—No encontramos nada en todo ese equipo de fotografía y de radio —dijo Ted Kelly en tono lúgubre—. ¡Nada, cono!
—¿Esperaba encontrar algo? —preguntó Carmine, lleno aún de felicidad por la vuelta de Desdemona y Julian.
—Supongo que no, pero sigue siendo una decepción. Admito que usted y/o el inspector jefe fueron muy hábiles con lo del francotirador en Holloman Green, Carmine —dijo Kelly, un poco a regañadientes—. Nosotros no encontramos nunca un pretexto para registrar los domicilios de los miembros del consejo de Cornucopia. Aunque están pisando terreno resbaladizo. Esos tíos tienen dinero suficiente para llevar al Condado de Holloman hasta el Tribunal Supremo.
—Nos hemos disculpado por actuar precipitadamente debido a la tensión del momento. ¿De verdad cree que nos demandarán, Ted? —preguntó Carmine, sonriendo.
—No. Eso provocaría demasiado revuelo. Les da pánico que alguien cuente a la prensa lo de Ulises.
—Eso pensamos el inspector jefe y/o yo.
—Es usted un cabronazo, Delmonico.
—Eso dígamelo en la calle.
—Lo retiro. ¿Cómo es que todo el mundo sabe lo de Ulises?
—Es culpa suya. Con la voz que tiene no necesita megáfono, y aun así insiste en reunirse aquí, un local lleno de policías. Todos ellos con las antenas puestas.
—¡No soporto los pueblos!
—Esto es una ciudad pequeña, no un pueblo.
—Es lo mismo. Todo el mundo sabe demasiadas cosas de los demás.
—Deje de hacerse el ganso un momento. ¿Es verdad que todo el consejo de Cornucopia viajará a Zúrich para intentar adquirir una empresa suiza que fabrica transistores?
—¿Quién es su fuente? —preguntó Kelly, receloso.
—El exsecretario de Erica Davenport, Richard Oakes, al que ahora han rebajado a trabajar para Michael Donald Sykes, otra víctima descontenta de la dirección de la empresa —explicó Carmine mientras jugueteaba con una ensalada verde—. Esta mañana Oakes y yo hemos ido a dar un paseo por las orillas del Pequot, donde las palabras se las llevaba la brisa y sólo nos ha visto una bandada de gaviotas. Parece que se acerca una tormenta.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Kelly, desconcertado.
—¡Por las gaviotas, Ted! Se habían adentrado un poco en tierra firme.
—¡Oh! ¿Qué le ha dicho Oakes exactamente?
—Que hoy en día es más rentable fabricar transistores que relojes de cuco, y que esta empresa suiza es una mina. Ha corrido la voz y todo el mundo va tras ella. Oakes me ha contado que Cornucopia está haciendo un brindis al sol. Ni él ni Sykes entienden por qué el consejo va a Zúrich.
—Pero nosotros sí lo sabemos —comentó Kelly, muy serio.
—Pues sí. El viaje permite a Ulises llevarse los secretos que robó. Lo que quiere decir, señor Kelly, que Ulises no ha entregado ninguno a Moscú desde antes del tres de abril. Debe de tener el maletín a tope.
—¡Exacto! ¡Y no podemos hacer nada para evitarlo, Carmine! Ese malnacido saldrá del país tan tranquilo, rodeado de sus compañeros del consejo.
A Carmine le apetecía caminar arriba y abajo, pero eso atraería todas las miradas, y todos los oídos, hacia ellos. Así que se contuvo y se limitó a mover las manos frenéticamente.
—Pero ¿cómo convenció a los demás para hacer ese viaje? —soltó—. ¡Son hombres de negocios! ¡Si Sykes y Oakes saben que están haciendo un brindis al sol, ellos también! ¿Cómo logró persuadirlos?
—Muy fácil —respondió Kelly, abatido—. Acaban de hacer entrega al consejo de un flamante avión Lear: depósitos de combustible para vuelos largos, asientos reclinables, copiloto, de todo. Me apuesto lo que sea a que todos se mueren de ganas de ver de qué color es el cielo sobre Zúrich. Y lo que es mejor, sus mujeres tendrán que quedarse en casa. Con una tripulación de tres miembros y un par de azafatas, el aparato no tiene capacidad suficiente para que los acompañen.
—¿Y cuándo será esta excursión? —preguntó Carmine.
—Mañana por la tarde. El avión está en el aeropuerto de Holloman. Despegará hacia el JFK, donde obtendrá autorización para un viaje internacional —explicó Kelly, y suspiró—. Sí, mañana por la tarde, todos los secretos de Cornucopia saldrán del país y no podemos hacer nada para evitarlo.
«Ulises tendrá que salirse con la suya —pensó Carmine mientras volvía a pie a los Servicios del Condado, en Cedar Street—. Es irrelevante que yo sepa quién es más allá de ninguna duda; no tengo la menor prueba. Sólo el instinto de policía y el resultado final de reunir un sinfín de datos y detalles obtenidos con mucho esfuerzo y después de cobrarme muchos favores que me debían.
»Kelly no lo sabe, y no pienso decírselo. El destino trajo aquí a este hombretón con aspecto de gigante, lo que es, en sí, un mensaje: trabaja para un gigante. Él no es el problema; lo son sus jefes, que pulsarán todas las teclas y moverán todos los documentos y a todas las personas de esa lenta secuencia de pasos que dicta el protocolo antes de que las armas estén preparadas para disparar. Para cuando rujan los cañones, Ulises habrá hecho su juego de manos y parecerá de lo más honrado. Ulises es un hombre; no se necesita un ejército para atraparlo. En realidad, un ejército no puede hacerlo. Nadie lo vería escabullirse en medio de las nubes de polvo. Que Ted Kelly siga su camino; yo seguiré el mío porque sé a qué y a quién tengo que enfrentarme, lo he sabido desde que comprendí la importancia de las palabras de Joseph Bartolomeo y se me encendió la bombilla.
»Lo que tengo que hacer es atrapar a Ulises por asesinato. Es más limpio y más definitivo, si es que puede hablarse de distintos grados de definitivo. Los hechos y los detalles que conozco sobre el espionaje dibujan una imagen, pero no tengo ni una sola prueba; cuando Ulises dibuje esa misma imagen a su manera, será más convincente. Mientras que los asesinatos que ha cometido por fuerza han dejado un rastro de pruebas que puedo encontrar si busco bien.»
Hacía rato que había dejado atrás los Servicios del Condado y decidió seguir adelante. El viento le azotaba un poco la cara, pero la sensación le resultaba agradable. Alzó la mirada al cielo y, al verlo tan encapotado, decidió comprobar que las contraventanas de su casa estuvieran todas cerradas antes de irse a dormir. Luego, volvió a concentrarse en Ulises.
«¡Piensa, Carmine, piensa! ¿A quién asesinó Ulises con sus propias manos? A Desmond Skeps. A Dee-Dee Hall, lo que me desconcierta. ¿Por qué a una prostituta que hace buenas mamadas? A nadie más. Su ayudante mató a Evan Pugh, a Cathy Cartwright y a Beatrice Egmont. A las tres víctimas negras las mataron asesinos a sueldo, sicarios negros para que no destacaran en el barrio. El ayudante se hizo pasar por un vendedor de pociones llamado Reuben para engañar a la mujer de Peter Norton, y seguramente incitó a Joshua Butler. Puede que fuera necesaria la intervención del mismo Ulises para penetrar la armadura de Pauline Denbigh, pero él no mató al decano. No tengo ninguna posibilidad de culparlo de estos asesinatos. Tiene que ser el de Skeps, el de Dee-Dee, o el de ambos.
»¿Qué armas usó?
»Desmond Skeps…» Una aguja hipodérmica y varias jeringuillas, usadas con torpeza. En su día le habían enseñado a utilizarlas, pero habían pasado los años, y tenía que ser difícil encontrarle las venas a Skeps. «Curare. Amoníaco, que administró diluido. Una solución de sosa cáustica. Un torniquete. Hidrato de cloral en un vaso de whisky de malta. Una navaja. Un soldador pequeño. Alambre.
»Dee-Dee… Una navaja de afeitar. Sólo un bisturí tiene esa clase de filo aparte de una cuchilla, y ni siquiera las hojas que usa Patsy en las autopsias podrían infligir una herida así en una mujer que estuviera de pie frente a su atacante. La forma en que sujetó con el índice y el pulgar la juntura entre el mango de la navaja y la… ¿espiga? Fue muy cerca, y muy personal. Ulises tuvo que acabar empapado de la sangre de Dee-Dee como un hombre bajo un grifo abierto. No cortó las arterias carótidas hasta que las venas yugulares apenas sangraban y entonces recibió un segundo baño. ¡Odio! Este asesinato fue cometido con un odio absoluto, mucho más fuerte que el de Desmond Skeps. Él fue quien acompañó a Dee-Dee al banquete. Eso significa que Skeps sabía por qué Ulises odiaba a Dee-Dee, aunque Skeps no supiera que Ulises era Ulises. ¿Y qué pasaba con Dee-Dee? Según Patsy, se quedó de pie mientras se moría sin protestar. Por tanto, sabía por qué Ulises la odiaba y admitía su culpa.
