Cuando Simonetta Marciano irrumpió en su despacho, a Carmine le sorprendió la intromisión, pero no la manera en que ésta se produjo; Simonetta irrumpía en todas partes, era innato en ella. Se había quedado en los años cuarenta, durante la guerra, cuando se había producido su mayor triunfo: se había casado con el comandante Danny Marciano, que hasta entonces había conseguido evitar que lo atraparan. Apenas en la veintena, a Simonetta no le interesaban los soldados rasos de su edad. Quería un hombre maduro que pudiera mantenerla a lo grande desde el principio de su relación. Y en cuanto puso los ojos en el comandante Marciano, lo persiguió usando los deliciosos trucos de la juventud, la belleza y la alegría. Ahora, a él le faltaban dos años para jubilarse de la policía de Holloman, mientras que ella tenía cuarenta y pocos años.
Hoy llevaba un vestido abotonado por delante de color rosa con lunares de un tono rosa más oscuro que le llegaba hasta las rodillas. Las medias con costura le realzaban las piernas, muy bonitas, y calzaba unos zapatos de cabritilla rosa de tacón mediano con un lazo delante. Llevaba el pelo recogido, y se había puesto un enorme lazo de satén rosa en la parte posterior de la cabeza. Estaba de moda pintarse los labios de color rosa o pardusco, pero Simonetta se había decantado por el rojo brillante. Al verla, cualquiera que no la conociera podría haber pensado que regalaba sus favores, pero se habría equivocado. Simonetta sentía devoción por su Danny y sus cuatro hijos; sus pasiones más bajas estaban encauzadas a cotillear, y no había nada que no supiera. Tenía antenas en la alcaldía, en Chubb, en los departamentos que formaban los Servicios del Condado, en la Cámara de Comercio, en la organización de los Caballeros de Colón, en el Rotary, en el Hospital Shriners para niños y en muchos más sitios donde se podían obtener informaciones jugosas. Según decía su marido en broma, tener a Simonetta a tu lado era como disfrutar de todas las ventajas de la Biblioteca del Congreso sin tener que molestarte en pedir prestados los libros.
—Hola —dijo Carmine, y se acercó a ella para darle un beso en la mejilla—. Estás espléndida, Netty.
—Viniendo de ti, es todo un cumplido —dijo, satisfecha.
—¿Café?
—No, gracias, no puedo quedarme mucho rato. Tengo que ir a una reunión feminista en el Buffo’s —dijo, y soltó una risita—. Almuerzo, un buen vino tinto italiano, y mucha inmundicia.
—No sabía que fueras feminista, Netty.
—No lo soy —aseguró, y resopló—. Creo en cobrar el mismo sueldo por el mismo trabajo.
—¿En qué puedo servirte? —preguntó Carmine, totalmente desconcertado.
—¡Oh, no puedes! No he venido por eso. He venido porque recordé que Danny comentó que tú y los tuyos estabais buscando a personas que hubieran asistido al banquete de la Fundación Maxwell.
—Tú misma estuviste, Netty.
—Sí, en la mesa de John. Pero no sabíamos nada sobre lo que estabas buscando —dijo, y pareció salirse por la tangente—: ¿Conoces la funeraria Lovely Peace?
—¿Quién no? Bart debe de haber enterrado a la mitad de East Holloman.
—A la mitad importante, como mínimo.
Estaba intrigado; aquello era típico de Simonetta, una perfeccionista en el arte del cotilleo. Lanzaba migajas al agua y esperaba a que se hubieran acercado todos los patos antes de sacar el arma, eso era lo que hacía.
—No ha sido el mismo desde que Cora falleció —dijo Netty.
—Estaban muy unidos —dijo Carmine, muy serio.
—¡Es una pena que no tuviera un hijo que se hiciera cargo del negocio! Las hijas están muy bien, pero no parecen querer seguir nunca los pasos de su padre.
—Salvo que, si no recuerdo mal, Netty, el marido de la mayor, se dedica a las pompas fúnebres y se ha quedado con el negocio de Bart.
—¡Que no te oiga Bart decir eso de las pompas fúnebres! A él le gusta que lo llamen sepulturero, como se hacía antes.
Camine ya se había cansado.
—¿Dónde quieres ir a parar, Netty?
—¡Ya va, ya va! Hace dieciocho meses que Cora murió, y las hijas de Bart se preocupan por él —explicó Netty, emperrada en seguir relatando enrevesadamente su historia—. Lo dejaron tranquilo los primeros seis meses, pero cuando vieron que no empezaba a salir, lo empujaron a hacerlo. Insistían para que fuera al Schumann cada vez que se estrenaba un nuevo espectáculo, al teatro, al cine, a reuniones… el pobre hombre no paraba.
—¿Me estás contando todo esto para informarme de que fue al banquete de la Maxwell? —preguntó Carmine.
Netty lo miró cariacontecida.
—¡Por Dios, Carmine, qué poca paciencia! Pero sí, las hijas de Bart insistieron en que comprara una entrada para el banquete de la Maxwell —confirmó, y prosiguió más animada—: Ayer estuve hablando con su hija menor, y comentó algo sobre Bart y el banquete. Al parecer no se lo pasó bien, por lo menos cuando se sentó en una mesa que, según dijo a Dolores, estaba llena de borrachos y bichos raros. Estábamos sentadas de lado en el salón de belleza de Gloria, y Dolores lo mencionó cuando le pregunté cómo estaba su padre. Oí todos los detalles sobre los progresos de Bart porque tuvimos que esperar un buen rato a que el tinte se fijara. —Se levantó sonriendo, recogió el suéter, las llaves del coche y el monedero de plástico rosa—. Me tengo que ir pitando, Carmine. Ve a ver a Bart. Tal vez pueda ayudarte.
Y se marchó tan rápido que casi chocó en la puerta con Delia, que iba a entrar.
—¡Dios mío! ¿Quién era? —preguntó Delia a Carmine.
—Simonetta, la mujer de Danny Marciano. Uno de los recursos más valiosos de la policía de Holloman. De hecho, si el FBI tuviera acceso a lo que ella sabe, se habrían terminado todas sus preocupaciones —comentó, y tras echar un vistazo al reloj añadió—: Es casi la hora del almuerzo. ¿Podrías conseguirme el número de Joseph Bartolomeo, Delia? Y también su dirección, por favor.
Tal como Carmine recordaba, el propietario de la funeraria Lovely Peace vivía antes en una casa muy bonita cerca de su negocio, situados ambos a una razonable caminata o un breve recorrido en coche fúnebre desde la iglesia católica de St. Bernard. Pero tras la muerte de su mujer, había dejado el negocio en manos de su yerno y se había comprado un piso en el bloque donde Carmine tenía antes su residencia, el edificio Nutmeg, en la misma Cedar Street, a unos metros de los Servicios del Condado.
Después de pensarlo un poco, Carmine decidió que Delia lo llamara para invitarlo a almorzar al Malvolio. El hombre estaba en casa y no dudó en aceptar.
Cuando Carmine entró en el Malvolio, su invitado estaba ya instalado en una mesa situada al fondo del gran local, dando sorbos a una taza de café que Minnie le había servido. Aunque su nombre era Joseph Bartolomeo, todos los que le conocían lo llamaban Bart, y a él le iba bien así, porque tenía pocas connotaciones étnicas. El mundo estaba lleno de Joseph, desde McCarthy hasta el mismísimo Stalin, reflexionó Carmine, pero había muchos menos Bart. Ahora que se acercaba a los setenta, Bart parecía tener cualquier edad entre cincuenta y ochenta, porque poseía la cualidad de permanecer en el anonimato, muy a lo Alec Guinness, de modo que la gente no conseguía recordar cómo era o cómo se comportaba. Tenía un físico corriente, una cara corriente, una complexión corriente, un porte corriente. Lo que le había resultado muy útil para ser sepulturero, esa persona discreta que cuida concienzudamente del ser querido fallecido, organiza y supervisa sus exequias y no deja tras él ningún rastro que eche a perder los últimos recuerdos.
—Hola, Bart, ¿cómo estás? —preguntó Carmine sentándose delante de él y tendiéndole la mano.
Sí, hasta su apretón era corriente: ni demasiado flojo ni demasiado fuerte, ni demasiado seco ni demasiado húmedo.
—Voy tirando —respondió con una sonrisa.
No era necesario darle el pésame con un año y medio de retraso; Carmine había ido al funeral de Cora.
—Almorcemos y así podremos hablar después más tranquilos —sugirió Carmine—. ¿Qué te apetece?
—Minnie me ha dicho que el especial está muy bien: carne asada. Creo que tomaré eso, y arroz con leche después —dijo Bart.
Carmine pidió una ensalada especial de Luigi con aderezo Thousand Islands. Sin Desdemona en casa que le preparara esas fabulosas cenas, podía volver a comer como cuando era soltero.
El almuerzo fue agradable, pasando el rato como hacían los viejos habitantes de East Holloman. Carmine no se puso serio hasta que Minnie había retirado los platos del postre.
—Esta mañana ha venido a verme Netty Marciano y me ha dicho que estuviste en el banquete de la Fundación Maxwell —explicó—. ¿Es verdad eso, Bart?
—Sí, compré una entrada. Estuvo muy bien organizado, pero no me lo pasé demasiado bien, por lo menos al principio —contó Bart.
—Dame los detalles, necesito saberlos.
—Bueno, en mi mesa tenía que haber amigos míos, pero cuando llegué, resultó que los demás habían cancelado su asistencia, por el virus gástrico. Así que me senté con cinco dentistas y cuatro de sus mujeres, y la dentista que iba sin pareja me volvió la espalda. No conocía a ninguno. Ellos se lo pasaron muy bien, yo me lo pasé fatal —dijo Bart, y suspiró—. Ése es el problema de ir solo a los sitios. Y como soy sepulturero, en cuanto la gente me pregunta a qué me dedico, me mira como si fuera Boris Karloff.
—Lo siento —dijo Carmine con tacto.
—Cuando retiraron los platos del postre, decidí ir a sentarme a un sitio mejor —continuó Bart con su voz suave, nada corriente—. Mi primer intento fue un fracaso: Dubrowski, el abogado, y unos cuantos colegas de profesión forasteros. Hablaban sobre trabajo, sobre si los clientes aceptarían un aumento de sus tarifas, esa clase de cosas. No pasé de decirles que era sepulturero y de que me miraran como si fuera Boris Karloff.
—Los abogados son lo peor que hay —dijo Carmine con convencimiento.
