich estaría satisfecho —dijo.