»¿Habrá guardado la ropa empapada de sangre? Si su odio era tan intenso, puede que necesitara un recuerdo. ¿La navaja de afeitar? Seguro que sí. La guardará como si fuera una reliquia en alguna parte. No como recuerdo. Como instrumento de ejecución.» De repente le vino algo a la cabeza con tanta claridad que se le erizó el vello del cuello. «¡Dios mío! ¡Sé dónde! ¡Sé dónde!»
Redujo el paso; se detuvo y se dirigió de vuelta a los Servicios del Condado a buen ritmo. Su júbilo se iba desvaneciendo. Saberlo era una cosa; reunir a sus hombres para demostrarlo era otra. Doug, el indeciso, habría vuelto a la normalidad; sería más fácil pedirle peras a un olmo que una orden de registro a él. Aunque Ulises no iba a desprenderse de sus recuerdos. En ese sentido no había prisa. Lo que urgía era atrapar al espía, pero él se encargaba de atrapar al asesino. Pero Carmine era un buen patriota americano. También era su deber frustrar el espionaje.
Cuando llegó a su despacho, su actitud era la de siempre. Delia apareció de golpe con un estampado verde y naranja que, tan sólo días atrás, le habría provocado una sonrisa. Ahora, sencillamente, desentonaba.
—Abe está abajo con Lancelot Sterling —dijo—. Y Corey está merodeando por el aeródromo. Dijo algo sobre un nuevo avión Lear, pero te confieso que sólo lo escuchaba a medias. Estaba hablando por teléfono con Desdemona.
—Tendría que habérmelo imaginado —comentó, dividido entre las ganas de contar a Delia lo que estaba pensando y la reticencia a preocuparla con sus frustraciones.
—Aquí estarán a salvo —aseguró, sonriendo.
Eso lo decidió:
—Siéntate, Delia. Necesito hablar contigo.
Cuando terminó, Delia parecía horrorizada. Entonces hizo algo nada propio de ella: le acarició un brazo.
—Mi querido Carmine, entiendo perfectamente tu dilema. Pero si Ulises odiaba tan apasionadamente a Dee-Dee, es porque alguien debió de arruinar de algún modo su vida por su culpa. Creo que valdría la pena que investigara exhaustivamente los orígenes de Dee-Dee. Ése es el problema de las prostitutas. Nadie se molesta en mirarlas con lupa. ¿Todavía estoy autorizada para actuar como detective?
—No he rescindido la orden, como muy bien sabes.
—Pues voy a ir a ver al chulo de Dee-Dee, a sus amigos, a sus enemigos y a sus conocidos. —Hizo una pausa con las cejas arqueadas para asegurar—: Sería mucho más fácil si llevara placa.
—No voy a llegar tan lejos, Delia. No tientes a la suerte.
La tormenta azotó Holloman media noche con vientos huracanados. Acurrucado en la cama con la frente apoyada en la espalda de Desdemona, Carmine se despertó con el estruendo de la lluvia que golpeaba con fuerza los cristales de las ventanas, levantó la cabeza para escuchar y la volvió a recostar con un suspiro. No era de esperar que durara lo bastante como para demorar la expedición de Cornucopia a Zúrich. La tormenta habría remitido por la tarde.
—¿Eh? —preguntó Desdemona.
Carmine le acarició un pecho.
—Es sólo la tormenta. Vuelve a dormirte.
—Ningún destrozo importante, pero el jardín está hecho un desastre —dijo Desdemona la mañana siguiente mientras se quitaba las botas de goma en el lavadero—. Había puesto muchas esperanzas en un cerezo de flor, pero lo golpeó una rama arrastrada por el viento. Nuestra casa de ensueño está demasiado expuesta a los elementos.
—No se puede tener todo, preciosa —comentó Carmine mientras se ponía la chaqueta y buscaba su impermeable en el perchero—. Va a llover todo el día, de manera que no saques a Julian a la calle. Si necesitas víveres, pide que te los traigan.
El agua fría de la lluvia le golpeó la cara al subir con paso pesado el camino hacia el garaje, que tenía que estar en East Circle y, por tanto, carecía de un acceso guarecido desde la casa, quince metros más abajo. Dejó el impermeable en el garaje antes de subirse al Fairlane; aparcaría bajo el edificio y así no se mojaría. En cuanto puso el motor en marcha, conectó la radio de la policía para escucharla. Nada importante, sólo palabras secas salpicadas de números y letras de difícil comprensión pensadas para que sólo la policía los entendiera. «¡Ojalá fuera así!», pensó mientras sacaba el coche del garaje. Podría dar un rodeo y echar un vistazo al avión de Cornucopia. «Pero no lo comunicaré por radio. Demasiada gente sintoniza la emisora de la policía para pasar el rato, y no necesita tener un equipo de radioaficionado para ello.»
El pequeño aeropuerto de Holloman se situaba tras una alambrada en el extremo occidental del puerto, donde había una zona industrial con solares vacíos y con fábricas activas. Entre él y esa vía siempre concurrida que era la I-95 se erigían unos elevados depósitos cilíndricos que contenían toda clase de combustible derivado del petróleo, desde carburante de aviación hasta diesel o fuel doméstico.
En lugar de usar la I-95 para este trayecto tan corto, Carmine recorrió la zona portuaria, pasó por los depósitos de combustible y, finalmente, giró por la verja abierta del aeropuerto para acceder a una pista de estacionamiento que se utilizaba como aparcamiento. Lo cruzó y rodeó la nave que servía de terminal a los viajeros de Holloman mientras observaba por primera vez un avión Lear. El aparato, mucho más pequeño de lo que esperaba, estaba bastante cerca de la nave. Pintado totalmente de blanco, lucía en la cola el cuerno de la abundancia que servía de logotipo de Cornucopia.
Un repiqueteo en la ventanilla del copiloto sobresaltó a Carmine. Corey abrió la puerta y se subió al coche, con el abrigo chorreando.
—¡Estás empapado, Corey!
—¡Es que llueve, Carmine! Perdona, pero he tenido que esconder el coche. No me ha quedado más remedio que inspeccionarlo todo bajo la lluvia. Me he imaginado que pasarías por aquí a echar un vistazo. ¿Qué te parece? Viajar ahí dentro tiene que ser como ir metido en un tubo de pasta dentífrica. No da la impresión de que puedan estar de pie, aunque supongo que pueden en el pasillo central. A mí, dame el tren.
—Es una cuestión de poder, Corey. Pueden escupir en la cara a los desgraciados que viajan como borregos. ¿Te has pasado aquí toda la noche?
—No ha hecho falta. No podían ir a ninguna parte con esa tormenta. Hoy tampoco podrán ir a ninguna parte si no para de llover.
—¿Qué esperas encontrar? —preguntó Carmine con curiosidad.
Corey contrajo la cara.
—¡Ojalá lo supiera! Es un presentimiento que tengo. Algo se respira en el ambiente, o en la lluvia, o en la espuma del mar. No lo sé.
—Te enviaré a alguien con un bocadillo y un termo de café.
En un coche camuflado, a aquel hangar —dijo Carmine—. Sigue tu instinto, Corey.
¿Qué te parece?, se preguntó a sí mismo mientras se iba. Corey se había encontrado él solo un caso. Que no fuera a obtener ningún resultado no venía al caso. «Se me tendría que haber ocurrido a mí que los de Cornucopia eran tan astutos que podían irse antes de lo previsto.»
Corey Marshall agradeció los dos bocadillos y el termo de café que le llevaron. Ya sin frío y relativamente seco, se dispuso a pasar unas cuantas horas aburridas de espera. Tenía las ventanillas del coche un poco bajadas para que el parabrisas no se empañara, y estaba hábilmente situado donde no podían verlo aunque él si podía mirar en todas direcciones. No había dejado de llover sin parar desde hacía ocho horas, y aunque ya no caía agua a mares tampoco era un chirimiri. La tierra era dura incluso donde estaba expuesta a la lluvia, y en las grandes zonas de hormigón y alguna que otra asfaltada de alquitrán que la cubrían fluía, abundante, el agua que el terreno no absorbía. En la carretera que circulaba frente a la verja de entrada del aeropuerto, una parte de la calzada se había hundido y desmenuzado de tal modo que había obstruido una rejilla del alcantarillado y se había formado un charco bastante profundo. «Un tiempo fantástico para los patos», pensó Corey, que intentaba distraerse con cualquier cosa. Tenía que estar despierto; más aún, tenía que estar alerta.
Dedicó una buena parte del tiempo a pensar en el ascenso a teniente y, como observó apesadumbrado, en un matrimonio que no había resultado como él había previsto. Oh, quería a Maureen y adoraba a sus dos hijos, que parecían sufrir las deficiencias de Maureen más que él incluso; los compadecía, algo que era terrible para un padre. Sabía que el carácter de una persona era innato, pero deseaba con toda su alma que Maureen fuera menos avariciosa, menos arisca. Su hija, de nueve años, había descubierto cómo evitar tener problemas, básicamente pasando inadvertida, mientras que su hijo, de doce años, empezaba a heredar las frustraciones de su madre con el mundo masculino. Siempre estaba metido en líos por su desorden, por sus alborotos, por sus malas notas. Unas semanas antes habían llegado a un punto crítico, y había esperado que, enfrentada a sus propias imperfecciones, Maureen sería más condescendiente con los dos varones de su casa. Y lo había sido… una semana. Ahora ya estaba volviendo a comportarse como de costumbre.