—No hace falta que me lo digas —replicó Bart frunciendo el ceño.
—¿Qué hiciste entonces?
—Fui a una mesa muy rara, pero que muy, muy rara. Cuatro mujeres y cuatro hombres, pero costaba creer que alguno fuera amigo de algún otro. Uno de los hombres era de Chubb y miraba por encima del hombro a todos los demás; recuerdo que los llamaba «filisteos». Otro era tan gordo que pensé que no tardaría mucho antes de necesitar una funeraria. Lo mismo que una mujer mayor que tenía problemas respiratorios y un tono azulado bajo las uñas. Unos cuantos estaban borrachos perdidos, especialmente un tipo alto, delgado y moreno que no soltaba la copa ni a tiros. Había una joven muy bonita que parecía fuera de su ambiente, y una mujer que parecía tan cansada que creí que iba a quedarse dormida en la mesa. No creo que estuviera borracha, sino cansada. Conocía a la cuarta mujer porque todo el mundo la conoce: Dee-Dee, la prostituta. Qué hacía allí no alcanzo a imaginarlo.
Carmine lo escuchaba embelesado, preguntándose si debería interrumpir la narración fluida de Bart o esperar a que terminara para hacerle preguntas. «No, deja que siga», decidió.
—El otro hombre era muy joven, en edad estudiantil. Me recordaba al hombre de Chubb, sólo que era muy feo de cara mientras que el hombre de Chubb era apuesto. Me senté entre el hombre gordo y el de Chubb en una de las dos sillas vacías que había. La otra estaba en el lado opuesto del borrachín, entre él y el joven estirado. Cuando acababa de sentarme, llegó una mujer y se sentó entre el joven y el borrachín. También estaba muy borracha, y daba la impresión de que tenía algún asunto pendiente con el borrachín.
Llegó el momento de interrumpir.
—¿Cómo es posible que recuerdes todos los detalles cinco meses después, Bart? —preguntó Carmine. Si no se lo preguntaba él, seguro que lo haría algún abogado defensor de primera. Era mejor saber ahora cuál sería la respuesta de Bart.
—Recordar todos los detalles forma parte de mi trabajo —contestó Bart, algo dolido, con dignidad—. Quién está sentado dónde, quién no se habla con quién, qué color detesta la familia Mascetti o qué color detestan los Castelano; el trabajo de sepulturero es muy delicado. Y tampoco puedo olvidarlo todo al día siguiente. La muerte es muy caprichosa, y nunca se sabe cuándo volverán las mismas personas a enterrar al siguiente miembro de la familia.
—¡Qué razón tienes, Bart! ¿Me puedes describir a la mujer borracha que llegó a la mesa? —preguntó Carmine.
—¡Oh, por supuesto! Era muy bella, con mucha más clase que las cuatro que estaban ya sentadas. Rubia, con el pelo muy corto. Una ropa maravillosa, de color azul muy claro. Cuando el hombre gordo intentó hacer las veces de anfitrión, lo dejó con la palabra en la boca. En realidad, creo que ni siquiera vio a los demás, de lo concentrada que estaba en el borrachín. Me imagino que sería alguien importante, por la forma en que el hombre gordo, el de Chubb y el joven lo trataban, como si le tuvieran miedo pero lo necesitaran. No, el joven no. Él era como Netty Marciano: tenía las antenas puestas para captar todos los chismes.
—¿Y captó alguno? —preguntó Carmine.
—Bueno, la belleza y el borrachín eran amantes y acababan de cortar. Por eso estaba ella tan disgustada, si puede decirse así. —Bart sonrió a modo de disculpa—. Me he pasado la mayor parte de la vida utilizando eufemismos al hablar, pero ahora ya no es necesario, así que te lo diré tal cual, Carmine: ¡esa mujer estaba de lo más cabreada! El borrachín apenas se dio cuenta; estaba demasiado ebrio, creo. Ella no lo vio.
—¿Recuerdas de qué hablaron? ¿Tuvo sólo que ver con el fin de su relación? ¿Mencionó la mujer algún nombre?
Bart frunció el ceño.
—Sí, pero no recuerdo ninguno. No eran de nadie que yo conociera. Excepto uno que me llamó la atención porque es el nombre de una santa, Philomena, y no había oído nunca que una mujer se llamara así. Los camareros que servían esa mesa eran muy atentos, creo que debido a la importancia del borrachín. Al menos, su supervisor les susurraba al oído, y ellos se apresuraban a llenar de nuevo las copas, recoger cosas de la mesa, dejar en ella ceniceros vacíos. De manera que la belleza se emborrachó aún más y empezó a divagar. ¡Dijo cosas rarísimas! Sobre Rusia, sobre sujetarle la mano a Stalin, besarle la calva a Kruschev… todo por el estilo. Empezó a sisear al borrachín que no tenía ni idea de lo que estaba pasando en su empresa y de que alguien era enemigo suyo. Siguió así, con una especie de siseo que sonaba malicioso, vengativo. Él estaba tan mal que no creo que oyera nada de lo que le dijo. El hombre gordo estaba intentando convencerlos a los dos para que tomaran un poco de café, y los tres camareros rondaban la mesa.
Carmine sintió algo indescriptible, algo que no había sentido desde el Fantasma. Miró a Joseph Bartolomeo, asombrado de tener tanta suerte.
—¿Qué pasó después? —preguntó.
Bart se encogió de hombros.
—No lo sé, Carmine. Vi una mesa llena de gente que conocía cerca de la pared del fondo, y me largué de allí. ¡Brrr! —dijo, y se estremeció—. No había estado nunca tan contento de sentarme con mis amigos, y empecé a pasármelo bien.
—Puede que más adelante tengas que declarar sobre todo esto en un juicio, Bart —comentó Carmine—. Así que no olvides nada.
Abrió los ojos como platos.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
Carmine lo acompañó de vuelta hasta el edificio Nutmeg, le estrechó enérgicamente la mano y se marchó en busca de Abe y de Corey.
No había podido referirse como habría querido a la relación del espionaje con el caso porque su equipo no tenía la habilitación de seguridad necesaria.
—Bueno, a la mierda —dijo en su nuevo despacho, mucho más silencioso que el anterior—. Si alguno de vosotros dice una sola palabra, aunque sea a su mujer, le cortaré las pelotas. Así que no lo hagáis. Está en juego vuestra carrera, además de la mía. Confío en vosotros, chicos, cosa que no puedo decir de Ted Kelly.
Al final del relato de Carmine, Corey y Abe se miraron con una mezcla de alivio y de triunfo; por fin sabían todos los detalles de ese caso tan complejo.
—En cuanto se le pasó la borrachera —dijo Carmine—, Erica confesó lo que había hecho a su controlador, que es Ulises. ¿Os sorprende? ¿Creéis que fue una estupidez por su parte? Los católicos se confiesan a un sacerdote, ¿no? Erica estaba adoctrinada como lo está cualquier persona por una religión. No se tiraba un pedo sin el permiso de Ulises. Tal como yo lo veo, contó a Ulises lo que había pasado, y le dijo que, en su opinión, nadie se había enterado de nada, y menos que nadie, Skeps. Seguro que Ulises sabía que estaba diciendo la verdad. Dependía totalmente de él, y le tenía pavor.
—Muy bien, Erica se expuso en público, y Ulises lo supo, pongamos por caso, el cuatro de diciembre, el día después —comentó Corey, esforzándose en desentrañar un comportamiento que le costaba entender—. ¡Pero pasaron cuatro meses, Carmine! Y, después, todas las personas que estaban relacionadas con la mesa diecisiete murieron asesinadas. ¿Por qué esperó Ulises tanto tiempo?
—Piensa, Corey, piensa —respondió Carmine con paciencia—. Asesinar a once personas no es moco de pavo. Hasta Ulises necesitó tiempo para planearlo.
—Y para que todo el mundo se olvidara de que había habido un banquete de beneficencia —soltó Abe, atando cabos—. Ulises es listo, lo bastante para saber que el asesinato tiene consecuencias diferentes al espionaje. No digo que los espías no asesinen, pero lo hacen encubiertamente. El asesinato de civiles es patente. Tenía que saber que, si planeaba un asesinato múltiple, habría policías investigando por todas partes, y que algunos de ellos también podían ser listos. Los policías de homicidios son agresivos y descarados.
—¡Claro! —exclamó Corey—. Ulises no habría querido tener que asesinar a nadie, pero si había que hacerlo, habría preferido matar a sus víctimas de una en una, espaciadas entre sí. En una ciudad grande, ningún problema. ¿En Holloman? Imposible. Algunas de sus víctimas eran personas importantes, sus muertes habrían sido noticia del Post. No podía estar seguro de que una posible víctima se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Todas sabían dónde estaban sentadas determinada noche. No podía arriesgarse a que las muertes se alargaran en el tiempo. Si tenía que matarlos, tenía que matarlos a todos a la vez.
—Los dos tenéis razón —dijo Carmine, sonriendo—. Si tenían que morir, tenían que morir todos a la vez, incluso los camareros. No justo después del evento, pero quizá dos o tres meses después. De modo que esperó a ver si la indiscreción de Erica tenía alguna consecuencia, y esperó en vano. No pasó nada, nada en absoluto. Me imagino a Ulises soltando un suspiro de alivio al finalizar el cuarto mes. Estaba a salvo, y no tendría que invitar a los policías de homicidios a su rinconcito del mundo. Y entonces, el veintinueve de marzo, recibió la carta de Evan Pugh. En cierto sentido, la personalidad de Evan fue como maná caído del cielo. El que se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo había sido otro cabrón asqueroso.
—¿Pugh no envió la carta a Erica? —se sorprendió Corey.
—No. Lo que divagara estando borracha no importaba, ni siquiera esa estupidez de sujetarle la mano a Iósiv Stalin y de dar besos en el Comité Central. Si alguien la hubiera acusado, se habría reído en sus narices y habría dicho que todo eso era un cuento. Tuvo que ser algo que siseó después a Desmond Skeps al oído. Cuando estaba hablando sobre el traidor que había en Cornucopia. Creo que dijo su nombre —comentó Carmine.
—Pero si lo hizo, ¿por qué Evan Pugh esperó cuatro meses antes de actuar? Entiendo que es lógico dejar pasar el tiempo, pero no comprendo que Evan Pugh esperara cuatro meses —intervino Abe.