En el fondo de su corazón sabía que el divorcio era inevitable, porque sabía que, aunque consiguiera el cargo de Larry Pisano, Maureen encontraría otra cosa que recriminarle. Un segundo coche anticuado, una cocina poco satisfactoria, el acné de Gary debido a una dieta con demasiada comida basura; se quejaría todo el día de aquello que el aumento de sueldo no alcanzara a cubrir. Por la simple razón de que nunca estaba contenta. «¿Cómo puedes complacer a alguien así? Si no fuera por los niños, pediría el divorcio mañana mismo, pero precisamente por ellos no podría pedirlo nunca.» No era tonto, y sabía que lo querían como el bando soportable de su vida familiar, como su cómplice y como su aliado. ¿En una guerra?
«Bueno —decidió al empezar la tarde—, la familia Marshall tiene que sobrellevar esta situación. No se acabará hasta que Denise vaya a la universidad y en casa sólo quedemos Maureen y yo. Entonces podrá haber una debacle, que me dará igual.» Su preocupación desapareció en cuanto una furgoneta acristalada cruzó la verja y se dirigió al Lear. Cuando vio salir a los pasajeros, hablando animadamente entre sí, básicamente de que había parado de llover, llegó a la conclusión de que eran los miembros de la tripulación. Eran tres hombres con uniforme azul marino: el capitán, con cuatro galones de oro cosidos en las mangas, los otros dos, con tres. ¡Vaya! El consejo de Cornucopia no reparaba en gastos con tal de volar seguro. Había también dos mujeres esbeltas, muy bonitas, con uniforme azul marino a las que Corey identificó como azafatas. Tampoco se había reparado en gastos en ese capítulo. Tras bajar la escalera de la puerta, los hombres entraron en la cabina, uno de ellos con una tablilla en la mano; las dos jóvenes se dirigieron a la parte trasera de la furgoneta y empezaron a organizar unos recipientes envueltos en papel de aluminio, una caja de poliestireno para comida fría, y varias toallas y manteles. Asombrado, Corey observó un rato cómo trabajaban. Hasta sacaron unos cuantos arreglos florales.
Apareció la tripulación de tierra; uno de los hombres conectó el Lear a un depósito de carburante, con mucho cuidado de no verter ni una gota al suelo. Conectaron mangueras, comprobaron los neumáticos, hicieron mil y una tareas. Corey veía las cabezas del piloto y del copiloto en la cabina mientras movían las manos por lo que imaginó que serían las palancas y los interruptores situados en el techo, sobre el tablero de mandos.
El siguiente en llegar fue un Rolls-Royce Silver Ghost con dos hombres sentados en la parte delantera: Wal Grierson y Gus Purvey. Cuando se bajaron, se metieron en la nave; Corey supuso que para ir al cuarto de baño, más cómodo que el que pueda haber en un avión, por muy avión privado que sea. Ambos llevaban un maletín, pero ninguno de los dos vestía ropa formal. Vaqueros, camisa con el cuello abierto, cárdigan y la chaqueta sobre los hombros. Se acercaron al Lear riendo y subieron la escalera. Cuando desaparecieron en su interior, llegó un pequeño Ford con dos hombres a bordo. Uno salió y se subió al Rolls. Después, el Ford y el Rolls se marcharon. «Eso es lo que haces cuando no te apetece que te lleve el chófer —pensó Corey—. Un empleado se lleva lo que tú has dejado tirado.» Un coche de bomberos del Parque Dos entró dando tumbos, equipado para sus tareas aeroportuarias. Ningún avión más grande que los que se utilizaban para vuelos de placer podía despegar o aterrizar sin que estuviera presente un coche de bomberos. Sus efectivos parecían contentos de haberse librado de un turno bajo la lluvia, y admiraban sin disimulos el pequeño y bonito avión al que tenían que guiar por la pista con toda la seguridad que los depósitos llenos de Avgas le permitieran.
Sólo faltaban Phil Smith y Fred Collins. La actividad se terminó cuando las azafatas entraron definitivamente en el avión. La furgoneta acristalada se marchó, el coche de bomberos se situó en la posición que debía ocupar.
Corey ya no se agachó más. En lugar de eso, se volvió en el asiento para mirar la carretera y vio, sin prestar demasiada atención, que más allá del charco, donde la carretera había cedido un poco, había quedado al descubierto por encima del asfalto una tubería de acero de diez centímetros que cruzaba la calzada como el cable de un barco o una manguera de incendios llena. Con el cese de la lluvia se había impuesto el silencio, y Corey oyó a lo lejos el rugido de un potente coche deportivo que se acercaba. Como iba a toda pastilla, pudo verlo nada más oírlo: era un Jaguar XKE de doce cilindros verde británico de competición con Phil Smith al volante y Fred Collins a su lado. Los dos se reían y lucían una expresión de «por fin nos vamos» en la cara.
Las ruedas delanteras del Jaguar chocaron con la cañería, y lo demás pareció ocurrir a cámara lenta. El larguísimo capó del coche deportivo se elevó en vertical, seguido del resto del vehículo. El Jaguar dio finalmente una vuelta de campana, y Smith y Collins salieron disparados antes de que quedara cabeza abajo junto al charco con las ruedas delanteras girando como locas.
—¡Una ambulancia! ¡Manden una ambulancia al aeropuerto, ha habido un accidente de coche! —gritaba Corey por radio antes de que el Jaguar terminara de caer—. ¡Necesitamos atención médica! ¡Ha habido un accidente de carretera en el aeropuerto! ¡Manden una ambulancia!
Apenas había terminado de hablar, ya había salido del coche y corría hacia el Jaguar, consciente de repente de que nadie más había visto nada. Fue primero hacia Fred Collins, que estaba más cerca, y se agachó para buscarle el pulso de la carótida. ¡Sí! Fuerte, y no parecía que se formara ningún charco de sangre. Tenía una pierna retorcida bajo el cuerpo y gemía. Seguramente estaba bien, a no ser que tuviera lesiones internas.
Ahora le tocaba a Smith, que yacía sobre su costado derecho con los ojos cerrados. ¡Sí! Había pulso en la carótida, y bastante fuerte. El hombre no se movía.
Sopló una ráfaga de viento; Corey notó el impacto de una hoja de papel en la cara y la apartó de un manotazo. Y entonces vio el maletín, que Smith todavía tenía en la mano. ¿Acaso el muy imbécil había querido conducir un coche deportivo con cambio manual sujetando un maletín? ¿O lo habría cogido durante el accidente? Era muy resistente, de acero inoxidable, con dos cerraduras de combinación, pero la fuerza del impacto las había abierto, y había papeles por todas partes. La mayoría se había depositado en la superficie del charco.
—No puedo hacer nada por ti, macho, pero puedo recoger tus papeles antes de que salgan volando —dijo.
A toda velocidad, recogió frenéticamente todas las hojas que logró encontrar. Muchas estaban mojadas de estar en el agua, pero a Corey le daba igual; las recuperó mientras las sirenas gemían a lo lejos y corrió hacia su coche. Los bomberos se dirigían al Jaguar, pero tenía el pretexto de tener que usar la radio de nuevo, ¿y quién iba a recordar que llevaba un montón de papeles en las manos? Todos estaban concentrados en el accidente.
Metió los papeles en el maletero, por si algún entrometido de Cornucopia se acercaba donde él estaba. Cogió el micro y habló con la centralita, que le informó que el capitán Delmonico iba de camino y que dos ambulancias tendrían que haber llegado ya.
—Gracias a Dios que había dejado de llover —comentó a Carmine un minuto después—. ¿Quieres que diga a esos atontados del avión que no van a ir a ninguna parte a no ser que quieran dejar a dos miembros del consejo aquí, en el hospital?
—Abe se está encargando de ello —respondió Carmine, mirándolo sagazmente—. ¿Se puede saber por qué tienes el aspecto del chucho que llegó a la perrita con pedigrí antes que el macho de raza que tenía que aparearse con ella?
A modo de respuesta, Corey lo llevó a la parte trasera de su coche, abrió el maletero y dijo:
—El contenido del maletín de Phil Smith. Me gustaría poder decir que conseguí los cuatro maletines, pero algo es algo. Tal como yo lo vi, el pobre hombre yacía inconsciente en la carretera y sus documentos se estaban hundiendo en ese charco de allá. Por tanto, hice lo que cualquier ciudadano considerado habría hecho: los recogí. Luego, se me ocurrió que podría decir que los laboratorios de la policía tienen unos aparatos espléndidos para secar papeles que, de otro modo, se desintegrarían, y que me pareció que era mi deber salvarlos si podía. No se lo tragará, pero tampoco podrá ponerle ningún reparo.