En la pared opuesta al escritorio de Carmine colgaba el único elemento decorativo de Mickey McCosker: una litografía barata de un lirio de agua marchito en un florero. Carmine, de repente, no pudo aguantarlo más. Se levantó, cruzó el despacho y quitó el cuadro de su sitio de un tirón. Lo dejó en una papelera vacía y se frotó las manos, satisfecho.
—No lo soporto —explicó a su boquiabierto equipo—. Mickey dijo que le recordaba a su mujer en su noche de bodas, aunque nunca dijo cuál. —Volvió a sentarse—. Creo que la respuesta está en el carácter de Evan Pugh. Como era un sádico, se lo pasó en grande con las vibraciones negativas que emitía Erica al llegar. Pero al final de la velada volvió a Paracelsus y se dedicó a hacer cualquier otra cosa horripilante de las suyas. Se olvidó de lo que había sucedido en la mesa diecisiete hasta que se lo recordó uno de esos caprichos del destino que son imprevisibles. El mes de marzo un número de la revista News publicaba un artículo sobre los líderes comunistas desde las grandes purgas de finales de los años treinta. Salió a la venta el veintiséis de marzo, y Myron tenía un ejemplar cuando vino a Holloman a presentarnos a su enamorada, Erica Davenport. El artículo lo había entusiasmado y me pidió que lo leyera. No tuve tiempo porque acabábamos de tener doce asesinatos.
—¡Dios mío! —exclamó Corey—. ¡Evan Pugh lo leyó!
—Sí, y fuera lo que fuese lo que el periodista explicaba sobre algunos de los miembros del Comité Central coincidía exactamente con lo que había dicho Erica. Después de eso, debió de recordar lo que Erica había siseado; una palabra significativa de Joseph Bartolomeo. Supongo que habría muchas s en lo que decía. ¡Y mirad qué suerte tenemos! ¡Encontramos a Bart cinco meses después del banquete de la Fundación Maxwell y es el testigo perfecto! Su profesión le enseñó a observar las cosas y a recordarlas.
—Erica dijo a Skeps quién era Ulises —soltó Abe—. ¡Madre mía!
—Sí, y Evan Pugh lo recordó.
—¿Reconoció Pugh el nombre? —preguntó Corey.
—Lo dudo —contestó Carmine—. Sólo necesitaba el nombre. Era un estudiante de Medicina que sacaba excelentes: sabía cómo documentarse. Después de la publicación de News, debió de pensar que le había tocado la lotería. Una oportunidad de fastidiar y atormentar a alguien con el hecho de que podía perder mucho más que simplemente dinero. No necesitaba la pasta. Es una de las cosa más extrañas de este caso: nadie necesita la pasta.
—Envió su carta —indicó Abe.
—Y Ulises se vio obligado a matar a todos los que estaban relacionados con la mesa diecisiete —añadió Corey.
—Contéstame una pregunta, Carmine —dijo Abe con el ceño fruncido—. ¿Por qué no se limitó Ulises a contratar a un sicario de otro estado para acabar con todos ellos? ¿Por qué tanto histrionismo? Veneno, intravenosa, disparos, violación, navaja, almohadas. ¿Se está riendo de nosotros?
—No. Creo que intentaba lograr que los asesinatos no parecieran estar relacionados entre sí —explicó Carmine—. Sí, tiene un ego del tamaño de Tokio, pero no se deja llevar por él. Es probable que este hombre tenga la graduación de coronel, o incluso de general, en el KGB; es frío como el hielo, no actúa de cara a la galería como los políticos. Lo único que ha intentado hacer desde el tres de diciembre es corregir los errores de Erica Davenport. Tenemos que suponer que él jamás ha cometido un error, y que puede que a Erica no la eligiera él, sino que como Erica era la única espía de Moscú que esperaba misión aquí, tuviera que aceptar que le sirviera de tapadera. Las mujeres tienen una debilidad, chicos. Se enamoran de un modo distinto a los hombres, lo que hace que a los hombres les cueste controlarlas.
—De manera que Ulises intentó cometer asesinatos distintos con la esperanza de confundirnos al agobiarnos de ese modo —dijo Abe, pensativo.
—Exacto.
Se produjo una pausa; Corey le puso fin:
—Hay otra cosa que me desconcierta, Carmine.
—¿De qué se trata?
—¿Por qué no fue asesinado Bart?
Carmine pareció dudar.
—Lo más factible es que Erica no se fijara que estaba ahí. Estaba sentado al otro lado de un hombre muy obeso, en silencio, y no lo habría podido ver a no ser que hubiera prestado atención a la mesa antes de sentarse. Sabemos que no lo hizo porque estaba borracha y concentrada en Desmond Skeps. Si no se dio cuenta de que Bart estaba allí, no pudo decírselo a Ulises. La otra posibilidad es que sí lo hubiera visto, pero como es un hombre tan discreto, lo hubiera olvidado enseguida. Una cosa sí sé, chicos: si Bart sigue vivo es porque Ulises no sabe que existe, o porque no ha podido averiguar quién es.
—Tenemos que poner vigilancia a Bart —dijo Corey.
—¿Y delatar así su importancia? Por eso he ido a almorzar con él abiertamente, y hasta lo he acompañado de vuelta al edificio Nutmeg. No parecíamos un detective y un testigo, sino dos viejos amigos que se ponían al día. Yo antes vivía en el edificio Nutmeg, y seguro que Ulises lo sabe. Por lo tanto, debo de tener amigos allí, ¿no?
—Nada de vigilancia —soltó Corey, deduciéndose mentalmente puntos para el ascenso.
—¿Y qué hay de Netty? —preguntó Abe con ironía.
Se miraron consternados. Carmine se encogió de hombros y dijo:
—Tendremos que esperar que hoy haya oído algo muy jugoso en el Buffo’s. Es muy posible. Era un almuerzo de mujeres con muchas feministas presentes. ¿Pauline Denbigh en el menú?
—Hay algo que nosotros no podemos hacer ni en broma —dijo Corey—. Si vemos a Netty, no podemos mencionar a Bart.
Al día siguiente, Carmine, Danny Marciano y John Silvestri tenían que asistir a una de las «ocasiones solemnes» del alcalde, como las había bautizado el inspector jefe. Ethan Winthrop, que había nacido en el norte del país, llevaba su querida alcaldía con toda la pompa y solemnidad que conseguía que sus concejales aprobaran, es decir, mucha; sus concejales estaban acobardados y les daba lo mismo mientras pudieran disfrutar de las ventajas de su cargo oficial. Así, los institutos Taft y Travis recibieron elevadas subvenciones para sus bandas de música, algo que beneficiaba a todos: Taft o Travis paseaban los trofeos de la banda por todas partes, mientras que el alcalde podía llenar el aire de Holloman con la música de sus brillantes metales durante esas «ocasiones solemnes».
Tener que asistir a estos actos irritaba a los jefes de la policía, y era uno de los pocos inconvenientes que Carmine le encontraba a su ascenso a capitán; los tenientes no tenían que ir, pero los capitanes sí. Peor aún, significaba tener que desempolvar el uniforme. En circunstancias normales, sólo Danny Marciano iba uniformado, ya que dirigía a los agentes de uniforme. Silvestre, que hacía lo que le daba la gana, solía llevar un traje negro y un suéter negro de cuello alto. Carmine se decantaba por los pantalones de algodón, las camisas sin corbata, una chaqueta de tweed con una corbata de Chubb en un bolsillo, y mocasines. Cómodo a la par que elegante.
Como el uniforme de gala de la policía para cargos tan altos lucía detalles y galones plateados, era azul marino en lugar de negro para evitar cualquier connotación con la Gestapo. Mujeres como Delia Carstairs, Desdemona Delmonico y Simonetta Marciano pensaban interiormente que los tres oficiales estaban guapísimos de uniforme; todos ellos tenían la cintura esbelta, los hombros anchos y eran apuestos. Netty tenía una pared llena de fotografías de su Danny con uniforme de gala, junto con unas cuantas de Silvestri y Carmine para rematarlas. Esta opinión no era compartida por los mártires enfundados en los uniformes, que tenían un cuello chino que Carmine, por lo pronto, juraba que lo habían afilado con una muela.
Pero no quedaba más remedio. Carmine, Danny y Silvestri estaban en Holloman Green, mientras las bandas de música de ambos institutos desfilaban tocando, y el alcalde llevaba a cabo la ceremonia junto a M. M., el rector de Chubb, con todo el esplendor de su toga y su birrete. Era un homenaje de la ciudad a la universidad cuando el curso académico llegaba a su fin. Por suerte, hacía un buen día; el parque estaba en flor, la hierba estaba mullida y todavía exuberante. Lo mejor de todo eran las hayas rojas, de nuevo cargadas de hojas, que presidían el acto con que el alcalde Winthrop celebraba una amistad que a veces tenía su lado frágil.
Estaban agrupados en o alrededor de una tribuna, rodeados de púrpura y de azul: los colores de Chubb y de Holloman respectivamente. La gente realmente importante estaba en la tribuna, donde el alcalde y M. M. ocupaban el lugar de honor. Los tres jefes de policía estaban tres pasos más abajo, con la cabeza cubierta a la altura de las rodillas de los dignatarios de la tribuna; el jefe de bomberos y su segundo, con uniforme azul más claro, los flanqueaban.
—Típico de Ethan colocarnos como si fuéramos flores en un puto arreglo —dijo Silvestri al hombre que estaba a su lado, el jefe de bomberos, Bede Murphy.
Carmine no prestó mucha atención; el cuello del uniforme le estaba cortando y asfixiando a la vez. Alargó el cuello, ladeó la cabeza en una y otra dirección y levantó el mentón todo lo que pudo. Vio un destello en las ramas más altas del haya más cercana. Dejó de moverse y se quedó mirando ese lugar con la cara de repente inexpresiva, un reflejo que se remontaba a los días anárquicos de la guerra, cuando los soldados se desmoronaban y empezaban a disparar a figuras a las que detestaban, como oficiales y miembros de la Policía Militar. ¡Ahí estaba! Otro destello cuando alguien recostado en una rama movía el arma para apuntarla; era el reflejo del sol en el cristal de una mira telescópica.
—¡Al suelo! —bramó—. ¡Todo el mundo al suelo! ¡Venga, venga!
Había sacado la pistola del 38 de su funda con la mano derecha, y vio con el rabillo del ojo que John Silvestri hacía lo mismo, seguido inmediatamente de Danny. Ya habían empezado los discursos y las bandas estaban en silencio, con los chicos sentados en la hierba muy modositos, como si no hubieran oído nunca hablar de un canuto.