—Buen trabajo, Corey —dijo sinceramente Carmine—. Lo del accidente ha sido chiripa, pero sin tu iniciativa y tu aplomo no nos habríamos hecho con los documentos de Smith.
Los dos hombres regresaron a la carretera, donde las dos ambulancias cargaban a los heridos. Gracias a que Corey había pedido atención médica, dos de los nuevos médicos internos habían acompañado a los equipos habituales de sanitarios.
Primero fueron a hablar con el médico de Fred Collins.
—No creo que tenga demasiadas lesiones internas —dijo la doctora mientras se guardaba el estetoscopio—. Tensión arterial normal. Fractura conminuta del fémur derecho; no esquiará por un tiempo. Arañazos y magulladuras. Nada más.
—Una herida en la cabeza —dijo el médico de Smith—. Rotura del húmero derecho, y sospecho que también del omóplato derecho. Se golpeó el cráneo contra el suelo, pero el agua amortiguó un poco el impacto. No he visto que presente debilidad en el lado izquierdo, pero sabremos más cosas una vez que lo hayan examinado los neurocirujanos. Tiene las pupilas reactivas. Si me disculpan, lo llevaré donde puedan tratar cualquier posible edema cerebral.
Wal Grierson y Gus Purvey estaban esperando preocupados, sin poder acercarse debido al cordón policial habitual. El sargento Terry Monks y su equipo acababan de llegar, e inspeccionaban el lugar del accidente para reconstruirlo y establecer sus causas.
—Pero ¿qué hacen dos viejos idiotas viajando en un Jaguar E-Type sin barra antivuelco ni cinturón de seguridad? —preguntó Terry Monks, enojado, a Carmine.
—Una barra antivuelco se habría visto fea, y los cinturones de seguridad son para los que conducen coches familiares. Aunque, para ser justos, Terry, tienes que admitir que no llevar cinturón de seguridad fue lo que les salvó la vida —comentó Carmine, sólo para contrariar a Terry.
—¡Sí! Pero con una barra antivuelco además de los cinturones de seguridad, estos viejos idiotas habrían salido de aquí por su propio pie.
Vayamos a ver a Grierson y a Purvey.
—¡Esto es terrible! ¡Terrible! —exclamó Purvey, lívido—. ¡No sé la cantidad de veces que le había dicho a Phil que dejara de portarse como Stirling Moss! ¡Conduce como un condenado!
—Lástima que no esté consciente para oír que lo han descrito como un viejo idiota —dijo Carmine—. Éste es el veredicto de nuestros expertos en accidentes de tráfico.
—Más que idiota —soltó Grierson entre dientes, más molesto que afectado—. Supongo que no vamos a ir a Zúrich. Gus, avisa a Natalie y a Candy mientras yo me ocupo de todo aquí. —Como si lo hubieran oído hablar, el Ford y el Rolls aparecieron y aparcaron un poco más abajo—. Llévate el coche. Puede volver a buscarme cuando llegues a casa y cojas el tuyo.
Purvey, abatido, bordeó la alambrada del aeropuerto en dirección al Rolls.
—Creí que era hombre de Mustang —dijo Carmine.
—El Rolls es más cómodo en carretera —aclaró Grierson con una sonrisita—. ¡Dios mío, qué desastre!
Carmine miró a Corey y a Abe.
—Corey, cruza la pista y sal por la verja del otro lado. Abe, tú ven conmigo.
El Fairlane siguió el coche de Corey de cerca. Después de salir del aeropuerto y pasar por delante de los depósitos de combustible, Carmine suspiró de alivio. Había aprovechado ese rato para informar a Abe de lo que había en el maletero de Corey, y a Abe le temblaban las manos de puro entusiasmo. Miró a Carmine.
—Tenemos una probabilidad entre cuatro de que sea el maletín que queremos —dijo.
—¿Dónde está Delia?
—Siguiendo el rastro de Dee-Dee como un sabueso.
—Ahí hay una cabina, y no parece averiada —dijo Carmine aparcando el coche a un lado de la carretera—. Abe, llama a Danny y pídele que envíe hombres a buscar a Delia. No es algo que quiera emitir por radio: es demasiado importante para que lo oigan camioneros y amas de casa aburridas. La persona más necesaria en esta operación es Delia.
Que los estaba esperando con los ojos brillantes cuando Carmine y Abe entraron. Dos empleados de Servicios Generales habían llenado el despacho de mesas de caballete a las que habían cubierto el tablero con papel de estraza, sujeto con tachuelas. Los documentos empapados y maltrechos del maletín de Philip Smith estaban amontonados de cualquier manera en una silla, bajo la mirada atenta de Delia. En cuanto la última mesa estuvo instalada y los dos manitas se hubieron ido, empezó a distribuir los documentos, de uno en uno, sobre una de las superficies de color blanquecino que tenía a su disposición.
—¡Oh, ese hombre es un tesoro! —exclamó, yendo y viniendo de una mesa a otra con diversas hojas—. ¡Qué meticuloso es! Esto no es cosa de su secretaria, os lo aseguro; aparte de una servidora, ninguna secretaria soñaría con ser así de precisa. ¿Lo veis? Las iniciales están anotadas en el margen superior izquierdo con el tema o la persona más la fecha de la misiva, mientras que el número de página está en el margen derecho. ¡Maravilloso, maravilloso!
En total había 139 páginas de cartas e informes, más una disertación encuadernada de setenta y tres páginas sobre las ventajas de disponer de unas instalaciones dedicadas a la investigación. Carmine lo encontró extraño: el departamento de investigación de Cornucopia tenía al menos cinco años. ¿Por qué llevar entonces un libro grueso lleno de datos que toda la industria conocía de sobra?
—Es muy esnob con el papel —comentó Delia cuando tuvo todas las páginas expuestas y el informe encuadernado descansaba envuelto en una toalla limpia para que se le secaran las hojas y los bordes—. Sólo usa papel de muy buena calidad, incluso en los blocs de notas. ¡El señor Smith no quiere pasta barata! Ni tampoco una impresión corriente para los membretes; sólo quiere impresión en caliente. Y, al mismo tiempo, no es nada ostentoso. Papel de carta blanco, caracteres en negro, ni siquiera un logotipo que muestre el cuerno de la abundancia en color. Sí, lo mejor en todo, aunque sencillo a la vez.
—Después tendremos que ponernos a leerlo todo, Delia —indicó Carmine—. Corey, haz la vigilancia en el hospital. Informa de cualquier cambio en el estado de salud de Smith en cuanto lo haya. El neurocirujano jefe, Tom Dennis, es amigo mío, de manera que me aseguraré de que nos avise de cualquier novedad inmediatamente. Abe, tú encárgate de Dee-Dee, sir Lancelot, Pauline Denbigh y cualquier otro que sea interesante. Si hay algún caso nuevo, ocúpate de él.
—¿Qué buscamos? —preguntó Delia cuando Abe y Corey se hubieron marchado—. Naturalmente tengo una ligera idea, pero me gustaría que me dieras instrucciones detalladas.
—El problema es que si se trata de un código verbal, no creo que podamos descifrarlo —dijo Carmine con el ceño fruncido.
—¿Te refieres a frases como «unas nubes oscuras cubren el cielo de Leningrado»?
—Sí. Si «el estriado empieza a cincuenta centímetros del cañón» significa «no esperes más información en cierto tiempo», no lo sabremos nunca. Pero no creo que esta clase de información nos interese. Buscamos planos y fórmulas, probablemente reducidos a micropuntos.
—¿Qué tamaño tiene un micropunto?
—Según Kelly, el tamaño que parezca lógico, desde el punto de una i hasta la cagada de una mosca o el blanco en el dibujo de una diana de cinco centímetros. En cualquier caso, no tiene por qué ser redondo. Es menos probable detectarlo si lo es, ya que la naturaleza no es lineal.
Lo miró, consternada.
—¡Oh, Carmine! ¡Tiene que haber millares de i con sus respectivos puntos! Aunque el señor Smith estuviera en coma varios días, no lograríamos encontrar nada.
Había una jarra de café recién hecho en el mostrador. Carmine se sirvió una taza y se sentó en la silla con ruedas que había robado a las mecanógrafas porque podía desplazarse con el culo pegado al asiento.
—Por eso creo que los micropuntos no están sobre una i. O, por lo menos, sobre una i con un punto corriente. Tendríamos que buscar puntos que sean demasiado grandes. Que parezcan errores tipográficos o manchas. Kelly es tan reservado que no le he sacado nada demasiado útil, es decir, que habrá que improvisar, Delia. Hasta donde yo sé, las cámaras tienen límites finitos, así que puede que el proceso de reducción sólo llegue hasta cierto punto antes de que haya que sacarse otra foto e iniciar de nuevo el proceso de reducción. Desde que se inició la carrera espacial, las cosas se han miniaturizado deprisa, pero… no tengo idea de cómo se hace ni de cuánto puede reducirse el tamaño de algo. —Se encogió de hombros—. El mejor consejo que puedo darte es que utilices el sentido común, Delia. Si parece fuera de lugar, tendríamos que ver si se puede quitar. Si se quita, tendríamos que observarlo ampliado cincuenta o cien veces en uno de los microscopios de Patsy.
Empezaron a leer, Delia las cartas, Carmine los informes. Pasaron una hora sumidos en un silencio intenso.
—¡Increíble! —dijo Delia.
Carmine dio un respingo.
—¿Eh?
—¿No tiene fama de no hacer nada el señor Smith?
—Así me lo hicieron creer mis fuentes.
—Bueno, pues para ser alguien que se pasó los años que sean… eh, viéndolas venir, ha vigilado de cerca a todo tipo de gente. Y, al parecer, le molesta no poder hacerlo durante su ausencia. Estoy leyendo una carta que el señor Smith va a enviar a un tal M. D. Sykes, que ostenta el cargo de director general de Cornucopia Central. Supongo que esto significa que el señor Sykes encarga el papel de carta, paga los sueldos, controla los contratos de limpieza y cosas así. Aunque de vez en cuando, a lo largo de los años, el señor Sykes ha tenido que sustituir a personas con cargos superiores al suyo.
—¡Por todos los clavos de Cristo! —exclamó Carmine, que tenía cuidado con las palabrotas que decía cuando había señoras delante—. No me habría imaginado nunca que Smith supiera que Cornucopia Central tenía un director general, y mucho menos que supiera que Sykes existía. ¡Pero que supiera lo que Sykes hace! ¿Es interesante la carta?
—Sí y no. Es bastante larga. El señor Smith expone las hazañas que el señor Sykes ha hecho a lo largo de los años cuando sustituía a algún superior suyo, y alaba su diligencia y su experiencia. El señor Smith informa al señor Sykes que, en su calidad de presidente del consejo, lo asciende al cargo de consejero delegado, bajo las órdenes directas del consejo. El señor Sykes será ahora responsable de supervisar todas las subsidiarias de Cornucopia a nivel ejecutivo, y sólo tendrá que responder ante el consejo.
—¡Menudo bombazo! —exclamó Carmine con una sonrisa burlona—. ¡Michael Donald estará contento! Entiendo por qué Smith no querría que esta carta quedara en su escritorio mientras estuviera fuera, aunque no entiendo por qué no la envió por correo interno antes de marcharse. Un misterio poco importante. Le gusta jugar con soldaditos de la época napoleónica.
—¿A quién, al señor Smith?
—No, a Michael Donald Sykes. Con su nuevo sueldo, podrá reproducir la coronación de su héroe en Notre-Dame, oro y joyas incluidos.
—¡Qué raro! —soltó Delia, aún con la carta de Sykes en las manos.
—¿Qué es raro?
—El sistema de tabulación del señor Smith, al que, por cierto, es muy aficionado. Yo siempre he preferido las letras del alfabeto a los números a la hora de tabular porque, siempre que no haya más de veintiséis elementos, la columna de tabulación conserva el mismo ancho todo el rato. Con los números, una vez que llegas al diez, el ancho de la columna aumenta un carácter, y encima, a la izquierda. ¡Es un fastidio! Pero el señor Smith no usa ni letras ni números, sino un redondel negro para tabular… —Soltó el aire con fuerza—. ¡Un redondel negro! —chilló.
Carmine rodeó la mesa con la silla y echó un vistazo.
—¡Coño! —exclamó, olvidándose de las señoras.
—Hay algo más, Carmine —dijo Delia con voz temblorosa—. ¿Qué máquina puede hacer un punto así de grande? Una de escribir no, ni tampoco ninguna otra que se me ocurra, salvo una imprenta. Tuvo que poner estas tabulaciones a mano. Si no son micropuntos, el señor Smith se ha tomado la molestia de utilizar Letraset, y para un hombre tan ordenado eso sería una locura, aunque obligara a su secretaria a hacerlo ella.
—Hay algo seguro, Delia, el señor Smith no hace locuras —comentó Carmine con júbilo contenido—. ¡Ya tengo a ese cabrón!
—¿Quieres decir que él es Ulises?
—Oh, hace cierto tiempo que lo sé.
Se impulsó hacia la mesita en la que había dispuesto una caja con portaobjetos, otra con sus coberturas de cristal correspondientes, unas pinzas y un escalpelo fino y puntiagudo. Cogió la bandeja que contenía estos objetos, regresó donde estaba la carta de Smith a M. D. Sykes y, con mucho cuidado, intentó pasar la punta del escalpelo por debajo del borde de un punto. Se deslizó fácilmente; el punto saltó y se quedó apoyado en la punta del escalpelo. Carmine lo pasó al portaobjetos, que cubrió con el cristal correspondiente. Quitó así un total de cinco puntos, elegidos al azar, de los once que tenía la carta a Sykes.
Con los cinco portaobjetos en una bandejita, se dirigió al departamento forense, acompañado de Delia.
—Dime que no son puntos de Letraset —pidió a Patrick mientras le daba la bandejita—. Dime que contienen letras, o planos o cualquier cosa que no tendrían que contener.
—Habéis encontrado un micropunto auténtico de veinticuatro quilates —dijo Patsy tras examinar el primer portaobjeto—. ¡Madre mía, qué cámara! ¡Qué índices de reducción! Aun así, debió de sacar doce fotos distintas para que quedara tan pequeño. No se perdió resolución, la definición es perfecta.
—Pues ya sabemos por qué Smith no envió la carta a M. D. Sykes por correo interno antes de marcharse —dijo Carmine a Delia mientras regresaban a su despacho—. Tenía que sacarla del país. En Zúrich habrían sustituido los micropuntos por puntos de Letraset. Una vez de vuelta en Holloman, podría entregar personalmente su ascenso al señor Sykes.
—¡Oh, Carmine, me alegro tanto por ti!
—Ahórrate la alegría, Delia. Tengo que llamar a Ted Kelly para informarle de lo que hemos encontrado. Me temo que nuestra participación en el caso de espionaje de Ulises ha tocado a su fin.
Fue una profecía acertada. Ted Kelly, estupefacto, llegó en cuestión de minutos, haciendo aspavientos de la suerte que tenía Carmine.
—¡No, no he tenido suerte! —soltó Carmine, ofendido—. Si tiene pruebas del espionaje es gracias a la iniciativa del sargento Corey Marshall, agente especial Kelly, e insisto en que le reconozca el mérito como es debido. ¡Si su nombre y su proeza no aparecen en su informe, en Washington van a saber quién soy yo!
—¡Vale, vale! —exclamó Kelly, retrocediendo con las palmas de las manos en alto—. ¡Le prometo que lo incluiré en mi informe!
—¡No me fío un pelo de usted, Kelly! —Carmine le mostró dos hojas de papel de la policía mecanografiadas—. Éste es el informe de Corey sobre lo que pasó, y así es como va a empezar su informe. ¡Se pueden ir a la mierda usted y todo el FBI! Se han beneficiado de nuestro trabajo y quiero que conste.
—Estoy tan contento que acepto lo que sea —dijo Kelly—. ¿Están aquí los papeles de Smith?
Carmine le entregó una caja de cartón del Departamento de Policía de Holloman.
—Todos, menos cinco puntos de la carta a Sykes. Que, por cierto, he fotocopiado para cerciorarme de que el señor Sykes la reciba. Es probable que haya una copia en el despacho de Smith, pero quiero asegurarme de que dejen de joder a M. D. Sykes.
Kelly cogió la caja como si contuviera las joyas de la corona y adoptó una expresión inquisidora para preguntar:
—¿Eh… los cinco puntos?
—Van a ir conmigo, junto con un microscopio, al despacho del juez Thwaites. Necesito pruebas de un delito para que me dé una orden de registro. En cuanto lo haya hecho, le enviaré las susodichas pruebas —aseguró Carmine.
—¡No puede hacer eso!
—Intente impedírmelo. Le acabo de decir que se las entregaré. No bromeaba cuando dije que no confío en usted ni en el FBI, agente especial Kelly. Por lo que yo sé, es posible que el contenido del maletín de Smith no salga nunca a la luz, o que el mismo Smith no sea juzgado nunca por traición. Pero será juzgado por, como mínimo, un asesinato, y por ello, pasará muchos años en la cárcel. Ahora, lárguese y déjeme trabajar.
—¿Crees que juzgarán al señor Smith por traición? —preguntó Delia, que observaba la habitación llena de mesas de caballete.
—No tengo la menor idea. Deshazte de las mesas, Delia. Voy a ver a tu tío John. —Al llegar a la puerta se detuvo—. ¿Delia?
—¿Sí? —dijo Delia, con una mano en el teléfono.
—Has hecho un trabajo excelente. No sé qué haría sin ti, y lo digo muy en serio.
Su secretaria, satisfecha, soltó una especie de ronroneo y volvió la cara, colorada como un tomate.
—Doug, el indeciso, me dará la orden de registro en cuanto vea mis micropuntos, John —aseguró Carmine.
—Y más aún si tenemos en cuenta que justifica que emitiera órdenes de registro después de lo del francotirador —comentó Silvestri—. No va a quedar en mal lugar. Espero que la prueba del asesinato de Dee-Dee esté donde tú crees, Carmine, porque tengo la extraña sensación de que los federales no quieren que se juzgue a este individuo por traición. Los días de los Rosenberg se acabaron. Smith es el modelo de la clase alta de Boston.