No fueron las palabras de Carmine lo que hicieron que los dignatarios se lanzaran al suelo en medio de un revoloteo de togas; fue ver a los tres policías de gala corriendo como velocistas con el arma en la mano en dirección al haya, con Carmine al frente. Los chicos se dispersaron presas del miedo, gritando como locos, mientras que los espectadores se esfumaban, excepto el equipo de rodaje de Channel Six, que estaba captando las mejores imágenes desde ese día memorable del año anterior.
Danny Marciano recibió un balazo, y cayó sujetándose el brazo izquierdo, pero Carmine y Silvestri estaban ya demasiado cerca para un rifle largo, poco práctico para disparar a corta distancia.
El francotirador hizo un último disparo, inútil, pero nadie lo oyó, ahogado por los mucho más ruidosos de los revólveres de Carmine y Silvestri disparados al mismo tiempo, y una segunda vez, y una tercera. Las ramas más cortas se movieron y crujieron cuando un cuerpo se precipitó entre ellas para caer, inmóvil, al suelo.
El gemido de las sirenas y el centelleo de las luces de los coches patrulla llenó South Green Street; alguien con un walkie-talkie había pedido refuerzos en cuanto Carmine se había movido.
—Está muerto —dijo Carmine—. Es una pena.
—No podíamos poner en peligro a los chicos —comentó Silvestri, jadeando.
—¡Madre mía, qué desfachatez! —Carmine, en cuclillas, alzó los ojos hacia Silvestri y preguntó—: ¿Cómo está Danny? Tenemos que acordonar la zona, John. Ahora mismo, o sea que da la orden.
Carmine se quitó la chaqueta de gala, la tiró al suelo y se arrodilló para examinar a su presa. Un perfecto desconocido, lo que fue una decepción: tenía cuarenta y pocos años, y un cuerpo atlético, llevaba una sudadera marrón y la cara cubierta de maquillaje marrón para ser invisible en la copa de un árbol cobrizo. Silvestri regresó.
—Danny está bien. Le ha dado en el brazo, pero la bala no ha tocado nada vital. ¿Quién es este cabrón?
—Nadie que conozcamos.
—¿A quién iba a matar?
—Yo diría que a M. M. y después al alcalde, pero puede que a todas las personas de la tribuna que pudiera. —Carmine cogió el rifle, sujeto con un cordón al cuerpo del asesino, que era demasiado experto como para permitir que se le cayera sin querer—. Un Remington del 308, con cinco balas en la recámara. Un arma nueva; no había visto nunca ninguna.
—Los marines la han incorporado este año —comentó Silvestri, al caso de estas cuestiones, y estalló con una rabia aterradora—: ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve alguien a hacer esto en mi ciudad? ¡Mi ciudad! Aquí estaban nuestros hijos. ¡Nuestros hijos! ¡Alguien se nos está meando encima, alguien que tiene acceso a un arma nueva!
—Alguien a quien tenemos que parar —dijo Carmine—. Te diré algo, John: nunca más volveré a quejarme de este uniforme. Moví la cabeza porque el cuello me estaba matando. Un rayo de sol se coló entre las hojas y dio en la lente de la mira justo cuando yo alargaba el cuello. Vi un destello, luego otro. Me recordó una situación que viví en Fort Bragg. ¿Sabes qué? Danny no para de decirme que me cambie a una automática, pero si no hubiera llevado un revólver de cañón largo, y tú también, jamás habríamos atrapado a este hijo de puta.
—Sí, sí, Carmine —dijo Silvestri, dándole unos golpecitos en la espalda que Channel Six interpretó como un gesto de felicitación—. Pero Danny tiene razón, francotiradores aparte, ya no vamos a tener ningún otro. Ha llegado la hora de pasarse a la automática. —Suspiró con pesar.
»Aquí no vamos a averiguar nada más —prosiguió el inspector jefe—. Vamos a ver cómo están las dianas de este tiroteo y a asegurarnos de que nadie esté herido.
Lo único que había sufrido daños, aparte de la dignidad de los presentes, fue el sombrero de Henry Howard, en el que habían vomitado varios hombres agradecidos. El primer objetivo posible, Mawson Macintosh, estaba demasiado enfurecido para pensar en su dignidad o en su pellejo. Se acercó indignado a Silvestri y a Carmine con esa expresión en la cara que hacía temblar a los comités del Congreso mucho antes de que los destrozara con la lengua. Al único al que se sabía que temía era a Dios.
—¿Adónde iremos a parar, señores? —preguntó, con los ojos chispeantes de furia—. ¡Esto estaba lleno de críos!
—Estoy seguro de que no le apetecerá aceptar, M. M., pero ¿por qué no viene a cenar conmigo esta noche al Sea Foam para que le cuente una larga historia? —dijo Silvestri—. A las siete, sin esposas. ¡Y me importan un carajo las habilitaciones de seguridad!
El rector de Chubb cambió su expresión de rabia por otra de triunfo.
—Sé lo bastante para percatarme de que no sé lo bastante —comentó—. Nos vemos allí, John. Y quiero la historia completa.
—La tendrá.
Carmine contuvo un suspiro. Daba igual lo que el agente especial Ted Kelly y los jefes de diversos departamentos de Washington pudieran decir, cuando Holloman se sentía amenazado, cerraba filas ante los forasteros. Hasta Hartford solía dejar en paz a Holloman.
Y era un día tan bonito, pensó mientras volvía andando a los Servicios del Condado, en Cedar Street, donde lo primero que tendría que hacer era entregar el arma al sargento de guardia. Menos mal que no había sido un tiroteo prolongado; no llevaba balas de repuesto en el uniforme de gala. Tampoco había sido un caso desagradable en ese aspecto. Su mujer y su hijo habían sufrido, pero nadie había intentado matarlo a tiros, ni siquiera esa mañana en Holloman Green. ¿Un objetivo demasiado insignificante? «Bueno, señor Ulises, siga pensando así.»
—El inspector jefe te entregará su 38 en cuanto llegue —dijo al sargento Tasco—. No sabemos quién de los dos mató al francotirador, de modo que ambas armas tendrán que ir a balística para su peritaje.
—Claro, Carmine —dijo Tasco, algo aturdido—. Después de tantos años, el inspector jefe ha usado finalmente su 38 de cañón largo. No sabía que usted también llevaba esta arma.
—Es más precisa en distancias largas —comentó Carmine—. Esta mañana nos ha ido bien.
—¿A qué distancia estaban?
—A unos treinta metros.
—¡Pero el francotirador estaba muchísimo más lejos!
—Cuando te disparan has de correr hacia las armas, no huir de ellas, Joey.
Subió por la escalera y vio que Delia ya había preparado unas cuantas sillas para la reunión que con toda seguridad iban a tener; eficiente como siempre, al parecer se había tomado con calma la amenaza a su jefe y a su tío.
Abe y Corey llegaron con el inspector jefe; el equipo de Carmine estaba más nervioso que Silvestri, que tenía la vista puesta en la pared donde había colgado el dichoso lirio de agua.
—Gracias a Dios que te deshiciste de él —dijo a Carmine al sentarse—. Mickey tiene un sentido del humor muy raro.
—Voy a poner fotos de Desdemona y Julian en su lugar.
Estaban todos sentados, incluida Delia, pero nadie parecía querer empezar la reunión. Silvestri habló:
—¿Es un ataque terrorista?
—Ulises quiere que lo creamos —respondió Carmine.
—¿Estamos más cerca de atrapar a ese cabrón? ¿Sabemos ya quién es?
—No lo sabemos aún —dijo Carmine, muy serio—. Tengo ideas vagas, pero nada lo bastante claro como para descartar aún a los demás sospechosos. Pero creo que estamos cerca. ¿Por qué? Porque cada vez tenemos más pruebas. ¿Cómo está Danny?
—Le darán de alta en tres o cuatro días. La pobre Netty está hecha un manojo de nervios.
Abe y Corey intercambiaron una mirada que no pasó desapercibida a Carmine; decía, como si lo hubieran hecho en voz alta, que el brazo herido de Danny salvaría la vida a Joseph Bartolomeo. Simonetta tenía cosas más importantes de las que hablar que Bart y un banquete de beneficencia.
—Voy a poner al corriente a M. M. —dijo el inspector jefe con su voz de no se aceptan discusiones—. Es probable que su habilitación de seguridad sea lo bastante alta, pero me da igual si no lo es. Para mí, Chubb es más importante que Cornucopia. Hace más tiempo que existe y ha beneficiado muchísimo más al mundo.
—Sí, nadie puede negarlo, ni tampoco tu decisión de darle toda la información —aseguró Carmine con calma—. Entre otras cosas, dos de nuestros asesinatos fueron cometidos en el interior de las facultades de Chubb. Chubb también ha sido atacada. Lo de hoy tiene ciertos rasgos terroristas, y eso me alegra el corazón. Indica que Ulises está muy preocupado. Está intentando enviarnos en varias direcciones diferentes a la vez, como bolas golpeadas por un taco en una mesa de billar. Imaginad el caos que se habría organizado si el francotirador hubiera acertado a M. M., al alcalde, a Hank Howard y a quien hubiera podido antes de que alguien descubriera dónde estaba apostado. Los disparos retumban, las hojas dispersan el sonido, y un buen tirador con un Remington del 308 habría seguido insistiendo. Habríamos estado hasta las orejas de policías estatales, de federales, de todo. Esto habría sido un hervidero, y en medio de la confusión Ulises habría tenido tiempo de borrar el rastro que Erica le había hecho dejar.
—¿Puedo hacer una pregunta? —se aventuró a decir Delia.
—Adelante —dijo Carmine.
—Deduzco que creéis que el francotirador estaba dispuesto a morir. ¿Significa eso que actuó por motivos políticos? ¿Qué era un hombre preparado para morir por un ideal? Es eso, ¿verdad?
—Una pregunta que hay que hacerse —dijo Carmine—. Pero no creo que los comunistas anden tan sobrados de gente que puedan permitirse sacrificar agentes expertos por tan poco. Pienso que son como nosotros, que les cuesta llegar a fin de mes. La Unión Soviética es rica, pero Estados Unidos lo es más. Cornucopia les proporciona secretos, y todo lo que tenga una aplicación militar tiene que figurar en lo alto de su lista de deseos. Pero, en mi opinión, el único que decide en toda esta operación es Ulises, porque los intereses de Moscú no tienen nada que ver con las realidades a las que Ulises se enfrenta. Erica Davenport tuvo que ser un error de Moscú más que del KGB, de modo que podéis apostar lo que queráis a que los responsables de Moscú estarán muy atareados cubriéndose las espaldas. Ulises es consciente de que tiene que sacarle las castañas del fuego a Moscú. Por lo que sé de él, habrá usado sus malas artes para buscar en el mercado un asesino a sueldo, un hombre sin ideas políticas de ningún tipo.
—Pero ¿para morir? —Delia palideció bajo el maquillaje—. Un asesino a sueldo querría vivir para disfrutar lo que cobrara, que imagino que sería muchísimo.
—Delia tiene razón —dijo Abe.
—¿Y si fuera el trabajo de sus sueños? —preguntó Silvestri—. ¿Y si tuviera familia en alguna parte, y Ulises le hubiera ofrecido tanto dinero que podrían vivir holgadamente el resto de sus vidas? Me refiero a millones. Si no es un idealista político, ésa es la única razón que se me ocurre que pudiera tentarlo a quemar sus naves y aceptar el trabajo. Tenía que formar parte de su pacto con Ulises que no lo atraparan vivo, o no se cobraría el dinero.
—¡Una deducción brillante! —exclamó Corey con el cargo de teniente en mente. No porque su cumplido no fuera sincero, sino porque en circunstancias normales no habría dicho nada—. Un hombre podría hacer algo así por su familia.
—Los francotiradores pertenecen a una categoría especial —comentó Carmine—. No ven de cerca a su presa tras haberla matado. Sólo ven un monigote bidimensional en su mira y, después, un guiñapo en el suelo. Como el piloto de un caza. Es un asesinato limpio, en el sentido de que no llegas a ver el daño que has causado. Así que puedo entender que un hombre se convierta en francotirador profesional y conserve por lo menos parte de su humanidad.
—Bueno, la situación no ha pasado a mayores, más allá de la importancia que le dé Channel Six —dijo Silvestri, y suspiró—. Tengo hasta las dos de la tarde para inventarme una historia convincente para mi entrevista con la buena de Di, del Post, y la locutora incisiva de turno que presente hoy las noticias de las seis en Channel Six. Después de Di, tendré que enfrentarme a los periodistas de fuera. De locos, ¿eh?
—Alguien que tuviera algo en contra de Holloman y de Chubb —sugirió Carmine con una sonrisa burlona—. Esperemos poder identificarlo a partir de las huellas dactilares, pero dudo mucho que las tengamos en ningún archivo. Es extranjero, seguramente de Alemania del Este vía Brasil o Argentina. Yo pasaría de todo, le atribuiría los antecedentes que quisiera y diría que no revelamos su identidad para proteger a personas inocentes.
El inspector jefe se levantó con una mueca.
—Me estoy haciendo demasiado viejo para jugar a las persecuciones por el parque. ¡Y por fin he disparado en acto de servicio! ¡Qué fastidio!
—¿Y ahora qué hacemos, Carmine? —preguntó Abe.
—Vamos a ver al juez Thwaites para pedirle órdenes de registro para los domicilios, las demás propiedades y los lugares de trabajo del señor Philip Smith, el señor Gus Purvey, el señor Fred Collins, el señor Wal Grierson y el señor Lancelot Sterling —contestó Carmine—. Pueden permitirse pagar de cinco a diez millones a un francotirador. En cierto sentido, el altercado de esta mañana nos ha venido como caído del cielo: Doug, el indeciso, estará tan encendido que nos dará las órdenes para quien le pidamos, excepto para M. M. y para el tío de Delia.
—No tenemos hombres suficientes —recordó Corey con el ceño fruncido—. Para que funcione, tenemos que ir a verlos a todos a la vez. ¿Por qué incluyes a un desgraciado como Sterling, Carmine? No es multimillonario ni nada que se le parezca.
—Por instinto —dijo Carmine—. Es un sádico, lo que lo hace interesante. En cuanto a los hombres, no hay mejor momento para apartar a varios policías de sus obligaciones normales que después del ataque de un francotirador. En este momento se están tirando diversas sustancias al retrete, se están escondiendo arsenales dentro de colchones y detrás de paredes, y todos los matones de Holloman tienen la cabeza escondida bajo el ala. Incluso Mohammed el Nesr y la Brigada Negra. Llenaremos las calles del gemido de las sirenas, y todo el mundo pensará que estamos buscando asesinos.
—¿Empezamos por los lugares de trabajo? —preguntó Abe.
—No, por los domicilios.
Delia, con expresión abatida, empezó a retirar las sillas.
—Delia, tú te encargarás de Wallace Grierson —dijo Carmine—. Ya has hecho el juramento, y en este momento te delego las funciones de sargento detective del Departamento de Policía de Holloman. Grierson es una pérdida de tiempo, de manera que no correrás peligro a pesar de que no puedo darte un arma reglamentaria. Pero el registro tiene que ser meticuloso. No quiero que ningún miembro del consejo de Cornucopia crea que he establecido prioridades. La mayoría tiene cabañas en Maine, y la policía de ese estado puede encargarse de ellas, con especial atención a los graneros, a los cobertizos y a las trampas para osos. Los llamaré mientras Tasco reúne a los hombres, que no tienen por qué saber de antemano qué vamos a hacer.
Delia estaba tan entusiasmada que ni siquiera le importaba que le hubieran endilgado a Wallace Grierson.
—¿Qué buscamos, Carmine? —preguntó con los ojos tan brillantes como un perro de caza al ver la escopeta de su dueño.
—Hobbies que no encajen —respondió Carmine al instante—. Y, sobre todo, habitaciones oscuras donde pueda revelarse película en color, hacerse ampliaciones o reducciones. La afición por libros de determinados temas, como la Alemania nazi, el comunismo, Rusia en todas sus formas ideológicas, la China continental. También sobre ciencias de un nivel superior al que cabría esperar. Abe, tú ve a ver a Lancelot Sterling porque tienes un don especial para encontrar puertas y compartimentos secretos. Dejaré Gus Purvey a Larry Pisano. Y tú, Corey, te encargarás de Fred Collins.
—Lo que te deja a ti con Phil Smith —comentó Abe, pensativo—. ¿Por alguna razón en especial, Carmine?
—No, en realidad, no. Fred Collins parece el más canalla, pero no quiero asustarlo con el cañón más grande. Como consejero delegado, Phil Smith esperará que yo me encargue de él.
—Su mujer es un caso aparte —comentó Delia con la nariz fruncida.
—¿Qué quieres decir, Delia?
—Dice que es lapona sami, pero lo dudo. Sus rasgos son demasiado tártaros. Tiene un acento demasiado fuerte para haberse pasado la mayor parte de su vida en un país anglófono. Habla el inglés más bien como un chino, no sé si me entiendes: la sintaxis y la fonética de su lengua materna difieren demasiado de las de cualquier idioma indoario —explicó Delia.
—Es verdad, hablaste con ella en la fiesta de Myron —recordó Carmine—. ¿Qué te pareció como persona?
—Oh, me cayó muy bien. Ya te lo dije, es un caso aparte.
Como el juez Thwaites había estado muy predispuesto a conceder órdenes de registro, Carmine empezó a ejecutarlas a las dos de la tarde. Era una operación coordinada, y cada equipo estaba en su sitio antes de entrar en todos los domicilios a la vez. La principal oposición que se encontraron fue, básicamente, debida a la evacuación de todas las personas que ocupaban las viviendas durante el registro, con la única excepción del cabeza de familia. Todos los hombres estaban en casa gracias al francotirador, que había asustado a todas las mujeres de Holloman y sus alrededores.
Phil Smith vivía bastante lejos, en una finca preciosa enclavada en la ladera de North Rock, en un pequeño cañón abierto en el peñasco de basalto cuyas paredes, cada vez menos altas, acogían una casa grande de piedra caliza, de estilo georgiano. Se elevaba en medio de unos jardines ingleses, llenos de arriates totalmente en flor y con un aspecto estudiado a lo Inigo Jones, con la colocación de árboles y arbustos, fuentes y estatuas. Carmine descubrió que incluso había un capricho, un templo redondo y abierto con columnas jónicas que contenía una mesa y varias sillas. Daba a un lago artificial en el que nadaban elegantemente unos cuantos cisnes blancos, con sauces llorones en la otra orilla. No le extrañó, pues, ver pavos reales con las colas plegadas picoteando entre la hierba en busca de larvas y lombrices.
A Philip Smith no le hizo ninguna gracia el registro, pero tras leer detenidamente la orden, pidió a su mujer que se esperara en el capricho mientras él acompañaba a Carmine y a sus hombres por la casa. Los criados —que eran todos puertorriqueños y, como observó Carmine, parecían inmunes al trato arrogante que les dispensaba Smith— fueron desterrados a sus automóviles.
Smith llevaba unos pantalones de pelo de camello, una camisa de seda beis y un suéter de cachemir pardo: «hay que ver cómo viste el señor para estar en casa», pensó Carmine. Llevaba el pelo gris excelentemente cortado y peinado hacia atrás sin raya, y las mejillas recién afeitadas le olían ligeramente a agua de colonia cara.
—Esto es un abuso imperdonable —dijo, siguiendo a Carmine hacia el interior de la casa.
—En circunstancias normales, estaría de acuerdo con usted, señor Smith, pero después de lo que ha pasado esta mañana en Holloman Green, me temo que se acabaron las contemplaciones —replicó Carmine mientras echaba un vistazo al vestíbulo, que se elevaba dos pisos y estaba coronado por un techo de cristal que combinaba los colores azul, verde y blanco, pero ninguno de la gama de los rojos que entrara en conflicto con el cielo. El suelo era de travertino, las paredes beis claro y las obras de arte dejaban sin aliento.
Quienquiera que hubiera decorado la casa no había intentado conferirle un aire señorial: no había armaduras ni picas cruzadas. La escalera llegaba hasta el primer piso y repetía el diseño hasta el segundo. Una barandilla recorría el primer y el segundo piso, donde la escalera se asomaba al vestíbulo. El gusto artístico de los Smith era ecléctico: antiguo, impresionista, moderno, ultramoderno, fotografías de gran calidad.
—Muy bien, vamos allá —dijo a Smith—. Hay que descolgar todos los cuadros. Hay que revisar su parte posterior así como la pared que tapan. Mis hombres son cuidadosos, pero ¿quiere quedarse y supervisarlos o prefiere seguir conmigo?
—Iré con usted, capitán —dijo Smith, y contrajo los labios.