—No creo —replicó Carmine, pensativo—. Hubo un Philip Smith, eso seguro, pero en algún momento de los últimos veinticinco años, un coronel del KGB suplantó su identidad. Smith comete a veces errores extraños sobre las costumbres y las tradiciones norteamericanas, y su mujer, según Delia, no es lapona sami. Delia cree que procede de una de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética que abarca Siberia o las estepas de Asia central. Su lengua materna no es indoaria.
—Tampoco lo son el turco y el húngaro, puestos a decir.
—Cierto. A pesar de lo cual, John, me apostaría hasta el último centavo a que Smith es un infiltrado. No hay ninguna Anna Smith en el Cuerpo de Paz en África, y el Stephen Smith que trabaja de biólogo marino en el Mar Rojo (interesante el color que eligió) no colabora realmente con la Woods Hole. Tiene una especie de estatus honorario gracias a que recibe cuantiosas donaciones para proyectos que a los de la Woods Hole les resulta difícil financiar. En cuanto a Peter Smith, geólogo del petróleo, estuvo en Irán trabajando para BP, pero se marchó a hacer perforaciones petrolíferas nada más y nada menos que a Afganistán.
—¿Sospechas que los tres están en la Unión Soviética?
—Entre misión y misión, sí. ¡Imagina lo valiosos que son! Totalmente bilingües, tan americanos como el pastel de manzana.
—Hay pastel de manzana en todas partes, Carmine.
—Sí, pero no sazonado con canela, sino con clavo.
—¿Qué te preocupa realmente? —preguntó Silvestri.
—En primer lugar, el ayudante. Todavía no hemos dado con él, y tiene más recursos aún que Smith en cuanto a asesinar se refiere. Por eso he pedido a Danny que vigile la habitación de hospital de Smith: sólo los hombres más atentos, y en parejas.
—¿Tienes alguna idea de quién puede ser?
—Sólo que está relacionado con Cornucopia. Creía que era Lancelot Sterling, pero estaba equivocado. No es Richard Oakes, el secretario; es demasiado débil. De manera que quienquiera que sea no ha levantado sospechas de ningún tipo. Si le pillamos, puede que ni siquiera conozcamos su cara, y mucho menos su nombre.
—¿No es habitual que los comunistas se reúnan en células, Carmine?
—Los ideólogos, sí. Pero ¿y los que se dedican al sabotaje o al espionaje? Es ahí donde fracasó la caza de brujas. Se solía identificar ideología con actividad dañina. No siempre era así. Pero podría haber una célula de activistas dañinos concentrada en Holloman y dirigida por Philip Smith. Sabemos que Erica Davenport estaba involucrada, y sabemos que Smith tiene un ayudante. Son tres personas. ¿Es más grande la célula? Soy tan cabezón que no me da la gana de preguntarle a Ted Kelly. Pongamos que son entre cuatro y seis miembros. En cuyo caso, todavía hay entre uno y tres de los que no sabemos nada.
—¿Pauline Denbigh? —sugirió Silvestri.
—Lo dudo. Es elitista y feminista. Los rojos pueden tener un montón de médicos y de dentistas mujeres, pero ¿cuántas mujeres hay en los puestos de dirección del Partido Comunista? No, creo que la engañaron para que matara a su marido el día correcto, pero se niega a admitirlo.
—¿Y Philomena Skeps?
—No puedo imaginar que sea algo más que una madre sobreprotectora, pero quiero volver a hablar con ella —dijo Carmine—. En primer lugar, todavía no se sabe quién tendrá el control final de Cornucopia, y este accidente de automóvil complica aún más la situación. ¿Puede Philomena Skeps dirigir la empresa? ¿O la dejará en manos de su perrito faldero, Anthony Bera? ¿O se la dejará al repentinamente revigorizado Phil Smith, dado que no sabe que es un traidor y un asesino?
—Puede que el señor Michael Donald Sykes herede la responsabilidad —dijo Silvestri con una sonrisa burlona.
Carmine suspiró tan fuerte que el inspector jefe pestañeó.
—¿Qué tienes? —preguntó a Carmine.
—El helicóptero del FBI que me permitió ir a Orleans, en Cape Cod. No podrán permitirse uno los Servicios del Condado, ¿verdad?
—Hay las mismas probabilidades que de comprar un billete a Marte, Carmine.
—¡No soporto ese viaje en coche!
—Pues lleva a Desdemona y pasad el día fuera.
—Así lo haré, pero será el sábado —dijo Carmine.
—¿Cómo está Smith?
—Según Tom Dennis saldrá de ésta. No hay hematoma subdural ni contusiones cerebrales de importancia, sólo una fractura de cráneo y una ligera inflamación del cerebro que está evolucionando la mar de bien. Las heridas del brazo y del omóplato derechos son más dolorosas. Collins necesitó cirugía para que le recolocaran la pierna rota, y jura que jamás volverá a ir en un coche deportivo. Según Corey, fue increíble ver cómo ese vehículo saltaba por los aires.
—¡Adolescentes de mediana edad! —soltó Silvestre. De repente, le entró la curiosidad—. ¿Qué te hizo sospechar que Smith era Ulises, Carmine? Porque podría haber sido cualquiera de los cuatro.
—No, jamás sospeché de Grierson, John. Lo que me hizo sospechar de él fue el verbo que Joseph Bartolomeo usó al describir lo que Erica Davenport había contado a Desmond Skeps en el banquete de la Maxwell. No sus palabras, porque no las oyó. Pero dijo que siseaba. No se me encendió la bombilla enseguida, y no sé cuándo la sospecha se convirtió en certeza: no puedes sisear «Collins», «Purvey» o «Grierson». Pero sí «Smith». Sin duda. Lo demás que dijo Erica también tenía que estar lleno de eses, pero si hubiera pronunciado un nombre que interrumpiera las sibilantes, Bart se habría dado cuenta. Cuando comprendí el significado de lo que Bart me había explicado, me concentré en el señor Philip Smith.
—Y todo por un nombre —dijo Silvestri.
Con la orden en la mano, Carmine fue a la mañana siguiente con un coche patrulla y la furgoneta de los chicos de Patsy al hermoso valle donde Philip Smith había edificado su mansión.
Natalie Smith lo recibió en la puerta, echando chispas por los ojos, de un azul intenso, y con la cara totalmente crispada de rabia.
—¿No puede dejarlo en paz? —preguntó a Carmine, al que le costó entenderla debido a su fuerte acento.
—Disculpe, señora Smith, tengo que ejecutar esta orden.
—¿Tengo que irme al capricho? Hoy hace frío —se quejó.
—No, señora. Lo que vamos a registrar es el capricho. Por tanto, puede quedarse en su casa.
Carmine cruzó la exuberante hierba que separaba los arriates del jardín hasta llegar donde se alzaba el pequeño templo redondo, con sus estriadas columnas jónicas y su techumbre de terracota que recordaba el sombrero de un culí chino. «Sólo los ingleses podrían denominar un elemento decorativo de un jardín con una palabra que en su idioma significa también “locura”», pensó Carmine al subir los peldaños. Éstos y el suelo eran de terrazo verdoso; el resto era de mármol blanco. «¿Quién podía construir algo así en Estados Unidos?», se preguntó. Decidió que nadie. Seguramente las columnas eran importadas de Italia, donde abundaban los escultores. Sus equivalentes norteamericanos estarían tallando lápidas muy elaboradas.
Una inspección superficial no reveló ningún escondrijo, pero allí estaba Abe Goldberg.
—¿Crees que puedes encontrar el compartimento secreto? —preguntó Carmine.
Una sonrisa iluminó la cara pecosa de Abe, que soltó con los ojos brillantes:
—¿Se tira pedos un bebé regordete?
Carmine bajó los peldaños y se quedó en la hierba observando qué hacía Abe. Primero, pidió a dos policías que quitaran la mesa y las sillas blancas, se situó en el centro del capricho y dio una vuelta sobre sí mismo mirando el techo. Hecho esto, dio otra vuelta, esta vez mirando el suelo. Luego, recorrió longitudinalmente cada peldaño circular, tomando como referencia a Carmine. Tras lo cual, se tumbó en el suelo y empezó a darle golpecitos con los nudillos.
—Nada —dijo con sequedad.
Tal como estaban instalados, los peldaños constaban de doce secciones de arco de treinta grados cada una. El borde del peldaño superior medía aproximadamente un metro por sección.
—Será un engorro quitarlos, pero se puede —indicó, cogiendo una palanca para introducirla bajo el reborde del peldaño.
Lo fue intentando hasta que, a la quinta, pudo levantar el peldaño. Estaba tan bien encajado como los demás, pero cuando hizo palanca, salió y se rompió en pedazos.
—Él no abre el compartimento con una palanca, Carmine. ¿Lo ves? La sección se desliza hacia fuera por unos carriles como un cajón caro. Yo lo he roto —dijo, y terminó, no sin cierto pesar—: Un trabajo muy bueno. —Se encogió de hombros—. No tiene sentido lamentarse. ¿Dónde está mi cámara?
El Departamento de Policía de Holloman usaba bolsas de papel marrón de supermercado para guardar las pruebas grandes, bolsas de papel marrón pequeñas y sobres marrones. Entre los destellos del flash de la cámara de Abe, Carmine notó el mal olor que desprendía el compartimento. Intrigado, metió las manos y sacó un mono. Flash, flash, de la cámara. La prenda estaba tiesa, manchada de sangre seca, ya marrón, tanta que costó doblarlo para que cupiera en la bolsa. No estaba tan bien conservado como el recuerdo de Lancelot Sterling; estaba cubierto de moho, y al tocarlo, un montón de insectos salió correteando en busca de refugio.
—Aquí dentro no hay nada más —dijo Abe, decepcionado.
—Bueno, lo fotografiamos in situ y una vez fuera, el peldaño, el mecanismo deslizante y todo lo demás que se nos ocurra —comentó Carmine, que se puso en cuclillas—. Ya tenemos suficiente, pero quiero la navaja de afeitar. ¿Dónde estará?
—Dijiste que conservada como si fuera una reliquia, pero no puedes guardar algo que veneras en el mismo sitio en el que dejas la ropa ensangrentada —dijo Abe—. ¡El Fantasma, Carmine! Piensa en la adoración.
—Entonces está aquí, en algún lado, Abe. En una de estas columnas. Tiene que haber un compartimento en el interior de un tambor de una columna más o menos… a la altura de la cabeza. Para poder mirar la navaja de afeitar sin tocarla.
—Nada que hacer —dijo Abe, pesimista—. El mármol es demasiado grueso para oír dónde está hueco. Tiene que haber un resorte que abra una puerta al accionarlo, pero no manualmente. Dado su peso, ya que la puerta tiene que ser tan alta como un tambor de una columna, Smith activaría el resorte eléctricamente. Habría pasado los cables bajo tierra, bajo los peldaños y el suelo y los habría hecho subir por el interior de la columna. Es probable que todas tengan el centro hueco, pero la del compartimento, mucho más. Me apuesto lo que sea a que acciona la puerta con un mando a distancia, es radioaficionado y seguro que sabe cómo hacer esta clase de cosas. Si no se llevaba el mando a Zúrich, ¿y por qué tendría que hacerlo?, tiene que estar a la vista, entre los demás cachivaches que hay en el cuarto de la radio.
—Comprueba antes las columnas con una lupa, Abe. Si hay una puerta, tendrán que verse las junturas.
—Mira una columna de cerca, Carmine, la que quieras.
—¡Mierda! —exclamó Carmine al hacerlo—. Una línea fina recorre la parte central de cada estría.
—Tenemos que encontrar ese mando. O eso, o derribamos todo el templo.
—Lo que sería una verdadera lástima —respaldó Carmine—. Muy bien, Abe, ve a mirar en el cuarto de la radio. Nuestra orden no incluye la casa, pero ese cuarto está fuera de ella, en la azotea. Encuentra el mando, y no importará… ¡No, sí que importa! Smith es demasiado rico para que podamos despistar a los abogados que va a contratar. Me vuelvo a ver al juez.
Pasaron dos horas antes de que Carmine regresara con una orden para registrar el cuarto de la radio. El juez Thwaites, horrorizado al enterarse de que ya se habían encontrado pruebas que involucraban a Smith en un asesinato, emitió una orden general. Si lo necesitaban, también podían registrar la casa.
No necesitaron hacerlo. El registro del cuarto de la radio dio como resultado tres mandos pequeños, de la clase que la gente usa para abrir la puerta del garaje. La diferencia radicaba en que los tres estaban hechos en casa. El segundo abría la puerta escondida en una columna.
Oculta en su caparazón de mármol, la navaja de afeitar descansaba sobre dos soportes de plata que salían de un pie decorado con una filigrana preciosa; toda la cavidad estaba forrada de satén acolchado de color carmesí.
—El pie no es de plata —dijo Abe—. No está deslustrado.
—Diría que está chapado en cromo más que en platino —comentó Carmine tras examinarlo de cerca.
Cogió con cuidado la navaja usando un pañuelo limpio para no perjudicar sus superficies. Estaba sucia, recubierta de una gruesa capa de sangre seca, especialmente alrededor de la espiga. La metió en un sobre marrón, que selló ante testigos.
—Tendría que haber recordado traer guantes de goma —se lamentó uno de los chicos de Patsy—. El doctor O’Donnell quiere que sean obligatorios para la recolección de pruebas.
—Tranquilo, nos las arreglaremos —aseguró Carmine—. Él y el inspector jefe planean una reunión cuando todo el alboroto sobre este caso se acabe para que debatamos sobre las pruebas. Es un quebradero de cabeza.
—Si las huellas de Smith están en esa navaja —dijo Abe mientras guardaba la cámara—, es nuestro.
—Siempre y cuando las huellas estén en la sangre o sobre ella —puntualizó Carmine.
—¡Lo estarán, Carmine, lo estarán!
—Lo que me gustaría saber es qué puertas abren estos otros dos mandos. Doug, el indeciso, me va a matar, pero creo que tengo que obtener una orden para toda esta finca, dentro y fuera de la casa, para recorrer cada habitación, cada estatua, cada reloj de sol, cada cosa que vea hasta abrir otras dos puertas secretas controladas eléctricamente. Tengo la impresión de que valdrá la pena hacerlo —dijo Carmine.
—Ya tienes órdenes de registro para dar y tomar —protestó Abe.
—Sí, pero el clima judicial está cambiando, Abe, y los policías que no cambien con él lo pasarán mal. Quiero que mi nueva orden especifique que estoy buscando lo que abren estos dos mandos.
—Pues asegúrate de que tengan pilas nuevas.
El sábado, el matrimonio Delmonico se subió al Fairlane y partió hacia Orleans. Aunque sabía que tendría que esperar en algún sitio mientras Carmine interrogaba a Philomena Skeps, Desdemona estaba encantada con esa salida. No había ido nunca a Cape Cod, y la perspectiva de pasar un día fuera con Carmine la entusiasmaba. En Holloman, Carmine estaba a merced de su numerosa familia, y por extensión, ella también, por no hablar de las exigencias de su trabajo. Ahora estaba casi totalmente segura de que lo tendría sólo para ella unas ocho o diez horas. Nadie iba a entrar por la puerta ni a llamar por teléfono pidiendo que fuera a encargarse de algún asunto policial. Y, encima, hacía un perfecto día de verano.
Julian se había quedado con la tía María y una tribu de primas que lo iban a consentir, y Desdemona no era de esas madres tan exageradas que no están tranquilas cuando su hijo no está con ellas. Era un día de vacaciones, y por la cantidad de tráfico que había en la I-95, vio que mucha más gente había decidido ir a la zona de Cape Cod a pasar un día tan bonito. Lo único que empañaba su estado de ánimo era que Carmine llevaba una automática del 38 en el cinturón junto con su placa dorada de capitán. Pero cuando abrió la guantera para dejar una bolsa de caramelos y vio una segunda arma del 38 con varios cargadores de reserva, se horrorizó.
—¡Oh, no me lo puedo creer! —exclamó—. ¿Adónde vamos, a Dodge City?
—Ves demasiada tele —soltó Carmine, sonriendo.
—¡Y tú estás paranoico! ¡En serio, Carmine! ¿Dos pistolas? ¿Munición de reserva? ¿Cómo puedo sentirme cómoda en medio de un arsenal? ¿Va a tener que ver Julian esta clase de cosas?
—Siempre llevo una pistola de repuesto en la guantera, Desdemona. Lo que pasa es que no sueles abrirla, nada más. Me había olvidado de que estaba ahí.
—¡Y qué más! ¡Antes olvidarías que tienes cabeza!
—Bueno, puede —dijo con una sonrisa—. Sin mi arma reglamentaria me siento desnudo, ésa es la verdad. Cuando entremos en algún sitio a desayunar, llevaré puesta la chaqueta y nadie se dará cuenta. John Silvestri sugirió que te trajera, pero no hagas que me arrepienta, Desdemona. Hoy tengo que ver a dos sospechosos, y aunque no espero tener problemas, siempre hay que estar preparado.
Desdemona guardó silencio un rato, asimilando la contundencia en la voz de su marido y resentida por que la hubiera reprendido como si hubiera hecho algo malo. Su fortaleza y su independencia la incitaron a rebelarse, pero su sentido de la justicia le indicó que cuando se casó con un policía, ya sabía lo que eso implicaba. Lo que le preocupaba era el abismo que había entre ambos sexos en lo referente a las armas. Las mujeres las detestaban. A los hombres les gustaban. Y Julian estaría de parte de su padre.
—Me pregunto cómo pueden dormir las demás mujeres sabiendo que sus maridos tienen una pistola bajo la almohada —dijo por fin.
—Más o menos como tú, preciosa. Como un tronco todas las horas que los hijos les permiten.
Desdemona soltó una carcajada.
—¡Touché!
—Si me ganara la vida trabajando de administrativo o de mecánico, no sería necesario que llevara un arma —dijo Carmine—. Pero un policía es un soldado en tiempos de paz. Se está librando una guerra y los soldados tienen que ir armados. Lo peor es que la guerra también afecta a los civiles. Mira lo que os pasó a ti y a Julian junto al cobertizo para las barcas.