Carmine dedicó la debida atención a los diversos salones, pero si Smith fuera Ulises, no los usaría con fines nefarios aparte de para esconder algo detrás de un cuadro. Habría que examinarlos uno por uno.
La biblioteca era una sala que despertaría la envidia de cualquier lector ávido, aunque Carmine decidió que su propietario no tenía vocación de estudioso. Muchos de los volúmenes estaban ahí sólo por sus bordes dorados y su encuadernación en cuero: bonitas ediciones victorianas de sermones, teorías científicas anticuadas, literatura clásica griega y romana. Los estantes que Smith frecuentaba eran los que contenían novelas y ensayos con sobrecubiertas de colores. Obras inofensivas, de Zane Grey a biografías de estrellas cinematográficas. La caja fuerte, que encontró enseguida, estaba tras una sección con diversas ediciones de la Enciclopedia Británica; el reborde de nogal estaba desgastado en el lugar donde la mano de Smith accionaba la palanca.
—Ábrala, señor Smith —pidió Carmine.
Smith lo obedeció, sonriendo con amargura; no estaba preocupado.
Guardaba en ella diez mil dólares en efectivo, títulos y acciones, y tres mechones de pelo muy rubio, dos atados con una cinta azul y uno con cinta rosa.
—Es de mis hijos —aclaró Smith—. ¿Ha hecho usted lo mismo?
—No —contestó Carmine—. ¿Por qué los guarda aquí?
—Por si hay un robo o, simplemente, un ataque vandálico. Las obras de arte no importan, pero mis hijos, sí.
—Están todos lejos, ¿verdad?
—Sí. Los echo de menos, pero no se puede impedir que los hijos progresen sólo por tenerlos cerca —dijo Smith, algo triste.
—¿Dónde están?
—Anna está en África, en el Cuerpo de Paz. Su madre está siempre preocupada por ella. Ya ha contraído la malaria.
—Sí, es un programa chapucero —dijo Carmine—. No preparan a esos chicos para lo que les espera. ¿Y sus hijos varones?
—Peter está en Irán; es geólogo del petróleo. Stephen es biólogo marino y colabora con la Woods Hole. En la actualidad está en algún lugar del Mar Rojo.
Tras cerrar la caja fuerte, siguieron adelante. Los dormitorios fueron sometidos a un examen detallado —Smith y su mujer todavía dormían juntos— y después subieron al piso de arriba.
—Trastos viejos en su mayoría —dijo Smith—, pero a Natalie le gusta tenerlo todo ordenado, de modo que no será difícil registrarlo. —Estaba relajado y más afable que al principio; cuesta estar mucho rato indignado con alguien cuando es tan evidente que a ese alguien no le afecta.
—¿No tiene criados internos? —preguntó Carmine.
—No. Nos gusta tener intimidad como a todo el mundo.
—¿Qué hay aquí? —preguntó Carmine, mirando una puerta cerrada. La empujó, pero se negó a abrirse.
—Mi cuarto oscuro —dijo Smith con sequedad, y sacó una llave.
—¿Es usted entonces el autor de esas fotografías tan buenas del salón y de la sala donde está el televisor?
—Sí. También hago algo de cine de vez en cuando. Natalie me llama Cecil B. de Smith.
Carmine se rió oportunamente entre dientes y entró en el cuarto oscuro mejor equipado que había visto en su vida. No le faltaba de nada, y todo era automatizado. Ni siquiera Myron tenía unas instalaciones así, claro que ¿por qué debería tenerlas si era el dueño de un estudio cinematográfico? Philip Smith podía reducir un montón de planos a un micropunto si quería. Pero ¿querría? Sólo había una forma de averiguarlo.
—Dada la naturaleza de este caso, señor Smith, me temo que voy a tener que incautar el contenido de su cuarto oscuro —dijo sin disculparse—. Eso incluye toda la película que tenga, revelada o no, estos libros de fotografía, el papel fotográfico y las cámaras. Todo le será devuelto más adelante.
La tensión era palpable en la sala; por fin había molestado a Philip Smith. Pero ¿por qué?
—Tápese los oídos —pidió Carmine, y sopló el silbato que llevaba colgado del cuello—. Traed cajas, chicos —ordenó a los policías que aparecieron de inmediato—. Hay que empaquetarlo todo como si estuviera a punto de romperse y tocar cada objeto lo menos posible, por los bordes a poder ser. No quiero nada roto ni manchado. Malloy y Carter, quedaos aquí mientras los demás van a buscar cajas.
—Voy a perder fotografías que quiero conservar —se quejó Smith.
—No necesariamente, señor Smith. Revelaremos en nuestros cuartos oscuros toda la película ya expuesta que no lo esté y trataremos de conservar intacta la que no haya utilizado. ¿Qué hay en la azotea? —preguntó, cruzando ya la puerta.
Smith estaba furioso, pero era evidente que creía que era mejor seguir a Carmine que proteger su cuarto oscuro.
—¡Nada! —exclamó.
—Puede, pero la parte central de estos peldaños está muy gastada.
Carmine subió y empujó una puerta torcida. Salió entonces a una azotea con el suelo de cemento y se quedó mirando lo que desde abajo le había parecido una cúpula. En los tiempos en que construir un edificio de esta clase era la aspiración de los ricos, habría contenido un depósito de agua; gracias a la fuerza de gravedad, se habría podido canalizar el agua por toda la casa, un lujo muy poco corriente. Sobre la cúpula había una antena delgada y flexible que no había visto desde abajo, y a su lado, oculta tras el antepecho de la azotea, había una puerta.
—¿Qué hay aquí? —preguntó mientras se dirigía hacia ella.
—Mi equipo de radioaficionado —contestó Smith—. Como cree que soy Ulises, seguro que también querrá decomisarlo todo, ¿no?
—Sí, señor —dijo Carmine tranquilamente, y esperó a que Smith abriera la puerta con otra llave. Una vez dentro, echó un vistazo a su alrededor y comentó—: Muy moderno. Podría hablar con Moscú desde aquí.
—¿Encerrado en North Rock? Es posible, capitán, pero poco probable —dijo Smith con desdén—. En el año del Señor 1967, dudo mucho que los espías se comuniquen directamente con sus jefes. El mundo no para de sofisticarse a un ritmo cada vez más alto, ¿no se ha dado cuenta? ¡Puede seguir mirando hasta que las ranas críen pelo, pero no encontrará nada que le sugiera una actividad tan pueril! No he tenido la oportunidad de alterar las amplitudes de banda ni de modificar de ninguna otra forma el equipo, pero decomíselo de todas formas. En cuanto llame a mis abogados, me lo devolverán, y más les vale que esté intacto.
—Lo siento, señor Smith —dijo Carmine con educación—, pero si le sirve de consuelo, los demás miembros del consejo están pasando por lo mismo que usted en este momento.
—Dígame una cosa, capitán: usted tiene que investigar asesinatos, no espionajes. El espionaje es un delito federal, fuera de su ámbito legal. Entiendo que me ha decomisado el contenido del cuarto oscuro y el equipo de radio en vistas a buscar indicios de espionaje. Puedo demandarlo —dijo Smith.
—¡Señor Smith! —exclamó Carmine, como si estuviera atónito—. La orden del juez Thwaites especifica claramente que el motivo del registro es el asesinato, y yo estoy investigando un asesinato. El veneno puede esconderse en botellas de revelador, las jeringuillas y las agujas hipodérmicas dentro de toda clase de equipos, las cuchillas de afeitar en un armario del cuarto de baño o en una guillotina —tenía varias guillotinas en su cuarto oscuro— y las pistolas en sitios de lo más extraños. ¿Hace falta que siga? También nos hemos fijado en lo que tiene en la cocina. —Extendió las manos en un gesto muy italiano—. Hasta que no hayamos examinado todo lo que le decomise, no puedo saber si forma o no parte del equipo de un asesino, señor Smith.
—Muy cogido por los pelos —dijo Smith.
—¡Qué le vamos a hacer! —dijo Carmine—. El espionaje no es asunto mío, como usted muy bien ha señalado. Aparte de cualquier otra consideración, no estoy entrenado para buscar pruebas que lo demuestren. Ni nadie más del Departamento de Policía de Holloman. Si el señor Kelly del FBI estuviera interesado en su cuarto oscuro o en su equipo de radio, estoy seguro de que habría obtenido órdenes de registro. Lo que él haga es asunto suyo. Yo trabajo en homicidios, y esta mañana podía haber habido otro asesinato múltiple.
Smith lo escuchaba atentamente, y se le iba pasando el enfado.
—Sí, comprendo toda esta actividad repentina —dijo, intentando sonar razonable—, pero me molesta que se ceben tanto en Cornucopia.
—Le confesaré algo que puede ayudarle a entender la situación, señor Smith —dijo Carmine con aire de complicidad—. El francotirador no estaba loco. Era un asesino a sueldo, tan experto que tenía que costar muchísimo dinero. Por tanto, cualquiera que tenga muchísimo dinero es sospechoso de haberlo contratado. En Holloman hay pocos multimillonarios, aparte de los miembros del consejo de Cornucopia.
—Comprendo —dijo Smith, dio media vuelta, se dirigió a la puerta de la azotea y se marchó.
Carmine lo siguió, más despacio.
Resultó que tanto Wal Grierson como Gus Purvey tenían cuartos oscuros totalmente equipados, aunque Smith era el único radioaficionado.
—Sus fotografías son de muy buena calidad —comentó Carmine la mañana siguiente—. Por tanto, si tenemos en cuenta que todos podrían comprar y vender el J. P. Morgan, no podemos poner en duda su patriotismo porque tengan unos lujosos cuartos oscuros. Lo único que hemos hecho es lo que queríamos hacer: privarles de la oportunidad de convertir los secretos de Cornucopia en algo lo bastante pequeño como para sacarlo a escondidas del país. Aunque creo que lo más probable es que Ulises ya haya hecho su truco del cuarto oscuro con parte de lo que todavía no ha entregado como mínimo. Y estoy de acuerdo con Phil Smith: el espionaje no es asunto nuestro. Nuestro otro objetivo era poner nervioso a más de uno, y creo que lo hemos conseguido. Gracias a Smith, pronto todos sabrán nuestra teoría sobre el asesino. —Miró a los demás con ojos inquisitivos—. ¿Alguien tiene algo interesante que informar?
—Yo —dijo Abe, pero sin triunfalismos—. Tenías razón sobre Lancelot Sterling, Carmine. Es un sádico. Vive solo en un bloque de pisos muy bonito pasado Science Hill, sin perspectiva de casarse ni de tener hijos nunca. En la pared sólo tenía colgadas fotografías de hombres jóvenes muy musculosos, con especial énfasis en los retratos de culos. Tenía un armario escondido lleno de cuero, cadenas, esposas, grilletes y consoladores estrambóticos. Creo que esperaba que me quedara contento al encontrarlos, pero su actitud tenía algo que me llevó a sospechar que tenía otras cosas mejor escondidas. Así que seguí empujando y presionando. En la parte inferior de una elegante isla de la cocina encontré la clase de látigos que abren la piel. Apestaban a sangre, de modo que se los decomisé. Pero lo que me revolvió el estómago lo llevaba a la vista en el bolsillo del pantalón: un monedero fruncido con un cordón. Parecía de piel, pero más fina que la cabritilla o la gamuza, de color marrón claro. En cuanto me fijé en él, empezó a gritar que conocía sus derechos y que cómo me atrevía, y cuando lo cogí se puso como loco. Así que lo traje y se lo di a Patrick.
—¿Y qué opinas al respecto, Abe? —preguntó Carmine.
—Que hemos dado con otro asesino que no tiene ninguna relación con nuestro caso, Carmine. He hecho acordonar el apartamento, que está en la planta baja con su propia parte del sótano, y tengo que volver con dos hombres y tal vez con un martillo neumático. Ha matado a alguien, podría jurarlo, pero no sé si ha tapiado el cadáver en el sótano o lo ha dejado en otra parte. Lo he instalado en el motel Major Minor para que pase allí la noche, pero está buscando abogado.
—Obtén una nueva orden de registro del juez Thwaites, Abe. Preséntale uno de los látigos ensangrentados —dijo Carmine—. ¿Alguien más?
Todos sacudieron la cabeza; su equipo estaba cansado, sin ánimo de debatir nada.
Carmine fue a ver a Patrick.
El doctor Patrick O’Donnell, emprendedor como él solo, había aprovechado la oleada de asesinatos para ampliar su departamento. El alcalde y Hartford le habían aprobado la compra de varios equipos nuevos, y había expandido su imperio hacia la balística, la documentación y otras disciplinas que no suelen estar bajo el control del juez de instrucción. Había sido más fácil lograrlo debido al reducido tamaño del Departamento de Policía de Holloman y a su personalidad encantadora, locuaz y persuasiva. Su último éxito, en concreto la incorporación a su equipo de un tercer miembro, Chang Po, había supuesto un alivio enorme para su ayudante, Gustavus Fennel. Gus Fennel se sentía más cómodo con las autopsias, mientras que Chang se dedicaba a la ciencia forense.
—¿Cómo te va, primo? —preguntó Carmine, sirviéndose un café.
Patrick puso los pies en el escritorio y sonrió de oreja a oreja.
—He tenido una mañana estupenda. Mira esto, primo.
Metió la mano en una caja para pruebas en la que apenas habría cabido un par de bombillas y extrajo de ella una bolsita marrón claro fruncida con un cordón.
—Ve con cuidado —advirtió a Carmine cuando éste la cogió—. Abe creyó que contenía monedas, pero en realidad las monedas estaban dentro de un forro de goma.
Carmine la volvió, mirándola con curiosidad. Observó su peculiar diseño y se maravilló de la paciencia que requeriría confeccionar algo que adoptaba una forma redondeada a cada lado de una compleja costura central.
—¿Alguna idea? —preguntó Patsy con los ojos brillantes.
—Puede, pero sácame de dudas, Patsy —contestó su primo, despacio.
—Es un escroto humano.
Sólo un férreo dominio de sí mismo impidió que a Carmine se le cayera la bolsita de puro asco al exclamar:
—¡Dios mío!
—Hay algunos pueblos indígenas que curten los escrotos de animales grandes —explicó Patrick—, y en la época victoriana estaba de moda entre los cazadores esnobs llevarse el escroto de un elefante o de un león como trofeo y encargar a un taxidermista que lo preparara para poder llevar agua o tabaco. Pero el terror de un hombre a la castración es tal que no es nada normal que un hombre se lleve un escroto humano como trofeo —prosiguió alegremente—. No hay duda de que el sospechoso de Abe lo ha hecho.
—¿Seguro que es humano?
—Se dejó unos cuantos pelos púbicos, y la forma y el tamaño son exactamente los adecuados si la víctima poseía una bolsa escrotal más bien holgada. Los testículos no presentan demasiadas variaciones, pero el escroto sí. Quienquiera que hiciera esta bolsita es un auténtico psicópata.
—Será mejor que avise a Abe antes de que vaya a ver a Doug, el indeciso.
Una rápida llamada telefónica después, Carmine pudo seguir haciendo preguntas a Patrick sobre otras cuestiones:
—¿De quién era la bala que mató a nuestro asesino?
—De Silvestri. ¡No es extraño que pudiera acabar él solito con nidos de ametralladoras nazis! El hombre es una maravilla con esa vieja del 38 de la que no quiere separarse. Me apuesto lo que quieras que ni siquiera va al campo de tiro a practicar —dijo Patsy—. Un disparo en la cabeza. Bueno, eso ya lo sabes. Pero tú tampoco eres manco, Carmine. Dos de tus tres balas le dieron en el hombro derecho. La tercera se incrustó en la rama del árbol. Las otras dos de Silvestri le dieron en el pecho.
—Nunca dije que fuera Deadeye Dick, especialmente a treinta metros como mínimo.
—Te conozco —dijo Patsy con aire sagaz—. Esperabas inmovilizarle el brazo con que disparaba sin matarlo, para poder interrogarlo.
—Sí, pero John tenía razón: no podíamos poner en peligro a los chicos. No actué bien. ¿Me harías un favor, Patsy?
—Claro, lo que quieras.
—Envía las huellas digitales de este tipo a la Interpol y al ejército. No es de por aquí, estoy convencido, pero podría haber captado la atención de alguien más. Pienso que su país de origen es Alemania del Este, pero que no actuó por ninguna ideología política. Lo hizo por dinero, lo que significa que tiene familia en alguna parte.
—Una vaga esperanza, pero haré lo que me pides, naturalmente. Una última cosa antes de que te vayas, primo.
—Dime.
—¿Qué esperas que haga con una habitación entera llena de cajas de equipo fotográfico y de radiodifusión?
—Como no tenemos personal suficiente para organizar un examen de este calibre, voy a entregárselo todo al agente especial Ted Kelly. Dejemos que sea el FBI quien encuentre cualquier micropunto o lo que sea, Patsy —dijo Carmine sonriendo—. Pediré a Delia que informe al consejo de Cornucopia de que el FBI se ha llevado las pruebas con una orden judicial. Se las devolverán, pero de aquí a unas semanas.
—¿De qué va a servir eso? Son todos tan ricos que pueden comprarse equipo nuevo y seguir adelante en unos días con lo que hacían.
—Sí, pero la compra de equipo nuevo no pasaría desapercibida, e incluso los ricos dudan en gastarse dinero en cosas que ya tienen. Saben que se lo devolverán todo, ¿a qué vendría, pues, tanta prisa? Hay motivos por los que ninguno de ellos querría llamar la atención.
—¿Te refieres a Ulises?
—¿Cómo sabes ese nombre?
—¡Por el amor de Dios, Carmine! Ted Kelly tiene la boca tan grande como los pies, y acostumbra reunirse en el Malvolio con cualquier otro agente del FBI que viene aquí. Para él somos unos paletos rematados —dijo Patrick—. Además, Holloman es Holloman. No hay secretos.
—¡Por favor, dime que Netty Marciano no lo sabe!
—¡Claro que no! Esto es cosa de hombres.
Carmine se marchó, lleno de pesimismo; todo su mundo sabía lo de Ulises. Ése era el castigo de conservar una independencia tan llamativa. Él era culpable como el que más; y también John Silvestri. Le recordó aquella vez que un alcalde más entusiasta que Ethan Winthrop había intentado introducir un sistema de tráfico en un solo sentido en Holloman, cuyas calles permitían circular en ambos sentidos desde los tiempos del caballo y los carros. A Holloman no le gustó y se negó a obedecer. Pasaron años antes de que la mera presión de los automóviles conllevara finalmente el uso de calles de un solo sentido. «El político que intenta crear una utopía es idiota —pensó—. Seguro que los rojos lo saben.»
Lancelot Sterling no volvió a ocupar su piso, que permaneció acordonado cuando Abe descubrió los restos bien conservados de un hombre, depositados con mucho cuidado bajo el doble fondo de un cajón metálico muy largo y de gran capacidad pegado a la pared de su sótano. Cuando levantaron la tapa, resultó que contenía las pertenencias de alguien: ropa, libros, un juego de pesas, revistas geográficas, mapas, una tienda de campaña, un saco de dormir y otras cosas que sugerían un excursionista itinerante.
El cuerpo estaba desnudo y le faltaba el escroto, aunque el pene estaba intacto. Una incisión en la línea media, meticulosamente suturada, le iba desde la garganta basta la parte superior del pubis, pero las curvas del tronco estaban perfectas. Había habido muy poca descomposición, lo que Patrick atribuía a que el compartimento situado debajo del cadáver estaba lleno de cristales higroscópicos. Alguien, presumiblemente Sterling, los reactivaba por partes, lo que les daba un aspecto de mosaico que combinaba los rosados y los que carecían de color.
—Los calienta en un horno y les extrae la humedad que absorben —explicó Patrick—, lo que explica el cambio de color. Tuvo que costar mucho a Sterling acumular tantos. Colocó bicarbonato de sodio alrededor para eliminar el posible olor, pero dudo que el hedor sea tan horrible como el del laboratorio de disección de un novato. —Señaló la incisión—. Lo confirmaré cuando lo tenga en la mesa de autopsias, pero predigo que Sterling le extrajo las vísceras: tubo digestivo, hígado, pulmones, riñones, vejiga. Seguramente dejó el corazón en su sitio. Se trata de una momia. Con el doble fondo, imagino que la humedad dentro del compartimento secreto se acerca a cero. Lo comprobaré con un higrómetro.
Estaba hablando con Abe; Carmine le había pasado el caso para ver cómo le iba, muy contento de que su decisión pareciera la más lógica. Abe era quien había iniciado la investigación. Corey no tenía, pues, razones válidas para suponer que hubiera favorecido a Abe o que le hubiera excluido a él por algún motivo que tuviera que ver con el cargo de Larry Pisano. Carmine esperaba poder darle un caso a Corey. Se acercaba el día que el jurado se reuniría para decidir a quién le daban el ascenso, y había cuatro personas —dos detectives y sus dos mujeres— que mirarían con microscopio cómo los trataba. Cuanto más se acercaba el día, peor se sentía Carmine. ¿Por qué tenía que ser tan sustancioso el asesinato de Lancelot Sterling y cómo podría equilibrar la situación con Corey?