—Pues quizá tendría que aprender a usar un arma, aunque no lleve ninguna encima —comentó tras tragar saliva.
—Me parece muy bien —dijo Carmine cariñosamente—. Los accidentes con armas de fuego suceden por no saber manejarlas. Lo organizaré todo para que vayas a un campo de tiro de la policía. Mejor que aprendas con una automática del 38 porque me he pasado a ella, aunque Silvestri no quiera hacerlo.
«Otra batalla perdida —pensó Desdemona—. No he logrado convencerlo, sino que ha acabado convenciéndome él a mí. ¿Qué haría si alguien fuera a por Julian? Querría protegerlo.» Pasearon entre las increíbles mansiones de la playa de Rhode Island, convertidas casi todas en instituciones y residencias de la tercera edad, aunque seguían revelando su origen millonario. Después de un buen desayuno, entraron en los bíceps de Cape Cod, y Desdemona se maravilló al ver lo bonito que era.
—Es mejor en julio, cuando las rosas están en flor —aseguró Carmine.
—No me había fijado nunca en la cantidad de sitios preciosos con aspecto del Viejo Mundo que tiene esta parte de Estados Unidos. Creía que los pueblos de la costa, como Essex, en Connecticut, eran espléndidos, pero los pueblos de Cape Cod lo son mucho más, mejor dicho, lo son de otra forma —dijo Desdemona.
Llegaron a Orleans a primera hora de la tarde. Carmine dejó a Desdemona en las dunas que se extendían en el extremo atlántico del antebrazo de Cape Cod, y fue a ver a Philomena Skeps.
Que lo esperaba, muy serena. «Bueno, estoy aquí para acabar con esa tranquilidad», pensó Carmine, mientras se sentaba en una silla blanca del anexo que había detrás de la casa.
—¿Cuándo se mudan a Boston? —preguntó.
—No antes de septiembre —contestó—. Pasaremos un último verano en Cape Cod.
—Pero conservará la casa, supongo.
—Sí, aunque imagino que sólo podré venir algún que otro fin de semana. A Desmond le gusta mucho vivir donde pueda ir al cine, jugar al millón y quedar con sus amigos.
Habló con la misma voz suave y regular de siempre, pero su timbre reflejaba tristeza. «¡Ah! —pensó Carmine—. Está empezando a percatarse de las inclinaciones sexuales de su hijo.»
De hecho, había envejecido algo en unas cuantas semanas. Le habían empezado a salir patas de gallo y tenía un par de arrugas, apenas visibles, junto a las comisuras de los labios, que ahora estaban un poco curvados hacia abajo. El cambio más sorprendente era un mechón de pelo blanco que le salía de la parte izquierda de la frente entre los rizos negros; le confería un aire irreal, como de hechicera medieval.
—¿Tiene ya organizado el futuro de Cornucopia?
—Creo que sí —respondió con una leve sonrisa—. Phil Smith seguirá como presidente del consejo, todos los miembros actuales seguirán en él, y yo permaneceré en un segundo plano como tutora de los intereses de mi hijo en el control de la empresa. Si las cosas van bien, no veo por qué habría que cambiar nada. La muerte de Erica deja un puesto vacante en el consejo que quiero que ocupe Tony Bera.
—Precisamente estoy aquí para hablarle de la composición del consejo de Cornucopia, señora Skeps —dijo Carmine con la misma formalidad—. Philip Smith lo abandonará para siempre.
—¿Cómo dice? —preguntó con los ojos desorbitados.
—Ha sido detenido por asesinato y espionaje.
Inspiró profundamente y se llevó una mano a la garganta.
—¡No! ¡No, eso es imposible! ¿Phil? Está equivocado, capitán.
—Le aseguro que no. Las pruebas son abrumadoras.
—¿Espionaje?
—Oh, sí. Lleva pasando información secreta a Moscú desde hace diez años por lo menos —aseguró Carmine.
—¿Es por eso que…? —No terminó la frase.
—¿Que qué, señora Skeps?
—Que habla ruso cuando está a solas con Natalie.
—Si me lo hubiera dicho antes, nos habría servido de mucha ayuda, señora.
—No le di ninguna importancia hasta ahora. A Natalie le cuesta hablar inglés, y aunque el ruso no es su lengua materna, lo habla bien. Phil explicó que había hecho un curso de ruso en la Berlitz al casarse con ella. Solía reírse de ello.
—Bueno, pues ya no se ríe.
La señora Skeps se retorció en la silla, alterada y absorta. De repente, exclamó:
—¡Tony! ¡Tengo que ver a Tony! ¿Dónde está? ¡Tendría que estar aquí!
—Conociendo al señor Bera, me imagino que estará esperando fuera para hacer su entrada en el momento oportuno —dijo Carmine, que se levantó para acercarse a la esquina de la casa y gritar—: ¡Señor Bera! ¡Lo necesitan!
Bera apareció en unos segundos, echó un vistazo a Philomena y lanzó una mirada asesina a Carmine.
—¿Qué le ha dicho para que se pusiera así? —preguntó.
Carmine se lo contó, y fue evidente que lo sorprendió tanto como a Philomena. Ambos se acurrucaron en un banco de hierro forjado y se quedaron mirando a Carmine como si fuera el portador de sus órdenes de ejecución.
—¡Dos puestos vacantes en el consejo! —exclamó Bera.
«Lo que me da una idea de sus prioridades —pensó Carmine—. Le importa un comino lo del espionaje o el asesinato, lo único que le preocupa es una junta dócil para proteger los intereses del joven Desmond, y los suyos propios. El señor Anthony Bera es de mucho cuidado.»
—Si les sirve de consuelo, la última orden ejecutiva del señor Smith fue nombrar un nuevo director general para Cornucopia Central —dijo con brío—. Cumplirá las funciones de Erica Davenport fuera del consejo, aunque no tendrá sus responsabilidades en el mismo. Se trata del señor M. D. Sykes.
Esta noticia no interesó a ninguno de los dos, pero Carmine no había creído que fuera a hacerlo. Se la había dado para provocar una reacción, y si la hubiera obtenido, habría tenido que hurgar en el pasado del señor M. D. Sykes. Era un alivio saber que no sería necesario. Cuando se fue, lo hizo con el total convencimiento de que Tony Bera le sacaría todo el jugo posible a los bienes de Desmond los ocho años siguientes. Pero los delitos económicos no le concernían.
—¡Qué raro es el mundo! —comentó a Desdemona cuando se dirigían a un restaurante especializado en langostas—. Si alguien le roba diez de los grandes a su empresa, va a la cárcel. En cambio, un individuo roba millones de los fondos de una empresa y ni siquiera lo procesan.
—Es mejor estar en lo alto del montón que en el fondo —dijo Desdemona—. ¡Oh, Carmine, gracias por este día! He retozado en la arena, he chapoteado, he dejado que el viento me despeinara, me he alegrado la vista con estos pueblos tan maravillosos… ¡Ha sido sensacional!
—Ojalá hubiera conseguido algo más —gruñó Carmine—. Puede que esos dos no sean espías ni asesinos, pero son culpables de muchas cosas. Bera tiene encandilada a Philomena, pero también ha seducido a su hijo. Al muy cabrón le van las dos cosas.
—¡Oh, eso es asqueroso! —exclamó Desdemona—. ¡Hacerles el amor a una mujer y a su hijo! Me imagino que ella no lo sabe.
—No, no lo sabe, aunque está empezando a sospechar que al joven Desmond le gustan demasiado los hombres. Si hubieras visto al chaval, te habrías dado cuenta al instante. Es demasiado guapito. Seguramente, empezaría en el colegio, y a eso le echa la culpa su madre.
—¿Quieres decir que es innato en él?
—Sin duda.
—¿Es afeminado?
—¡No! Es resistente como una mula, duro como una piedra.
Y, en ese momento, llegaron al aparcamiento del restaurante.
Desdemona se olvidó de unas preocupaciones que sólo la afectaban como madre. Mientras pedía el almuerzo pensó que era demasiado feliz para estar desanimada. Había vuelto a toda prisa de Londres a Holloman porque sabía que se acercaban los días fértiles de su ciclo mensual y que, si no los pasaba con Carmine, tendría que esperar otro mes para volverlo a intentar. Julian iba a cumplir seis meses; si concebía ahora, tendría quince o dieciséis meses cuando llegara el nuevo bebé. Era diferencia de edad suficiente. Si era otro varón, tendría la oportunidad de atrapar físicamente a su hermano mayor antes de que éste se fuera de casa. «Y eso significa que, si no se soportan, el mayor no siempre se podrá imponer al menor por la fuerza», pensó satisfecha.
Con la tripa llena de langosta, Desdemona se durmió en el coche antes de llegar a Providence.
«Y con eso se va al traste la teoría de Silvestri sobre tener compañía durante el viaje —pensó Carmine, con el brazo derecho dolorido por la presión de la cabeza de su mujer—. Pero ha sido un día fantástico, y con algo de suerte no tendré que volver más a Orleans.»