Abe estaba radiante cuando Carmine entró en la sala de autopsias, a pesar de lo truculento que era el crimen; lo que había permitido abrir el caso era su talento para encontrar compartimentos secretos, y sentía la satisfacción de haber hecho el trabajo mejor de lo que lo habrían hecho otros. No era una persona excesivamente ambiciosa, ni tampoco egoísta, pero tenía su orgullo, tanto profesional como personal.
—En el cajón metálico había una cartera —dijo Abe a Carmine—. La víctima se llamaba Mark Schmidt, según indica su carné de conducir, emitido en Wisconsin hace dos años, al cumplir los dieciocho. El dinero que llevara ya no estaba, pero sí su Master Card. El último recibo es de octubre de 1966: hace siete meses. No hay ni fotos ni cartas.
—Rellenó las cavidades torácicas y abdominales con espuma de colchoneta y con barritas de incienso y especias —dijo Patrick—. Es un intento muy serio de momificación sin el natrón que Herodoto describe. Sterling actualizó a los egipcios: mejores herramientas, mejores técnicas. Como podéis ver, Mark es muy atractivo, con el pelo parecido al de M. M., color albaricoque. Puede que por eso Sterling no intentara extirpar el cerebro: no quiso arriesgarse a arruinarlo. El chico estaba en plena forma cuando fue asfixiado, seguramente con una bolsa de plástico, durante un sueño inducido por fármacos. Estrangularlo lo habría estropeado. No puedo establecer el margen de tiempo en el que se produjo el sexo anal, por tanto no puedo deciros si era homosexual. El último año ha habido mucha agresión anal, desde luego. La ligadura que cierra el recto está a veinticinco centímetros del ano, lo que sugiere que Sterling ha estado practicando la necrofilia.
Toda la satisfacción de Abe se desvaneció en un instante; se quedó mirando a Patsy, horrorizado.
—No —susurró.
—Definitivamente sí, Abe —replicó Patsy con delicadeza.
—¿Alguna idea sobre cuándo murió? —preguntó Abe, recuperándose valientemente.
—Creo que ese recibo lo deja más claro de lo que podría hacer la autopsia. Déjalo en siete meses, Abe. —Patrick miró a Carmine—. ¿Dónde está ahora el señor Lancelot Sterling?
—Abajo, en un calabozo.
Desde donde lo llevaron a una sala de interrogatorios. Abe hacía las preguntas, mientras que Carmine lo observaba desde el otro lado del cristal unidireccional.
«Parece tan inofensivo —pensó Carmine—. Uno de esos millones de hombres que se pasan la jornada laboral dedicándose al papeleo, que no han hecho nunca ninguna otra clase de trabajo y jamás lo harán. Hombres que llevan una vida aburrida y sólo ansían poner los pies en alto para ver el fútbol con unas latas de cerveza.»
Sterling era más bien alto, tenía una buena cabellera castaña y unos rasgos regulares que deberían hacerlo atractivo, pero que no lo conseguían. En parte debido a su expresión: altanera, engreída, arisca. El otro factor que contribuía a ello eran sus ojos, que carecían de toda animación. «Jamás arrancaría las alas a las mariposas —pensó Carmine—, porque ni siquiera se habría fijado que existen.» El mundo en el que vivía no tenía color, ni vitalidad, ni alegría, ni pena. Sólo consistía en un impulso espantoso. «Es un auténtico monstruo. Que lo hayan pillado apenas lo afecta; lo único que le importa es que se ha quedado sin Mark Schmidt y su monederito.»
—¿Crees que ha cometido más asesinatos? —preguntó después Abe, buscando la opinión que respetaba y por la que se guiaba desde hacía años.
—Tú sabes más que yo sobre este caso, Abe. ¿Tú qué crees? —replicó Carmine.
—Que no —contestó Abe—. Paga por flagelar a chicos jóvenes, pero el de Mark Schmidt es su primer asesinato. Le ha llevado años reunir las herramientas y las cosas, como los treinta kilos de cristales higroscópicos.
—¿Crees que volvería a matar?
Abe reflexionó un momento y, después, sacudió la cabeza.
—Lo más probable es que no, por lo menos mientras Mark Schmidt lo siguiera fascinando. Si la atracción se terminaba o si el cuerpo se descomponía demasiado, esperaría a encontrar la persona adecuada, aunque tardara mucho tiempo. No ocultó que vivieron juntos seis meses. Bueno, no ocultó nada de nada. Sostiene que Mark murió de causas naturales y que no pudo soportar la idea de separarse de él. —Abe movió las manos en un gesto de frustración—. Es una suerte que esté loco, pero loco de verdad. Nadie querrá procesarlo: demasiada publicidad.
—Pues ahí lo tienes, Abe. Si te sirve de consuelo, has trabajado este caso como había que trabajarlo. —Carmine lo miró a los ojos—. ¿Podrás dormir esta noche?
—Más bien no, pero se me acabará pasando. Prefiero perder el sueño antes que la humanidad.
Y una vez en casa, solo, Carmine subió a su habitación y se quedó mirando la cama, hecha como Dios manda, porque era ordenado y le molestaba que algo estuviera manga por hombro. Nacido y criado en el seno de una familia católica, hacía mucho que había abandonado la religión organizada; su trabajo y su inteligencia se rebelaban ante los astronómicos interrogantes que se agrupaban bajo la palabra «fe», algo que no podía ver ni tocar. Julian, desde luego, iría al colegio para niños de St. Bernard, junto con los hermanos varones que pudiera acabar teniendo, pero eso seguía una determinada lógica. Los niños necesitan que se les inculquen principios, ética y moral tanto en la escuela como en casa. Y lo que Julian y sus posibles hermanos pudieran pensar de la «fe» cuando fueran mayores era asunto suyo.
Aun así, al contemplar la cama, Carmine fue consciente de que su casa estaba llena de presencias, los vestigios espirituales intangibles de su mujer, de su hijo, de todos los demás que habían vivido en ella. En lugar de disminuir su soledad, eso la acentuó. ¡Oh, el tiempo y el esfuerzo que había dedicado a esta habitación cuando tuvo que encargarse de decorarla! Una habitación muy sencilla, había dicho Desdemona, pero con mucho color; su intuición cromática la había dejado pasmada. Tenía guardado un antiguo biombo chino de tres hojas, adornado con brocado plateado y negro, que mostraba, pintadas en negro sobre fondo blanco, unas montañas redondeadas que asomaban la cabeza a través de la neblina, unas coníferas combadas por el viento y una pequeña pagoda en lo alto de una escalera tortuosa de mil peldaños. Lo había colgado sobre la cama y había llenado la habitación de azul lavanda y melocotón para que ninguno de los dos sexos triunfara. A Desdemona le había encantado cómo había quedado, y cuando estaba embarazada de Julian se había puesto a bordar una colcha blanca y negra, a juego con el biombo. El parto había interrumpido la labor, que permanecía esperando en un baúl de cedro a que, como ella decía de broma, volviera a quedarse embarazada. Si tenían los hijos suficientes, llegaría a terminarla. Mientras tanto, la colcha era azul lavanda con detalles de color melocotón.
No pudiendo soportar su ausencia, bajó a la cocina, donde su tía le había dejado una salsa de almejas para que se preparara un plato de pasta. Su madre todavía seguía culpándose tanto a sí misma por haber puesto en peligro a Desdemona que no podía ni cocinar, pero sus hermanas, tías y primas se estaban asegurando de que Carmine no se muriera de hambre. La puerta de la torre de Sophia daba al salón familiar, y estaba firmemente cerrada; la propietaria de la torre lo estaba pasando mal en Los Ángeles, tal como informó a su verdadero padre por teléfono, ya que Myron estaba al borde de un ataque de nervios. Con un enfado totalmente justificado, Carmine lo había llamado, lo había reprendido duramente por angustiar a una adolescente y le había dicho que se sobrepusiera. «¡Maldita Erica Davenport!», pensó por enésima vez mientras echaba tallarines en una olla con agua hirviendo, previamente salada. Había abierto una brecha entre las personas a las que él amaba.
Se oyeron unas voces en la puerta de entrada; una llave giró en la cerradura. Carmine se quedó inmóvil delante de los fogones, y los últimos tallarines cayeron al agua por su propio peso. ¡Desdemona! ¡Era la voz de Desdemona! Pero la sorpresa lo dejó tan paralizado que no pudo moverse para salir a recibirla.
—Tendría que haberme imaginado que todavía estaría en Cedar Street, y seguro que se le pasó ir a comprar —decía a alguien y, después, siguió en voz más alta—: Muchas gracias, puedo sola. —El taxista.
Entró en la cocina como un barco a toda vela, cargando a Julian en el brazo izquierdo. Llevaba unos pantalones y una blusa arrugados del viaje, y tenía la cara colorada y los ojos chispeantes.
—¡Carmine! —exclamó, parando en seco al verlo. Una sonrisa maravillosa le iluminó la cara—. Cariño, pareces un pez acabado de pescar.
Carmine cerró la boca y abrazó a su mujer y a su hijo con los ojos humedecidos mientras buscaba los labios de Desdemona y los encontraba. Sólo Julian, que protestó porque lo estaban aplastando, les recordó dónde estaban. Carmine tomó a su hijo en brazos y lo besó por toda la cara, como a él le gustaba; Desdemona se acercó a los fogones.
—Pasta con salsa de almejas. Seguro que esto es cosa de la tía María. Hay de sobra para los dos —dijo tras mirar el bol y la olla. Tomó a Julian de brazos de su padre y añadió—: Si me disculpas, voy a darle de cenar y a bañarlo para que se vaya a dormir.
—¿Qué tal el jet lag, campeón? —preguntó Carmine al bebé.
—No te preocupes por eso —respondió Desdemona—. Lo he tenido horas seguidas despierto aposta. Al resto de la primera clase no le hizo ninguna gracia.
—¿Cómo has venido desde el JFK?
—Tomé la limusina de Connecticut. No me sentía con ánimo de decirle a Myron que volvía a casa. No lo habría entendido.
Y se marchó con Julian, diciéndole cositas al oído. Todos los fantasmas se habían esfumado.